miprimita.com

El secreto del limoncello (6)

en Grandes Series

Nota de la autora: Esta entrega forma parte de una saga que recomiendo leer empezando por el primer capítulo. Particularmente, esta es una de las entregas más especiales porque me ha llevado más tiempo escribir. Se la dedico a ellas ;)

 

26

 

Hoy no tengo que ir al bar. Los pintores aún no han acabado y por lo que he escuchado, piensan hacer algunas reformas en el local. María está entusiasmada con lo que esto va significar para su negocio, y más teniendo el respaldo de la familia Lucci, que no solo corre con todos los gastos, además, le ofrece una buena suma cada día que el establecimiento permanece cerrado.

Sonrío por dentro, Marcello es capaz de cualquier cosa para salirse con la suya, más vale que no me olvide nunca de eso.

En cuanto me pongo en pie, realizo todas las faenas de la casa de forma mecánica. Limpiar me ayuda a mantener la mente ocupada. Al dar por concluido todo el trabajo, suspiro y me tiro literalmente en el sofá para contemplar en silencio toda mi obra: los cristales están relucientes, no hay ni una mota de polvo, el suelo está recién encerado, cada cosa en su sitio y la colada planchada y apilada, preparada para guardar en el armario. Además, el aroma a pino invade cada rincón. Inspiro profundamente, luego, expiro con lentitud.

Toda mi tranquilidad se desvanece cuando escucho el sonido del timbre. Miro el reloj, no puede ser Marcello porque son las dos de la tarde. Me pongo en pie de un salto y voy hacia la puerta con el corazón latiéndome a mil por hora.

—¿Te apetece arroz con pollo?

Iván sostiene una bolsa con letras chicas en alto mientras sonríe.

—¿Qué estás haciendo aquí? —Le dejo pasar y él entra sin dudarlo.

—Hacía mucho que no te veía, con esto de las obras...

—¿Y me has traído la comida?

—Pensé que te apetecería comer conmigo.

Sonrío mientras voy a buscar un par de vasos a la cocina.

Regreso al comedor y él ya se ha encargado de preparar la mesa con platos y cubiertos de plástico.

—Es todo un detalle —menciono sentándome frente a él.

—De vez en cuando soy detallista —abre su bandeja y llena su tenedor—. ¿Cómo te va todo? ¿Qué tal estos días libres en esta casa tan grande y solitaria?

—Bueno, tengo tantas cosas por hacer que no dispongo de tiempo para nada más.

Pruebo el arroz. Está bueno.

—He pensado que podríamos ir a dar una vuelta por ahí, mi objetivo es hacer algo contigo y que esta vez no desaparezcas sin decirme nada.

Me pongo blanca como la cal, es cierto que la última vez que le vi le dejé plantado y no solo eso, al final no le envié un mensaje para decirle que me había marchado.

—Perdóname, Iván. Me agobié, me fui y luego se me pasó decírtelo. ¿Me perdonas?

—Eso depende...

—¿De qué?

—De si hoy vienes conmigo. Podríamos ir al cine o a cenar. ¿Qué me dices?

Desciendo el rostro. La verdad es que me apetece su propuesta, es una vía de escape a la que aferrarme para no ir a ver a Marcello, aunque he intentado no pensar en esta noche,  cada segundo que pasa me siento más nerviosa. No puedo evitarlo.

—No puedo —Respondo con pesar—, tal vez otro día...

—¿Vas a algún sitio? —Pregunta con indiferencia mientras vuelve a llevarse otra palada de arroz a la boca.

—Sí —respondo y trago saliva avergonzada. Espero que no continúe haciéndome preguntas o tendré que mentirle, y es algo que siempre se me ha dado fatal.

—¡Vaya! —Exclama sorprendido— ¿Con quién?

De repente me cuesta seguir comiendo. Trago con dificultad lo último que me llevo a la boca y le miro con ojos tristes.

—Con nadie en particular... no quiero decírtelo todavía.

Sus cejas se arquean hacia arriba.

—¿Con alguno de los Lucci? —Pregunta y yo abro la boca por el asombro, ¿Tan evidente es?

Me encojo de hombros y sigo comiendo sin mirarle.

—¿Marcello, tal vez? —Sigue preguntando, se niega a abandonar el tema.

—No te importa...

—Me equivoqué contigo, pensaba que nos teníamos confianza.

—Me resulta muy embarazoso hablar de eso...

—Mira Ingrid, tú verás lo que haces, pero no te conviene nada mezclarte con esa gente. Vas a acabar sufriendo, lo sabes ¿verdad?

Ya lo sé, pero no puedo hacer otra cosa, mi cuerpo entero actúa como un imán atraído hacia ese hombre, desobedece mis órdenes para acercarse al peligro, una y otra vez. He intentado alejarme, convencerme de que él no es para mí por muchos motivos, pero cuando se acerca el momento de poner distancia entre ambos me echo atrás. El sentimiento es más fuerte que la razón.

—Tendré en cuanta tu advertencia —me limito a responder sin entrar en detalles.

—¿Dónde te va a llevar, qué vais a hacer?

Me encojo de hombros fingiendo que no lo sé.

—No sabes cómo se la gasta esa gente, los veo los fines de semana en el pub y no creo que tú seas de esas...

—Iván no sigas por ahí. Si no te importa no quiero hablar de esto ahora.

—Está bien. Aunque recuerda que cuando él te dé la patada, que lo hará, yo estaré ahí, por si necesitas desahogarte y que alguien recomponga todos tus pedazos.

Frunzo el ceño. No me gusta como ha sonado eso. De hecho todo el mundo que me aprecia me lo ha advertido. ¿Por qué no les hago caso?

—Cuando me dé la patada... —repito recordando lo último que ha dicho.

—Admitámoslo, a ti no te va eso, ¿a qué juegas, Ingrid?

«¡Genial! justo lo que me hacía falta un día como hoy, grandes dosis de realidad e inseguridad. Iván no podría ser más oportuno».

—Tal vez sea precisamente ese el problema, que para mí esto no es ningún juego.

Sus ojos me contemplan con tristeza, ahora mismo debo resultarle patética.

                —Lo que ocurre es que ellos no saben conformarse con nada, siempre quieren más y más.

                Suspiro, cansada de la conversación.

                —Lo tendré en cuenta. Ahora, por favor, ¿podemos dejar ya el tema?

                —Como quieras —se encoje de hombros y sigue comiendo—. Pero yo ya te lo he advertido.

                Su visita solo ha servido para ponerme más nerviosa. Hemos hablado de muchas cosas hoy, incluso nos hemos reído, pero durante todo el tiempo, no he dejado de pensar en Marcello. Por cruel que pueda parecer, deseaba que Iván se fuera, quería tener algo de tiempo para mí, mentalizarme y relajarme sin que él creara más inseguridad a mí alrededor.

                En cuanto me quedo sola, corro hacia el baño y me encierro en él. El agua me reconforta enormemente. Me peino dejándome la melena suelta, completamente lisa, me coloco unos vaqueros y una simple camiseta negra.

                El corazón me da un vuelco cuando escucho el timbre por segunda vez. En esta ocasión son las nueve en punto.

                —Buenas noches señorita, me envía Marcello Lucci a recogerla, ¿está lista?

                Asiento y me encamino insegura hacia la salida, él me sigue muy educadamente dos pasos por detrás.

                —¿Cómo se llama?

                —Me llamo Rafael, Señorita.

                —¡Ah sí! Eres el chófer de Marcello, ¿no?

                —Así es, soy el chófer de la familia Lucci.

                —¿Dónde vamos?

                —A la residencia de Marcello.

                —¿Tiene casa propia?

                —Sí señorita. Todos los hermanos Lucci disponen de vivienda propia dentro de los límites de la propiedad.

                —Ya entiendo...

                Frunzo el ceño. Esas personas deben tener varias hectáreas de terreno, aquella noche únicamente conocí una parte, ¡y me pareció inmensa!

                El coche se detiene frente a la verja. El guarda de seguridad que hay dentro de una caseta le hace un gesto con la mano permitiéndole el paso a Rafael mientras la puerta se abre automáticamente. Entramos en un terreno pedregoso. La vegetación es densa pero todo está muy cuidado. Seguimos recorriendo lo que me parece un camino interminable, desde aquí no veo la mansión de los Lucci, lo que sí distingo es una luz al final del camino.

                Cuando el coche se detiene, me pongo en tensión. Este no es el clásico castillo repleto de antigüedades que vi la última vez que estuve por estos lares. Esta es una casa moderna, de formas cúbicas, todo es amplio y reina el color blanco contrastado con el metalizado de los marcos de las ventanas y las persianas.

                —Ya hemos llegado, señorita. Puede bajar cuando quiera.

                —Rafael... ¿Vas a quedarte aquí esperándome?

                Mi voz suena insegura. Necesito saber que habrá alguien aguardándome para llevarme a casa en caso de que me eche atrás.

                —Si necesita regresar, el señor me lo hará saber. Vendré enseguida, no se preocupe.

                Asiento y abro la puerta del coche. Hace frío. Quizás sea por verme rodeada de tanto lujo, encima esta parece una mansión en mitad de la nada, no sé dónde estarán sus hermanos porque desde aquí no se ven más luces que las que alumbran el estrecho camino de piedras que llevan hasta su entrada. Camino insegura por los adoquines de pizarra, uno tras otro, intentando no perder el equilibrio. Tiro de las mangas de mi chaqueta para esconder las manos dentro.

                En cuanto subo un par de escalones de madera de teca, me sitúo frente a la puerta, es grande y recia. Suspiro, alzo una mano trémula y presiono el botón del timbre. El estridente sonido me hace dar un brinco. Miro hacia atrás, pero Rafael ya se ha ido, si tuviera que correr, no encontraría la salida. Me siento atrapada en un lugar que no controlo y solo tengo ganas de desaparecer. Me culpo a mí misma por estar aquí.

                 «¿En qué estaría pensando? Todo esto es tan frío...»

                Cuando la puerta se abre vuelvo a sobresaltarme. Marcello sonríe y deja espacio para que pase, sus manos están llenas de harina. Mis ojos extrañados le recorren de arriba abajo.

                —Justo a tiempo para ayudarme, ven...

                Le sigo sin decir nada por esa casa inmensa, el comedor es muy moderno, combinan a la perfección los colores gris y blanco con detalles en rojo.

                Me conduce hacia la cocina, tan sobria y moderna como el resto de la casa. Hay electrodomésticos carísimos empotrados en muebles oscuros con enormes tiradores de acero inoxidable. La encimera es blanca y está llena de cosas, a juzgar por el revuelo, hace horas que está cocinando algo.

                —Como ves me has pillado con las manos en la masa, intento hacer una pizza.

                Su sonrisa se expande al tiempo que me mira, como disculpándose. Evalúo inmediatamente los hechos: Hay una bola de masa que descansa en la encimera y una bandeja repleta de ingredientes en el otro extremo. El horno está encendido y el fregadero repleto de cacharros por limpiar. Se me escapa la risa.

                —No parece que te las apañes demasiado bien.

                —Es más difícil de lo que parece —se excusa con un leve fruncimiento de cejas—. Siempre podemos llamar y que nos las traigan.

                Vuelvo a sonreír, me acerco al fregadero y me lavo las manos. A continuación me las empolvo en harina, esparzo un poco por la superficie de la encimera y cojo esa enorme bola de masa con las manos.

                —¿Cuánta gente viene a cenar?

                —Solo somos dos —se encoje de hombros.

                —Pues creo que has excedido un poco las cantidades...

                Sonrío y parto una porción de la masa, la otra la vuelvo a depositar en el bol.

                Luego miro a mi alrededor.

                —¿Buscas esto? —Me enseña el rodillo y yo asiento.

                Entonces se coloca detrás de mí, rodeándome con los brazos. Automáticamente, igual que siempre que actúa de un modo que no espero, me pongo tensa.

                Extiende el rodillo sobre la masa, luego coge mis manos con cuidado para depositarlas sobre los extremos. Con sus manos sobre las mías, realiza pequeños movimientos hacia delante y hacia atrás, deslizando el rodillo sobre la masa, dándole forma a la pizza. Mi respiración se agita, no puedo sentirme aprisionada contra la encimera y su cuerpo, ¡es demasiado! Él parece intuirlo y me libera dejando mis manos solas sobre el rodillo.

                —Voy a por los ingredientes —anuncia, relajándome.

                —¿Tomate? —Me pregunta enseñándome el bote.

                Me limito a asentir.

                Marcello vierte un poco de contenido sobre la masa y lo extiende ayudándose de una espátula. 

