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Destructo IV, Mátame suavemente

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Perla se estiró y gruñó de gusto sobre la cama, despertando a Dione, quien en el resto de la madrugada no la había apartado de sus brazos y alas. Esta última balbuceó algo inentendible entre sueños y la volvió a apretujar contra sí. No obstante, Perla estaba decidida a oír la historia del ángel caído y sus ganas no habían mermado en absoluto; absorbía ansiosa cada frase que pronunciara su maestra y en su mente se formaba con claridad la historia e incluso podía ver a sus personajes vivamente. A veces, se imaginaba allí en medio de todo tal espectadora pasiva de los acontecimientos.

Intentó acomodarse y, abruptamente, se notó observada por el Serafín Durandal, sentado al otro extremo del cuarto. A la joven siempre le resultaba extraño ser objeto de esa mirada intensa, de saberse dueña de su evidente deseo. No le incomodaba contar con atributos que al varón le resultaran atractivos, cualesquiera fueran, pero era una situación novedosa y aún no sabía cómo debía actuar. Cuando niña, espiaba concienzudamente a Celes y Curasán durante sus escarceos en el bosque de los Campos Elíseos, pero una cuestión era observar y otra era ponerlas en práctica.

Decidió ir por lo seguro y le sonrió; él, en cambio, echó un suspiro cansado.

Era casi una decena los que se habían reunido para oír a Zadekiel, quien de vez en cuando se levantaba de su asiento y, caminando con rumbo errante por el cuarto, continuaba narrando con una energía que cautivaba. Para todos, era fascinante descubrir el lado oculto de la historia y ni qué decir sobre descubrir más sobre el temido ángel caído.

—Muchos Ofiucos se sacrificaron en las noches siguientes luego de que la primera taberna fuera destruida. Cuando las Dominaciones se reagrupaban para echarlas y quemarlas, aparecían Ofiucos y Vigías prestos a luchar, a defender su libertad y clamar a viva voz que los dioses no dictarían sus vidas. No lo hacían todos. Otros apretaban los puños, cerraban los ojos y retrocedían, viendo a sus camaradas luchar y perecer indefectiblemente. Todo era parte de un plan para apaciguar las aguas. ¿Quién lo ideó? Al ser Lucifer una cabeza invisible de la rebelión, muchos asumían brevemente el mando. Una de las cabecillas fue Fobos y por mucho tiempo se pensó que se trataba del mismísimo Lucifer. Funcionó, al principio. Para la décima noche, el Trono creyó que los rebeldes habían sido exterminados en su mayoría y que los pocos sobrevivientes, si es que los hubiera, habrían reconsiderado su situación. La tensión había mermado y en el reino parecía haber vuelto cierta tranquilidad. Pero la verdad era que los Ofiucos solo se estaban reagrupando y organizando en las sombras, pese a que el Arcángel Miguel había perdido presencia, fuerza y autoridad desde que el Trono lo recluyera en el Templo. Ante todo, se hacía evidente que los rebeldes necesitaban cuanto antes del Ángel de la Luz. Ya no como una figura invisible y misteriosa, como una ideología o un estandarte. Necesitaban verlo. Oírlo. Que los guiara. De lo contrario, surgirían mil cabezas más, cada una con sus propias ideas, y la rebelión caería presa de la desorganización.

   

I

Avivado por la ventisca, el fuego crepitaba en medio de la noche en la ciudadela angélica. Cientos detenían sus rutinas para contemplar las volutas de humo negro y el esperpéntico espectáculo que solían representar las destrucciones de las tabernas, la centésima en caer desde que la orden fuera dispuesta. Y observaban cómo la “gendarme del Trono”, como llamaban a los Dominios, se enfilaban de pie frente a los escombros, altivos y, en cierta manera, provocativos, como si esperasen que surgieran los rebeldes para darles batalla.

Hidra, el líder de las Dominaciones, recorrió con la mirada a los concurrentes en tanto el acero de su espada, envainada tras el fajín, refulgía del fuego. No era un ángel que supiera provocar: manipular y retorcer sentimientos le resultaba desconocido, pero con las noches y las ejecuciones aprendió lo suficiente y sabía que era así como los rebeldes saldrían de sus escondites: removiéndoles el orgullo, mostrándose duro y contundente. Qué patetismo, pensó él, que existieran seres que se dejaran dominar por los arrebatos del alma. Por un momento, al notar cómo nadie de los concurrentes pretendía abalanzársele, se tranquilizó. Se trataba de la undécima noche y la cantidad de rebeldes parecía haber mermado.

