miprimita.com

El secreto del limoncello (8)

en Grandes Series

Nota de la autora: Estas entregas pertenecen a un saga que recomiendo leer por el principio. Gracias por seguirme y leer mi historia.

 

33

                No sé qué hora es cuando Marcello acaricia mi cuerpo desde atrás. Miro a mi alrededor pero todo está oscuro. Me giro lentamente para toparme con él.

                —Ciao... —Dice entre susurros.

                —Ciao... —Le correspondo con una sonrisa. Me encanta como se pronuncia "hola" en italiano, me parece de lo más sensual.

                Marcello palpa mi rostro con sus labios, me da pequeños besitos dulces por todas partes hasta encontrar mi boca, donde se detiene.

                —Te deseo...

                Sus palabras me hacen gracia, al mismo tiempo un estremecimiento sacude todo mi cuerpo en respuesta.

                Empiezo a besarle como una loba, estoy sedienta de él y ya que en la habitación no hay ni una pizca de luz, me siento desinhibida.

                Marcello gime y con un rápido movimiento me coloca sobre él mientras sus manos aferradas a las caderas me restriegan por su protuberante erección. Empiezo a jadear, estoy enloquecida, ansiosa porque me penetre y me haga suya una vez más. Ya no ejerce presión sobre mí, se ha desprendido de mis caderas para abarcar mis pechos mientras yo sigo el ritmo que él ha iniciado. Me inclino y él succiona mis pezones, endureciéndolos. Emito un gemido, estoy tan excitada que tengo la sensación de que voy a alcanzar el clímax sin necesidad de que me penetre.

                Me quedo sin aliento cuando sus brazos me rodean la cintura e inesperadamente me hacen rodar por la cama hasta que él se coloca encima de mí.

                —Estás buenísima.

                Su voz es entrecortada. Su aliento me acaricia la cara, yo me muevo hasta encontrar sus labios y hacerlos míos una vez más. Su ávida lengua invade mi boca con ferocidad mientras mueve lentamente su erección por mi vagina, pero sin llegar a entrar. Yo me  ladeo, le busco orientándome en su dirección, pero cuando estoy a punto de alcanzarlo, él se aparta dejándome con las ganas. Percibo su sonrisa en mi cuello. Me hace cosquillas y vuelvo a jadear.

                Ahora sus fuertes manos se centran en mis pechos, yo las acompaño poniendo las mías encima para guiar su masaje.

                Marcello se resbala por mi cuerpo hasta que alcanza mi monte de Venus con su boca. Doy un respingo y le esquivo.

                —Por favor, Ingrid...

                Su desesperación despierta una punzada en mi bajo vientre. Gimo, me relajo en la cama y me abro más para él, a sabiendas de lo que va a hacer. Mi ofrecimiento le agrada, sus manos abandonan mi pecho para estimular mi húmeda vagina.

                Su lengua es increíble, se mueve con pericia, despertando mi ansiedad. Con los dedos separa los labios y mete la lengua por el orificio haciéndome estremecer de placer.

                —Quiero que te corras...

                Sus palabras me excitan todavía más. Me muevo buscando un alivio mientras él me lame sin descanso, entonces, percibo como uno de sus dedos entra dentro de mí, me agito involuntariamente mientras que con el pulgar realiza movimientos circulares sobre mi clítoris al mismo tiempo. No puedo aguantar mucho más si sigue tocándome así...

                —Marcello... —Susurro su nombre mientras aferro mis manos a sus hombros, intentando tirar de él hacia arriba.

                —No... —Sonríe junto a mí clítoris— Esta vez no, quiero que te corras para mí.

                Jadeo. Me gusta lo que me hace, pero necesito más profundidad, quiero tenerle a él dentro de mí. Me muevo ansiosa. Él me sujeta, intentando inmovilizarme y en cuanto estira mi hinchado clítoris con los labios, pierdo el control de mi cuerpo. Sujeto su cabeza y la aprieto ahí donde me produce más placer, el gime excitado por mi arrebato. Sin poder refrenarlo, me dejo ir mientras él recoge con su lengua todo lo que sale de mí.

                Su cuerpo se alza sobre mí, sostiene  mí cintura con las manos y me arrastra hacia abajo para ponerme a la altura de su erección. De una fuerte embestida se introduce dentro, invadiéndome por completo. Su fuerza ha vuelto a activarme, el cosquilleo se desata y esa deliciosa presión en mi estómago...

                —Siii... —Susurro dejándome llevar por las mágicas sensaciones.

                —¿Te gusta?

                Sonrío, rodeo sus caderas con mis piernas, ciñéndome todo lo que puedo a él. Jadea, está a punto y yo vuelvo a estarlo otra vez.

                —Dímelo, dime qué es lo que te gusta.              

                —Me gusta sentirte dentro de mí. Me gusta que me toques, que te muevas, escuchar tu respiración, percibir tu calor y tu olor sobre mi cuerpo...

                —Joder... escucharte me excita todavía más—responde jadeante.

                Interrumpe su discurso con un gemido mientras libera el orgasmo en mi interior.

                Cuando se recompone, da media vuelta para encender la luz de la mesita, se retira el preservativo con cuidado, le hace un nudo y lo tira al suelo.

                —¿Te ha gustado? —Pregunto sin quitar ojo a cada una de sus expresiones.

                —Ni te imaginas cuánto.

                —¿Hay mucha diferencia de hacerlo conmigo a...?

                Arquea las cejas mientras reprime la risa.

                —¡Por supuesto que la hay! Contigo es mucho mejor, cada cosa la disfruto el doble porque me unen a ti muchos más sentimientos.

                Me relajo. Escucharle es un bálsamo para mis oídos.

                —Para mí es increíble. Estas cosquillas por todo el cuerpo... no me había pasado nunca, tengo ganas de hacer el amor a todas horas. No creo que sea algo normal.

                Una carcajada le asalta de imprevisto.

                —Me alegro. Me hace muy feliz que te sientas así y sobre todo que quieras repetir.

                Percibo otra vez toda esa felicidad desbordante, me abalanzo efusivamente sobre su cuerpo y le abrazo. Que gustazo poder relajarme estando con él, dejar que me acaricie lentamente mientras me dejo envolver en un sueño profundo. Tranquilo. Reparador. Ahora que sé lo que es estar en el cielo, ya es oficial, no puedo vivir sin él.

                A la mañana siguiente yo sigo en mi particular burbuja de felicidad, me ladeo y le beso tiernamente el torso. Está despierto, pero esta vez no se ha movido de la cama ni se ha vestido como en situaciones anteriores. Nada más verme, sonríe, se gira y me abraza con una fuerza desmedida que a punto está de romperme todos los huesos.

                —Voy a vestirme —anuncia y me da un pequeño beso en la mejilla.

                —¿Qué toca hoy? —Pregunto con curiosidad. Él se levanta, coge su móvil y empieza a mirar los mensajes.

                —Hoy nos vamos tú y yo a dar una vuelta. Aún tengo que enseñarte algunas zonas de Nápoles.

                —¡Bien! —Respondo con alegría. ¡Por fin un día tranquilo!

                Me incorporo de un salto y llego incluso antes que él al baño. Me mira divertido pero no dice nada. Se vuelve a sentar sobre la cama sin dejar de mirar la pantalla de su teléfono y me concede mi espacio de intimidad.

                Sin darme cuenta estoy tarareando una melodía. Ahora no sé qué canción es, pero me da igual. Continuo a mi rollo mientras me ducho, me seco el pelo dejándolo completamente liso y luego me dirijo hacia el vestidor.

                Marcello está atendiendo otra llamada. Me observa con picardía mientras muerde su labio inferior al verme pasar. Antes de que pueda llegar al vestidor, me coge del brazo y tira de mí.

                —Sí, desvíe la mitad a ese número de cuenta.

                Retira el teléfono de su cara, acerca sus labios a mi oreja y susurra:

                —Estás tremenda.

                Empiezo a reír. Él retoma la conversación telefónica mientras me envuelve la cintura con la mano.

                —No, ya le avisaré de aquí unos días. Puede que una semana a lo sumo, para que realice el siguiente ingreso.

                Me besa el cuello desde atrás y acaricia mi bajo vientre hasta que deposita su palma en mi vagina. Intento apartarle, no puedo creer que ya quiera buscarme otra vez.

                —Está bien, entonces esperaremos un poco más. Gracias por la información.

                Cuelga  y sus fuertes brazos me apresan levantándome como si fuera una muñeca.

                —¡Marcello! —Exclamo sin parar de reír mientras me muevo insistentemente para que me suelte.

                —Te comería entera —por la ferocidad de su mirada sé que lo dice en serio, como no, el deseo vuelve a aflorar en mi organismo—, lástima que tengamos que irnos. Pero que sepas que esta noche tampoco te libras.

                Tras su dulce amenaza vuelve a depositarme con cuidado en el suelo y yo corro risueña hacia el vestidor. Me encierro en él y entonces una punzada de mis ovarios me advierte que está a punto de venirme la regla, dispuesta a joderlo todo. Hago un mohín de desilusión, pero contra eso no hay nada que pueda hacer. Así que inspiro profundamente y me centro en esa gran cantidad de ropa que es solo mía, esperando encontrar algo apropiado para dar un paseo por la ciudad.  

                Tras una larga deliberación opto por un vestido marinero de pequeñas rayas blancas sobre un fondo azul oscuro. Pongo las manos sobre el cinturón blanco que rodea mi cintura y me observo largo rato frente al espejo.

                Me pongo unos zapatos azules  con cuña de esparto y regreso a la habitación.

                Marcello me espera recién duchado y con la toalla aún anudada a las caderas.

                —Estás preciosa. Como siempre.

                Le dedico una mirada encendida, pero ahora no es un buen momento para dejarnos llevar, así que logro contenerme.

               

                Una vez en el núcleo urbano, entramos en una de las avenidas más transitadas de Nápoles. Quiere mostrarme otro pedacito de historia de su ciudad, aunque no ha querido revelarme aquello que voy a ver. Leonardo, un  hombre de su confianza, nos acompaña unos metros por detrás. Todavía me sorprende llevar escolta a todas partes, aunque debo reconocer que Marcello tiene razón: Con el tiempo me voy acostumbrando y cada vez noto menos su presencia.

