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El contrato (duodécima parte) 12 DESENLACE!!

en Grandes Series

Nota de la autora: Por fin presento el desenlace de la saga, este es el momento más delicado para un autor porque o gusta o decepciona, y depende del final que la historia se recuerde o no de forma agradable. He intentado llevar el desenlace hacia la proximidad y la realidad de los personajes, sus circunstancias y la manera de actuar teniendo en cuenta su personalidad. Espero que os guste tanto o más que las otras entregas. Gracias por leer, por opinar y valorar.

 

 

 

 

En capítulos anteriores...

 

 

(...)

     —Has ganado, Diana, me operaré –repitió haciendo alarde de la buena noticia, como si esa decisión bastara para borrar todo lo anterior–. Pero quiero hacerlo solo –puntualizó.

     Continuó hablando pero yo ya estaba lejos.

     Intenté levantarme de la cama, pero él me tocó el hombro para detenerme en cuanto captó mis intenciones. Le miré.

     —Esto lo hago por los dos –se apresuró a decir–. Solo quiero devolverte lo que te he arrebatado, quiero que regreses a tu hogar y retomes tu vida lejos de estos muros. Que encuentres el amor, alguien que te quiera y puedas formar una familia, o lo que quieras. Estudia, diviértete con las amigas, viaja... Vive la vida que te toca, Diana.

     Tragué saliva. Casi sin poder controlarlo las lágrimas empezaron a agolparse en el lagrimal. ¿Es que no se daba cuenta de que ya era tarde para eso? ¿No era capaz de ver que ya me había enamorado?

     —Me equivoqué casándome contigo, no te conocía y jamás pensé que llegaríamos tan lejos, sentimentalmente hablando. Debemos separarnos ya porque esto no es bueno. Jamás aceptaría que te quedaras conmigo para cuidar de mí, haciéndote cargo de un discapacitado. Diana... me importas tanto, si tú lo supieras... –noté cierto matiz de angustia en su voz– No puedo ser un lastre en tu vida, quiero que empieces de cero, con la certeza de que has salvado la vida de un hombre que estaba perdido. Pero nada más. Has pasado tu vida cuidando de tu madre, tu padre y tu hermano y nunca has tenido tiempo para ti, para descubrir la mujer que eres. Jamás podría privarte de ello y si te quedas, si permaneces junto a mí, acabaré haciéndote lo mismo que te han hecho los demás. Y tú eres demasiado buena, estarás junto a mí de forma incondicional por tus valores, tus férreas convicciones. No es eso lo que quiero para ti. Me costaría mucho superar lo que se me viene encima sabiendo que estoy arrastrando a la persona más importante de mi vida a vivir mi propia condena.

     Me picaba la nariz, pero conseguí aguantar la tentación de desplomarme.

     —¿Entiendes los motivos, Diana? Tengo que asegurarme de que lo entiendes. No es por ti, no es por nada que hayas hecho o dicho, es porque este cambio requiere de medidas drásticas para que ambos podamos llevar una vida relativamente normal. No quiero convertir lo bonito que hemos construido en algo tóxico, prefiero conservar siempre este recuerdo.

     ¿Qué podía hacer? ¿Luchar para convencerle de lo contrario? Lo cierto es que estaba HARTA de luchar, ya no me quedaban más fuerzas. En esta ocasión Edgar me había acorralado contra las cuerdas y había vencido asestándome un último golpe mortal.

     Lo realmente absurdo de la situación, era que por él lo había dado todo: me había tragado mi orgullo, había bajado hasta el mismísimo infierno para llevármelo conmigo, había hecho tantas estupideces... Pero todo había terminado.

     Tal vez tuviera razón, alejarme sería lo más sensato. Me ahorraría sufrimiento y la necesidad de estar lidiando con su fuerte carácter a todas horas. Me sentí como una imbécil al pensar que si me lo hubiese permitido, hubiera seguido peleando, desenfundando mi espada y abriéndome camino entre las zarzas de espinos para seguir reanimando su corazón.

     —Dime algo, por favor...

     Su voz suplicante me hizo volver bruscamente a la realidad.

     Le miré con frialdad, esta vez era yo el iceberg, y con todo el convencimiento del que fui capaz, dije lo único que sabía que quería escuchar:

     —Está bien.

     Nuestros ojos se miraron durante un fugaz segundo, no quise adentrarme en ellos. Esta vez el daño que me había infringido era irreparable.

     Sin prolongar más lo inevitable, me levanté de la cama llevándome la sábana enrollada en el cuerpo. No me apetecía que me viera desnuda, pues nunca me había sentido tan humillada.

     Me encerré en el baño largas horas. Cuando salí, él ya no estaba.       

 

 

 

 

Aliciente

 

 

    

      Había llorado lo suficiente como para llenar un pozo muy profundo y me había prometido no llorar más.

     Cogí una enorme bocanada de aire y estampé mi rúbrica en los documentos que aparecieron en mi mesilla de noche. Desde ese momento estaba legalmente divorciada y las condiciones eran inmejorables. Edgar había depositado una gran suma de dinero en mi cuenta, al parecer era la parte proporcional a los ingresos que había adquirido en los negocios el tiempo que habíamos permanecido casados, aunque eso no me importó demasiado. La realidad era que tenía tanto dinero que podía permitirme el lujo de vivir una buena temporada sin preocupaciones económicas. Eso sin mencionar los gastos de las operaciones de Marcos y la enfermera particular de mi padre, que cobraban puntualmente sus cheques en promesa a la deuda que había contraído con él a cambio de nuestro matrimonio. Matrimonio que Edgar había decidido romper voluntariamente y así se reflejaba en los documentos.

     Negué con la cabeza, enfadada. Esos papeles no me importaban lo más mínimo, estar casada o divorciada no tenía ningún valor para mí, pues jamás tuve la sensación de ser realmente su esposa. En cambio, lo que jamás le perdonaría era que echara por tierra todo lo que había hecho por él sin ánimo de lucro, que pisoteara los sentimientos que le había demostrado haciendo añicos mi ego.

     Lo cierto es que en los últimos días tuve que convivir con el odio y el resentimiento. Nunca hubiera dicho que una sola persona tuviera el poder de infundirme tanto.

 

     Edgar pasó la última semana encerrado en su despacho. No quise verle. Había decidido cerrar los ojos de una vez por todas y darlo todo por perdido. El momento más difícil fue cuando María vino a hablar conmigo, suplicándome con lágrimas en los ojos que arrancara a Edgar de la mazmorra en la que se había recluido, alegando que apenas comía y se estaba quedando muy delgado. Mi respuesta no fue otra más que llamar a Steve y que él se hiciera cargo.

     Así lo hizo. Durante la última semana, prácticamente pasó más tiempo con él que en el trabajo.

     Respecto a Edgar, qué más podía añadir. Seguía sufriendo en silencio por lo que pudo haber sido, pero empezaba a pensar como él y sabía que si le veía en ese lamentable estado, no le haría ningún bien. Así que aguanté estoicamente las ganas de bajar al sótano, de haber cedido a la tentación, no hubiese podido seguir adelante con el plan estipulado y me habría quedado.

     Suspiré con resignación. Pese a mi inminente marcha, tenía la sensación de que jamás conseguiría irme del todo, puede que una parte de mí se quedara en Escocia para siempre. Sin lugar a dudas, yo también echaría de menos cada detalle acontecido entre esas paredes, cada mirada, cada palabra dicha... Nada volvería a ser lo mismo después de eso.

     Acabé de empaquetar mis cosas y miré desde un rincón de la habitación mis escasas pertenencias; nunca había tenido mucho y tampoco me había ido tan mal; teniendo poco hay menos por lo que preocuparse.

     Llamaron a la puerta y puesto que estaba cerca, la abrí con ímpetu.

     Me sorprendió encontrarme cara a cara con Steve.

     —Hola –esbozó una sonrisa tibante. Le conocía lo suficiente para saber que no se sentía cómodo.

     —¿Has venido a despedirte?

     —Bueno..., sí, –volvió a sonreír sin demasiado entusiasmo– al final te vas, ¿eh?

     Me encogí de hombros. Ni siquiera me apetecía hablar con él, lo cierto es que una parte de mí quería salir de ahí cuanto antes y olvidarme de todas y cada una de las personas que me recordaban a Edgar. Necesitaba tranquilidad y pensar para volver a orientarme.

     —¿Cuándo te vas?

     —Puede que el viernes.

     —Ah. Bien –pasó sus manos por la cabeza, pero el gesto no me pareció natural.

     —¿Qué pasa?

     Emitió un fuerte suspiro y me cogió de las manos para llevarme hacia la cama con premura. Ahí tomó asiento, incitándome a hacer lo mismo.

     —Joder, necesito hablar con alguien o voy a explotar.

     —Está bien, te escucho. Habla –le animé.

     —No sé cómo manejar estos asuntos, lo cierto es que me sobrepasan.

     Cogí aire hasta cargar mis pulmones y lo exhalé con lentitud.

     —Respira, Steve. Respira.... –repetí el gesto–, inspira...

     Se rió como un lunático y se puso en pie de un salto. Luego se planchó la camisa con las manos proporcionándole a la tela movimientos enérgicos antes de volver a sentarse. Nunca le había visto así y estaba empezando a asustarme.

     —Sé que lo hemos hablado y quiero que sepas que tienes mi apoyo incondicional respecto a la decisión que tomas.

     —Vale... –dije arrugando el entrecejo, no sabía qué quería decir exactamente tras esas palabras.

     —También lo he hablado con Edgar y él lo entiende, tú lo entiendes, yo lo entiendo... ¡Todos lo entendemos! –exclamó eufórico, exaltándome.

     —Joder, Steve, ¿cuántos cafés te has tomado?

     —Oh, bueno –bufó como si eso no fuera nada–, llevo un par de noches sin dormir y por si no lo sabes eso no me hace ningún bien. Mañana operamos a Edgar.

     Arqueé las cejas por la sorpresa. Edgar nos había ocultado ese detalle tanto a María como a mí, alejándonos de su lado en los momentos difíciles, como hacía siempre.

     —¡Vaya! Ha ido mucho más rápido de lo esperado –observé con preocupación.

     —No era la idea que fuese tan pronto, pero en los últimos días se ha extendido una infección que no sé si seré capaz de controlar. Para que te hagas una idea –empezó gesticulando con las manos– tengo que abrir, extraer el pedazo tocando lo menos posible, aspirar la infección sin dañar la masa cerebral y cerrar. Es... ¡genial! –espetó con ironía–. Solo Dios sabe lo que realmente me encontraré cuando abra.

     Me mordí el labio inferior. Me había prometido no entrometerme, pero me costaba tanto alejarme sin más sabiendo que algo podía fallar y lo perdería para siempre... Puede que nunca volviéramos a estar juntos, pero la simple idea de que dejara de existir, era demasiado insoportable.

     —Pues a lo que iba –carraspeó Steve, incómodo–. Tú te vas a España, estás en tu derecho. Edgar decide operarse sin ti, no quiere que estés presente y hasta ha decidido acabar con vuestro matrimonio, me parece algo curioso, por cierto –dijo en tono cantarín–, en fin –negó con la cabeza, como un loco– ¿quién soy yo para opinar? Pero lo más jodido de todo es que yo no puedo enfrentarme a una operación de tal calibre si tú no estás presente. Es como si necesitara una cara amiga, ¿entiendes? Alguien que, al igual que yo, se preocupe por Edgar y esté ahí. ¡Joder! –exclamó llevando las manos al cielo– ¡Esto es un puto infierno! Estamos inmersos en una especie de triangulo extraño y tengo la sensación que ninguno de los tres sabe exactamente hacia dónde tirar.