                —¿Jamón? —Pregunta de nuevo. Sonrío y vuelvo a asentir. Él pone pequeñas tiritas sobre la pizza— ¿Bacon?

                —¡Desde luego! —Sonrío.

                —¿Champiñones?

                —¿Por qué no?

                —¿Orégano?

                —¡Adelante!

                Ahora alcanza un paquete de mozzarella rallada.

                —Y el queso no puede faltar —termina mientras saca unas cuantas porciones de la bolsa y lo espolvorea con cuidado.

                —Y... al horno.

                Coge la pizza, la coloca dentro y cierra la puerta.

                —Será mejor que nos quitemos toda esta harina.

                Nos acercamos al fregadero, espero a que él se lave las manos primero, pero me quedo perpleja cuando no duda en coger las mías, depositar en ellas un generoso chorro de jabón y frotarlas junto a las suyas. No tarda en envolvernos una burbuja de espuma, él no hace más que frotar, desliza sus dedos entre los míos masajeándolos largo rato antes de recorrer mis palmas con las uñas. Siento cosquillas y a la vez una agradable sensación que se extiende por todo mi cuerpo.

                En cuanto las aclara bajo el agua tibia, coge un paño limpio y empieza a secármelas. Primero una, luego la otra, sin prisas. Trago saliva, no me atrevo a decir nada, simplemente me limito a sentir ese cúmulo de sensaciones nuevas para mí. Una vez superado el obstáculo de que me tocara las manos, ya no me molesta sentir su contacto sobre ellas, es más, me gusta. Me pregunto si pasará lo mismo con otras partes de mi cuerpo...

                —¿Vamos al salón? —Pregunta de repente, despertándome de mí ensoñación.

                Todo está impoluto. Ordenado, limpio, perfectamente iluminado y además, huele bien.

                —Tienes una casa muy bonita.

                —Sí, no está mal –se encoje de hombros.

                —¿Vives aquí solo?

                —En realidad no paso mucho tiempo en ella. Normalmente vivo en la residencia central con mi familia. Aquí solo vengo algunos fines de semana o cuando quiero estar solo.  

                —¿Por qué no vives aquí? Este lugar es increíble.

                —Lo es —reconoce—. Pero estar todo el tiempo solo resulta bastante aburrido.

                —Ah.

                —Te he traído a mi casa porque he pensado que estaríamos más tranquilos, que aquí te sentirías mejor.

                Me muerdo el labio inferior y para variar, mis mejillas arden. No logro desinhibirme y quitarme de la cabeza lo que he venido a hacer aquí. Mi nerviosismo es palpable y se refleja en mi silencio, en mi incapacidad para moverme libremente o hacer algo espontáneo.

                —Gracias por tu consideración... —Digo y no puedo evitar que una oleada de tristeza me envuelva por completo.

                —¿Sabes? Eres la primera mujer que traigo aquí —sonríe alucinado, parece que ni él mismo acaba de creérselo.

                —¿Por qué?

                —Este es un lugar de descanso que pertenece únicamente a mi intimidad, no quería traer aquí a cualquiera.

                Bajo el rostro. La verdad es que no me esperaba esa respuesta.

                —Pues justamente has ido a meter en tu casa a la mujer más rara y loca que conoces...

                Se echa a reír.

                —Me gustan tus locuras. Por cierto, será mejor que vaya a por esa pizza si no queremos que se queme...

                Me levanto del sofá para dirigirme hacia la mesa. Está todo dispuesto, no falta ningún detalle. Marcello aparece poco después con la bandeja de la pizza en la mano. El olor a orégano carga el ambiente.

                Parte diversas porciones y luego se sienta en su lado de la mesa.

                —Tú no te cortes, si te quedas con hambre creo que podré hacer como mínimo diez pizzas más.

                Me río y cojo la porción que me ofrece. Está quemando, así que prefiero depositarla sobre el plato y cortarla con cuchillo y tenedor.

                —Está buena —apruebo saboreando la enorme explosión de ingredientes que invaden mi paladar.

                —Es la primera vez que hago una.

                Sonrío.

                A medida que transcurre la cena, consigo relajarme, con el estómago llego y el lambrusco dulzón resulta fácil olvidarse de lo que me perturba, para concentrarme únicamente en la discernida conversación. Si consigo entretenerle lo suficiente, puede que se le olvide del motivo por el cual estoy aquí.

                —Y esto no lo he hecho yo, así que puedes comer tranquila.

                Me sirve un plato con tiramisú. Lo miro perpleja; no creo que pueda comerme todo eso.

                —Es la especialidad de la cocinera —aclara mirándome con intensidad.

                Cojo el tenedor, parto un trozo y me lo llevo a la boca. Cierro los ojos: la crema es suave y se deshace en la boca junto al esponjoso bizcocho, empapado en café con un ligero toque de licor y cacao en polvo. Está delicioso.

                —El mejor tiramisú que he probado en mi vida –confirmo.

                Sonríe y ahora sí se atreve a comer él también.

                Para terminar, vierte un líquido amarillo en dos pequeños vasitos.

                —Y como buena cena italiana, no puede faltar limoncello —mueve la mano y desliza sobre la mesa un vaso en mi dirección—. Es cosecha propia, lo hacemos aquí con un ingrediente secreto.

                Brindamos.

                —No estará muy fuerte, ¿verdad?

                —Bueno... lleva alcohol –sonríe–. Pero es digestivo.

                Nos miramos una vez más y sin pensarlo demasiado los dos lo bebemos de un trago. A medida que el líquido desciende, siento arder mi garganta y cierro los ojos en un acto reflejo.

                —¿Y bien?

                —Soportable —empiezo a toser mientras él ríe de mi poco aguante—. ¿Cuál es el ingrediente secreto? —Digo una vez he conseguido aclarar la garganta.

                —El secreto del limoncello no se le puede revelar a nadie que no sea un Lucci.

                —¡Oh vaya! ¿Ni siquiera puedes hacer una excepción conmigo?

                —Mmmm.... si lo hago tendría que matarte.

                Nos echamos a reír. No sé por qué quiero descubrir eso, no es que me importe demasiado, pero saber que es algo que no conoce todo el mundo, despierta mi interés.

                Marcello sonríe de medio lado, se inclina un poco hacia delante y me susurra:

                —Menta —dice bajo mi mirada perpleja—. Y una pizca de azúcar moreno. Eso le da un toque especial.

                —Al final me lo has dicho...

                Se encoge de hombros.

                —No quiero ocultarte nada, me lo he propuesto. Eso sí, no lo difundas por ahí o me meterás en un buen lío.

                Alzo la mano y la coloco sobre el pecho a modo de juramento solemne.

                —¿Quieres más? —Me dice exhibiendo la botella frente a mí. Niego con la cabeza.

                —Mejor, no quiero emborracharte.

                Su último comentario me hace toparme bruscamente con la realidad. La sangre bulle bajo mi piel y sin darme cuenta, empiezo a retorcerme incómoda. Él ignora mi malestar y continúa hablando, sé que intenta distraerme, pero está lejos de alcanzar ese objetivo.

                Mi estómago se revuelve cuando, tras su interminable monólogo, añade pillándome desprevenida:

                —¿Quieres que te enseñe la casa?

                Le miro ojiplática y sin darme tiempo a pronunciarme, se pone de pie de un salto y me ofrece su mano para que se la coja.

                Intento ralentizar mi agitada respiración, convenciéndome a mí misma de que puedo detener esto en cualquier momento.

                Me conduce por un pasillo tan blanco como el resto de la casa, la nota de color la ofrecen los cuadros que decoran las paredes. Son obras al óleo, repletas de colorido y formas. No reconozco el autor pero apuesto a que es alguien importante.

                —Este es el despacho —anuncia mientras entramos en una habitación repleta de estanterías con muchísimos libros. Los cuadros siguen estando presente allí donde mire, pero estos parecen fotografías en blanco y negro.

                El escritorio es de cristal. Justo en el centro hay un sofisticado ordenador y una montaña de papeles. Me pregunto qué serán... por lo que he visto, él no trabaja.

                Tira de mí y me guía lentamente hacia otra habitación. Hay una barra de madera y una mesa de billar en el centro. En esta hay menos iluminación y los sofás están por todas partes.

                Marcello coge un mando y aprieta un botón. Del techo desciende una enorme pantalla de cine que cubre la pared central. Me quedo boquiabierta en cuanto los altavoces emergen hacia arriba abriendo el suelo por la mitad. Los sofás se reclinan frente a la pantalla y la luz se torna tenue al pulsar un botón del mando a distancia que posee.

                —No tengo palabras...

                —Sí —reconoce sin mucho interés—. Demasiado ostentoso, ¿no crees?

                Cierra la puerta y abre otra sala. Es un gimnasio. Tiene todas las máquinas habidas y por haber, incluso un ring de boxeo. ¿Sabe pelear? Le miro confusa.

                —Me gusta el deporte —dice con indiferencia tras ver mi expresión.

                Entonces me dirige hasta la última puerta que queda por descubrir. Me echo a temblar solo de imaginarme qué puede haber ahí dentro.

                Desliza la puerta corredera y descubre una habitación impresionante, con la cama más grande que he visto jamás. Mis pulmones se quedan sin oxígeno, esto no es solo lujo, es un nivel superior. Todo está iluminado con luces naranjas que provienen del suelo. Aquí también hay un mando, seguramente puede controlarlo todo sin salir de la habitación.

                —Aquí hay un baño... —abre la puerta y asomo la cabeza. Jacuzzi, ducha con suelo de piedra, una pequeña sauna y una esplendida pica para dos personas. En mi vida he visto nada igual, me da miedo hasta pisar el suelo, revestido con unas baldosas enormes imitación madera— También hay otro baño en el comedor, creo que no te lo he enseñado...

                —Bueno, ya me hago una idea de lo grande que es esto...

                Sonríe pero la alegría no llega a sus ojos claros. Se acerca a la corredera y la abre sin esfuerzo, fuera, no solo hay un jardín espectacular, también una piscina iluminada. El filtro está actuando, por lo que el agua burbujea  emitiendo un ruidito relajante y constante.

                —Ya no hay nada más. A parte del garaje que ocupa toda la superficie de la casa.

                —¿La has decorado tu?

                Niega con la cabeza.

                —La casa fue el regalo de mi dieciocho cumpleaños.

                Mi mandíbula se descuelga.

                —Todo esto es tan... tan... me siento abrumada.

                —Son solo cosas. Realmente yo no necesito tanto en mi día a día.

                Le miro sin comprender. No me lo imagino viviendo de otra forma, seguro que mi casa debe parecerle una pocilga al lado de todo esto, aunque nunca se ha mostrado incómodo en ella, al revés, incluso parecía estar a gusto entre mis cosas.

                —¿Qué hay ahí? —Digo señalando la única puerta que me queda por descubrir,

                —El vestidor.

                —¿Puedo?

                —¡Por supuesto! —Me anima.

                Deslizo la puerta corredera a ambos lados y las luces se encienden automáticamente. Van iluminando por fases, primero las que están más próximas y luego se van alejando hasta el final de lo que me parece una enorme sala rectangular. Camino por la moqueta granate, hay más armarios que en una tienda, de algunas barras cuelgan trajes y algo de ropa informal, pero no hay mucho para tratarse de él.

                —¡Está vacío!

                —Bueno, ya te dije que no paso largas temporadas en esta casa. Además, aquí hay demasiado espacio para mí solo.

                Vuelvo a mirar esos muebles blancos, tiene incluso unas repisas especiales para colocar innumerables pares de zapatos.

                —Muy bonito —reconozco al tiempo que doy media vuelta para regresar a la habitación.

                Marcello cierra la puerta detrás de mí. Las luces se apagan.

                —¿Puedo ir al baño?

                —No hace falta que me preguntes eso, ve y punto, Ingrid. Te espero fuera.

                Agradezco este momento de intimidad. Me lavo la cara, me recoloco un poco el cabello y la ropa ante el espejo.

                «Menudo lío: estoy aquí, con Marcello, me siento bien, hasta ahora todo ha sido perfecto. Pero sin embargo, sigo teniendo la sensación de que voy a cagarla en algún momento. En cuanto me toque todo mi mundo se vendrá abajo. Debería irme pero... no quiero».

                Salgo del baño minutos más tarde. Miro a mi alrededor pero no le veo, entonces me dirijo hacia el jardín y ahí está, junto a la piscina, habla por teléfono con alguien. Me mantengo a una distancia prudencial para no molestarle, pero al verme, él hace un gesto con la mano para que me acerque. Vacilo un poco pero finalmente cedo y camino hasta llegar a él.