                Las calles adoquinadas me traen unos recuerdos fabulosos. Entonces comprendo que mi estancia aquí no sería lo mismo si no le hubiese conocido a él. De hecho, si estoy empezando a amar este lugar tan rústico y contradictorio es gracias a los sentimientos que él me ha transmitido. Me ha hecho amar cada piedra, valorar cada edificio y tener cariño a una patria que no es la mía.

                No hemos recorrido un gran tramo cuando su teléfono ha vuelto a sonar. Se detiene frente a un escaparate de muñecos de madera para atender la llamada. Miro con atención todos esos pinochos que cuelgan de sus cuerdas sobre el techo.

                —¡¿Qué dices?!

                Suspira y se ladea un poco, apartándose de mí. Pero sigo estando lo suficientemente cerca como para escucharle.

                —Está bien. No te preocupes. Voy enseguida.

                Junta sus cejas mostrándome un rostro afligido.

                —No. Encontraremos la forma. Quedamos en veinte minutos.

                Cuelga y me mira mientras expulsa el aire fuertemente por la nariz.

                —Tengo que irme... —anuncia y sostiene mi mano mientras se la lleva a la boca para besarla.

                —De acuerdo, regresemos.

                —¡De eso nada! Acabamos de llegar. Ve a tomar un café, haz algunas compras... lo que quieras. Para cuando regreses yo ya habré acabado.

                —No... prefiero ir a casa.

                —Ingrid, no tienes por qué encerrarte, cómprate algo bonito, disfruta del sol y del paseo.

                —Pero no es lo mismo sin ti—Arqueo las cejas desganada, él sonríe y me estrecha fuerte entre sus brazos.

                —Casi se me olvida —abre su cartera y me entrega una tarjeta de crédito. Me quedo atónita tras ver su nombre y el mío juntos— Esta es tu nueva cuenta, puedes utilizarla para lo que quieras.

                —¿Te has vuelto loco? —Grito alterada— ¡No puedo aceptar esto! Además yo no he firmado nada.

                —Soy un Lucci, puedo saltarme algunos trámites.

                Hago el intento de devolvérsela, pero él detiene mis manos antes de que logre alcanzarle.

                —Ingrid... no seas tonta. Esto no es nada para mí, además, no puedo consentir que vayas por ahí sin dinero.

                —Pero...

                —¿Pero qué? —Espeta molesto— ¡Acéptalo! Es importante para mí.

                —No me gusta que hagas esto.

                —¿El qué? —Pregunta asqueado.

                —Que me untes con dinero. Yo tengo algo ahorrado y sinceramente, no necesito más.

                Vuelve a sonreír, pero yo soy incapaz de corresponderle, ahora mismo estoy muy enfadada.

                —Ya lo sé... ¿pero te acuerdas de que te dije que a partir de ahora tu vida iba a cambiar? De hecho recuerdo haberte advertido de ello en infinidad de ocasiones, pero en su momento no me hiciste mucho caso. Pues bien, esta es una de las consecuencias de estar conmigo. Quieras o no, tendrás que aceptar mi tarjeta. Y usarla.

                Achino los ojos retándole.

                —La acepto pues. Pero no creo que nunca vaya a usarla.

                Se acerca sonriente y me da un casto beso en la mejilla.

                —Tan terca como siempre... —Vuelve a besarme, esta vez fugazmente sobre los labios— Tengo que irme, cielo. Retomaremos este tema luego, creo saber cómo hacerte cambiar rápidamente de opinión.   

                La dulce promesa que encierra la amenaza se refleja en su rostro. Me muerdo el labio inferior, no es momento de llevarle la contraria, pero por mucha presión que ejerza sobre mí, yo continuaré en mis trece.

                —Leonardo se queda contigo.

                —¡Pero señor...! —Interviene con los ojos repletos de angustia.

                —Es una orden. Ella te necesita mucho más que yo.

                Y sin más preámbulos se marcha. Se encamina rápidamente avenida abajo, a saber hacia dónde. Tanto misterio me mosquea, podría decirme al menos lo que va a hacer. ¿A caso no quiere que haya más transparencia entre nosotros? Resoplo resignada y sigo subiendo la empinada cuesta con Leonardo a mi espalda. De repente, Nápoles ya no me parece tan interesante, se ha desvanecido toda mi ilusión.

                Después de un rato me detengo. La gente me mira, aunque todavía no saben quién soy, soy consciente de que mi presencia destaca entre los demás. Debe ser por este vestido, no es para nada un atuendo informal.

                —¿Ocurre algo señorita? —Me pregunta Leonardo sin dejar de observar mi expresión ausente.

                —No. En realidad me gustaría ir con usted. Así el paseo se me haría más ameno.

                —No creo que eso sea una buena idea... el señor podría molestarse si...

                —Bueno, el señor no está. Te ha dejado aquí conmigo, así que supongo que ahora mando yo.

                Leonardo se coloca a mi lado, aunque a regañadientes.

                —¿Cuánto hace que trabajas para la familia Lucci? —Le pregunto mientras nos adentramos en un parque de frondosa vegetación.

                —Tres meses.

                Es poco tiempo, menos del que yo llevo conociendo a Marcello. Me pregunto cada cuánto consideran que necesitan aumentar su seguridad...

                —¿Para quién había trabajado antes?

                —He estado al servicio de grandes personalidades italianas, siempre relacionadas con el mundo de la política.

                —¿Por qué ha decidido trabajar para los Lucci?

                Leonardo mira hacia el suelo.

                —Los Lucci me ofrecieron mucho más dinero, señorita.

                —Entiendo...

                Cómo no, todo lo solucionan con dinero, no hay nada que no puedan comprar.

                —¿Te sientes a gusto trabajando para ellos? A mí puedes contármelo, te aseguro que nada de lo que me digas saldrá de aquí.

                Me mira extrañado.

                —Sí, señorita. Estoy muy a gusto. Para mí trabajar para ellos supone un importante ascenso en mi carrera.

                Arqueo las cejas por la sorpresa. ¿Hasta dónde llega su poder? ¿Cómo pueden estar por encima de las personalidades políticas del país? No tiene ningún sentido...

                Seguimos conversando amigablemente. Aunque él no osa preguntarme nada, únicamente responde cortésmente a mis preguntas, ya sean de temas circunstanciales o privados.

                La tarde se nos echa encima rápidamente. Me siento en un banco del parque porque me duelen los pies de recorrer durante casi tres horas las empinadas cuestas. Leonardo llama a un taxi que no tarda en aparecer, él se coloca delante y yo en los asientos traseros.

                Me despido de él en cuanto llego a casa de Marcello.

                Cierro la puerta tras de mí y profiero un largo suspiro.

                —¿Hola?

                Dejo la chaqueta en el colgador del recibidor, luego el bolso sobre la mesa y me dirijo al comedor.

                Las persianas aún están bajadas, no parece que haya nadie. Me encamino hacia las habitaciones y abro todas las puertas. Suspiro tras cosntatar que estoy sola. Decido ir a cambiarme de ropa, luego, me siento en el sofá y enciendo la televisión esperando a que él regrese.

                La situación es ridícula si la analizo con detenimiento. Los minutos son horas mientras mi único anhelo es verle aparecer por esa puerta. Como si el tiempo se detuviera cuando él no está conmigo. Miro a mi alrededor,  el sol se oculta y regresan las tinieblas, todo lo que durante un corto espacio de tiempo he conseguido mantener a raya, regresa ahora con toda su fuerza, recordándome quién soy en realidad.  Jamás pensé que pudiera ser una mujer tan dependiente. Siempre he alardeado de apañármelas muy bien yo sola. Esta sensación es tan desconcertante...

 

                No estoy segura de las horas que pasan. Me despierto empapada en sudor. Miro a mi alrededor y me estremezco tras constatar que es la una de la madrugada y aquí aún no ha venido nadie.

                No sé qué hacer. Estoy dentro de una jaula, de oro, sí, pero una jaula al fin y al cabo. Camino nerviosamente de punta a punta del comedor analizando la situación. Su teléfono está fuera de cobertura y no sé de qué modo contactar con él. Calculo el tiempo que tardaría en llegar a otra de las residencias de la familia y preguntar acerca del paradero de Marcello; puede que ellos sí sepan algo.

                Estoy a punto de salir por la puerta cuando recuerdo el número que me entregó Marcello días antes para que llamara a Rafael. Es mi única opción ahora, corro de nuevo hacia el comedor y ahí está. Junto al teléfono, tal y como lo había dejado.

                Lo marco con dedos temblorosos y espero. Se afanan a responder al otro lado.

                —Rafael.

                —Hola Rafael, soy Ingrid, verás, solo quería preguntarte por Marcello. Hace rato que debía haber vuelto a casa y no lo ha hecho, era por si tú sabías algo...

                —¿No lo sabe?

                Hago una pausa.

                —No. ¿Saber el qué?

                Un silencio perturbador se hace al otro lado.

                —Voy a recogerla.

                Cuelga y yo siento como la sangre se me congela bajo la piel. ¿A qué ha venido eso? ¿Qué es lo que no sé? Mi mente empieza a hacer cavilaciones peligrosas, trago saliva nerviosamente y me retuerzo las manos.

                En cuanto escucho el timbre corro hacia la puerta y la abro de un brusco estirón.

                —¡Rafael! —Exclamo enérgica— ¿Qué ha ocurrido?

                —Lamento tener que informarle de que Marcello ha desaparecido esta tarde.

                El mundo se deshace bajo mis pies.

                —Desaparecido... —Miro a mi alrededor, intentando encontrar algo alentador que me haga mitigar los latidos frenéticos de mi corazón— no, eso no puede ser. Ha ido a resolver un problema, dijo que volvería, puede que se haya entretenido y...

                —Señorita... verá, le han secuestrado.