     —Pero Edgar no está solo, María es la cara amiga que necesitas –argumenté con la boca pequeña.

     Rió fuera de sí. ¿Por qué se comportaba de ese modo?

     —Peeeero –alargó la palabra todo lo que pudo–, conozco demasiado a Edgar y sé que ese cabezota obstinado está completa y perdidamente enamorado de ti y decide acabar con todo, justo ahora. Puedo abrir su cabeza y volverla a coser, pero me sigue frustrando la carencia de ese aliciente. Verás –sopló y se tocó las sienes intentando ordenar sus pensamientos–, le comenté que debido a la infección se había añadido una dificultad más a la operación y ¿sabes qué fue lo que me dijo?

     Negué con los ojos desorbitados.

     —Que acabara cuanto antes con esto y que no me preocupara si le dejaba en la mesa de operaciones, que lo estaba haciendo por complacernos y fuera cual fuera el resultado, si todo se hacía demasiado complicado encontraría la forma de desaparecer.

     —¿Cómo? –pregunté con incredulidad.

     —Diana... –extendió los brazos y echó la cabeza hacia atrás, destrozado– Todo sería tan fácil si le amaras, si os hubieseis conocido en otro contexto, si él fuera menos orgulloso... tal vez entonces la ceguera no supondría un obstáculo tan grande.

     —Y no lo es –me afané en interrumpirle–, no para mí, al menos. Estaba dispuesta a eso y más, y le entregué mi corazón, pero no dudó en aplastarlo con el puño tantas veces que, al final, dejé de sentir.

     Me miró contrariado.

     —¿Entonces hubo un tiempo en el que le quisiste?

     Asentí, avergonzada.

     —Pero ya he tocado fondo, Steve. Una persona no puede luchar constantemente, es demasiado cansado.

     —¿Ya no queda nada de eso? –preguntó, esperanzado.

     Agaché la cabeza, sin responder. Eso le llevó a pensar que en mi corazón quedaba algún rescoldo que, con el viento adecuado, podría volver a arder.  

     —Porque si es así, si aún queda un ínfimo atisbo de esperanza, ¿qué importa intentarlo una última vez más?

     Suspiré, cansada. Pero no podía decir que en el fondo yo no deseara hacerlo. Necesitaba tener algún pretexto para desobedecerle e inmiscuirme deliberadamente en su vida, otra vez. ¿Steve me lo estaba dando?

     Le miré durante unos minutos que parecieron interminables, hasta que al final hablé:

     —¿Y qué propones?

     Sonrió ligeramente, parecía mucho más tranquilo en vista de que podía ceder.

     —Ven mañana al hospital, que te encuentre al despertar, y ahí, habláis las cosas. Joder, Diana, ni te imaginas el peso que me quitas de encima –de repente parecía mucho más animado–. Venía dispuesto a suplicar que te quedaras, a revelarte que ese enorme cabezota susurra tu nombre en sueños, prácticamente no puede vivir sin ti y si pudieras posponer tus planes durante un tiempo, al menos hasta que salga de esta, yo también estaría en deuda contigo.

     Sonreí de lo absurdo de su comentario.

     —No , por favor, no más deudas.

     Reímos al unísono, y en un impulso irrefrenable, Steve me abrazó con fuerza, agradecido.

     —Muchas gracias por tener tanta paciencia con él y ese corazón de oro.

     Reí.

     —No me hagas la pelota, Steve, si quieres que te diga la verdad, antes de irme mi siguiente paso hubiese sido enterarme del día de la operación e ir a verle, al menos para cerciorarme de que todo ha ido bien antes de poner tierra de por medio.

     Sonrió con sinceridad por primera vez desde que entró en la habitación.

     —Todo va a salir bien, ahora estoy seguro. Y créeme, no es demasiado tarde para arreglar lo vuestro, puedo asegurarte que nunca he visto a Edgar tan atraído hacia una mujer como lo está contigo. Ahora que está vulnerable, su subconsciente le traiciona más de lo que desearía y... bueno... estar todo el día escuchando Diana esto, Diana lo otro... Ha sido agotador.

     Volví a reír.

     —Me lo puedo imaginar.

     —No –negó divertido con la cabeza–, creo que no puedes. ¡Estos últimos días a su lado han sido un calvario! Y todo giraba en torno a ti. Cuándo le pregunté por qué se había separado si sentía todo eso citó una frase de algún erudito que decía algo como: "si quieres a alguien déjalo marchar" ¡Yo no podía creérmelo! ¡¿Qué clase de idiota dejaría marchar a quien realmente ama? Se debe pelear para retenerlo, ¿no?

     Me encogí de hombros. Obviamente Edgar no pensaba igual.

     —Bueno, Diana –zanjó poniéndose en pie–, ahora sí debo irme, necesito dormir. Mañana será un día largo.

     Acompañé a Steve hacia la puerta, sonriendo para mí por su cambio drástico de actitud.

     —Gracias por venir a hablar conmigo. 

     Steve sonrió de nuevo y me miró mostrando una gratitud inmensa. En cuanto se fue, emití un fuerte suspiro y volví a pensar en Edgar.

     «No puedes dejarme marchar, ¿eh? Te cuesta tanto como mí. ¿Cuándo vas a reconocer que no hay vuelta atrás, y aunque nos pese, estamos hechos el uno para el otro?»

         

Tras el cristal

 

 

 

            Los blancos e interminables pasillos del hospital no consiguieron calmar mi nerviosismo.

     Seguí a Steve mirando cada puerta que dejábamos atrás, preguntándome cuál de ellas nos conduciría a la agónica sala de espera. María estaba a mi lado, prácticamente no habló durante todo el camino, no solo estaba preocupada, además, tenía un profundo miedo por lo que pudiera ocurrir y sin ser consciente, consiguió trasmitírmelo.

     —Bien, ya estamos –Dijo Steve, abriendo la última puerta del pasillo– . Están a punto de sedar a Edgar y he conseguido este espacio para vosotras.

     La sala era pequeña, pantallas colgaban de la parte alta de las paredes, tenía una mesa en medio y varias butacas situadas frente a un enorme ventanal. Miré a través de él y vi que justo debajo se encontraba la sala de operaciones, donde ya estaban preparando todo el instrumental que iban a utilizar. María y yo nos giramos súbitamente en la dirección de Steve.

     —Esta es la habitación que utilizamos para que los estudiantes puedan seguir las operaciones, desde aquí podéis ver cómo va el proceso. Los auriculares permitirán que podáis escuchar y las pantallas os pueden ofrecer un primer plano de la operación, aunque no creo que queráis ver eso...

     María abrió la boca con preocupación.

     —¡Madre mía Steve! Si no es mucho pedir, yo esperaré fuera. No puedo ver algo así.

     —Por su puesto, María –se apresuró a responder–. Podéis sentaros fuera, es que pensé que os quedaríais más tranquilas si podíais verle y constatar que está bien.

     —Yo prefiero quedarme –alegué dirigiéndome hacia la enorme cristalera.

     Si me ponía de pie podía ver todo sin perder detalle, eso me parecía mejor que esperar en otra sala, aguardando en angustioso silencio a que alguien venga a ofrecer noticias.

     Steve se encogió de hombros.

     —Dejaré esta puerta abierta, podéis hacer lo que queráis.

     Miré a María y capté en el acto sus pensamientos. Estaba ausente, repasando en su mente todos los imprevistos que podrían surgir. Entendí perfectamente su preocupación y como único consuelo solo se me ocurrió abrazarla.  

     —Te diré cómo va todo –la tranquilicé.

     —Gracias, cariño. Solo quiero que esto acabe pronto.

     Me apretó con tanta fuerza que casi me dejó sin respiración. Cuando nos separamos, me sentí insegura. Pero no era momento ni lugar para mostrar debilidad, me acerqué a la ventana y respiré hondo.

     Edgar entró en la habitación sobre una camilla y completamente desnudo, tan solo cubierto por una sábana verde. Varios médicos y enfermeras le acompañaban y parecían hablarle, informándole del proceso que iban a seguir. Me fijé que habían rapado su precioso cabello oscuro y eso bastó para desbordar el torrente de emociones que llevaba un tiempo intentando ocultar. Mis ojos se llenaron de lágrimas y no di a basto restañándolas con la mano.

     Al ver que se movía, me quedé un poco más tranquila, aún no estaba dormido, así que me pegué literalmente al cristal, deseando que pudiera verme una última vez más.

     De pronto, Edgar alzó el rostro y reparó en mi presencia. Su boca se entreabrió por el asombro.

     Puse las manos sobre el cristal, necesitaba tiempo, un instante al menos para decirle todo lo que había callado. Pero el anestesista estaba a punto de actuar, y desde esa altura tenía pocas opciones de comunicarme con él.

     De pronto me invadió el miedo: ¿Y si algo salía mal? ¿Y si no volvía a despertar sin saber todo lo que sentía por él?

     Miré frenéticamente a mi alrededor y reparé en unas hojas en blanco que habían en la mesa central de la sala. Las cogí junto a un bolígrafo olvidado y me apresuré a escribir todo lo que quería que supiera.

     En cuanto terminé, corrí de nuevo hacia el ventanal y me enganché a él esperanzada.

     Estaba convencida de que podía leerme, para ello había preparado varias hojas escritas con letras grandes y fui acercando una a una al cristal, marcando una secuencia para que le diera tiempo a leerlas:

 

Solo quería decirte...

que no puedes borrar

todo lo que ha ocurrido.

Ha tenido que pasar esto

para hacerme ver que...

TE QUIERO,

 

     Esperé unos segundos más antes de mostrarle la última hoja:

 

cabezota petulante.

 

     Sonreí y su sonrisa se convirtió en un eco de la mía. Había tanto sentimiento plasmado en sus ojos claros, que me odié al instante por no habérselo hecho saber antes.

     Steve empezó a hacer señas con la mano, indicándome que presionara un botón de la pared. Miré por todas partes y cuando vi una especie de dispositivo lo accioné sin más.

     —Bien, así podéis escuchar todo lo que pasa aquí abajo –aclaró. Su voz se escuchaba alta y nítida por los altavoces–, solo nos escucharéis a nosotros, el altavoz es unidireccional. Por si no lo sabéis, esta operación no se puede efectuar con el paciente completamente dormido, administraremos anestesia local e iremos haciendo preguntas para descartar cualquier daño cerebral, una vez concluida la operación, le sedaremos completamente para asegurarnos ese momento de reposo que necesita el paciente. Así que... ¿estás preparado Edgar? Y ten cuidado con lo que digas a partir de ahora, Diana te está escuchando.

     —Adelante Steve, deja de dar rodeos y acaba de una maldita vez.

     Steve soltó una risotada.

     —¡Ese es mi chico!

     Uno de los ayudantes de Steve extendió la venda que iba a utilizar para cubrir sus ojos.

     —¡Espera! –le detuvo Edgar.

     Sus ojos se cerraron un instante antes de volver a mirarme, clavó literalmente su mirada en mí, parecía incluso que era capaz de atravesar el cristal y tocarme. Cuando sintió que había tenido suficiente le dedicó con un movimiento de cabeza que podía continuar. El ayudante vendó sus ojos y me pregunté si yo también sería la última vez que vería esa mirada viva, capaz de erizar el vello de todo mi cuerpo.

