miprimita.com

Fuego Vs hielo (5)

en Erotismo y Amor

Comentario de la autora: Continúa la saga con nuevos imprevistos para la pareja. Recomiendo leerla desde el primer capítulo y así conocer a los protagonistas y sus circunstancias.

Quería aprovechar para agradecer los comentarios recibidos: Un lector, rub82, elbuscador48, casporro, NenaJoven he contestado personalmente vuestras aportaciones en los comentarios de la entrega anterior (4) ;)

 

21

 

 

Ataviadas con nuestras mejores galas, Elena y yo nos cuadramos frente a un imponente Hilton. Desde donde estamos el sol nos impide ver toda su altitud, pero a la vista está que es un edificio impresionante, compuesto de un bloque rectangular ladeado encima de otro, de iguales proporciones, en vertical. Elena me entrega el pase de acompañante que ha conseguido para mí; me lo coloco enseguida, parece tan profesional... ¡Qué emocionante! Me anudo fuertemente el abrigo al cuerpo porque a pesar de ser un día soleado, hace un frío que pela, es lo que tiene el final del otoño.

—Bueno, ¿preparada? –me mira, está tan asustada que no sabe disimularlo.

—Espera Anna, es pronto.

—¡Se me están congelando los pies! –protesto.

—Tengo un nudo en el pecho que no me deja ni respirar –pongo los ojos en blanco.

—¡Tonterías! ¡Vamos! –emprendo la marcha y ella me sigue dos pasos por detrás.

—¡Anna, espera!

—¿Todo esto es por ese tal Carlos? ¿Te da vergüenza verlo o qué?

—Es que..., no sé... ¿Estoy bien? Creo que este vestido es demasiado...

—Estás estupenda, cielo, no te falta de nada. Estoy convencida de que cuando te vea no podrá apartar los ojos de ti, y si no lo hace, es gay, entonces deberíamos plantearnos presentárselo a Lore.

Se echa a reír, y yo, la sigo. Juntas reanudamos el camino hacia las puertas del hotel.

—Anna... No puedo entrar.

—A ver, he venido a este tostón de reunión por ti, ya que estamos aquí vamos a pasar, y sería conveniente hacerlo antes de que se nos gangrene un pie y nos lo tengan que amputar, que aunque no te lo creas, les tengo cierto aprecio a mis pies y a todos sus deditos, así que... ¡Vamos!

Tiro de ella con fuerza, conduciéndola hasta el lujoso vestíbulo. Todo brilla, hasta las paredes, que están revestidas con un finísimo mármol blanco con vetas negras. Llegamos a un impresionante salón de convenciones, tan grande que acojona, el hombre que hay en la puerta mira los pases que cuelgan de nuestro cuello y nos permite entrar; un segundo hombre nos ayuda a quitarnos los abrigos.

Llevo un vestido azul eléctrico con escote palabra de honor precioso, Elena se ha puesto uno color ciruela que yo le he dejado, anudado justo bajo el pecho con caída en vuelo hacia abajo, le queda perfecto.

—¡Válgame el cielo! ¡Qué maravilla! ¡Mira Elena, tienen una barra de bar! ¡Vamos, necesitamos una copa!

—¡¿Qué dices?! Yo no puedo beber ahora.

—Lo necesitas, quieras o no.

La obligo a acompañarme, cojo una rebosante copa de cava que hay en unas bandejas plateadas, y le entrego una a mi amiga, que a la vista está, la necesita más que yo. Se la bebe prácticamente del tirón y me echo a reír; no, si al final se va a emborrachar.

Hay gente bien vestida por todas partes, todos médicos, la mitad más viejos que matusalén. Doy un sorbito al cava intentando poner una pose más sofisticada, irguiéndome y cruzando los brazos sobre el pecho, dejando mi copa al descubierto apuntando hacia arriba; muy bien, Anna, puedes pasar por uno de estos estirados, nadie advertirá la diferencia jamás. Si es que ya lo decía mi madre: voy para actriz. Alzo la cabeza al tiempo que frunzo los labios, mirando a todo lo que se mueve por encima del hombro.

—¿Qué estás haciendo? –cuchichea Elena cerca de mí oído

—Déjame, estoy metiéndome en el papel, ¿no lo ves?

—¡Estás haciendo el ridículo!

—¡Qué va! Escucha esto: Eubacterium aerofaciens.

Pongo voz de sabelotodo alzando las cejas y descendiendo sutilmente los párpados, la expresión de Elena me hace gracia, pero me contengo.

—Buenas tardes, Elena.

—Ah, hola Franco –contesta Elena estrechando la mano del chico, lo cual me sorprende, ¿qué ha sido de los dos besos de toda la vida?–. Te presento a Anna, mi amiga; Anna, este es Franco, compañero del hospital.

Franco me sonríe, yo aún no he abandonado mi rostro serio de circunstancia, así que cuando estira su mano hacia mí a modo de cordial saludo, no dudo en estrechársela con decisión.

Eubacterium aerofaciens.

El chico me mira confuso, Elena se cubre el rostro con la mano, avergonzada, mientras niega con la cabeza, al poco rato, el tal Franco empieza a reír como un poseso.

—Perdónala, no tiene remedio, se está haciendo pasar por médico –me excusa Elena.

—Encantado de conocerla Doctora Anna. Solo por curiosidad, ¿conoce el significado del término que ha empleado?

—Mmmm... –lo pienso unos segundos–. Significa, básicamente, que estás muy, pero que muy jodido –su carcajada me hace dar un respingo, y Elena, vuelve a negar con la cabeza, la estoy abochornando, debo dejar ya toda esta estupidez por ella.

—Bueno, será mejor que vayamos a sentarnos, prometo comportarme como es debido a partir de ahora –le digo a mi amiga para que cambie su expresión, pero ni con esas.

Los tres nos dirigimos hacia las sillas acolchadas que hay frente a una tarima de madera con una amplia pantalla detrás. Estudio con detenimiento a Franco, es un chico argentino, no demasiado alto, pero se le ve fuerte. Tiene rasgos muy latinos, como ese pelo tan negro, su piel morena y esos impenetrables ojos oscuros; por cierto, no está nada mal, es muy, pero que muy mono.

Me coloco a su lado, sigue hablando con Elena, pero no tengo idea de qué, en cuanto se quedan callados, aprovecho para entrar en la conversación.

—Por cierto, aún no me has dicho lo que significa Eubacterium aerofaciens –le recuerdo, y él, vuelve a reír–, ahora tengo curiosidad.

—Es una especie aislada de varias infecciones como la pleuresía, heridas post-operatorias infectadas, peritonitis y forúnculos, pero lo más extraño es que conozcas el término, no se suele utilizar.

—Ah, lo habré leído por ahí..., ¡a saber!

Tomo asiento con Elena a mi lado, creo que Franco va a dar la vuelta para sentarse junto a ella, pero no lo hace, se coloca junto a mí y sigue hablando. Cada vez que inicia una conversación, tengo la sensación de que en cualquier momento va a soltar algo como: ¡che boludo…!

—¿Sabes de qué va el congreso?

—No tengo ni idea.

—Todo lo que nos van a explicar hoy tiene que ver con el genoma humano, supongo que habrás oído hablar de él tiempo atrás.

—Sí, claro.

—¿Y qué es?

Sonrío, ¡jo, qué angustia de tío, parece que esté examinándome!

Eubacterium aerofaciens –respondo automáticamente, y él, vuelve a reír.

—Fue un proyecto de investigación científica con el objetivo fundamental de determinar la secuencia de pares de bases químicas que componen el ADN, identificando y cartografiando, los aproximadamente de veinte a veinticinco mil genes del genoma humano desde un punto de vista físico y funcional.

—Si ya decía yo que este congreso era muy importante... –se ríe a mandíbula batiente, y sin querer, acabo contagiándome yo también.

—No has entendido nada, ¿no?

—Verás, en realidad yo solo he venido por la comida, ¿cuándo se come? –vuelve a reír, tiene una sonrisa preciosa, me recuerda a Chayanne. ¡Qué gracia!

—Creo que todavía falta, ¿quieres que intente explicártelo?

—¡Adelante! Pero te lo advierto, soy mala alumna.

—No hay malos alumnos, sino malos profesores, así que si no te enteras de nada, quien va a tener que replanteárselo soy yo –sonrío.

—Venga va, explícamelo –se incorpora un poco más en su silla, se nota a leguas que este tema le apasiona muchísimo.

—Verás, la cadena de ADN contiene toda la información acerca de nosotros, desde los rasgos físicos a todas las enfermedades que padeceremos en el futuro, se podría decir que están programadas desde nuestro nacimiento, y eso tiene que ver con la carga genética que heredamos de nuestros padres. Pues ahora, imagina que los científicos han encontrado un método para aislar ciertos genes y modificar nuestro ADN para que no padezcamos ninguna de esas dolencias programadas.

—¿Eso se puede hacer?

—De eso va el congreso, creen haber encontrado un tratamiento preventivo para neutralizar la distrofia muscular en pacientes que tienen la predisposición genética a padecer este problema, pero de momento es todo experimental, solo es una teoría que aún tienen que seguir investigando, así que también nos mostrarán algunas firmas de fármacos que trabajan con ellos, para recaudar fondos y seguir con su investigación.

—Vaya... ¿Es que vosotros podéis escoger la marca de los fármacos que administráis a vuestros pacientes?

—Sí, es el hospital quien negocia y establece qué marca utilizará, normalmente quien más nos hace la pelota es el ganador –se echa a reír, y yo, me quedo boquiabierta mirándole.

—Todo es una mafia.

—A ver, no es tanto como eso, pero ten en cuenta que la empresa farmacéutica no deja de ser un sector muy competitivo. Además, a los pacientes tanto les da una marca que otra siempre que el resultado sea el mismo.

—Siempre y cuando vuestra decisión no les afecte al bolsillo –se encoge de hombros.

—Por lo general los precios para el usuario están estipulados, esto es más a nivel interno.

—Entiendo.

Empieza la exposición y un grupo de personas se colocan en la tarima, hablan sin parar, nos muestran vídeos y diapositivas, es un auténtico coñazo, no entiendo cómo puede estar todo el mundo atento sin bostezar. Dos horas y media después, estoy con un hambre que me muero y la cabeza como un bombo por intentar entender la dichosa exposición, lo único que me ha resultado curioso, y he entendido, ha sido parte de la introducción inicial, cuando han dicho que los seres humanos somos idénticos en un noventa y nueve por ciento, y solo nos diferencia un uno por ciento, en ese uno por ciento va la parte genética que nos dice cómo debemos ser desde que nacemos hasta que morimos. Qué curiosos somos los seres humanos, parecemos tan diferentes, sin embargo, a nivel científico somos prácticamente iguales.

Nos levantamos y caminamos hacia el impresionante bufet que los camareros, uniformados con pajarita, acaban de servir. Es un catering impresionante, hay desde marisco, pelado y perfectamente ornamentado, hasta taquitos de carne escrupulosamente cortados ensartados en palitos a modo de pinchos, embutidos, fritos de todas clases, combinaciones agridulces con frutas exóticas, vegetales con formas imposibles... Realmente los organizadores se han rascado el bolsillo para ofrecernos semejante manjar.

—El jamón está de muerte –le digo a Elena, que está a años luz de aquí ahora mismo.

Me giro en la dirección a la que ella mira. ¡Madre mía, pedazo de tío! Alto, tremendamente atractivo, moreno, ojazos verdes, nariz perfecta, boca sensual y esa barbita de dos días que le hace tan condenadamente guapo, parece un ángel.

—¡No me jodas que ese es Carlos! –Elena da un respingo tras escuchar su nombre y detecto el miedo en su mirada de chocolate.

—Sí, es él.

—¡Por Dios, Elena! ¡Tú, o el Everest o nada! No me extraña que te guste, está buenísimo –se pone roja como un tomate.

—Ya lo sé, es ridículo que él pueda fijarse en mí, ¿verdad? –pongo los ojos en blanco.

—No es eso, ¡claro que puede fijarse en ti! ¿No has estado atenta a la exposición? Solo un uno por ciento le hace diferente del resto, si te paras a pensar no es tanto...

Sonrío, pero eso no acabo de creérmelo ni yo, ese, como mínimo, se diferencia un ochenta por ciento al resto de los mortales, es perfecto, ni una, pero ni una sola pega. Franco se acerca a nosotras, percibe nuestro revuelo e intrigado, viene a cotillear.

—¿Qué hasen, señoritas?

—Nada –se apresura a responder Elena, pero yo le dedico una mirada severa.

—A ver, Franco, ¿tú puedes presentarnos a ese hombre de ahí? –señalo en la dirección del ángel.

—¡Anna! –chilla Elena, dándome un codazo.

—Hemos venido a esto, ¿no? –cuchicheo cerca de su oído–. Pues eso.

—¿A quién? –pregunta Franco–. ¿Carlos?

—Sí.

—Pero si Elena lo conoce...

—Bueno, pero Elena no se atreve, y yo no tengo el placer de conocerle.

—Te gusta Carlos –confirma con cierta aspereza–. Natural, todas están igual.

Elena se gira para coger una copa de vino, momento que aprovecho para acercarme mucho más a Franco y susurrarle en voz baja.

—Es a Elena a quien le gusta, pero no se atreve a decirle nada. Me preguntaba si podrías encontrar la forma de acercarnos para ver si entre ellos pueden saltar chispas..., ¡o qué sé yo! Si esperamos a que ella se lance lo tenemos francamente mal.

Su sonrisa es enorme, vuelve a enseñarme esos dientes blancos como la leche y siento como si me derritiera; este chico tiene un punto interesante.

—Entonces, ¿no es a ti a quien le gusta?

—A ver, Franco, hay que reconocer que guapo es un rato, pero ten por seguro que jamás intentaré nada con un chico que lo es todo para una amiga.

—Eso dice mucho de vos.

—Quizás sea un defecto, pero mis amigos están por encima de cualquier hombre –se echa a reír.

—En ese caso iré a buscarlo, espera un toque.

Se gira y lo observo desde la distancia, Elena no le quita ojo, parece asustada al percibir lo que está a punto de pasar. Franco se acerca a Carlos, se dan la mano y empiezan a hablar, obligo a Elena a ponerse de espaldas para simular que mantenemos una animada conversación, yo soy la única que disimuladamente, les sigue con la mirada estudiando cada movimiento. Ambos se ríen mirando en nuestra dirección, Elena habla de cosas incoherentes, pobrecilla, no sabe ni lo que dice. Entonces interrumpo su discurso y, mirándola atentamente a los ojos, le digo:

—Vienen hacia aquí.

—¡No jodas Anna! ¡Por Dios, ¿qué hago?! –sonrío tras la palabrota que ha soltado, no es su estilo.

—Ríete, habla y se natural, lo demás vendrá solo.

—¡ES QUE NO SÉ QUÉ DECIR!

—Shhhhh –le hago un gesto de advertencia con la mirada y ella enmudece en el acto.

—Buenas noches señoritas, ¿cómo van? –empieza Franco muy sonriente.

—Divinamente –me apresuro a responder–. Yo soy Anna –me presento enérgicamente.

Carlos hace el intento de tenderme la mano y me apresuro a darle dos besos en las mejillas, así abro el camino para que Elena se anime a hacer lo mismo. Carlos sonríe impresionado, seguramente por mi falta de modales, pero no me importa.

—Y bueno..., supongo que ya conoces a Elena –me retiro y le dejo vía libre.

Me quedo a cuadros al ver que ella le sonríe como una hiena, y en lugar de darle dos besos, extiende una mano trémula. Él se queda cortado, se había acercado lo suficiente como para besar sus mejillas, pero la muy tonta pone la mano en medio, así que los dos se quedan a mitad de camino en una extraña postura forzada. Cojo aire y empujo descaradamente a mi amiga, que cae encima de él, y ambos se afanan para darse dos besos y separarse rápidamente. ¡Madre mía, menudo plan llevamos! Franco es el único que se ha dado cuenta de mi poca sutileza, y se gira disimuladamente para reírse a gusto sin ser visto.

—¿Qué tal Elena, cómo lo llevas?

—Bien... –contesta la susodicha soltando una risita estúpida.

Imagino a una de esas bigas de los dibujos animados cayendo del cielo sobre mi cabeza, aplastándome. Pero ¿qué demonios le pasa? ¡Parece sumida en un profundo coma!

—¡Oye! –empiezo aprovechando el incómodo silencio que se ha creado–. ¿No hay zona de baile ni nada de eso en esta fiesta? –todos se ríen, y yo, no entiendo el porqué.

—No es una fiesta, es una convención de medicina.

—¿Y? ¿Es que los médicos no bailáis? –vuelven a reír–. Pues es una lástima, yo os lo recomiendo, es muy beneficioso para la salud.

—Por desgracia somos así de aburridos –comenta Carlos, que se acerca a la barra y, antes de volver de nuevo hacia nosotros, coge un canapé y una copa.

—Pues opino que deberíamos hacer algo para animar este tostón.

—¿Qué propones? –pregunta Carlos interesado.

Arrugo el entrecejo porque no me gusta un pelo el modo con el que se centra en mí en lugar de en Elena. ¡Pero es que ella no habla!

—Oh, yo no tengo ninguna habilidad especial, pero Elena hace unas cosas increíbles con cinco mandarinas.

—¡Anna, ¿qué dices?! –se pone roja–. ¡No digas tonterías!

—No, quiero ver qué haces con cinco mandarinas.

Sonrío y arqueo las cejas mientras la animo a hacer aquello que tantas veces ha hecho en casa. Franco sonríe, se acerca a la enorme pila de frutas, que únicamente sirve como decoración de la mesa, y de ella extrae cinco mandarinas cuidando de no desmontar la impresionante pirámide.

—Toma.

Elena suspira, apura su copa y le arrebata las cinco mandarinas de la mano, coge dos y el resto las pone sobre la mesa.

—¡Vamos, demuéstrales lo que eres capaz de hacer! –la animo.

Todos la miramos y empieza a mover las dos mandarinas haciéndolas girar sobre su cabeza, transcurrido un tiempo, toma una tercera mandarina mientras las otras continúan en movimiento. El juego de malabares prosigue, ahora con tres mandarinas volando rápidamente sobre su cabeza. Estira el brazo, coge una cuarta y la une al grupo. Carlos se queda boquiabierto, mirando a Franco alucinado, Elena coge la quinta y la incorpora, pero con tan mala suerte que en el ascenso, chocan dos y todas caen al suelo. ¡Oh no! Se ha puesto nerviosa, porque ella puede hacerlo, no es la primera vez. Su decepción es palpable. Se ha quedado callada, tímida, y ellos no saben qué decir.

—¡Uy! Necesito ir al baño –cojo a Elena del brazo y, a paso ligero, la llevo hacia los lujosos servicios.

—¿Se puede saber qué coño te pasa? ¡Tienes que reaccionar, ¿me oyes?, o cualquier tiparraca de la sala vendrá y te quitará a Carlos en un segundo!