                Sus palabras tienen la misma fuerza que una losa de cemento armado cayendo a toda velocidad sobre mí. Ahora mismo me falta el aire. Rafael lo intuye y me sostiene mientras me acompaña hacia su coche, que aún tiene el contacto encendido y la puerta del copiloto abierta.

                En cuanto me acomoda en el asiento, me abrocha el cinturón con todo el cuidado del mundo en no tocar mi piel, cierra la puerta y entra por el otro lado. Soy incapaz de moverme, siento que en cualquier momento voy a desfallecer...

                —La llevaré a la residencia familiar. Puede que allí le aclaren algunas de sus dudas.

                —Pero... eso que dice es imposible. Yo he estado con Marcello esta misma mañana, él... —Entonces recuerdo las últimas palabras dirigidas a Leonardo: "Te quedas con ella, te necesita más que yo". Mis ojos se llenan de lágrimas, estoy a punto de soltarlo todo: de chillar, patalear, romper el cristal de la ventanilla y recorrer toda Nápoles hasta  encontrarlo— ¿cómo sabe que es un secuestro? Puede que únicamente se haya entretenido...

                Necesito confirmar que esto es un error, es un simple malentendido y Marcello regresará a casa algo más tarde de lo habitual con alguna excusa.

                Leonardo me mira y su rostro parece tan afligido como el mío.

                —Han enviado un mensaje a la familia.

                —¿Un mensaje?

                —Siento no poder decirle más, soy solo un chófer.

34

                Tengo el corazón en un puño durante todo el trayecto. En cuanto el coche se detiene y diviso la casa de los Lucci iluminada, esa casa donde pasé uno de los momentos más felices de mi vida, me apeo del vehículo enérgicamente y corro por el largo pasillo hasta llegar a la puerta de entrada, que no dudo en golpear, esperando, impaciente, a que alguien la abra.

                Una mujer del servicio la abre y me hago camino haciéndola a un lado. Me dirijo hacia la habitación donde está la mayor parte de la familia reunida: Stephano, Claudio y Antonello junto a un montón de personas más que no conozco.

                —¿Qué ha pasado? —Pregunto de sopetón, con las lágrimas invadiendo gran parte de mi rostro descompuesto.

                —Ingrid... —Stephano coloca su mano en la frente y la frota enérgicamente. Miro una vez más a mi alrededor, a primera vista hay cosas que se me han pasado por alto, como que todo está lleno de ordenadores, personas con cascos caminando de aquí para allá y otros hablando por sus teléfonos móviles que apenas han reparado en mi presencia— Marcello no... no...

                Los desgarradores alaridos de Monic provienen del piso de arriba. Se me hiela el corazón siendo partícipe de su dolor.

                —¡Noooo! Mi niño no... ¿por qué? ¡¿Por qué se han llevado a mi pequeño?! ¡Dejadme en paz, no os atreváis a tocarme o os juro que...! ¡NO! ¡FUERA!

                Stephano orienta la cabeza hacia las escaleras, donde procede la voz de su mujer, espera un rato a que los chillidos cesen, solo entonces, se sienta derrotado en la butaca y cierra los ojos. Está conteniéndose, luchando con fuerza para no caer derrotado. Conozco esa expresión porque me he sentido así un montón de veces.

                De la escalera bajan dos hombres y una mujer, uno de ellos lleva un maletín.

                —La hemos sedado, señor. Ahora no se entera de nada.

                —Mejor. ¿Cuánto tiempo estará dormida?

                —De seis a ochos horas antes de la siguiente toma.

                —Bien.

                —Nos quedaremos aquí por si nos necesita.

                —Sí, por favor. Tomen asiento y pidan al servicio cualquier cosa que precisen.

                Miro la escena anonadada y me obligo a intervenir.

                —Stephano... ¿Por qué nadie me dice nada?

                Me retiro las lágrimas con el dorso de la mano y sorbo por la nariz, todo cuanto veo me desespera, no alcanzo a imaginar la magnitud del problema.

                Antonello se acerca a mí. Sus ojos tristes me conmueven.

                —Será mejor que se siente, Ingrid.

                Le obedezco automáticamente. Ahora la cabeza me da vueltas, el nudo en el estómago me oprime aún más, estoy al límite de mis fuerzas y no sé cuánto tiempo podré mantener la entereza antes de desmoronarme.

                —Hace cinco horas que hemos recibido una llamada. Estamos intentando rastrearla pero me temo que quienes la han realizado han tenido mucho cuidado para que no podamos hacerlo y...

                —¿Qué ha pasado? —Reclamo con impaciencia.

                —Nos han puesto un ultimátum –mira a su padre, pidiéndole permiso con la mirada para proceder, este asiente frotándose las cejas con la mano–. Nos piden un millón de euros a cambio de ofrecer a Marcello una muerte digna.

                —¿Cómo? —No me creo lo que acabo de escuchar, mi mente lo bloquea para no producirme un daño irreversible.

                —No van a respetar su vida. Tanto si pagamos como si no, Marcello va a morir dentro de cinco días. Lo único que conseguiremos si cedemos a su chantaje es que lo maten limpiamente, de lo contrario, lo someterá a una cruel tortura. Nos ofrecen como garantía la filmación de su ejecución.

                Empalidezco.

                —No...

                Me mareo. Unas nauseas me agitan con fuerza el estómago, me levanto y me tambaleo mientras camino torpemente por la habitación sin rumbo fijo.

                —Marcello no debió salir sin escolta... nunca nos hace caso, siempre cree que no le va a pasar nada y...

                —Ha sido por mi culpa —admito con la voz engolada—. Le llamaron y me dejó a mí con Leonardo.

                —¿Le llamaron?

                Asiento con el rostro desencajado.

                —¡Tenéis que conseguirme la lista de llamadas desde su número! ¡Ya!

                Todos se ponen en marcha. Realizan más llamadas y teclean apresuradamente en sus ordenadores.

                —La señal del teléfono móvil de Marcello está desconectada, ya hemos intentando seguirla a ver si nos daba alguna pista respecto a su paradero. Pero hasta ahora no hemos comprobado cuáles fueron sus últimas llamadas.

                —¡Aquí están, señor! —Un hombre con traje le entrega un papel a Stephano.

                —Su última llamada fue para Carlo —Stephano mira a Claudio.

                —Yo me encargo, papá.

                —¿Quién es Carlo? —Pregunto desconsolada presintiendo que me estoy perdiendo cosas importantes.

                —Su familia vino hace un par de meses a pedirnos ayuda, nos consta que atraviesan dificultades económicas. No vimos rentable asociarnos con ellos dado que el padre tiene importantes deudas de juego, sería como meter dinero en un saco roto.

                Trago saliva.

                —Pero no creo que ellos tengan nada que ver en todo esto. El hijo mayor y Marcello siempre han sido amigos, no tiene ningún sentido que...

                Se acerca Claudio, aún lleva el teléfono en la mano, ambos nos giramos prestándole toda nuestra atención.

                —Vienen ahora mismo para aquí. No han sido ellos, papá. Carlo ha dicho que quedaron para verse esta misma tarde, pero Marcello nunca apareció. Además, según esto —exhibe la hoja delante de nosotros—, Carlo le ha estado llamando viendo que él no acudía a la cita, pero no obtuvo respuesta.

                —¡Maldita sea! —Stephano se revuelve el cabello con nerviosismo— ¿Quién puede retener a mi hijo?

                Me aparto y me siento en un rincón de la habitación, donde me hago cada vez más pequeña. No puedo dejar de llorar mientras veo el ajetreo de la habitación, el vaivén de personas altamente cualificadas intentando encontrar una pista sin éxito.

                Antonello muestra una lista donde figuran los nombres y los últimos datos de las familias vecinas a las que tienen vigiladas por considerarlas una amenaza. Revisan detalladamente cada información o movimiento, no pasan nada por alto porque todo es importante.

                 He perdido la cuenta de los supuestos "enemigos" que han nombrado, llevan horas hablando de nombres extraños y contrastando datos.

                El servicio nos anuncia la llegada de la familia Capellini. Entran tres miembros junto a sus respectivos guardaespaldas. Carlo debe ser el chico joven, tendrá la misma edad que Marcello.

                —Stephano... —La mujer se acerca y estrecha su mano— cuenta con nosotros para lo que necesites.

                —Gracias Clara.  Esto es una tragedia, jamás imaginé que nos veríamos envueltos en algo así, toda ayuda que podamos recibir es poca. Venid —dice Stephano acompañando a la familia a uno de los sofás, yo les sigo sin quitarles ojos, pese a que mantengo las distancias para que mi presencia no se note demasiado—, hemos estado revisando las llamadas de Marcello de estos últimos meses. Una media de dos veces por semana ha estado hablando con Carlo.

                —Sí —confirma el chico retorciendo sus manos bajo la atenta mirada de sus padres—. Contacté con Marcello para pedirle ayuda, pensé que dado nuestra amistad, él sí nos echaría un cable y... —mira a sus padres, que se han quedado petrificados, luego dirige la mirada hacia Stephano y continúa— Me estaba ayudando a montar un negocio de alquiler y venta de coches de lujo. No os había dicho nada porque quería esperar a ponerlo en marcha.

                —¿Mi hijo te estaba ayudando a montar un negocio?

                —En realidad estaba a su nombre, pero él firmó un acuerdo para que una vez el negocio funcionara y él recuperara la inversión del capital invertido, todos los beneficios fuesen para nuestra familia.

                —No lo entiendo... Marcello nunca nos comentó nada de esto.

                —Él dijo que ustedes no lo entenderían —se encoge de hombros—. Es uno de mis mejores amigos, señor.

                —¿Siempre acudía a los encuentros sin escolta?

                —Sí, y yo también. Lo manteníamos en secreto.

                —Insensatos —reprende el padre del chico.

                —Hasta ahora jamás habíamos tenido ningún problema.

                —Esto es... —Stephano vuelve a tocarse la cabeza— ¡Válgame el cielo que contrariedad! Si me disculpan... —se pone en pie, la familia Capellini le acompaña— pensaba que vuestros encuentros me proporcionarían alguna información útil, pero nada, no tengo absolutamente nada.

                —Padre... Ya tenemos el dinero reunido, falta su firma.