     El anestesista le aplicó la anestesia local y mientras esperaban a que hiciera efecto, Steve y Edgar se pusieron a hablar.

     —¿Qué hace ella aquí? ¿Qué le has dicho?

     Steve volvió a reír.

     —Le he dicho la verdad, ya lo sabes. Que eres un terco cabezota capaz de dejar marchar lo único que de verdad te ha importado en la vida.

     Edgar suspiró.

     —Ahora será peor para todos, si algo sale mal...

     —¿Tan poca fe tienes en mí? Te recuerdo que soy el mejor neurocirujano que existe sobre la faz de la tierra.

     —Eso es mucho suponer, ¿no crees? –preguntó riendo.

     —Cálmate, sabes que estás en buenas manos. Y ahora, por favor, no te muevas.

     Retrocedí un paso en el momento en que Steve hundió la hoja del bisturí en la parte de atrás de su cabeza, no podía mirar, era incapaz. Bajé la mirada pero permanecí a la escucha. Steve hablaba en su habitual tono de broma, haciendo diferentes peticiones a Edgar, desde que cantara mi canción favorita, hasta que le dijera la tabla del dos sin saltarse un número. Era inevitable soltar una carcajada de tanto en tanto, Steve se lo estaba pasando bien, aunque también era su forma de relajarnos, mostrando que lo tenía todo bajo control.

     Mi curiosidad hizo que alzara el rostro para volver a mirar a través del cristal. Lo único que vi fueron las cabezas de los profesionales actuando sobre el cuerpo inmóvil de Edgar. Justo en ese momento, Steve depositó el diminuto trozo de esquirla en una bandeja de acero, vi la sangre en sus guantes y me puse en pie de un salto, alerta.

     El corazón me iba a mil por hora, incluso me temblaban las piernas.

     Steve miró fugazmente hacia arriba y alzó el pulgar para tranquilizarme, seguidamente se dio la vuelta y continuó trabajando.

     Ya había pasado la parte más delicada de la operación y ahora el anestesista acabó de dormir a Edgar. Me entró miedo al verle tan callado sobre la camilla, tuve la misma sensación de estar observando a un cadáver, y ese pensamiento bastó para desatar el llanto.  

     La espera me pareció interminable. Fueron largas horas de angustia sin entender del todo lo que pasaba y lo que hacían, ahora que Edgar no estaba consciente, la operación se llevó en riguroso silencio, tan solo mencionaban tecnicismos médicos que no entendía. Confieso que hubo un momento en el que perdí la noción del tiempo encerrada en ese cuarto, no sabría decir si era de día o de noche, pero no quise apartar los ojos de la enorme cristalera en ningún momento, aguardé con el corazón en un puño hasta que algunas de las enfermeras empezaron a abandonar la estancia.

     Steve se quedó un rato más, ayudando a vendar la herida. Cuando el camillero se llevó a Edgar, volvió a mirarme. En esa ocasión se quitó la mascarilla verde y me dedicó una sonrisa radiante. Solo entonces volví a tomar aliento.

 

      Horas después Edgar tenía el aspecto de cualquier ser humano después de una larga y agotadora operación: como si nunca volviera a despertarse. Su cabeza estaba envuelta en blancos vendajes, y la quietud de la sala de recuperación se rompió cuando María empezó a llorar.

     —¿Te encuentras bien, María?

     Se enjugó las lágrimas con un pañuelo.

     —Se podría decir que ahora mismo soy muy feliz, sé que Edgar va a ponerse bien, pero... –sus ojos volvieron a hacer aguas– Edgar odia la idea de quedarse ciego y verse en la necesidad de depender de los demás, no sé cómo...

     —María –cogí aire y suspiré–, ¿Está vivo, no? Es lo único que importa.

     Giró el rostro apenada, estaba en su naturaleza preocuparse por Edgar y sí, tal vez habían motivos, pero ambas sabíamos que esta operación era algo inevitable.

     —Creo que iré a por un café –alegó poniéndose en pie–, ¿quieres uno?

     Negué con la cabeza y volví a mirar a Edgar.

     María se ausentó y yo aproveché para recostarme en su cama.

     El leve movimiento del colchón hizo que se dibujara una fugaz mueca en su rostro. Incluso con parte del rostro y la cabeza vendados, seguía siendo muy guapo. Recosté mi cabeza sobre su pecho y me concentré en seguir el ritmo de los latidos de su corazón, en ese momento me pareció el mejor sonido del mundo.

     Suspiré aliviada por ver que todo había salido bien, el mundo no podría perderse a alguien como Edgar, era demasiado excepcional.

     Cogí una de sus manos y empecé a acariciarla. La alcé y la contemplé desde todos los ángulos, parecía tan grande al lado de la mía... No pude refrenar el impulso de acercármela a los labios y besarla con ternura.

     —¿Diana? –preguntó con voz muy débil.

     —¡Edgar! –elevé el tono debido a la euforia– ¿Cómo te encuentras?

     —Pues no sabría decir... –contestó e intentó incorporarse un poco.

     —¡No te muevas! –le previne– Voy a llamar a Steve para decirle que ya te has despertado.

     —No, espera un momento.

     —Pero él dijo que si te despertabas...

     —Diana... –susurró y movió levemente su mano intentando encontrarme.

     —Estoy aquí –cogí su mano y la apreté cuidadosamente.

     —Me has desobedecido –continuó con voz queda.

     Puse los ojos en blanco.

     —No es la primera vez, no sé por qué te sorprendes.

     —Pero, debes volver a Barcelona, a tu hogar.

     Apreté los labios.

     —Por más que me cueste admitirlo, mi hogar ahora es este. Allí tan solo queda el recuerdo de lo que fue mi infancia. Las cosas han cambiado mucho para mí.

     —Puedes volver a empezar, eres joven.

     —Ya lo sé, podría volver a empezar, conocer gente nueva, volver a formar un hogar... pero no me apetece dejar este.

     Edgar giró la cabeza y pareció mirarme a través de los vendajes.

     —Tengo miedo, Diana.

     Apreté aún más fuerte su mano y la llevé junto a mi corazón antes de volver a  besarla.

     —Dicen que tener miedo es bueno, significa que tienes cosas que perder.

     Sonrió.

     —Sigo pensando que deberías irte.

     —Y yo pienso que debo quedarme, amor mío.

     De nuevo sus ojos vendados parecieron posarse en los míos.

     —¿Qué has dicho?

     —Te quiero, Edgar. No sé cuál fue el momento exacto que me hizo inclinar la balanza del odio hacia el amor pero... ya no hay vuelta atrás.

     —Diana... –sus dedos buscaron los míos a tientas para entrelazarlos– ¿me compadeces?

     Se me escapó la risa.

     —¿Compadecerte? –me burlé– ¡Me compadezco de mí misma! Voy a tener que aguantarte los próximos cincuenta o sesenta años. Arrogante, controlador, bipolar... ¡Menuda vida me espera!

     —No te estoy pidiendo que te quedes –remarcó él, muy serio.

     —Lo sé, tal vez por eso quiero quedarme. Y ahora... –me separé de él para pulsar el botón y avisar al médico– ha llegado la hora de que te vea Steve.

    

     Nuestro amigo no tardó en entrar en la habitación con energía. Parecía pletórico de que todo hubiese salido tan bien, pero aún quedaba lo más delicado: retirar los vendajes de Edgar y ver realmente si sus nervios ópticos habían quedado tan dañados como para vivir en las sombras, o tal vez había ocurrido un pequeño milagro, ese uno por ciento del que hablaba Steve de que siguiera conservando la vista.

     Por alguna razón aferrarnos a las posibilidades más remotas forma parte de nuestra condición de ser humano, tal y como dicen, la esperanza es lo último que se pierde y eso fue lo que hizo que mi corazón se acelerada mientras Steve retiraba cuidadosamente los vendajes de su rostro.

     Apreté con fuerza su mano; tenía que salir bien, creía en las probabilidades, por ínfimas que fueran, y estaba convencida de que volvería a verme con su habitual admiración y esta vez todo sería distinto. Ya no tendría que colarse en mitad de la noche en mi habitación para observarme, ni dibujarme a escondidas, yo le invitaría a entrar y posaría para él las veces que hicieran falta, porque habían dejado de existir las barreras entre nosotros.

     En cuanto sus ojos quedaron libres, los abrió con lentitud y pude ver el nítido color azul cielo de su ojo izquierdo. Parecía el mismo de siempre y eso me hizo contener la respiración a la espera de una señal. Lo único que me faltaba para dar botes de alegría era constatar que podía vernos.

     María me sostuvo la mano con mucha fuerza, al igual que yo, empezaba a creer en los milagros.

     Mi cuerpo se tornó rígido cuando su rostro se ladeó y me miró con atención.

     —¿Y bien? –preguntó Steve, esperanzado.

     Edgar cerró los párpados con lentitud y aguardó un par de segundos antes de volver a abrirlos.

     Al igual que antes pareció enfocarme.

     Seguimos a la espera mientras repasaba la habitación con la mirada.

     —Nada, Steve. No veo nada.

     María se tapó la boca para amortiguar el llanto. Incluso Steve suspiró con amargura.

     Me acerqué a la cama y cogí la mano de Edgar con firmeza.

     —¿Y qué tal la cabeza? ¿Te duele?

     Pareció como si Edgar mirara el techo de la habitación.

     —Es curioso, no recuerdo lo que es vivir sin la constante presión en mi cabeza, debo adaptarme a esta sensación.

     Sonreí.

     —Esto es una buena señal. Me alegro de que no vuelva a dolerte la cabeza. Se acabó la medicación, encerrarte en tu despacho...

     —Y se acabó ver –concluyó mi discurso con desánimo.

     —Ya sabíamos que eso pasaría –confirmó Steve–, pero por otro lado no sabes los progresos que hay en el campo de la medicina. Los trasplantes, células regenerativas... investigaré a fondo sobre el tema, te lo aseguro. Mientras tanto... yo me sentiría afortunado, sigues con nosotros y la herida está cicatrizando estupendamente. No se puede pedir más.

     Me acerqué a su rostro y le di un tímido beso en los labios.

     —Gracias Steve –comenté sin separarme de Edgar–, has hecho un buen trabajo.

De vuelta a casa

 

    

 

     Me miré frente al espejo. Tenía los ojos enrojecidos tras haber estado llorando gran parte de la noche, se veían aún más distintos que de costumbre. Me pasé las manos por el pelo, intentando peinarlo y me recoloqué el flequillo hacia una lado, para poder recogerlo detrás de la oreja.

     Había llegado el momento de ir en busca de Edgar. Le daban el alta hospitalaria y sabía que volver a casa resultaría difícil.

     El tiempo que había permanecido en el hospital me había afanado en adaptar la casa, no cambié demasiadas cosas, solo aquellas que suponían un obstáculo para el desplazamiento. Steve me había recomendado un tutor itinerante que acompañaría a Edgar los primeros meses y le enseñaría estrategias que le facilitarían la autonomía. Era un tipo encantador, vital y con energía con el que congenié de inmediato. Él fue quien me ayudó a adaptar la casa para que estuviera a punto para su llegada.

     —¡Eh! ¿No serán lágrimas eso que veo en tus ojos, verdad?

     Sonreí fugazmente a Matt, el tutor.

     —Es que no sé qué va a pasar, tengo miedo por primera vez desde que vine a Escocia, ¿te lo puedes creer? –reí de lo absurdo– Me han pasado cosas malas y he vivido situaciones que... –negué con la cabeza, intentando desterrar el recuerdo– pero es justamente esta tontería lo que me aterra: volver a convivir con Edgar.