—¿Y qué quieres que haga? –se agarra con brusquedad a la pica, está a punto de venirse abajo como un castillo de naipes –suspiro, me obligo a calmarme y la cojo de las manos.

—No es tarde, aún podemos arreglarlo, pero quiero que esta vez te impliques, quiero que hables con él de lo que sea. Solo prométeme una cosa: no digas nada relacionado con el trabajo, es aburridísimo.

—Entonces, ¿de qué le hablo?

—¡No lo sé, háblale de ti! Vives en una casa con tres personas más, tienes miles de anécdotas que contarle, así preservas tu intimidad. Si lo que te da vergüenza es darte a conocer, háblale de nosotros.

Se lo piensa unos segundos valorando mi propuesta, finalmente accede con un asentimiento de cabeza, pero antes entra en el baño. La espero fuera, y en cuanto sale, las dos regresamos al mismo lugar de antes; aunque hay ligeras modificaciones. Tal y como sospechaba, Carlos no pasa desapercibido, por lo que una escultural pelirroja ya se ha interpuesto, mirándonos con escepticismo mientras se aproxima aún más a Carlos. ¡Pufff...! Solo le falta mearse encima de él para dejarnos completamente claro que le pertenece, pero está muy equivocada si se piensa que nos vamos a dar por vencidas, y nos colocamos en frente, intentando seguir la conversación que se ha iniciado. Todos son términos médicos, palabras raras, pacientes extraños... ¡Qué aburridos que son! Menos mal que Elena sonríe y asiente a los comentarios, al menos ella sabe lo que significa todo eso; yo me rindo, paso de intentar entenderlos. Franco sigue pendiente de mí, sus ojos negros me recorren divertidos, se acerca para ofrecerme una copa y la acepto gustosa.

—No he podido mantener alejadas a las lapas –me encojo de hombros.

—No te preocupes, supongo que debe ser normal para él.

—Es el poder que tienen los ojos verdes.

—¡Tonterías! No es el color lo que cuenta, si no la forma de mirar –arquea las cejas.

—Eso es verdad. Por ejemplo, vos no tenés los ojos verdes, pero vuestra forma de mirar es completamente adictiva, tan despierta, vivaracha... –se me escapa una sonora carcajada.

—¿Estás tratando de ligar conmigo, Franco? –bebo un sorbito de mi copa mientras le miro por encima del fino cristal.

—Es justo de lo que hablábamos el gallego y yo cuando se han marchado al baño.

—¡¿Hablabais de mí?! –pregunto alarmada.

—De las dos –aclara–. Creo que te interesará saber que Carlos ve con buenos ojos a Elena.

—¿En serio? –mi felicidad ahora mismo es desbordante –le cojo de la mano para acercarle más a mí, y mi movimiento le ha pillado desprevenido, poniéndolo nervioso, pero se recompone enseguida.

—¡Cuéntame más, boludo! –le animo ávida por conocer todos los detalles.

Él empieza a reír, pero antes de que pueda abrir la boca para seguir con un interesante discurso, escucho unas risitas que provienen de la pelirroja que hay junto a Carlos. Me giro y veo a Elena, depositando su copa vacía sobre la larga mesa blanca que hay a pocos metros de nosotros, pero el aliento se atranca en mi garganta cuando veo que mi amiga se ha pillado el vestido con las bragas al salir del baño y lleva medio culo fuera. Absolutamente nadie ha tenido la decencia de decirle nada, y eso es algo que una mujer nunca quiere que le pase, y menos delante del chico que le gusta.

Las risas de esa arpía me están poniendo histérica, así que me acerco rápidamente a Elena. Carlos se ha quedado petrificado, sin poder apartar los ojos de ella, sonrío al grupo y me levanto rápidamente el vestido, enseñándoles yo también el culo con tanga incluido. Elena me mira sin entender nada, las carcajadas de los demás se incrementan, y yo, simplemente las sigo y me afano por bajar su falda y la mía al mismo tiempo.

—Desde luego Elena, si no llega a ser por nosotras que animamos estas veladas tan aburridas... –digo en voz alta para que todos me oigan–, así que ahora que os hemos dado motivos para tener un poco relajante sueño esta noche, nos vamos.

Carlos niega divertido con la cabeza, Franco, sencillamente se descojona con mi comentario, mientras que Elena y yo, salimos del Hilton a toda prisa.

—¡Oh, Dios mío, qué vergüenza! –se echa a llorar.

Sin más, las lágrimas se desbordan por sus ojos invadiendo sus mejillas, la vergüenza la abrasa literalmente, mientras intenta ocultar su tez con las palmas de las manos.

—Cálmate...

—¡No me pidas que me calme! ¡No después de lo que me ha pasado!

—Ha sido una anécdota graciosa de la que mañana puedes reír en el trabajo.

—¡No Anna! –sus chillidos son desesperados, le cuesta incluso respirar, mientras llora desconsoladamente–. Voy a ser el hazmerreír del trabajo, Eva no dudará en recordármelo solo para burlarse de mí.

—¿Eva es la pelirroja?

—¡Sí! –niego con la cabeza, esa estúpida, no dudará en hacer leña del árbol caído.

—Eso es verdad, esa pajarraca intentará dejarte mal, incluso esperará el momento oportuno para hacerlo delante de Carlos, ¿y sabes por qué?, porque sabe que él te gusta.

—¡Esto es horrible! ¿Qué voy a hacer ahora?

—Tú eres más lista, sabes cuál será el próximo movimiento de esa arpía y vas a estar preparada, sacarás fuerzas de donde no tienes, porque te voy a confesar un secreto –entorna la mirada para toparse conmigo, desea que la alivie, que le diga algo positivo que la devuelva la confianza en sí misma, y estoy dispuesta a hacerlo–, Franco me ha dicho que cuando nos fuimos al baño, él le habló de ti. No le eres indiferente, nena, por desgracia no he podido enterarme de más, he tenido que dejar a Franco a medio discurso para ir a bajarte la falda –hace un esfuerzo por sonreír.

—Eso lo dices solo para animarme –espeta entre pucheros.

—Quiero animarte, cierto, pero nunca te mentiría en algo así, algo que es tan importante para ti y lo sabes –se relaja, y yo, respiro aliviada.

—¿Cuál es tu plan ahora? ¿Cómo hago mañana en el trabajo? –sonrío al ver que su humor ha cambiado ligeramente.

—Solo puedes hacer una cosa; aunque no te será fácil.

—¿Qué?

—Ríete con ellos –hace una mueca de disgusto–. Debes reconocer que ha sido gracioso, y cuando esa tía diga algún comentario desdeñoso, de los que estoy segura de que hará, tú te ríes y le dices: “¿Tanto te ha impresionado mi culo que no puedes quitártelo de la cabeza? ¡Y eso que estamos acostumbrados a ver culos!” –por fin empieza a reír.

—Todavía no me creo lo que acabas de hacer ahí dentro... ¡Y estás tan tranquila! ¿Es que no te da vergüenza? –mis carcajadas resuenan en la calle.

—Ay cariño... Yo perdí la vergüenza en el último bar.

Y entre risas y pequeños cuchicheos acerca de los vestidos, el maquillaje, o los peinados de algunas de las mujeres que hemos visto en el salón, regresamos a nuestro hogar, el mejor refugio; por hoy, hemos tenido más que suficiente.

22

 

 

 

Estiro los brazos intentando alcanzar el techo. Suspiro feliz, tengo ganas de ir a la oficina solo para ver de qué humor estará hoy James. Salto de la cama y me encamino hacia el baño bailando salsa, un pasito para adelante, contoneo de caderas, un pasito para atrás, abro la ducha y me desnudo lentamente, haciendo caer mi pijama de ositos pirata al suelo. Saco un pie del pantalón, luego el otro, entro en la ducha y dejo que el agua caiga directamente sobre mi cara.

Hoy es un día especial, así que revuelvo mi armario hasta encontrar el pantalón perfecto: unos vaqueros negros y una camiseta con un escote de vértigo de color lila; la combino con un sujetador que sé que realza mi pecho.

Para el pelo lo tengo decidido: hoy me lo voy a dejar completamente liso con la raya a un lado, he descubierto que así es mucho más fácil ponérmelo detrás de las orejas cuando empieza a molestarme. En cuanto estoy perfectamente maquillada, perfumada y enjoyada, voy a la cocina, tomo mis cápsulas de vitaminas y preparo café.

Estoy caminando hacia la boca del metro, cuando el teléfono que llevo en el bolsillo de mi abrigo, vibra; un mensaje de whatsapp, ¿tan temprano?

»¡Buenos días! Solo te escribo para preguntar por el estado de salud de tu culo, o como yo lo llamo, la cola. Me preocupó que se hubiera resfriado, teniendo en cuenta que la última vez la expuso a la intemperie.«

 

Se me escapa una carcajada. ¡Boludo cabrón! Me afano en contestar.

»Pues no debes preocuparte, mi cola está divinamente, le va bien que de tanto en tanto le dé el aire.«

 

Pongo carita con gafas de sol y le doy a la tecla de enviar; su respuesta no tarda en llegar:

»Mmmm... Dudo que su diagnóstico sea certero, ¿no preferiría la opinión de un profesional?«

 

¡Pero bueno!, me apresuro a responder:

»¿Eres especialista en colas? A todo esto… ¿cómo has conseguido mi número?«

Su respuesta es inmediata:

 

»Fui muy persuasivo con Elena, no la culpe, se descuidó el teléfono en la mesa y no pude frenar la tentación, además, estaba muy preocupado por su cola«

 

Como respuesta, envío la carita que parece el grito de Munch; él me envía carita con aureola y añade:

»Me gustaría llevar a su cola a cenar esta noche para que recupere fuerzas, y algo de peso también, no le vendrían mal unos gramillos«

 

¡¿Cómo?! Me detengo unos metros antes de entrar en el túnel del metro, porque si no, me quedaré sin cobertura y quiero escribirle algo antes. Me muerdo el labio inferior, apuro mi café y tiro el vaso a la papelera. No puedo dejar de sonreír desde que me he levantado, ¡me encanta esta sensación!

»Mi cola agradece su consideración, pero no piensa que le falte nada, es más, unos gramos adicionales desestabilizarían su perfecta proporción, así que muy a su pesar, rechaza su invitación.«

 

Pongo una sevillana haciendo olé y envío, entro a paso ligero en el túnel de metro, me monto en el tren y guardo el móvil. Sonrío para mí recordando los mensajes, este hombre está incluso peor que yo, ¡y mira que eso es difícil! Camino hacia la oficina y miro el móvil, que acaba de recibir otro mensaje al haber recobrado la cobertura.

»En ese caso, se lo propondré a la segunda opción. ¿Tiene algo que hacer esta noche, Anna?«

 

Reprimo una sonora carcajada. ¡No se rinde!

»Jajajajaja… Me solidarizo con mi cola y preferimos pasar la tarde juntas planchándola contra el sofá mientras veo una peli, ¡¡¡pero gracias!!!«

 

—Buenos días Pol. No hace falta que me lo digas, salta a la vista que esta noche he tenido un polvo increíble –se ríe con ganas, girándose para verme pasar veloz ante él antes de meterme en el ascensor.

—¡Ni que lo digas, mamita! Pero tal y como te veo hoy, no solo has tenido un polvo increíble, tal vez unos cuantos...

Le guiño un ojo cómplice mientras las puertas se cierran y asciendo al cielo.

—Bueno, cuéntame Vane, ¿qué tal todo por aquí?

Se gira sobresaltada por mi comentario.

—¡Anna! –me abraza con tanta fuerza que a punto estoy de quedarme sin aire–. Te he echado tanto de menos... ¿Cómo te lo has pasado en Madrid?

—Bien... –sonrío de medio lado, no le quiero revelar todo el pastel ahora, con lo impresionable que es, seguro que le da algo–. Pero ¿y tú? ¿Te has manejado bien sin mí?

Suspira.

—Esto es un caos... No han parado de llamar desde Londres. ¡Qué pesados!

—Me lo imagino..., no le dan ni un segundo de tregua a James.

—¿James?

—Quiero decir al señor Orwell –sonrío y corro a mi silla antes de que empiece a olerse algo; aunque me parece que es demasiado tarde.

—Todavía no ha venido.

—¿Quién?

—El señor Orwell.

—Ah.

frunce el ceño.

—Estás bien?

—Sí, ¿por?

—Te noto algo acalorada.

—¿Acalorada? ¿Yo? ¡No me hagas reír, Vane! –vuelve a su sitio; aunque no parece muy conforme.

Empezamos a trabajar ordenando el jaleo de papeles que ha invadido mi escritorio durante los días que he permanecido fuera. Necesito hacer unas copias antes de archivarlas, cojo todo cuanto necesito y voy a la sala de máquinas. Sin darme cuenta, empiezo a cantar la nueva canción de Antonio Orozco, que no hace más que sonar en la radio: Llegará.

El sol vuelve a salir sin preguntar,

verás como al final empezarás.

Siempre te refugias cuando piensas que no hay más,

donde se reencuentra lo que fue y lo que será.

De aquel lugar de paz debes saber...

 

Coloco las hojas en la bandeja de la fotocopiadora y pulso la tecla verde que inicia la impresión.

Los abrazos que hablan,

momentos que marcan,

la vida, la calma y yo estaré

muy cerca de tus pasos,

para que no te caigas,

muy cerca y muy callado,

y así me vas contando…

 

Emito un pequeño chillido al percibir unas manos masculinas adhiriéndose a mi cintura desde atrás, pero mi susto no dura mucho, solo el tiempo que tardo en reconocerle. Su cuerpo, duro y alto, se acopla a mi espalda mientras me envuelve con sus fuertes brazos, quiero girarme, pero me tiene tan amarrada que apenas me puedo ladear. Inclina su cabeza para enterrarla en mi cuello y lo besa, acariciándolo suavemente con los labios mientras mi piel se torna de gallina.

—Bésame –esa palabra me hace sonreír, vuelve a acariciarme el cuello con los labios y me inclino para darle la bienvenida a mi cuerpo–. Te he echado tanto de menos...

En cuanto siento que la presión a mi alrededor desciende, me vuelvo para hacerle frente, está guapísimo con su nuevo traje negro entallado y esa corbata azul brillante que compró en Madrid, parece otro, mucho más joven e irresistiblemente sexy. Sin pensármelo dos veces, me abalanzo sobre él, se tambalea hacia atrás mientras me sostiene, permitiendo que mi boca se encuentre con la suya y la devore; la magia vuelve a desatarse entre nosotros.

Empiezo poco a poco, palpando primero la suavidad de sus perfectos labios y los perfilo con mi lengua, saboreando esa parte de su anatomía mientras le miro a sus ardientes ojos azules. En cuanto me lanzo indiscriminadamente a por él, su necesidad de mí se desata, me alza y me sienta sobre la fotocopiadora para poder besarme sin necesidad de agacharse, abro mis piernas y James, se encaja entre ellas aferrándose a mis muslos mientras me besa con auténtica devoción. Emite un ronco jadeo, lo atrapo con la boca y hurgo en su interior con mi lengua. Estoy a punto de perder el sentido, cuando me retiro con cuidado.

—Alguien podría vernos. –le digo apretando una sonrisa, coloca su frente caliente sobre la mía y suspira.

—¿Qué me has hecho Anna?

—¿Yo?

—Sí, tú. ¿Qué me has hecho para que no pueda apartarte ni un momento de mi pensamiento, para que necesite besarte a cada instante?

—Bueno, ya sabes lo que dicen...

—No, ¿el qué?

—La española cuando besa, besa de verdad –sonríe con ternura y se inclina para volver a besarme discretamente en la boca.

—Respecto a eso, no me cabe ninguna duda.

Se separa de mí, me ayuda a volver a tocar con los pies en el suelo y me mira; me pone nerviosa cuando hace eso. Mi teléfono móvil vibra en el bolsillo del pantalón, pero ahora es como si James fuese mi única prioridad; mientras esté con él, todo lo demás sobra. Se aproxima a la puerta, la entreabre y comprueba que no haya nadie en el pasillo.

—Podemos salir –anuncia sonriente–, no nos han pillado.

Le devuelvo la sonrisa y salgo detrás de él, que ralentiza su marcha para acompasar mis pasos. No nos atrevemos a hablar, pero nos lanzamos miradas que lo hacen por nosotros, en ellas se trasluce nuestro deseo agazapado, nuestras ganas de entregarnos el uno al otro, porque ha pasado poco tiempo, pero parece toda una eternidad. James mueve su mano indicándome que vaya delante de él, le hago caso y, antes de entrar en la gran sala donde se encuentran todos nuestros compañeros, me da una pequeña palmadita en el trasero. Me giro sobresaltada con los ojos abiertos como platos, su sonrisa se expande y no puedo más que estremecerme por su osadía.

Ocupo mi asiento y apilo los papeles mientras observo como James, entra en su despacho y cierra la puerta. Suspiro y me abanico con el fajo de papeles, Vanessa sonríe por lo bajo, disimula, pero lo hace tan mal, que enseguida me percato que la muy bicha se huele que siento más hacia este hombre de lo que debería.

Pasado el sofoco inicial, me centro en mi trabajo. Reviso el informe económico de la empresa, ha habido un descenso respecto al mes pasado y está a punto de convertirse en una situación insostenible de verdad, a menos que las nuevas cremas den el resultado que todos esperamos. Abro mi correo y veo un mensaje de Logona; lo leo sin demora. No quepo en mí de gozo al ver que al final, la empresa ha decidido invertir en nuestro proyecto, solo un diez por ciento, pero es más de lo que esperaba, ya que me temía que no quisieran colaborar. Imprimo el contrato que ellos mismos nos envían para estudiarlo, pero estoy tan contenta que en cuanto lo tengo en mis manos corro hacia el despacho de James para mostrárselo.

Me sonríe desde su sillón de orejas en cuanto irrumpo en la habitación sin haber llamado, está hablando por teléfono, pero me hace pasar igualmente indicándome con la mano que cierre la puerta. Hago lo que me pide y espero impaciente a que termine de hablar.

—Sí, exacto –hace una pausa y prosigue–, queremos esos, en recipiente pequeño.

Se levanta de su silla, con el teléfono inalámbrico aún en la mano, y se acerca a mí, me pongo tensa cuando uno de sus dedos se posa sobre mis labios y desciende lentamente por la barbilla, el cuello, mi escote..., hasta detenerse en el canalillo que une mis pechos.

—Me parece estupendo, pero quiero que me envíen muestras... Sí... Con una de cada será suficiente.... Gracias.... Adiós.

Cuelga, arroja el teléfono a la mesa y, con la mano que me queda libre, acerca mi rostro al suyo para besarme. Me encanta la espontaneidad que está adoptando, y le correspondo con la misma pasión que emplea hasta que la cordura vuelve a llamar a mi puerta.