                —Bien, Claudio. Ten la autorización preparada, pero eso no nos sirve de mucho si no podemos recuperar a Marcello con vida.

                Stephano se tambalea mientras regresa a su butaca individual, está al borde de la desesperación, exactamente igual que yo.

                Corro hacia él y me arrodillo a su lado. No dudo en sostener su mano y apretarla con fuerza.

                —Por favor, ¿qué podemos hacer? —Las lágrimas vuelven a salir disparadas. Me niego a creer que únicamente podemos resignarnos y ofrecerle a Marcello una muerte sin dolor. La muerte, sea como sea, nunca es una opción.

                —Ingrid, vete a casa. Te llamaremos en cuanto tomemos una decisión, te lo prometo.

                —¡No pienso moverme de aquí! —Espeto alterada— Y tampoco pienso quedarme de brazos cruzados, así que si es preciso saldré ahí fuera e iré preguntando casa por casa hasta que alguien me diga algo.

                Antonello me contempla con los ojos desorbitados, ha leído en mi rostro que no pienso resignarme a acatar sus órdenes. Menos en un momento así, porque si algo le pasa a Marcello, yo siempre me sentiré como la única responsable y no podré seguir viviendo con ese enorme pesar. Marcello ha devuelto el sentido a mi vida, es la razón por la que el destino decidió ofrecerme una nueva oportunidad y traerme aquí, sin él, nada tiene sentido. Por fin lo veo. Por fin sé cuál es mi lugar. Ahora lo entiendo todo, cada uno de los pasos que he dado en mi vida me han conducido hasta este momento en concreto, y ahora, no pienso echarme atrás.

                —Hay algo que podríamos hacer...

                Me giro enérgicamente para encontrarme con Antonello.

                —Los Gazzaniga celebran una fiesta mañana por la noche. Si alguien pudiera acudir y hablar con Francesco...  —padre e hijo se miran con complicidad– Todo el mundo sabe el gran desprecio que siente hacia nuestra familia y además, conocemos su gran debilidad, que es el alcohol. Si bebe lo suficiente y alguien le tira de la lengua tal vez nos ofrezca información. Es el único que se me ocurre que pueda saber algo, aunque no tenga nada que ver con su secuestro, seguro que apoya cualquier propuesta que vaya contra nosotros.

                —¿Qué propones exactamente Antonello? ¿Cómo diablos vamos a conseguir que Francesco nos invite a su fiesta y nos cuente todo lo que queremos saber? —Stephano se pasa las manos por la cara, cansado.

                —A nosotros no. Pero a Ingrid no la conoce, además, es una mujer guapa. Pasará con facilidad.

                —¡¿Te has vuelto loco?! ¿Cómo vas a llevarla ahí? ¡A la mismísima boca del lobo! Además, Marcello jamás aprobaría algo así y lo sabes —añade Claudio visiblemente alterado tras la propuesta de su hermano.

                —Tienes razón Claudio, lo último que necesitamos es meter a más gente en esto –le secunda Stephano.

                —¡No! —Chillo y me pongo en pie— ¿Qué tengo que hacer?

                —Solo tendrías que ponerte un vestido bonito, nosotros falsificaremos una invitación y te ofreceremos una nueva identidad. Cuando entres debes encontrar a Francesco Gazzaniga, no te será difícil, conociéndose se hará notar. Haz que beba unas cuantas copas, sedúcele y sonsácale toda la información que puedas.

                —¿Seducirle? —No puedo controlar mi cara de espanto.

                —Esto es demasiado. No puedo seguir escuchando esta locura —Stephano se levanta, yo le sigo al igual que sus dos hijos.

                —¡Lo haré! —Digo convencida; haré cualquier cosa que me pidan sin pensármelo.

                Antonello me dedica una triste sonrisa. Tiene todas sus expectativas puestas en un plan surgido de la nada, y aunque solo sea por aferrarme a ese brote de esperanza, olvido todos los prejuicios que ahora no harían más que obstaculizar mi decisión.

                —¡Antonello! ¿Has pensado bien las cosas? Sabes tan bien como yo que ella deberá acudir desprotegida, estará sola en un ambiente que no conoce.

                —Mejor. Pasará desapercibida.

                —Pero Francesco no... ya sabemos cómo se las gasta —insiste Claudio.

                —No se me ocurre nada mejor. Con tan poco tiempo es lo único que podemos intentar.

                —Pues no se hable más —zanjo con seguridad—. Ponedme al corriente de qué es lo que debo hacer y lo haré.

                Stephano tiene reservas. No le agrada la idea, pero a medida que Antonello va exponiendo sus teorías no le queda otra que callar y otorgarme el poder de decisión. Ahora que sé que existe una remota posibilidad de encontrarle, lo haré, con o sin su ayuda.

                —No te preocupes por nada, Ingrid. Nosotros ultimaremos todos los detalles. Ahora debes ir a dormir, por la mañana te lo explicaremos todo dándote instrucciones precisas para que nada se nos vaya de las manos.

                —Yo me quedo —digo sin dudarlo.

                —No. Hazme caso, acuéstate. Necesitamos que estés fresca para mañana y sin signos de cansancio o agotamiento. Los médicos pueden darte unas pastillas que te ayuden a dormir.

                Camino desorientada por la habitación. Decido no pensar en nada que me haga retorcer lo más mínimo en mi propósito, una vez que ya he tomado la decisión de poner  mi destino en manos de una familia a la que apenas conozco, debo seguir adelante por el bien de Marcello. Él es lo único que importa ahora, y por él haré lo que sea necesario.

                Tras tomarme un fuerte somnífero, me tumbo en la cama. Escenas, imágenes, diálogos vividos acuden a mi mente una y otra vez, y en todos esos recuerdos aparece Marcello. Es como si anterior a él no hubiera nada, como si acabara de despertar de un profundo letargo y entonces descubro lo equivocada que he estado toda mi vida. Desde que nací mi único instinto ha sido el de protegerme, aprendí a hacerlo desde muy joven alzando un muro infranqueable a mi alrededor que me mantenía a salvo, tal vez ha llegado el momento de ampliarlo y hacerlo más consistente para que guarezca a alguien más, Marcello y los suyos son ahora mi familia y por lo tanto, son intocables.

                Me envuelvo en la colcha de plumas y libero nuevas lágrimas que me acompañan hasta quedarme profundamente dormida. 

               

35

                —Cierra los ojos.

                Desliza el pincel por mi párpado móvil. Luego coge el lápiz para dibujar la raya del ojo.

                —Mira hacia arriba.

                Un peine tiñe a la vez que riza mis pestañas.

                —Ahora vamos a dar color a los labios.

                Anuncia y se detiene largo rato en ellos, perfilándolos, pintándolos y untándoles un bálsamo para ofrecerles un brillo adicional.

                Me peina retirando el pelo de mi cara para recogerlo en un elegante moño.

                Me levanto y me calzo los zapatos rojos que me ofrecen. Tienen los dedos al descubierto, además de una hebilla brillante que se anuda al tobillo.

                Levanto los brazos y les dejo deslizar el vestido rojo por la longitud de mi cuerpo. Es muy bonito. Lo observo mientras ajustan el escote palabra de honor a mi pecho, luego recolocan la suave tela sobre mis caderas, intentando que las costuras ocupen el lugar invisible que les corresponde. El corte de sirena se ciñe a mi figura, en otra ocasión lo hubiese desechado por considerarlo demasiado llamativo, ahora simplemente me da igual. Incluso iría a la fiesta completamente desnuda si con eso pudiera traerme a Marcello.

                —Está lista.

                Ahora sí, me giro para contemplarme en el espejo. Han hecho un trabajo increíble conmigo, cuidando todos los detalles, disimulando los defectos y realzando aquellas zonas que, según ellos, no debo ocultar.

                Cojo mi bolso de cóctel y recorro la habitación a paso ligero. Llego al comedor, Antonello se levanta de un salto en cuanto me ve. Su rostro pálido a la vez que cansado me estremece.

                —He venido a informarte de los detalles –aclara. 

                Asiento con la cabeza y le hago un movimiento con la mano, invitándole a sentarse en el sofá. Yo hago lo mismo.

                —Aquí tienes tu invitación —extiende un papel en mi dirección, lo cojo si dudar y lo desplego.

                —Angelina Mussi —digo sorprendida.

                —Sí —se encoge de hombros—, para mayor seguridad creímos conveniente crearte un nombre falso, por si alguien te reconoce.

                —Está bien —Acepto sin darle mayor importancia.

                —Quiero que tengas muy presente que Ingrid Montero no está ahora en esta habitación y no va a acudir a la fiesta, lo hará Angelina Mussi. Angelina es la reencarnación de uno de los iconos cinematográficos más influyentes del siglo XX. Tiene el poder de seducción de Ava Gardner. Sabe mirar a los hombres directamente a los ojos, es plenamente consciente de sus puntos fuertes y los emplea para alcanzar sus objetivos. Métete en su piel, piensa como ella y actúa como ella.

                Cierro los ojos e inspiro profundamente.

                —Al llegar a la mansión entrega la invitación a los guardas de seguridad que hay en la puerta, te harán pasar por un detector de metales, en cuanto constaten que no llevas nada, podrás entrar en la sala —hace una pausa—. Pero no por eso vamos a dejarte desprotegida. Toma esto —me entrega una especie de bolígrafo sujeto a una cinta adhesiva—. Ocúltalo, en realidad es un arma. Contiene un veneno que al clavarlo sobre la piel deja los músculos engarrotados, no podrán moverse, ni seguirte durante al menos un par de horas, tiempo suficiente para ponerte a salvo —sus ojos se desvían incómodos—. No es que tengas que utilizarlo, es solo por si acaso.

                Cojo el bolígrafo, me subo el vestido por la pierna hasta descubrir el muslo y engancho la cinta al bordado superior de las medias. Luego devuelvo al vestido su caída habitual.