                —De acuerdo, me pondré con ello enseguida. Tú no te preocupes.

                Me sujeta la mano y no sé por qué, justo ahora, mi corazón empieza a latir a un ritmo frenético. Ser testigo de cómo me trata, sin incomodarle ni un solo instante mi presencia, hace que me sienta extraña.

                —No, espérame. No quiero que hagas nada sin que yo esté presente, ¿de acuerdo? 

                —Sí. Vale. Ahí nos veremos. Adiós.

                Cuelga y se guarda el móvil en el bolsillo. Me mira y mi nerviosismo me delata, involuntariamente aparto la mirada de él.

                —¿Tienes frío?

                He sentido un escalofrío, aunque no estoy segura de que se deba al descenso de las temperaturas.

                —Sí —miento.

                —De acuerdo. Entremos.

                Me conduce por el sendero de césped hasta su habitación, una vez ahí, me suelta para cerrar la puerta corredera.

                No puedo dejar de estudiar cada uno de sus movimientos, necesito prever sus pasos y anticipar todas sus reacciones para no sobresaltarme.  

                —¿Quieres algo de beber? —Me ofrece mientras camina en dirección a la puerta.

                —No, gracias.

                —¿Te has quedado con hambre? —Me pregunta preocupado. Me apresuro a negar con la cabeza, consciente de que todo esto se me está yendo de las manos y es tan evidente mi incomodidad, que hasta él lo advierte.

                —Está bien —acepta— ¿Entonces qué quieres hacer?

                El miedo se apodera de mí creando un nudo en mi garganta, instintivamente miro hacia la puerta en busca de una salida.

                —Mira, Ingrid... —alzo el rostro para encontrarme con él— Sé lo que hablamos ayer, pero no hace falta que sea hoy el día, solo quiero que lo sepas. Me conformo con que te hayas planteado la posibilidad de intentarlo, es más de lo que esperaba. Y yo sigo dispuesto a esperarte de todos modos, así que, podemos simplemente relajarnos, ver una película juntos o irte si lo deseas. Eres libre de hacer lo que quieras. Tú decides.

                Emito un frágil suspiro.

                —Gracias...

                —No, no me des las gracias por eso. No tienes por qué hacer nada que no quieras, ni ahora ni nunca. Eso debes tenerlo muy claro.

                —Agradezco que seas tan comprensivo, no estoy acostumbrada a que nadie lo sea conmigo.

                Me mira extrañado.

                —Pues... no se merecen.

                Sonrío. Esa es su frase. A Marcello no le gusta que le den las gracias, no sé por qué.

                Doy un paso en su dirección, respiro hondo y le miro atentamente a los ojos por primera vez desde que he llegado.

                —No te voy a negar que estoy asustada, una parte de mí quiere salir corriendo de aquí porque no sé si realmente podré llegar hasta el final en esta locura. Pero aunque mis reacciones te indiquen lo contrario, sigo dispuesta a intentarlo. Si tu quieres, claro...

                Me dedica una incalificable sonrisa de medio lado. No sé cómo actuar frente a eso.

                —La primera lección que debes aprender es que nunca debes preguntar a un italiano si quiere sexo. Es casi una ofensa que te lo cuestiones si quiera.

                Su comentario me hace sonreír. No sé cómo lo consigue, pero a veces me distrae, incluso en los momentos más difíciles, hace que me olvide de todo y simplemente disfrute del momento.

                —Vale –extiendo los brazos–. ¿Y ahora qué?

                Me muerdo el labio inferior al tiempo que me retuerzo los dedos, esperando a que me dé una respuesta.

                Niega con la cabeza, divertido.

                —Ingrid, estás demasiado tensa. Esto no funciona si no eres capaz de relajarte. A ver...

                Marcello me coge de la mano y se sienta en el borde de la cama. Yo hago lo mismo, pero no puedo evitar que mi corazón se acelere sin remedio al estar peligrosamente cerca de él, sobre la misma cama.

                —Tienes que hablarme y ser sincera. ¿De acuerdo?

                —Vale, eso puedo hacerlo –asiento convencida.

                —¿Qué sientes ahora mismo?

                —Tengo miedo...

                —¿De mi?

                —De ti no —vacilo—. Tengo miedo de sentir dolor.

                Trago saliva. Me da vergüenza mirarle, es como si me hubiera quitado la primera capa de encima revelándole uno de mis miedos más arraigados.

                —Pues yo no quiero hacerte daño. Por eso necesito que me hables, que me digas qué es lo que sientes, por supuesto podemos detener esto en cualquier momento. Creo que no hace falta que te lo diga...

                —Vale.

                Marcello suspira.

                —Está bien, ponte de pie.

                Hago lo que me pide y cierro los ojos con fuerza, preparándome para sentir el dolor de su acercamiento. En cualquier momento abandonará mis manos y eso es algo distinto, teniendo en cuenta mi incapacidad para tolerar el contacto ajeno.

                Sus manos me giran poco a poco, poniéndome de espaldas a él.

                —No voy a tocarte. ¿Confías en mí?

                Asiento, pero permanezco con los ojos cerrados, a la espera. Abandona mis manos y permanece ahí, quieto tras de mí.

                Entonces percibo el calor de su proximidad, está tan cerca que no sabría decir dónde termina mi cuerpo y empieza el suyo. No tardo en sentir la caricia de un suave soplo que empieza tras mi nuca. Sus dedos hacen a un lado mi cabello con un cuidado exquisito para que pueda apreciar el cálido cosquilleo que traza su aliento sobre mi piel. Su ingenio le ha hecho encontrar una nueva forma de invadir cada poro sin tener que tocarme. Poco a poco destenso los brazos y permanezco inmóvil dejándome hacer.

                Abandona mi nuca para continuar su particular invasión por otras partes de mi cuerpo. Se ladea y vuelve a soplar orientándose hacia la clavícula, el hombro, el brazo... se mueve orbitando alrededor de mi cuerpo inerte, luego asciende y permanece completamente quieto delante de mí. Llena sus pulmones de aire y sopla despacio sobre mis labios, se acerca mucho, pero fiel a su promesa, descarta la idea de tocarme.

                Mis labios se separan para sentirlo dentro. Vuelve a soplar, su aliento me embriaga y aprovecho su acercamiento para aspirarlo.

                Antes de que logre entregarme, percibo el frío de su distanciamiento y abro los ojos. Marcello vuelve a estar detrás de mí y, esta vez, sus brazos me ciñen con delicadeza para volver a sostener mis manos. El vello de mi cuerpo se eriza en respuesta y me doy cuenta de que vuelvo a estar nerviosa, pero no por el supuesto "dolor" de su contacto, esta vez es diferente, mis reacciones las inspira un sentimiento completamente desconocido.

                —No pienses en nada. Solo siente —susurra sin dejar de masajear mis nudillos con sus dedos—. Voy a ir de tus manos a los hombros pasando por los brazos. No tocaré nada más por el momento.

                Respiro hondo mientras me preparo; saber lo que va a hacer me ayuda.

                Sus manos ascienden por el dorso aferrándose a mis muñecas. Las rodea con los dedos como una pulsera. Las masajea un rato y luego asciende. Percibo las líneas imaginarias que trazan las yemas de sus dedos sobre mis brazos. La piel hormiguea a medida que dibuja el camino hasta que llega a la cima, donde se detiene.

                Sus grandes manos se ajustan a los hombros, invadiéndolos en su totalidad. Realiza pequeños movimientos circulares con el pulgar sobre el omoplato y luego esos mismos dedos se ciñen en torno a mi clavícula. El masaje despierta un sentimiento extraño, de repente tengo ganas de tocarle, obviamente me contengo por la inseguridad que me causa cualquier tipo de movimiento espontáneo. Ladeo el cuello, dejando que sus fuertes manos relajen los músculos engarrotados.

                La cabeza me da vueltas.

                «Madre mía, no recuerdo que alguien me hubiese dado un masaje antes de hoy; me gusta».

                Sus manos ascienden solo un poco, llegan hasta el cuello, lo acaricia ejerciendo la presión justa para producirme alivio cuando sus dedos se despegan ligeramente de él y se infiltran entre el cabello, extendiendo el masaje por el cuero cabelludo. Vuelvo a suspirar, me sorprende ser testigo de cómo mi cuerpo lo acepta, cómo se deja guiar por sus manos expertas y desatan un deseo agazapado, que acelera los latidos de mi corazón.

                Sus dedos regresan a mi cuello, dibujando a continuación un suave descenso por la columna.  Noto la presión en cada vértebra, mi cuerpo se arquea en respuesta al cosquilleo que me produce.

                —Tienes una espalda muy bonita. Me moría de ganas de tocarla desde que la vi ayer con ese vestido...

                Su voz ronca junto a mi oreja me agita el estómago, la sangre hierve bajo la superficie de la piel. En mi cuerpo coexiste la confrontación de nuevos sentimientos: expectación, deseo, miedo, confusión... que emergen de mí como el vapor de un caldero en ebullición.  No sé cómo digerir todas esas emociones.

                Sonrío con timidez a su último comentario, pero no puedo dejar de concentrarme en sus manos, que parecen dispuestas a no despegarse de mi cuerpo.

                Siguen su particular recorrido hasta detenerse en mí cintura. Trago saliva, intentando que el miedo irracional a lo imprevisible no se interponga entre nosotros.

                —¿Estás más relajada? —Susurra junto a mi nuca. Inspira mi aroma y exhala un suspiro que se pierde entre mi cabello. Ni siquiera me he dado cuenta de que estaba prácticamente soldado a mí todo el tiempo.

                —Creo que sí...

                —¿Crees? —Sonríe bajo el lóbulo de mi oreja y eso me hace cosquillas— Piensas demasiado —me recrimina—, no lo hagas.

                —Ya... para ti es fácil decirlo...

                Se le escapa una risotada.

                Mis ojos se dilatan automáticamente tras caer en la cuenta de lo que acabo de decir, me vuelvo para mirarle y mis mejillas se tornan carmesí.

                —Yo no, no quería decir eso... tú piensas, es solo que... bueno, me refería a...

                —¡Ingrid, tranquila! —Se ríe mientras yo me cubro la cara con las manos por la vergüenza— No pasa nada, sé lo que querías decir.

                —Ves, esto no funciona... no hago más que meter la pata.

                Sonríe.

                —Dame las manos —me pide con dulzura, yo se las entrego sin dudarlo.

                Entonces tira de mí suavemente y me acerca más a él. Nuestros cuerpos casi chocan. Mi inseguridad crece, no logro descifrar su siguiente movimiento y eso me perturba. Antes de que pueda darme cuenta, me besa, deteniendo en el acto el rumbo de mis pensamientos. Es estremecedor ser testigo del cariño con el que lo hace, como si fuera de cristal y pudiera romperme en cualquier momento. Se mueve muy despacio pero con decisión, su lengua invasiva me hace una exploración profunda, me siento intimidada por su pericia y me cuesta corresponder a la demanda que él me exige. Sus besos se tornan un poco más duros a medida que transcurren los segundo, entonces me acuerdo de algo que hizo la primera vez que nos besamos, recuerdo que me resultó excitante y decido ponerlo en práctica. Me separo ligeramente de él y muerdo su labio inferior con ternura. Automáticamente me muestra su sonrisa, no era eso lo que pretendía despertar en él, pero me vale.

                Sus manos abandonan las mías, me siento extraña sin ese contacto ya familiar. Sus besos ahora más fogosos me dejan momentáneamente sin respiración, entonces vuelvo a percibir sus caricias, esta vez me sujeta el rostro con firmeza, aplastándome con súbita fiereza contra él.

                 Me separo con rapidez.

                —Perdona, me he dejado llevar.

                No puedo aceptar su perdón. No ha hecho nada malo, más después de todo el cuidado que ha empleado. No es justo que reaccione así cuando el único gesto efusivo que ha tenido es tocarme la cara.

                Me acerco otra vez, sujeto uno de los botones de su camisa y tiro de él, al tiempo que me pongo de puntillas para alcanzar nuevamente sus labios.

                En cuanto nuestras bocas se encuentran, yo me encargo de borrar cualquier atisbo de delicadeza. Siento esa efervescente necesidad que crece dentro de mí contrayendo mi estómago, le necesito y mi cuerpo entero le anhela.

                Marcello lee las señales que le lanza mi cuerpo y eleva nuevamente sus manos hacia mis mejillas. Esta vez me concentro para no alejarme y rodeo su cuello con mis brazos.

