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El contrato (sexta parte) 6

en Grandes Series

            Nota de la autora: Se recomienda a los lectores leer esta serie desde el principio para poder seguir el hilo argumental. Gracias a todos por los comentarios, siempre y cuando siga interesando continuaré escribiendo hasta acabarla.

 

 

             En entregas anteriores...

          (...)  Caminé por el despacho mirándolo todo y descubrí una puerta negra situada en un rincón poco iluminado, no me lo pensé dos veces y fui hacia ella como atraída por un imán.

            Abrí lentamente, tan solo una rendija y...

            Contuve la respiración.

            «¿Era una broma?»

            Se trataba de un dormitorio oscuro, sin ventanas, pero había la suficiente luz como para ser testigo de la rocambolesca escena que se estaba produciendo.

            Edgar estaba besando a la mujer pelirroja con un afán casi febril y ella, sentada sobre la cómoda, abría sus piernas para que él se encajara entre ellas mientras la tocaba deslizando su mano por el muslo a través de la falda.

            Ella echaba la cabeza hacia atrás, permitiéndole el acceso a su intimidad mientras le acariciaba la entrepierna.

            Tuve arcadas y me sentí mareada. Sin darme cuenta di un traspié y golpeé la puerta sin querer. Edgar se giró repentinamente alterado por el ruido y su rostro se ensombreció de repente.

            Negué con la cabeza, con miedo. Era demasiado para soportarlo, no quería verle más, ni escucharle, lo único que me consolaba era la idea de desaparecer para poder borrar esas imágenes de mi mente.

            —¡Diana! –exclamó separándose de la mujer pelirroja.

            —¡No! –Dije y me di la vuelta para correr en dirección opuesta.

            —¡Espera! –gritó– ¡Puedo explicarlo!

            —¡No quiero oírlo! –contesté y atravesé con rapidez el despacho, la sala de objetos y ascendí las escaleras del sótano en un tiempo récord.

            Escuchaba los pasos de Edgar detrás de mí, pero por suerte le llevaba ventaja y seguí corriendo. No paré a pensar hacia donde me dirigía, me encontraba en mitad de la nada, pero estaba fuera de mí, por lo que corrí hasta quedarme sin fuerzas.

            Salí de la casa, recorrí la finca y llegué a la carretera empedrada. Miré en ambas direcciones pero no había ningún vehículo. Decidí seguir sin cuestionarme nada más, solo quería estar lejos de esa pesadilla.

            Cuando estaba a punto de desfallecer por el cansancio, el ruido de un motor me hizo ralentizar la marcha.

            Empecé a hacer señas con desesperación hasta que el coche aminoró la velocidad.

            —Por favor, ¿puede llevarme a la ciudad?

            —Claro, ¡suba!

            No lo dudé. Ocupé el asiento del copiloto confiándome al desconocido.

            Durante el trayecto mi mente dibujaba una y otra vez la imagen vivida; las manos de Edgar acariciando los muslos de esa mujer, mientras ella le entregaba su cuerpo sin reservas. Por suerte el conductor reparó en mi abatimiento y optó por ser prudente y abstener cualquier comentario que pensara hacerme.

            El desconocido me dejó en la zona de autobuses y allí cogí uno que me condujo cerca del lugar de encuentro con Cristian. Necesitaba contarle lo que había descubierto, conocer su punto de vista, desahogarme y, simplemente, llorar a pleno pulmón sabiendo que él me entendería.

             

            —Tranquilízate, Diana, y dime qué ha pasado.

            Negué con la cabeza, me costaba verbalizar lo que había presenciado esa mañana.

            —Es que no lo entiendo –me enjugué las lágrimas.

            Cristian se sentó a mi lado, parecía realmente preocupado por mí.

            —¿Qué no entiendes? –insistió acariciándome un hombro con la mano.

            —¿Te acuerdas de la mujer pelirroja de la que te hablé hace unas semanas, esa que a veces venía a casa e iba a su despacho sin avisar?

            —Sí, lo recuerdo.

            —Pues bien, hoy he descubierto cuál es su papel en toda esta historia. Mantiene una relación sentimental con Edgar, los he encontrado en plena faena... ya me entiendes...

            Su boca se abrió por la sorpresa.

            —¿Tu marido tiene una aventura? –preguntó incrédulo.

            Asentí, cabizbaja.

            —Tienes razón, no tiene ningún sentido.

            Sentí como sus ojos me escrutaban de arriba a abajo y alcé el rostro.

            —Eso hace que me pregunte muchas cosas, por ejemplo, ¿por qué soy yo su esposa y no ella? Es obvio que esa mujer le gusta de verdad.  

            —Puede que no esté enamorado de ella y que sea algo así como un pasatiempo.

            Fruncí el ceño.

            —¿Y está enamorado de mí a caso? –reí sarcástica de lo absurdo– ¡¿Qué está pasando?! Esto no me lo esperaba. Este incidente hace que todo cambie: mi tranquilidad en esa casa, el concepto que tenía de él... Nada volverá a ser igual.