                —También queremos que lleves esto —saca un anillo del bolsillo. La piedra es de un rojo intenso y tan abultada que la miro con espanto mientras lo deja caer en mis manos—. Se abre así —separa la gema del aro y me muestra un polvo blanco que baña su interior antes de volver a cerrarlo—. Tu objetivo es quedarte a solas con Francesco, después de unas cuantas copas empieza a sonsacarle toda la información que puedas, si él sabe algo del tema no tardará en alardear y contarte todo lo que precises saber. En cuanto ese indeseable empiece a molestarte, que lo hará, vierte los polvos en su copa con disimulo. Se quedará profundamente dormido en cuestión de minutos, al despertar, no se acordará si vuestro encuentro realmente se ha producido o ha sido producto de un sueño.

                —De acuerdo.

                —Si me permites, Ingrid... —me señala la mano, yo la miro rápidamente y luego vuelvo a centrarme en él sin entender qué es lo que ha podido llamar su atención. Antonello coge mi muñeca con delicadeza, la inclina y desabrocha la pulsera que me entregó Marcello. Ahora sí siento como toda mi fortaleza se desvanece. No me acordaba de ese detalle, de hecho nunca me gustó esa pulsera, pero ahora que no la tengo, es como si me hubieran arrebatado una extremidad. La deja sobre la mesita, mis ojos se llenan de lágrimas—. Solo es temporal, mañana mismo podrás volver a ponértela.

                Cierro los ojos, obligándome a contener el llanto.

                —Hay una cosa más... —suspira sonoramente antes de volver a mirarme— No te arriesgues más de la cuenta. Si algo sale mal o simplemente te ves incapaz de continuar con esto, vete. Tendrás toda la noche un coche esperándote en la calle de atrás.

                —Bien. Pero no pienso echarme atrás.

                Sus ojos me contemplan con tanta insistencia que mis pómulos empiezan a arder por el acoso de su mirada.

                —No sé cómo darte las gracias. Nadie ha hecho nunca algo así por uno de nosotros.

                —Bueno, es que nunca han secuestrado a uno de vosotros –puntualizo.

                —No me refiero a eso. Vas a exponerte de forma desinteresada, únicamente por amor.

                Le miro extrañada. Nunca he hablado de amor, pero al parecer, mis sentimientos chillan muy alto y él los ha escuchado. Lo que más me extraña es que, tanto él como el resto de su familia, no entienden que hayan cosas que no pueden comprarse con dinero, que esté haciendo esto, por ejemplo, no les cuadra. Cierto es que Marcello y yo llevamos poco tiempo juntos, pero no por eso me importa menos. He vivido más los últimos cuatro meses a su lado que en los veinticinco años que tengo de vida.

                 Cuando me siento mentalmente preparada, me levanto y recoloco el vestido. Estas finas telas que me envuelven son ahora como un traje de batalla, con él puesto me convierto en otra persona, alguien más fuerte, segura, valiente, como bien ha descrito Antonello, Angelina Mussi es todo lo que yo no soy.

                —Será mejor que no perdamos más tiempo —comento mientras me encamino hacia la puerta. Antonello me sigue, me acompaña hasta su coche y me abre la puerta para que suba.

                —Rafael y Leonardo vendrán a recogerte luego. No lo olvides, a la mínima contrariedad, huye. No necesitamos que seas valiente sino sensata.

                —Está bien, lo tendré en cuenta. 

                Acelera. Estoy tan ausente que apenas me doy cuenta de adónde me lleva, pero me da igual.

                Antonello detiene el vehículo a escasos metros de la impresionante mansión. No puede acercarse más por temor a que le reconozcan.

                Por lo que se ve, gente muy distinguida no ha querido perderse esta fiesta. Me armo de valor, inspirando profundamente.

                —Que tengas suerte.

                —La tendré —confirmo convencida. Sin demorarme más, salgo del coche y cierro rápidamente la puerta.

                Tal vez este sea el papel de mi vida, la oportunidad definitiva de vencer los miedos que siempre me han retenido y luchar estoicamente por alguien que me importa más que yo. 

                Llego al pie de las escaleras. Me remango sutilmente el vestido y asciendo uno a uno los escalones con la cabeza erguida. Mi semblante es serio, pero estoy tan convencida de que van a dejarme entrar, que no muestro ni un ápice de miedo.

                Los guardas me miran, intuyo realmente la fuerza de mi poder cuando se reclaman entre ellos, pensando que no les observo, y se dedican un gesto oculto indicando mi presencia. Sonrío levemente, podría pasar perfectamente por una de esas mujeres adineradas que me rodean ahora mismo, de hecho ellas también me miran, cuchichean acerca de mi vestido y no me sorprende. Extiendo mi invitación con elegancia y los hombres me dejan pasar sin apenas mirarla. No se pierden detalle alguno de mi paso por el detector de metales y mi entrada en la casa. Consciente de que están recreándose en mí cuerpo, me yergo, me contoneo sutilmente entrando por ese amplio pasillo ornamentado que me conduce hacia la habitación principal.

                La sala está concurrida. No sé hacia dónde mirar, estoy ansiosa esperando encontrar a Francesco, pero no tengo ni idea de quién es, ni de cómo es. Tan solo he leído el breve informe que me pasaron a primera hora de la mañana junto a una fotografía de hace algunos años. Sé que es mucho mayor que yo, de hecho podría pasar por mi padre. Sé también que es viudo, que dispone de tantas amantes como dinero tiene y que me dirá todo cuanto desee saber si le hago beber más de la cuenta; con eso me basta.

                No es una cena propiamente dicha. La sala hay una espléndida mesa repleta de aperitivos diversos, además de los continuos paseos que hacen los camareros con las bandejas ofreciéndonos todo tipo de cosas apetecibles para comer.

                Una segunda mesa exhibe una elegante figura de hielo, una réplica de Laocoonte y sus hijos. El resto del espacio lo llenan un sinfín de copas estratégicamente apiladas para crear un mosaico de colores. Cojo una al azar, no sé qué es este líquido rojizo pero no me importa. Elijo esta copa porque me llama la atención su color morado. Doblo un brazo y coloco el codo del otro sobre el dorso de la mano. Me muevo en todas direcciones, buscando a mi presa cual león acechando.

                Ya he despertado las miradas indiscretas de algunos hombres, pero ninguno de ellos me sirve porque no es el hombre que busco. Camino lentamente en círculos, estudiando cada rincón.

                Todo está demasiado recargado para mi gusto: flores de distintos colores, ornamentos dorados, muebles con filigranas de madera, paredes empapeladas, lámparas de araña... por otro lado, el escenario acompaña perfectamente a mi personaje, hace que representar este papel sea mucho más fácil.

                Una voz a todo volumen me hace girar súbitamente el rostro. Ahí está. Francesco sostiene un micro y sonríe esperando a que el grupo le preste toda atención.

                —Bienvenidos amigos y amigas a esta reunión tan especial. Todos sabéis qué estamos celebrando aquí, no obstante, me siento orgulloso de comunicarles personalmente que este año la familia Frattini y Gazzaniga vamos a ser una sola a partir de ahora. Querido consuegro, —Le tiende la mano invitando a otro hombre a unirse a él— no hay mayor satisfacción para mí que seas tú quién me acompañe en los negocios. Para lo bueno y para lo mano ahora somos una familia. Y a ti, joven Víctor, —sonríe a un chico joven que está a su lado— te entrego mi bien más preciado, mi hija Mariam. Confío en ti para que la cuides como es debido.

                El joven Víctor asiente enérgicamente mientras sostiene en alto el brazo de la joven, todos aplauden y yo les sigo para no desentonar.

                Descubro un hueco entre la multitud, avanzo hasta colocarme lo más cerca de Francesco que puedo.

                —Y ahora, ¡a seguir disfrutando de la fiesta que esto no ha hecho más que empezar!

                Miro fijamente a mi presa. No le quito ojo mientras abraza a gente que le felicita, se mueve y ladea intentando estrechar las manos de todos los que quieren saludarle.

                Allí donde él mira, me coloco yo. Sonrío, doy un sorbo a mi copa y continúo mirándole mientras doy pequeños pasos por la habitación, convencida de que en cuanto me vea ya no podrá apartar sus ojos de mí, este vestido hará el resto, es como un imán.

                Me acerco un poco más, dejo la copa sobre una bandeja y cojo un pincho de carne que me ofrece un camarero. Mi insistencia le hace al fin levantar el rostro, su tez se congela a media palabra mientras me mira fijamente. Yo la sostengo, vuelvo a sonreír y me llevo el pincho a la boca, arrancando lentamente el trozo de carne con los dientes hasta dejar el palo completamente limpio.

                Mastico un poco y luego lo hago descender por la laringe. Francesco aún me observa. Inclino la cabeza al tiempo que entrecierro los ojos, mostrándole todo mi interés.

                Parece que mis pequeñas señales han surtido efecto, Francesco termina la conversación que estaba llevando a cabo y se despide apresuradamente para acudir en mi busca.

                Doy la espalda al grupo y camino lentamente hasta una terraza exterior. No le resultará difícil encontrar mi vestido rojo. Espero paciente a que a que venga, me dejo caer despreocupada junto a una columna y miro hacia la nada intentando aclarar las ideas.

                «¿Qué voy a hacer cuándo se acerque? ¿Espero a que él inicie la conversación conmigo o lo hago yo? Y la pregunta más importante de todas: ¿Hasta dónde estoy dispuesta a llegar? ¿Cuál es mi límite? Sabiendo que la vida de Marcello depende de mi actuación de esta noche, podría hacer cualquier estupidez sin pensar realmente las consecuencias. Que alguien me toque no me parece algo tan doloroso como el hecho de perder a la persona que amo por no haber tenido la valentía de llegar más lejos». 

                —Disculpe, creo que no tengo el placer de conocerla.

                Le dedico una cautivadora sonrisa. Es muy mayor, pese a que intenta quitarse años tiñendo su pelo de un atípico color castaño avellana. Su vestimenta clásica pretende esconder unos quilos de más y ese aroma a perfume caro, fresco y viril desprende un ligero efluvio a añejo que me revuelve las tripas.

                Extiendo mi mano en su dirección.

                —Me llamo Angelina Mussi —me presento sin titubear, esperando a que él la sostenga en un acto de caballerosidad infinita y se la lleve a la boca para besarla. No me decepciona.