                Ahora sus labios pincelan los míos con delicadeza, más que un beso parece una fugaz caricia y eso me gusta. Me gusta cómo sus movimientos despiertan mi deseo y me incitan a querer profundizar.

                «Besar a alguien de este modo... creí que sería algo imposible para mí. Es asombrosamente excitante superar uno de los obstáculos que hasta ahora no me había permitido avanzar».    

                Litros de lava incandescente recorren mi cuerpo a gran velocidad, la urgencia de Marcello se ha desatado progresivamente y no es tan delicado como hace un momento.

                Transcurridos unos minutos, encuentra la entereza necesaria para separarse, me sostiene el rostro entre ambas manos mientras coloca su dura frente sobre la mía. Gime no bien siente ese espacio vacío entre nosotros y ese sonido... ¡Oh, Dios! me produce un estremecimiento que convierte mi cuerpo en gelatina.

                —Me pones malo Ingrid...

                Le dedico una sonrisa al tiempo que alzo una mano para acariciar su sedoso cabello alborotado; me encanta esa parte de él. 

                —Me gustaría quitarte la camiseta...

                Su comentario congela mis movimientos una fracción de segundo. Esto no únicamente es algo nuevo, sino también supone dejar al descubierto uno de mis grandes complejos: mi cuerpo.

                Él sigue mirándome, esperando una respuesta, pues no va a ponerme una mano encima a menos que se lo autorice.

                Suspiro e intento asentir con convencimiento.

                Marcello se acerca un paso. Estudia mis ojos con mucha atención mientras sostiene los bajos de mi camiseta con ambas manos. Al percibir en mi vientre la leve presión de sus cálidos nudillos, mi piel se vuelve de gallina. Son muchas las emociones que él me produce, emociones tan desconocidas que, en parte, me asustan.

                Asciende con lentitud hasta retirarme la camiseta por la cabeza, la tira sobre la cama y me observa con ojos confusos. Su expresión enciende mis mejillas. Me sujeta la cintura, esta vez desnuda, y la acaricia con los dedos, seguidamente asciende sutilmente por los brazos hasta colocar las manos sobre mis hombros, mi temerosa mirada se posa en él.

                —¿Puedo? —pregunta mientras cuela los dedos entre los tirantes de mi sujetador. Comprendo en el acto qué es lo que pretende hacer y, armándome de una valentía impropia, vuelvo asentir; cuanto antes descubra todos mis defectos, mejor.

                Sus manos se dirigen hacia mi espalda, presiona certeramente el cierre del sujetador y lo desabrocha lentamente. Lo desliza por los brazos hasta retirármelo por completo. A nuestro alrededor se ha interpuesto un inquebrantable silencio.  

                Desvío la mirada, no puedo seguir intentando descifrar sus pensamientos, ¡me voy a volver loca!

                —No he conocido mujer en el mundo con un cuerpo tan bonito como el tuyo... realmente esto es todo un descubrimiento.

                —No lo dices en serio... —me cubro los pechos con los brazos, convencida de que ese falso halago solo pretendía reconfortarme.

                —Ingrid —me gira el rostro obligándome a mirarle—, si por un segundo te vieras con mis ojos sabrías que no miento. Hasta hace unos días, apenas apreciaba la perfección de tus curvas. Las últimas veces ya podía intuir algo, pero esto es... —hace un gesto con las manos, señalándome— la mismísima Afrodita tendría celos de ti.

                Quiero creerle, pensar que lo dice de verdad y puedo llegar a gustarle en todos los aspectos. Pero son muchos años tapándome, ocultándome, escondiéndome, poniéndome tierra encima... no puedo borrarlos de un plumazo porque él me confirme que lo que ve le gusta, sigo teniendo mis reservas.

                Marcello sostiene mis manos, las masajea lentamente sin dejar de mirarme. Trago saliva, no tengo escapatoria, y habiendo llegado hasta aquí, es absurdo que intente esconderme.

                —¿Puedo besarte? —sus ojos encendidos brillan, no sé exactamente a qué se debe, pero sí, un beso suyo es justo lo que necesito, no soporto el vacío que hay entre nuestros cuerpos...

                Me preparo estirando levemente el cuello, cierro los ojos y espero. Pero un estremecimiento vuelve a recorrerme entera cuando sus labios no se unen a los míos como esperaba, y se inclina para besar mis senos. Me pongo rígida al percibir como se tersan ante la pericia de su lengua. Sigue yendo muy despacio, deleitándose en un pecho y después en el otro. No puedo reprimir un jadeo de deseo cuando percibo un pequeño pellizco que ejerce con los dientes sobre la sensibilidad de mis pezones.

                —Eres perfecta. Me gustas muchísimo.

                Sus ojos me contemplan intensamente. Vuelvo a avergonzarme, no puedo evitar sentirme en desventaja respecto a él.

                Elevo las manos hacia uno de sus botones y lo desabrocho. Él detiene mi mano y sonríe. Con muchísima rapidez se desabrocha él mismo la camisa, la tira al suelo y se cuadra frente a mí con el torso desnudo.

                —Tócame —a penas me da tiempo a reaccionar que ya me ha cogido una mano y la ha colocado sobre su pectoral.

                Mi corazón parece una locomotora a toda velocidad. No puedo refrenarlo. Acaricio su suave pecho, desciendo muy despacio y percibo la firmeza de sus abdominales. Automáticamente me pongo nerviosa. Me quedo fascinada al ver la "V" perfecta que marcan los huesos de la pelvis a través de sus vaqueros de cintura baja. Todo en él me llama la atención, despierta mis ganas de conocer al detalle cada centímetro de su cuerpo.

                Marcello tira lentamente de las trabillas de mi pantalón, me acerca lo suficiente para besarme de nuevo mientras nuestros cuerpos se unen. Recorre mis labios con ansiedad, luego los abandona para dirigirse al cuello. Lo lame, lo besa y realiza una pequeña presión con los dientes que es electrizante. No se refrena al percibir los pliegues de mi cicatriz, no le da importancia, ni siente ningún tipo de aversión hacia ella.  Es curioso, porque a mí sí me da un asco inconmensurable solo mirarla.

                —Deberíamos quitarnos los pantalones... —sugiere jadeante— Si quieres, claro...

                Me separo un poco. Tengo la respiración entrecortada y ahora mismo ha vuelto a resurgir el miedo.

                Él ha empezado a desabrocharse los botones de sus vaqueros, luego, los arrastra  por las piernas y acaba quitándoselos junto a las deportivas y los calcetines. Su bóxer negro es lo único que le cubre ahora. Intento no mirar demasiado su protuberante erección, ver lo que le ocurre ahora mismo a su cuerpo me aterra.

                Me quito el calzado con los pies. Poco a poco, me desabrocho el botón del pantalón con timidez, deslizo la cremallera hacia abajo y me los bajo. Primero saco un pie, luego el otro. Lanzo los pantalones lejos antes de volver a mirarle.

                —Voy a acercarme —me avisa.

                Recorre la distancia que nos separa y sujeta mi cintura con firmeza.

                —No te haces una idea de lo hermosa que eres. Y debo confesarte que eso me gusta, de la misma forma que saber que nadie, excepto yo, ha tenido nunca el privilegio de verte tal y como te veo ahora. Para mí es un honor.

                Desciendo el rostro. Debería contestar algo, rebatir al menos su comentario, pero ahora carezco del ingenio necesario. Estoy tan sumida en todo lo nuevo que me está haciendo experimentar que apenas soy capaz de recordar mi nombre completo.

                Me dejo guiar por él, que me empuja suavemente hacia la cama. Trago saliva. Se lo que viene a continuación, pero lo que no sé, es si realmente estoy preparada...

                Sus insistentes labios vuelven a buscarme. Yo los recibo con agrado, le paso las manos por la nuca para apretarlo a mí. Su cuerpo apenas me roza, está concentrado al máximo en acariciar mi cuello, mis pechos, mi cintura con sus grandes manos... he perdido la cuenta de las zonas a las que ha llegado, al igual que el recorrido de sus besos por cada parte de mi anatomía, siento como si el mismísimo Vesubio estuviese dentro de mí a punto de eclosionar.

                De pronto las manos no me bastan para retenerle. Deseo sentirlo todavía más cerca de mí e instintivamente arqueo la espalda, entonces, lo noto. Su miembro bajo el calzoncillo presiona mi punto más vulnerable, él gime junto a mí oído y se mueve un poco haciéndome percibir la dureza de su miembro sobre la ingle. La adrenalina recorre todo mi cuerpo como si estuviera en la cima de una montaña rusa a punto de descender.

                Sigue besándome, pero esta vez sus libidinosos besos no consiguen distraerme del chequeo de sus manos. Doy un respingo cuando su mano derecha abandona mi cadera para colocarse sobre el muslo. El vello de todo mi cuerpo se eriza en respuesta.

                No me da tiempo a reaccionar que se desvía hacia mi sexo mientras sigue besándome el cuello y las orejas... sus dedos me presionan a través de la fina tela de mis braguitas hasta casi hundirse en la carne. Soy consciente de que ese último movimiento debería alterarme, hacer que saliera corriendo, sin embargo, me quedo a la espera, deseando que esa tela que nos separa se desintegre y pueda saber qué se siente teniéndole a él dentro de mí.

                —¿Qué quieres hacer, Ingrid? ¿Quieres continuar, o lo dejamos aquí? —Sus palabras entrecortadas por la excitación hacen que mi cuerpo tiemble. No quiero que se detenga, le deseo— Tú mandas –enfatiza.

                Saber que tengo el poder de decidir me relaja. Cojo su rostro con ambas manos y le beso con desesperación, dándole a entender que estoy dispuesta a llegar hasta el final. Marcello parece captar la indirecta, se rinde a mí con un gemido mientras sus manos se infiltran rápidamente bajo la tela de mi ropa interior y me roza. Me atraviesa un cosquilleo incalificable mientras mi respiración se acelera acompasando la suya. Sus dedos expertos se deslizan sobre mi sexo, de arriba abajo, hasta que uno de ellos entra dentro de mí. Su invasión hace que emita un leve gemino.  

                —Estás preparada... —confirma al tiempo que mueve lentamente ese mismo dedo dentro de mí sin esfuerzo— ¿De verdad quieres que lo hagamos?  No te sientas forzada...

                —No... —susurro.

                —Quiero oírlo.

                —¿El qué? —Pregunto con desesperación mientras él sigue acariciándome de esa forma que me hace enloquecer.

                —¿Qué es lo que quieres?

                —Quiero que hagamos el amor.

                Espero que no pueda darse cuenta de lo mucho que me ha constado reconocer eso. Incluso a mí misma me ha impresionado oírmelo decir en voz alta.

                 Marcello sonríe junto a mi oreja y la muerde suavemente. Estoy a punto de desfallecer, no creo que pueda aguantar por más tiempo esta presión en mi estómago.

                —¿Sabes? Hay muchas formas de hacer el amor, no hace falta que haya penetración para que puedas disfrutarlo. Si te vas a sentir más cómoda, hoy podemos hacer otras cosas...

                Le miro extrañada. ¿Esto lo hace por mí o por él?

                —¿Cómo qué?

                Aprieta una sonrisa y se sirve de sus besos para ir tumbándome sobre el colchón poco a poco. Le correspondo, pese a que estoy descentrada tratando de anticipar todos sus pasos.

                Sus besos descienden suavemente por mi cuello, el centro de mi pecho, el vientre y el ombligo, entonces, por fin, leo todas las señales y me convierto en piedra.

                Me giro lo suficiente para frustrar sus intenciones.

                —Por mí no... quiero decir, estoy dispuesta a seguir con el plan original, a menos que tú prefieras...

                —Está bien –sonríe–, tus deseos son órdenes para mí.

                Se levanta un poco, abandona mi cuerpo y justo en ese momento, me entra frío. Se inclina sobre mi cuerpo sin tocarme para abrir el cajón de la mesita y sacar un preservativo. Lo sujeta con la boca mientras se quita el calzoncillo con premura y lo arroja al suelo. Mis pupilas se dilatan al ver su exultante miembro. Trago saliva; no sé si esto es buena idea...

                Se coloca el preservativo rápidamente y regresa a mí. Su cuerpo ocupa la posición inicial, devolviéndome ese calor momentáneamente perdido. Sus besos siguen siendo suaves, desciende lentamente por todo mi cuerpo hasta detenerse justo debajo del ombligo, y una vez ahí, muerde el elástico de mi ropa interior y me la retira poco a poco con la boca. Me da mucha vergüenza sentir el roce de sus labios tan cerca de mi sexo, así que muevo las caderas para ayudarle a deshacerse de la prenda cuanto antes.