Más de un ángel pensaba, perdiendo la mirada en el brillo de las llamas, que el reino en el que vivirían durante una eternidad no podía ser aquel. Y si lo fuera, ojalá que pronto terminara la situación para volver a ser el paraíso que fue una vez. No solo se sentía una falta de libertad -muchas de las actividades se vieron suspendidas hasta que la rebelión se acabara-, sino que la actitud de los Dominios se hacía molesta, crispante, incluso para los ángeles considerados leales a los hacedores. Se habían vuelto los jueces de la moral, los ejecutores de la justicia del Trono. Bajo el acero de sus espadas y sables habían caído al menos quinientos rebeldes. Los cadáveres no se los enterraba en el reino; eran lanzados al río Aqueronte para que este los echara a Rodinia, donde el paso inexorable del tiempo se encargaría de convertirlos, en donde fuera que cayeran, en polvo olvidado por la historia. Ningún Domino se mostró afectado por aquellos actos considerados crueles por los habitantes de la Legión. Su frialdad se volvió detestable y se había instaurado paulatinamente el orden y la paz, pero a costa del miedo.

Hidra estaba al tanto de ello. De que los que estaban delante de él, expectantes, obedecerían sus disposiciones porque temían perder la vida. Si él lo desease, declararía a todos los presentes como “insurrectos” y, a un asentimiento, morirían ejecutados por sus soldados. El Trono confiaba en él. Sus subordinados lo seguían ciegamente. Meneó la cabeza esperando quitarse de encima ese repentino sentimiento oscuro que le invadiera. Pero se sentía poderoso, era innegable, y se fijó mejor en los curiosos. Si había rebeldes allí, probablemente estarían escondidos detrás de los fieles y, en el momento menos esperado, saltarían sobre él. Tal vez hasta usarían a los ángeles leales como escudos. Él ya había perdido a una treintena de sus Dominaciones y no toleraría una pérdida más.

—¿Habéis visto suficiente? Retiraos y volved a sus asuntos. No os acerquéis a una hoguera o vuestra seguridad no estará garantizada. Aquí aún puede haber rebeldes y responderemos con contundencia con ellos y contra los que nos entorpezcan. Arrodillaos ante mí y jurad lealtad a los dioses.

Era su petición usual y últimamente se regodeaba secretamente de verlos humillándose ante él porque reafirmaba su idea de poder. No obstante, ninguno se movió. Hidra, de rostro impasible pese a sentir la intensidad de varias miradas sobre él, cerró la mano en la empuñadura de su espada. Repitió la orden y la respuesta fue la misma. No comprendía la actitud silenciosa, pero no le harían perder los estribos. Era lo bueno de no experimentar absolutamente nada, ni el más mínimo indicio de ansiedad o nerviosismo.

—No me dejáis alternativa.

Desenvainó y, acompasando, oyó detrás de él la veintena de hojas de acero rozando sus respectivas fundas; las imaginó alzándose como imponentes líneas luminosas que impondrían el orden y la justicia sobre los insurrectos. Avanzó un paso con la mano izquierda levantada, dibujando una línea con un dedo. Un ala de Dominaciones se abalanzaría por un costado del gentío, abriéndose paso a espadazos cuanto era posible, en tanto el otro extremo quedaría expectante a sus órdenes para avanzar por el centro como una cuña que terminara destruyendo el corazón del grupo.

Sin embargo, grande fue su sorpresa cuando sintió varias hojas de acero morderle el cuello e incluso las alas. “Quieto, papillero”, oyó decir en tanto la punta de una espada se posaba en la nuca. Sintiendo la sangre manar por la piel rasgada, giró cautelosamente la vista hacia atrás y notó a la veintena de sus soldados muertos sobre un mar de sangre que, ahora, llegaba tocando sus botas. Un grupo de insurrectos los habían agarrado silenciosamente por detrás y él nunca los sintió venir; ni el más mínimo silbido de flechas o alguna espada cortando el viento. Dagas, seguramente, concluyó guardando su espada.

