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Destructo IV, Volveré y seré millones

en Grandes Series

 

Zadekiel se acomodó en el mullido asiento y, cuando percibió la mirada de los presentes sobre ella, torció las puntas de sus alas. Es que era una veintena y nadie parecía darse cuenta de que el sol había salido hacía tiempo sobre el bosque de la reserva ecológica. Se preguntó si debía avisárselos pues estaba al tanto de que había asuntos de extrema urgencia del que debían ocuparse. Aunque, recostándose, se dijo que no quedaba mucho para terminar y un breve rato más no podrían hacer mucho daño. Y pensar que, cuando decidió revelarle la historia a la Querubín, su idea consistía en relatar solamente cómo Lucifer se hizo aliado de los dragones, de modo que le sirviera a su propósito, pero con los oyentes sumándose y la curiosidad intensificándose, prácticamente la forzaron a revelarlo todo cuanto estaba a su alcance.

—A ver —se rascó una mejilla—. ¿Dónde quedamos? 

La Querubín, sentada sobre la cama, se inclinó hacia adelante y tensó las alas.

—El muro de hiedra, maestra. ¡El muro de hiedra!

—¡Ah! El muro. Era evidente que lo habían levantado las nuevas Virtudes. Pero, por lo demás, su función era un misterio y, si no se tomaban los recaudos, podría interferir con los planes de Lucifer. No era un elemento que, simplemente, él podía dejar de lado. Por otra parte, en la noche que pasamos juntos, conseguí lo que creía imposible: cambiarle su perspectiva sobre la guerra. Durante la madrugada ideó un nuevo plan basándose en lo que le descubrí de la diosa Iris. Incluso en las bravas, siembre estaba una aleteada por delante de su mentor, su más grande enemigo…

   

  1. I.               

El Dominio Hidra cayó y su rostro se estampó contra la húmeda arena. Gruñó de dolor; tenía los músculos entumecidos y el cuerpo le parecía tan pesado como un centenar de sacos de piedras; no en vano pasó los días encerrado y torturado en el Templo de los Arcángeles a manos de los insurrectos. Acomodándose como pudo, escupió un cuajo sanguinolento. Desde que fuera tomado como prisionero, le habían cortado un ala y tan solo podía ver por un ojo, pues el otro había sido cegado por una hinchazón considerable. Tampoco le resultaba un misterio que se cebaran con él pues bajo el acero de su espada cayeron incontables rebeldes y aquello no era más que un ajuste de cuentas. Pero, leal a los hacedores como era, se dijo que soportaría las penurias hasta que su cuerpo ya no resistiera.

Sintió la frío presión de un metal sobre la sien, hundiéndolo más en la arena, por lo que entendió que lo estaba pisando un ángel acorazado con alguna de aquellas temibles armaduras del Inframundo.

—Buenos días, general —era Lucifer—. Os hemos invitado por una razón. ¿Podéis echar un vistazo desde vuestra posición?

Hidra no entendía a qué podría referirse, pero, al levantar desganadamente la vista, notó a pocas aleteadas de distancia el gigantesco muro de hiedra sobresaliendo del Río Aqueronte. Centenas de ángeles gravitaban en torno de este, cautelosamente, temerosos de caer bajo su área de influjo. Contados dragones también surcaban el cielo, evitando acercarse.

Sonrió con labios partiéndose: veía con claridad los secretos que escondía la hiedra, pero más clara aún era la intención de Lucifer al traerlo. ¿Acaso esperaba que se vendiese al enemigo? Arañó la arena; jamás se rebajaría a revelárselo. Allí se escondía la esperanza de los dioses y se aferraría a ella hasta su último suspiro.

—¡Responde, albino!

—¡Podéis matarme!

—¿Y quitarles la diversión preferida a mis soldados? Os perdonaré la vida si reveláis qué esconde el muro.

—¿Qué os hace pensar que deseo vivir de esta manera? Podríais estar así durante todo el sol y no sacaréis nada de mí.

—Podéis verlo, ¿no? Sentirlos bajo el Aqueronte, agrupándose para el asalto final. Miguel trae todo un ejército. Virtudes nuevas con las que, sin dudas, reemplazará a las que habitan aquí. También trae Dominaciones, ¿no es verdad? ¿Podéis sentirlo? ¿Qué será de vos? Os lo diré: os descartarán y eliminarán, temerosos de que yo pudiera haberos convencido de seguir mis vientos. Nadie en el reino de los cielos sobrevivirá la furia de los hacedores. Uníos a mí y abracemos juntos una nueva libertad. 

Hidra cerró los ojos y apretó los dientes; por más que evitara escucharlo, las palabras del Caído tendían a penetrar hasta lo profundo del alma y allí adentro rebotaban una y otra vez. Deseó decirle que él había elegido un bando y se mantendría fiel a sus principios hasta el final. Era lo que las huestes gustaban de cacarear; que abrazaban el libre albedrío con orgullo. Pero lo cierto era que él no había elegido a quién servir: fue creado para obedecer las órdenes de un grupo y defender los ideales de estos. Por un momento, sus ojos ardieron y se llenó de dudas.

Lucifer retiró el pie y lo dejó respirar. Miró el muro y levantó una mano, capturando la atención de sus generales que esperaban atentos, formando un semicírculo a poca distancia de ambos. Era una mezcla de ángeles y espectros de alto rango. Cassiel estaba entre ellos, acorazado con una armadura negra radiante y con su arco atado a la espalda, destacando entre las alas. Vindemiatrix también se encontraba en el grupo, visiblemente divertida de ver la tortura. En ella emergió una abrupta admiración hacia Lucifer debido a sus formas duras y punzantes. No cambiaría a Cassiel por nadie de los reinos, pero la hembra se fijó en el Caído, en su porte resulta y amenazante, y no pudo evitar echar un suspiro.

—¿Ya terminaste? —curioseó Cassiel—. Dime que tienes la respuesta. 

—La tengo. Nos fijábamos demasiado en su extensión, en su altura. ¿Por qué diantres no habíamos pensado en el grosor? El muro es hueco y adentro esconde a los soldados de Miguel. Los vi agrupándose, ordenándose. La primera línea está compuesta por arqueros. Probablemente, atacarán en el momento que el muro se disperse. Protegen otras filas de espadachines y lanceros. Esos, de seguro, vendrán como una ola cuando los arqueros hayan despejado la cala.

Hidra abrió el ojo sano cuanto pudo. Pero, ¿cómo ese condenado fue capaz de descifrar el secreto del muro? Él conocía de primera mano las capacidades bélicas y estratégicas de Lucifer. Por un lado, percibía que el Arcángel Miguel tenía los números a su favor. Detectaba cerca de cincuenta mil guerreros mientras que Lucifer, habiendo movido una parte de sus Ofiucos y monturas rumbo al Inframundo, y tras recibir a esos espectros de compensación, no llegaba ni a los diez mil. La clave eran los dragones. Con ellos, la batalla seguramente sería otro pérfido divertimento para El Caído.

Ahogó un gemido y Lucifer lo notó, pisándolo de nuevo.

—Puedo ver vuestra aura, pichón. No hay secretos conmigo. Percibo lo que veis. Admiro vuestra tesón y fidelidad. Sin dudas, en mi ejército tendríais el reconocimiento adecuado. Lideraríais una legión de mil Ofiucos dispuestos a morir por vos. Una pena que vuestros amos no os tengan la misma consideración.

Cassiel bufó airadamente al oír aquello.

—¿No lo dirás en serio? ¿De dónde conseguirás mil Ofiucos que no recuerden lo que ha hecho? Está bien donde está, tragando arena.

—Era solo un supuesto.

—Oh, ¡por favor!, que te conozco demasiado. Te lo imaginabas liderando a unos cuantos.

—¿Me culpas? Tiene una habilidad interesante.

—Tal vez en otra vida, si se tercia.

Vindemiatrix chasqueó su cola al aire, tal látigo, y los dos ángeles dieron un respingo; la hembra conocía a los dos amigos y sabía que serían capaces de divagar hasta que el sol se ocultara. Si era cierto que Miguel estaba adentro del muro ya no había tiempo que perder. Ella, más que nadie, deseaba finiquitarlo cuanto antes y volver a su reino, que de por sí libraba su propia batalla. Se estremecía solo de pensarse tan lejos, tan impotente.

—¡Vuestro plan! —gruñó ella—. ¿Cuál es vuestro condenado plan? 

Lucifer asintió y volvió a fijarse hacia el Aqueronte. En sus adentros, aún estaba viva la noche que pasara con Asteri. Rememoró las confesiones de uno y otro que cayeron entre besos y pérfidas caricias, en el lago, finiquitada por lo que pareciera la última y más intensa unión de cuerpos que vivió desde que fuera un ángel. Se le erizó la piel cuando recordó dónde hurgaron sus dedos. Meneó la cabeza y se obligó a reconducirse en lo importante: el secreto de la diosa Iris.

—Hasta donde puedo entender, el muro no nos supondrá un problema. Tengo un nuevo plan al que he estado rondando recientemente. Les confieso que ya cuento con el apoyo de la legión de Virtudes de Rafael. Confío en que los Ofiucos sigan mis vientos porque hace tiempo que han jurado lealtad a la causa. Espero que la comandante Vindemiatrix transmita mi orden a los suyos, pero no tomaré represalias contra aquellos que no deseen luchar y morir aquí. Eso es lo que nos espera y, al fin y al cabo, este no vuestro reino. Ante todo, recordad que nuestra lucha la libraremos para que otros prosperen. Que se retiren los que quieran, pero entonces que se obliguen a prosperar en nuestro honor.  

   

   

Asteri cerró los ojos y, extendiendo las alas, se acostó sobre una nube. Fue solo un instante, antes de que terminara atravesándola atraída suavemente por la gravedad. Abajo se estriaban los colmenares, viñedos y jardines del Campo de Virtudes. Desde la altura era una auténtica explosión de colores tan diversos como dispersos y la hembra se dijo que echaría de menos trabajar allí, tan vivo y cargado de aromas. Dándole un manotazo a la nube, se dijo que también iba a extrañar aquello de volar. Pero, sobre todo, extrañaría estar con Lucifer. Se acarició el vientre y esbozó una sonrisa bobalicona; una súbita ola de calor le sonrojó las mejillas cuando recordó lo que, la noche en el lago, fue capaz de hacerle con los labios.

Sin embargo, frunció el ceño al saberse sola en un día tan importante como aquel, donde la guerra que todo lo terminaría estaba asomando. Pero él debía dar las últimas instrucciones a su ejército y solo después estarían juntos. Que la esperase en el viñedo, bajo los parrales, eso fue lo que le solicitó él entre mimos. Solo entonces morirían juntos.

 —¡Tú! —tronó una voz—. ¿No deberías estar abajo?

Ella dio un respingo y buscó con la mirada. No tardó en ubicar al Arcángel Rafael que, brazos cruzados, gravitaba en torno de ella. Por el tono y semblante, no parecía estar con el mejor de los humores. No le era sorpresivo, considerando que todas sus Virtudes habían aceptado el repentino plan que Lucifer tramara durante la madrugada: sus súbditas no participarían en la defensa del reino, sino que serían sacrificadas para servir a un plan mayor. Al Arcángel le parecía una locura; un plan impropio de quien se decía era el mejor estratega del reino. Porque, ¿de qué servía tanto poder e inteligencia si no era capaz de usarlas para salvar la vida de quienes amaba?

—¡Mi señor! Solo estaba volando por última vez.

—¿Por qué? ¿Lo vas a extrañar?

—Tiene su encanto.

—No tiene por qué ser la última.

—¡Tiene que! Extrañaré muchas cosas, pero esto lo tengo decidido.

—Te espera el olvido eterno, mi estimada. ¿Cómo podrías extrañar algo si ya no existes?

Ella torció las puntas de sus alas.