                En cuanto me quedo completamente desnuda, me invade un sentimiento de desazón; ahora ya no me siento tan fuerte, por primera vez en mi vida el miedo se confronta con el deseo.

                Asciende con repentina energía. Sus besos intentan transportarme al lugar idílico de antes, pero estoy lejos de alcanzarlo, demasiado pendiente de todo lo demás como para lograrlo.

                Entones sus manos entran en acción tocándome con insistencia. Contengo la respiración, él se da cuenta y para.

                —Respira —me recuerda escondiendo una sonrisa—, si hay algo que no te guste solo tienes que decirlo. Pararé enseguida. ¿De acuerdo?

                Asiento al tiempo que cargo mis pulmones de oxígeno. Alcanzo cierta paz y entonces, vuelvo a sentir sus manos sobre mí.

                Me estimula con tranquilidad venciendo todas las barreras. De pronto despierta de nuevo esa urgencia tan poco familiar en la parte baja de mi abdomen, sin darme cuenta, oriento mi cuerpo siguiendo sus caricias, buscando una liberación.  

                Marcello retira sus manos de mi sexo con delicadeza, asciende un poco mi pelvis y luego me encarcela, colocando sus fuertes brazos, como firmes columnas, a lado y lado de mi rostro. Me doy cuenta de que me está observando con atención, pero desvío la mirada cuando percibo la presión de su deseo cerca de mi sexo. La sensación me resulta desconcertante.

                Su miembro empuja un poco y presiona las puertas de mi vagina, automáticamente llevo una mano hacia su brazo y lo aprieto con fuerza. El corazón está a punto de salirme por la boca, no puedo articular palabra ni trasladarle mis temores en este momento.

                —Tranquila... –susurra sin moverse un milímetro.

                Me obligo a respirar hondo y recomponer mi expresión. Esto es lo que quería, ¿no? ¿Por qué no puedo dejar de tener miedo?

                Mi silencio le anima a continuar, profundiza un poco más en mi interior y emito un chillido al sentirlo prácticamente dentro. Me agarro con fuerza a las columnas que son sus brazos, esta vez con las dos manos.

                —¿Quieres que pare?

                —No... —Respondo jadeante.

                —Estás muy tensa, no quiero hacerte daño.

                Vuelvo a respirar hondo. Sé que debo calmarme pero... no puedo.

                Marcello empuja otra vez abriendo un profundo camino dentro de mí, luego retrocede hasta casi salir y sin darme tiempo a recomponerme, vuelve a entrar. Con cada leve embestida se hunde un poco más, hasta que con el último movimiento logra enterrar por completo su mástil dentro de mí. Gimo y le abrazo con fuerza mientras intento acostumbrarme a esta nueva sensación. No se mueve, simplemente espera a que la presión que ejerzo sobre sus brazos mengue antes de volver a hacerlo.

                Cuando me siento preparada me dejo caer nuevamente sobre la almohada, aunque el frenético latido de mi corazón no me da tregua.

                —Relájate —me susurra de repente—, te contraes tanto que parece como si me pellizcaras desde dentro.

                —¿Te duele? —Pregunto horrorizada.

                Él se ríe.

                —No, más bien lo contrario...

                Arrugo el entrecejo.

                Él vuelve a reír y me besa tiernamente, distrayéndome.

                —Voy a moverme... —anuncia mientras estudia mi rostro.

                Se retira un poco, luego me embiste de nuevo con cuidado. Así una, dos, tres, cuatro veces, hasta perder la cuenta.

                 No soy consciente del momento exacto en el que paso a acompañar sus movimientos, agitándome debajo de él, ansiosa por llegar al orgasmo.

                Le abrazo cuando su pericia ha precipitado un pequeño cosquilleo desde el fondo de mi ser. Marcello se deja caer encima de mí mientras sigue moviéndose con insistencia, traspasando todas las barreras.  

                —Madre mía Ingrid, te quiero... te quiero solo para mí —sentencia y vuelve a empujar hasta el fondo—. Déjate ir... –ruega al borde del colapso.

                Sus últimas palabras son mi liberación. Cierro los ojos y dejo que el placer se expanda libremente por cada poro de mi piel, fundiéndome a su paso.

                Marcello eleva un poco más mi pelvis para moverse sin censura dentro de mí. Ahora que por fin la presión a su alrededor ha disminuido, su miembro entra y sale sin esfuerzo hasta que al fin, su cuerpo se tensa y entierra la cara en mi cuello desatando su placer.

                Permanecemos largo rato unidos en silencio, esperando a que nuestra respiración se ralentice.  

                Transcurridos unos minutos, se separa. Su torso está ligeramente sudado, así que pongo la mano encima de él para retirar parte de ese brillo adicional. Marcello se ladea, retira mi mano de su cuerpo y se la lleva a la boca para besarla mientras rueda hacia un lado sin dejar de mirarme. Yo tampoco puedo apartar mis ojos de él, todo lo que ha ocurrido hoy ha sido tan importante para mí que me ha dejado literalmente fascinada.

                 —¿En qué piensas?

                —En nada... Todavía estoy asimilándolo todo.

                Nos miramos fijamente. Parece que ninguno de los dos se atreve a hablar abiertamente acerca de lo que acaba de ocurrir aquí.

                Bajo la mirada sintiéndome repentinamente culpable. Decido romper ese silencio de una vez por todas:

                —Siento que tú no lo hayas disfrutado...

                Me mira extrañado.

                —¿Por qué dices eso?

                Me encojo de hombros.

                —No he sabido desenvolverme con soltura y lo sabes, prácticamente no me he movido.

                —Esas cosas se aprenden con la práctica —su sonrisa vacilona me intimida— . Para mí ha sido muy especial, así que no pienses que no lo he disfrutado porque no es cierto.

                —¿Especial?

                —Sí, diferente. Nunca antes de hoy había hecho el amor, propiamente dicho, a una mujer.

                —Vaya...

                —¿Y qué me dices de ti? ¿Te he hecho daño?

                —No tanto como pensaba...

                Parece relajarse tras escuchar mis palabras.

                —Me alegro...

                Ahora que se ha esfumado toda la tensión acumulada, mi cuerpo se rinde definitivamente. Sin querer, profiero un largo bostezo, al tiempo que los párpados luchan por cerrarse. Quiero seguir conversando con él, aprovechar cada segundo que estamos juntos, pero mi agotamiento se hace cada vez más notable.

                Marcello se acerca y me planta un tierno beso en los labios.

                —Duérmete, hoy ha sido un día repleto de tensiones...

                Intento decir algo al respecto, pero simplemente no me salen las palabras. Me rindo con un suspiro y dejo volar mi imaginación.

               

27

                La luz del ventanal se proyecta creando extrañas sobras en la habitación. No sé qué hora es, pero a juzgar por el sol que se infiltra entre las rendijas de la persiana a medio cerrar, debe ser muy tarde. Me giro en esa cama tan cómoda y confortable, primero me froto los ojos y luego intento mirar a mi alrededor. Marcello está sentado en la butaca que hay frente a mí. Tiene una tablet en las manos y parece estar escribiendo algo. Lo que más me llama la atención es su aspecto. No solo se ha duchado, su indumentaria también es peculiar, lleva un traje oscuro y una camisa blanca con los dos primeros botones del cuello desabrochados.

                Ladea el rostro no bien intuye que le estoy mirando, me sonríe y devuelve la vista a la pantalla que no deja de tocar con la mano.

                —Buenos días dormilona, estás sumamente preciosa cuando duermes. ¿Lo sabías?

                Vuelvo a tumbarme y me cubro los ojos con el pliegue del codo; no estoy para piropos ahora.

                —No me tomes el pelo de buena mañana, anda. No puedes estar hablando en serio...

                —Pes sí, claro que hablo en serio.

                Hago un gesto con la mano, indicándole que pare. Le escucho sonreír.

                —Dame solo un par de minutos. Me visto y me voy.

                —¡Qué dices, no quiero que te vayas! —Parece ofendido.

                Suspiro y me incorporo en la cama, consciente de que ahora mismo me parezco a uno de esos personajes mitológicos que él tanto adora, concretamente a Medusa. Y es que mi pelo por las mañanas es algo así como un desastre universal.

                Retiro la sábana que me cubre y mi incomodidad aumenta en cuanto me percato de que estoy totalmente desnuda. Además, desde aquí no hay rastro de mi ropa...

                Marcello no deja de mirarme, con lo cual, levantarme va a ser todo un reto. ¿Por qué no me he traído mi pijama de nubecitas y arcoíris?

                Suspiro, me centro en él que ahora pasa de la tablet y digo:

                —A la vista está que tienes cosas que hacer, y yo también.

                —¿Qué cosas tienes que hacer tú? El bar está cerrado.

                —Debería poner una colada, limpiar un poco... ya sabes, ese tipo de cosas.

                Me mira perplejo un par de segundos antes de negar con la cabeza y devolver la vista a su tablet.

                —No son cosas importantes. Hoy te quedas aquí —sentencia.

                Arqueo las cejas.

                —Para mí sí son importantes —discrepo.

                Vuelve a mirarme con ojos inescrutables.

                —Quédate, por favor...

                —No lo entiendo... ¿Por qué insistes tanto?

                —Me haría ilusión regresar y encontrarte en casa. Sería algo totalmente nuevo para mí y ya que  nuestra relación se basa en las novedades...

                No salgo de mi asombro. ¿No bromea?

                —¿Y qué pretendes que haga aquí sola durante todo el día?

                —Simplemente disfrutar: Mira la tele, revuelve un poco, come, escucha música, date un baño de espuma o métete en la piscina, es climatizada —aclara sonriente.

                —No tengo ropa qué ponerme.

                —Coge lo que quieras de mi armario.

                Me echo a reír y vuelvo a tumbarme en la cama con brusquedad.

                —Estás loco...

                Deja la tablet en un escritorio antiguo que utiliza como mesita supletoria y se levanta. En cuanto lo tengo cerca intento esconderme todo lo que puedo. Me da vergüenza que me vea así. Pero mis intentos resultan frustrados cuando, lejos de captar la indirecta que le lanzo, se sienta en la cama y retira la sábana que me cubre.

                —Por favor Ingrid, quédate.

                Repite y sus palabras, o tal vez el tono camelador que emplea, me conmueven. Lo cierto es que no tengo nada importante qué hacer y ya que me lo pide de ese modo...

                —¡Está bien, pesado!

                —¿Te quedas?

                Su ilusión me atonta momentáneamente.

                —Sí.

                Su cuerpo se acerca, me abraza con fuerza y yo no puedo evitar permanecer rígida como una barra de acero mientras desata esa inusual muestra de cariño.

                —No tardaré demasiado, te lo prometo.           

                Me da rápido beso en los labios. Es increíble ver lo mucho que se ha soltado desde anoche, pero más increíble es ser testigo de lo bien que recibe mi cuerpo su contacto. Me asusta un poco, pero no duele ni me molesta como antes.

                Se levanta y se dirige hacia la puerta de la habitación.

                —Hasta ahora, preciosa.

                —Hasta ahora.

                Desaparece tras la puerta, espero un poco y cuando me aseguro de que ya se ha ido, me pongo en pie de un salto y corro hacia el baño.

                Me doy una ducha rápida, no quiero abusar. En cuanto salgo fuera, completamente desnuda, entro en su asombroso vestidor, casi tan grande como la habitación anterior. No es que tenga demasiada ropa, pero sí dispone de una camiseta ancha, así que me la pongo junto a un bañador con goma ajustable que he encontrado por ahí. Me miro frente al largo espejo y me veo bastante masculina. Regreso al dormitorio y me siento sobre la cama rememorando todo lo que ocurrió anoche entre esas mismas sábanas. Todavía no me creo que hayamos roto las cuerdas que me oprimían e inconscientemente, empiezo a sonreír como una tonta.

                Me pongo en pie y como aún dispongo de unas cuantas horas hasta que regrese, investigo un poco.

                Tanto orden me aturde. Cada cosa tiene su lugar y está perfectamente recogido. Me pongo roja cuando veo que en la cocina no hay ni un plato sucio. Recuerdo que la noche anterior lo dejamos todo revuelto en el fregadero, así que me pregunto si ha sido Marcello quien ha recogido todo esta mañana o ya ha pasado por aquí el servicio. Me muerdo el labio inferior, la segunda opción parece mucho más probable, no me imagino a Marcello fregando un plato, la verdad.