                —Encantado de conocerla, Angelina.

                —Lo mismo digo señor Gazzaniga.

                —Por favor, llámeme Francesco.

                Vuelvo a sonreír, él me corresponde embelesado mientras aprovecho y retiro mi mano de su molesta zarpa y la coloco tras mi espalda.

                —¿Puedo invitarla a bailar?

                Me pienso la respuesta un par de segundos. Luego, me acerco sutilmente a él en un movimiento que pretende ser casual a la par que sutil. Él se queda paralizado por mi repentina proximidad y eso me da cierta tranquilidad.

                —La verdad es que bailar no se me da especialmente bien. ¿Podría simplemente invitarme a una copa y obsequiarme con buena conversación?

                —¡Desde luego! —Me hace un gesto con el brazo para que yo pueda enhebrar el mío, lo hago sin dudar, dejándome conducir por la sala hasta llegar a la zona de las bebidas.

                Francesco elige por los dos. Me entrega una copa y pasa la mano por mi cintura, dirigiéndome hacia una zona algo más apartada, donde podremos hablar con tranquilidad.

                —Si me permite hacerle un cumplido Angelina, como su propio nombre indica, usted parece un ángel caído del cielo.

                Choco el cristal de mi copa con la suya.

                —Por los ángeles.

                Espero a que él dé un sorbo mientras disimulo como puedo intentando no beber nada para seguir despejada.

                —¿Por qué no la he visto nunca?

                Me encojo de hombros.

                —Supongo que no miraba en la dirección adecuada.

                —No creo que usted me hubiese pasado desapercibida —espeta entre carcajadas.

                —Hasta hoy siempre ha estado rodeado de mujeres, supongo que por eso jamás me he atrevido a decirle nada.

                Sus ojos se abren divertidos. Se está tragando toda mi mentira y eso es porque no me está escuchando, gracias a Dios. Está demasiado concentrado mirando con descaro ciertas partes de mi cuerpo como para prestar la debida atención a nada de lo que digo.

                —Y es una lástima...

                Añado y ahora sí me atrevo; alzo una mano y recoloco el nudo de su corbata poniendo especial cuidado en no tocar la piel de su cuello.

                —¿Por qué?

                —Porque siempre me he sentido atraída por usted.

                Me mira extrañado. Me limito a morderme el labio inferior con timidez y desciendo sutilmente los párpados, intentando mostrar toda mi inocencia, esperando que eso baste para acabar de derretirle.

                Él sonríe y vuelve a beber hasta que vacía su copa.

                —¿Qué tengo yo que pueda atraerte? Eres prácticamente una niña...

                —No soy tan niña —Alego en mi defensa frunciendo el ceño.

                —Está bien. Reformularé la pregunta. ¿Exactamente qué es lo que te atrae de mí?

                Me lo pienso, vuelvo a morderme el labio inferior y me muevo divertida a su alrededor.

                —Un conjunto de cosas —coloco mi mano con la copa hacia atrás, sin dejar de mirarle a los ojos y vierto poco a poco el licor en una maceta cercana, él no se percata de nada, sigue concentrándose únicamente en mis labios o en la forma de mi escote—, pero sobre todo su poder.

                —¿Mi poder?

                Se echa a reír.

                —Sé de lo que es capaz de hacer, y eso me excita —susurro y vuelvo a dar un tímido paso en su dirección para acercarme más a él.

                Su rostro me contempla extrañado, aunque también divertido. Aprovechando mi acercamiento, no duda en llevar una mano hacia mi mejilla y acariciarme el rostro. Permanezco inmóvil, helada tras su último movimiento.

                —Voy a por una copa —anuncio exhibiendo la mía vacía; cualquier cosa me vale con tal de alejarme de él—. ¿Puedo traer otra para usted?

                —Mejor voy yo, espéreme aquí, aún no hemos terminado de hablar –guiña un ojo y ese gesto me provoca náuseas.

                —Por supuesto. Aquí estaré –me obligo a contestar.

                En cuanto se aleja, no puedo reprimir una mueca de disgusto. El corazón me late con fuerza, ha sido relativamente fácil llamar su atención, en cuanto a eso, Antonello no mentía. El problema es que ahora no sé si voy a poder continuar. Ser alguien que no eres es bastante duro, sobre todo para mí.

                Francesco aparece poco después con un par de copas en la mano. Me entrega una y yo la acepto sin más.

                —¿Esta vez por qué vamos a brindar?

                —Por habernos conocido. Al fin.

                —Me parece bien —apruebo mientras choco mi copa contra la suya y hago que bebo un pequeño sorbo. Con disimulo vuelvo a ladearme para vaciar parte de ese líquido infernal en la maceta.

                —¿Por dónde íbamos? ¡Ah sí! Ibas a aclarar eso de que te atraigo por mi poder, por las cosas que soy capaz de hacer.

                Desciendo el rostro con timidez, apresurándome a buscar las palabras adecuadas en mi mente.

                —Sí. Me atraen los hombres que son capaces de cualquier cosa para defender lo suyo –contesto con seguridad.

                Francesco arquea las cejas, sorprendido. 

                —Por tu forma de hablar diría que realmente conoces muchas cosas sobre mí. En cuanto se trata de pelear y defender lo que es mío, nadie puede hacerme sombra.

                —Soy plenamente consciente de ello, estoy atenta a todo cuanto se dice de usted. Y sé con certeza que no soy su única admiradora, señor Gazzaniga.

                —Por favor, llámame Francesco —Me recuerda mientras sonríe complacido.

                Asiento y vuelvo a llevarme la copa a los labios. Él imita el gesto.

                —¡Francesco! —Un hombre regordete se acerca súbitamente a nosotros. Aprovecho ese momento de distracción para acabar de verter el contenido de mi copa en la maceta— Tenía ganas de hablar contigo y darte mi más sincera enhorabuena, este matrimonio nos abrirá nuevas posibilidades, tenemos que ponernos al día sobre esto.

                —Desde luego, pero no creo que ahora sea buen momento.

                —¡Claro! Llámame un día de estos.

                —No te preocupes, lo tengo en mente.

                —Tengo unas cuantas ideas de inversión que...

                —Estoy convencido de ello, pero te lo repito, amigo, creo que es mejor tratar eso con calma, además, ahora no puedo prestarte toda mi atención.

                Hace un gesto en mí dirección y el hombre se da por aludido.

                —Oh, claro —me mira fijamente y luego se echa a reír—. Nos vemos pronto, Francesco.

                Se despiden haciendo brindar sus copas y bebiendo todo el contenido de una vez.

                —Si me permite el atrevimiento Angelina, creo que será mejor que continuemos esta conversación es un lugar privado, o de lo contrario, aquí no nos dejarán en paz.

                Mi rostro se contrae, no soy capaz de disimular el estremecimiento que recorre todo mi cuerpo.

                —¿Y bien? —Insiste, esperando una respuesta por mi parte.

                —Estupendo. Aunque antes iré a buscar algo de beber. ¿Qué le apetece?

                —¿Champan? La ocasión bien lo merece.

                En cuanto estoy cerca de la improvisada barra, pido un par de copas y una botella de champan.

                Retomo el camino bajo su atenta mirada lasciva, percibo como sus ojos me desnudan y como su mano sudorosa se coloca detrás de mi cadera, acompañándome. Vuelvo a sonreírle, avanzo un par de pasos delante de él, con su mano pegada al final de mi espalda, algunos de sus dedos me rozan el trasero.

                Cuento hasta cincuenta mentalmente, intento concentrarme en cualquier otra cosa, en Marcello, por ejemplo, en nuestros últimos días juntos... pero lo único que consigo es ponerme melancólica y sentirme mal dejando que un hombre que es todo lo opuesto a él, me toque.

                No estoy segura de lo lejos que puedo llegar por conseguir una mínima información por parte de este hombre, pero lo único que sí sé con certeza, es que no pienso perderle sin antes luchar con todas mis fuerzas. Lo único que me anima a seguir con esto es la esperanza de poder salvarle, todo lo que tenga que hacer para conseguirlo, no es relevante. Aunque en este momento no estoy segura de las secuelas que esta situación pueda dejarme en un futuro, o si volveré a recomponerme después de hoy.  

                Su habitación es inmensa. Tiene incluso una biblioteca privada junto a un enorme diván.

                No sé hacia dónde dirigirme, pase lo que pase, tengo que evitar ir a la cama. No debo dejarme conducir ahí o estaré perdida.

                Camino con indecisión por la habitación, estudiando todas las puertas y ventanas, como si pudiera huir en caso de sentirme acorralada.

                Francesco se interpone en mi camino y me arrebata las copas y la botella de las manos. Se apoya en una mesa y la descorcha sin hacer apenas ruido. Vierte un poco de contenido en las copas.

                —Toma.

                —Gracias —alargo mi mano y la sostengo.

                Él empieza a beber, de un trago prácticamente apura toda la copa. Luego vuelve a llenársela y me indica con la mano que avancemos hacia su cama.

                «¡Mierda! ¿Y ahora qué? Estoy a punto de llorar, siento los ojos vidriosos, eso no es buena señal. Por favor... por favor, que esto acabe pronto».

                —¿Vamos, preciosa? —Me dice al ver que apenas me he movido.

                El miedo me lo impide, se adhiere a mi cuerpo inmovilizándolo. Simplemente no reacciono, me quedo quieta esperando a que el monstruo haga conmigo todo lo que quiere. Entonces mis ojos se abren de par en par. Ese último recuerdo me ha hecho daño, pero Francesco no es el monstruo y yo ya no soy aquella niña. Puedo dominar esta situación, porque como dice Marcello, el miedo solo está en mi cabeza, junto a la idea del dolor que durante gran parte de mi vida me ha acompañado.

                Trago saliva y le miro, ahora convencida de que esta situación la domino yo. Mi corazón está a punto de salir disparado del pecho, no obstante, no titubeo. Me acerco a esa cama enorme hasta sentarme justo en el borde.

                —Me encanta como te queda este vestido... —Dice acariciando el escote con un dedo. Sonrío y retiro lentamente su mano, con mucho cuidado.