—¿Acaso está intentando hacerme cambiar de parecer? Moriré con Lucifer. Es mi destino.

El Arcángel chasqueó los labios y miró para otro lado. Detestaba la terquedad recientemente descubierta en ella y sus alumnas. ¿Por qué su legión de Virtudes aceptó tamaña barbaridad?, se preguntó posando la mirada sobre sobre el Campo. ¿Tan cierto era aquello de que Lucifer se había ganado el corazón de sus súbditas, hasta el punto que parecieran seguirle ciegamente?

—Lo que haréis es una condenada locura, impropio de seres pensantes. Pero, por más que me oponga, no hay forma de hacerle entrar en razón a nadie. ¿Es lo que gano por haber sido un líder despreocupado? ¿Qué mis propias Virtudes renieguen de mis órdenes?  

—¿Así lo ve, mi señor? Aceptaron seguir los vientos de Lucifer porque ven la nobleza de su objetivo final. Porque buscan regalarle a usted, que tanto amor dio por ellas, un mundo en el que valga la pena prosperar. ¿Va a ordenarles que hagan oídos sordos a lo que sus corazones les ruega?

—Oh, por favor, a mí no ablandarás el corazón tan fácil, que no soy como tu mozo. Podrá ser un mundo próspero, pero no es uno en el que quisiera vivir.

Asteri se acomodó el fajín, interiorizando la frase.

—Eso no lo sabe. Bajemos, mi señor.

   

  1. II.             

Oscuridad. La más surreal oscuridad que el Arcángel Miguel había presenciado, hasta el punto de pensarse perdido. Y el silencio solo cortado por tímidos aleteos rebotando en su alrededor resultaba atroz; podía incluso oír sus propios latidos, revelándose a sí mismo una angustia que no sabía que cobijaba. Cerró los ojos, como si realmente importara hacerlo en un lugar tan oscuro como en el interior del muro de hiedra, y se sumió en sus pensamientos. ¿Por qué el corazón se apresuraba? Se apretó el pecho. ¿Era miedo? ¿Ansia? ¿Acaso no estaba preparado para batallar contra sus enemigos? Era cierto que, por mucho tiempo, esos enemigos habían sido sus alumnos, pero aprendió a no verlos como tales. ¿Acaso se culpaba de la rebelión de Lucifer? Porque en un principio fue él mismo quien incitó la llama, ahora incontrolable. Tal vez aún sentía algo por quien fuera su alumno estelar. Pero debía mantenerse firme: con Lucifer y sus huestes nunca habría paz. Nunca regresaría la diosa Iris.

¡Iris! ¡Por ella! Por recuperarla, abrió los ojos. Como si hiciera falta. Elevó su espada zigzagueante y, como el sol en la oscuridad del espacio, la radiante luz surgió arrojando su intenso brillo sobre los cincuenta mil guerreros que trajo para recuperar el reino de los cielos. Todos notaron aquello y sus cuerpos se tensaron.  

Aquella era la señal.

El muro de hiedra se dispersó como una explosión. Las raíces, gruesas y largas como serpientes, fueron disparadas para todas direcciones. A algunos Ofiucos les tomó por sorpresa, tanto a los que gravitaban arriba como a los que esperaban en la cala con las armas en alto; estas se engancharon por sus alas, cuellos y manos, de modo paralizarles sus movimientos y servirle en bandeja de plata al ejército de Miguel. También se abalanzaron hacia los dragones, ciñéndose en sus cuellos para asfixiarlos y entorpecerles sus vuelos.

Miguel, al acostumbrarse al golpe de luz y comprobar que los había tomado por sorpresa, asintió para sí. Habían iniciado la batalla con buen pie gracias a sus nuevas Virtudes; ahora era el turno de los tres Serafines, sus nuevos y temibles generales, quienes se encargarían de despachar a los Ofiucos y sus aliados. Levantó su espada zigzagueante y en el aire describió un arco de fuego.

Con el muro disolviéndose poco a poco, fueron revelándose cinco extensas filas de arqueros: contaba con mil ángeles de largo, perfectamente posicionados en el cielo como una línea recta y blanca. En el centro se encontraba su general, la Serafina Irisiel, reconocible por sus seis alas extendidas a cabalidad. Al instante de ver la señal flamígera, esta se hizo con su arco; tensó la cuerda hasta la oreja y apuntó a la cala del Aqueronte, donde las huestes se enredaban contra la hiedra serpentina. A su señal, mil flechas silbaron en el aire y se clavaron en los enemigos. Los gritos le llegaron hasta los oídos y la hembra se sonrió complacida. Eran sus primeras muertes desde que existiera y la sensación de poder le resultó excitante. Sin darles tregua, la primera fila de arqueros encogió sus alas y descendió ligeramente, dando lugar a la segunda fila de otros mil arqueros que, arcos en ristre, apuntaron y dispararon en no menos de tres latidos de corazones.

Cuando la tercera fila intentó entrar en acción, una centena de dragones y Ofiucos descendieron desde las nubes donde se resguardaban para internarse entre los ángeles de la Serafina. El cielo se llenó de llamaradas y cientos de los arqueros cayeron calcinados hacia el río, como incontables cometas estrellándose a plena luz del día.

El Arcángel notó aquello y vociferó nuevas órdenes, agitando su espada a un lado y otro. Así, entró en acción el segundo general, el Serafín Rigel, quien elevó a su ejército de diez mil lanceros para darle batalla a la temida caballería dragontina.

Habiéndose dispersado el muro por completo, Miguel se rodeó de guardianes. Hizo una seña rápida y llegó a vuelo un ángel de alas y cabellera plateadas. Uno de sus nuevos Dominios que actuaba como escriba y mensajero.

—Lucifer —dijo sin dejar de observar la batalla.

—No está aquí, mi señor. 

—¿Dónde, entonces?

—Atravesando el Gran Bosque. No más allá. ¿La ciudadela?

Entornó los ojos y se fijó en el horizonte. ¿Acaso lo esperaba allí? ¿Por qué no batallarlo de una vez, sobre el Aqueronte? Pero, de ser así, ¿quién comandaba la defensa del río? No tardó en responderse la duda. En el cielo y la orilla se mezclaban gritos y espadazos en una cacofonía desagradable; llovía sangre, escamas y plumas. Pero oyó claramente las notas de un cuerno y se fijó hacia el sol; cruzándolo, notó un dragón dorado que reflejaba vivamente la luz: era Doğan y su jinete debía ser Cassiel.

El ángel guardó el cuerno tras el fajín y trazó un semicírculo alrededor de la cala. Cassiel vociferaba directrices a los que le seguían la estela, aunque de vez en cuando se hacía con su arco y disparaba, mostrando sus excelentes dotes como arquero. Dos mil espectros y la mitad de los Ofiucos, unos cinco mil ángeles, estaban bajo su mando con la firme tarea de causar la mayor cantidad de bajas en las líneas enemigas. Pero, a tenor del ataque feroz y organizado de Miguel, probablemente ya había perdido un cuarto de sus efectivos.

Bajó la vista y notó a un nutrido grupo de Ofiucos y espectros que, a orillas del Aqueronte, habían caído con decena de saetas clavadas en sus cuerpos: le parecieron erizos. Para colmo, notó la hiedra enroscarse en sus cuellos, como si quisiesen rematar a los que pudieran haber sobrevivido semejante oleada de flechazos. Fue cuando notó a un dragón, que se había estrellado en la cala, retorcerse de asfixia y morir con un chillido agudo. Pronto resucitaría, pero con la hiedra enroscada por su cuello estaría condenado a volver a morir. El general por fin entendió el cometido del muro; el bucle mortal que había planificado el Arcángel para lidiar con los dragones.

Apretó los dientes y, levantando su arco, volvió a dirigir sus líneas. Las muertes eran esperables. Deseables, según el propio Lucifer. No significaba que fuera fácil de aceptar. 

   

   

El Arcángel se sacudió las alas; ya lidiaría con el general de los Ofiucos. Su vista recayó sobre la cala. Había que insistir y rematarlos para asegurar el sitio. Solo así tendría despejado el camino para llegar hasta la ciudadela. A un nuevo gesto suyo, los diez mil espadachines de su tercer general, el Serafín Durandal, se dispusieron a bajar para iniciar la invasión por tierra.

Espadas y escudos en mano, los guerreros descendieron en vuelo picado, chocando aceros contra las líneas enemigas que ya los esperaban, organizándose estos tan buenamente pudieron. El propio Serafín se lanzó hacia un espectro, espada en mano, y se impulsó con sus seis alas para que su tajo fuera más potente. El enemigo, incluso pertrechado como estaba, quedó cortado en dos mientras este descendía sobre la arena atizada de flechas. Con una sangrienta espada en alto, ordenó a sus soldados a dispersarse en grupo, justo antes de cortar la cabeza de un espectro que se lanzó a por él.

Miguel asintió para sí al ver cómo su maquinaria de guerra parecía funcionar a cabalidad. Ahora su mirada recayó en el horizonte más allá del bosque, percibiendo así la lejana y destruida ciudadela. Tan solo la cúpula dorada del Templo se vislumbraba borrosa. Los números enemigos en el Aqueronte le resultaban demasiados bajos, por lo que se decía que, probablemente, encontraría más resistencia en Paraisópolis.

Descendió hasta la orilla y lo siguió su guardia de escribas y mensajeros. Caminó entre los cadáveres y dictaba órdenes tras otras. A un gesto de mano, mil ángeles partían en la dirección indicada y le limpiaban el camino de enemigos. Se sintió tan poderoso, deleitándose del cargo que una vez le fuera arrebatado. Volvió a fijarse en Cassiel, que sobrevolaba encima rodeado de sus Ofiucos; se preguntó cómo sería capaz de llegar hasta él y clavarle su espada en el corazón. La muerte del general, sin dudas, sería clave para reclamar la posición.

Hizo una seña y los escribas prestaron atención.

—Fijaos en aquel que monta un dragón dorado. Bajarlo de los cielos no será sencillo, pero confío que el Serafín Rigel pueda conseguirlo. Enfrentar ferocidad con ferocidad. Solo así se vence a los dragones. Ordenadle a la Serafina que le abra un camino con sus arqueros.

Uno asintió y levantó vuelo para repartir la orden. Miguel siguió caminando entre los cadáveres. Deseaba cuanto antes poder llegar hasta Lucifer; cada vez que pensaba en él, sus dedos se cerraban inevitablemente en la empuñadura de la espada. Se sacudió los hombros; no tenía la certeza, pero estaba convencido de que estaba esperándolo en soledad para el enfrentamiento final. Sencillamente, no podía volar hasta la ciudadela en medio de la batalla. Necesitaba de un medio más rápido que sus propias alas.  

Como si adivinara sus pensamientos, el dragón albino, Nidhogg, descendió frente a él mismo, levantando una espesa capa de arena que hizo que él y sus escribas estallaran en toses. Amagó desenvainar, pero, al acomodar su vista, reconoció a quien fuera su propia montura, ahora completamente erizada de flechas, mas no mostraba una actitud violenta contra él: tan solo lo miraba a los ojos. Sin fiereza alguna.

Nidhogg gruñó cabeceando hacia él y el Arcángel entornó los ojos.

—¿Qué has dicho?

El dragón no respondió. No le parecía necesario repetirlo, pero Miguel volvió a inquirir.

—¿Así lo decidiste? ¿Después de lo que hice?

Otro gruñido, más manso si cabe, y el Arcángel envainó su espada. Se acercó sin miedo y acarició la gran nariz. El dragón movió el cuello de un lado a otro como si se estuviera acomodando los huesos. El Arcángel esbozó una sonrisa y le dio palmadas. Nidhogg, pese al encontronazo que tuvieron soles atrás, seguía considerándolo su jinete. En la legión dragontina solo se consideraban traidores a quienes desobedecían a sus domadores. Por ello, el dragón albino defendería al Arcángel hasta el final de sus días, incluso si aquello supondría luchar contra sus propios congéneres. Era un concepto difícil de asimilar para Miguel, pero no rechazaría una ayuda tan valorable.

