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Destructo IV, La hiedra tiene larga vida

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Guía de lectura y personajes de Destructo IV

   

I

Al alba, una delgada línea dorada descendió sobre la larga fila de montes de los Campos Elíseos, toda una extensa cadena oscura que se elevaba sobre el horizonte. Al otro extremo, en la llanura, se erigía Paraisópolis, la imponente ciudadela angélica. Era posible percibir el Templo de los Arcángeles, con su llamativa cúpula dorada, aunque el conjunto, desde la distancia, no era más que una difusa mancha marfilada sobre un mar de hierba en apariencia infinito.

Pero, entre la lejanía del cerro y la ciudadela existía un extenso prado que estallaba de colores, en donde el clima de guerra era casi inexistente y, de hecho, la ruidosa reunión de ángeles guerreros de la Serafina Irisiel que acaeció la noche anterior no llegó más que como tímidas vibraciones. Toda la tensión, el miedo y la incertidumbre eran arrastrados por una brisa con aroma de flores, miel y uvas. Las casi mil hembras investidas con el rango Virtud vivían en su peculiar burbuja, lejos de los mandatos de cualquier Serafín, evitando la ansiedad de Paraisópolis con su arduo trabajo en el terrero que, con el tiempo, se denominaría la “Floresta del Sol” y serviría como lugar de ocio de la Legión.

Spica, una Virtud de larga cabellera azabache, terminó de alisarse ambas alas, cepillo en mano, de modo que pudiera deshacerse de cualquier pluma rebelde. Había amanecido junto con sus compañeras recolectando uvas del gran viñedo, clasificándolas y despalillándolas antes de lanzarlas a montones en un extenso lagar de granito. Era un trabajo arduo y lento, pero de los pocos que disfrutaba.

Observó a las demás Virtudes que la rodeaban e imitaban el aseado de alas; luego se internó entre las filas para controlarlas rigurosamente, con gesto casi marcial. Más valía no pillar a alguien sin alisarse; si una pluma caía sobre las uvas en pleno proceso de pisado no temería en reprender con un castigo ejemplar, con rama en mano o incluso usando un panal de abejas.

Se topó con Ondina, la mismísima líder de las Virtudes, también pasándole cepillo a las alas. Pero silenciosa y desanimada como estaba, pareciera que, más bien, deseaba esconderse entre las demás y no destacar. Enarcó una ceja; le resultó extraño ver a la autoridad máxima trabajando en el viñedo, pues normalmente esta dedicaba más tiempo a la Floresta; era cierto que su palabra era la ley, pero, en el viñedo, la autoridad recaía en Spica.

—Que me trague un Titán, ¿nuestra jefa intentando la vendimia?

Ondina siguió acicalándose sin prestarle mayor atención y con cierta tirantez alrededor de su boca. Se había vuelto frustrantemente usual; el empeño que la caracterizaba parecía haberse diluido con el tiempo y, por ello, Spica trató de animarla. “Agriada como el vinagre”, pensó haciendo un mohín.

—Eres una sorpresa agradable, jefa. Pero, si veo una pluma tuya caerse en el lagar, pasarás el resto del día extrayendo miel del colmenar. Y a ti te tengo ganas.

—Ya —Ondina forzó una sonrisa—. No caerá ninguna. Promesa.

Cientos de túnicas se elevaron por el aire y fueron cayendo, una sobre otra, sobre la hierba entre tanto las risas de sus desnudas dueñas se multiplicaban como ondas en el agua. Se sentaron en los alrededores y procedieron a desatarse los nudos de sus botas. El pisado de las uvas a pie debían hacerlo desnudas e impolutas. Nuevamente, Ondina se había ocultado entre las demás, pero su amiga no estaba por la labor de abandonarla.

Spica se arrodilló frente a ella, tirándole de un cordón de la bota. De reojo, notó esos finos labios de Ondina apretándose como si quisiera atajarse las palabras. Gruñó en bajo; le resultaba evidente que le estaba escondiendo algo y luchaba por contenerlo. Siguió tirando de los cordones con la esperanza de que le revelara qué le sucedía.  

—La alegría del jardín.

—Amanecí sin ánimos, es todo.

—Se ve. ¿Tienes algo que contarme?

Ondina meneó la cabeza.

—No te preocupes por mí, por favor. Decidí venir para pasar el rato. Divertirme.

—¡Ah! No se diga más —agarró la bota y la deslizó—. No hay mejor cura para el alma que aplastar uvas.

Agarró de su mano y, con un enérgico tirón, la llevó al lagar rebosante de uvas. Hombro contra hombro, una treintena de hembras formaron una larga y apretada fila que, en un extremo del lagar, procedió a realizar el pasado a pie bajo las órdenes de la estricta Spica, quien destacaba en el centro de la mencionada fila, junto a su amiga. La sensación resultaba ciertamente agradable al estrujarse las frutas entre los dedos de los pies; más risas surgían y ello se contagiaba con facilidad a través de todo el viñedo. A las Virtudes siempre las caracterizaba ese estado de ánimo juguetón y, por tanto, una risa era capaz de extenderse como una brisa.

—¡Pisen al mismo ritmo! —ordenaba Spica, mirando a un lado y otro—. ¡Ah! ¡Carinae, cuida esa pluma rebelde, que se te va a caer! ¡Carinae! ¡Tu ala izquierda, fíjate en tu condenada ala izquierda!

Ondina meneó la cabeza esperando librarse, aunque fuera por un momento, de la desazón que le oprimía en el pecho. Cuánto extrañaba a su amante: Próxima, el arquero más sagaz de los Campos Elíseos. Como Virtud, no tenía acceso a la información acerca del estado en el que se podría encontrar, ahora en plena misión de infiltración en el Inframundo. ¿Estaría bien? ¿Cuántos días más tendría que esperarlo? ¿No se habría topado finalmente con algún temible espectro? Y él, ¿la extrañaría tanto como ella? ¡Cuántas dudas y pesares atormentaban a Ondina! Todo aquello empeoraba con el hecho de que el romance entre ángeles estaba prohibido y, por tanto, no podía compartir su pesar con nadie; el temor a ser considerada hereje y traidora flotaba incómodamente sobre sus alas.

Se miró uno de los pechos y notó la mordida que el arquero le había dado la noche que se despidieron, pero era ya apenas una mancha rosada y difuminada sobre la blancura de uno de los senos, cerca de la areola. Luego miró a Spica, que vociferaba a sus compañeras como una paloma enrabiada, y dobló las puntas de sus alas. Cómo le gustaría hundir su rostro en el pecho de su mejor amiga y buscar consuelo, pero percibía un muro invisible y alto entre ambas.

Finalmente, al terminar la primera pasada, las jardineras procedieron a caminar libremente por el lagar y así finiquitar las uvas que hubieran quedado intactas. Sería un día largo. Las hembras que observaban desde afuera reían por el llamativo contraste de los cuerpos desnudos, brillantes casi, manchados por el zumo oscuro, sobre todo desde los pies hasta las rodillas.

Fue en ese momento que Spica, con dificultad, se acercó a Ondina y le cruzó el trasero salpicado de gotas moradas.

—¡Despierta, papillera!