—James, he venido a enseñarte esto –me separo un poco, él suspira y se cuadra frente a mí, otorgándome mi espacio.

—¿Qué es?

Logona nos envía un acuerdo, quieren unirse a nuestro proyecto.

—¿En serio? –sonrío tras ver su alegría.

—Aquí está el contrato.

—Muy bien, lo estudiaré detenidamente –asiento, no tengo nada más que hacer aquí y me separo, pero él agarra mi mano para volver a acercarme.

—Me gustaría quedar contigo después del trabajo, ¿cuándo te vendría bien? –su pregunta me sorprende, ¡por mí, hoy mismo!, cualquier momento, día u hora me vendría bien.

—Normalmente no tengo nada que hacer por las tardes –me encojo de hombros–, así que... –vuelve a sonreír.

—Pues me gustaría solucionar eso.

Su beso impacta en mí, estremeciéndome de nuevo. ¡Tengo unas ganas locas de hacerlo mío! ¡Madre mía, estoy en celo!

—Eres una mala influencia para mí, te das cuenta, ¿no?

Se me escapa una risita aniñada, él tampoco es que sea demasiado bueno para mí. Su teléfono vuelve a sonar en el momento justo y pone los ojos en blanco.

—Pero ahora hemos de seguir trabajando... –dice con pesar mientras se dirige de nuevo hacia su mesa–, no te vayas muy lejos, luego quiero hablar contigo.

Me dedica una de esas irresistibles sonrisas de medio lado, y mi espíritu adolescente da saltitos de alegría en mí pecho bajo la sutileza de su dulce amenaza. Decidida, salgo de su despacho y cierro la puerta para volver a mis quehaceres, Vane me informa de que le ha pasado una llamada de Londres, esos jefazos tan estirados son duros de roer. Cuando se acerca la hora del desayuno, Vanessa y yo acudimos al bar de siempre, vemos a Mónica ojeando el diario sin percatarse de nuestra llegada.

—Buenos días ratón de biblioteca –sonríe, retirando el diario para centrarse en nosotras.

—Buenos días, ¿qué tal todo? ¿Igual que siempre?

El camarero se acerca portando una bandeja con nuestras consumiciones, para depositarla cuidadosamente sobre la mesa. Le damos las gracias, y las tres, atacamos a la vez nuestra tostada junto al café.

—Es un día de locos, parece que no, pero tras pasar unos días fuera, es como si me costara el doble volver a empezar.

—¡Ni que lo digas! –confirma Mónica con la boca llena.

—Pero bueno, el trabajo es trabajo. Creo que tú tienes que contarnos algo ahora... –Vanessa se incorpora en su silla para prestar toda su atención a Mónica.

—No sé por qué dices eso –emito un bufido al ver que intenta confundirme.

—¿Qué pasa entre tú y el muchachito?

—¡Anna, por favor! ¡Ni me lo nombres! –se cubre la frente con la mano abierta y me muero de la risa.

—¿Por qué? ¿Qué tiene de malo? Bajo mi punto de vista el chico está muy bien.

—Ese chico tiene diecisiete años.

—¡Ya estamos otra vez!

—Cuando yo iba al instituto, estaba enamorada de mi profesor de economía –confiesa Vane, y yo, la miro sorprendida.

—¿Y qué pasó?

—Nada –se encoje de hombros–. Nunca lo supo, no deja de ser más que un amor platónico, algo inalcanzable.

—Pues al parecer, mi alumno no piensa lo mismo, se ha empeñado en atosigarme a base de propuestas absurdas.

—¡No son absurdas! –discrepo–. Deberías darle una oportunidad.

Ambas me miran como si hubiera confesando un pecado atroz. Decido resignarme, suspirar y escuchar sus divagaciones sobre lo que moralmente es correcto; paso de gastar saliva intentando convencerlas de lo contrario. Me aíslo de la conversación y saco mi teléfono del bolsillo, tengo un mensaje de Franco, la sonrisa me sale sola.

 

»No acepto un no por respuesta, cenar tendrá que cenar de todos modos, así que, ¿por qué no lo hace conmigo?«

 

Adjunta una serie de dibujitos que ha encontrado en Whatsapp, todos relacionados con comida. ¡Pero qué pesado llega a ser este tío!

»Me temo que hoy estoy de riguroso régimen, no puedo caer en las tentaciones…«

 

Su respuesta no tarda en parpadear en la pantalla de mi teléfono.

»Una ensalada pues, ¿dónde y a qué hora voy a recogerla?«

Su insistencia me hace gracia y respondo:

»Jajajaja ¡La ensalada para los conejos!«

 

Me río de mi comentario, esa expresión es muy de mi padre, Franco contesta automáticamente, no salgo de mi asombro. ¡Qué rápido es!

»Soy paciente, puedo estar insistiendo todo el día…«

 

»¿No trabajas?«

 

»Sí, pero entre paciente y paciente, vos “llenás” mis huecos«

 

»Oh.... Es lo más bonito que me han dicho en la vida«

 

»Y vos sos lo más bonito que yo he visto en la mía. ¿Quedamos?«

 

Emito un bufido y vuelvo a guardar el teléfono móvil.

—¿Quién era? –pregunta Mónica advirtiendo mi sonrisa.

—Nadie especial...

—¡Uy... Qué andarás tramando!

—Nada Vane, pero mira la hora que es, como no nos apresuremos en regresar a la oficina... –Su rostro cambia en el acto, esfumándose su sonrisa.

Una vez en el despacho volvemos al trabajo, cojo el móvil, tengo tres mensajes más de Franco, pero decido no leerlos todavía, no quiero entretenerme a contestarlos. Continúo tecleando en el ordenador de un modo frenético, intentando ir lo más deprisa que puedo para acabar pronto mis tareas, estoy tan concentrada que apenas me percato de la mujer que lleva un rato plantada frente a mí, esperando a que alce el rostro. La miro sorprendida, es una mujer joven, rubia y de ojos claros. Tras ver que he centrado mi interés en ella, se repeina su media melena con los dedos, luego, se acerca a mí con paso vacilante. De cerca es muy alta, tiene el típico cuerpo espigado, como un espárrago, y esos rasgos tan propios de los extranjeros que visitan cada año nuestro país: pelo tan rubio que es prácticamente blanco, tez blanca, inmaculada, ahora algo roja por el acecho del sol del mediterráneo.

—Buenas tardes –saluda ofreciéndome una fría sonrisa.

Su acento inglés me hace ponerme en pie de un salto. ¿Será una de nuestras jefas de Londres?

—Buenas tardes señorita...

—Alexa –se apresura a responder–, Alexa Williams.

—Encantada de conocerla señorita Williams, ¿qué desea?

—He venido a ver al señor Orwell.

—¿Tenía cita con él?

—No –sonríe.

—Está bien, veré si puede recibirle. ¿Quién le digo que desea verle?

—Dígale que ha venido Alexa, su prometida.

Mi sonrisa amigable se congela, y mi mente se queda en blanco, incluso noto que he dejado de respirar. ¿He escuchado bien? ¿Ha dicho... ¡PROMETIDA!?

—Señorita...

—Suárez, Anna Suárez –me afano en contestar para no ponerme más en evidencia.

—Señorita Suárez, verá, ¿puede darse algo de prisa, por favor? He tenido un largo vuelo, y la verdad, no dispongo de todo el día –parpadeo varias veces intentando despertar de mi ensoñación transitoria.

Sin decir nada más, me encamino hacia el despacho de mi jefe, llamo a la puerta, él contesta, y entro. En cuanto lo hago, le miro con ojos desconcertados, no acabo de creerme lo que ha dicho esa mujer, su rostro se alza, se ilumina al verme y abandona todos sus quehaceres indicándome con un gesto de la mano que cierre la puerta, lo pienso durante unos segundos y al final, cedo. Se levanta de su silla para acercarse a mí, no ha perdido la sonrisa en todo el camino, de hecho, parece no advertir mi rostro descompuesto.

—Me has leído el pensamiento, necesitaba verte.

Lo tengo justo delante y me pongo nerviosa, sus manos se aferran a mis brazos, masajeándolos de arriba abajo para acabar tirando de ellos haciéndome topar con su duro y pétreo cuerpo. Intenta besarme, pero me retiro sutilmente, deshago el nudo de sus brazos a mi alrededor y recobro la compostura.

—¿Qué pasa? –pregunta extrañado.

No puedo hablar, solo mirarle hasta desengañarme de él por completo. ¿Cómo he podido estar tan ciega? ¿Cómo no me he dado cuenta antes?

—Tienes una visita –le respondo al fin intentando controlar las lágrimas que amenazan con evidenciarme delante de él.

—¿Tenía programada una cita hoy? –pregunta extrañado.

—No, se ha presentado por sorpresa –frunce el ceño, y sé que es porque mi seriedad le descuadra.

—Entonces dile que concierte una cita, no pienso recibir a nadie por sorpresa.

—No puedo hacer eso.

Da un paso en mi dirección y retrocedo hasta percibir el pomo de la puerta clavándose en mi espalda. Respiro hondo, trago saliva y me obligo a contener los nervios, la decepción que siento por dentro es aplastante, me está dejando KO por momentos.

—¿Qué no puedes hacer? –avanza un nuevo paso en mi dirección, y me apresuro a poner una mano en su trayectoria para impedir que me toque.

—¿Le digo a su prometida que entre ya? –tengo el enorme privilegio de ver como sus pupilas se dilatan por la sorpresa, incluso su rostro empalidece.

—¿Mi prometida? –pregunta confuso.

—Sí, la señorita Alexa Williams está aquí, quiere verle –traga saliva nervioso y se pasa la mano por el pelo lacio, dejándolo algo descolocado.

—Anna... Déjame que te lo explique...

Bien, acabo de confirmar que lo que dice esa mujer, es cierto, él está prometido, y yo, no soy más que una tonta por no haberme dado cuenta.

—No es necesario que me explique nada señor Orwell, es su vida... –me doy media vuelta y desaparezco de su vista.

Salgo del despacho, y fingiendo una sonrisa amistosa y desinteresada, hago pasar a Alexa. Vuelvo a mi puesto de trabajo, torturándome al ver como esa mujer entra y cierra la puerta tras de sí.

Llevo un rato concentrada en el monitor simulando estar leyendo algo; aunque la verdad es que no puedo más que permanecer impasible, como abducida. Miro distraída el reloj que cuelga de la pared, todavía quedan dos horas para terminar la jornada, se me va a hacer larguísimo.

Ni siquiera sé el tiempo que ha pasado realmente, cuando la puerta del despacho de James vuelve a abrirse, Alexa sale exhibiendo una sonrisa triunfal, sin embargo, ahora es James quien parece descompuesto. Nuestras miradas se cruzan una décima de segundo antes de desviar la mía, no sé qué está pasando. Me pongo de los nervios, y encima, desde aquí, no puedo escuchar su conversación. Hago acopio de valor y les miro de soslayo, ella le dice algo, alza sus manos para desanudar la corbata azul eléctrico que lleva y se la mete en el bolso. Rebusca un poco y, a continuación, saca otra de cuadros marrones para ponérsela; más horrible, imposible. Se la anuda con decisión, él simplemente se deja hacer sin oponer resistencia, en cuanto la tía se siente satisfecha con el patético resultado, le da un fugaz besito en los labios, se despide y se va. ¿Eso es todo? Están prometidos, no se han visto durante mucho tiempo y se dan un besito que bien podría dármelo yo con Lore, pero ¿qué clase de relación tienen?

Cojo los expedientes que tengo sobre mi mesa y me encamino a paso ligero al cuartito de la fotocopiadora, espero a que despejen la máquina y tomo posesión de ella en cuanto se queda vacía. El ruido de la puerta al cerrarse a mi espalda, hace que me gire enérgicamente.

—Anna... –James se acerca y me pongo tensa, doy un paso hacia el lado hasta topar con la pared.

—No te acerques –le advierto.

—Tengo que explicártelo, no me quedaré tranquilo hasta que lo haga.

—No hace falta, de verdad, no quiero escucharlo.

—Anna, no estás siendo razonable... –las aletas de la nariz se me abren.

En otra circunstancia le habría atizado ante ese comentario, pero estoy en el trabajo, y hasta dentro de media hora él es mi jefe; eso, al menos lo tengo claro.

—Así que no soy razonable.

—¿Por qué estás así, tan afectada?

No salgo de mi asombro, ¡será capullo! ¿Qué espera que haga después de enterarme de que tiene prometida, que haga como si nada?

—¡No estoy afectada! –espeto bruscamente–. Creo que decepcionada se ajusta más.

—¿Decepcionada? –su ceño se frunce por la incomprensión–. ¿Decepcionada por qué? Hemos tenido buen sexo, eso es lo que buscabas, ¿no? Tú misma lo dijiste en el bar: “Ahora nosotras vamos a acostarnos con todo aquél que despierte nuestro instinto sexual, y vamos a probar todo aquello que nos da morbo. ¡Utilicemos a los hombres para disfrutar!”–¡Coño, no creí que este insensible inglés de mierda pudiera ser tan estúpido!–. Eso es lo que hemos hecho, ¿no? Hemos jugado los dos y lo hemos disfrutado.

Cierro los ojos, negando confusa con la cabeza antes de volver a abrirlos, la rabia se ha apoderado de mí, y en mi garganta se arremolina un nudo de emociones que pugnan por salir. Expiro fuerte por la nariz, cojo las fotocopias que hay hechas y le esquivo.

—Sé lo que dije y lo mantengo –le aclaro severamente.

—Entonces, ¿cuál es el problema?

—El problema es que tú no me has dejado elegir, no me dijiste que tenías pareja y te acostaste conmigo sin ningún tipo de contemplación o miramiento, sin darme la oportunidad de decidir si quería o no interponerme en una relación.

—¿Y qué más da eso? ¿De haberlo sabido no te habrías acostado conmigo?

—Bueno –vacilo–, ahora nunca lo sabremos, ¿verdad? En cualquier caso, estaría mucho mejor sabiendo a qué me atenía por estar contigo.

Se queda callado, lo que acabo de decir le encaja. Me vuelvo hacia la puerta, y antes de que pueda alcanzar el pomo, me detiene.

—Perdóname, tienes razón, no lo había visto así... –me encojo de hombros, pero no deja que me vaya, vuelve a interponerse en mi camino.

—Queda conmigo esta tarde, necesito hablar contigo en otro lugar.

—No, esta tarde no puedo.

—¿No puedes? Te recuerdo que hace un momento me dijiste que no solías hacer nada por las tardes.

—Pues lo siento, pero para esta tarde ya tengo planes.

—¿Ah sí? –sonríe sardónicamente, piensa que le estoy poniendo una excusa–. ¿Qué vas a hacer?

—¿Te importa?

—Sí, me importa –se reafirma.

Alzo las cejas mostrando indiferencia.

—Ya he quedado –me dedica media sonrisa escéptica.

—No me hagas reír, Anna, no has quedado con nadie –se me escapa la risa, ¿de qué coño va este pedazo de gilipollas?

—Piensa lo que quieras, no pretendo convencerte de nada –vuelvo a girarme y su mano aprieta mi brazo con fuerza para detenerme.

—¿Con quién has quedado?

—No tengo por qué darte explicaciones, además, tú lo has dicho antes, ha sido solo sexo, un juego del que los dos hemos disfrutado, pues bien, resulta que hoy me apetece jugar con otro –me suelta del brazo, pero sus facciones no se han relajado.

—Sabes tan bien como yo que lo que dices no es cierto, ¿por qué lo haces? ¿Qué pretendes?

—¿Perdona? ¿Es que ahora tengo que hacerte un parte de todo lo que haga o diga? Pero ¿quién coño te crees que eres?

—No digas palabrotas, por favor, puedes hacer lo que quieras.

—¡Exacto!, y eso es justo lo que voy a hacer. ¡Coño! –remarco la palabrota a sabiendas que le disgusta oírla.

Abro la puerta y salgo a paso ligero, cabreada como una mona hasta llegar a mi mesa, tomo asiento y vuelvo al trabajo, no sin antes abrir los mensajes de Franco y leerlos rápidamente. Sigue insistiendo, quiere que nos veamos hoy porque, según dice, mañana empezará un turno de noche que le dejará molido. Rápidamente acepto, salir es justamente lo que me apetece, lo necesito, quedarme en casa un día como hoy sería un gran error y acabaría llorando, y llorar por un hombre es lo más bajo que puedo hacer, y más teniendo en cuenta el hombre en cuestión. Su respuesta es inmediata, está ilusionado, y ver que alguien se muere por quedar conmigo me anima. Le respondo dándole la dirección de mi empresa y la hora a la que termino para que venga a recogerme, a continuación reanudo mi faena consciente de que no estoy rindiendo al cien por cien.

Mi teléfono vibra sobre la mesa a la hora en punto, es un mensaje de Franco, ya ha llegado. Apago el ordenador, me pongo el abrigo y cojo mi bolso.

—¡Anna! –su voz, tan cerca, me hace dar un respingo.

—¿Qué?

Casi todo el mundo se ha ido, la oficina se ha quedado prácticamente desierta, y por primera vez en mi vida, tengo miedo, miedo de quedarme a solas con James, el único hombre, desde hace mucho tiempo, que tiene el poder de hacerme daño.

—¿Puedes quedarte un rato, por favor?

—Hoy no –contesto seca–, he quedado.

—¿Hasta cuándo va a durar esta tontería?

—¿Qué es lo que no entiendes, James? He quedado con otra persona, de hecho, está esperándome ahí fuera –arruga el entrecejo, se dirige enérgico a la ventana y mueve la cortina para mirar al exterior.

—¿Quién es? –pregunta en tono severo.

—Mi cita de esta tarde, así que si no te importa, tengo que irme.

—Anna, por favor, solucionemos esto, quédate.

—No hay nada que solucionar. Hasta mañana señor Orwell –antes de irme, corre hacia mí.

—Deja a ese tío y vente conmigo.

—Mmmm... –hago que lo pienso, pero en realidad no hay nada qué pensar–, tentador, pero no, gracias.

Llego al ascensor, se cierran las puertas y desciendo hacia el vestíbulo. Corro por el pasillo, y en cuanto salgo al exterior, me tiro literalmente sobre Franco, le abrazo fuerte, y él, empieza a reír a carcajada limpia, me gusta el sonido de su risa. En cuanto me separa dulcemente de su lado, miro hacia arriba disimuladamente, James nos observa desde las alturas. ¡Que se joda! Me subo al coche de Franco, un utilitario SEAT blanco, y me dejo guiar por él, elija el lugar que elija, me vendrá bien.

—Primera parada: el parque de la ciudadela –anuncia deteniendo su vehículo a escasos metros del perímetro del parque.

—¡Uaaauuuu! Un destino muy romántico para una primera cita, ¿no crees?

—Como puedes apreciar, estoy jugando con todas mis cartas –me echo a reír.