Una voz poderosa surgió tras el gentío, sobre el techo de una casona no muy lejana.   

—¿Vos sois ángeles o perros?

Hidra levantó la vista y notó los ojos brillantes del oscuro ser que se pronunciaba. Se sintió extrañamente incómodo bajo su mirada, como desnudo, expuesto, y, por primera vez, experimentó un ansia revolverle dentro del pecho. Y era extraño, habiendo enfrentado a tantos ángeles, encontrar a uno que le hiciera sentir algo distinto. Las puntas de sus alas se doblaron y, pese a verse rodeado de insurrectos, se atrevió a inquirirle con voz autoritaria.

—¿Quién sois?  

La voz en la oscuridad respondió.

—Vos contáis con alas, albino, pero no veo que las uséis para ir adonde deseáis. Vais adonde os mandan.

Entre aúllos aprobativos, el recién llegado descendió suavemente y, extendiendo los brazos y alas, se presentó con una reverencia burlona. Hidra aún se sentía raro ante él. Sobre todo, al verle esos ojos que parecían brillar como estrellas, dueños de una luz y una calidez que nunca antes experimentó. Era tan nuevo lo que sentía que, por desconocimiento, pensó que debía ser maldad absoluta.  

—Y vos no sois diferentes —devolvió el Dominio—. Vais adonde Lucifer os manda. Y os mandará a la guerra imposible de ganar. A vuestra perdición.  

—Si consideráis mi causa como una perdida, entonces caeremos. Pero caeremos caeremos de pie, albino, con estas alas bien extendidas. Y vosotros, ¿con las vuestras encogidas como las de un pichón herido?

Hidra abrió los ojos cuanto pudo. Cómo hablaba ese ángel de rostro oscuro, refiriéndose a la rebelión como suya. Y esos malditos ojos que le sacudía el alma. Cerró su mano en la empuñadura de su espada, pero no la desenvainó pues más hojas se levantaron contra él, incluso una se apoyó bajo su mentón y lo forzó a levantar incómodamente la mirada.

—Vos sois El Caído —respondió entre dientes.

Lucifer levantó una mano y con ello transmitió su orden: nadie se atrevió a sesgar al Dominio, aunque el deseo de hacerlo fuera en aumento. Su cercanía a la fogata permitió a Hidra reconocerle al iluminarse el rostro. Cuánta fue su sorpresa al saber que Lucifer era el mismísimo mariscal de los Ofiucos, aquel considerado por el Arcángel Miguel como su más brillante estrella. Durante diez soles se había ausentado aduciendo una misión en el Inframundo y no esperaba su llegada pronto.

—Protos.

El Caído meneó la cabeza. En el Inframundo se le hizo palpable cuántos derechos se les habían arrebatado a los ángeles. La raza de los espectros gozaba de tantas potestades que se dijo que no volvería a usar el nombre que sus hacedores le habían dado. Lo defenestraba. Protos había muerto en el Inframundo. Por tanto, usaría el nombre que una vez fuera suyo cuando perteneció a la raza de los hecatónquiros.

—Lucifer, albino. Ese es mi nombre. 

—¿No fuisteis uno de los guardianes de la diosa en vuestro viaje?

—¿Esa perra olímpica? Desapareció de mi vista para el primer sol. Tal vez huyó como la cobarde que es. Así son los hacedores. Abandonan al mínimo peligro y envían lacayos para hacer su trabajo. Es lo que somos para ellos. Sin embargo, tenemos una opción. Vos la tenéis. Podéis continuar encadenado o hacer fuerzas y romper los lazos.

—Habláis de cadenas y perros con demasiada facilidad. Si estáis aquí disfrutando de esta vida es gracias a nuestros hacedores. No os merecéis este paraíso, heréticos.

—¿De qué paraíso hablas? Desde vuestra llegada esto es todo menos un paraíso. Dile a ese viejo Trono que ordene deponer las armas a todos los que profesen adoración a los hacedores. Dile que Lucifer ha llegado para guiar a su reino en la guerra, no contra vosotros, hermanos, ciegos y encadenados, pero hermanos al fin a y al cabo, sino contra aquellos a quienes consideráis “dioses”. Dile que mañana os esperamos cordialmente en las afueras de la ciudad y recibiremos sus armas sin causar derramamiento de sangre.