     Matt se sentó en el sofá y palmeó uno de los cojines con la mano para que le acompañara. Me senté a su lado y dejé que me cogiera de las manos.

     —¿Tienes idea de la de veces que he hecho esto? Me refiero a la cantidad de personas que he conocido que han perdido la visión de la noche a la mañana –recalcó Matt–. Hay dos tipos de personas: las que nunca lo superan; pueden llegar a convivir con la discapacidad pero la nostalgia por todo lo que ya no pueden hacer pesa más y es como una sombra que les acecha constantemente y les impide reír, soltarse, volver a ser ellos mismos... Y los que tienen una fortaleza interior increíble y encuentran nuevas formas de seguir haciendo todo lo que hacían antes sin ningún obstáculo que se lo impida. Con esto no estoy diciendo que este segundo grupo no tenga momentos de debilidad, estoy diciendo que su fuerza de voluntad les ayuda a superar sus limitaciones.

     Le contemplé en silencio un rato, analizando en mi mente las palabras que había dicho.

     —Edgar pertenece al segundo grupo –continuó con seguridad–. No está en su naturaleza rendirse, encontrará la forma de salir adelante, siempre. Así que no temas, volverás a ver en él el hombre que recuerdas.

     Los ojos volvieron a llenarse de lágrimas, ¿esperanzados tal vez?

     —Podrías equivocarte.

     —Podría, pero no lo he hecho, ya lo verás.

     Suspiré y volví a sonreírle, sus palabras me hicieron sentir mejor, era justo lo que necesitaba escuchar en ese momento.

     —Cuando le veas bloqueado y quieras halar con él, cógele de las manos –sostuvo nuestras manos unidas en el aire, para que supiera a lo que se refería–, esto relaja y no olvides que es así como te nota realmente próxima. El contacto es fundamental, así que no le sueltes y todo irá bien.

     Me aferré a ese consejo como si fuera mi único salvavidas en mar abierto. Pasara lo que pasara no iba a soltar a Edgar. Jamás.

    

     —Encantado de conocerle señor Walter, me llamo Matt y si le parece bien, me quedaré con usted un tiempo.

     —Oh, por favor, no tengo bastante con ser ciego que me han puesto un niñero a tiempo completo.

     —Dale una oportunidad a Matt, me cae bien –alegué y el susodicho me guiñó un ojo– Y ahora vamos a entrar en casa, hace frío aquí fuera.

     Sostuve la mano de Edgar y la coloqué por encima de mi codo derecho, como me había indicado Matt, y caminé lentamente hacia la casa, guiándole.

     Podía advertir que estaba nervioso, indeciso por regresar a su hogar y sentirlo de forma diferente. Fui yo la que guié sus pasos hasta cruzar el umbral de la puerta.

     —Mira, Edgar, hemos puesto unas cintas aterciopeladas en la pared para que puedas guiarte con tan solo colocar tu mano.

     Llevé su mano hacia la pared y él tocó la cinta adhesiva. Seguidamente la repasó con los dedos, desplazándose con lentitud.

     Suspiró y se detuvo en seco.

     —Quiero ir a mi habitación, estoy cansado.

     Alegó girando el rostro en nuestra dirección.

     Miré a Matt con la pena plasmada en el rostro; este solo era el principio de lo mucho que faltaba por venir.

 

    

    

      

Aprendiendo

 

 

 

 

     Los días siguientes fueron tan duros como me había imaginado. Edgar estaba poco participativo en las lecciones de Matt, pero ni su tutor ni yo nos resistíamos a dar la causa por perdida.

     Al parecer estaba pasando un duelo, adaptándose a las nuevas circunstancias e intentando vivir de forma distinta a como estaba acostumbrado. Tantos cambios le saturaban, pero entre esos cambios había uno positivo, del que apenas había sido consciente.

     Salí del baño y volví a entrar en la habitación a hurtadillas, eran las doce del mediodía y seguía dormido, como un niño. Hacía quince años que no dormía tan plácidamente y eso se debía a que ahora no le dolía la cabeza. Se acabaron las jaquecas, las excursiones al sótano a media mañana, sus días de encierro, las medicinas para controlar la infección...

     Me acerqué despacito a él y me metí en la cama. Me pegué a su espalda y aspiré su nuca, enseguida me embriagó ese olor familiar que causaba estragos en mi corazón.

     Emitió un leve gruñido y aproveché a enroscar mis brazos todavía más fuerte a su alrededor.

     —Diana... –empezó con voz pesarosa– ¿no tienes nada que hacer hoy?

     Le di un beso en la nuca y me incorporé un poco para susurrar en su oreja:

     —No. ¿Y tú?

     —No quiero levantarme.

     —Pero son más de las doce –me quejé.

     Se giró lo suficiente para reposar su espalda contra el colchón.

     —No sé qué sentido puedes encontrarle a esto, no sé por qué sigues aquí, la verdad, no lo entiendo.

     —Ya lo sabes, te lo dije en el hospital; estoy aquí porque te quiero.

     Emitió un suspiro y negó con la cabeza.

     —No puedes querer a medio hombre. No te mereces esto.

     —En eso tienes razón –constaté con humor–, yo merezco un hombre que me quiera, con el que pueda conversar, reír, jugar... Lo estás poniendo muy difícil, lo sabes, ¿verdad?

     —No puedo darte nada más, no me encuentro bien y te lo creas o no, no pasa un solo día en el que no me despierte esperanzado, pensando que has cogido tus cosas y te has ido definitivamente. Haces que me odie a mí mismo por no poder ser la persona que quieres.

     Fruncí el ceño. Ciertamente debía molestarme todo lo que había dicho, pero nada más lejos de la realidad, me había mentalizado para ese tipo de comentarios hirientes, de hecho, ahora que lo pienso, toda nuestra trayectoria no había sido más que un entrenamiento de lo que estaba por venir, así que sus palabras producían el mismo efecto en mí que el agua en el aceite.

     —Pues es una lástima. No voy a irme de tu lado, cuanto más intentes alejarme, más me acercaré. No tenemos elección.

     —Tú sí la tienes.

     Negué con la cabeza y rodé hasta él subiéndome encima, dejando su cuerpo presionado debajo del mío.

     —No, no la tengo –le besé muy suavemente en los labios–, te quiero, cabeza de alcornoque.

     Sonrió levemente.

     —¡¿Cómo puedes quererme?!, después de todo lo que he hecho, lo que te he dicho, lo que me ha pasado... –sostuvo mi rostro con sus manos y pareció como si me mirara directamente a los ojos, su ojo izquierdo seguía conservando el color turquesa que tanto me gustaba.

     —Te quiero por lo que me transmites, por lo que me haces sentir. Porque estaba realmente perdida hasta que te encontré. Ahora sé lo que quiero en mi vida.

     —¿Y qué quieres?

     Sonreí y volví a besarle, esta vez con más intensidad. Sus manos dejaron mi rostro para acariciar mi espalda. Me incorporé sentándome a horcajadas encima de él y como si estuviéramos sincronizados, él leyó las señales de mi cuerpo con sus manos y fue ascendiendo la tela del camisón desde las nalgas. Su respiración empezó a agitarse, hacía mucho que no nos tocábamos, a mí me parecía toda una eternidad y mi cuerpo entero lo anhelaba.

     Me recosté nuevamente encima de él para besarle con una apremiante necesidad. Sus manos masajearon mi cintura y fue incorporándose hasta terminar sentado frente a mí. Presioné mi frente contra la suya, intentando sosegar mi agitada respiración.

     Aprovechó mi pausa para besarme el cuello, lo giré, permitiéndole el acceso a cada rincón. Su rostro fue siguiendo las pautas que marcaban mis movimientos mientras sus manos pasaban suavemente por mi espalda, erizándome el vello.

     Me estremecí y supe que él lo había notado por la sonrisa que se dibujó en su rostro.

     Con lentitud llevé mis manos a la espalda para atrapar las suyas y retirarlas con cuidado.

     Ascendí levemente las caderas y me di la vuelta ofreciéndole la espalda. Volví a sentarme a horcajadas sobre él y fui colocándome hasta apoyar la cabeza sobre su hombro. Cerré los ojos un instante, dejando que sus manos volvieran a tocarme, pasaron por mis pechos que subían y bajaban debido a mi desacompasada respiración, luego descendieron hasta alcanzar el pubis. Gemí de deseo cuando sentí el calor de su contacto entre los muslos.

     No podía dejar de mover las caderas, encajando su erección. Me producía placer sentir la presión de su miembro debajo de mí.

     Utilicé las manos para retirar su calzoncillo sin necesidad de moverme, lo arrastré por sus muslo y él alzo las caderas soportando mi peso para que pudiera retirárselos. Nos ayudamos de las piernas y los pies para desprendernos de la ropa que nos sobraba, manteniendo en todo momento nuestros cuerpos pegados.

     Su mano ascendió en un suave barrido por mi cuerpo hasta alcanzar mi cuello, inevitablemente volví a gemir.

     Uno de sus dedos invadió mi boca y lo chupé con avidez al tiempo que, sintiéndome dominada por un deseo superior, me movía juguetona sobre su palpitante miembro, duro y caliente. La presión se hacía casi insoportable y el balanceo tentaba a ser penetrada, sin llegar a conseguirlo.

     Su respiración, fuerte y ronca me indicaba que lo que hacía le gustaba. Estaba utilizando su miembro para darme placer y pronto mis movimientos se volvieron más insistentes mientras sus manos presionaban partes estratégicas de mi cuerpo para llevarme al éxtasis. Entonces sentí la fuerte necesidad de sentirlo dentro, quería que me llenara, sentirle todavía más profundo y no lo dudé, me alcé un ápice y, sosteniendo su miembro con la mano, fui introduciéndomelo lentamente, sintiendo como me dilataba la vagina con su falo centímetro a centímetro hasta alcanzar el útero.

     De su garganta brotó un jadeo de satisfacción al tiempo que sus manos rodeaban mi cintura desde atrás con una fuerza desmedida.

     Me había empalado a él completamente y casi no podía moverme, tan solo balancearme de delante hacia atrás, acompañando el son que marcaban sus manos.

     —Diana... no puedo más –prácticamente gimió.

     —Yo tampoco... –reconocí con la voz ronca.  

     Me moví un poco más fuerte, y justo en el momento en el colocó el pulgar sobre mi clítoris, llegué al orgasmo. Como las veces anteriores sentí la electricidad correr por mi cuerpo hasta llegar a la punta de los dedos de los pies.

     Edgar volvió a susurrar mi nombre y se dejó ir con un gutural gemido contra mi cuello.

     No quería que parara nunca.

     Nuestras respiraciones erráticas indicaban que estábamos exhaustos, demasiado cansados para movernos y permanecimos así un buen rato, sin atrevernos a hablar.

     Perdí la noción del tiempo.

     —Voy a ducharme –anuncié tumbándome a su lado.

     Tenía los músculos agarrotados tras el esfuerzo.

     —¿Por qué, si no hemos acabado todavía?

     Se colocó encima de mí y llevó su mano hacia mi rostro. Lo acarició hasta encontrar mis labios. Una vez localizados, se inclinó para besarme. Mordí tiernamente su labio inferior.

     —Estás muy activo esta mañana –comenté con humor.

     Se echó a reír.

     —Tengo la sensación de que he despertado de una larga hibernación.

     Le devolví el beso y por increíble que parezca volví a excitarme.