                Entro en la sala de cine y empiezo a revolverlo todo. En las estanterías hay millones de DVD's ordenados alfabéticamente. Paso mi dedo por encima del lomo, hay de todos los géneros pero despierta mi interés la enorme cantidad de películas antiguas que posee, incluso hay clásicos en blanco y negro. Me detengo en una edición especial de Lo que el viento se llevó; no puedo creerme que le guste este tipo de películas.

                Rodeo la sala, pasando por detrás de la barra de bar. Unos enormes bidones de vino barnizados hacen de taburetes. Abro los muebles de diseño y descubro una cantidad considerables de licores, algunos tan extraños que no había visto en la vida, ni siquiera en el bar.

                Sigo curioseando cada armario que me encuentro por la casa. Hasta ahora en ellos hay pocas cosas, nada que me llame especialmente la atención. Se nota que es una casa de fin de semana y en realidad nadie vive ahí.

                Recorro el pasillo con tranquilidad y abro la última puerta a la derecha.

                La biblioteca/despacho tal vez sea mi parte favorita. La recorro a fondo y descubro unas estrechas escaleras de caracol que llevan hacia una planta superior. Asciendo emocionada. En realidad es un pequeño altillo de madera con el techo muy bajo, me transmite mucha calidez. Me tumbo en un diván de cuero blanco, desde donde se ve a la perfección un techo enlaminado de color pino.

                Es un lugar perfecto para leer.

                Cojo el libro que descansa sobre un cojín en el suelo, repaso la cubierta con los dedos, parece un ejemplar de coleccionista de La Eneida, de Virgilio.

                No podía ser cualquier otro título, es increíble la pasión que tiene Marcello hacia la historia de su pueblo, el amor hacia la mitología junto al romanticismo; puede que haya estudiado algo relacionado con estos temas...

                Paso varias páginas y descubro notas entre ellas. Es un análisis de determinados fragmentos. No entiendo bien su letra, pero lo que sí es seguro es que ha empleado mucho tiempo en esto.

                Animada por intentar descubrir algo oculto entre esas líneas, empiezo a leer, empleando muchísimo esfuerzo en entender ese italiano tan enrevesado y poco utilizado.

                —Veo que has encontrado mi rincón secreto.

                Su voz tan cerca me sobresalta, sin querer, el libro que tengo entre las manos se resbala. Marcello da un rápido paso hacia delante intentando cogerlo al vuelo pero no llega a tiempo, cae al suelo haciendo un ruido estrepitoso.

                Él se mueve con rapidez en mi dirección y reaparece otra vez ese miedo irracional. En un acto reflejo me cubro la cabeza con las manos mientras me encojo en el diván todo lo que puedo.

                —¡Ingrid! —Chilla alterado mientras sus manos se afanan en retirar los brazos de mi cabeza— ¿Qué haces? ¿Crees que voy a pegarte?

                Le contemplo extrañada unos segundos.

                —Lo, lo siento —tartamudeo.

                —¿Te estás disculpando por esto? —Dice señalando el libro que aún permanece en el suelo. La cubierta se desprendido de las páginas— ¡Por Dios! Solo es un libro...

                Respiro algo más aliviada. No sé por qué hago eso, sé de sobras que no va a pegarme, pero siempre que tengo la sensación de haber hecho algo mal, cualquier pequeña anomalía me exalta.

                —Perdona. Sé que no debería estar aquí...

                —¿Por qué?

                —Bueno, este es un lugar de la casa que no me lo has enseñado, por lo que deduzco que no querías que lo descubriera y lo invadiera de este modo, tocando todas tus cosas...

                Hace una mueca y reflexiona mirando al suelo. Es como si tratara de encajar mis palabras en un contexto lógico.

                —Puedes estar por donde te dé la gana y tocar todo lo que quieras, ¿me oyes? pero por favor, nunca tengas miedo de que vaya a ponerte una mano encima, no lo soporto.

                —Lo intentaré —le dedico una tímida sonrisa y desvío la mirada en otra dirección. Vuelvo a sentirme vulnerable, otra vez; no tengo remedio.

                —Eso espero. Por cierto, ¿has comido?

                Niego con la cabeza.

                —¿Nada?

                vuelvo a negar.

                Gruñe.

                —¿Qué ocurre, Ingrid? Creí que ya habíamos superado esta etapa, que habíamos conseguido establecer un alto grado de confianza entre nosotros, ¿es que has vuelto a retroceder? ¿Ahora tendremos que empezar de nuevo? ¿Es eso?

                —No —espeto tajante—. Lo que ocurre es que aquí me siento extraña, estoy en una casa que no es la mía, no tengo mis cosas ni nada que me pertenezca.

                —Bueno, siempre he querido ampliarla. Hacer una habitación adicional contigua al comedor, podrías ayudarme a diseñarla y decorarla a tu gusto. Tal vez entonces sintieras todo esto algo tuyo también.

                —Marcello... te recuerdo que yo ya tengo una casa que es mía. No necesito más, pero gracias.

                Sonríe con cierta aspereza.

                —Claro.

                Me levanto del diván, él me sigue.

                —Vamos a comer algo, ¿de acuerdo?

                —Está bien.

                Me indica con un movimiento de mano que pase delante de él, le hago caso y desciendo con cuidado esas enroscadas escaleras de madera que crujen.

                —¿Qué has hecho hoy? —Le pregunto para entablar algo de comunicación.

                —Unos recados urgentes que no podían esperar.

                Le miro unos segundos. No acabo de entenderle, por un lado quiere que me sienta como en casa, dice que nos tenemos confianza. Pero cuando contesta a mis preguntas lo hace de forma rápida y esquiva, sin profundizar, me desconcierta por completo.

                —¿Qué te apetece? ¿Un sandwich?

                —Vale. ¿Lo hago yo? ayer cocinaste tú, es justo que hoy lo haga yo.

                —Me parece estupendo.

                Se sienta en el taburete de la isla y coge el periódico para ojearlo.

                —¿De qué lo quieres?

                —De lo que haya por ahí, me da igual.

                Rebusco entre los armarios hasta encontrar el pan. Luego abro la nevera, cojo un par de hamburguesas para hacer a la plancha, tomate, queso y lechuga.

                Pongo la satén con un poco de aceite en la vitroceramica, cuando ya está a punto hago las hamburguesas. Corto los tomates, lavo la lechuga y empiezo a elaborar el sanwich.

                —Te queda bien mi ropa.

                —Yo creo que no... —me miro de arriba abajo— Necesito ir a casa. Estar sin mis cosas me estresa muchísimo.

                Coge su bocadillo y le asesta un gran mordisco.

                —Iremos mañana mismo, pues.

                —¿Mañana?

                —Sí.

                —¿Por qué no hoy?

                Me contempla extrañado.

                —¿Hoy? ¿Con la que está cayendo?

                Miro a través de la ventana y entonces veo la densa lluvia que cae como una cortina velada, impidiendo ver más allá. Los cristales de las ventanas son tan gruesos que no se oye absolutamente nada y pese a que era consciente de que el espléndido sol de esta mañana había desaparecido, no le había dado la más mínima importancia hasta ahora.

                —Ingrid, puedo llamar a Rafael para que te acompañe a casa si quieres, pero no veo por qué no puedes quedarte aquí un día más.

                Permanezco atónita.

                —De verdad que no lo entiendo. ¿Qué interés tienes en que siga aquí? Me asusta un poco, la verdad.

                —Pues mi intención no es la de asustarte precisamente. Como siempre he dicho, piensas demasiado. Quería que hoy te quedaras porque me gustaría entregarte algo.

                —¿El qué? —Pregunto intrigada.

                —Esto.

                Deposita una pequeña cajita de nácar sobre la mesa. Alzo una mano trémula y cojo la caja hasta ponerla justo delante de mí. Me da miedo descubrirla porque sé que es un regalo; nadie me ha hecho uno hasta la fecha.

                La destapo con mucho cuidado.

                Mis pupilas se dilatan por la sorpresa. Una reluciente pulsera plateada con unas piedras rojas incrustadas me dejan sin palabras.

                —Una pulsera —confirmo mientras la saco de la caja y la ladeo observándola bien bajo la luz de la lámpara. Brilla mucho.

                —Sí, eso es.

                —¿Por qué me la regalas? No es mi cumpleaños ni nada.

                —Ya lo sé —sonríe—. Pero me apetecía tener un detalle contigo. ¿Te gusta?

                —¿Has salido expresamente esta mañana para comprarme esto?

                —Básicamente, sí.

                Mis ojos se encuentran con los suyos.

                 Deduzco que hay algo que no me está contando... esta pulsera, con estas piedras rojas... me recuerdan a... a...

                Mi mandíbula se descuelga cuando mi mente empieza a atar cabos.

                —¿Qué significa?

                —¿A qué te refieres?

                —¡Marcello! A estas alturas ya he comprendido que tú no das puntada sin hilo. Esta pulsera se parece al anillo que llevas y es sospechosamente parecida a la que lleva tu madre. ¿Qué es? ¿Una especie de reliquia familiar?

                Me contempla con mucha atención, serio, tranquilo y por encima de todo, muy seguro de sí mismo.

                —Madre mía Ingrid, no se te escapa nada. Eres muy observadora.

                —¿Y bien? —Insisto. Mi corazón late con fuerza, incluso resuena en el interior de mi cabeza al intuir que me estoy adentrando en un terreno que no debería traspasar.

                —Tienes razón, no es una simple pulsera. Significa más, mucho más en realidad —resopla mientras cierra los ojos un par de segundos, luego los vuelve a abrir, son tan claros y extraños que me hipnotizan enseguida—. Verás, solo las llevan las mujeres de nuestra familia. Cuando una mujer lleva puesta esta pulsera, significa que es intocable porque está con alguno de nosotros.

                Mi boca no puede abrirse más, simplemente me resisto a dar crédito a todo cuanto estoy escuchando.

                —Es decir, viene a ser como unas esposas que me atan a ti. A ojos de la gente soy de tu propiedad. ¿Es eso?

                —Yo no lo expresaría exactamente así, solo pretendo que a partir de ahora te traten como te mereces y... bueno, que los demás vean que no estás sola, que tienes nuestro respaldo.

                —Estoy alucinando. ¿En serio crees que me pondría algo así?  ¡Yo no soy de nadie! Esto que hacéis... todo es... denigrante. ¿Sabes? los granjeros marcan al ganado para que la gente de los alrededores sepan a quién pertenece en caso de que alguno se extravíe. ¿Eso somos las mujeres para los Lucci? ¿Simple ganado?

                —¡Cálmate, por favor! no se trata de eso.

                —¿Ah, no? —Le miro con repulsión— Como puedes ser tan machista, tan mezquino...

                —¡Ni se te ocurra continuar por ahí! Simplemente me limito a seguir las tradiciones de mi familia. Si no quieres, no tienes por qué aceptarla.

                —¡Por supuesto que no la acepto! Yo no pertenezco a nadie.

                —¡Está bien! —Espeta con el ceño fruncido. Mete la pulsera en la caja con brusquedad y cierra la tapa de un golpe, luego la empuja dejándola hacia un lado— ¿Ya no comes?

                Estoy muy enfadada.

                —Se me ha quitado el apetito. Quiero volver a casa.

                Marcello me mira una vez más, su enfado aumenta, lo sé por la vena que se hincha en su cuello. Sin decir nada, saca un bolígrafo y en un trozo de papel de periódico empieza a escribir una serie de números. Cuando termina, lo arranca y lo deja sobre la mesa delante de mí.

                —Llama a Rafael y dile que te recoja. El teléfono está en el comedor.

                Sale de la cocina a paso ligero. Me quedo unos segundos sopesando la situación mientras retuerzo el papel con los dedos.

                Difícil decisión: si me voy ahora lo estropearé para siempre. He visto la decepción en sus ojos, conozco esa escalofriante expresión, no es la primera vez que la veo. Pero no puedo aceptar ser una... esclava. Vaya, me fastidia enormemente que me haya propuesto llevar algo así, ser marcada... esto es demasiado. Aunque... pensándolo fríamente ¿Es tan malo lo que me propone y que el mundo sepa que estamos juntos? Puede ser un acto bonito, según cómo se mire. Si me apuras hasta diré que todavía muchas personas siguen ritos para demostrar públicamente que se pertenecen mutuamente, al casarse ambos se entregan unos anillos... pero esto... bueno, no me ha propuesto matrimonio, o eso creo... Solo de pensarlo me entra un escalofrío. ¿Entonces qué es lo que pretende, que lleve esa estúpida pulsera por qué? ¿Qué intenta decirme en realidad, que somos algo más? ¿Esta es una enrevesada forma de declarar que siente algo por mí?