Vítores y aúllos forzaron a Lucifer, paulatinamente, a sonreír.

—¿Marcharemos mansos, en fila, rodeados de rebeldes? ¿No esperaréis que confíe en la palabra de quien mandó atacar por la espalda a mis soldados?

—Bajo tu espada han caído amigos. Te veo a ti y recuerdo a Fobos. Y lo peor de todo es que no veo ninguna sombra que te pese en tu aura ni en las de tus soldados. Te mereces menos que mi piedad, papillero. Esta venganza es en respuesta a los caídos durante las diez noches en la que paseasteis impunes, pero no tenemos nada en contra de los demás. Ve y anuncia la nueva al Trono.

A un gesto del Caído, las armas bajaron y el Dominio quedó libre. Impasible ante el repentino griterío e insultos varios que cayeron sobre él, se giró y miró a quienes lo habían arrinconado con sus aceros, tratando de memorizar los rostros de quienes despacharon a sus Dominaciones. Creyó ver a uno de cara conocida, pero no había estado lo suficiente en los Campos Elíseos como para saber los nombres de muchos de sus habitantes. Finalmente, extendió las alas y se alejó en presuroso vuelo.

El festejo estalló al son de la huida. Un Ofiuco se desprendió del grupo de espadachines y se acercó a su mariscal. Era el general, Ascenso, envainando su espada y asintiéndole como gesto de que todo había salido bien. Bien, en el sentido de que no habían caído los suyos, porque Ascenso, para pesar de Lucifer, no seguía del todo confiado acerca del propósito que tenía en manos.

—Es un plan pésimo.

—¿Por qué no esperaba oír lo contrario?

—Porque lo es.

—¿Alguna vez te gustará uno mío?

—Si quieres a alguien que asienta todas tus ideas…

Lucifer hizo un ademán con dientes apretados. Oír las reprimendas de Ascenso era como oír las de la hermana de este. Paradójicamente, fue pensar fugazmente en Asteri y sentir un fervor que le hizo olvidar su irritación. Deseaba con urgencia volver junto a ella; su estadía en el Inframundo fue agradable, pero amargamente solitaria a pesar de la oferta del Juez de encamarle con varias hembras de piel dorada y cuernos suaves; resistió la tentación y se sentía orgulloso de verse capaz de controlar sus impulsos, pero no aguantaría mucho más. Ya buscaría tiempo para visitarla.

—Estás bien ahí donde estás, mi general. Suéltalo.  

—Serán perros a tus ojos, pero hasta un perro tiene orgullo. No creas que depondrán armas fácilmente y nos darán el control. Lucharán por este lugar, es su hogar también. Allí está el problema, Lucifer… Nuestra guerra no es contra hermanos.

—Se hizo difícil percibirlo como hermano sabiendo que asesinó a los nuestros y me llamó herético. Si buscan guerra, ¿qué esperamos? Tenemos toda una noche para organizar a los Ofiucos. Tenemos a una milicia organizada, ¿y ellos? Obreros, contados guardias, jardineras y un puñado de albinos. Nadie con la cabeza puesta querrá enfrentarnos.

—¿Y si lo hacen?

Lucifer miró el fuego y se sumió en sus adentros. Persuadir para evitar un enfrentamiento era lo que el Arcángel Miguel haría y él lo sabía bien, siendo su alumno más allegado. Incluso incomunicados como estaban, haría honor a sus deseos de evitar más muertes. Empuñó y desempuñó las manos un par de veces, como si intentara aclararse algo en su mente. Porque en el fondo, no deseaba demostrar piedad ni contra los hacedores ni contra los que los adoraban, por más de que estos últimos fueran congéneres. Era allí donde el estudiante aventajado y el maestro se contrariaban.

Finalmente, miró a su expectante general.

—No permitiré una derrota, eso por seguro. Ahora, diez soles en el Inframundo no pasaron en vano y necesito despejarme. Mal que te pese oírlo, necesito estar con tu hermana.