Dejamos a nuestra derecha el museo de ciencias naturales y avanzamos por un amplio camino de tierra delimitado por unos jardines muy bien cuidados, en los bancos hay parejas adolescentes sentadas, incluso hay algunas tumbadas sobre el césped, tocando la guitarra o merendando.

—Me encanta este lugar, y lo curioso es que apenas vengo por aquí.

—A mí me pasa igual, nunca saco tiempo.

Un grupo de ciclistas nos obliga a apartarnos, por lo que quedamos más juntos. Nos miramos, esta vez, decidimos avanzar sin abandonar nuestro repentino acercamiento. La vida, el movimiento, la alegría de las personas que nos rodean, de las parejas que pasean y el tiempo, que para variar, hoy nos acompaña, consiguen que me relaje, que aleje los malos pensamientos y me concentre únicamente en disfrutar. Hablamos de pequeños acontecimientos del día, riéndonos al recordar algunas anécdotas del día en el hotel, pero sobre todo hablamos de Elena y de su obsesiva fijación por el buenorro de Carlos. El paseo y la animada conversación, hace que estemos muy a gusto, se necesita poco para eso, creo que la fórmula es elegir bien a la persona que quieres que te acompañe, el lugar es lo de menos; aunque en este caso, creo que también ayuda a distraerme.

Nos detenemos frente al lago, algunos jóvenes sobre las barcas reman con todas sus fuerzas en una peculiar carrera, le miro, achinando los ojos, al percatarme del lugar al que no quita ojo. Contempla con detenimiento una de las barcas vacías, barajando la posibilidad de alquilarla para nosotros, me echo a reír y tiro de él con fuerza en dirección opuesta. Yo y una barca es una mala combinación, seguramente haré algo y ambos caeremos al agua, una mala idea para finales de noviembre. Escasos metros después, desembocamos en una extensa avenida frente a la gran cascada del parque. El conjunto arquitectónico presenta una estructura central en forma de arco triunfal, con dos pabellones en sus costados y dos alas laterales con escalinatas que acogen un estanque dividido en dos niveles, dicen que la obra recuerda el palacio Longchamo de Marcella.

—Me encantan las esculturas talladas en piedra de la cascada, todos son personajes mitológicos: Venus, Anfítrite, Neptuno... Pero lo que más me impresiona son los grifos, los animales mitad león mitad águila, ¿te has fijado? –asiento sin dejar de admirar la impresionante arquitectura que hace tantos años que veo, pero que nunca antes había contemplado como hasta ahora– ¿Escuchaste eso? –pregunta despertándome de mi ensoñación transitoria.

Me ladeo un poco, siguiendo el ritmo de esa música tan pegadiza que suena a mi izquierda. Bajo una carpa, una orquesta ha empezado a tocar tango, numerosas parejas, algunas vestidas con trajes para la ocasión, danzan animosos con paso firme y decisivo de derecha a izquierda, sus cabezas están altas y sus cuerpos erguidos, un experto los anima a continuar, a algunos los corrige. Admiradores inesperados, rodean la carpa hipnotizados por la majestuosidad de los bailarines más expertos al ejecutar los pasos, Franco se acerca todo lo que puede, su sonrisa se expande y luego me contempla con esa mirada risueña que tanto me gusta.

—Bailemos –dice, y con súbita decisión, coge mi mano guiándome hacia el grupo.

—¡Yo no sé bailar esto! –digo entre carcajadas sin que sirva de nada.

La melodía de Roxanne empieza a sonar, y Franco, estira bruscamente de mi brazo pegándome a él. Inicia el movimiento de su cuerpo, colocándome en la posición correcta con elegancia. Increíble... ¡Sabe bailar!

Se inclina, y tras su último paso, mi cuerpo cede hacia atrás, arqueándose hasta que vuelve a alzarme con rapidez, produciendo que choque de nuevo contra su duro pecho. Se retira, me separa con brusquedad sin soltar mi mano, y desde la distancia, mueve el brazo haciéndome dar una vuelta antes de volver a acercarme con uno de esos rápidos y decisivos movimientos suyos. Se me escapa la risa, ahora damos vueltas los dos a la vez, me fascina la forma en la que sus pies siguen el ritmo, facilitando a su vez mi propio movimiento. El profesor se coloca a mi espalda, posicionando sus manos en mi cintura para guiarme en el ritmo que marca Franco, luego estira mi cabeza hacia arriba y me obliga a flexionar los brazos en forma de “L”. Estando mi cuerpo rígido es mucho más fácil de llevar, pero mis pies siguen yendo por libre. De soslayo, contemplo a una de las parejas que, para ser sinceros, lo hace genial, y decido imitarla. Me detengo y miro atentamente a Franco a los ojos, muevo una pierna, deslizando el pie frente a él en forma de medio círculo, él sonríe, está claro que le hago gracia, no obstante, no ceso en mi empeño de hacerlo lo mejor que puedo.

Muevo la cintura, cruzando los pies por delante, mientras mantengo el cuerpo erguido, Franco me acompaña con sus pies, me lleva hacia atrás, luego hacia delante y damos vueltas y más vueltas hasta que vuelve a colocarse sobre mí, haciéndome ceder. La pegadiza melodía está a punto de concluir, así que damos unas cuantas vueltas rápidas, sus pies se cruzan, me lleva enérgico hacia una punta de la carpa, luego hacia la otra, media vuelta más y vuelve a inclinarse sobre mí, esta vez, me sostiene por más tiempo. Espera a los últimos acordes de la canción, y antes de levantarme, me besa el cuello, en cuanto me alza, mis ojos desorbitados le contemplan. ¿Qué diablos ha sido eso?

—¿Viste?, sabes bailar tango. Te desenvolviste muy bien para ser la primera vez.

—¿Cómo es que tú sabes bailarlo tan bien? –estalla en sonoras carcajadas.

—¿En serio le preguntás eso a un Argentino?

—Tienes razón –reconozco entre risas.

—El baile me ha abierto el apetito, ¿cenamos?

—¡Por supuesto! –respondo animada–. ¿Dónde me vas a llevar ahora?

—Hay un japonés buenísimo aquí cerca, tienen cosas increíbles.

—Ah.

Debo haber hecho una mueca extraña, porque él, suelta una risotada y añade:

—¿No te gusta el pescado crudo? –vuelvo a reproducir esa mueca de angustia y su risa se hace más fuerte–. Antes de poner esas caras deberías probarlo, te aseguro que hay pocas personas a las que no les guste.

—Está bien, vamos a probar –acepto; aunque no muy convencida.

—Así me gusta, eresuna mujer valiente.

—Según como se mire...

Me lleva a un lujoso restaurante donde solo se sirve pescado, o como mucho, un salteado de verduras a la plancha. Miro la carta, pero la mitad de los pescados que la componen no sé qué son, Franco se adelanta y pide por los dos.

—Pensaba que a los argentinos les gustaba más la carne –se echa a reír.

—En realidad, soy un argentino atípico.

—¡Mira qué bien!, si al final mi madre va a tener razón: siempre salgo con los hombres más raros.

—Será que tienes un imán para atraer las rarezas.

—Debe de ser eso.

El camarero viene hacia nuestra mesa, dejando sobre ella dos enormes bandejas repletas de cosas extrañísimas junto a una botella de vino blanco, nos llena las copas y se retira. Miro todos los platos: ostras, tostadas con caviar, sushi, ensalada y unas finísimas lonchas de pescado con salsa verde.

—Tú primera –me anima.

No sé qué coger, pero me decanto por las ostras, que es lo que parece más normal, así que cojo una con cuidado.

—Espera –Franco me arrebata la ostra y separa su cáscara en dos mitades, dándome a continuación la que contiene el bicho, ¡está vivo!

—Cómetela, solo debes recordar masticar bien antes de tragarla.

Cojo aire, lo expulso lentamente y vuelvo a centrarme de nuevo en ese bichito indefenso, que se retuerce levemente, me la llevo a la boca, lo mastico y detecto su peculiar sabor a mar. No está mal, entra prácticamente sola, pero su viscosidad me repugna, no puedo creer que digan que esto es afrodisiaco. Para quitar el sabor, doy un sorbo a mi copa, luego cojo una tostada con caviar; está demasiado salado, tampoco me gusta. Pruebo cada una de las cosas que hay sobre la mesa mientras hablamos y hablamos sobre aspectos del pasado para conocernos mejor. ¡Qué diferente es esta conversación comparadas a las que solía tener con James! Él prácticamente no mencionaba aspectos familiares, ni me preguntaba nada personal, era obvio que solo le interesaba cierta cosa de mí, realmente soy estúpida, en cambio, Franco sí me hace un cuestionario acerca mis padres y si tengo hermanos, me pregunta por mis amigos, incluso por mis mascotas, le interesa todo lo que pueda contarle, y al mismo tiempo, yo también pregunto. Ahora sé que solo tiene madre, su padre murió cuando él era pequeño, es el menor de tres hermanos y el único que vive en el extranjero. Tiene numerosas anécdotas que contar, y yo, las escucho mientras como, a pesar que nada de lo que hay en la mesa me gusta, tengo hambre, como siempre.

—Me encantaría conocer a tus padres –dice riéndose de una escena que le he narrado sobre ellos–, sin duda deben de ser muy graciosos, viéndola a vos, no me cabe ninguna duda –río por su comentario.

—Yo jamás podría llevarte a mi casa.

—¿Por qué? –me pregunta extrañado.

—Si meto en casa a alguien que se llama Franco, a mi padre le da algo –río solo de pensarlo, y él, acompaña mis risas.

—Entonces seré Francisco para ellos, ¿mejor así? –niego divertida con la cabeza.

Hay que ver como echo de menos a mis padres, cada vez que hablo de ellos se me encoge el corazón, y más en momentos como estos, en los que estoy más sensible. Después de un par de horas nos levantamos, Franco paga la cuenta, y yo se lo permito, me niego a poner un solo euro por una mierda de comida; aunque obviamente, este comentario queda únicamente para mí.

Cuando salimos del restaurante, insiste para que vayamos a un pub, pero estoy cansada, ha sido un día con demasiadas emociones, además, yo madrugo. Entiende perfectamente mi negativa y me acompaña a casa sin poner objeción.

—Muchas gracias por la salida de hoy Franco, he tenido un día difícil en la oficina y tu compañía me ha venido bien.

—De nada, para mí también ha sido un placer, ¿podemos vernos el viernes que viene?

—¡Claro! –respondo sin dudarlo.

Sonríe, me acerco a él, le doy dos besos en las mejillas y, cuando estoy a punto de retirarme, se mueve para besarme en los labios. Me quedo quieta unos segundos, no sé cómo reaccionar, lo cierto es que no me lo esperaba, ¿estaré perdiendo facultades? En lugar de retirarme, permanezco unida a él unos segundos, cierro los ojos y le correspondo. Su beso es suave, va con mucho cuidado, aun así, noto como ese delicado contacto me alivia. Cuando por fin me retiro, advierto en sus dilatados ojos negros que quiere más; sin embargo, hoy yo no estoy de humor, además, el sexo por caridad no es lo mío. Guiño un ojo cómplice, abro la puerta de su vehículo y salgo, encaminándome hacia mi edificio a paso ligero y sin mirar atrás.

En casa están todos muy animados. Mis amigos están viciados a un juego de la X–Box, cantan con los micros e incluso hacen duelos. Sonrío nada más verlos, en pijama y zapatillas, mientras se esfuerzan por entonar una pegadiza canción de Amaral.

—¡Reina, únete a nosotros!

Solo queda una vela

encendida en medio de la tarta

y se quiere consumir.

Ya se van los invitados

tú y yo, nos miramos

sin saber bien qué decir.

Nada que descubra lo que siento

que este día fue perfecto

y parezco tan feliz.

Nada como que hace mucho tiempo

que me cuesta sonreír.

Quiero vivir,

quiero gritar,

quiero sentir

el universo sobre mí

quiero correr en libertad

quiero encontrar mí sitio…

 

Y sin venir a cuento, mis ojos se llenan de lágrimas, desbordándose incapaz de controlar el llanto. La música suena, pero esta vez, mis amigos no le ponen la voz a la melodía, dejan los micros sobre la mesita que hay frente al sofá y vienen a mi encuentro. Me separo, no es justo aguarles la fiesta, no se lo merecen, pero simplemente es algo que no puedo controlar. Elena se coloca a mi lado y me abraza para reconfortarme, me aprieta mientras mueve mi cabeza para besarla. Lore está petrificado, sus ojos me estudian con detenimiento y no sabe qué decir, creo que es la primera vez que me ven llorar, me da rabia hacerlo, ser tan débil... ¡Tengo que acabar con esto ahora mismo! Me separo de Elena, y hago un esfuerzo por sonreír mientras me enjugo las lágrimas.

—Estoy bien –dejo claro antes de que pregunten.

—¿Qué ha pasado? –interviene Mónica ajustándose las gafas a la nariz con el dedo índice.

—Nada que tenga importancia, ¡vamos, dadme un micro! –voy a cogerlo, pero Lore lo retira con avidez de mi alcance.

—No hasta que nos digas lo que te ha ocurrido.

—Que soy tonta, eso es lo único que ha pasado.

—¿Franco ha intentado propasarse contigo? –pregunta Elena alterada, no hay duda de que sabe que hemos quedado, posiblemente él le ha puesto al tanto antes de venir a recogerme.

—¡No! Franco se ha portado muy bien, gracias a él he estado entretenida y sin darle demasiadas vueltas al coco, pero al llegar a casa, ha sido como si todo ese peso hubiese caído de repente sobre mí.

—¡Quieres decirnos ya qué pasa! –Mónica se altera, apenas muestra sus sentimientos, es reservada en extremo, pero tal vez, sea la más sentimental del grupo, en su interior, todo le afecta sobre manera.

—Teníais razón, razón en todo, liarme con mi jefe ha sido un error imperdonable por mi parte.

—¿Qué ha hecho ese hijo de puta? –pregunta Lore encendiéndose por segundos.

Tuerzo el gesto, me cuesta reconocerlo en voz alta, pero debo hacerlo, así acabaré de creérmelo de una vez por todas.

—Está prometido, a punto de casarse –no hay reacción por parte de mis amigos, así que continúo hablando–. Me he enterado hoy, su novia ha venido a la oficina. No me había dicho nada, y debo confesar que me había ilusionado un poco, no sé –me encojo de hombros–, los días que pasamos en Madrid fueron perfectos, él me hizo sentir tanto..., tuve la sensación de que no fue solo sexo, sin embargo, para él sí. Hoy mismo, tras ver mi reacción, ha venido a verme, quería hablar conmigo y me ha dicho que no entendía por qué estaba así, entre nosotros había habido buen sexo, lo pasamos bien y fue genial. Encima, el muy cabrón, hizo referencia al día que me escuchó hablar en el bar citando mis ideas liberales sobre el sexo. ¡Oh Dios! Me sentí tan mal...

—Ese tío es un imbécil.

—Ya, pero a mí me gustaba ese imbécil... –vacilo–, solo un poco.

—Bueno cielo, si es por eso, el mundo está lleno de imbéciles –sonrío; aunque la sonrisa no llega a mis ojos.

—En fin –suspiro–, ya está, entre nosotros ya ha quedado todo claro. No os preocupéis, ahora tengo uno de esos momentos de bajón, pero esto solo durará como mucho un par de horas más, no pienso dejar que esto me afecte, ¡de ningún modo! Ese tío no se merece ni una sola de mis lágrimas.

—¡Claro que no! –Lore se acerca y me abraza con fuerza–. Más va a llorar él cuando se dé cuenta de lo que ha perdido. Ahora, eso sí, como se atreva a acercarse a ti de forma diferente a la de un jefe con su secretaría, le meto una hostia que estas navidades en lugar de morder el turrón va a tener que chuparlo –su comentario me hace reír, Mónica y Elena me acompañan mientras me abrazan, transmitiéndome todo su cariño.

—Gracias chicos, y perdonad que esté así..., de verdad.

—¡No nos des las gracias por eso! ¿Te apetece cantar un poquito? –vuelvo a reír tras su cambio de actitud, lo cierto es que no me apetece; aunque sé que eso me animará, así que acepto el micro que él me lanza y me encamino hacia el sofá, ¡a cantar se ha dicho!

Y entre canciones y bailoteos frente al televisor, dejo atrás el recuerdo amargo de una historia reciente, una historia que desde hoy mismo, queda escrito su final.

23

 

 

 

Estoy inquieta en la cama. Me levanto con torpeza y me dirijo hacia el baño. El estómago me duele a rabiar, es una presión desgarradora que asciende provocándome náuseas. Intento vomitar, pero soy incapaz, eso es algo que siempre me ha costado muchísimo. Me lavo la cara sin dejar de mirar el espejo, tengo las ojeras marcadas y estoy sudando. Palpo mi frente y la percibo inusualmente caliente. Esto no pinta bien... ¡Maldito pescado crudo!

Regreso a mi dormitorio para encerrarme en él. Las arcadas vuelven a sacudirme violentamente desde dentro. Me encojo apretándome el vientre, intentando calmar las convulsiones.

No puedo dormir, me ladeo, me aprieto, me tapo con las sábanas, me destapo... En cuanto escucho a Elena despertarse, salgo de mi habitación y voy a su encuentro, nada más verme su expresión cambia.

—¿Te encuentras mal?

—Me duele mucho la barriga... –me toca la frente y sus ojos se abren desmesuradamente.

—Tienes fiebre. ¿Qué cenaste anoche?

—Pescado crudo –suspira.

—No te ha sentado bien.

—No hace falta que lo jures. No puedo vomitar y tengo un nudo en el estómago. Además, me duele muchísimo la cabeza.

—¿Has podido ir al baño? ¿Tienes diarrea?

—No...

—Te voy a dar un medicamento para que te provoque el vómito, de todas formas, hoy deberías quedarte en casa.

Me entra un escalofrío. Mis dientes castañean y me cubro el cuerpo con los brazos, el dolor de barriga se intensifica y siento que voy a morir.

—Métete en la cama ahora mismo y tápate, también te daré algo para la fiebre –vuelve a tocarme–. ¡Estás ardiendo! –percibo como el sudor perla mi frente, pero sigo teniendo mucho frío–. Te has intoxicado. Este malestar durará como mucho un par de días, no se puede hacer nada, solo controlar los síntomas y esperar a que tu organismo deseche todo lo que no necesita.

—Pero..., yo tengo trabajo y...

—¡De eso nada! En cuanto llegue al ambulatorio te haré la baja y la enviaré por fax a tu empresa. Necesitas guardar reposo.

Obedezco a Elena y regreso a mi cama. Me siento tan débil que no tengo fuerzas ni para protestar. Empiezo a quedarme dormida cuando percibo que entra en mi cuarto cargada con una palangana y un vaso de agua en la mano. Me ofrece el vaso, obligándome a beber hasta la última gota del medicamento que previamente ha disuelto. Sabe fatal, en cuanto termino hago una mueca y vuelto caer bruscamente contra la almohada. Me coloca un termómetro en la axila, aguardando en silencio hasta escuchar el pitido que indica que ya ha registrado mi temperatura.