     —Tú has hecho lo que has querido –susurró sobre la base de mi mandíbula– ¿me dejas a mí tomar el control esta vez?

     —Adelante –le animé extendiendo los brazos sobre la cama a modo de cruz.

     Edgar siguió besándome, descendiendo por mi cuerpo hasta llegar a la altura del ombligo. Sentí su mano sobre el pubis, acariciándome y separando los labios con suavidad. Percibió la humedad en mí y el exceso de lubricación tras el sexo.

     —Date la vuelta –pidió.

     Así lo hice.

     Edgar siguió trazando su particular camino de besos, esta vez por mi espalda, las nalgas, la parte trasera de las rodillas... ascendía y descendía a placer hasta que sus manos fueron orientando mi cuerpo. Colocó una de ellas bajo el vientre indicándome que me levantara. Luego se pegó a mi espalda y me acarició los brazos para que los despegara del colchón. Los llevó hasta la barra horizontal que formaba parte del cabecero de la cama para que me agarrara a él.

     Entonces sentí el peso de su cuerpo sobre mi espalda, los dos de rodillas sobre la cama, sin vernos pero sintiéndonos muy cerca.

     Las manos de Edgar volvieron a acariciarme el sexo, esta vez desde atrás y mi cuerpo se movía hacia delante, obligándome a mantener el equilibrio mientras me agarraba con fuerza al cabecero.

     Gemí próxima al orgasmo por la pericia de sus dedos, que entraban y salían de mí en un sensual masaje que me estaba llevando al límite de mis fuerzas. Entonces se cuadró detrás de mí y de una sola estocada, me invadió entera.

     De su garganta brotó un gemido y empezó a moverse rápido, enérgico, con mucha fuerza. Mi cuerpo se agitaba balanceando los pechos mientras me aferraba a la barra de acero con todas mis fuerzas, intentando mantener la postura.

     Pasaron largos minutos en los que los dos perdimos el control, simplemente nos dejamos llevar por el son que marcaban nuestros cuerpos, buscando su propia liberación. Cuando llegamos al clímax nos desplomamos sobre el colchón con la respiración agitada.

     Sonreí con picardía.

     —¿De qué te ríes?

     Me giré extrañada.

     —¿Cómo sabes que lo estoy haciendo?

     Se encogió de hombros.

     —Puedo percibirlo. Es raro, porque al no verte, mi atención se centra en otro tipo de cosas. ¿Sabías que cuando llegas al orgasmo dejas de respirar?

     Me puse roja como un tomate.

     —¡No digas tonterías!

     Su risa fue la que provocó que volviera a mirarle.

     —¿Es vergüenza eso que detecto?

     Retiré la sábana que había debajo de él para hacerlo rodar hacia el lado opuesto.        

     —No sé si me conviene que te hayas quedado ciego, antes no eras tan suspicaz.

     Se le escapó la risa.

     Sus manos recorrieron el espacio que nos separaba hasta encontrar la mía y llevársela a la boca para besarla.

     Unos golpecitos en la puerta rompieron la calma que nos envolvía y los dos nos pusimos en tensión.  

     —¿Qué pasa? –demandó Edgar algo molesto.

     —Señor Walter, soy Matt, es hora de nuestros ejercicios.

     —¡Por el amor de Dios! –bramó poniéndose en pie de un salto y buscando a tientas su ropa interior en el suelo– No pienso hacer nada hoy, ni mañana, ni siquiera la semana que viene, así que ya puedes irte de mi casa.

     —¡Edgar! –le reprendí pero fui ignorada.

     —Bueno, en eso no puedo complacerle, ¿así que por qué no mueve el culo, me deja entrar y le enseño cómo afeitarse y orientarse en su propio baño?

     —¡Esto ya es pasarse! –gritó alterado– ¿quién coño se cree que es para hablarme así?

     Se dirigió hacia la puerta, con una mano en alto para no chocar, y abrió de un brusco estirón.

     —Veo que ha funcionado –dijo Matt con una sonrisa–. Buenos días Diana, ¿me lo dejas un rato?

     —¡Desde luego! –exclamé cubriéndome con la sábana. Me acerqué a ellos y tiré levemente de Edgar para ofrecerle un discreto beso en los labios– Pero no me lo canses mucho, que luego es mi turno.

     Mi comentario consiguió relajar a Edgar y hacerle sonreír. Abrí la puerta que separaba ambas habitaciones y me concedí un momento de intimidad.

    

     Edgar empezó a aceptar la ayuda de Matt. Cada mañana le ayudaba a asearse, le enseñaba cómo guiarse en la habitación, los pasos que debía dar hasta la pared más próxima y así tocarla para desplazarse a cualquier otro punto del espacio. Poco a poco Edgar empezó a integrar sus enseñanzas, se orientaba bien por cada rincón de su casa sin necesidad de utilizar las manos. Juntos ordenaron su armario, clasificaron la ropa de forma estratégica para él supiera qué ponerse en cada ocasión. También impartían clases de braille, incluso lecciones para utilizar el bastón en los espacios abiertos. Con frecuencia iban a pasear largas horas por la finca, les observaba por la ventana y para qué negarlo, se me escapaban las lágrimas.

     —¿Por qué lloras, cariño? –miré a María.

     —No lo sé –reconocí–, Edgar está bien, parece que se está acostumbrando a vivir en la oscuridad y que cada vez le resulta más fácil, pero verle así, con un bastón para poder desplazarse... me pone triste.

     María me abrazó desde atrás, mirando como yo a través de la ventana.

     —Me temo que no solo debe acostumbrarse él a esta nueva forma de ver el mundo que le rodea, nosotras también.

    

     A la hora de la cena nos sentamos frente a la mesa, María preparó una exquisita parrillada de verduras y carne a la plancha. Matt estaba de buen humor debido a los progresos de Edgar, prácticamente estuvieron hablando durante toda la cena acerca de los avances que habían hecho, pero yo no me encontraba demasiado bien, así que me limité a escucharles y reír de vez en cuando de sus ocurrencias. María me miraba con frecuencia, preguntándose por qué estaba tan ausente y al parecer, no había sido la única que se había percatado de mi abstracción.

     —¿Qué pasa, Diana? ¿Qué va mal?

     Di un respingo en mi silla.

     —No me pasa nada –alcé mi mano para alcanzar la de Edgar, que estaba sobre el mantel.

     Mi respuesta no pareció satisfacerle, pero decidió no volver a preguntar, se guardó para él sus dudas y fue Matt quien intervino, desviando nuestra atención.

     —Y ahora... es hora de hacer algo con esto.

     Se dirigió hacia la parte trasera del sofá y descubrió la guitarra que había dejado escondida.

     —¡Tachán! –exclamó acariciando las cuerdas.

     Edgar descendió el rostro.

     —¿Qué pasa? –preguntó Matt.

     —Antes solía tocar, pero ahora...

     —Ahora lo harás mucho mejor –afirmó acercándose a él–, ya verás, prueba.

     Edgar negó con la cabeza.

     —No puedo hacerlo, no sin ver las cuerdas.

     Matt le contempló perplejo.

     —¿De verdad no sabes que la guitarra se toca mejor si solo utilizas el oído?

     —No lo sé, pero la verdad es que no me apetece.

     —Pues a nosotros sí, adelante –le hizo entrega de la guitarra.

     —¡Vamos! Seguro que te sabes mi canción de memoria– le animé.

     Edgar suspiró y armándose de valor, sostuvo la guitarra entre sus manos. Casi sin ser plenamente consciente empezó a tocar, la melodía salió sola.

     María aplaudió con energía tras la canción y se levantó para abrazar a Edgar.

     —¡Toma ya! –alabó Matt impresionado, aunque el primer sorprendido de haberlo conseguido fue el mismo Edgar– Y también he visto que tienes un piano.

     — Nunca he sabido tocar el piano –se adelantó Edgar.

     —Pues no es tarde, da la casualidad de que yo sí sé un poco.

     Empezaron a hablar de música, de cuándo podían iniciar las clases de piano y la verdad es que no tardé en desconectar. Al día siguiente teníamos una visita rutinaria en el hospital con Steve, y pese a que no era nada importante, estaba nerviosa.

 

Hablar de más

 

 

 

            Esa mañana llegamos a la hora indicada a la consulta de Steve. Era la primera vez que Edgar acudía al hospital para someterse a un chequeo sin hacer un drama. Viniendo de él, era todo un progreso.

            —¿Cómo te encuentras? ¿Mareo? ¿Dolor de cabeza?

            Edgar negó con la cabeza.

            —No ha vuelto a dolerme.

            —Eso son buenas noticias.

            —¿Y cómo llevamos los cambios?

            Suspiró.

            —Depende del día.

            Steve soltó una discreta risita y me miró.

            —Matt está haciendo un buen trabajo, ha conseguido que Edgar vuelva a tocar la guitarra y, además, quiere darle clases de piano –intervine orgullosa.

            —¡Eso es fantástico! Yo también puedo ayudarte con eso, ya va siendo hora de que toques ese fantástico Seiler.

            —Bueno... eso son palabras mayores, prefiero ir poco a poco, ya sabes que la frustración no la llevo demasiado bien...

            Se echó a reír.

            —Doy fe. Bueno –dio una palmada y se levantó de la silla con energía–, ahora iremos a hacer un escáner para ver que todo cicatriza correctamente, así que será mejor que vayas a la habitación contigua y te desnudes mientras yo hago unas cuantas visitas. Mi compañero vendrá a recogerte.

            Nos dirigimos a la habitación de al lado y corrí enérgicamente la cortina para ofrecer algo de intimidad, pese a que estábamos solos y no hacía falta. Ayudé a Edgar a desvestirse y le entregué la bata blanca con la que debía cubrirse.

            —¿Estás nervioso? –pregunté mientras esperábamos.

            —La verdad es que no. No me asusta lo que pueda decirme.

            —Pues yo si lo estoy, no lo puedo evitar.

            Llevó la mano en la dirección de mi voz y me afané a cogérsela. La apretó fuerte contra las suyas.

            —No tienes por qué, la verdad es que me encuentro bien. Se me hace raro no sentir dolor de cabeza, me acostumbré a convivir con él.

            —Por suerte ya todo ha terminado, ahora las cosas solo pueden ir a mejor.

            Sonrió por lo bajo, desviando el rostro.

            —Señor Walter –los dos dimos un respingo.

            —He venido a recogerle, ¿se tumba en la camilla, por favor?

            —Nos vemos de aquí un rato.

            Corrí hacia él y le di un fugaz beso en los labios antes de que se lo llevaran.

            —Hasta ahora.

           

            Pasé un buen rato en el despacho de Steve comiéndome las uñas. ¿Y si encontraban algo extraño y tenían que volver a abrirle? ¿Soportaría otra operación? ¿Le quedarían más secuelas? Era inevitable ponerme en lo peor, una parte de mí se negaba a admitir que todo hubiera resultado tan sencillo.

            Steve entró en su despacho horas después, canturreando una canción.

            Me levanté de la silla en el acto.

            —Oh, no –me hizo un gesto con la mano–, puedes sentarte.

            Puso una carpeta amarilla sobre la mesa.

            —Estos son los resultados del escáner –me los enseñó–, su cerebro se ha repuesto estupendamente.

            —Menos mal –suspiré aliviada–, no podría soportar una mala noticia más.

            —No seas tan derrotista, ¿tan poco confías en mí? –rió.

            —No, sé que tú haces bien tu trabajo, es solo que... si algo malo pasara...