                —Necesito ir un momento al servicio —le interrumpo deseando apartarme de él.

                —Es justo la puerta de enfrente.

                Me levanto y camino a paso ligero hasta encerrarme en el baño. Cojo una toalla y la muerdo con fuerza. Casi sin avisar se desata un llanto incontrolable, producto de la impotencia, la rabia, el asco... todo a la vez. No quiero estar aquí, no puedo seguir disimulando, ocultar mi identidad mientras ese indeseable intenta propasarse conmigo. Continúo mordiendo la toalla hasta liberar toda esa ansiedad acumulada. Luego me obligo a levantarme, me recoloco el cabello y me pinto los ojos, eliminando restos de rímel que se han corrido.

                Tengo que conseguir que hable de Marcello, ¿Pero cómo?

                Salgo del baño. Está llenándose otra copa, lo cual me alegra un  poco.

                —¿Todo bien? Has tardado un poco, pensé que te habías echado atrás.

                Antes de sentarme en la cama le paso un dedo por el hombro, lo muevo sutilmente hasta alcanzar su nuez, ahí me detengo.

                —De eso nada —me río—, aunque creo que el alcohol me ha mareado un poco.

                —No estás acostumbrada a beber, eso se nota.

                Cojo mi copa para darle un diminuto sorbito. Sus ojos ávidos por el deseo se clavan en mis labios, me doy cuenta y armándome de valor, meto el dedo índice en la copa, lo muevo un poco para luego llevarlo hacia mis labios y humedecerlos con el alcohol. Mi maniobra le excita, su boca se queda entreabierta, así que me acerco a él colocándome a escasos centímetros de su rostro. Él permanece muy quieto mientras se deja llevar por mi juego de seducción. Ladeo la cabeza, buscando un hueco por donde besarle sin perder detalle de sus señales. Su respiración se agita mientras lucha por alcanzar mis labios, cuando está a punto de besarme, le detengo.

                —Cuéntame más —le digo con la voz entrecortada.

                —¿Qué quieres que te cuente? —sus labios buscan anhelantes los míos y armándome de valor, le beso rápidamente, me aplasto contra él sin dejar tiempo a que mi cerebro procese lo que acaba de ocurrir. Le obsequio con un par de besos cortos y suaves antes de apartarme de nuevo.

                —Lo que haces para salir ganando siempre, me excita escuchar de lo que eres capaz. Nunca he tenido la oportunidad de conocer a nadie tan poderoso.

                Sonríe, se acerca. Ahora es él quién lo hace, me besa otra vez y vuelve a retirarse. Sabe a alcohol, lo que me recuerda que debo conseguir que siga bebiendo. Así que me separo un poco bebo de mi copa, como no, él aprovecha este distanciamiento para hacer lo mismo con la suya. Se la termina de un trago y vuelve a llenársela. Es increíble lo mucho que bebe, prácticamente no tiene fin.

                —Últimamente han pasado cosas, se habla mucho por ahí... Sé que tú tienes algo que ver con lo que les ha pasado a los Lucci y debo reconocer, que eso me encanta.

                Vuelvo a beber mientras él me mira con el rostro desencajado.

                —¿Cómo?

                Sonrío, me acerco a su cuerpo paralizado y deslizo un dedo de su nariz a los labios, antes de volver a besarlos, esta vez con insistencia.

                —Odio a los Lucci con todas mis fuerzas, son unos engreídos, se merecen lo que les ha pasado –susurro sobre su boca entreabierta.

                —Angelina... ¿Crees que yo tengo algo que ver en la desaparición de su hijo?

                —Sé que eres tú –sonrío mientras me esfuerzo en seguir besándole para desviar su atención–, solo puedes ser tú...

                Acaricio su nuca y me siento a horcajadas encima de él, acomodando mi vestido hacia los lados. Sus manos se aferran fuertemente a mi cintura, intenta desabrochar los corchetes de mi vestido y se lo permito. Por otro lado, presiento que estoy cerca de conseguir algo, así que debo seguir presionándole, haciéndome la ingenua, si quiero conseguir información útil.

                —¿Cómo lo has conseguido? –Susurro sobre su boca– Has sido muy inteligente para burlar su seguridad...

                Sonríe sobre mis labios y se separa un poco.

                —Siento decepcionarte preciosa, pero yo no he movido un solo dedo. Supongo que no soy el único enemigo que tienen por aquí.

                Consigue desabrocharme el tercer corchete, mis pechos se relajan al no sentir la presión de la tela ciñéndolos. Vuelvo a besarle, me tumbo prácticamente encima de él, le aprieto con fuerza mientras él pasa sus sucias manos por mi espalda deteniéndose en el trasero.

                —A mí puedes contármelo, no se lo diré a nadie. Pero dime, ¿qué piensas hacer con ese cabrón? ¿Vas a matarlo? —Acerco mi boca a su mejilla y le doy un lametón— Cuéntame cada una de las cosas que vas a hacer con él... por favor —le susurro jadeante junto a la oreja.

                Emite un gemido gutural mientras sus manos se ciñen con más fuerza a mi cuerpo.

                —Oh, Angelina, realmente eres perversa. Recuérdame que nunca me convierta en tu enemigo...

                Me separo un poco. Tanto esfuerzo por mi parte no está obteniendo sus frutos.

                —¿No quieres contármelo? –Le miro decepcionada.

                Se echa a reír.

                —Me muero de ganas de contártelo preciosa, más sabiendo que eso te pone cachonda, pero lo jodido es que yo no tengo al chico. No sé cómo coño han podido secuestrarlo, pero sea quien sea, aplaudo lo que lo ha hecho. Aunque sí puedo narrarte unas cuantas de mis hazañas, ajustes de cuentas y otras cosas que he hecho para defender lo que es mío... —sus labios vuelven a reclamarme con insistencia, pero yo ya no estoy por la labor.

                Me separo un poco. Miro en todas direcciones, ahora mismo me siento mal. Frustrada. Realmente creo que este hombre no tiene nada que ver con su desaparición, está lo suficientemente borracho y he intentado tentarle lo mejor que he podido, pero él no ha cedido, ni una sola vez.

                «¿Y si estamos equivocados? De hecho no hay ni una sola prueba que le señale, únicamente la evidente aversión que se tienen las dos familias, pero eso no es suficiente para acusar a alguien».

                Intencionadamente, hago que la copa que sostengo en la mano se derrame, fingiendo un accidente.

                —¡Lo siento! —Me apresuro a decir mientras me levanto de un salto.

                —No te preocupes, es solo champan.

                —¿Puedes volver a llenar mi copa, por favor?

                Asiente sonriente y deja la suya en el suelo mientras intenta alcanzar la botella. Es el momento de actuar.

                Abro la piedra del anillo y vierto los polvos en la suya. Agito su copa rápidamente para que se disuelva bien antes de volver a dejarla en su sitio. Francesco vuelve a poner champan, incluso vierte un poco más en la suya.

                —Por nuestra primera noche juntos —le digo alzando mi copa a modo de brindis.

                —Por la primera de muchas, espero —termina haciendo chocar el cristal antes de darle un largo trago.

                Mis ojos se abren impresionados. Espero un rato, dejo que sus manos se ajusten a mi cintura y tire de mí para besuquearme. Sus babosos besos me repugnan. Me ladeo, me retiro de su alcance todo lo que puedo mientras intento desviar su atención con algunas de mis tímidas caricias esperando a que la maldita droga haga efecto, siento que estoy a punto de estallar y descubrir todo el pastel a medida que avanzan los segundos y no observo cambios. La ansiedad por intentar rehuir su contacto se acentúa, prácticamente no puedo disimular mi repulsión y temo que no pueda escapar de esto a tiempo. Entonces, como deseo concedido, sus ojos empiezan a parpadear. Está aturdido. Se separa de mí, deposita su copa en el suelo y se tumba en la cama.

                —Ven aquí preciosa... —tiende una mano en mi dirección, quiere que me tumbe encima de él. Le miro. Me lo pienso y finalmente obedezco.

                Gracias a Dios, en el momento en que iba a subirme sobre él para continuar con la farsa, sus ojos se cierran, su respiración se hace más profunda y su cabeza se gira mientras unos sonoros ronquidos brotan de su garganta resonando en la estancia.

                No pierdo tiempo: Me abrocho el vestido, me enjugo las lágrimas y me dispongo a salir de la habitación en cuanto tengo la absoluta certeza de que ese hombre se ha sumido por completo en un profundo e imperturbable sueño.

                Estoy a punto de bajar las escaleras, cuando descubro una puerta entreabierta en la habitación contigua. La empujo levemente y siento un enorme estremecimiento de excitación al descubrir que estoy en su despacho.

                Cierro y empiezo a curiosear. Abro todos los cajones del escritorio, rebusco en ellos. Nada. Seguramente debe guardar las cosas importantes en lugares ocultos dentro de este mismo despacho.

                Muevo los cuadros, como hacen en las películas, miro detrás de las esculturas de mármol, de los altos jarrones intentado encontrar una pista. Pero nada.

                La librería me da un gran pálpito. Toco los lomos de los libros uno por uno. Estoy a punto de bajar de estante cuando uno de los libros está hecho de un material algo más duro que el resto. Parece estar pegado a la estantería, por lo que no puedo cogerlo. Separo los que están a su lado y observo que se trata de una caja fuerte. Como no sé la combinación decido que no merece la pena intentar abrirla. Por otro lado, mitiga mi frustración el pensar que ahí solo podría haber dinero.

                Sigo buscando. No puedo regresar con las manos vacías. Después de todo lo que he hecho, me niego.

                Un momento...                  

                Después de haber estado abriendo y cerrando enérgicamente los cajones del escritorio me doy cuenta de que la pieza de madera situada bajo el cristal de la mesa, ha quedado ligeramente descuadrada. Tiro de ella con ambas manos y descubro la tapa. En su interior hay un cuaderno, lo cojo con cuidado y lo abro.

                No entiendo nada.