Ondina chilló dando un enérgico respingo y, al girarse, se reveló con el rostro enrojecido. Su amiga se inclinó; con un dedo, recogió parte del jugo que se había acumulado en los muslos. Saboreó tratando de comprobar por enésima ocasión el estado de las uvas. Aquel acto, sin embargo, sacudió por completo a la líder: a diferencia de las demás, Ondina había despertado su cuerpo y descubierto el placer de la carne. Se lo debía a Próxima; el sexo era un fuego que encendía la sangre. El tacto del arquero en zonas más sensibles, tan común e inocente en la Legión, adquiría en ella otra significancia. Erizó las alas y se sintió culpable por excitarse mediante su amiga; deseó que Próxima llegara cuanto antes para aplacar el ansia o se volvería una pérfida.

—La cosecha ha sido buena —asintió Spica, acercándole un dedo para que probara. 

—No es necesario. Si tú dices que ha sido buena, entonces ha sido buena.

—Sonreír por una vez no te va a hacer perder plumas. ¿Cómo te puedo subir ese ánimo? ¿Una visita a la bodega, tal vez?

Ondina suspiró con ojos cerrados. 

—En verdad que no estoy con ánimos de beber nada.  

Spica empalideció.

—¿Sin ganas de…? Pero, ¿quién eres y qué has hecho con mi jefa? ¡Basta ya! ¿Vas a soltármelo de una vez?

Ondina gruñó y miró para otro lado. Aplastó las uvas con fuerza y notó que la sensación de las bayas liberando el jugo entre sus dedos resultaba, en cierta medida, agradable y por lo tanto servía como método de librarse del ansia y tensión que la agobiaba.

Y, limpiándose unas gotas que adornaban alrededor de un pezón, se relajó.

—Si quieres saber, me preocupan esos tres ángeles que se infiltraron en el Inframundo —confesó a medias, pues solo le preocupaba Próxima—. Si su misión falla, un ejército de espectros podría abrirse paso hasta aquí, aprovechando ese acceso por el cual se infiltraron. ¿Te has puesto a imaginarlo? Me horroriza saber lo que podría pasar a la floresta…

—¿Era eso? —Ondina se rascó la mejilla; pensó que debió suponerlo pues para Ondina todo giraba en torno de su floresta—. No te preocupes por aquello que no podemos controlar. Estoy segura que están vivos y volverán victoriosos.

—¿Y eso cómo puedes asegurarlo?

—Puedes amargarte o endulzarte. ¿Prefieres pensarlos muertos y fracasados?

—¡No! Pero la incógnita me puede. ¿Estarán bien? ¿Tardarán más? ¿Cuánto tiempo más? ¿Qué…? ¡Ah! ¿Cómo…?

—Por favor, jefa. Si así te pones por tres soldados, no te quiero imaginar si fuera yo una de las enviadas —se mordió la punta de la lengua—. Seguro llorarías día y noche. Vamos a la Biblioteca y hablemos con las Potestades. Algo sabrán.

—Y creerás que no lo he intentado. Necesito seis alas en la espalda para que me presten atención. 

—No hace falta ser un Serafín; a ti lo que te falta son un buen par de plumas bien enraizadas. ¡Piensa! Naos, por ejemplo, suele visitar el viñedo. Desde que se enteró que Pólux se infiltraría en el Inframundo, se pasó días y noches aquí y en la bodega, seleccionando su regalo de despedida. No lo digas muy alto, pero se envició… Es lo que pasa con el bueno vino.

Elevó una mano e invocó, entre chispas de luz, una botella de cristal negro, de considerable tamaño y taponada con abundante cera.

—Es un vicioso —abrazó la botella con una sonrisa bobalicona—. Ya verás cómo se pone a babear cuando la vea. ¡Ah! Me dijo que no bebería hasta que su amigo volviera del Inframundo, pero yo sé que muere por acabarse esta. Es la más antigua de mi cosecha. Trescientos años aguantando en la madera como un campeón.

—¿La más antigua?

—Sí. Tú lo ameritas.

Ondina esbozó una sonrisa sincera; era una nueva esperanza la que se abría paso junto con el amanecer. Dos inocentes Virtudes pretendían chantajear a una honorable Potestad con bebida alcohólica, pero el saber cómo se encontraba Próxima en el desconocido Inframundo bien que lo valía. Quiso abrazarla, pero temía que, al hacerlo, empezase a quebrar en lágrimas o, peor, volviera a estimular su cuerpo; entonces hizo acopio de serenidad, como en tantas otras ocasiones, y se limitó a asentir.

—Te lo compensaré.

Spica hizo un ademán, quitándole importancia al asunto. Miró los pechos de Ondina y entornó los ojos.

—¿Eso es un mordisco?

   

II

Un amenazante tricéfalo avanzaba entre los espectros del ejército del Inframundo, levantando una espesa capa de neblina rojiza a su paso. En el desierto de Flegetonte el polvo era una molestia constante y obligaba a los soldados escupir una y otra vez, estos tan acostumbrados a tierras menos extremas y áridas, como las mesetas herbáceas de Lete de donde provenían. Una cabeza de la bestia rugía de un lado a otro mientras que las otras revelaban sus largos y brillantes colmillos. Su jinete tiró de las riendas para detener la montura, pues una fila de soldados fuertemente pertrechados le impedía continuar.

Proción había abandonado la vida de alta alcurnia en las torres más altas de Flegetonte, capital del Inframundo, por orden del Emperador. Debía comprobar el progreso del ejército rendirle un informe sobre el avance. Había llegado, por tanto, para reunirse con Antares, el mariscal del ejército y conocido como Juez del Inframundo. Proción no lucía especialmente fortachón e intimidante como los soldados a su alrededor, quienes enfundados en armaduras pesadas acrecentaban la diferencia. Vestía una gabardina negra con bordados rojos, con aperturas en la espalda que permitiesen el paso de sus alas. Sus cuernos poblándole la cabeza tal cabellera eran de un brillante plateado, al igual que sus ojos.

Se frotó el mentón.

—Abridme paso.

Si bien nadie respondió, tan solo lo miraban como si en cualquier momento se le abalanzarían con todo su peso, un espectro sostuvo en alto una alimaña que se agitaba enrabiada entre sus garras, similar en tamaño y forma a un murciélago, aunque esta soltaba palabras con voz chillona. “¡Nimpú, nimpú, nimpú!”. El soldado arrancó la pequeña cabeza de un bocado y la escupió a los pies de la montura. Proción torció el gesto ante la provocación; ni siquiera la mano dura de un gran estratega como el Juez Antares borraría el eterno estigma de los espectros: salvajes, indómitos e irascibles.

—¿Así recibís al veedor del Imperio? 

El espectro se encogió de hombros.

—¿Qué quieres, chupa-cuernos?

Los demás estallaron en carcajadas y otros aullaron. A Proción no le causaba gracia, pero disimulaba su desagrado con rostro regio; se sacudió su gabardina de un par de manotazos en un intento de que alguno de ellos entendiera que hablaba con alguien diferente, importante.

—Por orden de vuestro Emperador —hizo énfasis en la última palabra—, he venido a reunirme con vuestro Juez. Tengo entendido que se encuentra en la vanguardia. Abridme paso.

El espectro se lanzó el cuerpo de la alimaña a la boca.  

Nimpú —se golpeó el pecho y eructó—. Nadie me informó la llegada de ninguna puta de la capital.

El rostro de Proción se frunció por completo al ritmo de las risotadas.  

—¿Puta, dices, perro maloliente?