            —Eh, –retiró las carpetas de la mesa para acariciar mis manos– ¿está siendo muy duro lidiar con Edgar y su ceguera?

            —¡Oh, no! –hice una mueca– Las primeras semanas se hicieron insufribles pero poco a poco va haciendo, a veces no me doy cuenta y le trato como si todavía pudiera verme, me cuesta recordar ya que no es así.

            Sonrió.

            —Seguro que eso le hace sentir de maravilla. La verdad, Diana, no sé cómo agradecértelo; todo lo que le estás ayudando... Sin ti no hubiera sido lo mismo.

            Descendí la mirada.

            —¿Y tú? ¿Cómo estás? –me preguntó de repente.

            —Bien.

            Entrecerró los ojos, evaluando mi respuesta.

            —Solo quiero la verdad, jovencita –me reprendió con humor–, así que dispara.

            Me encogí de hombros.

            —Es que desde la última vez que hablamos no hay novedades.

            —¿Ninguna? –preguntó decepcionado.

            —Ninguna –confirmé.

            —¿Y cómo van los trámites?

            Suspiré. Sabía que estaba buscando una excusa para abordar el tema. Steve se convirtió en mi confidente tras la operación de Edgar, era el único con el que podía hablar de lo que ocurría en casa, de sus progresos y todo cuanto me ocurría o se me pasaba por la cabeza. Descubrí en él a un amigo leal, con el que podía hablar de todo.

            —De momento no he buscado nada.

            —¿Quieres que te ayude? Puedo encargarme yo de reservarte un vuelo.

            Negué con la cabeza.

            —Lo haré yo, gracias.

            —Todavía no se lo has contado, ¿no?

            —Es complicado –reconocí.

            —Pues no debería serlo.

            —Verás, ahora todo está bien y no me gustaría complicar las cosas, necesito encontrar el momento adecuado para hacerlo.

            —¿Tu hermano tampoco sabe nada? ¿No le has comentado que vas a España?

            Hice una mueca.

            —No quiero que se haga ilusiones, antes de decirle que voy, debería tener al menos una fecha. Aún no he decidido nada al respecto. 

            —No te demores. Cuanto antes lo hagas, mejor para todos. Ya sabes lo que opino de estas cosas, es como aplicarte cera en las piernas, el tirón debe ser rápido, sin rodeos, así duele menos.

            Reímos de su ocurrencia, pero nuestra risa duró poco. Un ruido en la habitación contigua, tras la cortina, nos alteró. Steve se apresuró a abrirla y empalidecí al encontrar a Edgar sentado en la camilla con la ropa aún en las manos.

            —Así que vas a dejarme –afirmó con el rostro serio.

            —Edgar... –me quedé literalmente sin aire en los pulmones.

            —No puedo decir que no me lo esperara, aunque no sé por qué has tardado tanto. ¿Qué sentido tiene prolongar lo inevitable? ¿Qué pretendías con la demora?

            —Espera un momento...

            Le di un codazo a Steve, para que no dijera nada.

            —¿Alguna vez has escuchado algo de lo que te he dicho? ¡No voy a dejarte!

            —Diana no me mientas. He estado atento a toda la conversación, sé que regresas a tu hogar, así que ya no hace falta que busques el momento adecuado –se levantó de la camilla–, puedes irte tranquila. 

            —¡Pero Edgar! –exclamé herida.

            Se puso a caminar en dirección a la salida.

            —No os acerquéis –advirtió extendiendo su mano mientras buscaba un punto de apoyo.

            —Edgar, amigo, deja que te explique.

            —¿Y para qué?

            Dio un paso al frente y chocó contra la estantería, algunos libros se cayeron al suelo, otros le golpearon el cuerpo.

            Corrí hacia su lado para ayudarle, pero él extendió su mano para impedir que le alcanzara justo en el momento en el que estaba frente a él. Me golpeó con fuerza el labio inferior y degusté el sabor metálico de la sangre en la boca.

            —¡Quieres tener cuidado! –espetó Steve separándome de él.

            —¡He dicho que no os acerquéis, no quiero nada de vosotros, no necesito vuestra ayuda!          

            Con paso errático llegó al pasillo.

            —¡Joder, Diana!

            —Ve con él –le dije sin dar importancia a mi labio partido.

            —¿Seguro que estás bien?

            —¡Ve! –le ordené mientras me encaminaba al baño para lavar mi herida.

           

            Edgar regresó a casa sin esperarme, así que fue Steve quién tuvo la gentileza de acompañarme. Durante el trayecto hablamos de Edgar, siempre estaba presente en cada una de nuestras conversaciones, pero en aquél momento ninguno de los dos era consciente del infierno que estaba por venir.

           

           

La última decisión

    

    

 

     —¡Gracias a Dios que habéis venido! ¡Nunca le había visto así, no sé qué hacer!

     María nos abordó nada más abrir la puerta. Escuchamos un enorme estruendo en el piso superior. Steve y yo cruzamos una mirada de preocupación y sorpresa.

     Ascendimos las escaleras con premura, al llegar al descansillo de la segunda planta vimos que todo estaba revuelto, parecía como si hubiera pasado una estampida. Me agaché para recoger una de mis camisetas que yacía próxima a las escaleras. El corazón empezó a latir con fuerza al escuchar los gritos de Edgar que provenían de su habitación. Tuve que apoyarme en la pared porque sentí como la cabeza empezó a darme vueltas.

     —¿Qué coño está pasando aquí?

     —No necesito tus sermones, Steve, solo quiero acabar con todo de una maldita vez.

     —¿Y crees que esta es la mejor manera?

     —¡No quiero nada que me recuerde a ella! ¿No lo entiendes? No necesito que nadie esté conmigo por pena, que me diga lo que quiero oír y me anime a hacerme ilusiones. ¿Qué necesidad había de hacerme pasar por eso?

     —¡Edgar! –le llamé recobrando las fuerzas para encararle.

     —¿Qué estás haciendo aquí? ¡Vete! –rugió en mi dirección.

     —Cálmate, estás perdiendo los papeles –intervino Steve, colocando una mano sobre su hombro.

     —¡No quiero calmarme!, odio todo esto, ¡os odio a todos por hacerme pasar por este calvario! Yo debería estar muerto –sus lágrimas de ira corrían rápidas por su mejilla hasta perderse en el suelo.

     Le contemplé con tristeza. Todo se estaba viniendo abajo sin control, nada podía frenarle.

     Empezó a golpear con tanta fuerza la pared que Steve tuvo que contenerle.

     —¡Iros de una maldita vez, dejadme solo! –gritó.

     Steve intentó retenerle unos segundos inmovilizando sus brazos, pero Edgar se revolvió inquieto hasta tirarlo al suelo.

     Cuando Steve logró ponerse en pie, caminó hacia mí y me cogió de la mano con decisión, su rostro reflejaba una rabia palpable.

     —Déjale, no sabe lo que dice, te llevaré a mi casa.

     —¡Así que era eso lo que tramabas!

     Los dos nos giramos en la dirección de Edgar.

     —¿Cómo dices? –preguntó Steve desafiante. Empezaba a cansarse de los desvaríos de su amigo.  

     —Querías a Diana desde el principio, no lo niegues, ella te gusta. No te culpo –añadió con fingida indiferencia–, este es tu momento, contigo podrá llevar una vida normal.

     Le contemplé boquiabierta; ¿había perdido la cabeza? Steve parpadeó preso de la incredulidad.

     —Algún día te arrepentirás de esto, solo espero que no sea demasiado tarde.

     —¡Oh, vamos! No finjas que te preocupas por mí, seguro que esta ha sido tu estrategia desde el principio y debo admitir que has sido muy astuto. En ningún momento tuve la más mínima sospecha de que me apuñalarías por la espalda.

     Vi el telón del odio cubrir el rostro de Steve. Se acercó a Edgar dando enormes zancadas y sin mediar palabra le empujó hacia atrás con ímpetu.

     —No tienes ningún derecho a tratarnos así y no pienso consentírtelo.

     —¡Steve! –le llamé desde el otro extremo de la habitación, pero no pareció escucharme.

     Edgar embistió hacia delante y le agarró de la camisa, escuché el repicar de sus botones al caer al suelo. Su cuerpo se movió tan rápido que apenas me dio tiempo a ver la sucesión de movimientos que hizo que la espalda de Steve quedara contra la pared.  

     En ese momento se acabó la paciencia de ambos y se desató una encarnizada pelea que ni mi llanto ni mis protestas lograron detener. Los puñetazos volaban mientras sus cuerpos chocaban contra los muebles y objetos; no iba a acabar bien.

     Hubo un momento en el que Steve se deshizo de Edgar y le propinó un puñetazo en la cara que lo tumbó.

     —Te lo mereces por gilipollas –terminó Steve llevándose una mano a la cara.

     Observé cómo se limpiaba una gota de sangre de la nariz y no lo pude evitar; decidí tomar cartas en el asunto.

     —No me lo puedo creer, ¿os estáis viendo? ¡Sois amigos! –enfaticé con lágrimas en los ojos– Y os estáis peleando por una estupidez.

     —No te metas –intervino Edgar, levantándose del suelo.

     Steve frunció los labios y en el momento en que su amigo se ponía en pie le dio una fuerte colleja que resonó entre las paredes. Edgar saltó sobre él como un león hambriento, y esta vez, corrí para ponerme en medio de ambos, separándolos con todas mis fuerzas.

     —¡Dejadlo de una maldita vez! ¡Os comportáis como críos!

     Miré la cara de Edgar y también estaba magullada, tenía un arañazo a la altura del pómulo.

     —En eso tiene razón –constató Steve– nos estamos comportando como adolescentes, ¿a quién pretendemos engañar? Ni siquiera tenemos fondo físico para una pelea.

     Edgar se tambaleó hacia atrás, intentando recobrar el aliento tras el esfuerzo.

     —Habla por ti, siempre has estado algo fondón.

     —¿Fondón, yo? –preguntó con incredulidad– Supongo que por eso la pelea no ha ido a más, yo estoy en baja forma y tú no ves una mierda.

     Steve rió, pero a mí no me hizo gracia su comentario.

     —Sé que necesitabas desahogarte –continuó Steve, muy serio–, solo era cuestión de tiempo que estallaras, te veía demasiado entero tras la operación, no era normal, pero para otra vez, intenta no meter a Diana en esto, las discusiones deben quedar entre tú y yo.  

     Edgar se llevó la mano hacia su herida y se manchó los dedos de sangre.

     —Eso no cambia las cosas. Necesito estar solo, así que si me disculpáis...

     —Espera un momento, voy a por el maletín y te curo eso.

     —Déjalo, no me importa.

     —Insisto.

     Steve bajó las escaleras sin hacer caso a las quejas de su amigo.

     —Deberías irte con él, Diana. No quiero que permanezcas aquí ni un minuto más.

     Mis ojos se abrieron como platos. Parecía como si me estuviera mirando directamente mientras me desterraba de su vida. Una vez más.

     Aguanté estoicamente las ganas de desatar el llanto, pero cada vez me quedaban menos fuerzas; no podía seguir luchando constantemente y eso me llevó a pensar que tenía que tomar una decisión, la última de mi vida por el bien de ambos: seguir adelante con o sin él. Y decidiera lo que decidiera, no habría vuelta atrás. Si decidía irme sería para siempre y no recaería en la tentación de interesarme por él, empezaría una nueva vida lejos de su recuerdo. Si me quedaba seguiría a su lado como he hecho hasta la fecha, pero para ello Edgar debería aprender a controlarse, a aceptar los cambios y adaptarse.