                Decido coger mi móvil y sacar fotografías página a página, tal vez alguien pueda interpretar todos estos datos. Cuando he terminado, lo devuelvo a su lugar. Cierro la tapa y me voy de la habitación cerrando la puerta sin hacer el menor ruido.

                Ahora sí me dispongo a bajar las escaleras. Pero la respiración se paraliza cuando uno de los hombres del equipo de seguridad de Francesco me sorprende sola en el piso de arriba.

                —¿Qué hace aquí? —Denoto desconfianza en su voz. El vello de mi cuerpo se eriza.

                —He venido con Francesco, —Le aclaro rápidamente— pero me temo que ha bebido demasiado y se ha quedado dormido antes de... —sonrío— ya me entiende...

                —Lo siento pero debo pedirle que me acompañe.        

                Trago saliva. No puedo huir, así que tengo que mantener mi mentira hasta el final.

                Asiento y dejo que sujete mi mano mientras me acompaña a la habitación de Francesco, entreabre la puerta y entra. Tas escuchar los profundos ronquidos de su señor, se relaja.

                —Disculpe —me suelta mientras vuelve a cerrar la puerta.

                —No hay nada que disculpar, hacía su trabajo.

                Él sonríe, dejándome marchar mientras se queda de pie, frente a la puerta de Francesco.

                Desciendo las escaleras con la cabeza bien alta. En cuanto me hayo en la sala me dirijo hacia la salida sin dejar de representar el papel de Angelina hasta el final.

                Me alejo lo suficiente de la casa mirando constantemente hacia atrás, asegurándome que nadie me sigue hasta llegar a la calle de atrás. Enseguida me doy cuenta de cuál es el coche que me espera.

                —¡Corre Rafael, sácame de aquí ya!

                Él me obedece de inmediato.

                —¿Está bien señorita?

                —No estoy segura. He pasado más nervios que en toda mi vida.

                —Disculpe mi interés pero... ¿ha conseguido información acerca de Marcello?

                Suspiro, ahora puedo liberarme y llorar. Soy incapaz de contestarle mientras los sollozos me agitan violentamente, Rafael entiende sin necesidad de aclaraciones que nada ha salido como esperábamos. 

               

                —¿Y bien Ingrid? ¿Cómo ha ido?

                —No es Francesco.

                —¿Pero has conseguido que hable?

                —Sí. Confiesa que le agrada la idea de que os haya sucedido esto, pero me ha confirmado que él no tiene nada que ver, ni sabe nada al respecto.

                —¡Maldito cabrón! —Stephano pasa sus dedos entre su cabello alborotado. Nunca hasta hoy le había visto tan descuidado, su deterioro es notable—. ¿Estás completamente segura?

                Asiento sin dejar de fijarme en las finas baldosas de mármol que recubren el suelo.

                —Le seduje, conseguí que bebiera y que se sincerara conmigo. Os tiene un infinito odio, pero él no ha sido. Estoy segura. De haberlo hecho alardearía de su hazaña para conquistarme.

                —¡Maldita sea! —Grita Antonello dando un fuerte golpe en la pared. Sus nudillos quedan grabados en el yeso— ¿Qué cojones vamos a hacer ahora? ¡Ya han pasado tres días!

                —Podemos volver a revisar la lista de nombres... —Sugiere Claudio.

                —No servirá de nada —concluye Stephano— Antonello, tráeme la autorización del banco, voy a firmarla para que me preparen el dinero en efectivo para mañana.

                —¿Firmarla? —Claudio le observa atónito— ¡Eso es autorizar su muerte!

                —¿Y qué otra cosa puedo hacer? Si no puedo salvarle no voy a permitir que sufra. No tengo más opciones —su llanto me deja conmocionada. Me asusta ver a un hombre tan poderoso derrotado frente a mí.

                —He entrado en el despacho de Francesco —digo intentando volver a recobrar el norte—. La caja fuerte estaba cerrada, pero descubrí un libro oculto en su escritorio. Le saqué fotos a todas las páginas.

                Les entrego mi teléfono móvil.

                —Gracias, Ingrid.

                Antonello, con la ayuda de los guardaespaldas conecta la tarjeta de mi teléfono a un ordenador y empiezan a estudiar todas mis fotos. El ajetreo vuelve a producirse en la habitación. Realizan una serie de llamadas, anotan más datos en sus cuadernos mientras estudian con detenimiento cada imagen.

                Me acerco despacio a Claudio, intento no interferir en su trabajo.

                —Perdona pero... me gustaría cambiarme de ropa.

                Se gira y me contempla. Parece fatigado.

                —Pediré a Rafael que te acompañe a casa de Marcello. Duerme un poco. Mañana será otro día.

                —¡¿Qué?! ¡Ni hablar! ¡No pienso moverme de aquí! No puedo dormir sabiendo que... —cojo aire y cierro los ojos, no quiero llorar, ahora no—. Solo necesito algo de ropa.

                —Está bien. Cogeré algo de Paola. Enseguida vengo.

                Se levanta y asciende las escaleras.

                —Ese cabrón está traficando con armas.

                —Al final se ha pasado al negocio ilegal, ya me lo parecía a mí.

                Claudio baja rápidamente con unas mallas de hacer deporte, una sudadera y unas zapatillas de marca.

                Corro hacia el baño y me quito con cuidado el vestido. Curiosamente la ropa de Paola me sirve, al ser elástica se adapta bien a mi cuerpo.

                Me desmaquillo y me deshago el moño. Luego me dirijo nuevamente hacia la habitación, no quiero perderme detalle de lo que pase ahí dentro.

                —¡Señor! Creo que hemos encontrado algo.

                Stephano corre hacia el ordenador y se sitúa entre los dos guardaespaldas.

                —Tiene un almacén clandestino donde guarda todas sus armas.

                —¿Crees que ahí puede tener retenido a Marcello?

                —Sería un buen lugar para ocultarlo, en caso de que él tenga algo que ver en todo esto.

                —Está bien. Vamos a salir de dudas. Coged vuestras cosas que vamos inmediatamente para allí.

                Corro hacia Stephano.

                —¡Yo también quiero ir!

                —Lo siento Ingrid, en esta ocasión, no.

                —Pero yo...

                —Shhhh —Me acaricia la cara, estoy tan traspuesta que ni me inmuto tras su acto—. Ya has hecho bastante, ahora nos toca a nosotros. No temas, te mantendremos informada.

                Stephano se dirige hacia el médico que sigue con atención cada movimiento, se ve apenado y profundamente implicado con la familia, me doy cuenta de que también es amigo.

                —Cuida de ella. No dejes que sufra demasiado –comenta pensando en su mujer.

                —Descuide señor, marche tranquilo, Monic no se enterará de nada.

                Asiente y se va acompañado de sus dos hijos y algunos hombres de confianza.

                Ahora solo puedo esperar, esperar a que regresen con alguna información útil o con Marcello. Solo deseo estar equivocada, que ese hombre sí sea el causante de esta catástrofe y que él esté ahí, encerrado en ese almacén clandestino, esperando a que acudan en su ayuda.

                Deambulo largas horas por la habitación. Soy incapaz de dormir. A veces escucho a Monic en el piso de arriba, se despierta y llora, en ocasiones chilla hasta que alguien le administra un calmante y vuelve a caer presa del sueño. Envidio que ella pueda encontrar momentos para permanecer ajena a todo esto, es mejor no ser consciente de tanto caos. Pero yo no puedo permitirme ese lujo, tengo que permanecer al pie del cañón por si puedo ayudar en algo.

                Me atrevo a subir las escaleras. Monic está sentada en el borde de la cama. Su mirada ausente y su rostro visiblemente envejecido me hacen topar bruscamente con la realidad y la gravedad del asunto.

                Avanzo con inseguridad. Ella me mira, pero no dice nada.

                En cuanto estoy lo bastante cerca me siento a su lado. Sostengo su mano y la aprieto fuerte, demostrándole que estoy con ella, que comparto su dolor y sus ansias de recuperar a Marcello, cueste lo que cueste.

                —Lo siento mucho Monic, de verdad. Me siento culpable por lo que ha pasado. Debería haber obligado a Marcello a quedarse conmigo o a llevar su escolta. No imaginé que esto podría pasarle.

                Gira el rostro, cierra los ojos y suspira profundamente.

                —No es culpa tuya. Es la eterna lucha que siempre hemos tenido con Marcello. Cuando empezasteis juntos las cosas cambiaron un poco, se lo tomaba más en serio. Sabíamos que ese cambio de actitud solo lo provocabas tú, él ya no iba sin escolta no por protegerse a él, sino a ti. Era de prever que en caso de tener que elegir, prefiriera exponerse.

                Su argumento me hace sentir peor.

                —No puedo perderlo, Ingrid. A él no. Tú eres la única que puedes encontrar a mi niño —Sus manos se entrelazan fuertemente con las mías—. Debes recordar algo, puede que alguien os siguiera, que alguna vez te dijera a dónde iba solo o simplemente percibieras algo raro en su manera de actuar...

                —He estado reviviendo estos últimos días en mi mente una y otra vez, pero no consigo averiguar nada. Marcello siempre me mantuvo al margen de sus asuntos, o puede que yo no prestara la suficiente atención.

                Sus ojos se llenan de lágrimas. Me veo en la obligación de sacar fuerzas y reconfortarla.

                —Pero de una cosa puede estar segura, no pararé hasta dar con él. Estoy convencida de que al final lo traeremos de vuelta a casa, sano y salvo.

                —Eso espero, porque yo jamás podría superar la pérdida de un hijo. Moriría con él sin más. Y aunque Stephano se empeñe en mermar mis intenciones con medicamentos, tarde o temprano encontraría la forma de acabar con mi vida.

                Mis ojos se dilatan por la sorpresa. Frente a eso no sé qué decir, porque yo misma sería capaz de cometer una locura similar llegado el momento. Me abrazo a Monic con fuerza, ella me corresponde enseguida. Las dos estamos unidas por el dolor. Solo hay una pequeña diferencia entre ambas: a ella la circunstancia le supera y le impide reaccionar, a mí solo me da fuerzas para invertir hasta mi último aliento buscándole.   

Continuará...