            —No te ofendas pero... –chasqueó la lengua– sabía que había algo que no encajaba. Tú eres extremadamente confiada, incapaz de ver lo retorcidas que pueden llegar a ser las personas. Posiblemente esa mujer no sea nada serio, la pregunta que tenemos que hacernos ahora es qué quiere él de ti.

            —¿Qué quiere de mí?

            —Eres una chica joven, guapa, a la que nunca ha tocado. ¿Por qué?

            —¿Qué quieres decir? –pregunté sin entender a dónde quería llegar.

            —¿Te está respetando o reservando para una ocasión especial?

            Empalidecí y me levanté de golpe.

            —¡No digas sandeces! Él no es así.

            «¿No lo es? ¿Lo conocía lo suficiente como para afirmar eso? Sabía perfectamente lo que quería de mí: formar una familia algún día, llevarme a actos importantes, presentarme a sus conocidos como su esposa... Eso ponía en el contrato, pero ¿entonces por qué hace esto?»

            —¡Ves! Ahí está otra vez, esa ingenuidad innata–espetó señalándome–. Deberías empezar a pensar como un hombre, te facilitaría mucho las cosas.

            Caminé con nerviosismo de una lado a otro, pensando, analizando las palabras de Cristian. Me hacía dudar. Tenía razón y a lo mejor lo estaba enfocando todo mal, algo se me pasaba por alto.

            —¿Qué crees que debería hacer ahora? –pregunté desesperada.

            Cristian se interpuso en mi camino y me detuvo, obligándome a mirarle.

            —¿Él sabe dónde estás?

            Hice una mueca.

            —Me he escapado. Nadie lo sabe –reconocí.

            —Bien –me dedicó una sonrisa fugaz–. En ese caso podrías venir a mi casa.

            Se me escapó una risa nerviosa.

            —¡¿Estás loco!? ¿Propones que lo deje todo sin más?

            Se encogió de hombros.

            —Es la mejor opción que tienes.

            Le miré escéptica.

            —Debería pensármelo con calma, no únicamente se trata de Edgar y yo, también está mi familia, ya lo sabes.

            —¿Es que te planteas si quiera volver con un hombre así?

            —No me planteo nada –dije enfadada–, todo es muy precipitado y debería hablarlo con él primero.

            Negó con la cabeza, incrédulo.

            —No tienes tiempo, Diana. Puede que no tengas otra oportunidad para escaparte, o quizá no volvamos a vernos después de hoy, entonces desearías poder volver atrás y aceptar mi propuesta.

            Por un momento su argumento me pareció sensato. Reconozco que durante un fugaz segundo barajé la posibilidad de aferrarme a esa opción que me ofrecía sin pensar en las consecuencias. Pero eso fue antes de que se instalara el miedo. Cierto es que estaba lo suficientemente desesperada como para dar un paso así, pero por encima de todo tenía miedo a equivocarme, no pensaba cometer el mismo error y meterme en la casa de un hombre al que conocía a medias, si decidía irme, lo haría al único hogar que conocía: junto a los míos.

            Pensar en marcharme me produjo un sentimiento extraño,  ¿nostalgia? No estaba segura, pero el sentido común parecía advertirme de que, tal vez, había actuado precipitadamente huyendo de Edgar, sin darle la oportunidad de explicarse. Pensándolo fríamente, verle intimando con una mujer no era algo que me afectara en exceso, aunque en ese momento me pareciera que había traspasado todos los límites inimaginables de mi paciencia. Verle de esa guisa con una desconocida, me había cegado y debía concederme un tiempo para analizar detenidamente los hechos.

            —Vamos, Diana, no lo pienses más. Ven conmigo –insistió con impaciencia, y ese pequeño detalle, ese atisbo de desesperación en su tono de voz, bastó para ponerme en guardia.  

            Cristian tiró levemente de mí aprovechando mi abstracción. Automáticamente me separé de él.

            —No. No quiero seguir huyendo, he decidido que voy a afrontar esto. Luego decidiré qué hago.

            Sus cejas se arquearon por la sorpresa.

            —¿Te da igual que te engañe con otra mujer? ¿Que se folle a otras en tus narices?

            Me encogí de hombros.

            —No me da igual, pero también soy consciente de que no estamos enamorados, no tenemos una relación convencional como "marido y mujer" –entrecomillé con los dedos. Es natural que él sienta el impulso de satisfacer su deseo sexual en algún momento.

            —¿Y vas a dejarlo correr? –continuó, extrañado.

            —Solo digo que tengo que escuchar lo que tenga que decirme antes de tomar cualquier decisión.

            Cristian bufó, estaba consternado por mi pasotismo y no le culpé. Entendía que pensara que estaba loca, él no podía comprender todo el trasfondo de nuestra relación, no vivía como yo el día a día con Edgar. Tampoco había visto sus distintas caras.

            —Esto me parece una estupidez –concluyó ofendido.

            —¿El qué? –le obligué a matizar.

            —Tu actitud.

            Nos miramos con mucha atención durante un rato sin decir nada. Sus ojos permanecieron llameantes, estaba mucho más afectado por mi situación de lo que cabía esperar. Entonces su mano se aferró a mi brazo con fuerza, dejándome paralizada.