El soldado desenvainó su sable de hoja aserrada y la levantó al aire. Bajo los dos soles, lucía como una rojiza línea luminosa. La apuntó al sorprendido veedor.

—¡A por el rebelde!

—¿Re…? ¿A quién se supone que llamas rebelde?

La cola de Proción salió de debajo de la gabardina y se sacudió como una víbora: se asustó de verse sumido en medio de un estallido estruendoso de rugidos. Un espectro levantó vuelo sosteniendo entre sus garras un largo y grueso poste de madera de punta afilada, lanzándoselo tal lanza. El diplomático se lanzó de su montura para evitar el impacto, por lo que el poste cayó clavándose en el suelo a pocos pasos de él y levantando una considerable capa de polvo. Desde el suelo, el aterrorizado Proción no tuvo oportunidad de oponer resistencia cuando dos soldados lo sostuvieron de las alas. Lo estamparon de espaldas contra el poste clavado, donde casi perdió el conocimiento debido al violento rebote de su cabeza; como si fuese un ritual memorizado, llegaron a vuelo otros espectros lanzando cadenas para que los demás lo sujetasen con fuerza.

—Perséfone mía… —Proción se quejó, aunque nadie podría oírlo entre los gritos—. Pero… Pero, ¡qué diantres os pasa, bestias! ¡No soy rebelde, no soy un condenado rebelde!

Los soldados arrancaron el poste para levantarlo y mostrarlo tal trofeo, causando que los demás elevasen al aire sus espadas entre risas. El rugido se volvía ensordecedor y las protestas del diplomático se perdían en un auténtico mar de bestias desatadas que, cantando y aullando, avanzaban por el campamento exponiendo a la presa. Proción no se lo podía creer; se preguntó si acaso esos salvajes se lo devorarían, todo podía ser, y se sacudió violentamente intentando zafarse.

Lo caravana llegó hasta el campamento de vanguardia donde destacaba la muralla neblinosa que delimitaba el fin de su reino. No era excesivamente alta. Al otro lado de esta, el desierto rojo continuaba hasta el horizonte, atiborrado de dunas. Pero, si deseaban llegar al reino angélico, debían entrar en la muralla, siempre y cuando encontraran el acceso. Clavaron el poste en el suelo, donde el veedor aún se zarandeaba tanto como su cola de punta triangular.

El ejército se abrió en dos frente a sus ojos, revelándole un espectro de armadura negra, adornada de cuernos en las hombreras. Estaba sentado sobre unos escombros, huesos antiguos de ángeles, sosteniendo un pichel. Elevó la garra libre para que el campamento se relajara y, de hecho, los soldados guardaron un adusto silencio inmediatamente. Proción se fijó mejor, ¿quién otro podría controlar a los espectros con tan solo un mínimo gesto? Este sonreía y destacaban sus colmillos brillantes, los ojos rojos como fuego y cuernos dorados, casi tan radiantes como los dos soles de sangre en lo alto del cielo.

—¡Juez Antares!, ¡Juez Antares, gracias a Perséfone!

Antares dio un largo sorbo de su bebida y sacudió la cabeza; mitad licor, mitad sangre de alimañas varias aderezados con una pizca de miel. Era su combinación preferida, aunque el clima desértico le había arruinado parte del sabor. Luego se fijó en el aterrorizado diplomático.

—¿Una puta de la capital se digna a pisar mi humilde campamento? Realmente se viene el fin de los tiempos.

Proción intentó responder entre las risotadas y aúllos.

—¡Mi Juez! Vuestro emperador… Me ha enviado vuestro emperador para controlar… ¡He venido a controlar vuestro avance!

Antares se levantó sacudiéndose las alas. Se acercó para mirarlo de arriba abajo, olisqueándolo de paso. Por si la vestimenta lujosa no lo había dejado claro, ahora percibía un aroma a bosques de hiedras azuladas que crecían en los jardines más pomposos de la capital.

—¿A controlarme, dices? Carroña de palacio, ¿vienes a controlarme? —sorbió un trago y volvió a fijarse en la presa—. Me lo dice quien viene vestido como una puta… Una puta. ¡Eso es! Tú servirás… como la puta de mi campamento. ¡Mira si no soy ocurrente! ¡La puta del campamento ha llegado! ¡Prepara ese culo!

El estallido de aúllos sacudió el propio desierto. Proción meneó la cabeza enérgicamente al imaginarse tan horrendo futuro; sentía cómo la esperanza de salir vivo se le escurría de entre las garras. Si el propio Juez lo trataba de esa manera, ¿qué le deparaba entre esos salvajes? No obstante, Antares volvió a callarlos a todos tan solo levantando su pichel.

Señaló el muro neblinoso.

—Dime qué ves, gul. 

—Me llamo Proción, mi Juez…

Antares cerró los ojos y se retiró. Una pregunta requería una respuesta; algo tan sencillo era sagrado en su ejército. Para educar a tan salvajes e indómitos espectros necesitaba gobernar y castigar a sus soldados con dureza extrema. Proción, un simple diplomático acostumbrado a otro tipo de vida en la capital, no sería excepción, sino otro ejemplo de cómo se manejaba el infame Juez del Inframundo.

Le dedicó un ademán.

—La puta me replicó. ¿En el palacio no os enseñan a responder? —Tamborileó con sus dedos sobre los cuernos, tras lo cual su sonrisa lobuna se ensanchó de oreja a oreja—. Serás más útil como comida para tricéfalo.

—¡Por Perséfone…! —se agitó inquieto—. ¡El muro neblinoso, mi Juez! ¡Veo el muro neblinoso!

—¡El muro! ¡Aquí nosotros, al otro lado los putos emplumados! –Se detuvo y continuó masticando las palabras como si su mandíbula fuera de piedra—. ¿Cómo… diantres… voy… a invadirlos…?

Proción tragó saliva.

—Un acceso… Recuerde que hay un acceso, mi Juez.

—Ah, sí. El famoso acceso por el que se infiltraron esos ángeles. Lo vi. Pero tú no lo has visto.

—¡Sí, el acceso, el acceso!

—¡Nimpú! —el Juez rugió con ojos de fuego y estampó su pichel contra el suelo—. ¡Un pasillo! ¡Los ángeles entraron por un condenado pasillo! ¡Uno pequeño y angosto como los del palacio por los que pasean las putas como tú! ¿¡Se supone que dos mil millones de espectros lo atravesemos!? ¿¡Eso es lo que quiere el Emperador!? ¿¡A su fastuoso ejército atrapado en un cuello de botella!? 

—¡Es su…! ¡Es su orden, mi Juez!

Antares desenvainó su filosa shaska y lo apuntó. “¡Traédmelo!”, ordenó entre colmillos. “¡Que lo compruebe con sus propios ojos!”. Fue así como el Juez se internó en el corto pasillo llevándose, tras su estela, a un grupo de espectros que cargaban el poste con un consternado Proción atado al mismo. Una vez allí, lo instó a inspeccionar; era un camino pedregoso dentro del muro que se extendía no más de cuarenta pasos para, finalmente, desaparecer tras una niebla que imposibilitaba ver qué les deparaba en el otro lado.

El Juez pensaba que toda la situación de tan parco acceso tenía que ser una broma de mal gusto. Él podría ser feroz en el campo de batalla, implacable para castigar subordinaciones, pero no significaba que despreciara la vida de sus soldados. Enviarlos directo al reino de los ángeles sin tener una mínima idea sobre el terreno o las condiciones que les deparaba sería indigno del estratega estrella del Inframundo.   