   

II

La diosa Iris se sentó al borde de la cama y, abrazada a sí misma, se frotó los brazos. Miraba, a través de la ventana, aquella luna que no era más que una línea delgada y curva en el cielo. Su estadía se volvía más agradable en el Templo donde pasaba el tiempo con quien, a ojos de los demás, era considerado su agasajador preferido. Nadie se atrevería a insinuar nada contra una olímpica, si es que alguna idea pérfida les cruzara la mente al verla paseando junto al Arcángel Miguel, charlando, riendo e incluso tomándose de las manos en más de una ocasión.

Trabajó como una de las inspectoras de la cacería de dragones que se llevó a cabo en Rodinia; comprobó las muertes de Doğan, Quetzalcóatl, Ryujin, Nidhogg entre otros, a manos de los Ofiucos, y así también comprobó mediante correspondencia que el Segador los resucitaba en el Inframundo. Pareciera que su plan marchaba como cabría de esperar, pero aquella misma noche irrumpió el elemento innecesario: Lucifer. La diosa esperaba que el Ofiuco declarase la guerra cuanto antes y el “goteo de almas”, como se refería a su plan, comenzara cuanto antes. Pero no podía decírselo a nadie, ni siquiera a su amante: la sola existencia del corazón cristalizado de Mnemósine, ya ni decir de aquella idea macabra de rellenarla con almas de ángeles, sería su pequeño y eterno secreto. Aunque, para su infortunio, Lucifer se interpuso con aquella propuesta pacificadora.

El Arcángel Miguel se inclinó sobre la cama y la tomó del brazo, intentando llevársela de nuevo, pero ella sacudió el hombro y se soltó del agarre. Él percibió su súbito cambio de humor en el gesto brusco, pero pensaba que con los mimos adecuados conseguiría tranquilizarla. A veces se sorprendía de cómo sus dedos en los lugares adecuados parecieran propiciar una sonrisa y un estado de ánimo juguetón en ella, pero nada de aquello resultaría esa noche. Una pena, pensó, porque la unión de cuerpos parecía ser el bálsamo perfecto para alivianar el peso de los problemas.

—¿Qué pasa?

—Mucho pasa, querido.

—Temes por la guerra.

Ella ahogó una risa y meneó la cabeza. Temía perder a su amante si le confesaba cuánto deseaba que estallara una, considerando que Miguel era el caballero blanco por antonomasia. Y lo necesitaba porque solo alguien como él tendría la autoridad moral para poner orden y justicia en un mundo libre. Además, en el fondo, no deseaba ser abandonada ahora que había vuelto a sentirse amada tras lo que consideró una fría e inesperada traición de su hermana. Se abrazó y giró la vista hacia él, revelándose bajo la luz de la luna con el ceño fruncido.

—Estoy así gracias a ese idiota que tienes de alumno.

—Tú y él tenéis en común esos bonitos motes que os ponéis.

—No tienes idea de cuánta ilusión me hace.

—No puedo adivinar qué hará el Trono, pero sería de tontos enfrentar a Protos. A mi alumno sí lo conozco lo suficiente como para confiar en lo que sea que pretenda. Su imposición solo busca una salida pacífica a una posible guerra entre ángeles. No la habrá, él lo sabe a la perfección. Solo quiere despejar el camino que le dirige contra el verdadero enemigo. Porque, ¿quién en este reino le hará frente? ¿Y con qué ejército? Créeme, no habrá enfrentamiento entre hermanos.

Ella meneó la cabeza. 

—¡No es solo por eso! ¡Tú más brillante estrella, le dices, se declaró como Lucifer! El que lo haga me debería tener sin cuidado, ¿o no? Porque, si no recuerdas, fue él quien me acompañó en el Inframundo en calidad de guardián. ¿No te parece que algo así levantará sospechas en ese viejo Trono?

—Me han informado que Protos se encargó de dejar en claro que pretendió asesinarte una vez le guiaste hasta Cocitos, pero que tú ya no estabas en el Inframundo. Es una historia sencilla. Síguele el juego y no deberías preocuparte de ser sospechosa de nada. El Trono puede pensar lo que desee, al final será la palabra de una diosa contra la de un ser que tú misma llamas, inferior. Si él hablara en contra de ti, diosa, ¿no sería una ofensa grave?