            —¿Qué haces? –protesté intentando liberarme.

            —Nadie sabe que estás aquí, ¿no?

            Fruncí el ceño.

            —Cristian, ¡suéltame! –le ordené elevando el tono.

            Sonrió, fue la primera vez que su sonrisa me pareció perversa.

            Su otra mano retuvo mi segundo brazo y me empujó contra la enorme roca que había a mi espalda. Su cuerpo me bloqueó en cuestión de segundos y sentí su cálido aliento acariciándome el pómulo. Todo ocurrió tan deprisa que tardé un rato en asimilar lo que estaba pasando. 

            —Puede que él prefiera pasar el tiempo con otras –siseó entre dientes–, pero yo te prefiero a ti mil veces.

            Hice un movimiento de repulsa, intentando escabullirme, pero la fuerza que empleaba en liberarme era fácilmente bloqueada por sus robustos brazos.

            —Déjame, por favor. Eres mi amigo... –intenté conmoverle.

            Su risa me aturdió un instante.

            —Nunca hemos sido amigos, Diana, solo he querido follarte desde la primera vez que te vi en la tienda.

            Le miré horrorizada.

            —Me estás asustando...

            Mi voz quedó amortiguada por un beso robado. Intenté apartarme, pero fue en vano. Su rodilla se interpuso entre mis piernas mientras su cuerpo me aprisionaba contra la roca, inmovilizándome por completo. Chillé, pero nadie podía oírme desde tan lejos y decidí invertir todos mis esfuerzos en intentar atacarle.

            —¡Suéltame, joder!

            —¡Estate quieta! –me ordenó girando mis muñecas hasta hacerme daño.

            Sin poderlo evitar, empecé a sollozar mientras luchaba, él consiguió desabrocharme el botón de los vaqueros e infiltrar una mano por encima de mi ropa interior. Jamás había vivido algo similar, y ese sentimiento de indefensión bloqueó todos mis sentidos.

            Entonces la cordura regresó  fugazmente a mí y aproveché su proximidad para acercar mi boca a su pómulo y morderle con todas mis fuerzas. El alarido de dolor resonó entre las montañas y pronto, empecé a degustar el sabor metálico de la sangre en mi lengua. Mantuve la mordida hasta que sus manos se retiraron de mi cuerpo para llevárselas a la cara, en ese momento, le empujé y escapé. Corrí como si me fuera la vida en ello sin saber muy bien el camino que estaba tomando. No me importaba con tal de estar alejada de él.

            Justo en ese instante, como en respuesta a mi plegaria interna, encontré la sombra de tres hombres en la lejanía y corrí esperanzada hacia ellos.

            A medida que me acercaba reconocí sus rostros y me sentí repentinamente a salvo.

            Philip, Steve y Edgar corrieron hacia mí alterados por mi nerviosismo, que era visible desde la distancia. Edgar se adelantó a sus amigos y fue el primero en llegar a mí, sin pensármelo dos veces rodeé su cuerpo con mis brazos apretándole tan fuerte como pude.

            —¿Qué ha pasado? –preguntó cogiendo aliento tras la carrera, pero sin soltarme, sus brazos se aferraron tan fuertemente a mi cuerpo como los míos al suyo.

            —Es Cristian, ha intentado... él ha... –no me salían las palabras.

            —Vamos nosotros –dijo Steve mirando a Philip.

            Con paso ligero se fueron en busca de mi agresor.

            —Menos mal que os he encontrado, creía que... –me asaltó nuevamente el llanto– he pasado mucho miedo.

            —Vale, cálmate –con tiento despegó mis brazos de su cuerpo creando cierta distancia entre nosotros para así poder mirarme a la cara.

            Lejos de reprocharle su desafortunada aventura con la mujer pelirroja, me concentré únicamente en la seguridad que me ofrecía. Ese sentimiento reparador era más fuerte que todos los demás.

            —¿Estás herida? –preguntó preocupado.

            Negué con la cabeza. Él me miró de arriba abajo y reparó en el botón desabrochado de mis pantalones. Me afané en recomponerme.

            —¿Te ha tocado? –preguntó muy tranquilo, sabiendo que tenía la situación controlada.

            Volví a negar.

            —No le ha dado tiempo –reconocí sin atreverme a alzar el rostro por la vergüenza que me producía.

            Cerró sus ojos y exhaló un suspiro de alivio, de repente, volvíamos a estar unidos por un fuerte abrazo, pero esta vez provino de él. 

            Escuché unas voces a mi espalda y me giré. Steve y Philip llevaban a Cristian de los brazos, parecía estar esposado.

            —Aquí está –empezó Steve empujando a Cristian hacia nosotros.

            Edgar me separó de su lado colocándose delante de mí, sosteniendo al mismo tiempo mi mano con determinación.

            —¿Quién eres? –preguntó a Cristian.

            Él agachó la cabeza y luego la alzó para mirarme con ojos de disculpa.

            —Perdóname, Diana, se me ha ido la cabeza.

            —Te he hecho una pregunta –le recordó Edgar.

            —Soy... –negó arrepentido con la cabeza– era –matizó– amigo de Diana.