—Ya lo ves, putita de palacio. ¿Aún quieres controlar lo que hago?

—Mi Juez… Los Campos Elíseos está allí. ¡Por los soles! ¡Irrumpa con todo el peso de vuestro ejército!…

—Que irrumpamos con todo nue… ¿Sabes? Me sorprende lo arrojadas que sois las ratas cortesanas. ¿Qué se supone tienes debajo de los cuernos?, ¿plumas? ¡Si nos abalanzamos con todo nuestro peso, caeremos con todo nuestro peso!

—Pero… ¡Pero…! ¿Acaso ve otra alternativa, mi Juez?

—¿Qué crees? ¿Que soy el mariscal por el tamaño de mi prodigiosa verga? —Cerró el puño y golpeó insistentemente el cráneo del enviado—. ¡Yo sí tengo algo ahí dentro, Proción!

Escupió al suelo y se fijó en sus soldados. 

—A controlarme ha venido este… ¡Sabe tanto de estrategia como vosotros de modales! ¡Explorador! ¡Traedme un explorador!

Volvieron a la vanguardia mientras un extenso campamento empezaba a erigirse alrededor del muro. Desde las alturas parecía formarse una suerte de oscuro herraje de caballo frente al diminuto pasillo, sobre el rojo del desierto. Para cuando los dos soles se tocaron en lo alto del cielo, una conjunción como lo llamaban los espectros pues desconocían del ciclo del día y la noche, gran parte del campamento estaba finiquitado y el explorador, ya escogido entre los varios aspirantes, montaba sobre una bestia tricéfala y se encontraba listo para partir.

Llevaba un arco de diseño aserrado atado a la grupa de su montura y varias flechas cargadas en su carcaj. También destacaba una brillante espada envainada en su cinturón y, por si las dudas, una daga escondida en su bota de acero.

—Nada de heroísmos, gul, ni a bañarte en sangre de ángeles por mucho tiempo —dijo el Juez—. Cuenta cien latidos de corazón y regresa. Observa detenidamente a tu alrededor y regresa para informarme lo que nos espera. Una ninfa a tu elección y dos tricéfalos te esperan como recompensa.

Cuando le asintió dándole permiso, el espectro desenvainó su espada y rugió el grito de guerra del Inframundo, conforme el tricéfalo se levantaba rampante:

—¡Arde en mi alma, flecha de fuego!

Y la bestia se lanzó a la carrera con su valeroso jinete; se internaron en el pasillo en tanto el ejército lo despedía con vítores y rugidos. El Juez se quedó allí, de pie frente al estrecho paso y con las manos unidas tras la espalda. Deseaba atravesar cuanto antes el reino de los ángeles y llegar al de los mortales. Mil años pasaron desde la última vez que estuvo allí, aunque fuera un ser humano que servía al reino de Rusia. Sus recuerdos ya se habían diluido con el tiempo, pero algunas remembranzas, nombres, sensaciones y olores parecían volver de vez en cuando. 

Presto a quemar el tiempo, se acercó al poste de Proción; el pilote estaba clavado especialmente frente al pasillo para que su presa no se perdiera detalle.

—¿Cómo lo llevas, puta? 

—¿No considera la idea de librarme, mi Juez? 

—¿Y eso para qué? 

—Dioses… Escúcheme. No he tenido la oportunidad de hablarle sobre su reunión en Flegetonte. Traigo un recordatorio.

Antares no lo miró, sino que volvió a girar para observar el pasillo. Esperaba que en cualquier momento regresara el explorador.

—Habla. 

—Es sobre el híbrido. 

—Inanna.

Antares esbozó una casi imperceptible sonrisa al recordarla. En el Inframundo conocían perfectamente a Inanna, aquella a quien los ángeles nombraron Perla y otorgaron el rango de Querubín. Cómo no recordarla si, durante trescientos años, el feto que el Segador extrajo del cadáver de un ángel creció lentamente dentro de un castillo de Flegetonte, pasando de ser solo un embrión a tener el cuerpo de una niña de poco más de cinco años humanos. Se preguntó si ella los recordaría, pero el emperador le había borrado la memoria antes de enviarla a los Campos Elíseos. Era una pena, pensó, porque fue cuidada por tantas ninfas y protegida por toda una guardia dedicada a ella, una guardia que él personalmente dirigía para controlar las visitas de espectros curiosos por verla.

En aquel entonces esperaban que el híbrido, debido a su condición, llamara la atención de los dioses, por lo que su supervivencia era considerada de importancia extrema en todo el Inframundo. Desconocían, en ese entonces, que al desarrollarse por completo sería conocida como Destructo, aquella profetizada como la destructora de reinos. La noticia de su crecimiento y su conversión sorprendió al Juez: era difícil quitarse de encima la dulce imagen que tenía enraizada.   

—No sé si Inanna sería el nombre adecuado, mi Juez.  

—Llamaré a la pequeña como me salga de los cuernos.

—¡E-Entiendo!… Pero, mi Juez… Ya no es una pequeña. Y debo asegurarme de que sepa que su muerte es la prioridad.

—Tanto la teme… —a Antares le costaba asimilar el hecho de que existiera un ser que pudiera estremecer al Segador de aquella manera—. Seré cauto. Si Inanna está en el reino de los mortales, entonces no hay mucho que agregar. Ella caerá con ese mundo.

Proción elevó la vista y entornó los ojos para observar los soles.

—Cien.

—¿Qué?

—Cien latidos, mi Juez. Vuestro explorador ya debería haber vuelto.

Antares avanzó unos pasos haciendo un esfuerzo en disimular su nerviosismo. Se fijaba en el pasillo, pero nadie regresaba. Agitó sus alas y luego se frotó las manos, afilándose las uñas de las garras después; cada gesto que consumiera algunos latidos más era bienvenido con tal de otorgarle al explorador un pequeño margen de tiempo.

Pero nadie volvía.

—¡Otro explorador! ¡Enviad otro explorador! ¡Esta vez, solo durante cincuenta latidos!

Pasó el tiempo y, tal como se temía, el segundo explorador tampoco volvió a pesar de ir más pertrechado que el primero. Una gigantesca interrogante flotaba sobre las cabezas del ejército. Indefectiblemente, todas las miradas se posaban sobre el cada vez más enfurecido Juez, quien paseaba en la línea frontal trazando círculos alrededor del poste de Proción. 

¿Qué podría haber al otro lado?, pensó rascándose un cuerno. Una legión de ángeles, seguro. Con bestias. Debía ser eso, porque para deshacerse de su explorador y un tricéfalo se necesitaba de mucha fuerza bruta y a la vez una velocidad pasmosa. Pero, ¿había bestias en el reino de los cielos? No tenía la más mínima idea. O tal vez allí había un terreno insorteable para un espectro, tanto que ni sus alas ni los tricéfalos podrían serles útiles. O, en el peor de los casos, los exploradores que enviaba solo buscaban escapar de su ejército. Después de todo, el Segador no era el emperador natural del Inframundo y los tenía a todos dominados con el miedo como arma principal.