—Tienes cuarenta de fiebre –coloca una tableta de pastillas sobre la mesita–. Quiero que te tomes una de estas cada seis horas –me da la primera y la trago con un poco más de agua–. Intenta descansar, aún tiene que pasar lo peor.

—¿Lo peor? –pregunto con un hilillo de voz.

—Me temo que esto empeorará a medida que los medicamentos surtan efecto.

—No me digas eso –me besa en la frente antes de irse.

—Te llamaré para recordarte lo de los medicamentos y preguntarte cómo estás. ¡Menuda intoxicación que has cogido! Eso, o tienes una gran intolerancia a algo que comiste anoche.

—¡Qué asco! Es pensar en las ostras y se me revuelve el cuerpo entero –sonríe, se levanta y me arropa con la sábana.

—Pasará, no te preocupes.

Vuelvo a quedarme sola, otra vez. El estómago no me da tregua. Me retuerzo de dolor cada vez que me asalta uno de esos retortijones. ¡Hasta cuándo va a durar este martirio!

Mónica entra en mi habitación, me ha escuchado quejarme. Empiezo a trabajar antes que ella y le extraña que aún esté en la cama. Tras ver la situación en la que me encuentro, me acerca una jarra de agua y un vaso limpio a la habitación. Es agradable ver como todos se vuelcan en ayudarte, a veces pienso que no somos solo amigos, más bien una pequeña familia que se quiere y se cuida.

El último en salir de casa es Lore, entra en mi cuarto con su impecable traje azul oscuro, el maletín de cuero negro en una mano y un trapo doblado en la otra. Huele de maravilla, su perfume inunda mis fosas nasales en cuestión de segundos. Camina con decisión, se sienta a mi lado y coloca el paño húmedo sobre mi frente, haciéndome sentir un gran alivio al notar el frescor del agua. Me relajo y él repite el proceso varias veces. El calor de mi cabeza desciende. Casi, y solo casi, me dejo llevar hasta caer en un profundo sueño, es entonces cuando escuchamos el timbre de nuestro apartamento.

—Vaya... –dice Lore poniéndose en pie–, voy a ver quién llama ahora, como quieran venderme algo...

Sale de la habitación y me ladeo en la cama, girándome hacia la puerta a la espera que regrese. No tardo en escuchar su voz alterada, es como si estuviera discutiendo con alguien, lo cual me extraña, porque Lore, suele ser pacífico.

Me siento en el colchón, alcanzo la bata y me la coloco con cuidado, quiero saber qué está pasando. Nada más moverme, mi estómago vuelve a retorcerse y las ganas de vomitar me sacuden, así que me apoyo en la pared, deslizándome sobre ella por el pasillo, y me quedo escondida justo en la entrada al comedor.

—Voy a entrar, me da igual lo que digas.

Esa voz... Me tapo la boca con la mano y continúo escuchando como una cobarde, no me atrevo a dar la cara.

—Pon un pie en esta casa y te denuncio por allanamiento. ¡No tienes ningún derecho a estar aquí! Esto es propiedad privada. Pero... ¿qué coño haces? –escucho un forcejeo, luego la voz de James, aún más cerca.

—He recibido esto a primera hora de la mañana, si Anna está enferma, debería estar aquí. Quiero verla.

—¡Esto es surrealista! ¡No puedes acosarla de este modo, maldito cabrón!

El forcejeo vuelve a producirse y escucho cacharros que se caen al suelo.

—¡Tendrás que sacarme por la fuerza! ¡No pienso moverme de aquí!

—Con que esas tenemos...

Asomo la cabeza, escondiéndome tras el marco de la puerta. Lore tiene a James cogido por las solapas de su traje. Éste no se inmuta, tiene las manos echadas hacia atrás, aferradas fuertemente al borde de la mesa. Son igual de altos, dos gigantes enfrentados retándose por mí. Es extraño estar presenciando esto, y más que mi jefe haya venido a comprobar que realmente esté enferma.

Las cosas se ponen peor cuando Lore lo arranca bruscamente de la mesa donde está aferrado y lo empotra contra la pared, forma un puño con la mano y a punto está de atizarle cuando decido acabar de una vez con esto y entro en el salón.

—¡Qué está pasando aquí! –protesto cruzando la bata sobre mi pecho, el frío no me abandona y empiezo a tiritar de nuevo.

—¡Anna! –James se deshace de Lore y corre a mi encuentro; mi amigo viene tras él, pero esta vez no le detiene–. Realmente estás enferma –arrugo el entrecejo, ¿qué creía?–, ¿qué te ha pasado?

—¿No ha recibido mi baja esta mañana? –agacha la cabeza.

—Creí que se trataba de una excusa.

Él y las excusas. ¡Pero qué retorcidos motivos puedo tener para inventar algo así!

—Pues como ves, no lo es, así que ya puedes marcharte –interviene Lore.

—¿Y tú quién eres?

A Lore se le dilata la vena de la frente, que está a punto de estallar. Se cuadra frente a él, saca pecho y le hace retroceder con su intimidante mirada.

—¿Qué cojones te importa? Te voy a decir lo que vas a hacer, vas a salir de mi casa ahora mismo si no quieres que llame a la policía. Te aseguro, señorito, que puedo convertir tu vida en un auténtico infierno por lo que estás haciendo hoy.

—No me voy.

Su terquedad me deja impresionada, y mi boca se abre por la incomprensión. Lore vuelve a sujetarle de las solapas, pero esta vez, yo me interpongo.

—¡Déjalo ya, Lore! Que haga lo que quiera.

—¿Cómo dices? –pregunta confuso.

—Él verá lo que hace, yo no tengo nada qué ocultar, si quiere quedarse y asegurarse de que realmente estoy enferma antes de regresar a la oficina, que lo haga. Me da igual.

—¿Me sueltas ya? –espeta James a Lore, que aún lo tiene agarrado por las solapas de su traje.

Mi amigo cede, parpadea un par de veces y arregla su ropa.

—Tengo que irme a trabajar Anna, llego tarde. No me hace ninguna gracia dejarte sola con este individuo.

—Vete al trabajo, no te preocupes por nada, sé lo que hago –le tranquilizo.

—Eso espero.

Suspira y camina hacia mi habitación para recoger su maletín. James y yo nos miramos. Soy consciente de mi aspecto descuidado, el sudor en mi frente y mi mal aliento, pero es demasiado tarde para intentar adecentarme un poco, además, no tengo fuerzas.

Lore reaparece en el comedor, me acerca a él para darme un rápido beso en la mejilla, y se retira de nosotros caminando hacia la puerta con crispación. Antes de abrir, se gira:

—Te llamaré. Y en cuanto a ti –dice dirigiendo un dedo acusador hacia James–, recuerda que sé quién eres. Estoy harto de poner demandas a tipejos como tú, que utilizan su poder para intimidar a sus trabajadores. Que sepas que jamás he perdido un solo caso.

James permanece callado, no reaviva el fuego, y yo, se lo agradezco. Cuando Lore cierra la puerta del piso de un portazo y me quedo a solas con él, el malestar vuelve a invadir todo mi cuerpo. Las nauseas ascienden, me tapo la boca y corro hacia el baño. Abro la puerta de un empujón y hundo la cabeza en el retrete. Las convulsiones de mi estómago me hacen vomitar, por fin. Aún no he acabado cuando noto unas manos sosteniendo con firmeza mi cabeza, sujetándome el pelo hacia atrás, evitando así que lo manche con mi propio vómito. ¡Madre mía, qué vergüenza! Hago un gesto con la mano indicándole que me deje sola, pero parece no entenderlo.

—¡Vete! No es necesario que veas esto –se aparta, coge la toalla del baño y la moja bajo el grifo, luego se acerca, levanta mi cara y me limpia con pequeños y suaves toquecitos.

—¿Mejor? –pregunta preocupado.

—Sí, gracias. Puedes irte ya.

—Mmmmm..., tentador, pero no –sonríe al reproducir las mismas palabras que le dediqué el día anterior–. Y ahora, señorita, te vas derechita a la cama.

Emito un angustioso chillido cuando me alza, como si no fuese más que una pluma, y me lleva en volandas hacia el pasillo.

—¿Qué haces?

—¿Acaso no es evidente? Voy a cuidar de ti. ¿Dónde está tu cuarto? –se para frente a la puerta de la habitación de Mónica, niego con la cabeza y continúa avanzando.

Decido indicarle con la mano cuál es mi habitación. Entra y, con mucho cuidado, me deposita sobre la cama.

—No entiendo a qué viene todo esto, la verdad...

Me refugio entre las sábanas buscando el calor que me falta, mi cuerpo no deja de estremecerse de frío cada dos por tres.

—Hago todo esto porque me importas.

Cierro los ojos derrotados, no tengo ganas de aguantar sus tonterías ahora.

—¿Y qué hay de tu prometida? ¿Ve con buenos ojos que estés aquí cuidándome?

Suspira. Escucho un ruido seco y abro los ojos de nuevo. Se acaba de quitar los zapatos, pero lo más inquietante es que se ha desprendido de su americana y camisa, quedándose únicamente con los pantalones del traje puestos.

—Sinceramente me importa poco lo que piense Alexa –dice acercándose hacia mí y abriendo un lado de la cama.

—¿Qué vas a hacer?

—Voy a acostarme contigo. ¿Me dejas sitio?

—¡No! –protesto colocando mi mano en el colchón para impedirle el acceso.

Retira mi mano sin esfuerzo y se mete dentro, ignorando mi negativa. Me muevo todo lo posible hacia un lado, pero me agarra y me estruja apretándome contra él mientras sus brazos rodean mi cuerpo. Apenas puedo moverme, quiero hacerlo, pero su calor me reconforta, y es tan agradable esta sensación...

—Un día me dijiste que necesitas el contacto humano a todas horas.

—Sí, pero no de ti –espeto enfadada, y él, sonríe.

—Relájate, estás muy tensa; además de congelada.

Él gana, ya no puedo más. Me acurruco en su pecho, dejándome envolver por sus fuertes brazos. Esto no debería ser así, pero no puedo ocultar que me siento de maravilla. Sin saber muy bien cómo, al final me quedo dormida.

No sé cuánto tiempo he permanecido en este estado, solo soy consciente de que me despierta el ruido del teléfono que hay sobre mi mesita. Lo coge James, y ese gesto debería molestarme, porque es una clara invasión de mi intimidad; aunque lo cierto es que eso ahora me da igual.

—Buenos días, aquí el enfermero particular de la señorita Anna Suárez. ¿Con quién hablo? –sonrío tras lo que acaba de decir.

—Sí, ahora está dormida... Exacto... ¿Qué puedo darle de comer? ...Sí, ha vomitado esta mañana... ¿Cómo? ...Sí, espera, que ahora se lo pregunto –me mira, y yo, parpadeo algo aturdida todavía–. Pregunta si hoy has tenido diarrea.

—¿Qué? –me llevo una mano a la cabeza, me duele a rabiar.

—Si has tenido diarrea –repite, y yo, me río débilmente, no puedo creer que mi jefe esté preguntándome acerca de mis defecaciones.

—No –contesto, y él, vuelve a acercarse el teléfono a la oreja.

—Ha dicho que no... –repite–. Bien, se lo haré ahora mismo. Y, ¿cuántas pastillas le doy? ...Vale... Gracias, Elena. Adiós –cuelga y me mira.

—Voy a prepararte la comida –anuncia divertido, y yo, le miro extrañada–. Puesto que no sé cocinar, tendremos que reconsiderar el plan B.

—El plan B –repito; aunque no entiendo a qué se refiere–. No tengo hambre James, te lo aseguro.

—Lo sé, pero Elena ha insistido en que debes comer y beber mucha agua.

Suspiro y vuelvo a refugiarme entre las sábanas. Él se levanta y se va. Mis pesados párpados vuelven a cerrarse, no recuerdo haber estado tan cansada en la vida.

—Despierta dormilona.

Un olor extraño impregna mi habitación. Abro los ojos y parpadeo para que la imagen deje de resultarme borrosa. James me contempla desde las alturas, sosteniendo una bandeja, la deposita con cuidado sobre la mesa apartando todas las cosas para hacerle sitio.

—¿Qué es eso?

—Sopa de pollo casera. La he encargado especialmente para ti.

Se sienta a mi lado, espera a que me incorpore y me acerca el cuenco con la sopa caliente. El fuerte olor de la comida me produce una nueva arcada, pero esta vez, mi estómago está vacío.

—No quiero.

—Eso da igual, tienes que comer.

Coge la cuchara, la llena de sopa y la acerca a mi boca. Me hace sentir como un bebé, ¡no lo soporto!

—He dicho que no quiero, gracias.

—Vas a comer, Anna, ¿quieres que vaya a por un embudo? –le miro con rabia, no me gusta que nadie me hable así.

—Vamos –dice y vuelve a enseñarme la cuchara acercándola a mi boca, ladeo rápidamente el rostro mientras él persigue mi boca cuchara en mano. Vamos, que solo le falta hacer el ruido del helicóptero–. Sabes que al final acabarás comiendo, ¿por qué lo pones tan difícil?

Suspiro, estoy cansada, agotada, no tengo fuerzas para buscar pelea. Ceso en mi empeño y decido abrir la boca. El sabor de la sopa caliente no está mal, reconforta mi organismo, además, de momento mi estómago lo tolera.

Le arrebato la cuchara. ¡Puedo comer yo sola, por el amor de Dios! Él sonríe mientras apuro el cuenco hasta la última gota, además, le doy el capricho y no protesto cuando me da las medicinas. ¡Este hombre es insufrible!

Vuelvo a tumbarme sobre la cama, y él, hace lo mismo. Me abraza, envolviéndome con sus fuertes brazos, transmitiéndome todo su calor. Me encuentro tan bien, que apenas me duele nada. Sin más, vuelvo a caer en un sueño profundo hasta que mi teléfono vuelve a sonar. James lo coge, contesta, y tras un par de palabras poco cordiales, me lo entrega sin decir nada.

—Hola –respondo sin saber quién es.

—¿Cómo te encuentras? –sonrío, Lore está muy serio, no es normal escucharle así.

—Bien.

—¿Qué hace todavía ahí ese capullo?

—Pues me ha hecho la comida y me ha dado mis medicinas, no puedo decirte nada más, he estado durmiendo la mayor parte del tiempo.

—No me gusta esto. ¿Necesitas que vaya? Hoy puedo llegar antes.

—No hace falta, estoy bien, de verdad.

—Bueno…, no dudes en llamarme si necesitas algo.

—De acuerdo, lo haré –sonrío.

Cuando cuelgo, le devuelvo el teléfono a James. Lo coge y vuelve a depositarlo sobre la mesita, yo me siento en la cama y empiezo a buscar las zapatillas con los pies.

—¿Qué haces?

—Necesito ir al baño –encuentro las zapatillas, me las enfundo y me levanto.

—Te acompaño –me freno en seco ante su comentario.

—¡Ni hablar!

—Todavía estás muy débil, Anna.

—Aun así, necesito hacer mis cosas, y sobre todo darme una ducha.

—No es buena idea que...

—¡Shhhh! –le hago callar–, ni una palabra, soy adulta y sé bien lo que me conviene.

—Pero...

—Si te quedas más tranquilo, el baño no tiene pestillo, así que si me oyes chillar, entra –se echa a reír.

Me levanto, cojo un chándal limpio del armario y voy hacia el cuarto de baño. La ducha es el mejor invento que hay, es como si todos mis males se fueran por el sumidero a medida que el agua corre por mi abatido cuerpo. Es increíble lo bien que se encuentra uno cuando vuelve a recuperar todas sus facultades.

En cuanto llego a la habitación, miro a James, que ha vuelto a vestirse, y además, por el colorcillo que enmarcan sus ojos, deduzco que él también está cansado.

—¿Mejor? –pregunta haciendo serios esfuerzos por no reír ante mi vestimenta de "choni poligonera".

—Mucho mejor.

—Me alegro. ¿Puedo ir yo al servicio?

—Claro, está por ahí –respondo señalando hacia el pasillo.

Observo a James alejarse indeciso, intentando recordar cuál era la puerta del baño. Aprovecho este momento a solas para estirar un poco las sábanas de la cama. En una de las sacudidas, escucho el golpe seco de algo al colisionar contra el suelo, miro hacia donde se ha caído el objeto y descubro el i-phone de James. Me apresuro a recogerlo y asegurarme que no se ha roto; eso parece.

Antes de volverlo a depositar sobre la mesita, presiono sin querer uno de los botones laterales y el teléfono se desbloquea, para mi sorpresa, hay un mensaje abierto. Me muerdo el labio inferior, sé que no debería, es una clara violación de su intimidad y estoy completamente en contra de hacer eso, pero la tentación es demasiado fuerte, por lo que miro rápidamente hacia el pasillo, y al percatarme de que James aún no ha salido, vuelvo a centrarme en la pantalla de su móvil. Me odio a mí misma por hacer esto, pero me consuelo rápido pensando que él se lo ha buscado, por estar aquí en contra de mi voluntad y la de mis amigos.

El idioma no me impide descifrar el contenido del mensaje, y mientras lo leo, siento como si una bola de fuego me recorriese por dentro; es el miedo a ser descubierta.

»¿Qué pretendes decir con eso? ¿Te recuerdo lo que hay en juego? Yo sí tengo las cosas claras, así que reconsidéralo, porque el único que tiene algo que perder eres tú.«

 

En cuanto escucho abrirse la puerta del baño, vuelvo a dejar el teléfono rápidamente sobre la mesita y corro hacia la otra punta. Miro con nerviosismo el teléfono, la pantalla sigue iluminada, y las pisadas de James aproximándose me están poniendo cada vez más nerviosa. En cuanto traspasa el umbral de la habitación, la luz de la pantalla se apaga como por arte de magia. Cierro los ojos y suspiro, no puedo creer que haya tenido tanta suerte, ha faltado podo.

—¿Te ayudo? –pregunta en tono cordial.

Asiento con un movimiento de cabeza y dejo que se ponga al otro lado para estirar ambos la sábana y la colcha, eliminando todas las arrugas. No puedo evitar mirarle cuando no me ve, preguntándome interiormente de quién era ese mensaje; lástima que no me haya dado tiempo a ver el remitente. ¿Qué tiene James que perder? ¿Le debe algo a alguien? Esas, y muchas preguntas más, pugnan por salir. Tengo ganas de confesar mi fechoría y preguntarle acerca de ese mensaje que he leído sin querer. Pensándolo bien, tampoco he cometido un crimen, debería decirle lo que he visto y presionarle hasta saciar todas mis dudas. Mientras barajo esa posibilidad, Mónica y Elena entran en casa, desviando toda la atención de mi objetivo. Me llaman a gritos desde el pasillo, ni siquiera piden permiso para entrar en mi habitación. Se quedan paradas en cuanto ven a James, de pie junto a la cama.