     Bajé lentamente las escaleras sin decir nada, confusa, intentando decantarme hacia uno de los dos caminos.

     Cuando llegué abajo vi que Steve entraba con el maletín en la mano y una idea cruzó rápida por mi cabeza.

     —Déjame a mí –le dije arrebatándoselo.

     —¿Estás segura?

     Asentí, convencida.

     Volví a ascender y entré en la habitación de Edgar. Ahora estaba mucho más tranquilo, sentado sobre la cama, pensando en sus cosas.

     Me acerqué a él y deposité el maletín a su lado. Lo abrí y cogí algodón y desinfectante. Fui dándole pequeños toquecitos en el pómulo, borrando los restos de sangre. No le hizo falta preguntar, sabía que era yo la que estaba a su lado, pese a que aún no me había pronunciado.

     Suspiró hondo y se dejó hacer, parecía haberse rendido por completo.

     —Una vez me dijiste que yo nunca querría estar contigo si no tenías nada que ofrecerme –empecé con tranquilidad, concediéndome mi tiempo para reflexionar sobre lo que le iba a decir.

     Edgar emitió un bufido.

     —En aquel momento no supe verlo pero ahora me doy cuenta de que tenías razón.

     —Ahora eso ya da igual.

     —Yo creo que no, a decir verdad sí necesito algo que solo tú puedes ofrecerme. Es la única forma para que esto pueda funcionar, de lo contrario, no vale la pena todo este esfuerzo, esta dedicación... Si no vas a darme lo que te pido, entonces, me iré para siempre y no volverás a verme, te lo prometo.

     —Tal vez ahora soy yo el que no quiero que te quedes. Te lo dije en su día y te lo repito ahora, Diana, esta no es vida para ti. Que estés a mi lado en estos momentos no nos hace ningún bien a ninguno de los dos.

     —Yo sé lo que quiero, no decides tú lo que me conviene, decido yo y no tengo dudas. Ahora la pregunta es si tú estás completamente seguro de querer echarme de tu vida, que no se trata de ningún arrebato. Si es realmente lo que deseas, si estás convencido de que nuestras diferencias son insalvables y que tus limitaciones son un insuperable obstáculo, entonces, tal vez, tengas razón y debamos separar para siempre nuestros caminos.

     Como imaginaba no contestó. Se quedó en silencio porque entendió que en su respuesta estaba el empujón definitivo para mí y que a partir de lo que dijera yo actuaría en consecuencia. Esta vez no habían dudas, ni siquiera me quedaban fuerzas para seguir insistiendo, luchar a contracorriente e intentar hacerle cambiar de parecer. Respetaría su decisión fuera cual fuera, después de todo, todas las personas tenemos un límite de desprecios y yo acababa de sobrepasar el mío; no iba a consentir que siguiera tratándome de ese modo, así que, o estaba conmigo bajo mis condiciones o sin mí.  

     —Veo que no tienes nada que añadir –observé, escondiendo una triunfal sonrisa.

     Descendió el rostro, avergonzado.

     —Sé que aunque digas lo contrario, en el fondo no quieres que me vaya, y eso es justo lo que necesito para quedarme.

     —Pero regresas a España –me recordó.

     —Sí, la idea era hacer un viaje, pero distes por sentado que era para alejarme de ti y no es esa mi intención –fruncí el ceño– ¿Por qué después de todo lo que te he dicho, de todo por lo que hemos pasado, de todo lo que he hecho por ti... sigues teniendo tantas dudas? ¡Con la de veces que te he dicho que te quiero, con las muestras que te he dado!

     Edgar suspiró, desviando nuevamente el rostro.

     —Supongo que nunca ha tenido sentido que me quisieras. No he hecho las cosas bien, prácticamente te he arrastrado a una relación que no querías y...

     Llevé mis manos hacia su rostro.

     —Eres tonto, ¿lo sabías?

     Rió por lo bajo. Sus manos trémulas buscaron mi rostro hasta dar con él y acariciarlo. Descendió el pulgar por el pómulo y siguió hasta la comisura de los labios, los pinceló levemente y detuvo sus manos al palpar la herida que había dejado grabada en mi labio inferior.

     —¿Esto te lo he hecho yo?

     Asentí.

     Sus manos se congelaron en mi rostro un rato, luego se apartaron de mí.

     —Por favor, Diana, perdóname, nunca he querido hacerte el menor daño.

     Su disculpa fue sincera, parecía tan arrepentido que incluso llegó a conmoverme.

     —Ya lo sé, no te culpo. Pero esto no tiene que volver a pasar, ¿me oyes? Nunca.

     —Por nada del mundo –confirmó.

     —Quiero que me des tu palabra respecto a que siempre controlarás tu genio, jamás volverás a perder los estribos, por muy mal que lo estés pasando. Quiero que me ofrezcas una vida tranquila, que me ofrezcas risas y cariño. Quiero encontrar en ti un hombre con el que poder hablar de cualquier cosa, que me apoye cuando quiera librar una batalla perdida, que me consuele cuando tenga días malos, que me ofrezca una salida cuando esté frustrada... Quiero tantas cosas de ti...

     Suspiré y cogí sus manos.

     —Puedo intentarlo, pero no te aseguro que pueda conseguirlo.

     —Necesito garantías, Edgar, necesito saber que vas a poner de tu parte para cubrir mis demandas, aunque si estas te han parecido muy exigentes, aún no te he dicho la más importante de todas.

     —¿Hay más?

     —Mucho más –confirmé.

     Ladeó el rostro, intrigado.

     —¿Qué quieres, Diana?

     Expiré con fuerza por la nariz. Miré a mi alrededor, buscando algo, no supe exactamente el qué hasta que lo encontré en el maletín de Steve.

     Cogí el sofisticado fonendoscopio y me senté en la cama a su lado. Se lo coloqué con delicadeza en los oídos, él se mostró reacio hasta que palpó lo que era y se relajó. Ascendí un poco la camiseta y llevé la campana del aparato hacia mi vientre.

     —¿Qué haces?

     No hablé. Empecé a mover el aparato de un lado a otro de mi vientre hasta que su rostro cambió de repente. Sus ojos se abrieron desmesuradamente y llevó su mano hacia el aparato orientándolo hacia el sonido.

     —No puede ser... –susurró con voz ronca.

     —Necesito tener garantías de serás un buen padre. Ahora ya no se trata de ti o de mí, hay más personas en juego.

     —¿Cuánto hace que lo sabes?

     —Casi dos meses.

     —¿Por qué no me lo has dicho?

     —No era el momento, con todo por lo que hemos pasado...

     Cerró los ojos y percibí el dolor en su rostro.

     —¿De eso hablabas con Steve en el hospital?

     —Tuve que contárselo –reconocí con un suspiro–, él me realizó el test de embarazo que confirmó mis sospechas. Quería que te lo dijera, pero con tantos cambios en casa no me pareció oportuno.

     —No sé qué decir... –titubeó–, leí tu historial médico y ponía que tomabas pastillas anticonceptivas, no imaginé que...

     Apreté el puente de la nariz con el dedo índice y pulgar.

     —Olvidé que lo sabías todo de mí –contesté–, no te equivocabas, las tomaba para regular el ciclo menstrual pero al poco de llegar aquí se me acabaron y prescindí de tomarlas. Supongo que en el momento de... –tragué saliva, incómoda–, me dejé llevar sin acordarme siquiera de ellas y... lo siento –me disculpé–. No pretendía que esto sucediera.

     Volví a sentir esa sensación nostálgica que me hacía sentir vulnerable.

     —Supongo que yo tampoco me preocupé de tomar precauciones.

     Suspiré, algo triste.

     —He sido un gilipollas, Diana –se masajeó la sien con una mano.

     Obvié su comentario y continué.

     —Planeaba ir a España y comunicárselo personalmente a mi hermano, es una noticia importante y no quería dársela por teléfono. Tengo la certeza de que le animará saber que va a ser tío... Aunque antes debía encontrar el momento para decírtelo a ti, pero entonces leí estadísticas que exponían que los primeros meses de embarazo son delicados y que con frecuencia se interrumpen de manera natural, así que no quería crear falsas expectativas por si acaso había algún contratiempo de de última hora. Así que le pedí a Steve, encarecidamente, que no dijera nada hasta estar seguros.

     Descendió el rostro con pesar y cerró los ojos. Podía adivinar cómo se encontraba en ese momento: arrepentido, emocionado, culpable, ilusionado, avergonzado, feliz, preocupado... tatos sentimientos contradictorios eran difíciles de encajar y un nudo se atascó en su pecho, impidiéndole reaccionar.

      —Así que necesito una respuesta: ¿vas a permanecer junto a nosotros o a apartarnos para siempre de tu vida? Elige bien Edgar, porque esta vez no habrán segundas oportunidades.

     Llevó las manos hacia sus ojos para impedir que cayeran las lágrimas; fue inútil. Entonces se armó de valor y chocó contra mí abrazándome con fuerza.

     Le devolví el abrazo, sellando con nuestros brazos el acuerdo al que acabábamos de llegar; no podía ser de ningún otro modo.

     Los dos nos fundimos en ese emotivo abrazos y lloramos descargando las emociones que se agitaban con fuerza en nuestro interior.

     Lo había conseguido. No pude evitar pensar en nuestros inicios y revivir fotograma a fotograma a cámara rápida todo lo que había acontecido en este último año. Cómo llegué a Escocia siendo una niña atolondrada e ingenua, sin intención de implicarme más de lo estrictamente necesario y fui sumiéndome cada vez más en un mundo que me superaba y atraía a partes iguales. Desde fuera podía parecer que Edgar era quien tenía el control de la situación en todo momento, quien imponía sus normas y me obligaba a acatar sus demandas, pero no fue hasta ese último abrazo, donde comprendí que quien había tenido la sartén por el mango todo este tiempo era yo, y siempre había sido así.

      

     Desde ese día pusimos punto y aparte en nuestras vidas para empezar un nuevo capítulo, y lo cierto es que resultó más sencillo de lo que esperábamos. Edgar se entrenaba durante el día junto a Matt, a mí me dedicaba todas las noches, sin saltarse una mientras mi barriga no dejaba de crecer. El embarazo nos abrió más como pareja, pues eso hizo que aparcáramos los problemas y nos centráramos en cosas más importantes, como en la ilusión de vivir una experiencia única por primera vez en nuestras vidas. Aunque no fue el hijo que se gestaba en mi vientre lo que nos mantuvo unidos, fueron los sentimientos que habían surgido y proliferado entre nosotros.

    

    

      Epílogo:

Momentos felices

 

 

 

    

     —¿Preparada? Adelante, camina, pero no abras los ojos.

     Me mordí el labio inferior y di un paso hacia delante. Mi mano se clavó en la pared y fui deslizándola lentamente, mientras me desplazaba. Tenía miedo de chocar contra algo, pero la voz serena de Edgar me ayudaba a continuar sin hacer trampas. Me guié por la habitación como le había visto hacer a él en infinitas ocasiones, pero por muy bien que intentaba hacerlo no logré desprenderme de la inseguridad, que se había apoderado de mí.

     —Ahora abre la mano, voy a darte una cosa.

     La abrí con ilusión, nerviosa por saber a qué se debía tanto misterio. Incluso el bebé de mi vientre dio una patada contagiado por mi estado.

     —Bien, es todo tuyo.

     Depositó sobre la palma un objeto circular, cálido y ligero. Lo sostuve entre los dedos, palpándolo. Parecía una anilla de madera.