Torció una saeta clavada cerca del ojo y se la arrancó.

—Eres duro. Pero te debo unas disculpas.

El dragón cuchicheó y, bajando el cabeza, ofreció su lomo.

   

   

Cassiel se inclinó sobre Doğan y se sujetó de un cuerno cuando sintió la ventisca aumentar de velocidad. No era cansancio lo que lo movió a sujetarse, acto del que se jactaba no necesitar; era agobio. Instó a su dragón a trazar un semicírculo alrededor de su propio ejército, obligándoles a replegarse ante la avasallante oleada de los ángeles de Miguel. En el cielo acaecía una auténtica carnicería y no estaban ganando terreno como pensaba. Ante la trampa que habían puesto a sus monturas, perdía una inestimable ventaja y se estaba exponiendo a un duelo cuyos números no estaban a su favor.

Cerró los ojos y suspiró. Lo que daría por estar pescando a orillas del Nebra…

Le resultaba evidente que su propia muerte llegaría en cualquier momento: dar la vida protegiendo unas tierras que despreciaba no era su Camino, término empleado por la raza de los espectros y que él había acuñado. Su corazón y pensamientos hacía tiempo estaban en el Reino Rojo. En Vindemiatrix. Pero, contrario de lo que se pudiera esperar, comandó la defensa de la cala del Aqueronte, soportando la insistencia del propio Lucifer.

Recordó la conversación que tuvieran, sabedor de que su muerte aguardaba entre los silbidos de saetas a su alrededor. “¿Te quedas? ¿Cómo puedes estar hablando en serio?”. Estaba claro que Lucifer no deseaba perder otro amigo y deseaba alejarlo de la defensa del río. “Que yo asuma mi muerte y la de mis soldados no implica que desee la tuya. Vive, Cassiel. Si tu corazón desea estar en Cocitos, no deberías ignorarlo. Eres libre de partir. Otros tomarán tu puesto y defenderán el Aqueronte”.

Su dragón rugió de dolor y lo despertó de sus recuerdos. Doğan fue perdiendo el control de una de las alas y empezó a caer estrepitosamente, arremolinando las nubes a su paso. La bestia no fue capaz de esquivar un tridente dorado que le lanzó un ángel de seis alas, que ya les acosaba en los cielos. No conocían al Serafín Rigel, el fornido general del Arcángel, pero pronto adquiriría una fama de implacable ángel cazador de rebeldes.

El dragón dorado finalmente se estrelló contra la orilla y trazó sobre ella una larga estela, levantando una considerable capa de niebla.

Cassiel extendió sus propias alas y, de un ágil salto, se salvó de un destino similar. Aterrizó rodando sobre la arena. Sin importarle de haber caído en medio del campo de batalla, se dirigió hasta Doğan entre toses debido al polvo. Vio el tridente clavado e hizo fuerzas para quitárselo, pero notando la sangre y oyendo el alarido de su montura, sabía que este no volvería a surcar los cielos durante la batalla. Dando otro tirón, recordó los últimos trazos de la conversación que mantuviera con Lucifer:  

“¿Lo tienes decidido, entonces? ¿Por qué? ¿Qué ganas con quedarte y defender el Aqueronte? Morir en las tierras que desprecias. Campos Elíseos representa todo lo que condenamos. Ve al Reino Rojo y prospera, mi amigo”.

Cassiel volvió a toser y se giró cuando percibió el aire cortándose detrás de él. Apretó los dientes: era el Serafín que les persiguió en los cielos. Este batió sus seis para despejar el polvo levantado y revelarse imponente ante él. 

“Me quedo, eso lo tengo decidido”. Ni Lucifer ni Vindemiatrix, también presente en la discusión, podían comprender la decisión de Cassiel. “Ignorar mi Camino sería deshonrarme a mí mismo. Y mi Camino, amigo, termina en el mismo que el tuyo. Termina en la libertad que soñaste para otros. Es verdad lo que dijo Asteri: como ángeles, no podemos prosperar, así que deja de pedírmelo. Me quedaré y cumpliré con mi parte”.

El Serafín invocó su tridente dorado en mano mientras su salto describía un arco en el aire, rumbo de Cassiel. El general de Lucifer no se acobardó; se hizo con su arco y tensó la cuerda hasta la oreja. Si le daba en las alas, conseguiría que se estrellase. Podría aprovechar el blanco y rematarlo con su daga. Antes de disparar, se repitió en sus adentros la misión que le encomendara Lucifer:

“Entonces, que caigan cuantos sean posible, mi general. Como el sol al amanecer, surgiremos ante los ojos de nuestros enemigos. Y seremos millones”. 

—¡Como el sol al amanecer, mi amigo!

   

  1. III.            

Lucifer levantó la vista cuando sintió las primeras gotas caer sobre sus alas. Pensó volver adentro del Templo y esperar a Miguel bajo techo, pero concluyó que sería mejor recibirlo a la intemperie. Adentro, el Arcángel sospecharía de trampas y, con la tensión que supondría, no estaría tan dispuesto para charlar.

Bajó por la larga escalinata, dejando atrás el Templo y sacudiéndose las alas húmedas. Se miró las manos abiertas recibiendo las primeras gotas y se preguntó una vez más si lo que estaba haciendo era lo correcto. Tragarse el orgullo y sacrificar lo más preciado para que otros disfrutaran de la libertad que él siempre soñó. Apretó los puños y cerró los ojos, como si ello ayudara a encontrarle la claridad que necesitaba.

—Como el sol al amanecer.  

El Arcángel Rafael descendió sobre la escalinata, a varios pasos detrás de Lucifer. En sus brazos cargaba a un desfallecido Arcángel Gabriel, quien por fin había sido liberado por las huestes del Caído como parte de su nuevo plan. En el fondo, estaba agradecido que no matara a Gabriel, aunque este no fuera precisamente alguien con quien compartiría una copa de vino. Segar la vida de cualquier Arcángel solo acarrearía odio y desestabilización de quienes fueran sus súbditos.

—¿Te han llegado las nuevas, mi estimado? El Aqueronte ha sido tomado.  

Lucifer escupió al suelo como respuesta.

—¿Por qué seguís aquí, mi Arcángel? Os he encomendado una misión. Os ruego que cumpláis, si sabéis lo que es experimentar el amor. 

Rafael abrió la boca, pero fue cerrándola paulatinamente. Ante todo, él nunca fue un aliado de Lucifer ni de su causa. No podría importarle menos toda la rebelión angélica contra los hacedores y, por ello, no tenía por qué seguir sus órdenes. Su corazón solo latía por sus adoradas Virtudes y haría lo que fuera por mantenerlas con vida. Si, para salvarlas, debía darle una mano al Caído, entonces así lo haría. Pero el fin de sus súbditas asomaba inexorablemente en el horizonte; el pelirrojo levantó sus alas y las torció para cubrirse de la repentina lluvia.

—Sé muy bien lo que es el amor. Por eso no dejo de preguntarme por qué te has rendido.

—¿Cuánto más tendré que repetiros? No me he rendido, mi señor. Esta es una victoria que solo la obtendremos sacrificándonos. ¿Por qué no lo podéis entender?

—¡Condenado pichón!, ¿qué es lo que te golpeó la cabeza ayer para que decidieras por este cambio tan brusco de planes? ¿Qué tan buena puede ser una victoria si han de morir todos? ¿Dónde está el Lucifer de ayer, que deseaba abalanzarse con todas sus fuerzas sobre Miguel? Mis Virtudes, tus dragones, tus soldados, esas bestias con cuernos. La victoria era posible. Pero, ¡hasta donde sé, tu ejército está siendo masacrado porque lo habéis abandonado a su suerte! Si no te estás rindiendo, ¿qué pretendes sacrificando todo y a todos?

Lucifer levantó una mano y Rafael quedó con varias palabras por decir.  

—Mi señor. ¿Os recordáis de la flor priscina? Crecía en el reino de Tea, en la ciudad de Ceanasaí. Eran blancas, pero se torcían y azulaban si soplabas en el centro.

—¿De qué diantres hablas?

—¿La recuerda?

—Recuerdo—respondió con voz áspera—. La flor de la esperanza.

—Sí. Un jardinero plantaba solo una semilla y esta florecería mucho tiempo después, siempre al sol del amanecer, liberando sus esporas y llenando el campo de nuevas flores. Pero, quien la plantaba, nunca vivía el tiempo suficiente para ver su siembra. Eso lo heredaban los nietos. ¿Sabía, mi señor, que el día que supe que Asteri sería madre se las llevé? Pero ella me los rechazó.

—Normal que te rechazara las flores más baratas del reino, yo mismo lo haría. En su vida anterior y en esta siempre detestó las flores cortadas. Tiene guasa que lo sepa yo y no el mozo. Al punto, por favor, que no tenemos todo el sol.

—¿Acaso no lo ve? Estamos haciendo exactamente lo mismo. Semillas, mi señor. Y serán otros lo que recojan la siembra. Así, al sol del amanecer, surgiremos. Y seremos millones.

Un rugido surgió de entre las nubes relampagueantes. El dragón plateado descendió violentamente sobre la escalinata y esparció pedazos de mármol por los aires, desbalanceando al sorprendido dúo. La bestia se irguió sobre sus dos patas traseras y reveló a su jinete, el Arcángel Miguel, que se sujetaba de uno de sus cuernos en el lomo. Detrás llegó el Serafín Durandal y descendió a distancia considerable, expectante a nuevas órdenes. Un ejército de veinte mil guerreros seguía la estela de este último. Y pronto, los sobrevivientes de la batalla en el río Aqueronte se le unirían.

A esas alturas de la contienda ya había fallecido el general de los Ofiucos y los rebeldes que defendieran la cala. La cabeza de Cassiel adornaba la punta de una pica clavada a orillas del río, entre cadáveres de ángeles y espectros amontonados como sacos de arena. Paraisópolis, por otro lado, estaba siendo paulatinamente asegurada por el ejército de los leales: sus habitantes, poco a poco, eran liberados del toque de queda impuesto por Lucifer.

A Miguel le extrañaba no encontrarse ninguna resistencia militar más allá del Aqueronte. Incluso tenía la considerable duda de qué sucedía con los dragones, cuyos números no eran los que esperaba. Le había preguntado sus inquietudes a su montura, pero este rugió que, si antes era un dragón aislado por ser albino, ahora lo habían recluido por completo por ser la montura del enemigo.

Luego se preocupó por los otros dos Arcángeles. Temía el peor desenlace. Gabriel era el que más apeligraba, siendo el enemigo acérrimo de Lucifer como era. Por el otro lado, no se sorprendió de verle a Rafael como si viniera de un paseo por el Campo; era uno de los pocos ángeles quienes tenían la capacidad de llevarse bien con todos, por qué no con alguien infame como Lucifer.

Aliviado, se sacudió las alas mojadas.

—Me alegra verte, Rafael.  

—Bueno, dependiendo de lo que vengas a hacer aquí, mi estimado, yo también podría alegrarme. Temible ejército el que traes. ¿Vas a ordenarles que asesinen a mis Virtudes?

—¿Gabriel sigue vivo?

—Respira, sí —lo acomodó en sus brazos—. Por favor, Miguel. ¿Mis Virtudes?

—No hay secretos entre nosotros. Tus súbditas siguieron un sendero de traición y perfidias por tener a un Arcángel libertario. Entre ellas hay quienes siguen los vientos de Lucifer y, las que no lo hacen, las encubren. No hay lugar en el reino para los de su calaña. He venido pretendiendo no solo recuperar nuestro paraíso, sino a arrancar el problema de raíz. ¿Me hago entender?  

—¿Lo de arrancar me incluye a mí?