                Suspiro sonoramente y alcanzo la caja de nácar. La destapo. La pulsera es de un metal un tanto pesado, probablemente oro blanco. Es rígida además de gruesa. Demasiado llamativa para mi gusto. La sostengo en alto mientras la oriento hacia la luz, las piedras rojas brillan, parecen cristales tallados a modo de diamantes.

                La meto en su caja y deambulo por la casa con esa pieza de museo en las manos. Llego hasta el comedor, veo el teléfono y la duda me asalta de nuevo.

                Este es uno de esos momentos decisivos de mí vida. Estoy en una encrucijada y debo tomar un camino, sea el que sea tendrá sus consecuencias. ¿Cómo saber cuál es el que menos riesgo supone?

                Miro de nuevo la caja; esto significa algo, es un paso hacia delante, tal vez me quiere...

                Me pongo roja ante esa conjetura. Es absurdo que alguien pueda quererme, no soy lo bastante buena para nadie. Pero este regalo... su ausencia durante la mañana... ha estado haciendo cosas, cosas por mí seguramente, aunque yo apenas me he percatado de nada.

                Camino hacia el sofá y me tumbo sin dejar de dar vueltas a la cabeza. Únicamente estoy segura de que él me gusta de verdad, me he enamorado perdidamente y eso no es algo nuevo, he tenido ese sentimiento desde hace mucho, mucho tiempo: La forma en la que me mira, cómo me trata, todo lo que ha conseguido, su esfuerzo en intentar que supere mis dificultades... es más de lo que nadie ha hecho por mí jamás.

                No quiero perderle y si aceptar esta estúpida pulsera significa que lo puedo retener más tiempo a mi lado, tal vez debería ponérmela.

                ¿Pero qué hay de él? ¿Esto también significa que él es "mío"? Se me escapa una macabra sonrisa. No, sé que él no pertenece a nadie porque es un Lucci, puede tenerme a mí y a todas las mujeres que quiera porque nadie se va a atrever a juzgarle jamás. Realmente debo cambiar mi visión del mundo si pretendo estar con él. Nada de lo que creía tiene sentido aquí.

                Pasan varias horas en las que analizo cada pequeño detalle. Repaso mentalmente todos nuestro encuentros, su insistencia, mis progresos... he cambiado mucho, eso significa que Marcello me aporta más cosas buenas que malas. Además, no tengo nada qué perder, no podría estar con ninguna otra persona en mi vida. Solo él ha conseguido trepar por ese muro que se alzaba a mi alrededor.

                Me muerdo el labio inferior. No soporto estar enfadada con él, ni esta distancia entre nosotros. Abro la caja con decisión, alzo la dichosa pulsera y me la coloco sin más. Hace un clic en cuanto los cierres imantados se unen. La observo con detenimiento, mi muñeca es demasiado estrecha, el grueso metal la rodea en su totalidad, invadiéndola.

                Ya está, estoy metafóricamente atada a este hombre. Esta es mi decisión.  

                Me levanto del sofá y miro la hora en el reloj del reproductor digital que hay bajo el televisor: 01:37 de la madrugada.

                Camino por el largo pasillo blanco que me resulta más frío que nunca. En cuanto llego a la habitación, entro con cuidado y cierro la puerta. Marcello está en la cama, tapado con la colcha. No sé si duerme o no, por lo que me acerco muy despacio.

                —Creí que te habías ido... —dice con la voz ronca— entra... —retira las sábanas sin ningún tipo de rencor para hacerme sitio, me deslizo entre ellas hasta acomodarme en ese colchón tan cómodo.

                Apenas me he colocado que sus brazos ya me han rodeado, ciñéndome y apretándome contra él. Puedo relajarme mientras me coge de ese modo, me resulta increíble la facilidad con la que puedo dejarme llevar. Cierro los ojos para intentar dormir; puede que esta vez finalmente lo consiga.

               

28

                Me muevo hacia un lado, parpadeo porque la luz me ciega. Parece que la lluvia ha escampado dejando un día raso en su lugar.

                Vuelvo a girarme, me pongo tensa en cuanto percibo su cercanía. Me está contemplando con los labios apretados, reteniendo una sonrisa que lucha a toda costa por salir.

                —Buenos días.

                —Buenos días —respondo algo aturdida.

                —¿Qué significa esto? —Pone mi mano en alto, el brillo de la pulsera me contrae el rostro. Había olvidado que al final me la puse.

                —Sí, es justo lo que parece —digo restándole importancia.

                —¿Que eres mía y de nadie más?

                Me muerdo la lengua. No quiero exaltarme pero él parece disfrutar llevándome al límite.

                —Yo solo quiero estar contigo, sea de la forma que sea —claudico convencida.

                Su sonrisa me ciega. Parece contento y tan animado que casi consigue contagiarme un poco con su entusiasmo.

                —Pero no pienses que por llevar esta pulsera te da derecho a tratarme como a una esclava. Yo no soy la esclava de nadie y tú no vas a mandar sobre mí.

                —Claro que no.

                Su sonrisa sigue aturdiéndome.

                Se pone sobre mí y me besa tiernamente la base de la mandíbula. Me sube la temperatura progresivamente, pero me niego a dejarme llevar.

                —Tampoco pienso obedecerte en todo lo que se te antoje.

                —No espero menos de ti.

                —Lo digo en serio.

                Se retira un poco y asiente.

                —Yo también.

                Vuelve a sonreír, me estremezco en cuanto sus labios se juntan a los míos; los echaba de menos. Mi corazón late desaforadamente y mi respiración se altera. Un fuerte escalofrío me recorre entera, desatando un deseo descontrolado que llevaba oculto demasiados años, ahora que ha encontrado una válvula de escape, se expande invadiendo cada célula de mi cuerpo. Alzo mis brazos y correspondo a su apremiante necesidad mientras le rodeo la nuca con mis manos, pasando los dedos entre su pelo rebelde. No soy tan dura, no puedo permanecer impasible mientras él me hace eso y el muy canalla lo sabe. Sabe que estoy loca por él y cederé a todo cuanto me pida porque es el único con el que me siento segura.

                —Me has hecho muy feliz Ingrid, ni te imaginas cuánto...

                Sigue besándome, pero mi mente está lejos de él ahora. Como no, la desconfianza llama a mi puerta.  

                —¿Cuántas pulseras de estas has puesto hasta ahora?

                Sus besos se detienen al final del cuello, justo antes de alcanzar la clavícula.

                —Ninguna —Susurra.

                —¿Y por qué me la has puesto precisamente a mí?

                —Porque tú eres lo único que he querido siempre. Tengo dinero, propiedades, coches, negocios, lujos... pero solo estar contigo hace que valore todo lo que tengo, me siento vivo y capaz de cualquier cosa cuando estamos juntos. En definitiva, tú haces que quiera ser quien soy.

                Sus palabras me dejan paralizada. Intento hallar en sus ojos un atisbo de duda o algo que indique que me está tomando el pelo. Pero parece sincero en cuanto sentencia su discurso besándome en los labios. Estoy a punto de perder el conocimiento y dejarme llevar, me cuesta mucho pensar con claridad teniéndole tan cerca, pero debo hacerlo por mi propio bien. Ahora no estoy para romanticismos, quiero que me aclare todos estos puntos para estar prevenida.

                —¿Cuántas pulseras puedes colocar?

                Alza el rostro confuso.

                —¿Qué quieres decir?

                —¿A cuántas mujeres le puedes poner una de estas? —Levanto la mano y la muevo, la pulsera resbala por mi muñeca liberando el hueso.

                —A todas las que quiera —sonríe mientras se acerca a mi rostro, colocándose a escasos centímetros de él—. Pero con una me basta y me sobra. No temas, no tengo intención de poner ninguna más.

                —¿Cómo puedes estar seguro? ¿Cómo sabes que dentro de un tiempo no encontrarás a una chica que te guste y quieras estar también con ella?

                —Porque sé que estar con cualquier otra significaría perderte a ti. Tú no estarías dispuesta a aguantar algo así, no eres como las demás y yo no pienso arriesgarme, tendría mucho que perder si lo hiciera.

                Alzo las cejas. Parece que tiene argumentos para todo. Pero sigo sin fiarme de él.

                —¿Estarías dispuesto a estar únicamente conmigo?

                —Sí. Eso es.

                —¿Pero y si te sintieras tentado por alguna? ¿Me lo dirías?

                —Ingrid... —mueve la cabeza asqueado. Pero bajo mi insistente mirada no tiene más remedio que proseguir hasta convencerme, o de lo contrario no me daré por vencida—. No creo que nunca me sienta tentado por ninguna otra, ya te lo he dicho, eres lo único que siempre he querido y ahora que por fin lo tengo, no pienso arriesgarlo por una mundana tentación. Mi deber ahora es protegerte, cuidarte y mimarte para no perderte jamás. El que debe tener cuidado de que no te sientas tentada por algún otro soy yo, porque por si no lo sabes, esta pulsera no te condena, la aceptas de propia voluntad pero puedes deshacerte de ella en cualquier momento.

                —¿Entonces qué implica llevarla?

                —Bueno, tú lo has dicho antes, mientras la lleves puesta pasas a ser algo así como de mi propiedad. Eres intocable. Pero también conlleva que a partir de ahora no puedes estar sola.

                Le miro horrorizada.

                —Uno de nuestros hombres te seguirá para protegerte en caso de que sea necesario. No podrás pasar desapercibida y... tendrás que cambiar ciertos aspectos de tu vida.

                —¿Cómo cuáles?

                —No podrás seguir trabajando en el bar, por ejemplo.

                —¡¿Por qué?! —Grito alterada; eso ya no me gusta.

                —Ingrid, a partir de ahora otros tendrán que servirte a ti y no al revés.

                —¡Pero yo no quiero dejar de trabajar!

                —Pues... buscaremos otra cosa —no parece muy convencido.

                —¿Y María? ¿Qué pasa con ella?

                —No te preocupes por eso ahora. Le he buscado una camarera excepcional, una madre divorciada con dos hijos, necesita el trabajo mucho más que tú. Empezará después de las obras.

                Mis ojos se entristecen.

                —Pero yo... no quiero dejar de verles, para mí son como mi familia.

                —Podrás ir siempre que quieras —Marcello da media vuelta y rueda hacia un lado sin dejar de mirarme— Por cierto, ¿Qué hiciste el miércoles?

                —¿El miércoles? —Pregunto confusa.

                —¿Estuviste en casa hasta que llegó Rafael?

                Reflexiono un instante.

                —Sí. Hice todo lo que tenía pendiente y luego comí con Iván. ¿Por qué?

                Él sonríe. Pero no parece una sonrisa de alegría precisamente.

                —¿Iván es el motivo de que quieras ir al bar?

                Abro desmesuradamente los ojos. Ha perdido la cabeza, sé por dónde va ¿cómo puede insinuar eso?

                —No exactamente. Iván es un buen amigo, pero María es... es lo más parecido a una madre que he tenido nunca.

                —Bien.

                —¿Por qué me preguntas todo esto?

                Se encoje de hombros y suspira.

                —Ya sabía que él había ido a verte. Me alegra que no me lo hayas ocultado. Si te soy sincero, tenía miedo que se me hubiese adelantado...

                —¿Adelantado?

                —Llámame loco, no me importa, pero no puedo soportar que alguien que no sea yo te toque, solo de imaginarlo me hierve la sangre —le miro atónita. Es celoso, eso ya lo sabía, ¿pero tanto...?—Haz lo que quieras, pero solo prométeme una cosa, nunca te quedes a solas con ningún hombre, por favor...

                —Eres demasiado controlador. Y machista.

                —Sí, lo soy —acepta como si fuese lo más normal del mundo—. Pero también confío en ti y si me lo prometes, me quedaré tranquilo.

                —Te lo prometo —respondo arrastrando las palabras—. Pero no por ti, es que yo no acepto que nadie más me roce lo más mínimo. Ni siquiera sé por qué hago una excepción contigo, no estoy plenamente segura de que te lo merezcas...

                Marcello sonríe y vuelve a mirarme de esa forma... hace que mi mundo entero se tambalee.

                —Uuufff ya lo creo que me lo merezco señorita Montero, he tenido mucha, pero que mucha, mucha paciencia con usted para ser el ganador. El único ganador —matiza y vuelve a colocarse encima de mí para besarme como solo él sabe. Lo hace con cuidado, esperando a que le corresponda— Oh, Ingrid... tu cuerpo me vuelve loco, tu piel es tan suave y tan sensual... de verdad que no podrías ser más perfecta.

                —Deja de decirme eso o al final me lo voy a creer.