—Puede, pero mi sangre, querido, también tiene un bonito historial de traición. Te equivocas si piensas que levanto simpatía en todos los rincones del Olimpo. Y, a diferencia de tu ángel estelar, yo no arriesgaré mi posición ni permitiré que queden dudas de mi lealtad hacia esos perros sebosos. Hasta que termine la guerra, eso se mantendrá así.

La notó remolona. Se arrodilló por detrás y, peinándole las alas, la notó retorcerse con cierto recelo, como si no quisiera disfrutar del masaje. Tanta tensión terminaría acabándola y se acercó para besarle el cuello. Decidió reconfortarla con palabras y, también, atreviéndose a acariciarle el cuerpo con la suavidad que él había aprendido cuánto le agradaba.

—Le das demasiadas vueltas a un asunto demasiado simple, mi diosa.

—O a ti te falta darle muchas más…

—El mayor defecto de nuestros enemigos es su adoración absoluta a vosotros, sin ningún tipo de condición. Os consideran perfectos, puros —y su mano, gruesa y fuerte, intentó abrirse paso entre los finos muslos de Iris, pero esta le cerró el paso—. Nadie osará de dudar de ti. 

Ella frunció los labios y, humedeciendo los labios para recibirlo, permitió el paso de aquella mano descarada y cálida. Como un ave hambrienta, su boca se abrió al sentir adentrándose un par de esos gruesos dedos entre sus piernas y, finalmente, se unió a él en un beso desbordándose de pasión contenida. Iris ya no podía quejarse de sus noches con el amante; el Arcángel había aprendido a tratarla como gustaba y sus alas arqueándose de gusto eran la mejor prueba.

Pero, a fuerza, se separó del beso.

—¡Ah! No des por segura tantas cosas, querido. Además, hay algo más que me tiene en ascuas.

—Vuelve.

Ella meneó la cabeza y se apartó. Temía que, si él seguía acariciando, obtendría la victoria y se la encamaría, obligándola a dejar de lado los problemas tan apremiantes. No deseaba olvidarse ni un instante de la rebelión, por más que dentro de sí quisiera aplacar el ansia y la picazón, de dejarse agasajar por aquel fuerte y atractivo cuerpo del guerrero bañado por la luz de la luna.  

—Pero, ¿cómo puedes ser tan pérfido en un momento como este?

—La culpa la tienes tú.

—¡Claro que sí! Tu autocontrol no es cosa mía, querido. ¿Es que no lo ves? Aquel que debe tomar las riendas de la rebelión eres tú, no tu alumno. Él será el elegido de Mnemósine, pero tú eres el mío. Tal vez su temperamento sea bueno para un campo de batalla, pero el que gobierne entre los ángeles libres jamás será alguien como él, un necio al que debiste colocarle a dos generales que le calmen cada vez que sufre de una arremetida. Además, ¿acaso no te han llegado a los oídos los reclamos de tu pueblo? Detestan al Trono y su dictadura. Dicen que esto ya no parece el paraíso de antaño. La Legión necesita del amor y cariño que tú les has ofrecido todo este tiempo, el que tú tan bien me has ofrecido.

Ahora sí volvió junto a él y lo abrigó con sus alas en tanto los dedos se enredaban por la cabellera del Arcángel. Se pegó cuanto pudo a su cuerpo, como si en cierta manera intentase darle más convicción a sus palabras.

—Así será nuestro reinado, querido.

—¿Te ves con una corona?

—No. Pero con una aureola, tal vez.

—A la Legión le costará verte en el papel de reina amorosa.

—Los tiempos me han cambiado, pero con mejores aires verás de mí muchas sorpresas.

—Los mejores tiempos vendrán. Pero con Protos con mi mano derecha.

Ella apretó los labios y abrió sus alas con brusquedad, desapegándose.

—¡Protos, Protos, Protos! ¿No ves lo que él está intentando hacer? Aprovechó que tú estás confinado y se reveló como El Caído para hacerse con el mando. Despierta, querido, porque tu alumno se está haciendo con el control de la rama más poderosa de vuestro reino. Está saboreando el poder y le está gustando, ¿qué crees que hará cuando gane su guerra y surjan quienes le contraríen? ¿Creerás que he olvidado cuando casi os enfrentasteis, frente a mí, a los pies del muro neblinoso? Una diferencia de ideas y casi chocasteis aceros. ¡Por favor! No dejes que él controle lo que te pertenece.