            —¿Desde cuándo?

            —Nos conocimos al poco de venir aquí –intervine–. Trabaja en la tienda de fotografía donde llevo a revelar mis carretes.

            Edgar posó los ojos en Philip.

            —¿Tú sabías esto? –preguntó furioso.

            —Déjalo ya, ¿quieres? –intenté apaciguarle.

            —No, Diana, no lo dejo. Quiero saber por qué mi hombre de confianza, al que le confío el bienestar de mi mujer y le pago todos los meses una elevada suma, no me ha mencionado nada de este tipo.

            —Verá, señor, yo...

            —Edgar, deberíamos llamar a la policía –propuso Steve, intentando devolver las aguas a su cauce.

            —Lo haremos, pero primero quiero saber qué me he estado perdiendo todo este tiempo.

            Una punzada de pánico se me clavó en lo más profundo del alma, tenía miedo de que mis escarceos perjudicaran a Philip, no estaba dispuesta a consentir que él corriera con la culpa de mis actos.

            —No te has perdido tanto como yo –constaté con recelo–, así que podemos dejar esta partida en tablas.

            Edgar me fulminó con la mirada, pero en ningún momento me soltó de la mano, que parecía soldada a la suya.

            —Está bien –aceptó achinando los ojos–, pero te lo advierto, Diana, como averigüe que Philip ha tenido algo que ver en todo esto, aunque sea de forma indirecta, puede ir despidiéndose de vivir cómodamente el resto de sus días.

            Su amenaza provocó que Philip agachara la cabeza, arrepentido. Steve, en cambio, estaba mucho más relajado, casi risueño.

            —Pues voy a llamar a la policía, y mientras esperamos a que venga, ¿por qué no arregláis vuestros problemas conyugales en un lugar más discreto? –propuso Steve dedicándonos una sonrisilla vacilona.

            Edgar le dedicó una cara de advertencia, pero Steve parecía inmune a sus reacciones y en respuesta se limitó a exhibir su perfecta sonrisa.

            Steve me caía bien, entre otras cosas, porque era la única persona capaz de templar los malos humos de Edgar.

            Caminamos unos cuantos metros por la montaña hasta encontrar un pequeño claro invadido de verde. Solo entonces, Edgar soltó mi mano y se giró para encararme.

            —Empezaré yo –se adelantó cogiendo una profunda bocanada de aire.

            —La mujer que has visto en mi despacho se llama Clare. Hace unos cuantos años que nos conocemos –comentó, inexpresivo.

            —¿Y bien? –Me impacienté.

            —Nunca he tenido pareja, he estado con varias mujeres pero nunca ha habido algo serio, así que cuando quiero disfrutar sexualmente de una mujer llamo a Clare –reconoció a bocajarro.

            Su comentario no pudo producirme más animadversión.

            —¿Me estás diciendo que te acuestas con putas? –violenta, desvié la mirada– ¡Por Dios!

            —No la llames así, es una mujer de compañía, nada más.

            Parpadeé aturdida.

            —¿Has reconocido que te acuestas con prostitutas y pretendes que apruebe algo así? ¿Cómo si no tuviera la más mínima importancia?

            —¿La tiene? –preguntó confuso.

            —Yo diría que sí –espeté irónica.

            Parecía extrañado.

            —Pues no veo por qué debe importar. El sexo es una necesidad a satisfacer, punto.

            No podía salir de mi asombro. Lo peor de todo era la frivolidad con la que abordaba el tema.

            —Me tomas el pelo, ¿verdad?

            Negó con la cabeza, confuso.

            —Diana, puede que tú puedas prescindir del sexo, pero no es mi caso.

            —¿Y ya está? ¿Esa es tu justificación?

            —¿Y qué esperabas? Tú y yo no nos acostamos, no mantenemos relaciones de ningún tipo y quieres que eso siga así, ¿me equivoco?

            —¡¿Cómo?! –exclamé con incrédula– No sé cómo lo haces, pero cada vez que abres la maldita boca la fastidias más. ¡No tienes nada de tacto, maldita sea! Careces de empatía por completo.

            —Perdóname por ser sincero, pero tú, "la empática", ¿te has preguntado cómo se siente el hombre que se ha casado contigo y te desea desde el primer momento? ¿Piensas alguna vez en lo frustrante que resulta tener que recurrir a otras mujeres cuando en casa tienes todo lo que quieres? No, ¿verdad? Resulta más fácil tacharme de repugnante y hacerte la víctima.

            Bufé con rabia.

            —¡Oh, Edgar, eres... –me mordí la lengua para no verbalizar lo que realmente pensaba– eres... imposible!

            Me crucé de brazos, indignada.

            Él cogió aire y suspiró. Yo rehuí su mirada, avergonzada. Tenía la cara roja como un tomate y era incapaz de decir una sola palabra.

            —Perdóname –se disculpó a regañadientes–, si te ha molestado lo siento –le miré y vi el arrepentimiento en sus ojos, suspiré dispuesta a darle otra oportunidad y dejar correr el tema; pese a que me asqueaba todo el asunto, podía entender sus motivos–. Tendré más cuidado la próxima vez –concluyó dejándome en shock.