Como los ángeles tenían a sus tres Arcángeles, los espectros tuvieron tiempo atrás a los tres Jueces: Radamantis, Minos y Aiacos. Los líderes naturales que reinaban, una ciudad cada uno, en el reino creado por los desaparecidos dioses Hades y Perséfone. Pero los Jueces fueron sido asesinados hacía milenios y era Antares quien ahora ostentaba el título. Entonces, ¿había rebeldes en su propio ejército que buscaban escaparse del terrible dominio del Segador?

Había tantas variantes, infinitas prácticamente, y necesitaba dilucidar la situación cuanto antes.

—Mi Juez —Proción interrumpió sus cavilaciones—. ¿Otro explorador?

Antares se pasó la mano por la barbilla. La situación resultaba a ser molestamente preocupante. La humillación al enviado diplomático había pasado a un segundo plano, por lo que su tono de voz se tornó más profunda.

—¿Te interesa el puesto, puta? Tal vez a los ángeles les caiga bien un espectro perfumado y bien vestido como tú.

—¿Yo…? ¡No!… No-no-no-no creo que sea la mejor de las ideas, mi Juez.

—¡Claro que no lo es! ¡Vales la mitad que el peor de mis soldados! ¡Y enviaré a tres! ¡Buscadme a tres exploradores! ¡Esta vez, que investiguen durante veinte latidos!

Entonces tres exploradores se despidieron bramando el grito de guerra del Inframundo y arropados por el intenso rugido de apoyo de todo el ejército, que los observaba y despedía; cuando pasaron más de cincuenta latidos y estos no regresaron, Antares explotó en un feroz gruñido de rabia. “¡Condenado muro de mierda!”. Pero, ¿qué diantres había del otro lado? Por un momento deseó ser él quien entrara y comprobara porque la curiosidad le podía, pero tuvo que tranquilizarse. Su ejército dependía de él. Su emperador dependía de él. Los ojos se le volvieron más feroces y respiraba agitadamente.

Proción fue el único en atreverse a hablarle.

—¿Mi Juez?

—Buscadme tres exploradores más —mordía cada palabra—. Encadenadlos por la cintura.

—¿Encadenarlos?

—¡Y amordazad a la puta!

El ejército espectral rugía como de costumbre y ahora blandía sus pesadas espadas al aire porque los soldados estaban convencidos de que este plan sí funcionaría. Los tres nuevos exploradores lucían confiados, saludando a sus camaradas y agitando sus enormes escudos en una muestra de orgullo. Ya no llevaban armas ni tricéfalos porque la idea era, sencillamente, aguantar lo que fuera que se viniese. Así que los escudos, cuanto más grandes, mejor. El trío estaba, cada uno, enganchado por una cadena en la cintura. Al otro extremo de cada cadena, diez espectros sostenían con fuerza, prestos a tirar para rescatarlos cuando llegara el momento.

—¡Oídme con atención! —gritó el Juez—. ¡Ojos bien abiertos! ¡Mirad el terreno y memorizadlo, sois la clave para nuestro avance! Todo detalle cuenta, hasta el más mínimo. Las mejores trampas son las que no sospechamos. ¡Aguantad diez latidos, gules!

Rugidos y vítores sacudieron el campamento espectral. 

—¡Y vosotros! —se dirigió ahora a los grupos de espectros que sostenían las cadenas—. ¡Diez latidos y tirad con todas sus fuerzas! ¡Cuando esto termine, nos daremos un baño en un charco de sangre y plumas! ¡Nimpú!

—¡Nimpú!

A la orden del Juez, los espectros corrieron en dirección del pasillo. Uno, envalentonado, extendió las alas y se elevó esperando sorprender a lo que fuera que le esperaba al otro lado. El grito de guerra de todo el ejército les llegaba con fuerza y, dentro del pasillo, las voces rebotaban una y otra vez, inyectándolos de un ánimo excepcional. 

Cuando los tres atravesaron la barrera neblinosa, las cadenas inmediatamente cayeron al suelo como si al otro lado alguien las cortase de un tajo. Solo pocos notaron aquel detalle y el Juez, entre ellos, abrió sus ojos cuanto era posible. Pero, ¿qué clase de bestia ruda e impertinente podría haber del otro lado?, se preguntó apretando los puños. Su ejército seguía rugiendo porque aún no habían caído en la cuenta, pero, cuando las tres cadenas fueron traídas de vuelta, todos notaron con estupor cómo se arrastraban sin sus exploradores.

Lucían machacadas en las puntas.

Se hizo un silencio pesado e insoportable; el miedo empezó a expandirse en el ejército y los rumores acerca de gigantescas y horribles bestias pululando en el reino de los ángeles corrían entre los espectros. “Seguro hay un cíclope”, murmuró uno, y todos a su alrededor se estremecieron.

Antares había demostrado tener razón en su planificación: enviar a todos había supuesto una pérdida mucho mayor. Pero aquello no consoló al cada vez más nervioso Juez del Inframundo. Había algo o alguien al otro lado y, él sabía, lo estaba desafiando.

   

III

La Potestad, Naos, se sentó a la gran mesa de roble de la Biblioteca, en un salón apartado de los estantes rebosantes de libros. Era un sitio inmenso, de siete pisos de alto y un lejano techo abovedado con gruesos arcos de oro. Un lujo construido milenos atrás por el fallecido Arcángel Gabriel, aunque últimamente la concurrencia era poca o nula.

El ángel alto y de aspecto larguirucho se frotó la nariz viendo la botella de vino tinto frente a sí; en verdad que moría por bebérsela; para colmo la luz del sol, atravesando uno de los ventanales, caía como un haz sobre la bebida en una suerte de señal divina, pero el trato que le ofreció Spica, sentada al otro lado de la mesa junto con su amiga Ondina, era difícil de aceptar. No podía, sencillamente, soltar información sobre los tres ángeles en el Inframundo. La Serafina ya había dictado la confidencialidad del asunto debido al fracaso que había resultado la misión.

—A diferencia de ti —dijo Spica acariciando la botella—, que te agrias con el tiempo, todo lo que sale de mi viñedo suaviza con la edad.

Naos frunció el ceño.

—No he agriado.

—Nuestra misión como Virtudes es limpiar los Campos Elíseos de toda inquietud. Gracias a mi viñedo, el coro angelical se inspira para sus cánticos. Vosotros os inspiráis para vuestras poesías. Los soldados beben para festejar o para olvidar. Si no fuese por Ondina y sus jardines, esta ciudadela olería a plumas y humedad en todos sus rincones. ¡Ah! Incluso aquel florero…

Naos hizo un ademán.

—Las Virtudes sois importantes, no recuerdo haber dicho lo contrario.

—No lo dices, ¡pero bien que lo demuestras! —gruñó susurrando—. Somos tan “Alto rango” como los propios Serafines. 

—No, no lo sois. Sois jardineras. ¿Por qué os interesa tanto lo que sucede allí?

—Nos preocupan esos tres ángeles, ¿es tan extraño? 

Spica calló abruptamente cuando Ondina se levantó y, con las manos temblorosas sobre la mesa, se inclinó hacia la Potestad. Sus ojos eran feroces, pero había trazos de humedad. Sus plumas estaban completamente erizadas pese a que las alas estaban plegadas, revelando su angustia.

—¡Próxima! —chilló Ondina—. ¡Quiero saber cómo está Próxima!

Naos hizo un rápido gesto con el índice sobre los labios; había que mantener silencio.