Él se pasó la mano por la cabellera y, con su mentón, señaló la ciudadela visible desde la ventana.

—No veo que esté usando mi ejército para destruir el reino, por lo que por mí lo está haciendo bien. De nuevo, su actuar no es sino una medida de intimidación para evitar un derramamiento de sangre entre hermanos. Ni a él ni a mí nos interesan los Campos Elíseos, ¿por qué tomarlo, entonces? Solo busca desarmar a los leales y tenerlos controlados, de manera poder enfocarse en la auténtica batalla. Es exactamente lo que haría yo y por ello mi más brillante estrella tiene mi confianza. El control del que hablas solo lo ves tú.

—Entonces el brillo de tu estrella te ciega, querido. Yo hablaré con ese viejo Trono. Él necesitará un mariscal que le declare la guerra a Lucifer. Ofrécete tú, que nadie sabe que eres rebelde. No hay nadie más apto para el cargo. ¿O me dirás que Gabriel y Rafael son mejores estrategas? Ni siquiera esos Dominios se te comparan. Hazte con el cargo de los leales y destrúyelos desde adentro. Ofrece las cabezas de quienes podrían sospechar de mí en bandeja de plata.

Miguel ladeó el rostro, observándola detenidamente.

—Me lo querías soltar en toda la noche.

—¿Lo harás?

—Hasta los últimos estratos, mis manos no se mancharán de sangre.

—¿Entonces dejarás que la tuya sí corra por el acero de Lucifer?

—Es allí donde te equivocas. No conoces a mi alumno mejor que yo. Entiendo que no os soportáis el uno y el otro, pero, por mí, dale una oportunidad. Sé que él hace un esfuerzo parecido. No tienes que lidiar con él. Déjamelo todo a mí. Cuando él consiga la rendición de los leales y el Trono, me declararé oficialmente como un miembro de la insurrección. Juntos, los tres, destruiremos el Olimpo.

Y, agarrándole de la mano a una diosa cada vez más molesta, tiró y la capturó entre sus alas. Ella gruñó, no le agradaba en lo más mínimo El Caído, esa impulsividad que seguro le traería a ella problemas antes, durante y después de la rebelión. Pero, a besos, el Arcángel consiguió sacarle una inesperada y dulce risa que Iris ya no pudo atajar. Retorciéndose de gusto, la diosa decidió rendirse. La noche era joven y los amantes necesitaban de su tiempo. Ella, más que nadie, necesitaba urdir un nuevo plan visto que Miguel no estaba por la labor de mancharse las manos.

   

 III

Asteri descendió sobre el techo de paja de una de las fraguas, normalmente apostadas en las afueras de la ciudadela debido al ruido y humareda que generaban molestias en la Legión. Pero la noche arrastraba un aroma agradable que desplazaba el tufo de acero fundido. Caminando divertida por el borde, se fijó mejor en su alrededor y entendió por qué los Ofiucos acamparon en las cercanías, reunidos en tiendas y fogatas que se extendían por el bosque. Hasta oía risas y cánticos hecatónquiros rebotando por aquí y allá. Si la orden de Lucifer había sido declarada, era evidente que sus soldados se harían con el control de las forjas de armas para quitarle al enemigo cualquier tipo de ventaja armamentística. Probablemente, Protos deseaba a como dé lugar ganar su batalla contra ángeles evitando derramamiento de sangre. Tal vez, pensó ella, habría mucha injerencia del Arcángel Miguel en aquella decisión.

Bruscamente, el mariscal descendió por detrás e intentó agarrarla de la cintura, pero ella rio y se apartó con una aleteada elegante. Suspendida en el aire, meneó la cabeza.

—El Inframundo te ha vuelto lento.

—No. Es la desesperación.

—¿Me extrañaste?

Él extendió los brazos. Sus labios eran una fina línea recta en su rostro cansado.

—Incluso con las alas acalambradas, estoy persiguiéndote en medio de la noche, dime tú si hay una respuesta más clara. 