            Abrí los ojos al máximo y un impulso inesperado emergió haciendo que le propinara un empujón.

            —No cambias, ¿verdad? –grité enervada– ¡Eres desquiciante! –me llevé las manos a la cabeza.

            Di media vuelta y caminé en dirección hacia los otros, vi que la policía acababa de llegar y Steve le narraba lo ocurrido.

            Edgar acompasó mi paso ligero y se interpuso en mi camino.

            —¿Por qué te alteras tanto?

            «¿Es que necesitaba preguntarlo?»

            —Porque eres tremendamente injusto, ¿no crees? Si mal no recuerdo yo no puedo intimar con nadie mientras estemos casados, pero tú no te riges por la misma ley.

            —¡Por Dios, Diana! El sexo no es un problema para mí, por lo visto para ti sí y lo respeto, ¿qué más quieres?

            Le carbonicé con la mirada y di gracias a Dios por no tener un cuchillo a mano, en ese estado de exaltación hubiese sido capaz de cometer una locura.

            —Es igual –zanjé desganada–. Déjalo, no tengo nada más que hablar contigo, tienes la misma sensibilidad que una patata cocida.

            Edgar escondió la risa, e intuyendo que quería escaquearme, volvió a frustrar mis intenciones.

            —Tú ganas –dijo, y con ello logró que ralentizara el paso.

            —¿El qué?

            —No me apetece disgustarte, así que prometo dejar de ver a Clare.

            Su afirmación me produjo escepticismo.

            —¿Eso significa que te verás con otras mujeres?

            Suspiró con resignación.

            —Con ninguna. No sé cuánto tiempo podré estar así, pero... –se encogió de hombros– lo intentaré.

            Ser testigo de la seriedad que había mostrado de repente casi consiguió que rompiera a reír. Me mordí el labio inferior y asentí con la cabeza, aprobando su elección.

            —Ahora te toca a ti –me recordó señalando a Cristian con la cabeza.

            —Nos conocimos en la tienda de revelado y enseguida conectamos. A los dos nos movía el mundo de la fotografía y resultaba interesante compartir ese hobbie con alguien –miré a Cristian de soslayo, señalaba en mi dirección mientras hablaba con el policía que tomaba declaración–. Él me mostró este lugar. Engañaba a Philip para que me dejara algo de espacio y venía aquí con Cristian para charlar.

            —¿De qué hablabais?

            —De ti, de nosotros, mi familia... Él también me explicaba sus problemas y nos ayudábamos mutuamente.

            —¿Le hablaste de tu hermano?

            Asentí y eso pareció sorprenderle mucho.

            —Has dicho que os ayudabais mutuamente... –dijo a la ligera, como si no importara mi respuesta, pero sus ojos escrutaban mi reacción.

            —Yo le ayudaba a salir de sus vicios y él, simplemente, me escuchaba, me comprendía y me ofrecía su opinión sincera de las cosas. No necesitaba nada más.

            Steve empezó a hacer señas para que me acercara a ellos, pero Edgar ignoró las señales y siguió mirándome como si en ese paraje no hubiera nadie más.

            —¿Estás enamorada de él? –preguntó con expresión torturada.

            —Nunca lo he estado –reconocí con rapidez–. Lo único que me atraía era tener a alguien con quien hablar sin tapujos, confiaba en él y... –giré el rostro para observarle desde la distancia– Jamás imaginé que tuviera esas intenciones, que fuese capaz de... –tragué saliva– Soy una tonta, debí haberlo intuido, haber hecho caso a las señales, pero estaba tan concentrada en ese pequeño momento de distracción y sinceridad que me ofrecía, que obvié todo lo demás.

            Edgar cogió con cuidado un mechón de mi cabello que estaba a merced del viento y lo colocó con ternura detrás de la oreja. Parecía aliviado, tranquilo tras mi aclaración.

            —No eres tonta, solo joven –corrigió, y esta vez sí que me dedicó una débil sonrisa de medio lado.

            Juntos emprendimos la marcha hacia el grupo que nos esperaba, debía contar a la policía mi versión de los hechos y poner la denuncia. Todavía no podía creer que las cosas acabaran de esa manera con quien creía mi amigo. Jamás volvería a saber de él, ni a contar los minutos que faltaban para verle, mi pequeña vía de escape acababa de esfumarse.

            Antes de llegar hacia el grupo, otro pequeño asunto no aclarado hizo que ralentizara el paso.

            —Tengo que hacerte una pregunta –aventuré esperando a que me siguiera.

            —La última –contestó guiñándome el ojo.

            —¿Cómo sabías dónde estaba?

            Edgar me dio la vuelta sin decir nada y cogió el teléfono móvil que tenía en el bolsillo trasero de mi pantalón. Había olvidado por completo que estaba ahí.

            —Bromeas...

            —Tienes el localizador activado –dijo encogiéndose de hombros.

            Abrí la boca por el asombro.

            —Hay que joderse, ¡vivo con un miembro de la CIA!

            Se echó a reír.

            —Y yo con una malhablada de cuidado.