—Te agrade o no, eres uno de los tres elegidos para gobernar y será así hasta que Ellos lo dispongan. Entiendo que resulte duro perder a quienes fueran tus alumnas, pero debes aceptar que no hay mayor remedio o todo por lo que hemos trabajado se perderá. Que te sirva de lección la próxima ocasión que pienses gobernar con dejadez y flexibilidad. No entorpezcas la tarea del Serafín que encomendaré para esta misión. 

—¿Tarea? Pero, ¡por lo que más quieras, no lo hagas!

Miguel hizo un gesto con la mano y, bajo una lluvia cada vez más copiosa, el Serafín Durandal se elevó en el cielo junto con sus ángeles.

—Más allá de la ciudadela, al norte, se encuentra el Campo de Virtudes. Verán los viñedos, los colmenares y grandes jardines. Extermínalas, Serafín, sin excepción. Esperen resistencia y procedan con cautela.

Rafael dejó caer la mandíbula al oír la orden. Y perdió el equilibrio viéndoles marchar en vuelo presuroso. Era una pesadilla la que se estaba gestando, pero tuvo que recomponer la compostura y fue el propio Lucifer el que lo ayudó con un grito de intervención. “¡Espabila!”. Y era cierto. Tenía que cumplirle la repentina y secreta promesa que le pidiera.

Se giró y se elevó para ir hasta donde sus súbditas. No sabía qué más hacer, pero abandonarlas cuando las sabía cazadas no era una opción. De modo de ganar velocidad, aterrizó sobre la cúpula del Templo y dejó allí a Gabriel, quien entre balbuceos le ordenaba que le dejara cerca de Lucifer, pues deseaba más que nadie verlo morir. Un puñetazo bastó para que siguiese soñando.

Finalmente solos, Miguel observó detenidamente a Lucifer. Le extrañó no percibirlo en actitud de batalla; ni siquiera llevaba envainada la espada, pero, por poder, podría invocarla en cualquier momento. El dragón albino alargó el cuello hasta el suelo y Miguel procedió a bajar con paciencia. Cerró la mano en la empuñadura de su espada zigzagueante, por si tuviera que hacer uso de esta.

—Mis Dominios perciben vivo al Trono. Me sorprende de ti. Pero, más aún, dejaste vivo a Gabriel cuando podrías haberlo segado hace tiempo.

—Sufrirá más en vida, recordando aquello por lo que se vendió. Confío en que viviréis mucho, mi Arcángel.

—“Vender” es un término demasiado duro.  Gabriel hizo lo que hizo para darnos el paraíso.

—Escupo sobre vuestro paraíso. Vendió a más de mil millones de hecatónquiros por un puesto en el reino angélico. Morir pensando salvarse a sí mismo, ¿dónde quedaron los valores de nuestro reino? Pero, sobre todo, mi señor, ¿dónde están las almas de los otros hecatónquiros? Mil millones y aquí en la Legión no éramos ni un millón. ¿Los ha visto?

—Vi millares de almas contenidas en una suerte de estanque de agua luminiscente, en un salón del Olimpo. La usan para dar forma corpórea a sus nuevas creaciones. Podrían ser los hecatónquiros. Podrían ser de otras razas sometidas.

—Bien. Pues todas ellas serán liberadas, mi señor.

—Difícil habiendo perdido a tus Ofiucos.

—Tenga algo de confianza en vuestra más brillante estrella.

Miguel acarició los gavilanes al poner pie en la escalinata. Debía confesarse que le parecían decisiones inesperadamente certeras para venir de alguien como Lucifer. La muerte del Trono o Gabriel supondría crear un mártir y un nuevo motor de rebelión, lo que volvería más complicada aún la situación en el reino. Parecía evidente que, ante todo, su alumno deseaba mantener tranquilizada a la Legión, seguramente de modo poder granjearse su confianza.  

—Asomas dotes de gobernante, Protos. ¿Qué pasó de mi ángel estelar? Aquel cabezón que decidía mientras más enervado estaba.

—Protos murió hace tiempo atrás, mi señor. Pero ni él ni yo estamos interesados en gobernar nada. Solo había uno capaz de hacerlo. Ahora, ¿puedo preguntarle algo?

—Desenvaina.

—¿Tanto amaba a esa perra olímpica que decidisteis renunciar a vuestra propia rebelión?

El Arcángel torció su semblante; extendió las alas y se sirvió de estas para abalanzarse sobre su alumno; le estrelló un puñetazo en el estómago, enganchando otro tan potente que arrojó a Lucifer contra los escalones y esparciendo mármol a su paso. Quedó una amplia y larga estela dibujada. El Caído se retorció y boqueó de dolor, aunque parte del impacto fueron amortiguadas por sus propias alas. Intentó reponerse, pero se desplomó de nuevo.

Miguel le agarró por pechera de la túnica y lo levantó sin esfuerzo.

—No menciones a Iris, pérfido.  

—¡Por todo…! ¡Vuestro puño…! Vuestro puño no es de despreciar, mi señor.

—¿Y tu armadura espectral? ¿Por qué no luchas? ¿Dónde está el resto de tu ejército? ¿El resto de los dragones? Pensaría que Leviatán estaría aquí. Era mi más grande problema táctico y lo borraste del tablero. Mis Dominaciones no los sienten aquí. ¿Están escondidos en el Inframundo?

Lucifer veía borroso, pero consiguió agarrarle de las muñecas y sonreírle con un hilo de sangre adornándole en la comisura de sus labios.

—Por fin vi la verdad, mi señor. Esta es una guerra que no la ganaría ni si os aplastara a todos vosotros.

—¡Como si pudieras! Si al resto lo tienes escondido en el Inframundo, poco caso habrá. Una Serafina y su legión de arqueros han partido para darles caza. Pero, no dejo de preguntarme, ¿por qué diantres te estás rindiendo?

—Aún no lo puede ver, mi señor, pero ya hemos ganado.

El Arcángel lo empotró contra el suelo, con saña, hasta el punto que los pedazos de mármol se elevaron altísimas y el suelo sintió la sacudida. Sentía que estaban jugando con él. Aquellas palabras lo estremecían en sus adentros. ¿Estaría hablando en serio? Se alejó unos pasos y desenvainó su espada. Se tornó flamígera y chisporroteaba con intensidad, revelando toda su rabia. Encontrarse con él supuso descubrirse a sí mismo un odio intenso. Lo miraba a los ojos y tan solo podía pensar en cómo fue capaz de arrebatarle su primer y más grande amor. Aquello estaba, realmente, por encima de los intereses del Olimpo, aunque no lo confesaría jamás.

—¿Es que no tienes sangre, Protos? ¡Desenvaina!

   

   

En el viñedo y los alrededores se habían esparcido los espadachines del Serafín Durandal, en escuadrones de cinco, cuyo capitán lideraba cada grupo con una antorcha debido a que los nubarrones oscurecieron el sitio. El propio Serafín paseaba, en las afueras, con las manos unidas tras la espalda y con un par de escribas siguiéndole sus pasos a la espera de nuevas órdenes. Gruñó para sí al ver cómo el pálido brillo de las antorchas irradiaba las inmediaciones: ojalá que no cayesen demasiados de sus ángeles. Más que nadie, deseaba entrar y finiquitar rebeldes junto con sus soldados, pero su propia supervivencia era de vital importancia. No sabía qué tipo de resistencia podría esperar de aquellas Virtudes rebeldes; pensaría que luchar contra flores y hierbajos sería una tontería, pero siendo testigo de cómo la hiedra serpentina del Aqueronte fue capaz de exterminar a los dragones, no caería en el error de subestimar al rango.  

Notó un par de antorchas siendo engullidas por la oscuridad. Luego oyó uno y dos alaridos en otro extremo del viñedo. Se detuvo para levantar la mirada; al fondo, aprovechando un relámpago, percibió a uno de sus ángeles ser lanzado por los aires con abundante hiedra cubriéndole el cuerpo. Este dejó caer su espada y el alarido que soltó fue opacado por la súbita interrupción del trueno.

Tragó saliva al oír el lejano golpe seco del cuerpo estrellándose contra la tierra.

Bajo un parral extenso y oscuro, Asteri se cubrió la boca cuando vio a un guerrero estrellarse a sus pies, rodeado de hiedra en el cuello, alas y manos. Deseaba gritar, pero aquello delataría su ubicación. Levantó la vista y la abertura que dejó en el parral fue notoria. Al instante cayó una espada y se quedó enganchada entre la vid. Los latidos se le apresuraron: había visto un centenar de veces cómo las Virtudes usaban la naturaleza para beneficio del jardín, pero nunca para segar a un ser vivo.

No fueron pocas las ocasiones en las que sus superioras le ordenaron que se alejara del viñedo. Que huyese a la ciudadela y se perdiera con los leales, de modo salvarse del exterminio. Una ayudante como ella poco podría hacer durante la batalla contra los espadachines del Serafín. Pero su idea se mantenía firme: Lucifer llegaría para abrazarla y morirían juntos bajo el parral. Ese era su destino.

Mientras, los guerreros se adentraban en el viñedo, como los dientes de un lobo cerrándose paulatinamente sobre su presa. Pronto, entre los pétalos y aroma a frutas, la sangre de los hermanos correría abundante. Y entre truenos y relámpagos, el alarido de los soldados atacados se entremezclaba con los gritos de dolor de quienes eran vilmente cazadas.

   

  1. IV.            

El Juez Radamantis enrolló el papel de lino que recibiera tiempo atrás, invocado por sus escribas, y se acomodó en su trono. Hacía rato que la cacofonía de gritos, espadazos y rugidos en las afueras de su castillo resonaban en su salón, pero ya no parecía afectarle. Tenía asumida su derrota y solo esperaba el desenlace. Era imposible hacerles frente a dos ejércitos por más que contara con ayuda considerable. De vez en cuando, un dragón pasaba cerca de los ventanales y, arrojando intenso fuego sobre sus enemigos, iluminaba fugazmente sus aposentos hasta el punto que debía cerrar los ojos para no dejarse cegar.

—¿Surdu Agaus?

La pequeña Bécrux se apoyó del apoyabrazos del asiento y su padre dio un respingo cuando la reconoció. No esperaba que aún estuviera en el castillo, habiendo ordenado a sus cuidadoras que la alejaran de la batalla. Pronto el ejército enemigo llegaría con ansia de sangre y no soportaría la idea de verla a merced de contrarios.

—Pero, ¿cuándo…? ¿Cómo cuernos…? 

Ella lo tomó de la garra y asintió.

—Todos corrían. No soy tonta. Sé lo que pasa y sé dónde me siento segura.

—Escóndete.

—¿Dónde?

—Detrás del respaldo.

—¿Ah? Tengo una daga.

—¡Escóndete!

Asustada por el rugido, la pequeña se apresuró en hacerlo. Pero, incluso ocultada, decidió asomar la mirada para charlar con su padre. Lo notó inclinándose hacia adelante y hundiendo el rostro entre las garras. Estaba sufriendo y temía que fuera ella la culpable. Tal vez debía pedir disculpas, pensó torciendo las puntas de sus orejas, pero él gruñó.

—Eres obstinada. Lo heredaste de tu madre.

—Perdón.

—¿Quieres saber de Surdu Agaus? Lucifer no volverá a Cocitos. Probablemente, ya esté muerto.

—¿DAerrotado?

—Eso parece —levantó el rollo de lino entre sus garras, mirándolo en el momento que un dragón irradió el salón—. Pero él asegura que tiene la clave para su victoria. Por ello, me ha enviado casi la totalidad de sus dragones y jinetes. Deseó, como último acto, darme la victoria en esta guerra. Me pide que reine por eternidades.

—¿Lo harás?   