—Hemos venido lo más pronto que hemos podido. ¿Qué tal estás? –Elena se acerca con decisión ignorando a mi jefe para tocarme la frente, percibiendo que ya no hay rastro alguno de fiebre.

—¿Te has tomado la medicación?

—Sí.

—¿Has vuelto a tener vómitos o diarreas?

—No.

—¿Has comido? –suspiro.

—¡Por favor! ¿Qué es esto, un interrogatorio? Sí, he comido sopa de pollo. Además, he bebido muuuuucha agua.

—Bien. Ahora, túmbate sobre la cama.

Pongo los ojos en blanco, pero hago lo que me pide; cuando se pone en plan médico, es insoportable. Me palpa la barriga desde diferentes ángulos.

—¿Te duele? –pregunta haciendo presión en determinados puntos.

—Me molesta un poco.

—Tienes el bazo un poco inflamado, nada grave, seguramente originado por las náuseas.

—Bien, doctora, ¿y qué me recomienda?

—Descanso, dieta blanda y continuar con la medicación, al menos durante el fin de semana. Seguramente el lunes estarás mejor y podré darte el alta.

Asiento risueña. Mónica se acerca a nosotros, hasta ahora, ha permanecido en un segundo plano.

—Ahora ya estamos en casa –dice dirigiéndose exclusivamente a James–. Ya puede irse.

James arquea las cejas, parece sorprendido de que todos mis amigos quieran deshacerse de él, a estas alturas, debe saber que para ellos no tengo secretos y conocen cada uno de los detalles de nuestra rocambolesca historia.

—Si no es molestia, esta noche preferiría quedarme.

Le miro sorprendida. Mónica boquea un par de veces como un pez, quiere añadir algo, pero Elena se le adelanta.

—¿En serio? –sonríe como una tonta y a punto está de dar saltitos de emoción la muy ingenua; apuesto a que James, la ha encandilado cuando hablaron esta mañana por teléfono–. Puedes quedarte, no nos importa.

—¡Elena! –protesta Mónica.

—¿Qué? Me parece tan romántico...

—¡¡¡Elena!!! –gritamos Mónica y yo al unísono, no me puedo creer lo que acaba de decir, y James, se cubre los labios con un dedo reprimiendo la risa.

La puerta del apartamento se cierra, emitiendo un golpe seco. Ahora viene Lore, y me pongo en guardia porque sé que se va a armar de verdad. En cuanto aparece por la puerta de mi habitación, James se levanta.

—Largo –le dice sin mediar más palabra que esa.

—No me da la gana.

Y ya la tenemos otra vez, dos titanes enfrentados compitiendo para ver quién mea más lejos.

—Lore, cálmate.

—¿Me pides que me calme, Anna? ¿Qué diablos te pasa? ¿Unas horas juntos y vuelves a caer en sus redes?

—No es eso... Por favor, tranquilízate.

—¡No me tranquilizo! ¿Y sabes por qué? Porque no quiero a este tío bajo el mismo techo, y me duele que sea el único que piense así, porque al parecer, ya te has ganado el corazón de todas las mujeres de esta casa.

—No, Lore, yo estoy contigo –le secunda Mónica, colocándose junto a él.

—¡Menos mal, al menos hay una sensata!

James, que ha contemplado la escena en relativo silencio, no aguanta más y salta:

—¿Cuál es tu problema?

—Mi problema eres tú.

Sonríe con malicia, da dos pasos en su dirección, y yo, me apresuro para pegarme a su espalda. No quiero que entren en una tonta pelea por mi culpa.

—Pues te jodes.

Nos quedamos petrificados al escuchar esa expresión tan española de la boca de James.

—¿Cómo dices? –Lore se cuadra, se acerca tanto a él que parece incluso que vayan a darse un beso, o en su defecto, arrancarse la cara a mordiscos.

—¿Tienes algo con ella y por eso te fastidia que yo esté aquí? En cualquier caso, es Anna quien tiene la última palabra, ¿no crees?

Elena, Mónica y yo, nos miramos segundos antes de estallar en incontrolables carcajadas. La tensión del grupo disminuye, y hasta Lore, que intentaba permanecer serio frente a su contrincante, arruga los labios reprimiendo la risa. El pobre de James se queda paralizado, no sabe a qué viene nuestra reacción y eso aumenta el volumen de nuestras carcajadas. Lore da un paso hacia atrás, se aprieta el puente de la nariz mientras sonríe por lo bajo.

—¡Ay, pero qué mono eres! –miro a Elena sorprendida por las confianzas que se toma.

James continua ausente en el centro de la habitación, sin entender absolutamente nada de lo que está pasando.

—Lore es gay –desvela Mónica, y el rostro descompuesto de mi jefe cambia automáticamente.

Lore niega divertido con la cabeza, aparentemente su cabreo se ha esfumado.

—Me llamo Lorenzo Falcó, Lore para los amigos, soy gay, y eso no cambia el hecho de que me caes mal.

James se relaja, sonríe también por lo bajo y añade:

—Y yo soy James Orwell, y ahora, tú me caes un poquito mejor a mí.

Volvemos a reír, esta vez, Lore y James se unen a nuestras carcajadas.

—Me gustaría pasar esta noche con Anna, me quedaría mucho más tranquilo.

—¿Tú qué dices, Anna? –pregunta Lore centrando su dura mirada en mí, ha descendido su nivel de rabia, pero aún no las tiene todas consigo–. ¿Vas a darme el gusto de darle una patada en el culo para que se largue o no? –sonrío, ahora mismo no sé qué hacer, me ha puesto entre la espada en la pared y estoy a punto de acceder a que se quede, cuando la sombra de un recuerdo aún reciente, se interpone nublando mis sentidos.

—Creo que deberías volver a casa con tu prometida. Gracias por preocuparte, pero ya me encuentro mucho mejor.

Su penetrante mirada azul, busca en mis ojos cualquier atisbo de duda en mi decisión para insistir de nuevo, pero a medida que recuerdo a esa mujer alta y espigada, más me convenzo de que esto no es lo que quiero, acabaría sufriendo, y es algo que no puedo consentir.

James asiente con un decidido movimiento de cabeza despidiéndose de mis amigos, incluso de Lore, con un fuerte apretón de manos, y nos deja solos en mi habitación. Me invade una sensación de vacío indescriptible, pero Lore está ahí para darme una palmadita en la espalda y decir que he hecho lo correcto.

La noche acontece sin sobresaltos, duermo como un lirón, tranquila tras los incesantes cuidados de mis compañeros.

El fin de semana es relajante. Nos sentamos los cuatro en el sofá y nos ponemos al día de series. Vemos un capítulo tras otro de Breaking bad, casi no hablamos pendientes de cada detalle. Esta serie nos roba el aliento, nos deja tontos frente al televisor, pero no nos importa, lo estamos disfrutando al máximo.

24

 

 

 

Es lunes por la mañana y mi cara luce con mejor aspecto que nunca. Entro como un huracán en el edificio de las oficinas de Soltan, Pol se alegra de verme y me refiere el polvo del jueves, que me ha tenido en cama un día entero, y como de costumbre, le devuelvo la broma con mi habitual alegría. Suspiro una vez encerrada en el ascensor, todo sigue como siempre. La vida continúa.

Vanessa corre a mi encuentro, me pregunta cómo estoy y, a continuación, me pone la cabeza como un bombo contándome las últimas novedades. Al parecer, James está muy ocupado, le han llamado de la agencia de publicidad y tiene reunión en un par de horas; quieren que vea el sketch publicitario de nuestro producto.

Ocupo mi puesto, enciendo el ordenador y me pongo al día con el correo atrasado. Claudia me ha enviado varios e-mails para ponerme al tanto, pero como el jueves estuve tan distraída y el viernes no vine a trabajar, no los he visto.

Me levanto para archivar unos documentos, pero no llego a salir de mi escritorio cuando veo que la prometida de James, sale del ascensor. Lleva varios sobres en la mano y su aspecto es impecable. Estirada y con su habitual prepotencia, se detiene frente a mi mesa, me mira de arriba abajo y reproduce una sonrisa forzada.

—Anúnciame. He venido a ver al señor Orwell.

Asiento automáticamente y me muevo, dejándola a un lado. Llamo al despacho de mi jefe y espero su respuesta al otro lado.

—Buenos días, señor Orwell.

—¿Cómo estás, Anna? ¿Te encuentras bien?

—Perfectamente. Su prometida le espera fuera, ¿la hago pasar?

Su rostro se ensombrece, bufa y me indica con la mano que la haga pasar. Obedezco, no voy a dejar que esto me afecte. Ya no.

Su prometida entra, aún no ha traspasado el umbral, cuando dice bien alto y claro, tal vez para que toda la oficina se entere:

—Traigo las invitaciones de boda, tal y como quedamos ayer, así podremos escoger de una vez por todas cuál es la que nos gusta para llevarlas a la imprenta lo antes posible.

Les dejo a solas, las palabras de esa tía han sido como una puñalada en pleno corazón. Cojo aire, me encamino hacia mi mesa y sigo trabajando. Poco después, la puerta del despacho de mi jefe se abre, miro sin poder evitarlo, no puedo apartar la vista de ellos. Ella se inclina, le da un casto beso en los labios y se marcha con la cabeza bien alta. La mirada de James se encuentra con la mía, parece angustiado, pero soy incapaz de adivinar el porqué. A continuación, se pasa la mano por su espesa cabellera rubia y regresa a su guarida, a esconder la cabeza como los avestruces.

Cuando por fin llega la hora del almuerzo, Vanessa y yo nos ponemos en pie y cogemos nuestras cosas. Antes de entrar en el ascensor, James me llama. Las dos nos giramos en el acto.

—Señorita Suárez, me temo que deberá sacrificar su hora del almuerzo, lo haremos en la agencia de publicidad. Tenemos cita para ir a ver la campaña que han hecho de nuestro producto.

No entiendo por qué quiere que vaya, pero no puedo negarme. Me acerco a él y me despido de Vanessa.

Mientras nos dirigimos hacia el párquing, James rebusca en su bolsillo del pantalón y saca su i-phone, que está vibrando.

—Buenos días –reproduce en un perfecto inglés; aunque un tanto frío.

Ralentiza su paso hasta colocarse a mi espalda, sin duda, no quiere que oiga la conversación.

—Sí... Bien... No te preocupes –silencio–. Te mantendré informado, descuida.

Se para en seco a un par de metros de su vehículo, y yo, hago lo mismo. A pesar de que disimulo mirando en dirección opuesta, pongo toda mi atención a lo que dice. Hay que ser cotilla hasta el final.

—No... No puedo –se pasa la mano por el pelo y suspira–. De verdad papá, no insistas, no podemos estar juntos, ya lo sabes –se produce otra breve pausa– Me temo que este año será imposible, ella no quiere verte, y por nuestra parte ya tenemos planes, pero gracias –vuelve a suspirar–. Vale, adiós, y felices fiestas, nos vemos en cuatro meses a más tardar... Sí, para comentar los resultados de la campaña... Bien... Adiós.

Cuelga y se apresura a abrirme la puerta de su BMW. Entro sin quitarle ojo, esperando a que me dé algún tipo de explicación. ¿Qué le pasa con su padre? ¿Por qué se comporta siempre de forma tan arisca con él? No entiendo cómo pueden disimular sus diferencias estando juntos, teniendo en cuenta la relación tan tirante que mantienen. Muy fiel a su conducta, opta por ignorar mis reacciones. Muy bien, con que esas tenemos...

Miro al frente y fijo la vista en la carretera. No puedo dejar de pensar en mi antiguo jefe, siempre me ha dado algo de pena, pues nunca pareció completamente feliz, y tras conocer a su hijo, puedo intuir el porqué. Sin embargo, no creo que no puedan solucionar las cosas, después de todo, algo me dice que James no estaría aquí de no ser por su padre. Como siempre, hay muchas cosas con respecto a mi jefe que se me han pasado por alto, en parte por lo reservado y hermético que es. También me molesta su afán en mantener al margen su vida privada, eso solo denota que tiene cosas que ocultar. En otra circunstancia le habría preguntado al respecto, no me tiembla la voz para eso, pero justo ahora, estoy demasiado dolida con él, tal vez sea por la visita de su prometida, que me ha enervado sobre manera. Cada vez que la veo, se me forma un nudo en el estómago que... ¡Dios! ¡Qué rabia tener que ser muda y ciega en esta vida! Debo confesar que este es un papel que no me va mucho.

Escuchar mi nombre hace que salga inmediatamente de la burbuja donde encierro mis venenosos pensamientos y vuelva a mirar a James, que parece estar inquieto.

—Anna... Me gustaría contarte algo –le presto toda mi atención, deseosa por desvelar esas dudas que tanto el mensaje de hace unos días como su extraña conversación telefónica, han suscitado en mí–. Se trata de mi relación con Alexa, necesito que lo entiendas.

Todas mis expectativas se vienen abajo. ¿Por qué insiste en hablarme de esa mujer? ¿No se da cuenta que de todos los temas que podríamos hablar ahora mismo, este es el único que no tengo ningún interés en conocer? Saco a relucir toda mi altivez y ladeo el rostro, incómoda, dirigiendo nuevamente la vista a la carretera.

—Limitémonos a hablar de trabajo, por favor, James, lo necesito.

—Pero...

—¡No! –espeto alzando la voz–, a partir de ahora quiero ser solo una secretaria, porque es lo que soy, ¿no?. No quiero que vengas a verme cuando estoy enferma, ni que te preocupes por mí, no quiero privilegios de ningún tipo por haber tenido algo contigo, no quiero nada, James. Tú no te das cuenta, pero cada vez que te acercas a mí de ese modo, o hablando de tu mujer, me haces daño.

Aprieta los labios volviendo a concentrarse de nuevo en la carretera. No vuelve a dirigirse a mí durante todo el trayecto, al menos parece que por fin lo ha entendido.

Llegamos a las oficinas de la empresa publicitaria Taos, en la calle Muntaner. Claudia es la primera en recibirnos con una amigable sonrisa. Nos miramos con complicidad, deteniéndonos más tiempo del estipulado en los besos de bienvenida como si fuéramos amigas de toda la vida. Claudia habla sin parar, le sigue un equipo de gente joven que también ha participado en la campaña. En cuanto llegamos a la gran sala, toda revestida de madera, una señora entra con un carrito y sirve café junto a unos bollos sobre la mesa. James coge uno, y seguidamente, me ofrece la bandeja para que haga lo mismo. No lo dudo, pese a que mi estómago aún está algo delicado, tengo tanta hambre que me comería un hipopótamo. Devoro la comida, junto al café, mientras Claudia, muy animada, saca la cajita rectangular que le han enviado, colocando sobre la mesa el lote de cinco cremas.

¡Es muy bonito! No había tenido el placer de verlo hasta ahora. Hay cinco recipientes redondos, cada uno de un color: lila, turquesa, marrón, rosa y dorado. Cada color representa un aroma determinado, lo sé porque en la tapa hay dibujado aquello a lo que supuestamente debe oler: Moras, marino, café, fresa y vainilla. Me muero de ganas de olerlas, deben ser una pasada.

Claudia hace un gesto con la cabeza a uno de sus compañeros, este se levanta e inserta una diminuta memoria externa en el reproductor de vídeo. Empieza una música sugerente, solo instrumental. En la pantalla, aparece un entorno natural, se ve el agua cristalina, y las plantas exóticas, se mecen ligeramente con el viento. La panorámica se extiende por el mágico paisaje hasta detenerse en una chica semidesnuda con margaritas tapándole las partes más comprometidas de su anatomía, moviéndose grácilmente por un prado recién cortado. Ladea su perfecto rostro hacia la cámara. Su pelo rubio brilla con fuerza bajo los rayos del sol, y sus ojos azules, parecen mirarnos directamente a nosotros, hipnotizándonos con su despampanante belleza. De pronto, sus sonrosados labios se separan, y con una voz sensual, añade: “Me gusta sentir la naturaleza sobre mí piel” La chica vuelve a girarse mientras sonríe mirando al sol, la música desciende, y entonces, aparecen las letras de nuestro producto en grande: Anna’s line, cosmética natural para el cuerpo.

Me giro sorprendida. Miro a James, pero parece ausente ahora mismo. ¿Cómo puede haber puesto mi nombre a uno de nuestros productos? ¡Encima sin mi consentimiento!

—¿Por qué se llama así? –pregunto alucinada–. Nadie me había dicho nada.

—Se suponía que era una sorpresa –espeta James con su habitual seriedad–. Es justo que nuestro producto lleve el nombre de la creadora –le miro sin atreverme siquiera a parpadear–. Sin embargo, debo añadir que este anuncio es decepcionante –mira severamente a Claudia, y lo cierto es que me muero de ganas de intervenir, pero soy consciente de que queda raro que una secretaria serene a su jefe, así que agacho la cabeza y cierro el pico–. Cuando dije que quería que fuese un anuncio que transmitiera naturalidad y frescura, no me refería a esto. ¡¿Pero en qué cabeza cabe que una modelo rubia y maquillada sea natural?! ¡¿Y por qué está desnuda en mitad de un prado? No tiene sentido! ¡Este no es un anuncio de colonias, y me temo que habéis entendido mal el concepto!

—Lo sentimos mucho, señor Orwell. Si no es de su agrado le podemos presentar otras ideas y...

—¡Por supuesto que no es de mi agrado! ¡Es una bazofia!

Suspiro, alzo el rostro, y entonces, a través de la cristalera que da al pasillo veo a Sofía. ¡La chica de Naetura! Al final, le han dado un trabajillo. Sonrío, ella me saluda fugazmente, y haciendo caso a un impulso irrefrenable, me levanto al tiempo que me disculpo y dejo la reunión a medias para ir a saludarla.

—¡Nenaaa! –me lanzo a sus brazos, y ella, me corresponde soltando una risotada en mi oreja–. ¡Pero qué guapa estás! A la vista está que los aires de Barcelona te sientan de maravilla.

—¡Ni que lo digas! Al día siguiente de que hablara contigo me llamaron para una entrevista, y, bueno... –se encoge de hombros–, aquí estoy. Hoy es mi segundo día. Sabía que venías, por eso me he acercado, para verte.

—¿Por qué no me has dicho que te habían cogido?

—Solo estoy a prueba. No se lo he dicho prácticamente a nadie porque no quiero lanzar las campanas al vuelo. Pero que conste, eres la primera en saberlo, ni siquiera se lo he dicho aún a mi familia.

—Lo entiendo, yo tampoco soy de las que alardean demasiado pronto. Pero bueno, ¿cómo te va?

—No me quejo. Estoy aprendiendo un montón, me tienen de ayudante de fotografía. ¡Me encanta la fotografía!