            —Es lo que tiene la clase baja.

            Volvió a reír.

            —No creo que eso esté reñido con la buena educación.

            Oculté la sonrisa y negué con la cabeza.

            —¿Y luego llamaste a Steve para que te ayudara a buscarme? –pregunté arrugando el entrecejo.

            —Steve me trae suerte, es algo así como mi talismán.

            Me eché a reír.

            —¿Puedes hacernos un favor y dejar de tratarnos a todos como objetos, señor Walter? –sugerí con humor.

            Edgar hizo ademán de replicar mi argumento pero no tuvo tiempo. Habíamos llegado y debíamos centrarnos nuevamente en el presente y el problema que teníamos entre manos.

           

            Esa misma noche, una vez acabó todo, hice un repaso mental a lo ocurrido y me di cuenta de que solo había una cosa que pesaba más que las otras: Edgar me había salvado de los lobos. Apareció en el momento oportuno, como un rayo de esperanza y me salvó de vivir la experiencia más amarga de mi vida. Me reconfortó ver que se preocupaba por mí, y entonces, comprendí que siempre podría contar con él. Pasase lo que pasase intentaría ayudarme.

Brave heart

           

            Después del incidente todo había vuelto a su cauce. Regresamos a la rutina e hicimos como si nada hubiese pasado.

            Jamás volvió a salir el tema, tanto Cristian como Clare estaban fuera de nuestras vidas para siempre, así que corrimos un tupido velo y seguimos hacia delante.

            Tampoco mencioné nada de lo ocurrido a Emma, y mucho menos a Marcos; no quería que se preocuparan por algo que ya estaba solucionado.

            Todo regresó progresivamente a la normalidad, excepto yo. ¡Para qué negarlo! Aún me acordaba de Cristian y, en cierto modo, le echaba de menos. No a él en concreto, sino a lo que nuestros encuentros significaban para mí: un pequeño aliciente que me permitía salir de la monotonía del día a día y regresar a casa con más fuerza.

            Volver a ocupar el tiempo libre me costó, pero al fin lo conseguí gracias a mi reciente afición por la repostería. María se convirtió en mi mentora y, entre pasteles y rosquillas conseguimos abrirnos más. Era una mujer entrañable, vital, sensata y con desparpajo. Resultaba imposible no encariñarse de ella.

           

            —¡Pero niña, debes amasar con arte! ¡Así! –estampó la masa contra el mármol con rabia y hundió los nudillos en ella para, a continuación, estirarla con energía arriba y abajo– ¡Que no te dé miedo!

            —¡Pero está pegajosa! –le enseñé los dedos pegoteados e hice una mueca de asco.

            —Eso se soluciona así –cogió el paquete de harina y me puso una generosa cantidad en las manos–, prueba ahora.

            Apreté los dientes mientras volvía a tocar la enorme bola amarilla que yacía sobre el mármol, parecía como si fuera a engullirme en cualquier momento.

            —Da repelús –me dio un escalofrío.

            María estalló en carcajadas, y desbancándome de mi sitio, se puso frente a la masa. Procedió a aplastarla con un rodillo bajo mi atenta mirada.

            —Estas chicas de hoy en día... –chasqueó la lengua.

            —¡Oye! –me quejé en broma– puede que esto no sea lo mío, tal vez si en lugar de pasteles, cocináramos unos espaguetis...

            Dejó de pelearse con la masa para mirarme con escepticismo. No pude evitar soltar una carcajada.

            —¿Qué está pasando aquí?

            Las dos nos giramos al escuchar la voz de Edgar.

            —Estamos haciendo unas galletas, ¿te apetece participar?

            —No, gracias. No quiero ensuciarme.

            Su comentario me dio ganas de tirarle un poco de harina en el traje, pero me abstuve. En su lugar me lavé las manos y cogí la jarra con el café para llevarlo a la mesa.

            —¿Vamos? –le dije al pasar por su lado.

            —Sentaos que yo os llevo el resto –María empujó sutilmente a Edgar hacia el comedor.

            —¿Hoy tampoco quieres acompañarnos?

            —No –negó sonriente–, yo disfruto sabiendo que estáis solos, hablando de vuestras cosas.

            La miré con afabilidad.

            Caminé con la jarra y las tazas de café y las deposité en la mesa. Edgar venía detrás de mí.

            —¿Qué planes tienes hoy? –empezó, abriendo el periódico que estaba sobre la mesa. 

            Me encogí de hombros.

            —¿Has visto el día que hace?

            Le indiqué con un movimiento de cabeza que mirara por la ventana.

            —Oh, sí –alzó la vista un instante–. Lleva lloviendo toda la semana –certificó.

            Le devolví la mirada. Estaba distraído ojeando los titulares, me fijé en su máscara ocultándole la mitad del rostro y deseé que volviera a quitársela.

            Luego reparé en su traje azul oscuro. Era uno de esos días que se reuniría con alguien y eso quería decir que no saldría de su despacho en horas. Por dentro gemí al saber que estaría sola, tenía la sensación de que si seguía así me moriría de aburrimiento.