                —Eso es lo que quiero, que me creas. Que te desprendas ya de esa vergüenza que nos separa. Madre mía... —Su rostro se hunde en mi escote e inspira. Mi respiración se agita— ni te imaginas todo lo que serías capaz de hacer conmigo si te lo propusieras, no creo que haya nada en el mundo que pudiera negarte si me tientas, me tienes completamente hechizado.

                Me estremezco debajo de él, escucharle me excita. De mi garganta brota un jadeo en cuanto él me toca los pechos, los acaricia suavemente a través de la camiseta y vuelve a hundir su rostro entre ellos.

                —Hueles tan bien...

                Suspiro.

                Su delicadeza se agota. Tira de mi camiseta con fuerza liberándome. Hace lo mismo con el sujetador, dejándome únicamente las braguitas puestas. Sus ojos me observan. Se pasa la lengua por los labios humedeciéndolos un poco, luego me besa. Siento el sello fresco a la par que húmedo de sus labios, estampando cada rincón de mi piel. En cuanto llega a la cicatriz del cuello me revuelvo inquieta.

                —Ahí no, por favor...

                —Está bien. Eso es lo que quiero, que me digas las cosas que no te gustan.

                Me relajo de nuevo, él estira mis brazos cuidadosamente, los pone a lado y lado de mi cara mientras me masajea las muñecas con los pulgares. Se divierte haciendo girar con los dedos la pulsera.

                —Mi niña... —Su nueva forma de dirigirse a mí me hace abrir los ojos de golpe, es la primera vez que me llama así— mi niña rebelde, por fin mía, mía y de nadie más.

                Sus susurros me estremecen, él se inclina un poco y me paraliza de cintura para abajo con la presión de su cuerpo. Percibo su excitación, el deseo que emana de él diciéndole que me bese, que deje de contenerse demostrándome todo lo que en ese momento siente por mí.

                Se separa unos centímetros, dejándome jadeante y traspuesta sobre la cama. Libera mis muñecas para dirigirse a mi cintura y me hace rodar colocándome encima de él con rapidez. El pelo cae hacia delante, me llevo una mano a la cabeza para retirarlo con los dedos.

                —Para no perder el hábito, hoy vamos a intentar otra novedad —le miro sin entender, aún tengo la respiración acelerada—. Quiero demostrarte que para mí eres única, además, es mi forma de darte las gracias por aceptarme —me sonríe con picardía—. Quiero que tú me hagas el amor.

                —¡¿Qué?!

                Sonríe.

                —Solo tienes que desnudarme y ponerte encima de mí.

                Le contemplo atónita.

                —He probado muchas cosas en mi vida Ingrid, —Sonríe quedamente— ni te imaginas las cosas que he hecho, pero jamás he dejado que una mujer se coloque así encima de mí.

                —¿Por qué?

                —Siempre me ha parecido poco varonil —estalla en carcajadas bajo mi atenta mirada—. Sé que es una tontería, en realidad lo que no me gusta es el hecho de dejarme dominar. En el sexo como en la vida me gusta llevar la voz cantante. Pero contigo puedo hacer una excepción.

                Mi cara debe ser ahora mismo un poema cómico porque él no puede dejar de reír.

                —Para mí también es algo nuevo.

                Sus carcajadas agitan su cuerpo  produciéndome un excitante cosquilleo.

                —Quítame la ropa —ordena recobrando la necesidad interrumpida, yo trago saliva mientras le miro de arriba abajo pensando por dónde empezar.

                Empiezo a quitarle la camiseta del pijama, él me ayuda alzando los brazos. En cuanto descubro su torso desnudo un calor abrasador asciende por todo mi cuerpo. «Pero ¡qué guapo es!» Me muerdo el labio inferior. No sé qué hacer ahora, parezco perdida y él lo nota.

                Tiro levemente de la goma de su pantalón para descubrir su erección, de repente me pongo nerviosa. Las manos me tiemblan, pero consigo quitárselos de una vez sin titubear.

                —Ahora te toca a ti.

                Inspiro.

                Me pongo de pie sobre la cama. Deslizo las braguitas hasta los tobillos y salgo rápidamente de ellas para luego dejarme caer de rodillas junto a él. El colchón se mueve debajo de mí.

                —Intentaré tener las manos quietas, pero no tardes mucho, no te haces una idea de lo mucho que me cuesta contenerme viéndote así frente a mí.

                No me hace falta tocarle, está tan excitado que me quedo sin habla mientras le observo. Ayer apenas me atreví a mirarle, hoy es diferente. No me creo que todo eso pudiera estar dentro de mí.

                Marcello se ladea y alcanza un preservativo. En cuanto acaba de enfundárselo me mira.

                —Ya está —dice mientras tiende una mano en mi dirección. La cojo y dejo que tire de mí. Me coloca cuidadosamente encima de su erección, con las manos a ambos lados de mi cintura.

                —Me tienes aquí para ti, haz lo que quieras.

                Sonrío. Resultaría tentador si no tuviera tanta vergüenza. Sé lo que tengo que hacer, pero aún no me he desprendido de toda mi inseguridad.

                —Piensas demasiado Ingrid, solo déjate llevar —sus manos siguen aferradas a mí, noto la presión que ejercen sobre mi cuerpo y como este arde, si sigue así se desatará una combustión instantánea.

                Me agacho un poco para besarle. Sus labios son dulces y apremiantes, me reciben con agrado mientras sus manos me masajean la espalda de arriba abajo. Vuelvo a alzarme, colocándome más certeramente sobre su erección. Desciendo poco a poco. Lo noto. En cuanto me siento preparada dejo que su miembro duro y exultante se deslice dentro de mí, ahogo un gemido cuando me empala completamente.

                Sentada encima de él, me siento llena, como nunca antes. Él se arquea y experimento un gran placer, como si llevara esperando esto toda la vida.

                —Ahora muévete —sus ojos brillantes me dan una pista de sus sentimientos. De cómo desea darme la vuelta y embestirme haciéndome suya como la noche anterior. Pero se contiene. Permanece quieto esperando a que mis movimientos sofoquen su necesidad de mí.

                Hago caso a la voz de la experiencia y muevo las caderas de delante hacia atrás sin sacar un milímetro de su miembro.

                —¡Dios Ingrid! Eres increíble.

                Me descuadran sus palabras. Pero no le hago demasiado caso y sigo moviéndome. Jadea y cierra los ojos con fuerza, me gusta ver como disfruta, ser yo la única causante de su placer.

                Esta vez varío el ritmo, subo y bajo varias veces, me retuerzo hacia atrás encajándome todavía más, él aprovecha para deslizar su mano de mi cuello al vientre y sigue descendiendo hasta que con el pulgar presiona el clítoris. Se desata la adrenalina que corre rápidamente por mis venas como un río embravecido, me muevo más deprisa, cada vez soy menos cuidadosa, pero él no se queja. Me empuja más y más mientras estimula con su pulgar esa parte tan sensible de mi cuerpo. Estoy a punto de alcanzar el clímax, no aguanto más y me libero. Desato varios gemidos mientras me muevo sintiéndome invadida por él, es tan gratificante esta sensación...

                —Voy a correrme... —Anuncia mientras coloca sus manos a ambos lado de mis caderas y me aprieta con fuerza, restregándome a su merced.

                Me gusta como lo hace, como su miembro se adapta a mi cuerpo y se mueve cada vez más rápido, hasta que libera un profundo jadeo que brota de lo más profundo de él mientras se deja ir. De pronto percibo la relajación de sus extremidades, segundos después, extiende los brazos mientras lucha por recobrar el aliento.

                —Uuuufff... no creo que me canse nunca de hacer el amor contigo, sea de la forma que sea, estás hecha a mi medida. ¿Ves? Parece que después de todo tú y yo encajamos a la perfección en algo.

                Sonrío al tiempo que me retiro de él con mucho cuidado. Todavía estoy alucinando por este orgasmo, no creo que haya nada mejor en el mundo.

                —¿Te ha gustado? —Me pregunta cogiéndome de la mano que lleva la pulsera.

                —Sí. Ha sido increíble. ¿Y qué tal tú con la nueva experiencia?

                —No pensé que me gustaría tanto. Eres tan erótica... de verdad, me pone un montón ver cómo te mueves encima de mí. Lo repetiremos.

                Entre carcajadas me cubro la cara con las sábanas. No me acostumbro a que nadie me hable de ese modo. Debe ser cosa de los italianos, pero sigue resultándome incómoda tanta dedicación.

                —Ingrid... —Tira de la mano que tiene sujeta, la besa y luego la deja sobre su torso desnudo. Percibo los latidos constantes de su corazón. Es sencillamente increíble— No pretendo asustarte, pero no quiero que te vayas. Me gustaría que vivieras conmigo, me quedaré mucho más tranquilo si lo haces.

                —Este no es mi hogar –le recuerdo.

                —¿Por qué dices eso? ¡Quiero que te sientas a gusto aquí! ¿Qué te hace falta? Yo te lo daré.

                —No me hace falta nada —le tranquilizo—. Simplemente me gusta mi casa.

                Suspira y se lleva las manos a la cabeza. Desliza los dedos entre su cabello tirando fuertemente de él. Sus ojos se rasgan.

                —Está bien... —vuelve a suspirar y se ladea para mirarme— Si Mahoma no va a la montaña, la montaña irá a Mahoma.

                —¿Qué quieres decir con eso exactamente?

                —Que me traslado a tu casa. Supongo que me harás sitio, ¿no?

                Sonrío con ganas. Solo me apetece abrazarle fuerte, me emociona que quiera vivir conmigo de la forma que sea. Hasta ahora no me he dado cuenta de lo afortunada que soy.

                —¿De verdad vendrías a vivir conmigo? ¿Dejarías este palacio sin más?

                —Ya te lo he dicho, tú eres lo único que quiero, lo demás, no importa.

                Vuelvo a sonreír y me inclino para abrazarle. Se queda tenso en un primer momento porque no lo espera, luego, relaja los brazos y me acoge. En cuanto me rodea ladeo el rostro para besarle el pecho antes de recostar cómodamente mi cabeza sobre él.

                —No sabía que eso te hacía tanta ilusión. Si lo llego a saber te lo hubiese propuesto el primer día.

                Sonrío.

                —El primer día te hubiese enviado a la mierda.

                Su rostro se contrae risueño.

                —Mira por donde, ese mismo deseo tuve yo la primera vez que me llamaste ravioli.

                Empiezo a reír a carcajada limpia.

                —Si te paras a pensar, ravioli es un apodo bonito.

                Me separa de él para estudiar mi rostro. Sus cejas están curvadas hacia arriba.

                —¿Qué te parecería a ti si yo te llamo gazpacho o salmorejo?

                Vuelvo a reír por el acento extraño que esas dos palabras tan de mi tierra adoptan en sus labios. La verdad es que algo humillante sí que es, pero yo lo encuentro divertido, y dándole un beso en el pecho, susurro:

                —Ravioli.

                Frunce el ceño, sigue sin hacerle gracia.

                —Ni se te ocurra volver a llamarme eso y menos en público.

                Su repentina seriedad me tensa. Él lo percibe y me da un beso en la cabeza para apaciguar ese pequeño destello de ansiedad. Naturalmente no dudo en contestarle, como buena española que soy, yo debo tener siempre la última palabra.

                —Solo cuando me hagas enfadar.

                Termino y él empieza a reír mientras me abraza aún más fuerte.

                —Madre mía... no sé qué voy a hacer contigo. Preveo que me vas a ocasionar más de un problema con los míos.

                Alzo el rostro para mirarle.

                —No quiero que tengas problemas por mí culpa.

                —No te preocupes por eso, tiene solución. Yo lo que no quiero es que el estar conmigo te limite.

                Frunzo el ceño. No para de repetirme eso, pero la verdad, no veo en qué puede limitarme si mi vida ya es lo suficientemente limitada de por sí.

                Vuelvo a relajarme junto a él. Estoy tan a gusto que no quiero salir de aquí nunca. Sus manos me rodean, yo le dejo hacer, no me toca para hacerme daño, sino para protegerme. Por fin veo la diferencia, el sentimiento de alivio me inunda.  

                —Muchas gracias Marcello, gracias por aceptarme tal cual soy.

                —No se merecen... por cierto, será mejor que nos pongamos en marcha. Creo que ya es bastante tarde.

                Me levanto enérgicamente. Él sonríe y niega con la cabeza mientras se dirige hacia el vestidor. Por el rabillo del ojo veo como coge una mochila de deporte para empezar a meter algo de ropa. No me ha engañado, se vendrá a vivir conmigo, no quepo en mí de gozo.

                Continuará dependiendo del interés que genere...