—¡Me alegro mucho!

—Y tú, ¿qué? ¿Cómo lo llevas? –hago una mueca.

—Pues no demasiado bien, mi jefe está que echa humo. No le ha gustado la campaña publicitaria –se echa a reír.

—Pues será el único hombre al que no le ha gustado, porque no veas como estaban aquí de revolucionados con la llegada de la modelo.

—Hombres...

Miro sutilmente hacia el interior de la sala. Desde aquí no se oye nada, pero sí que puede verse a James, chillando como un loco. Señala con el dedo la pantalla y se pone completamente rojo por el esfuerzo. Suspiro.

—Creo que tengo que entrar.

Veo como mi jefe señala hacia nosotras haciendo aspavientos con las manos, y yo, me apresuro a sumarme nuevamente a la reunión.

—Si no sois capaces de hacer lo que os pido, no hace falta que os molestéis. Buscaremos otra empresa –claudica dejándome la boca abierta–. ¡Vámonos! Espero que cuando vuelvan a llamarnos sea porque han captado la esencia de lo que pretendemos transmitir –sale enloquecido de la sala y me retraso un poco para hablar con Claudia.

—¿Qué ha pasado ahí dentro?

—Ay, Anna..., creo que hemos metido la pata. ¿Podemos quedar esta tarde? Tomamos algo y te cuento.

—Claro, salgo a las cinco.

—Vale, a las cinco paso a recogerte –nos despedimos apresuradamente y corro hacia la salida para alcanzar a James, que no veas como corre cuando quiere...

Entro en el coche, cerrando la puerta tras de mí, y no puedo evitarlo, tengo que hablar:

—Sinceramente, no sé por qué te has alterado tanto, con decirles que no te gusta hubiese bastado, no hacía falta que te montaras en cólera –me fulmina con su penetrante mirada y automáticamente me pongo tensa.

—Debería dirigirse a mí con más respeto, señorita Suárez. ¿No hemos acordado que a partir de ahora seríamos solo jefe y secretaría? Además, le recuerdo que el dinero que está en juego con todo esto es el mío, y si una cosa no me gusta, tengo el derecho de decirlo de la forma que yo crea conveniente. ¿Le ha quedado claro?

—Sí señor Orwell, ¡muy claro!

—¡Bien!

Aprieto los labios. ¡Dios, qué ganas de atizarle en esa cocorota! ¡Qué rabia me da que tenga el poder de callarme la boca dejándome sin argumentos para protestar!

Regresamos a la oficina y no volvemos a vernos en todo lo que queda de día. Cada uno permanece en su lugar, de hecho, cuando considero que necesito comunicarle algo de interés, le digo a Vanessa que lo haga por mí. Cuanto menos nos veamos, mejor.

Pasa el tiempo volando, y a las cinco de la tarde, Claudia está esperándome como habíamos acordado. Lo mejor de todo es que no viene sola, le acompaña Sofía. Corro ilusionada hacia ellas y las beso con cariño, transmitiéndoles toda mi felicidad por verlas.

—¡Genial! Una tarde de chicas, no sabéis cómo lo necesito.

Entramos en un bar de copas, la iluminación es escasa, pero hay buen ambiente y el servicio es inmejorable. Me Porto bien y pido que me traigan únicamente un zumo, no quiero que mi estómago se resienta.

Hablamos, hablamos, hablamos y nos reímos. Es increíble lo bien que conectamos, y en cuestión de segundos, empezamos a hacernos confesiones íntimas.

—¿Sabes una cosa curiosa, Anna? –niego con la cabeza mientras doy otro sorbo a mi segundo zumo de piña, ¡qué aburrido es esto de no poder beber!–. Cuando te ausentaste en la reunión, el señor Orwell no solo se le fue la pinza y empezó a gritar como un loco, dijo algo que me dejó un poco descuadrada, la verdad.

—¿Qué dijo? –alzo el rostro, tengo la sensación de que he empalidecido de repente.

—Empezó a señalarte con el dedo y dijo que quería “eso”, tu naturalidad, tu vitalidad y autenticidad plasmada en ese anuncio. Dijo que si no podíamos conseguir algo así, ya podríamos olvidarnos –me quedo sin palabras, y mis ojos, son incapaces de cerrarse–. Eso nos ha hecho pensar... Sofía ha tenido una idea.

—¿Una idea? –pregunto desconcertada mientras ellas sonríen por lo bajo, haciéndome sentir desnuda ante sus miradas, que dicen que saben más de lo que revelan.

—Las cremas llevan tu nombre –empieza Sofía lanzándome una mirada pícara–. Además, el señor Orwell opina que tú reúnes todas las cualidades dignas de encarnar el anuncio que él espera, así que...

—No –respondo dedicándoles media sonrisa torcida–. No me gusta el rumbo que está tomando esta conversación.

—Anna, esta es una campaña muy importante para nosotros –añade Claudia tocándome la mano para hacerme reaccionar–. Y no únicamente eso, he decidido jugármela y poner al frente de este gran proyecto a Sofía, creo que es una buena oportunidad para ella; si sale bien, dará el salto y los jefazos la tendrán en cuenta para otros trabajos de mayor responsabilidad.

—No me podéis hacer eso..., yo..., yo... –tartamudeo, soy incapaz de pensar, me han bloqueado.

—Anna, sé que te debo mucho, posiblemente el resto de mis días estaré en deuda contigo, pero, por favor, esta es la oportunidad de mi vida. Si sale bien, supondrá un gran cambio para mí, si sale mal, a ti no te perjudicará en nada, únicamente seré yo la que sufra las consecuencias. Pero ¿sabes qué? Al menos, tendré la satisfacción de haberlo arriesgado todo por realizar un sueño.

—Me pones en un compromiso Sofía... No sé qué decir...

—Di que sí. Por favor, Anna...

Suspiro. Yo, modelo publicitario. Insólito. Estoy segura de que mañana me arrepentiré de esto, pero hoy me han convencido; será que el zumo de piña se me ha subido a la cabeza. Asiento y ellas estallan en carcajadas, me abrazan y me hacen la pelota; más les vale después de lo que estoy a punto de hacer.

De repente se ponen en pie de un salto, no quieren esperar a que me arrepienta, y hacen bien, ni yo misma puedo asegurar que eso no vaya a ocurrir.

Las sigo hasta el coche, me meto en él y dejo que me lleven a los estudios, situados en el distrito del 22@. El edificio está a oscuras, a estas horas ya no hay nadie. Mejor que sea así, o de lo contrario no sé si me atrevería. Entramos en una especie de almacén enorme donde está todo muy revuelto. Miro todos los rincones: larguísimos colgadores de ropa, mesas con estuches de maquillaje, focos, pantallas, cámaras... ¡Me estoy estresando! Claudia parece intuirlo, me acaricia el brazo y susurra:

—Cámbiate.

—¿Qué me pongo?

—¡Lo que quieras! –dice Sofía mientras calibra los focos frente a un fondo de palmeras caribeñas.

Sonrío por lo bajo. Ha dicho lo que quiera, se arrepentirá de haberme dejado vía libre. Miro con atención toda la ropa. Necesito algo con lo que sentirme cómoda, y sobre todo, no pienso enseñar nada, mi cuerpo es únicamente para mí y para quien yo quiera. Separo una a una las perchas del colgador y examino a conciencia cada prenda: ajustado, pequeño, grande, enseña mucho, soso, muy chillón, demasiadas lentejuelas… ¡Este! Descuelgo un jersey ancho de angorina en color blanco. Es suavísimo, muy ochentero, ¡me encanta!

Empiezo a desvestirme, me quedo en ropa interior y me coloco el ancho jersey. Lo hago con gracia, dejando el hombro derecho al descubierto, me miro en uno de los espejos y me veo fabulosa. Es algo corto, pero queda bien. Mi pelo es el que no me convence, así que me quito la coleta y lo sacudo un poco. Está ondulado, cae en cascada por los hombros, y me doy cuenta de que ya lo tengo demasiado largo. Me lo coloco hacia un lado y lo estiro un poco con los dedos. Me maquillo muy sutilmente: colorete, un brillo rosa para los labios y remarco la línea negra del ojo para acentuarlos más. Salgo de mi escondrijo y me muestro extendiendo los brazos.

— ¡Voilà! ¿Qué os parece?

— ¡Genial! Es muy tú –sonrío.

—Bueno, y, ¿qué se supone que tengo que hacer?

—Cuando estés preparada, siéntate en el centro de la tarima delante del fondo de las palmeras. Te he preparado las cremas. Solo pretendo coger algunos planos preliminares con la cámara, así que te haré preguntas y tú contestas. Solo eso.

—¡Ah, genial! Es solo una prueba, ¿no?

—Sí, así que no te pongas nerviosa.

—Vale, fácil. ¿Entro ya?

—Cuando quieras.

Suspiro y me encamino hacia la tarima, subo el pequeño escalón dando un salto, y me siento en el centro con mucho cuidado de no enseñar mis braguitas de topos rojos.

—Vaya, no las había cogido hasta ahora. Son alucinantes, ¿no crees? –digo enseñándole una de las cremas que hay frente a mí.

Sofía está concentrada colocando la cámara. Abro el pequeño tarrito y me lo llevo a la nariz.

—Huelen de maravilla.

—¿A qué huelen?

—Mora, fresa, vainilla, café y fragancia del mar.

—¿Qué te parecen, Anna?

—¡Una pasada! Nunca había visto una crema con olor a café. Además, son cinco, supongo que lo han hecho así pensando en los cinco días laborales de la semana, para llegar al trabajo acompañada cada día de un aroma diferente.

Destapo la de olor marino, me la llevo a la nariz y cierro los ojos al aspirar su reconfortante perfume. Cojo una pequeña porción de crema para untarla en el dorso de mi mano.

—¿Sabes qué es lo mejor?

—¿Qué? –contesta Sofía algo ausente mientras ajusta la cámara.

—Que son cien por cien ecológicas. Sinceramente, creo que ese es el futuro.

—Estoy completamente de acuerdo.

Sonrío, entorno la mirada y casi me quedo ciega al mirar fijamente un foco.

—¿Has acabado ya? –pregunto llevándome una mano a los ojos a modo de visera.

—Sí, ya puedes levantarte.

Me pongo en pie de un salto. Lo hago con tanta energía, que a punto estoy de caer de nuevo, así que me muevo rápidamente para encontrar el equilibrio.

—¡Uyyyy…! Ha faltado poco –me echo a reír–. Por cierto, estas cremas me las llevo a casa –me agacho, las cojo del suelo y despejo el plano.

—Muy bien, Anna –Sofía detiene la cámara y apaga los focos–. Ya puedes cambiarte, hemos terminado.

—¿Ya? –dice Claudia acercándose a nosotras con el rostro desencajado.

—Ya hemos terminado –repite Sofía satisfecha, y yo, dedico una mirada desorbitada a Claudia, que parece preocupada.

Voy a cambiarme, en cuanto termino, guardo las cremas en mi bolso y me dirijo a ellas, que siguen hablando de algo que se me escapa.

—¿Qué pasa? –Sofía me dedica una enorme sonrisa, guarda la cámara en su maletín y se lo cuelga del hombro.

—Ahora solo queda la edición y montaje en el ordenador.

—¡Pues qué rapidez! ¿No me irás a poner unas tetazas ni nada parecido, verdad? –empieza a reír.

—¡Qué va! Creo que no te hacen falta más tetas.

—¡Oye!

—Has empezado tú –se excusa, y yo, me echo a reír.

25

 

 

 

Sin lugar a dudas, esta minifalda no me queda bien, sino lo siguiente. Miro el reflejo de mi culo en el espejo desde todos los ángulos, después, me subo los leotardos y acomodo mis botas. Sonrío animada frente al espejo, estoy contenta. Regreso a mi mesa y veo que Vanessa, me sonríe de oreja a oreja.

—Ha llegado eso para ti.

Levanta un impresionante centro de frutas exquisitamente cortadas y listas para comer. Hay kiwis, fresas bañadas en chocolate, taquitos de piña, uvas... De todas salen palitos para poder cogerlas y comerlas.

—¿Qué es eso?

Estoy tan ilusionada, que cojo el centro y lo dejo sobre mi mesa. Desclavo un palillo con una fresa y me lo llevo a la boca. El chocolate está crujiente y realza el mágico sabor de la fruta.

—¡Coge una, Vane! Esto está buenísimo.

Arranca una diminuta uvita y me echo a reír. Sé que le sabe mal destrozar la elaborada construcción de tres pisos, pero si no se come se pudrirá, y eso sí que es una pena. Cojo el sobrecito con la tarjeta que acompaña el centro y lo abro.

»El lunes me enteré de tu indigestión, así que como médico, te recomiendo una dieta ligera y saludable los próximos días. ¿Nos vemos el viernes? Nada de pescado crudo, lo prometo...«

Sonrío como una tonta. ¡Este Franco, es todo un amor! Le dejo a Vane leer la tarjeta, en cuanto termina, me mira. Nos abrazamos y empezamos a dar frenéticos saltitos deteniéndonos en seco cuando James, se acerca a nosotras con el semblante serio. ¡Qué habilidad tiene para estropear los buenos momentos! Parece que tenga un radar de felicidad, obligándole a venir enseguida para aguarnos la fiesta.

—¿Perdiendo el tiempo, señorita Suárez?

Agacho la cabeza. Vane interviene por mí, lo cual me impresiona.

—Solo ha sido un momento señor Orwell, es que Anna ha recibido un regalo y...

—¿Un regalo? –mira hacia mi mesa, ve el centro y la vena de su cuello se dilata.

—Coja sus cosas, tenemos una cita en Taos en veinte minutos. Espero que esta vez hayan hecho un trabajo que valga la pena, de lo contrario, van a lamentar hacerme perder el tiempo de esta manera.

Trago saliva. Está muy, pero que muy enfadado; sin embargo, yo no puedo dejar de pensar en el dichoso anuncio. Estoy nerviosa, y solo es porque sé que como mínimo, un primer plano mío se va a ver en él. No creo que eso mejore el humor de James, puede incluso desprender humo por las orejas cuando se entere. Además, también me preocupa que no haya osado girarse en mi dirección ni una sola vez, y mucho menos dirigirme la palabra desde que hemos entrado en su coche. ¿Será que por fin ha decidido hacerme caso y poner más distancia entre nosotros?

Traspasamos las puertas giratorias de la empresa de publicidad. Claudia reaparece muy animada, me sonríe, y entonces comprendo que todo ha ido bien; Sofía se añade al grupo poco después. James la mira extrañado, sabe que la conoce de algo, pero no recuerda de qué. Nos cogemos del brazo, dándonos apoyo, mientras entramos en la enorme sala insonorizada. Ella me suelta, suspira y me mira. Vuelve a sonreír intentando tranquilizarme, es irónico que precisamente ella, en su situación, intente tranquilizarme a mí.

Cogemos nuestras tazas de café, esta vez, sin un solo bollo. James apenas ha abierto la boca desde que hemos llegado, su cabreo es palpable a kilómetros, por lo que desde el principio, sé que enseñen lo que nos enseñen hoy, no va a ser de su agrado.

Sofía espera a que Claudia le dé la señal, se encamina hacia el reproductor e inserta una pequeña tarjeta. Una vez en la mesa, inician la reproducción pulsando el Play del mando a distancia.

Me pongo completamente tensa al reconocer el escenario. Se ve el fondo de palmeras; no obstante, el plano es lo suficientemente abierto para percibir con claridad que se trata de un decorado. De pronto, se ven mis pies descalzos correteando por el suelo, salto y me subo a la pequeña tarima de madera. Sonrío automáticamente y estiro el mini jersey hacia abajo, para poder sentarme sin que se vea nada.

—Vaya… No las había cogido hasta ahora. Son alucinantes, ¿no crees?

Miro distraída hacia la cámara, confiada en que Sofía aún no está grabando. Entonces, atrapo con los dedos un mechón rebelde de pelo y lo coloco detrás de la oreja. No me acordaba de ese movimiento, de hecho, por lo cómoda y relajada que se me ve, bien podría estar en el comedor de mi casa.

Abro la crema de vainilla. La huelo. ¡Jo, qué vergüenza! No puedo apartar mis ojos de la pantalla, pero al mismo tiempo, me voy escurriendo en la silla escondiéndome todo lo que puedo.

—Huelen de maravilla.

—¿A qué huelen?

—Mora, fresa, vainilla, café y fragancia del mar.

—¿Qué te parecen, Anna?

—¡Una pasada! –reconozco sonriente, no era consciente de que lo hiciera tanto–. Nunca había visto una crema con olor a café. Además, son cinco, supongo que lo han hecho así pensando en los cinco días laborales de la semana, para llegar cada día al trabajo acompañada de un aroma diferente.

Destapo otra crema, esta vez, la del tarro azul turquesa. Me la llevo a la nariz y cierro los ojos como una tonta. No contenta con eso, me pongo un pegotito de crema en el dorso de la mano y la extiendo.

—¿Sabes qué es lo mejor? –digo sin mirar a cámara.

—¿Qué?

—Que son cien por cien ecológicas. Sinceramente, creo que ese es el futuro.

—Estoy completamente de acuerdo.

Sonrío, miro distraída hacia la luz y hago una embarazosa mueca, intentando protegerme del resplandor.

—¿Has acabado ya?

—Sí, ya puedes levantarte.

Me pongo en pie de un salto como un pequeño cervatillo, y para mayor humillación, estoy a punto de caer.

—¡Uyyyy…! Ha faltado poco –me echo a reír–. Por cierto, estas cremas me las llevo a casa.

Las recojo del suelo y salgo apresuradamente de plano. La imagen se funde y aparecen unas letras en blanco que invaden la pantalla: Anna’s line, cosmética natural para el cuerpo.

Termina el anuncio. Mis mejillas son ahora de un rojo intenso. ¡No ha cambiado absolutamente nada! ¡Ha dejado el anuncio tal cual, sin guión, sin nada! ¡No me lo puedo creer!

Obviamente todas las miradas están pendientes de mi jefe, sus pupilas se han dilatado y ha quedado petrificado frente a la pantalla, ni se mueve. Después de unos angustiosos segundos de espera, en el que todos los presentes hemos dejado de respirar temiendo su desproporcionada reacción, se echa a reír dejándonos a cuadros. Sus carcajadas van en aumento a cada segundo, incluso se cubre los ojos con una mano sin dejar de agitarse convulsivamente como un loco.

—Quiero volver a verlo –dice, y Sofía, se adelanta, coge el mando y vuelve a poner el video; yo solo quiero que me trague la tierra.

Esta vez, James se inclina hacia delante en la silla, coloca los codos sobre las rodillas y sostiene su barbilla con las palmas de las manos extendidas. Sonríe cuando salto a la tarima de improvisto, y esa misma sonrisa, le acompaña los casi treinta segundos que dura el anuncio.