     —¿Sabes lo que es? –preguntó, llevando sus manos hacia las mías para coger con delicadeza el objeto que sostenía.

     Entonces separó mis dedos y sostuvo el anular para, a continuación, pasar el aro de madera sobre el dedo a modo de anillo.

     Abrí los ojos y me quedé en silencio un rato, contemplándolo.

     —¿Te gusta?

     Era un sencillo aro de madera sin valor alguno, le di la vuelta y vi que tenía una inscripción. Conocía demasiado bien el sistema de puntos que componían el alfabeto braille como para saber que en el anillo había grabado nuestras iniciales. Se me escaparon las lágrimas y le abracé con fuerza, enterrando la cara en su cuello.

     Edgar sonrió y me separó ligeramente para sostener mi rostro entre sus manos. Pasó el pulgar sobre mis labios en un gesto que me resultó familiar.

     —¿Quieres casarte conmigo?

     Me enjugué las lágrimas como pude.

     —Había olvidado que firmamos el divorcio –contesté admirando el anillo que había en mi dedo; era la joya ideal para mí.  

     —Debió ser así la primera vez, debería haberte invitado a cenar e iniciar un largo noviazgo contigo antes de pedirte matrimonio. Por suerte he aprendido la lección y ahora tú tienes la última palabra.

     Sonreí.

     —¿Tendremos una boda de verdad? –quise asegurarme.

     —¿Vestido blanco, flores, damas de honor y testigos? ¡No espero menos! –contestó desatando la risa.

     Me uní a sus carcajadas y le besé en los labios; aunque no era así cómo quería celebrar mi boda, me alegraba verle de tan buen humor.  

     —¡Pues claro que me casaré contigo!, lo estoy deseando.

     Edgar me abrazó con fuerza alzándome del suelo; su alegría se propagó por el aire, fundiéndonos a ambos.

     —Desde ahora todo lo que tengo pasa a ser tuyo, yo no quiero nada, solo me conformo con estar junto a vosotros.

     Acarició mi vientre con sus manos transmitiéndome todo su amor. Edgar era el mismo hombre de siempre, sonreí al constatar de qué forma tan astuta me había pedido matrimonio, no es que no deseara casarse conmigo, era una forma sutil de dejarlo todo bien atado por si alguna vez le pasaba algo; no quería dejarnos desprovisto a su hijo o a mí si legalmente estaba en su mano poder evitarlo. Él era así, teniendo todo firmemente controlado lograba relajarse.

 

     ¿Qué es la felicidad?

     Según la Real Academia Española, la felicidad es un "estado de grata satisfacción espiritual y física".

     Benjamin Franklin explicó que la felicidad humana generalmente no se logra con grandes golpes de suerte, que pueden ocurrir pocas veces, sino con pequeñas cosas que ocurren todos los días.

     Friedrich Nietzsche expuso que el destino de los hombres está lleno de momentos felices, toda la vida los tiene, pero no de épocas felices.

     He reflexionado mucho sobre la felicidad y su significado durante todo este tiempo, he leído a autores importantes, viso películas y hablado con personas que creen haberla encontrado, pero para mí es levantarte cada día sin saber lo que va a ocurrir, dejar simplemente que la vida te sorprenda, desear que los días no terminen porque estás justo donde quieres estar. Cierto es que la felicidad es un estado de la mente y el espíritu que no dura siempre, se compone de pequeños momentos que hacen que tu corazón estalle, que tu sonrisa se expanda y crezca algo dentro de ti. Pero ahora me doy cuenta de que no fue hasta el momento en el que puse un pie en Escocia, que experimenté la verdadera felicidad.

 

             

     Hacía un día claro y despejado. El sol entraba por la ventana iluminándolo todo. Acerqué una silla al cristal y me senté a contemplar la idílica imagen que se representaba fuera. Edgar estaba tumbado sobre el césped recién cortado, mientras Briana corría alrededor de su padre, saltaba y le esquivaba esperando a que la atrapara. Los observé largo rato en silencio, ese era el puro ejemplo de la felicidad, Edgar no podía estar más orgulloso de tener una hija tan valiente e inteligente y ella amaba a su padre con locura. Era entrañable ver como llevaba sus manitas hacia las de su padre para mostrarle aquello que le interesaba y sabía que él no podía ver, había una complicidad espectacular entre ambos, con tan solo tres años de edad, se había forjado un vínculo inquebrantable.

     Sentí una presencia a mi espalda, llevé la mano hacia un lado y esperé a que me la cogiera sin despegar la vista de la ventana.

     —¿No temes que Bri se esconda y su padre no pueda encontrarla, o que quede atrapada en algún foso o sufra algún daño y él sea incapaz de atenderla?

     Sonreí y negué con lentitud.

     —No conoces a Edgar. Jamás dejaría que su hija se alejara lo suficiente como para no intuir en todo momento por donde anda. Confío en él más que en mí misma.

     Marcos suspiró y se colocó a mi lado para seguir el juego de su sobrina en el jardín.

      —Esa pequeñuela nos ha robado el corazón a todos.

     Volví a sonreír.

     —Nos ha acercado más –miré a mi hermano con cariño–, su llegada se produjo en el momento preciso, ni habiéndolo planeado hubiese sido tan acertado. Consiguió que Edgar encontrara la motivación y el empujón definitivo para hacer frente a sus problemas y hallar soluciones. Logró que mi terco hermano quisiera estar bien para poder jugar con ella, quererla y mimarla como lo hizo conmigo en mi niñez, hizo que María encontrara a la hija que nunca tuvo y se sintiera realizada teniendo a alguien con quién experimentar peinados, tejer calcetines o gorritos de lana y vestir como a una muñequita. Incluso animó a Philip a querer ser padre, por no olvidar a Steve, que desde que la conoció no pasa ni un solo día que no venga a verla. Briana ha cambiado nuestras vidas en todos los sentidos.

     —Y no va a ser la única –Marcos me acarició la barriga de ocho meses y puse mi mano sobre la suya, orientándola hacia el movimiento del bebé que llevaba dentro.

     —He pensado ponerle el nombre de papá –miré a Marcos con complicidad.

     —Él estaría orgulloso.

     Descendí la mirada, el recuerdo de mi padre me entristeció. Una noche se quedó dormido junto a mí en el sofá y jamás despertó. No tuvo la suerte de conocer a Bri y contagiarse un poco de esa felicidad infantil que solo ella podía proporcionarnos.

     Marcos me abrazó y besó mi cabeza intentando borrar los malos pensamientos.

    

     Si tuviera que elegir un momento mágico, sería el día que nació mi hija.

     Mi hermano estaba discutiendo conmigo, porque no le gustaba el nombre que había elegido. No es muy común, pero es escocés y me gusta el significado que tiene: Mujer valiente, fuerte e independiente; justo lo que yo siempre he querido ser. Esta niña sería perfecta y por lo tanto, tendría el nombre ideal para ella.

     Edgar estaba leyendo unos apuntes en braille, ajeno a la disputa sobre el nombre de Bri, pese a ser el padre, tenía poco qué decir, me dejó a mí la responsabilidad de ponerle el nombre porque sabía que eso me hacía feliz, aunque sospecho que en realidad fue porque era consciente de que mi cabezonería no dejaría que nunca llegáramos a un acuerdo.  

     Me levanté y fui hacia la cocina a por un vaso de agua y ahí lo sentí, una vez más, un pinchazo en la espalda que me obligó a quedarme quieta. Llevaba toda la mañana con molestias pero no fue hasta ese momento, cuando el dolor se hizo tan insoportable que no tuve más remedio que pedir ayuda.

     Cuando llegamos al hospital, Steve acudió enseguida, pese a que traer niños al mundo no formaba parte de su competencia, no quería perder esa oportunidad, pues era algo que le hacía mucha ilusión. Me daba vergüencita que fuera precisamente él quién tuviera que verme desnuda y de esa guisa, pero luego pensé en Edgar. Unas semanas atrás Steve había estado dándole clases prácticas con un muñeco y una vagina de silicona de la facultad para que supiera cómo debía colocar las manos para ayudar a nacer a Bri. Era la única manera en la que un hombre ciego podría "ver", por decirlo de alguna manera, el nacimiento de su hija y no quería estropear ese momento. Solo a Steve se le ocurriría la descabellada idea de dejarle asistir mi parto sobre su atenta mirada y por ello los dos estaban emocionados, practicando una y otra vez con un muñeco, preparándose para el gran momento.

     Fue inevitable no reír de sus juegos, era algo digno de ver.

     Lo curioso es que, mientras los veía comportarse como críos jugando a las casitas de muñecas, no sentía miedo. Era algo nuevo para mí y debería estar preocupada por la forma en la que iba a llevar mi parto, sin embargo, fui incapaz de decir nada al respecto. No quería chafar sus ilusiones y Steve me había dicho que si percibía cualquier indicio de complicación actuaría de inmediato. Por lo demás, solo debía confiar en que llevaría un parto normal, tal y como apuntaban las últimas ecografías.

     Y así fue. Fue un parto rápido, controlado y sin complicaciones.

     —Déjame tus manos, Edgar, ya se ve la cabeza.

     Steve orientó sus manos y dejó que Edgar pusiera en práctica todo lo que había aprendido.

     —Rodea su cuello con los dedos y aprovecha un empujón de Diana para extraer la cabeza. ¿Preparada, Diana?

     Me mordí el labio inferior y apreté con fuerza, empujé hasta quedarme sin aire en los pulmones.

     —Ya lo tienes, ahora espera un momento.

     Steve me ordenó empujar mientras introducía los dedos para sacar los hombros mientras Edgar seguía sosteniendo la cabeza de Bri entre sus manos.

     Cuando me di cuenta, ella ya estaba fuera. Edgar llevó su cuerpecito y la depositó sobre mi pecho.

     Lloré de emoción en cuanto la tuve entre mis brazos. No podía dejar de mirarla mientras reptaba por mi cuerpo hasta alcanzar el pecho. Edgar cortó el cordón umbilical con la ayuda de Steve antes de venir junto a nosotras y recostarse en la cama.

     En ese momento éramos una auténtica familia. No nos faltaba nada. Desvié la mirada para encontrarme con él y vi sus ojos brillantes, la emoción aún seguía patente en su rostro. Se inclinó despacio y me besó la cabeza, supe en ese instante, que me daba las gracias por no abandonarle en el peor momento de su vida y seguir a su lado, demostrándole que no estaba todo perdido, que aún podía hacer grandes cosas y vivir grandes momentos.

 

     "Había llegado incluso a pensar que la oscuridad en que los ciegos vivían no era, en definitiva, más que la simple ausencia de luz, que lo que llamamos ceguera es algo que se limita a cubrir la apariencia de los seres y de las cosas, dejándolos intactos tras un velo negro".

                                                                       Ensayo sobre la ceguera. José Saramago.   

 

     Pero es más que eso, los seres y las cosas siguen existiendo bajo el velo negro y actuando en consecuencia, lo único que cambia es la manera de percibir el mundo. El propio José Saramago también expuso que la ceguera es vivir en un mundo donde se ha acabado la esperanza. Y eso es algo que yo siempre he tenido claro desde el principio; por muy malas cartas que nos reparta el destino, jamás debemos perder la esperanza de que todo va a mejorar, cueste lo que cueste, tarde lo que tarde.

FIN

 

PD: ¿Os animáis a engancharos a otra larga saga con personajes y contextos diferentes? Tengo otra entre manos preparada para servir ;) Hasta pronto.