—¡Lo siento! Próxima se trata de mi amigo —se excusó volviendo a sentarse. Agarró una de sus alas y escondió su rostro tras el manto de plumas para evitar que la vieran al borde del llanto; no obstante, la voz quebrándose la delató—. No me interesa la misión ni lo que hayáis descubierto. ¿Es mucho pedir que me digas cómo está él?

—¿Próxima? —preguntó su amiga—. Entonces, ¿es por él que estás arrastrándote día y noche por los prados?

—¡No me arrastro!... —retiró el ala de su rostro, revelándose el rostro enrojecido—. O tal vez sí.

Spica se rascó la mejilla viendo a su líder completamente abatida. Debió haberlo imaginado, con la de veces que el arquero la visitaba para ayudarla. ¿Tan amigos eran?, se preguntó entornando los ojos. 

—Es torpe con las flores —Ondina se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano—. Solo que le gusta ayudar.

Se levantó y buscó algo bajo el fajín de su túnica. Eran tres ajorcas hechas de pétalos que ella misma había confeccionado el día que el trío de ángeles partió; las puso sobre la mesa. Dos seguían intactas, pero una estaba marchita y había perdido varios pétalos.

—El día que partieron al Inframundo, les di una ajorca a cada uno. Estas son sus réplicas. Las de Curasán y Pólux se encuentran bien, por lo que tengo la certeza de que ambos están vivos. Los pétalos me lo dicen. La de Próxima, en cambio…

—Dioses —dijo Spica—, está hecha un estropicio.

—¡Spica!

—¡Perdón! Pero… es verdad…

Naos, que había aprovechado la discusión para apoderarse de la botella, se deshizo hábilmente de la cera que la taponaba. Absorbió el aroma; las plumas se le erizaron, pero mantuvo la compostura como buenamente pudo. Luego miró a la implorante Ondina y lo decidió en un instante. 

—Oídme las dos. La Serafina ordenó que la información fuera clasificada, es verdad. Pero está distinta, ¿no lo notáis? Mis colegas piensan que toda esta situación, esta guerra y cacería, terminó por convertirla en un ángel más endurecida. ¿No era acaso Irisiel una de las que más mimaba y consentía a la Querubín? Cuando Perla era niña, la Serafina la visitaba para dormir juntas. Pero ahora la tenéis organizando una invasión al reino de los mortales para darle caza. ¿A qué se debe el cambio tan repentino? Incluso a mí me cuesta charlar con ella sin sentirme intimidado por su mirada.

El aire se estaba haciendo pesado y oscuro conforme proseguía. Ondina escuchaba con atención, inclinándose hacia adelante como si no quisiera perderse ninguna sola palabra, en tanto Spica se arrimaba para tomarla de la mano.

—Ya no es la misma Serafina —continuó la Potestad—. Por lo que, sospecho, está siendo controlada por el enemigo. Después de todo, el Segador consiguió manipular al Serafín Rigel, ¿no? Incluso a los Arcángeles, en su momento. Soles atrás me atreví a decírselo, pero, evidentemente, lo negó. Es demasiado orgullosa para admitir que el enemigo podría estar manejándola.

Dio un pequeño sorbo del vino y lo saboreó doblando las puntas de sus alas. Lo que proviniese del viñedo de Spica era, para él, poesía hecha bebida. 

—Te entiendo, Virtud —continuó—. Tú sufres por Próxima. Yo me martirizo día y noche por Pólux. Me escribo con él, es verdad, pero no puedo siquiera imaginar cómo sería estar en tu lugar. Cómo soportar la angustia de no saber absolutamente nada. Te diré qué sucedió. Tu amistad y el hecho de que la Serafina no me inspire el mismo liderazgo que antaño son motivos suficientes —asintió—. Mereces saberlo.

Spica enarcó una ceja.

—Solo quieres el vino.

—Por adelantado, perdonad mi falta de tacto —se rascó la mejilla—. Soy una Potestad.  

El corazón de Ondina pareció detenerse.

—Me estás asustando.

—Cuando sobrevolaron el río Flegetonte, cerca de la capital del Inframundo, Curasán, Pólux y Próxima fueron sorprendidos por dos espectros. Probablemente eran tres, pero creemos que el tercero huyó para dar aviso. Tu amigo sesgó a uno de ellos, pero entabló una dura lucha contra el otro.

Spica dio un respingo cuando sintió las uñas de su amiga clavarse en su palma, pese a que Ondina no apartaba los ojos de la Potestad. Deseó consolarla de alguna manera, pero incluso ella estaba sorprendida ante la verdad que se les revelaba y no deseaba perder detalle.

—Próxima perdió sus dos alas —remató la Potestad—. El enemigo las cortó. Eso sí, ambos guerreros cayeron al río sin dejar de luchar el uno contra el otro. Curasán y Pólux lo buscaron, pero no consiguieron dar con su paradero. Lamentablemente, un contingente de espectros llegó poco después, por lo que ambos tuvieron que abandonar la búsqueda.

Y el silencio que prosiguió fue largo y frío. Naos comprendió y se levantó, poniendo la mano sobre el hombro de Ondina para despedirse. “Lo siento, Virtud. Hasta hoy día no sabemos nada de tu amigo”, susurró. Nadie lo percibió, pero algo pareció morir dentro del corazón afligido de la hembra. Se quedaron ambas amigas allí, una mirando el vacío y la otra arropándola suavemente con sus alas.

···

·

···

La Serafina Irisiel avanzaba por una calle amplia de Paraisópolis y al menos unos doscientos arqueros seguían su estela rumbo al Río Aqueronte, desde donde accederían al reino de los mortales. Todos, incluso ella, llevaban en sus carcajes las saetas con plumas blancas con el ultimátum escrito a lo largo del astil: “Entregad a Destructo o habrá consecuencias”, en sumerio. Una lástima, pensó la Serafina, que ya ningún ángel de rango Dominación prestara servicios en su Legión, pues los pocos fieles a ella ya habían muerto y los demás habían seguido a Durandal en el reino de los mortales.

Con solo uno bastaría para localizar a su objetivo y terminar cuanto antes la amenaza del ejército espectral.

Se sorprendió cuando vio a dos ángeles femeninas en medio del camino, interponiéndose en su avance. Reconoció a la líder de las Virtudes, Ondina, aunque no se fijó en la otra, detrás de esta. Ondina la miraba con fiereza. La Serafina, perceptiva como era, notó la hostilidad y decidió enmascararse tras un rostro serio.

—Habla.

Spica, tras Ondina, miró a un lado y otro de la calle al percibir un aroma extraño. Luego se giró y dio un respingo cuando notó finos tallos de hiedra extendiéndose, como si tuvieran vida propia, subiendo por las paredes de las casonas e incluso surgiendo entre el empedrado del camino. Intentó advertir a su superiora, pero esta ya se encaró con la Serafina:

—¿Dónde están Próxima, Curasán y Pólux?

La Serafina se limitó a mirarla, como si quisiese entender los motivos de la Virtud. Y sus arqueros, tras ella, guardaban un adusto silencio. En realidad, muchos también deseaban saber la verdad sobre los tres enviados, pero nadie se atrevía a pedírsela.

—¿Acaso él no significa nada para ti? —insistió Ondina—. ¿Abandonas a tu mejor arquero en territorio hostil? ¿Qué piensan tus demás alumnos?  

La Serafina frunció el ceño.

—Pero, ¿qué sucede contigo? ¿Acaso no tienes algunos arbustos que recortar?