—¿Se acerca más este spot a sus expectativas, señor Orwell? –pregunta Claudia, sin dejar de mirarle.

—No se acerca... –contenemos el aliento–. ¡Las supera! –suspiros de relajación salen de las bocas de algunos de los presentes–. Afortunadamente pactamos un presupuesto previo.

—¿Por qué? –pregunta Claudia, por curiosidad.

—Porque por un anuncio como este, hubiese estado dispuesto a pagar el doble.

A Sofía se le llenan los ojos de lágrimas. No solo ha tenido la revolucionaria idea de hacer un anuncio al descubierto, sin planificar y con pocos recursos a nivel estético, sino que, además, ha conseguido llamar la atención de mi jefe y la de todos los presentes, dejándolos boquiabiertos. Es, sin duda, un nuevo concepto de publicidad donde no se intenta maquillar la realidad, se muestra tal cual es, con sus defectos, sin adornos ni engaños. Muestra la transparencia que James buscaba, mi naturalidad y espontaneidad, hacen el resto.

—Entonces, ¿hay acuerdo? –quiere asegurarse Claudia.

—Por supuesto –estrecha su mano con fuerza–. Compro este anuncio, así como toda la campaña publicitaria que haréis con la misma modelo; hablo de carteles y prensa.

—¡¿Qué?! –ya no lo aguanto más y salto–. Con los debidos respetos, señor Orwell, creo que yo tendré algo que decir al respecto.

Se gira para mirarme, es la primera vez que lo hace desde que hemos entrado en la sala. Respiro aliviada al ver cierto aire divertido en sus ojos claros.

—Usted ha iniciado esta campaña, ha puesto su imagen al producto; no podemos cambiar de modelo en las fotos.

—Pues mira por donde, yo creo que sí se puede. No pienso prestarme a una sesión fotográfica. Eso es demasiado, incluso para mí –pongo los brazos en jarras, James se acerca sonriente, le divierte mi expresión indignada. Nos miramos largo rato, parece que ninguno de los dos piensa ceder.

26

 

 

 

 

¡Joder! Mejor no preguntéis, no sé cómo coño he acabado otra vez con el jersey de angorina blanco sentada en una envejecida silla de madera plegable, sosteniendo las cremas en mis manos mientras me hacen fotos desde diferentes perspectivas: que si sonríe un poco más, que si un poco menos, colócate el pelo, mira hacia un lado... Solo tengo ganas de gritar, pero cuando estoy a punto de abandonar, miro a Sofía y me enternezco, parece brillar como una estrella. Claudia confía en ella, la deja hacer sin poner objeción alguna a su creatividad e ideas.

Maldigo a James varias veces mientras mi amiga me obliga a cambiar de postura: de pie, tumbada, de costado, flexionando un codo, dando un salto... Sería divertido si supiese que esas fotos van a quedarse para siempre en el fondo de un cajón, pero soy plenamente consciente de que en algún momento van a publicarse, y eso hace que me ponga de mala leche. ¡No quiero que me reconozcan, ni que me señalen con el dedo! No quiero verme en la televisión, en las revistas o donde quiera mi jefe colocarme. ¡Es toda una faena!

Mis amigos no dan crédito cuando les explico las últimas novedades, están ilusionadísimos por ver el dichoso anuncio, y encima hoy me he enterado de que mi jefe ha sellado una clausula millonaria para poner la primera emisión justo después de las doce campanadas que dan la bienvenida al dos mil catorce. Sabe que llega tarde para la campaña navideña, así que como idea descabellada, va a abrir el año con nuestro producto, que es lo mismo que decir que va a lanzarse a una piscina de lava sin ropa ignífuga. Su dinero puede estar en juego, pero mi imagen también, si esto sale mal, no sé exactamente a qué me expongo.

En la oficina todo marcha igual que siempre, nadie sabe que soy la imagen de las nuevas cremas, salvo Vanessa; para ella, no hay secretos.

La semana pasa volando, entre la campaña publicitaria y el trabajo, prácticamente no me queda tiempo para nada más. Pero por mucho trabajo que tenga, no me olvido de Franco, tenemos una cita pendiente, y ante la perspectiva de un día inolvidable con un chico original, no dejo de sonreír durante toda la tarde. Me he puesto un vestidito de rayas verticales de diversos colores que estiliza un montón. Retoco un poco el maquillaje frente al espejo del baño y salgo al vestíbulo con las mejillas encendidas.

Voy a coger el ascensor, las puertas se abren, entro y me quedo parada cuando James, lo hace conmigo. Además, no va solo, su prometida tiene el brazo entrelazado en su codo ligeramente flexionado. Trago saliva, no podía presenciar una situación más incómoda.

—¿Por qué no me llevas a cenar a ese restaurante selecto al que fuimos la primera vez que vinimos a Barcelona? –empieza Alexa en tono zalamero con su cuidado acento inglés.

—No me apetece, hoy tengo ganas de otro tipo de comida.

—¿De qué?

—Me apetece comida mexicana. ¿Qué te parecen unas quesadillas?

—¿Cómo?

¡Cabrón! Trago saliva nerviosa, con tan mala suerte que se me va hacia otro lado y empiezo a toser como una posesa. ¿A qué juega este estúpido? ¿Por qué dice eso en mi presencia sabiendo lo que eso significa para nosotros? Sigo tosiendo mientras la estirada me mira de arriba abajo, conteniendo una mueca de asco infinito.

—¿Se encuentra bien señorita Suárez? –pregunta el capullo de mi jefe escondiendo una apretada sonrisa –asiento en cuanto me recompongo.

Se abren las puertas del ascensor, y antes de salir, se la devuelvo. Miro mi reloj con rapidez y añado:

—¡Uy! ¡Llego tarde a mi partida de bolos con Franco!

Corro por el pasillo dándoles la espalda, ni siquiera me despido, tampoco miro hacia atrás, únicamente le demuestro que puedo defenderme. Tal vez sea esta la forma que tiene de enviarme mensajes en clave, de decirme que se acuerda de mí, pero sinceramente, hoy por hoy, ese comentario me parece de muy mal gusto. Salgo del edificio con el ceño fruncido y los labios prietos, miro a mi alrededor y entonces lo veo. Franco detiene su SEAT León blanco frente a mí y corro a abrir la puerta para refugiarme dentro.

—Buenas tardes.

—¡Pero qué guapa eres!

—¿Has visto? Pretendía impresionarte, ¿lo he conseguido?

—Sin lugar a dudas –sonrío–. Pero ¿por qué querías impresionarme?

—Bueno, eso te lo revelaré después de cenar, eso sí, esta vez escojo yo, si no es mucho pedir –se echa a reír–. Me apetece una pizza, ¿te apuntas? –hace una mueca.

—Lo cierto es que no tengo demasiada hambre, ¿vamos directamente al postre? –le doy un cariñoso cachete en el brazo.

—¡Ni pensarlo! Como médico, debería saber que no es bueno hacer deporte con el estómago vacío.

—Así que hacer deporte, ¿eh? Tenés mucha razón –hace un brusco cambio de sentido y las ruedas chirrían en el asfalto–. Acabo de recordar que hay una pizzería a pocos metros de mi casa.

Reímos sin parar, me gustan sus indirectas, su forma de hacerme sentir tan deseable y cómo busca siempre el doble sentido a mis palabras. Sus adulaciones sinceras, su cariñoso acento... ¡Todo! A estas alturas me gusta todo de Franco, bueno, eso y que, para qué negarlo, llevo días falta de sexo, y saber que James lo estará haciendo a todas horas con su novia no hace más que incrementar mi necesidad de buscarme un sustituto que me haga olvidarle.

Llegamos al restaurante: La dolce vita. Es italiano. ¡Bien! Sé segura que nada de lo que coma aquí va a sentarme mal. Nos sentamos en una de esas mesitas redondas muy monas, con su mantelito a cuadros rojo y todo. El camarero, un italiano imponente, se acerca para tomarnos nota. Noto como me mira, obviamente Franco no se da cuenta. Le sonrío fugazmente por la gracia que me hace su descaro; desde hoy, constato que el mito del italiano seductor, es cierto.

Pedimos una ensalada de la casa con queso de cabra de primero y una pizza cuatro estaciones para compartir de segundo. Como no podría ser de otro modo, la comida está buenísima. Franco no deja de hacerme reír desde que nos hemos sentado. Después de darle a entender que esta noche habría tema, no hace más que hacer referencia a eso. Hombres... Qué fácil es tenerlos entretenidos.

—Del uno al diez, ¿cuántas ganas tienes de sexo?

Ingiero el último trozo que tengo en la boca y estallo en sonoras carcajadas.

—¿El tope es el diez? –pregunto risueña.

Franco traga el último pedazo de pizza que queda en su plato y levanta la mano enérgicamente.

—¡Camarero! –grita, y de su garganta brota un estridente gallo que nos hace reír aún más.

Paga la cuenta mientras tira de mí, pegándome todo lo posible a él; está como una cabra. Tropieza por el camino y a punto está de caerse, yo me detengo, porque simplemente no puedo dejar de reír.

Me inclino hacia delante, intentando llenar de aire mis pulmones para poder continuar, pero Franco no me concede ese privilegio, me despega del suelo cargándome sobre su hombro como si fuera un saco de patatas, y sube las escaleras de su edificio conmigo a cuestas. Al estar colgada boca abajo, la sangre se concentra en mi cabeza mientras doy pequeños golpecitos a su espalda, pero no me hace caso. En mi vida me había reído tanto.

En cuanto llegamos al interior de su apartamento, me suelta e intento arreglar mi melena alborotada. Él se aleja, va hacia la cocina americana que tiene en medio del salón, abre la nevera y saca una botella de champán. La descorcha, dejando que el tapón estalle y rebote contra el techo. Llena dos copas rebosantes de espuma y me entrega una. ¡Parece que le ha entrado la prisa de repente! Doy un pequeño sorbo y cierro los ojos intentando prolongar el momento; el champán está bueno, muy suave, además de fresquito. ¡Entra de maravilla!

—Bueno… –carraspea forzosamente–, me tienes cardíaco –hace que se toma el pulso y me mira–. Más de cien pulsaciones por minuto, necesito descender el ritmo para evitar un infarto. ¿Se te ocurre algo?

—No lo sé, no soy médico. Me pregunto qué diría un experto.

Se acerca lentamente, retira la copa de mis manos y la deposita sobre la mesa que hay al lado.

—Un experto te diría que antes de que se produzca eso, necesitas liberar tensión –su mano roza mi rostro con suavidad descendiendo por mi cuello y mi piel se vuelve de gallina porque me hace cosquillas.

Imitando su último movimiento, acaricio igualmente la suave y tersa piel de su mejilla morena, lo atraigo hacia mí y pego mis labios a los suyos; sabe a champán. Abro más mi boca hasta abarcar la totalidad de la suya, introduzco mi lengua lentamente, le acaricio, y él, me devuelve la caricia; aunque con excesiva saliva para mi gusto. ¡Bueno, ya estoy poniéndole pegas! ¡Esta noche ni hablar! ¡No me permito ni una sola queja!

Vuelvo a concentrarme en el beso, retirándome un poco para morder su labio inferior; es tan carnoso... Sonríe, se lo lamo y vuelvo a saquear su boca con vehemencia. Me animo, me caliento y le empujo mientras me muevo con decisión sobre él. Suspira en mi boca,  le he dejado extasiado.

Con decisión, aprieta mi cintura unos segundos, luego baja las manos y las pasea por mis muslos, subiendo mi falda. Lo cierto es que va demasiado rápido, pero por otro lado, yo también tengo muchas ganas.

Sus manos se pegan a mis nalgas, apretándolas mientras camina trasladándome de espaldas hasta su habitación. En cuanto percibo su cama tras mis rodillas, me siento, le guiño un ojo cómplice y me desabrocho la cremallera de las botas muy despacio. Me quito los leotardos y espero a que él deje al fin de mirarme y se disponga a desnudarse también, enseguida capta mis pensamientos y se desabrocha los pantalones. Prosigue quitándose prendas de ropa hasta quedarse completamente desnudo, yo hago lo mismo sin retirar ni por un segundo mis ojos de él.

Me tumba sobre el mullido colchón y él se sitúa encima. Me besa los pechos, los estruja hasta casi hacerme daño. Escondo una mueca y vuelvo a concentrarme en sus manos, que ahora recorren mi cintura hasta detenerse en mis caderas. No deja de besarme en los labios mientras me palpa. En ese momento, alarga la mano, saca un preservativo del cajón de la mesita y lo desenfunda para colocárselo. Me quedo con la boca abierta. ¿Piensa ir al grano ya?

Y sí, ahogo un chillido cuando su duro y erecto miembro, entra en mí sin previo aviso. No se detiene en las embestidas, intento relajarme para que deje de dolerme, y la verdad, su forma de hacer el amor es un tanto..., ¿cómo lo diría delicadamente? ¿Rústica? Se mueve de delante hacia atrás, jadea en mi oreja, y al mismo tiempo, una de sus manos presiona uno de mis pezones con el dedo índice y pulgar. ¡Por Dios, ¿es que pretende sacar leche?! ¿Qué coño hace? Miro al techo mientras me dejo vapulear, como mucho veinte segundos más, hasta que él me proporciona un par de sacudidas fuertes y se corre. La saca enseguida, rueda hacia un lado y me mira sonriente. Todavía no puedo cerrar la boca debido al shock.

La imagen animada de Bugs Bunny diciendo eso de: “¡eso es to, eso es to, eso es todo amigos!”, se infiltra en mi mente. Lo peor de esta situación, es mirarle y comprobar que encima, el tío está satisfecho. ¡Madre mía! Se me han caído las expectativas del argentino caliente a los pies, ahora solo puedo pensar en el italiano del restaurante; estoy segura de que es mejor amante.

—Ha sido genial –dice y me coge de la mano. ¡Oh, Dios, qué repelús!

—Sí... –miento para no destrozar su ego masculino; por otro lado, pienso que es cruel no decirle a la cara que no sabe cómo hacer el amor a una mujer, alguien debería decírselo, en cierto modo, eso nos haría un favor a todas.

Veo el cariño en sus ojos, me mira como diciendo: “quiero echar muchos más de esos contigo”, pero no tengo ninguna duda de que conmigo no será. ¡Vamos, puede que esté desesperada, pero no por ello voy a conformarme!

Me quedo un rato más en su cama, desnuda y sin perder de vista el blanco techo. No quiero irme demasiado pronto; aunque por dentro no hago más que desear salir corriendo de ahí. ¡Qué decepción más grande! Pero claro, si comparo este sexo al que he tenido con James... ¡NO! ¡PARA! ¡No vuelvas a pensar eso en la vida! James está, o debe estar, fuera de tu cabeza para siempre. ¡Pero vaya mierda! ¿Por qué tendría que ser tan bueno en el sexo? ¡Maldita sea! ¡Es que ni tan solo era normalito, sino sensacional! ¿Y si a partir de ahora jamás vuelvo a disfrutar del sexo? ¿Y si ese inglés me ha condicionado para siempre? No quiero pensar eso, pero lo cierto es que no dejo de darle vueltas. ¡Jo, echo de menos a Manolo cara bolo!

Cuando reúno la entereza necesaria, me yergo en la cama, cojo mi ropa y empiezo a vestirme. Franco me mira confundido.

—¿No te quedas?

—Verás..., mañana tengo muchas cosas que hacer y... Lo entiendes, ¿verdad?

Se levanta y se viste también. Me siento culpable, soy un ser perverso, pero quedarme avivaría sus ganas de querer repetir conmigo, le daría a entender que quiero continuar con esto, y lo cierto es que no. Lo siento Franco, pero no me atraes tanto como para que el sexo sea algo secundario en nuestra relación.

—El domingo libro –dice albergando la esperanza de volver a vernos.

—Mmmm... Mira, hacemos una cosa, seguimos en contacto, pero no hace falta que nos veamos cada día, ni cada fin de semana, ¿vale? Tengo la sensación de que vamos demasiado rápido –me mira extrañado.

—Pero has sido tú la que querías...

—Sí... –reconozco y le miro con cariño–. Ha estado bien, pero siento que hemos sobrepasado un límite para el que ninguno de los dos estamos realmente preparados.

—Anna... ¿Intentas decirme algo? ¿Quieres que dejemos de vernos?

Suspiro, ¡qué difícil me resulta esto! No quiero hacerle sentir mal, pero no puedo disimular y fingir que todo está bien, porque no es así.

—Sí –admito sin alargar más esta agonía–, necesito un poco más de espacio –asiente, pero veo la tristeza reflejada en sus ojos, y esa expresión en su rostro, me hace sentir como la mala de la película.

—¿Podré llamarte alguna vez? –me encojo de hombros, lo cierto es que estoy tan decepcionada que no quiero que lo haga; al menos durante un tiempo–. Está bien, Anna –ataja–. Lo entiendo, no te ha gustado.

—¡No es eso! –miento, y eso, me hace sentir todavía peor–. Es que ahora me arrepiento de que todo haya ido tan rápido, pero es culpa mía, de verdad, tú no has hecho nada.

Y entonces le dedico una fugaz sonrisa, en esta ocasión he sido sincera: realmente él no ha hecho nada. Nada de nada. Ha sido el polvo más soso de toda mi vida.

Cojo mi bolso, que con las prisas se ha quedado tirado por ahí, y me marcho. Tomo un taxi y permanezco “hipnosapo” durante todo el trayecto. Todavía no doy crédito. En los momentos de mayor flaqueza intento justificarlo: igual ha tenido un mal día, estaba nervioso, su necesidad le ha jugado una mala pasada... Pero ¡qué va! La única realidad es que es malo de cojones.

En cuanto logro esquivar las preguntas de mis amigos y encerrarme en mi cuarto, me dejo caer de espaldas sobre la cama con los brazos y piernas extendidas. No sé por qué, justo en este momento una canción escuchada hasta la saciedad durante mi adolescencia, me envuelve como un huracán de la mano de Laura Pausini:

Se fue, se fue, el perfume de sus cabellos,

se fue, el murmullo de sus silencios,

se fue, su sonrisa de fabula,

se fue, la dulce miel que probé en sus labios,

se fue, me quedó solo su veneno

se fue, y mi amor se cubrió de hielo...

 

Decido seguir torturándome un poco más con estrofas significativas de esa misma canción, en el fondo, estoy hecha toda una masoquista:

...En esta vida oscura, absurda sin él, siento que

se ha convertido en centro y fin de todo mi universo

Si tiene límite el amor lo pasaría por él

Y en el vacío inmenso de mis noches yo le siento...

 

James... ¿Qué me has hecho?

Suspiro y cierro los ojos obligándome a olvidarle. Esto solo es una etapa, una fase que pasará como tantas otras. Este hombre no es para mí, no lo es porque de lo contrario, ahora estaría aquí conmigo en lugar de saciar los antojos de un sofisticado insecto palo inglés.

Continuará...