            Miré nuevamente por la ventana. Caían chuzos de punta y los densos nubarrones anunciaban que no tenían intención de irse, parecía que querían formar parte del paisaje eternamente. Entones, de repente, tuve una idea.

            Edgar leía con atención el periódico, ni siquiera se dio cuenta de que llevaba un rato observándole, así que decidí que eso iba a acabar. Me levanté de un salto y con ello conseguí que alzara la mirada.

            Sonreí.

            —¿Qué ocurre?

            Me mordí el labio inferior, traviesa, y le arrebaté de un brusco estirón el periódico de las manos.

            —Ven conmigo.

            Sin titubear sostuve firmemente su mano y tiré de él. Cuando se levantó lo guié con rapidez hacia el vestíbulo.

            —¿A dónde me llevas? –preguntó, contrariado.

            La risa me salió sola mientras abría la puerta de entrada.

            Edgar pareció intuir mis intenciones y se paró en seco, sin traspasar el umbral. Yo, en cambio, salí al exterior, sin que me importara la lluvia, el frío o que no llevaba el calzado adecuado.

            —¿Qué haces?

            Me reí como una loca bajo la lluvia. El agua helada recorría mi cuerpo haciéndome cosquillas, parpadeé para verle mejor y extendí los brazos al tiempo que orientaba el rostro al cielo.

            —¡Esto es increíble! –me pasé las manos por el pelo –¡Tienes que probarlo! –le incité– ¡Es liberador!

            —¡Vuelve aquí ahora mismo! ¿Estás mal de la cabeza?

            Volví a reír.

            —¡Nunca me han hecho un diagnóstico oficial! –le respondí– ¡Si quiere que entre en casa, venga a buscarme señor Walter! –le reté.

            —No pienso salir, Diana, haz el favor de dejar de comportarte como una niña y entrar de una maldita vez.

            —Tú deberías comportarte como un niño de vez en cuando, rejuvenecerías al instante.

            Di una vuelta y luego otra más rápida, a la tercera perdí el equilibrio y me caí de culo. Volví a reír mientras contemplaba mis manos llenas de barro.

            —¡Esto no es normal! –le oí murmurar en la distancia.

            Entonces, como por arte de magia, cruzó el umbral y caminó a paso ligero bajo la lluvia hasta situarse delante de mí. Me ofreció su mano.

            —¡Levanta!

            Alcé el rostro y ahí estaba: su cara de cabreo, su porte serio e intimidante, su adherida caballerosidad... pero lo más alucinante era que estaba mojándose, mojándose por mí. En ese momento se le olvidaron sus compromisos y solo estaba yo. Sonreí al instante y agarré su mano con firmeza, pero en lugar de utilizarla de apoyo para subir, tiré con fuerza para hacerle caer a mi lado.

            No pudo aguantar el equilibrio debido al barro y cayó junto a mí.

            Gruñía, despotricaba y utilizaba improperios de todo tipo, pero eso no me hizo parar de reír. Me tumbé en el suelo, mirándole.

            —Hagamos un ángel de barro –propuse.

            —¡¿Qué dices?!

            —¡Por favor, ¿quieres hacer algo espontáneo por una vez en la vida?! Ya está hecho –le recordé–. Estás empapado, no hay vuelta atrás, así que deja de quejarte.

            Cogí nuevamente su mano y conseguí hacerle ceder. Se tumbó con agarrotamiento  a mi lado y dejamos que la lluvia nos cayera directamente en la cara sin decir nada. Abrí mis brazos y piernas al máximo y las paseé sobre el barro.

            —¡Vamos!

            Edgar cerró los ojos y, con movimientos rígidos, empezó a imitarme. No podía dejar de reír porque parecíamos un par de idiotas y pronto, esa risa se contagió. Los dos reímos al unísono de lo absurdo. Cuando nos pusimos en pie, observamos el par de ángeles que habían quedado grabados en el barro y cómo poco a poco iban desdibujándose a causa de la incesante lluvia.

            Corrimos a resguardarnos en el interior de la casa sin dejar de reír.

            —Ha sido una pasada–reconocí– Nunca he hecho algo similar.

            —Yo tampoco.

            No me sorprendía.

            María Vino corriendo con un par de toallas limpias.

            —¡Madre mía, ¿qué habéis hecho?! –se echó a reír no bien Edgar se retiró la americana acartonada.

            —Sin comentarios –dijo depositándola en el suelo–. ¿Qué voy a hacer ahora? Tengo una reunión en menos de diez minutos y no dispongo de tiempo para darme una ducha.

            —Podrías anularla –dije sin más.

            —No puedo hacer eso.

            —¿Por qué no? –preguntó María– Hace siglos que no te tomas un respiro, te vendrá bien.

            Me giré hacia María y sin que Edgar nos mirara le susurré "gracias". Ella me guiñó un ojo cómplice.

            —Porque no es mi estilo María, por eso.

            —Pues, ¿sabes? tengo un plan de lo más genial. Podríamos ponernos el pijama y ver una película de las que tienes en tu colección. Hace un día perfecto para eso.

            Edgar se echó a reír.

            —Pero ¿qué os pasa a las dos? Es día laborable.