—¿Arbustos? ¿En qué clase de líder te has convertido?

—¿Ah? ¿Acaso tú me dirás cómo sacarnos de esta situación, jardinera? Esos tres sabían lo que sacrificaban y aun así dieron un paso adelante. Gracias a su valor, sabemos que hay un ejército allá afuera y que buscan aplastarnos no solo a nosotros, sino al reino de los mortales. Yo pretendo detenerlos dándoles lo que quieren. ¿Qué pasa? ¿Eres tú otra de las amigas de Destructo que busca detenerme?

Ondina meneó la cabeza.

—No me interesa la Querubín. Te he preguntado por Próxima, Pólux y Curasán. El día que partieron, los llamaste Ángeles de la Luz. Eran nuestros héroes. ¿Qué ha sido de ellos?

La hiedra seguía extendiéndose y Spica, en medio de su desesperación, trataba de ahuyentarlas pisándolas y pateándolas, pero no daba abasto. Se arrodilló e imploró a la hiedra que se detuviera; tenía esa habilidad, pero no había caso alguno. Miró a su líder y luego a la hiedra de forma intermitente; enarcó una ceja al volverse evidente que la flora percibía la furia de Ondina y buscaba atacar a un objetivo. 

—Tranquilízate, Ondina —susurró—. Es la Serafina, ¡la Serafina, por los dioses! 

Irisiel notó la flora arropando las casonas y la calle tras Ondina, enverdeciéndolas a su paso. Supo que no debía ser coincidencia, por lo que reveló los prominentes colmillos de su sonrisa. A la Serafina le encantaba enfrentarse a toda amenaza con sorna y desprecio.

—¿Ah? ¿Qué ven mis ojos?

Avanzó unos pasos más, con soltura y extendiendo ligeramente sus seis alas, mostrándole que aceptaba un duelo. Sostuvo su arco, en bajo, avisándole a la Virtud que estaba lista para batallar si la ocasión se presentaba. Los alumnos de Irisiel intentaron protegerla adelantándose, pero esta hizo un ademán para que no se entrometieran.

—A ver esos colmillos, Ondina —amenazó la Serafina—. Aún recuerdo cómo luchasteis contra las huestes Lucifer en el Aqueronte. Cómo la flora, en su totalidad, respondió a vuestros estímulos. Fuisteis tan o más viles que los rebeldes, pero, ¿no crees que todos estos soles podando y recogiendo miel te pudieran haber oxidado?

Como respuesta, un par de gruesas raíces se abrieron paso del suelo y se enroscaron, una por una columna de una casona, la otra por la pierna de la propia Ondina, rodeándola luego en la cintura como una suerte de escudo para finalmente apuntar a la Serafina, quien lejos de amedrentarse, sonreía amenazante. Más raíces surgían y erosionaban la calle y construcciones alrededor, pero eran menores.

—Por todos los dioses, me da sarpullidos solo de ver tu hiedra, jardinera —la Serafina invocó una saeta en la otra mano y jugó con ella entre sus dedos—. Pero luce frágil.

Vibraba todo, se despedazaba todo; los presentes se estremecían sin saber qué hacer más que observar cómo ambas se encaraban. Parecía que había un enfrentamiento inminente y que solo los dioses serían capaces de interrumpirlo.

Pese a la tensión, Ondina también reveló los dientes de su sonrisa al oír la fanfarronada de la Serafina. Se asemejaba tanto a lo que decían los huestes de Lucifer que, milenios atrás, se enfrentaron a ellas sin saber lo que se les venía encima. Porque era eso lo que pensaba la Legión cuando veía a las Virtudes: inocencia, debilidad. Para todos ellos, Ondina tenía una sola respuesta.

—La hiedra tiene larga vida, Serafina.

Un ángel descendió entre ambas, con alas y brazos extendidos a cabalidad. La Serafina solo tenía ojos para Ondina, pero Naos, que había llegado como un relámpago desde la Biblioteca, sostuvo en alto un rollo de papel de lino. Se había interpuesto como había planeado, pero sospechaba que los ánimos estaban lejos de amainarse.

—Lo traje —dijo él—. La ubicación que solicitó, Serafina.

La hembra hizo un ademán.

—Apártate.

—No. Luchar entre nosotros es lo que el Segador pretende al manipularnos.

La Serafina apretó los dientes y des-invocó su arma y flecha de las manos. Estaba harta de que le insinuaran que estaba siendo controlada por el enemigo. Para ella, cazar a Destructo era una decisión difícil de tomar, pero lo adecuado si pretendía salvar tanto a ángeles como mortales. No estaba siendo manipulada, se decía una y otra vez. No obstante, para demostrárselo a Naos, decidió dejar pasar el incidente con Ondina.

—No perderé tiempo aquí. La próxima vez no mostraré misericordia si alguien pretende detenerme —se giró y miró fieramente a sus alumnos—. ¡Quien va contra nosotros, va contra el reino de los ángeles y contra el reino de los mortales! ¡Va contra nuestros hacedores! Si aquí hay traidores a nuestra causa, entonces ellos conocerán la muerte.

En tanto, Spica se lanzó sobre su amiga y la tumbó, arrancándola de la raíz que la había enroscado al empedrado de la calle. Tenía que hacerla volver a sus cabales antes de que la flora hiciera algo de lo que luego se arrepintiera. Forcejeando, rodaron sobre el empedrado hasta llegar a la acera, donde Spica agarró finalmente a Ondina por la túnica y así zarandearla.

—Basta ya, ¡basta ya! ¿Realmente pretendías luchar contra la Serafina?

Ondina se apartó de un manotazo, pero su amiga no la dejaría ir. Miró a un lado de la calle y notó que la Serafina continuaba su camino, con sus arqueros siguiéndola en silencio. Unos se adelantaron y cortaron las raíces que se formaron en medio del camino, pero nadie siquiera dedicó una mirada a la causante de la demora.

—Hemos zafado por ahora —susurró Spica.

—No he terminado. 

—¡Sí, sí has terminado! Te has vuelto una demente. ¿No tienes aprecio por tu vida?

Ondina rodó por el suelo y consiguió librarse de Spica; se levantó sacudiéndose el polvo de encima. Pensaba que aún tendría ganas de ir a por la Serafina, de abrirse paso entre sus soldados y volver a exigirle respuestas, motivos tenía de sobra, pero en realidad la rabia se había esfumado abruptamente para dar paso a una amargura que le cayó con todo su peso.

Entonces miró a su amiga, que aún seguía en el suelo y expectante.

—Normalmente pierdes el aprecio por la vida cuando ya no existe nada por el que luchar.

—¡Dioses!… ¿Tan importante es Próxima que tienes que ponerte así?

Ondina se arrancó unas raíces de hiedra que se enroscaron en sus botas.

—Dices que a mí me faltan un par de plumas bien enraizadas. Si ese es el caso, Spica, entonces a ti te faltan diez más. ¿Acaso tengo que escribírtelo en las nubes?

—¿Escribirme qué?

···

·

···

Sentadas sobre la acera de la ya despoblada calle, ambas Virtudes se mantenían en silencio. A Ondina no le quedó más alternativas que confesárselo. Que con el arquero descubrió lo prohibido. Que su respiración se agitaba al verlo; que su corazón se aceleraba cuando ambos unían los labios. Que había humedades nunca antes sentidas. Que, cuando estaban juntos, unidos en el acto prohibido, sentía llenarse un vacío que ni siquiera sabía que existía. A la espera de una respuesta de su amiga, a Ondina le parecía que el tiempo avanzaba lento.