Su padre se levantó con hastío y desenvainó la espada aserrada, dirigiéndose hasta la entrada de sus aposentos. No había dudas de que Lucifer había enviado al grueso de su ejército en un acto de buena fe. Sin embargo, el ejército del Arcángel Miguel, liderado por una Serafina, se infiltró en el Inframundo y desató una batalla contra los rebeldes, tanto en el desierto como en la propia ciudad del Juez. Por tanto, el Inframundo se convirtió en un insólito terreno de guerra donde se enfrentaban hasta cuatro facciones distintas: Ángeles leales al Olimpo. Ángeles rebeldes. Espectros de Radamantis. Espectros pertenecientes a la alianza de los Jueces Minos y Aiacos, todo ello aderezado con dragones que no conseguían diferenciar espectros enemigos de aliados pues no contaban con un olfato desarrollado, factor clave en la guerra entre espectros.

Era una auténtica masacre y dudaba que sobrevivieran. La derrota, hacía tiempo, la tenía asumida, por más que Lucifer hiciera cuanto era posible por concederle la victoria. Pese a todo, no lo culpaba. Muchos maldecían el momento que el muro se abrió, permitiéndole la entrada a extranjeros como el Ángel de la Luz, pero él agradeció conocerlo y tenerlo en su palacio. Era lo más cercano al hijo que alguna vez deseó.

—¡Padre! ¿Adónde vas?

De espaldas, Radamantis hizo un ademán sin detenerse.

—Por lo que más quieras, no grites ni te muevas. Cuando te lo ordene, corre hasta el ventanal detrás de ti. ¿Ya sabes volar?

—Ahhh… —la pequeña torció la punta de sus alitas—. Esto, puedo acompañarte, ¡que tengo una daga!

—¡He dicho quieta!

Un portazo los interrumpió. Una estela de espectros pertrechados entró al salón y, esparciéndose como murciélagos, atiborraron la entrada entre gruñidos e insultos varios. Uno de ellos, que se colgó de un candelabro balanceante, decidió soltarse para abalanzarse sobre Radamantis. No obstante, una lanza se clavó en su espalda y el soldado se estrepitó rodando sobre el alfombrado.

Al salón llegaron los Jueces Minos y Aiacos, abriéndose paso a través de un pasillo que fueron formando sus soldados. Aiacos avanzó gruñendo órdenes con soltura propia de alguien de su formación militar. Su prioridad estaba clara: que ningún soldado osara de matar a Radamantis, pues aquello solo era tarea de otro Juez.

Se acercó al espectro moribundo y, pisándolo, le arrancó la lanza de un tirón.  

—¿Debo matar a otro para que mi mensaje esté claro?

Minos parpadeó incrédulo. Se acercó para verle al fallecido. Inclinándose para cerrarle los ojos, le dedicó una rápida oración. Cuando levantó la vista, reveló su furia. No era hábil escondiendo emociones como Aiacos.

—¡Nimpú, Aiacos! —escupió al suelo—. ¡Era mi general!

—Murió para servirme a un propósito. Que el mensaje quede claro, Minos.  

—¡La próxima vez intenta dar un mensaje ejecutando a los tuyos! 

El Juez Radamantis no esperó a que terminaran y dio un inesperado tajo, rasgando una de las alas del arrodillado Minos, quien se torció de dolor. Insistió y conectó una patada que terminó empotrándole contra el suelo. Resuelto por su fuerza, Radamantis señaló al otro Juez, Aiacos, rugiendo su nombre de modo iniciar el duelo. Ante todo, no permitiría que descubrieran la presencia de la pequeña Bécrux. Cuando ganara tiempo y espacio, le ordenaría que escapara por el ventanal. Si ella no sabía volar, al menos podría usar sus pequeñas alas para planear y disminuir el impacto de la caída.

Aiacos desenvainó y le devolvió el rugido animalesco y los ojos intensos. De paso, pateó la cabeza de Minos en señal de reprimenda, dejándolo al borde de la inconciencia.

—¡Espera…! —balbuceó Minos—. ¡Nimpú!, ¡espera, Aiacos!

—¡Tuviste tu oportunidad, Minos! 

—¡Por Perséfone…! ¡Escúchame al menos…! Huelo algo.

Radamantis enarcó una ceja. Notó cómo ambos Jueces olisqueaban el aire como tricéfalos percibiendo el aroma a carne asada. Levantó su espada para atacarlos con el fin de interrumpirlos, pero se detuvo al ver cómo Aiacos empezaba a esbozar una sonrisa sórdida, oscura. La había descubierto. Qué grande fue la incomodidad al notarle sonriente y con su cola retorciéndose en el aire como una víbora.

—La huelo, sí. Es pequeña

Como un relámpago, Aiacos se abalanzó a por el trono, donde la percibió, pero Radamantis lo detuvo con un puñetazo y lo arrojó contra una de las columnas a un lado. Los soldados aullaban y repiqueteaban sus lanzas contra el suelo, o sus espadas contra sus escudos, señal de disfrute. Otro dragón arrojó su aliento en las afueras y el salón se iluminó fugazmente como si cientos de soles hubieran aparecido. Todos se cubrieron los ojos entre gruñidos de molestias.

En el breve instante de oscuridad que les sobrevino, un espectro soltó un chillido largo y lastimero.

Una vez que los ojos se acostumbraran de nuevo, Radamantis notó al Juez Minos revolviéndose de dolor y con una daga clavada en el ojo. La sangre sobre el alfombrado era abundante. Y allí estaba también su adorada Bécrux, con gesto feroz, especialmente iluminada por una llamarada lejana, retorciendo y hundiéndole la daga mientras le gruñía, mostrando sus pequeños colmillos. Fuera del deseo paterno de apartarla cuanto antes, se sintió orgulloso, más aún cuando aquel acto fue vitoreado por los enemigos.

La niña tenía condiciones, pero necesitaba de un futuro.  

Al pie de la columna de mármol, el Juez Aiacos se repuso y sacudió la cabeza. Veía doble. Se sostuvo de las rodillas e intentó recuperar aire. Miró a la niña y se relamió los colmillos. A tenor de lo visto, parecía traviesa y revoltosa. Así le gustaban. Recuperó su espada del suelo y se limpió el polvo sobre la armadura. 

—Menudo botín. Ya me cae bien. Un poco vieja para mi gusto, pero todo se andará. 

El padre torció el gesto y se abalanzó sobre Aiacos. Este último, todavía aturdido, se dejó embestir y rodar por el salón. Caían los puñetazos de Radamantis, unos tras otros, inyectado de rabia. Se detuvo cuando le agarró del cuello; los puños le ardían y el rostro de Aiacos se había deformado, con un cuerno partido colgándose. Se giró y aprovechó el momento para rugir a su pequeña.

—¡Bécrux! ¡El ventanal!

   

  1. V.             

En la destruida escalinata, Lucifer boqueó de dolor cuando la espada zigzagueante, ardiente como nunca se había visto, se clavó en su pecho, calcinando todo lo que tocara adentro. El Arcángel se inclinó y fue retorciéndola, mirándole a esos ojos que, otrora, brillaban como estrellas. Ahora, pálidos y cansados, anunciaban la muerte de la rebelión angélica. Pero El Caído sonrió y agarró la hoja incandescente con ambas manos. Sería una herida mortal para cualquier ser vivo, pero los ángeles eran conocidos por su fortaleza física y, por tanto, aún tenía energías para confesarle aquello que tenía guardado.

—Astarot…

—Póntelo fácil y no hables. Todo acabó. 

—A los pies de los siete estandartes de luz, Astarot…  

—¿No oyes?

—No tenías forma de saberlo… Pero yo esparcí vuestras cenizas sobre el mar… ¡Las esparcí, Astarot!

El Arcángel se detuvo y soltó la espada abruptamente, como si en la empuñadura se hubiera acumulado estática. En su mente tuvo destellos de luces perdidos en el tiempo y el espacio; sus pies le fallaron por un breve momento y se mareó. Incluso a punto de morir, su alumno era capaz de hacer gala de aquella habilidad que le otorgara la Titánide. Cerró los ojos y, por un instante, vio un mar azul a los pies de una ciudad de esferas plateadas que se mantenían elevadas en el cielo, entre nubes. Sintió, incluso, una brisa húmeda acariciarle la piel y hasta percibió el aroma a sal que le forzó una inesperada sonrisa nerviosa.

“Ceanasaí”, se dijo esbozando la palabra con sus labios. La que fuera su ciudad natal. “Astarot”, susurró mirándose las manos abiertas que recibían la lluvia. ¿Acaso ese era el nombre con el que fue conocido como hecatónquiro? ¿Qué propósito tenía Protos revelándoselo ahora? Cuando cayó un relámpago cercano, por fin lo entendió. Recordó el suceso que, en un tiempo olvidado, lo involucró a él y Lucifer cuando pertenecieron a la raza antigua. No eran más que un humilde pescador y un simple soldado en medio de un atentado a los pies de un palacio, unidos por un destino de fuego.

Empuñó las manos y se inclinó hacia Lucifer. Le pesaba la interrogante. ¿Por qué se lo ocultó?

—Todo este tiempo…

Lucifer levantó la mano calcinada por la hoja flamígera y palpó la mejilla del Arcángel, que lucía absorto. Sonreía, aunque débil, porque consiguió lo que tanto deseara desde que la Titánide le otorgase su don y empezara a ver aquello invisible entre la carne y los huesos. Debía intentarlo, aun sabiendo que la muerte aguardaba en el camino: su yerro, un error incómodo de llevar en su alma, había encontrado la ansiada cuna al ser muerto por aquel que mató. “¿Es así como se siente?”, se preguntó El Caído en sus últimos segundos. “Debe ser. Lo dijo Rafael. Es como un peso incómodo que por fin se deshace sobre las alas…”.

—Perdóname, Astarot.

Miguel apartó la mejilla y negó vivamente con la cabeza; no deseaba saber más de la vida antigua pues el futuro le parecía más esperanzador. Tomó de nuevo la empuñadura y retorció la espada, pero Lucifer ya no reaccionó. Se había acabado todo cuando sus manos y alas cayeron desplomadas, pero, por más que el Arcángel desease olvidar, algo en su mente se rehusaba a hacer oídos sordos a la confesión. Los recuerdos perdidos empezaban a asomar en la oscuridad de su mente y, agobiado, se sentó en la escalinata.  

Cuánto extrañaba el reino del que una vez fue parte, porque era cierto aquello de que ahora no eran más que esclavos sin potestades. Se amargó porque luchaba para ellos, para los del bando cuyos ideales detestaba. Pero se convencía de hacerlo por amor; porque confiaba que los dioses le cumplieran su deseo de revivir a Iris. Y la amargura desnudó sus dudas: ¿Acaso él solo era una marioneta de unos seres que no pretendían cumplir con su palabra? ¿Qué garantías le habían ofrecido de que traerían de vuelta a la diosa? No importaba cómo terminara el enfrentamiento, al final se sentiría incompleto, débil, incapaz. Bajo la lluvia, el Arcángel lloró desconsolado como un niño.

   

  

La pequeña Bécrux se sostuvo del marco del ventanal. En el salón, su padre cayó de rodillas cuando uno de los Jueces le propinó un espadazo en las piernas, en tanto el otro se abalanzaba sobre él para quitarle el arma de las garras. A pesar de cuantas veces se lo ordenara, la niña no quería abandonarlo. Deseaba ayudarlo, aún sostenía su daga ensangrentada y no temía volver a usarla, pero, sencillamente, no terminaba de aunar el valor necesario.

—¡Padre!

Radamantis hizo fuerzas y apartó a Minos de otra patada. Intentó reponerse, pero Aiacos se lanzó sobre él para clavarle la espada en el pecho. Los espectadores rugieron e hicieron resonar sus armas por el salón, tan fuerte que no se oyó el alarido del derrotado. La pequeña torció sus alitas y gritó desesperada ante el horror que presenciaba; jamás imaginó que el Camino de su padre terminaría tan cruelmente. Hasta las últimas instancias, se aferraba a la esperanza de que saldría victorioso.