            —¡Oh, Edgar! Para ti todos los días lo son –María le metió un segundo gol– Mira, yo me ocupo de limpiar este estropicio –dijo mirando el suelo mojado–, vosotros id a cambiaros.

            —Nos vemos de aquí diez minutos con el pijama puesto –apunté encaminándome por el vestíbulo.

            —Diana, yo no...

            —¡No te escucho! –grité corriendo hacia las escaleras.

            —No voy a anularlo todo porque...

            —¡He dicho que no te escucho! –dije todavía más alto, corriendo escaleras arriba.

            Mientras me metía en la ducha a toda prisa tenía la duda de si Edgar me acompañaría o no en mi alocada propuesta. Era un hombre inflexible que no solía salir de la rutina. Sabía que si conseguía hacerle ceder una vez, tendría en mi mano la llave que me daría paso al interior de su alma. Quedarían pocas barreras que romper y solo debía ser paciente para acabar de descubrir los misterios que me intrigaban de él. Una vez desvelados, nuestra relación sería mucho más fácil, pues él sería igual de transparente para mí como yo lo soy para él.

            Pasados diez minutos de reloj bajé al comedor y me desilusioné al no verle esperándome. Me había puesto mi pijama rosa de rayas, algo infantil, la verdad, pero muy cómodo. Me mordí las uñas. Estaba nerviosa porque había depositado esperanzas en ese encuentro y no tenía garantías de que fuese a producirse.

             Me detuve frente al pie de la escalera, sintiéndome estúpida. Antes de dar media vuelta y ascender el primer peldaño para recluirme en mi habitación, Edgar carraspeó desde las alturas.

            Descendió con paso ágil las escaleras hasta llegar frente a mí. Se había puesto un simple pantalón de chándal sin camiseta. Cuando lo tuve más cerca me fijé en que iba descalzo.

            «Dios mío» –fue lo único que pensé.

            Edgar era jodidamente perfecto.

            —Has venido –constaté con timidez.

            Extendió sus manos.

            —No utilizo pijamas para dormir.

            Su comentario hizo que mis mejillas se tiñeran de un rojo intenso.

            Cuando me acordé de volver a respirar tras el sofocón de ver su cuerpo medio desnudo, me dirigí con prisa hacia el mueble donde guardaba su colección de DVD's. Seleccioné rápidamente unos cuantos y corrí de nuevo hacia él.

            —Bueno, ¿cuál te apetece ver? –extendí un abanico de posibilidades frente a él, dejando el que me interesaba unos centímetros más alto que el resto.

            —A ver...

            —Puedes elegir el que quieras –dije–, no te sientas coaccionado.

            Los desvié de su vista cuando estaba a punto de coger uno que no era el que había seleccionado.

            Rió.

            —¿Qué haces?

            —Venga, adelante, veremos la película que tú quieras –volví a mostrarle las carátulas con mi preferencia aún más visible.

            —Supongo que no tengo elección –retiró con éxito la película de Brave heart del montón.

            —¡Justo la misma que yo habría elegido! –Exageré mi felicidad– ¡A esto se le llama compenetración!

            Entre risas enhebré mi brazo al suyo y nos encaminamos hacia el sofá.  

            —¿Por qué esta película? –quiso saber.

            —Bueno, está ambientada en Escocia, además, es lo suficientemente larga como para mantenernos gran parte del día ocupados.

            Negó divertido con la cabeza.

            Nos sentamos uno al lado del otro, podía sentir el calor que irradiaba su cuerpo. Por encima de todo intentaba no mirar sus perfectas abdominales, aunque de tanto en tanto le dedicaba una mirada de soslayo. ¿Podía ver como su cuerpo me intimidaba de una forma extraña? ¿Que se me aceleraba el pulso al tenerle cerca?

            Desvié la vista de su vientre plano a su rostro semicubierto por la máscara y me di cuenta de que mi escrutinio no le había pasado inadvertido.

            «¡Joder!»

            Me puse roja como un tomate, para variar, y devolví la vista al frente; esta prometía ser una mañana muy larga.

           

            Apenas hablamos, casi no nos dirigimos la palabra y mis habituales preguntas indagatorias pasaron a un segundo plano, por primera vez estaba disfrutando de algo con Edgar, no quería estropearlo. Únicamente me concentré en la perfección del momento, en la quietud que nos envolvía y me sentí a gusto. Su presencia serena me relajaba, sin embargo, cada  vez que notaba que se movía, volvía a mí esa especie de tensión sexual que cargaba el ambiente de electricidad.

            Estaba convencida de que mis reacciones eran producto de las hormonas, no podía ser de otro modo, cuando por fin había solucionado gran parte de mis problemas y todo lo que me importaba estaba en calma, empezaba a concentrarme en otras sensaciones... Mi absoluta inexperiencia con el sexo opuesto también jugaba en mi contra y mis irrefrenables reacciones me delataban.

            Conté mentalmente hasta diez, desviando mi atención hacia la película, aunque intuía que lo que acababa de suceder, no iba a quedarse ahí y se repetiría en otras ocasiones. 

                Continuará...