Spica casi desvaneció al oírlo, pero no lo diría en voz alta. Fue asimilándolo como buenamente pudo. Miró al cielo esperando que algún relámpago cayera, pero meneó la cabeza. Era la respuesta usual de los hacedores cada vez que algún ángel se metía en un lío. Finalmente, se arrancó una pluma esperando que todo aquello no fuera un sueño.

—Di algo —rogó Ondina.

—¿Como qué? —soltó la pluma.

—Lo que quieras, pero di algo.

—¿Me repites lo de las humedades? ¡N-no! Mejor… Mejor me dices desde cuándo… Y ya hablaremos de lo otro…

Ondina se acomodó y miró para ambos lados de la calle; no había nadie, así que se armó de valor.

—¿Te acuerdas del día que llegó la Querubín? Los arqueros de la Serafina volvieron de los campos de tiro para dirigirse al Templo. Suspendieron sus prácticas para presentar la niña al Trono. Próxima dice que había tantos compañeros aleteando a su alrededor, decididos a verla más de cerca, que terminó enredándose con uno de ellos. Así que cayó… Se estrelló justo sobre las flores de orquídeas que yo estaba arreglando.

—¡Las orquídeas! Qué romántico. ¿Es romántico? Pero puedo imaginarlo. Un guerrero rodeado de rosas y herido. ¿Lo ayudaste y así comenzó todo?  

—No, nada de eso. Agarré un rastrillo y lo molí a golpes… ¡Mis orquídeas! Es decir, ¡estaba furiosa! Le dije que más valía que no volviera a aparecer por mi jardín. Dijo que debía ir al Templo, pero que luego regresaría para enmendar el estropicio. No creí que volvería. Me ayudó hasta el anochecer y eso que fui bastante dura con él en todo momento. Pero me soportó... ¿Quién iba a decir que un arquero como él tenía algo de habilidad para la jardinería? Era torpe, claro, pero ponía ganas…

—Ya. Viendo en qué se están convirtiendo todos aquí, me atrae la idea de bajar al reino de los mortales y unirme a la Legión de Durandal. Así podría conocer algún mortal guapo y descubrir humedades.

Las calles de Paraisópolis lucían tristemente desoladas, pero ahora las risas de dos picaronas rebotaban por sus rincones, devolviéndole algo del color y vida que caracterizaba a la ciudadela. Al fin y al cabo, eran dos Virtudes haciendo lo que mejor sabían hacer.

Ondina se disculpó por no habérselo revelado antes, pero estaba relajada; por fin alguien sabía su secreto e incluso sentía las alas más livianas. Era una sensación agradable no solo soltarlo todo, sino ser comprendida. El estigma de lo prohibido era demasiado desagradable como para cargarla una sola.

—Atacar a la Serafina siempre es una sentencia de muerte —advirtió Spica—. Suerte que Naos intercedió.

—Hmm —gruñó—. Ya te lo he dicho. No tiene sentido continuar viviendo sin él.  

—Otra vez con eso. ¡Amarga! ¡Amarga como el vinagre!

—¡No! ¡Soy realista! —buscó la descolorida pulsera de flores guardada en su fajín y la lanzó a la calle—. Llámame amarga si lo deseas, pero no voy a vivir una mentira. ¿Acaso no lo ves? ¡Próxima está muerto!

   

IV

Un puño cerrado surgió del enrojecido río Flegetonte y en la muñeca se zarandeaba una ajorca de pétalos; no tardó en levantarse el ángel herido, firme y decidido, como si el bravo y gélido caudal que le llegaba hasta la cintura no le afectara en lo más mínimo. El cuerpo estaba empapado del agua roja, por lo que, bajo el brillo de los dos soles, acrecentaba las definiciones y su porte de guerrero, como si cada palmo de su contextura fuera exquisitamente tallado a mano por los dioses más detallistas. Con las fuerzas de su espíritu, desafiaba al río más caudaloso del Inframundo. Próxima levantó la vista y se fijó en los dos soles de sangre brillando y abrasando desde lo alto del cielo. Apretó los puños; seguía vivo. Luego sintió las heridas escociendo en la espalda; dos cicatrices llamativas sobre la piel, verticales y enrojecidas donde antes estaban las alas que con tanto orgullo llevaba. 

Se pasó la mano por la cabellera; era una situación crítica la suya, una terrible pesadilla hecha realidad: abandonado en territorio hostil y sin poder siquiera volar, pero su misión de asesinar al emperador del Inframundo seguía intacta. Y pensaba llevarla a cabo. Pensaba terminarlo todo cuanto antes y volver junto a su amada Ondina, cuyos recuerdos encendían su sangre como fuego.

Llegó hasta la orilla con esfuerzo postrero. Su túnica, salpicada de sangre, estaba hecha jirones. Bajo el brazo llevaba una de sus dos alas y la lanzó al suelo, donde la otra se encontraba sobre la arena. Había entrado al río en su búsqueda; por más que ya no le sirvieran, no quería abandonarlas.

Tumbado en la orilla se encontraba Iscardión, el espectro con el que había combatido. Estaba molido a golpes y jadeaba como perro al sol. El enemigo se preguntaba cómo era posible terminar apaleado por un simple ángel. Habían luchado arduamente ambos y, pese a la diferencia física; Iscardión era notoriamente más grande que el arquero, Próxima le había propinado una paliza inolvidable hasta el punto que tres cuernos se le habían partido y un ojo estaba cegado debido a la hinchazón.

Para colmo, el ángel lo había inmovilizado enrollándole una larga cadena que el propio espectro portaba. Le resultaba tan humillante recordar toda la batalla. 

—Pero, ¿cómo…? ¿Cómo mierda…? —jadeó Iscardión—. ¿Cómo es que puedes siquiera moverte, condenado chupa-cuernos? 

Próxima no respondió; agarró un extremo de la cadena con la idea de arrastrar a Iscardión a través del desierto. Después de todo, el enemigo tendría información importante que podría serle útil. Subió pesadamente hasta lo alto de una duna y, a pesar de la bruma rojiza que se elevaba sobre el horizonte, se percibía la lejana capital, Flegetonte, con sus altas e incontables torres negras rodeando el castillo del emperador.

El espectro se removía como podía, tragando polvo y protestando con sus últimas fuerzas.

—¡Habla! Por Perséfone… ¡Di algo! Encima buscando esas estúpidas alas, ¿crees que vas a volver a colocarlas de alguna manera? ¡Me meo en tu inocencia!… ¿Por qué no respondes? ¿Eh? ¿O es que también te corté la lengua?

Próxima soltó la cadena y el espectro quedó inesperadamente quieto y manso cuando lo vio acercarse hasta él. El ángel se acuclilló: sabía del estado lamentable de su enemigo y pensó que ponerlo a dormir sería una opción sabia para ambos. Apretó un puño. Era cierto que Próxima podía lucir débil, pequeño y hasta inocente para un espectro, mucho más feroz e intimidante que él. Pero tiempo atrás el ángel aprendió una lección de quien menos esperaba.

—La hiedra, amigo, tiene larga vida.

Y el puñetazo estrellado trajo la apacible oscuridad.

Continuará. 

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