Antes de ser decapitado, Bécrux vio claramente cómo él la miraba y rogaba.

“Huye”.

Minos se levantó sosteniendo la cabeza cercenada del Juez y los rugidos tronaron y rebotaron por el salón. Se la arrojó a un soldado y luego estos fueron pasándose unos a otros. Algunos se la mostraban a la pequeña entre carcajadas, hundiéndola en la humillación. Pero el Juez Aiacos era perspicaz, por lo que ordenó que desistieran. Tenía que ganarse la confianza de Bécrux. Se giró hacia el ventanal y extendió la garra hacia la pequeña, quien fue brevemente iluminada por otra llamarada de un dragón.

—Te espera una caída larga. Ven aquí.  

Ella gruñiría y mostraría sus colmillos, pero ya no encontró fuerzas. Su rostro, torciéndose de tristeza, fue objeto de burla de los soldados. Por más que quisiera aparentar fiereza, seguía siendo solo una niña. Echó la vista hacia atrás y la considerable altura hizo tensar sus alas. Arañó el marco del ventanal: sabedora de que no había escapatoria, se llenó de desesperanza. Dejó caer su daga y lloró desconsoladamente por su padre. ¡Cuánto deseaba correr adonde fuera que había ido y dejarse abrigar por sus alas! Tal vez eso sería un buen plan, se dijo. Fue así como la pequeña Bécrux perdió todo deseo de vivir y se lanzó al vacío.

En las afueras, fueron varios los habitantes que vieron una pequeña mota negra caer desde el considerable torreón del palacio de Radamantis. La reconocieron. Muchos cerraron los ojos y desearon que sus hijos no pasaron por algo tan horrible. Otros gruñeron en contra de quien fuera el que abriera el maldito muro neblinoso, trayendo los problemáticos extranjeros. También hubo llantos y oraciones, pero debían hacer fuerzas y continuar el éxodo. Mirar para adelante, por más que el futuro no se vislumbrase esperanzador; ese era el mundo que les tocó vivir, un reino cruel en donde la ternura era matada por la ferocidad con la más implacable de las espadas.

Cayó un frío silencio en el salón. Nadie creía que la pequeña se atrevería a tal barbaridad. Aiacos suspiró; la consideraba un excelente botín, pero con la toma de la ciudad encontraría buenos valores que servirían de reemplazo. Con un gesto de garra, ordenó que hundieran el sitio bajo fuego. Allí ya no había nada que hacer.

   

   

Un espectro escondido bajo las sombras de una capucha extendió las alas y descendió elegante en el jardín azulado bajo el torreón del palacio. Se fijó en Bécrux, que parecía dormir en sus brazos, y luego elevó la vista para ver cómo emergía fuego del altísimo aposento de Radamantis. Se dijo que capturarla a tiempo y a pleno vuelo debía haber sido cosa del destino. Se retiró la capucha: Vindemiatrix torció las orejas y ahogó un llanto por la evidente muerte de su Juez. Con él, la derrota de Cocitos se consumaba. Ardía en deseos de encararse con los Jueces enemigos y morir luchando con honor. Incluso deseó encararse con el fallecido Radamantis y reclamarle todos aquellos yerros que terminaron condenándolo a él y la propia ciudad.

Recordó a Cassiel, su ángel amante, y chasqueó la cola al pensarlo también muerto. Desperdiciado y deshonrado en una tierra que detestaba. “Vive y prospera”, le había rogado en su despedida. ¿Qué motivos tendría ella de seguir viva si todos a quienes amó terminaron sucumbiendo como la propia ciudad que la vio crecer? ¿Prosperar con quién? Siguió internándose en los jardines, debatiéndose cómo morir con honra. No obstante, su nuevo Camino pareció revelarse claramente cuando la niña extendió sus pequeñas garras y le acarició la mejilla. Apenas consiguió oír el agradecimiento.

Vindemiatrix contrajo las alas cuando la sintió. Entonces recordó aquello que les dijera Lucifer: “Lucharemos y moriremos para que otros prosperen”. Apretando los labios, se ocultó de nuevo bajo la capucha y ordenó a Bécrux que no hablara.

A un lado del jardín, Leviatán gruñó algo, pero la hembra chasqueó los labios como respuesta. Fue el propio dragón el que la trajo raudo hasta el Inframundo, por orden de Lucifer, pero pareciera que todo el esfuerzo fue en vano.   

—Te lo agradezco. Pero nuestros caminos se separan aquí, dragón.

Leviatán gruñó largo y tendido, siguiéndola.

—Ya no soy comandante. ¿Acaso que no lo ves? Sin Juez ni ejército. Cocitos será saqueada. Pero, no te preocupes —acomodó a la pequeña en sus brazos y la ocultó bajo la amplia tela de su gabardina—. Viviré. Viviremos y prosperaremos. Como Lucifer, un día volveremos a surgir. Y seremos millones.

El dragón extendió las alas y las batió para unirse a la batalla que se libraba en los cielos. Incluso el líder dragontino tenía asumida su misión: cazar a cuantos sean posible, pero morir haciéndolo. Esa era la consigna para la ansiada victoria sobre los dioses. Vindemiatrix lo vio alejarse, entiendo con claridad su rugido atronador.

“¡Como el sol al amanecer!”.

   

   

Un gigantesco anillo de fuego se levantó en medio el viñedo de las Virtudes, de al menos diez ángeles de alto. El Serafín Durandal, extrañado del insólito suceso, indicó a sus escribas que repartiesen la orden de retirarse cuanto antes o las pérdidas serían mucho mayores. Sonaron los cuernos a lo largo del campo y la cacería quedó suspendida. Se frotó el mentón notando la naturaleza de tamaña pared infernal; se sacudía como si tuviera vida propia y la lluvia se evaporaba al contacto, siseando ruidosamente. No podía ser algo natural. ¿Acaso las Virtudes habían recurrido a otras medidas de protección? ¿O escondía un secreto más siniestro? Como fuera, no arriesgaría a sus soldados más de lo que ya estaba haciendo.

Asteri, que se había encogido de susto, abrió los ojos cuando percibió la súbita luz y el calor abrasador sobre sus alas. Alguien había levantado una pared de fuego y pensó que fueron los enemigos en alguna suerte de plan pérfido para acabar la cacería cuanto antes.

La hembra levantó la mirada y se horrorizó cuando vio a un soldado enemigo frente a ella, siendo atravesado por una espada por el pecho. Era una hoja de acero, zigzagueante y flamígera. El enemigo cayó inerte sobre el fango. Asteri deseó que el verdugo y salvador fuera Lucifer, de hecho, pensó firmemente que era él, pero quien había llegado al rescate fue el propio el Arcángel Rafael. Sin embargo, lejos de aliviarse por la ayuda, se asustó de verlo divertido, con un punto de locura brillándole en los ojos. Incluso lo vio ladeando su espada flamígera de un lado a otro, sonriéndole al fuego que chisporroteaba desde la hoja.

De hecho, Rafael gozaba de aquello como si fuera una suerte de acto sexual. Jamás había empuñado su espada, pero habiendo comprobado su poder y sus capacidades, no le molestaría llevarla consigo a partir de ahora. Se giró y admiró la pared de fuego que levantara con su sola voluntad. Alzó brazos y alas, aullando de gusto. “¡Fuego y destrucción!”. Entonces reía y danzaba, notando cómo la pared respondía a sus movimientos como si fuera una extensión más de su cuerpo. Finalmente, meneó la cabeza para centrarse en su misión. Se giró hacia Asteri y le estrechó la mano.

La hembra tenía la mandíbula desencajada.

—Ahhh... ¿Está usted bien, mi señor?  

—¿Yo? Desolado, hundido, horrorizado. Pero el fuego me subió el ánimo. Además, Lucifer me ha encomendado una misión. ¿Adivinas cuál es?

—¿Te ha encomendado salvarme? —frunció el ceño—. ¡Estoy harta de mentiras! ¡Él vendrá, me lo ha prometido!

—¡Pero…! Mi estimada, me temo que, muy probablemente, ya haya caído contra Miguel. ¿Cómo si no este ejército de cazadores llegó hasta aquí? Los Ofiucos han sido despedazados en el Aqueronte y solo quedaba él en la ciudadela. Sé que el corazón te nubla el juicio, pero en el fondo debes ser capaz de aceptar la verdad.

Asteri se agarró el vientre y apretó. ¡No podía ser cierto! Cerró los ojos y cayó de rodillas, pues sintió la cruda realidad caerle con todo su peso. Lloró amargamente. En el fondo, lo sabía, pero no podía admitir que su más grande amor la había abandonado y traicionado.

—¿Por qué lo hace? Y, para colmo, ¿me quiere viva? ¿Es que acaso me odia?

—Escúchame…

—¡No, escúcheme vos! ¡No deseo vivir y menos sin él! ¿Es tan difícil comprender? ¡Dejadme morir en paz, entonces!

—¡Mírame a los ojos! ¡No debes morir! ¡No aquí, él me lo ha rogado!

—Pero, ¿por qué? ¿Qué sentido tiene?

Rafael logró acercarse y tomarla del brazo. Ella intentó librarse, pero él era más fuerte. Asteri tenía los labios trémulos; ni la lluvia era capaz de disimularle las lágrimas y la evidente tristeza deformándole el semblante. Lucifer estaba muerto y, con él, se fueron todos sus sueños. Solo quedaba morir y volver a ser polvo de estrellas, como era su destino. Pero, cuando oyó las palabras de Rafael, aderezada por un relámpago cercano, todo su cuerpo se estremeció:

—¡Escúchame! ¡Vive y prospera, Asteri! ¡Porque cuando él regrese, sabrá dónde encontrarte! ¡Eso es lo que me dijo!

   

  1. VI.            

El sol surgió tras los oscuros nubarrones. La rebelión de Lucifer perdió casi todas sus fuerzas en el momento que su muerte, junto a la de los Ofiucos, fue anunciada por todo el reino a través de las Potestades, que transcribían las nuevas en rollos de lino y los esparcían sobre los Campos Elíseos. En el Inframundo, la Serafina Irisiel y su legión de arqueros también aseguraron la victoria contra los remanentes del ejército rebelde. Fue la propia Serafina quien visitó “Samsara”, donde el Segador moraba, y ordenó que almacenara todas las almas de los dragones, de modo que no volvieran a resucitar. Tras regresar de su excursión, los dioses cerraron el acceso en el muro neblinoso. Solo los Arcángeles, con sus espadas, podrían abrirlo de nuevo, o también los Serafines, con sus respectivas armas doradas, pero ya no parecía existir necesidad de volver al agitado reino de los espectros.

Pese a la victoria contra la rama militar de los rebeldes, el Arcángel Miguel sabía que aún habría contrarios al Olimpo en su propia legión, por lo que su nuevo y reluciente ejército siguió luchando durante casi cien soles en misiones de reconocimiento y cacerías. Tras la guerra, su ejército de cincuenta mil guerreros quedó reducido a treinta mil, y la Legión, que otrora cobijara un millón de ángeles, rondó los seiscientos mil. Prosiguieron los obligatorios rituales de abluciones en presencia de los mismísimos dioses Olímpicos, que visitaron el reino angélico para celebrar la victoria: en el gran lago de las afueras de la ciudadela, cada ángel profesaba su juramento de adhesión y adoración al Olimpo, recibiendo así la bendición purificadora de los hacedores. El agua, a su vez, limpiaría las almas de cualquier deseo impuro que pudiera surgirles en el futuro.

Quien se salvó de la purificación fue Asteri. El Arcángel Rafael consiguió rescatarla del viñedo y, para el sol siguiente, le encontró un lugar entre las nuevas Virtudes, pues estas no estaban obligadas a las ceremonias de ablución ni tampoco convivían con los que habitaban en la ciudadela, de modo que estaría apartada de todos. En los viñedos y cañaverales, encontraría algo que hacer, mucho que reconstruir, y conocería incluso nuevas amistades. Al ser inquirida por su nombre, la hembra decidió que no sería conveniente usar el de siempre y por ello optó aquel que tuvo cuando perteneció a la raza de los hecatónquiros. “Me llamo Zadekiel”, respondió cuando un par de curiosas ayudantes le inquirieron. “Y, cuando sea posible, me gustaría formar un coro…”.

Durante todo momento, Miguel usó al dragón albino, Nidhogg, como su orgullosa montura, única bestia alada que quedó viva tras la guerra. Fue así como muchos ángeles terminaron conociéndolo e, incluso, encariñándose. Pero, terminada la rebelión, el jinete y su montura sabían que no podían seguir juntos, pues desde siempre la orden del Olimpo fue exterminar a todos los dragones. En el Inframundo, en presencia del Segador, Miguel cortó el cuello de Nidhog y vio cómo su alma fue almacenada en una vasija, uniéndose así a las de sus congéneres para descansar en paz.

El cuerpo de Lucifer fue arrojado, poco después de su derrota, en el Aqueronte. Al menos así lo anunció el Arcángel Miguel. Aunque, en realidad, él lo enterró en los montes que circundaban la ciudadela. Fue su más brillante estrella y, como él hiciera en su momento, respetó la tradición de la raza antigua y lo despidió, en soledad, bajo la luz de siete estandartes de fuego.  

Finalmente, llegó el sol en el que, terminada la rebelión, los tres Serafines y el Trono, junto con sus soldados, Principados, Dominaciones, Virtudes y Potestades, volverían al plano de la no existencia. Ya no eran necesarios durante el reinado de paz y estos solo serían invocados por los dioses del Olimpo en el caso de que volviera a surgir otra amenaza angélica. Confiados en que algo así no volvería a suceder, los treinta mil ángeles llegaron hasta el Templo de Paraisópolis y, a la vista de la Legión de los tres Arcángeles, fueron despedidos con vítores y cánticos. Asteri se encontraba allí, entre las nuevas Virtudes que también desaparecerían. Miró sus manos y se asustó cuando vio cómo sus dedos desaparecían paulatinamente del tiempo y el espacio. Cerró los ojos y deseó que, algún día, Lucifer cumpliera con su palabra y volviera para estar juntos.

“Como el sol al amanecer, surgiremos ante tus ojos. Volveremos. Y seremos millones”.

    

  1. VII.          

En la cima del monte Olimpo se habían unido los hacedores para celebrar la victoria sobre la rebelión angélica. Incluso los dioses del Inframundo habían sido invitados: más allá de las ideologías distintas que practicaban unos y otros, era cierto que el objetivo final era común: la supervivencia de su raza. Aunque, por mucha buena disposición que hubiera, las doctrinas que una vez los separaran volvió a surgir entre copas. Finalmente, la reunión en el amplio comedor del castillo terminó con riñas usuales. Entre otras, Perséfone abandonó pare recluirse en los aposentos de su madre, Deméter. No tardó en acompañarlas el propio Hades, ofuscado de que le restregaran que la sociedad angelical de estilo aristocrático, con rangos y cargos definidos de cuna, prosperaba más que su sociedad basada en la meritocracia de espectros. Por momentos, pensaba que los habían llamado solo para restregárselo.

Independientemente de los abandonos, los hacedores siguieron compartiendo las buenas nuevas entre el vino y asado de cordero servido por las ninfas: ya no existía quien se les interpusiese en el camino, fueran hecatónquiros, titanes, dragones o ángeles rebeldes, y el horizonte era esperanzador. Por ello la humanidad fue finalmente creada para que los mortales poblaran Rodinia y la volvieran próspera. Creados a imagen y semejanza, heredaron conocimientos básicos para progresar con el tiempo, conocimientos entre los cuales se encontraba la más grande gesta angélica que precedió a su existencia. Así, el enfrentamiento entre Lucifer y Miguel, cuyos rasgos fueron tan exagerados como romantizados, pasarían de generación en generación, advirtiendo claramente qué les deparaba a aquellos quienes quisieran rebelarse a la orden de los dioses.

Sin embargo, nada de aquello era capaz de contentar a Zeus. Para él, primaba la cura para su enfermedad. Se lo recordaba cada vez que miraba sus manos arrugadas y esos dedos temblorosos. Un día sería incapaz de levantar una simple copa de vino. Estaba convencido que su raza debía unir fuerzas considerando que eran los últimos, de allí su necesidad de estrechar nuevamente relaciones con Hades. Cuando obtuvieran la cura, no dudaría en levantar la copa de vino y brindar junto con los demás, de montar a toda ninfa que se cruzara en su camino e, incluso, buscar alguna aventura con las mortales. Tampoco lo tranquilizaba la cuestión del Arcángel Miguel, quien esperaba ingenuamente que estos le cumplieran la promesa de devolver a la vida a Iris.

“Iris”, dijo susurrando, y algo en su pecho le escoció…

Una ninfa desnuda se sentó sobre su regazo, pero el gruñó y la apartó bruscamente, llevándose con la misma una copa de vino que repiqueteó en el suelo. Los demás detuvieron sus conversaciones banales para fijarse en el líder.

La diosa cazadora, Artemisa, se limpió los labios con una servilleta y se atrevió a inquirir.

—¿Y ahora qué?

—No es nada.

—Ay, ¡por favor! ¿Es por Iris?

—¡Siendo su hermana una traidora a la causa y, aun así, permitiéndola vivir aquí! Tramaba algo entre sombras.

—¡Y otra vez con eso! Tenía más a su favor que en contra y murió sirviendo para el Olimpo. Estás hablando de alguien que ya no está entre nosotros. Por favor, no agüemos la reunión más.

Zeus hizo un ademán.

—Algo tendría planeado…

—¡Basta, por lo que más quieras!

Entonces sucedió aquel acontecimiento oculto y secreto que ni los propios ángeles, que celebraban en su lejano reino, tuvieron constancia. En medio de la extensa mesa de roble se materializó un ser de túnica negra y capucha, con alas oscuras y sosteniendo, además, una guadaña que no tardó en clavarla en la madera para que todos los hacedores presentes callaran. Las ninfas, horrorizadas por la aparición, se despatarraron unas y huyeron otras.

El Segador miró a los dioses, una mezcla de rostros torcidos de ira y sorpresa, y terminó fijándose en Zeus.

—Ubicación —dijo con su voz gutural—. ¿Dónde está mi diosa?

Zeus reconoció al Segador, creación de Perséfone. Pero, ¡qué valor tenía para irrumpirles! Si de por sí ya no estaba de buen humor, la presencia de aquella desagradable creación del Inframundo terminó por hacerle perder los estribos. Invocó una lanza dorada en la mano y se la arrojó, pero el arma atravesó al ente y terminó destruyendo parte de la mesa.

El visitante era solo una mera proyección y el hacedor echó un suspiro. Estaba ofendido por su presencia, pero se dio cuenta de que no podía hacer mucho al respecto. Decidió dedicarle un ademán.

—¿Perséfone? No está aquí. Piérdete en ese agujero rojo vuestro. 

—Duda. ¿Y Hades?

—Solo estamos los que ves aquí —Zeus mintió, esperando exasperarlo—. Los mismos que podemos abrir de nuevo el muro y ordenar a un escuadrón de ángeles a darte caza. Retírate y no vuelvas a aparecer.

El Segador miró de nuevo la mesa y notó también la ausencia de Deméter entre los invitados. Extendió una mano e invocó sobre esta una suerte de cristal del tamaño de un brazo, que brillaba intensa como un sol. Zeus, que se cubrió los ojos, curioseó entornándolos. Si prestaba la suficiente atención, notaría la miríada de almas flotando adentro como esporas de luz. Se sorprendió que algo como ello estuviera en manos de ese detestable. Enarcó una ceja cuando, fugazmente, creyó percibir el alma de la propia Iris allí, una mota de luz gravitando junto a otras miles de millones. Aquel artefacto debía ser, entonces, el corazón de algún Titán, completamente atiborrado de almas de ángeles y espectros que perecieron durante la rebelión de Lucifer.

Se preguntó si todas las guerras que se desataran no eran sino un modo de obtener lo necesario para alimentar semejante arma de destrucción.

Los demás hacedores, horrorizados, se levantaron de la mesa y dispusieron a huir, pero el Segador, que no despegaba la mirada de Zeus, sonrió desde la oscuridad de su capucha.

—Promesa. Os traigo un mensaje Iris y Arce —y estrelló el corazón sobre la mesa—. “Al pie de la colina, os observaremos”.

Los ojos de Zeus reflejaron la luz que emergió del corazón de cristal. Abrió la boca para exigirle que desistiera de aquella locura; tal vez debía decirle que Hades y Perséfone sí estaban en el castillo, de modo que se detuviese, pero nunca tuvo el tiempo. La explosión que envolvió el castillo del monte Olimpo fue tan considerable que, incluso, sería capaz de destruir toda Rodinia, llevándose también a la nueva raza de mortales. La desaparición del mundo no era algo que podría importarle al Segador, ni a la autora intelectual de la destrucción, la propia Iris, quien tan solo deseaba vengarse de quienes asesinaron a su hermana. No obstante, el propio campo de fuerza que protegiera el castillo contra el iracundo clima del exterior también sirvió para contener el poder destructivo del corazón de Mnemósine, de modo que el reino de los mortales quedó librado de una terrible destrucción. 

Quedó el Monte Olimpo cercenado, sin su imponente altura y habiendo desecho cualquier prueba de la existencia del último baluarte de la raza de los dodecatones, los autoproclamados dioses Olímpicos. En la cima, en medio de la inmensa polvareda de polvo que quedó como remanente de la destrucción, el Segador levantó la mirada hacia su guadaña y observó en silencio cómo el sol amarillo y el cielo azul se deformaban sobre el acero de su hoja. Pasó sus dedos huesudos por allí, oscuros como noche sin estrellas, y se preguntó qué sería del mundo ahora libre de la mayoría de sus amos.

Ojalá, pensó desvaneciéndose al viento, pronto volviera su amada Perséfone y le viera el rostro cuando se enterase de que él cometió su deber hasta el final. Le diría, entonces, que su madre, Deméter, también se había salvado de la destrucción del Olimpo y, así, podría reclamar el reino de los mortales como suyo.

Orgulloso de haber cumplido, el Segador desapareció entre el polvo.  

    

  1. VIII.         

Al pie de una colina cercana al monte, no fue la diosa Iris quien observaba la destrucción del Olimpo y sus habitantes. O tal vez sí estuvo allí, brevemente, contemplando su obra finiquitada en compañía de Arce, antes de desaparecer como motas de luz esparciéndose en la brisa. Quienes sí estaban allí, sentados al borde del precipicio como si estuvieran en otra tarde de pesca, no eran sino los tres amigos: Protos, Cassiel y Ascenso. No eran presencias corpóreas, sino meras auras que, pronto, se desvanecerían.

—¿Y bien? —Protos codeó a Ascenso.

—Lo admito —asintió él—. Fue un buen plan. Causar tantas bajas fueran posibles de modo de llenar aquel corazón de la Titánide con las almas de los caídos. Darles a los dodecatones de lleno cuando pensaban que la guerra había sido ganada y dejarle el golpe de gracia al ser más inesperado. ¿Los ganadores? Los mortales, que heredarán el mundo libre. Pero, poniéndome purista, el plan fue de la diosa Iris, no tuyo. Solo fuiste una herramienta más en la consecución del objetivo. Cuando la veamos, recuérdame felicitarla.

Protos frunció los labios. Ni en cien vidas se ganaría la aprobación de Ascenso. Cassiel echó la cabeza hacia atrás y carcajeó.

—¡Bueno! Todos hemos sido una herramienta más, si lo piensas. Ha sido una gran aventura. Solo espero que, si alguna vez vuelva, espero hacerlo junto a ustedes. Por esta vida y por las que vendrán.

Protos se acomodó y volvió a fijarse en lo que una vez fuera la fortaleza del Olimpo. No sintió nada al verlo completamente destruido. Como le había advertido Asteri, la consecución de su venganza no traería el alivio que buscaba. Su redención, en cambio, la encontró en su muerte a manos del Arcángel Miguel. O tal vez en el entierro que le hiciera bajo los estandartes de fuego, señal de que lo había perdonado. Ahora su alma, libre del yerro que una vez cometiera, brillaba como el mar en el amanecer.

Ascenso notó cómo su aura desaparecía del tiempo y espacio, por lo que codeó por última vez a Protos.

—Apura y confiésanoslo de una vez.

—¿Confesar qué?

—¿Recuerdas cuando te dijimos que tendrías un hijo, allá en Tea? Pues bien. ¿Esperabas un niño o una niña?

—A mí también me gustaría saberlo —se entrometió Cassiel—. No es un tema que me interesara, pero bien que esquivabas la condenada pregunta siempre que podías. Me he quedado con las ganas. ¿Qué diantres pierdes confesándolo? Con lo poco que nos queda…

—No es un tema que lo esquivara. ¿O puede que sí? —Protos rio y meneó la cabeza—.  En verdad cuando os digo que, en ese momento, no había pensado mucho al respecto. Sí recuerdo que, antes de hacerle una visita a la futura madre, se me ocurrió comprarle flores. Vamos, algo sencillo para celebrar. De camino había un sitio que tenía especímenes exóticos de todos los rincones del reino así que pensé que sería buena idea regalarle algo distinto de lo usual. Al final del día, ella me rechazó el ramo, ¿sabéis? Me lo lanzó a la cara y me dijo que no volviera en su vida. Creo que, debido al embarazo, se había vuelto un auténtico hervidero emocional. Vete tú a saber…

—Un poco de eso, puede —Ascenso se rascó la frente—. Pero a ella nunca le gustaron las flores en ramos. Decía que, con los tallos cortados, estaban muertas y no tenían encanto.

—Sí, bueno, me di cuenta tarde. El caso es que, antes de ese momento, en la floristería, me topé con una pequeña. Era hija del dueño, creo recordar. Me dijo que su hermano también era soldado del Sagreste y supongo que por eso se acercó a mí para ayudarme, pues me vio enfundado en la gabardina militar. Era espabilada y me preguntó qué buscaba. Me reí, le seguí el juego y dije que esperaba un hijo y deseaba regalarle unas flores a la futura madre. Entonces ella me seleccionó aquellas blancas, que se torcían y azulaban si le dabas un soplido en el centro. Flores priscinas. ¿Os recordáis?

Cassiel asintió.

—Sí. La flor de la Esperanza. Aquella que, con una sola semilla, era capaz de hacer millares de flores. O sea, que te ha querido vender la más barata del local. Te habrá visto la pinta de soldado y pensó que no tendrías mucho valor contigo…  

—¿Me creerías si te digo que pensé lo mismo? Pero ella me dijo que, el día que su hermano volviera, le regalaría las mismas. Dijo que solían jugar en un campo de flores priscinas. La niña estaba convencida de que la guerra desaparecía si todo el reino se abarrotaba de flores de Esperanza. Con lo fácil que era hacerlas crecer… Entonces me las seleccionó no solo porque le recordé a él, sino porque esperaba que también las hiciera florecer para que mis futuros hijos pudieran vivir una vida en un reino de paz. La cara de que me dejó la muy pequeña… Le pregunté si sabía a qué escuadra de la milicia pertenecía el afortunado. Tal vez yo lo conocía y podría llevárselas.

—¿Te lo dijo?

Protos se frotó el mentón y meneó la cabeza.

—No. Me dijo que su hermano había muerto en servicio, durante una revuelta en Dóvoca. Pero supongo que era tan pequeña aún que no dimensionaba lo que sucedía o lo que decía, no lo sé. Dijo que seguía esperándolo porque él le hizo una promesa. No os podéis imaginar el vacío que sentí aquí... Le miré a los ojos y no supe qué decir. Escuchad. Sé que sería de mal agüero pensar en voz alta qué tipo de criatura deseaba traer el mundo y por ello me lo guardé. Llamadme tonto, pero os juro que, en ese mismo momento, deseé tener una niña.  

La confesión cayó junto con una brisa húmeda; un largo silencio sobrevino sobre el trío. Cassiel se frotó los ojos y cayó en la cuenta de que, como espíritu, no tendría lágrimas. Pero ese ardor no se lo podía quitar nadie. Ascenso tenía mirada perdida y recordó su antiguo mundo. Lo extrañaba. Y pensar que al principio planeaba burlarse de la respuesta de su amigo, cualquiera fuera, pero no esperaba oír algo tan distinto.

—Protos —dijo—. Pensaría que serías como el Juez Radamantis y que preferirías un niño. Ya sabes. Compartir interés por las armas o historias de guerra. Pero, ¿una niña? ¿En serio?

—¡Por favor! Desde luego que haría todo a mi alcance para que no se enrolara en la milicia. Si fuera una niña me sería más sencillo, supongo. Sería una Sanadora, así también podría cuidar de su padre cuando este fuera demasiado viejo. La imaginaba, ¿sabéis? Sería obstinada como yo. No se acobardaría de nada ni ante nadie. Alguien a quien incluso Leviatán tendría que aprender a respetar, para que veáis de qué hablo. No tomaría decisiones en caliente, pero, seamos sinceros, seguramente sería lo primero que heredaría de mí… —hizo un ademán y sus amigos rieron—. Aunque también creo que eso la volvería imparable. No con un punto oscuro, ¡desde luego que no!, porque también tendría el corazón grande, uno compasivo, para reconocer la bondad y abrazar el mundo y su libertad…

Protos divagaba una y otra vez, gesticulando airadamente y con inusitada pasión. Aparentemente, había construido todo un mundo secreto alrededor de la niña y no deseaba desaprovechar su última oportunidad de soltarlo al aire. No había caído en la cuenta de que, en la colina, ya solo quedó solo él, el último remanente de la raza de los hecatónquiros. Tan frágil, que la siguiente brisa se encargaría de hacerlo desvanecer del tiempo y el espacio para unirse a sus amigos. Por ello, levantó la mirada al sol de Rodinia y le sonrió.  

—Como la flor priscina. Alguien que supiera sembrar la esperanza y llenar el mundo con ella. Sí. Es así como me hubiera gustado que fuera mi hija…

   

   

La Querubín abrió los ojos y vació sus pulmones. “No te me escapes”, se dijo a sí misma y se sacudió las alas. Desenvainó su sable y apuntó al dragón de escamas plateadas: Nidhogg, quien en tiempos inmemoriales sirvió de montura a un Arcángel. Este desayunaba despreocupadamente a los pies de varios árboles de la reserva ecológica, especialmente iluminado por un haz de luz del sol, y dio un respingo cuando la percibió. De la sorpresa, dejó caer el par de huesos carbonizados que masticaba y quedó con la mandíbula colgándosele.  

—¡Escúchame, condenado albino!

La bestia se removió incómoda. ¡Habrase visto tamaña insolencia en tan pequeño cuerpo! Hacía tiempo que nadie menospreciaba la insólita palidez de sus escamas. Pero reconoció a la joven pelirroja odiada por la legión dragontina. Debía ser una tonta, pensó gruñendo: volver a intentar ganarse el respeto siendo lo que era: un híbrido sin reino y con clara sangre destructora. Sin embargo, ese porte resuelto, ese grupo de mortales y ángeles que la acompañaban detrás, le recordó aquella vez que Lucifer se envalentonó para desafiar a Leviatán en compañía de sus dos generales.

—¡Tenemos un enemigo en común, dragón! ¡El Segador ha reinado durante milenios el Inframundo usando el miedo como su arma! Ha llenado sus tierras de desesperanza y su influencia hoy día recae sobre el reino angélico y el de los mortales. Sufre por la desaparición de su diosa y no siente el mínimo respeto por las almas de los vivos quienes están a su merced. ¡Sé mío, Nidhogg, y unamos nuestros vientos para exterminar a aquellos que pretenden traer la destrucción y desesperanza! 

Zadekiel se apoyó de la baranda, desde su lejana habitación, y observó divertida la declaración de intenciones de la Querubín. El porqué, de todos los dragones, se decidiera por Nidhogg le resultaba un misterio. Pero, quién hubiera pensado que la leyenda del ángel caído le daría fuerzas para retomar su batalla, para darse cuenta del regalo que heredó desde tiempos antiguos. Solo así aunó el valor para enfrentar la más grande amenaza de los reinos libres. Cerró los ojos y sonrió al sol, percibiendo ciertas caricias pasearse libremente en su cuerpo.

O tal vez era solo la brisa.

—Como el sol al amanecer, habéis surgido —dijo ella—. Y sois millones. Yo te esperaré, mi más brillante estrella. Siempre esperaré. 

—¡Serás mío, dragón! —insistió la Querubín—. ¡Y completaremos juntos la obra más grande jamás realizada! ¡La de traer la esperanza en los reinos que carecen de ella y luchar por la prosperidad de los que vendrán!  

El dragón sintió el corazón encenderse como el fuego; rugió atronadoramente al llamado del duelo y mostró todos sus colmillos. Decidió que la enfrentaría para medirle su valor: eran palabras mayores y más valía que supiera cómo defenderlas.

Los dragones llegaban en vuelo presuroso hasta la reserva, prestos para curiosear y repartir el mensaje para quienes aún no se habían enterado. Como hojas al viento, sus rugidos se extendían por todos los rincones: ¡Habría duelo! ¡Un ángel volvería a probarse como Lucifer lo hiciera en el inicio de los tiempos! Poco tiempo después, la reserva de los mortales se estremeció ante el rugido de la legión dragontina que llenaba el cielo con sus números.

Perla levantó la mirada y vio aquel auténtico mar de dragones. Sonrió por lo bajo. Ya les mostraría con quién se estaban metiendo.

Bajo el sol del amanecer, los hijos de la rebelión más antigua del reino abrazaron la libertad por la que otros lucharon hasta la muerte. Y prosperaban en el mundo que les habían regalado. Por ello, se levantarían como héroes para volver a hacerlo suyo y reclamar la brillante herencia que aguardaba tras la victoria. Esta es la historia acerca del ángel conocido como Destructo, aquel que debía traer la destrucción a los reinos, mas estaba convencida de que sería capaz de cambiar su infame destino por uno más brillante.

Pero, sobre todo, esta es una historia de esperanza y del ángel que la abraza con sus alas.

   

FIN DE LA CUARTA PARTE.  

Nota del autor: Gracias a los que llegaron hasta aquí. Planeo que el último Destructo no sea tan largo como este mamón. Un amigo me había escrito que, si iba a finalizar la serie, más valía no dejar nada sin contar. Entonces decidí narrar mi historia sobre Lucifer y profundizar más este contexto de mitología griega, angelología cristiana e hinduismo sobre el que se sostiene mi serie. Entiendo que la irrupción de esta historia pueda caer como una suerte de coitus interruptus, porque la trama principal de la Querubín y la Serafina quedó congelada, pero espero resarcirme con Destructo V.

Tanto en la mitología griega como en la angelología, la humanidad no es creada hasta solucionar un conflicto mayor que sufren los dioses (o el dios, en el caso del cristianismo). Por ello me pareció interesante esta coyuntura en ambos sucesos, con sus personajes conocidos, reinterpretarla y desmitificarla. Por otro lado, la resurrección, el concepto de las almas contenidas en un cuerpo, la propia “Samsara”, están reinterpretados del hinduismo para servirme a la trama. Espero que les haya entretenido. 

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