Ella arrugó la nariz y, finalmente, descendió en los alrededores de la fragua. Estaba vacía, aunque alguien se había olvidado de apagar el fogón del horno. Se acercó hasta una mesa donde destacaba una espada entre tiras de cuero y martillos. La empuñó y ladeó la hoja para verse en el reflejo y descubrió a Protos descendiendo con rostro cansado. Sintió cierto poder al sostenerla en alto, pero no le agradó y la devolvió en su lugar. Asteri estaba juguetona y caminó con las manos tras la espalda, como si inspeccionara la fragua en tanto su amante la seguía por detrás en un intento de reclamarla. En realidad, tener controlado de aquella forma al líder de la rebelión se le hacía divertido. Lo tenía en la palma de la mano al ángel más poderoso de la Legión. Como en el reino de Tea, a los varones le ganaba el deseo de la carne.

—¿Y Leviatán?

—Sano y salvo en el Inframundo. Rodeado de los suyos.

—Seguro me extraña.

—Si quieres, lo invoco ahora mismo y os dejo solos. 

—No te pongas así, que solo estoy preguntando. ¿Y Cassiel?

—También en el Inframundo.

—¿Pescando en los ríos de sangre?

—Hasta que termine la guerra, Cocitos será su ciudad. Mi general será mi representante entre los espectros.

—¿Y es una estadía placentera? Por lo que oí, todo allí es contrario de los Campos Elíseos.

—Más placentera de lo que crees. El Juez del Inframundo tiene a una comandante y parece que Cassiel se lleva bien con ella. A diferencia de mí, te diría que mi amigo está disfrutando en la cama.

Asteri se giró con una mueca de asombro y susto desdibujándole el rostro.

—¿Con una espectro? ¿Cómo funciona eso?

—Ahora mismo no deseo imaginarlo.

—Ya. Ascenso dijo que ese Juez te ofreció hembras a ti.

—¿Y te dijo que las rechacé?

Ella se encogió de hombros.

—Dijo que te llevabas muy bien con la pequeña hija del Juez. Que ella te quería hacer compañía y que incluso la cargabas sobre tus hombros cada vez que dabas un paseo por la ciudad.

—La enana se llama Bécrux. Debiste haberla visto. Tal vez, cuando todo termine…

—Puede. Yo estuve ocupada por aquí. Bajé a Rodinia y vi cómo los Ofiucos mataron a los dragones. A vuestros dragones. Incluso vi cómo mataron a ese plateado, Nidhogg. Fue duro de ver. Pero quería hacerlo, verlos a todos. Conocí a muchos y una se encariña fácil. Confieso que lloré demasiado. Es decir, Ascenso me encontró y me confesó de vuestro plan de devolverlos a la vida...

Asteri se detuvo y miró el fuego agitándose dentro del horno.

—Los usaréis para luchar contra los dioses, puedo entenderlo. Pero no dejo de pensar. ¿Qué harás si mañana los leales no deponen armas y te declaran guerra? ¿Usarás a los dragones contra ellos?

—Te lo puedo responder si te vienes conmigo.

—Hablo en serio.

—¿Podríamos no hablar de lo que nos depara mañana, solo por esta noche?

—No. Tu sombra sobre tu aura es grande, lo he visto durante los amaneceres. No hay día que no recuerdes tu más grande yerro, ¿no es así? ¿Por qué te pesa tanto? Y los ángeles que han caído durante los soles pasados también te pesaron y la oscuridad parecía alimentarse de tu culpa. Si te enfrentas a los demás, si la sangre de hermanos corre por tu acero, tu sombra te consumirá por completo. Temo que así se pierda la luz en ti. Siento que te perderé.

Protos se rascó la cabellera al oír su confesión. Desconocía que Asteri también podía ver auras y sombras como él. Pero estaba agotado como para preguntarle por qué se lo ocultó y, suspirando, se sentó sobre un yunque de hierro para perder la mirada en las lejanas fogatas que resplandecían en el bosque.

—¿Puedes ver mi aura?

—Ahora no. Solo después de unidos.

—¿Es por eso que estás recelando de mí? 

Asteri se arrodilló frente a él y lo tomó de las manos.

—No seas ridículo. Pero noté tu sombra encogerse cada vez que yo cantaba. Es gracioso, porque muchos se lamentan de que mi voz ya no tenga la cualidad de antes, de ayudar a alcanzar el éxtasis durante la Sinapsis. Tal vez ahora tenga otra cualidad, invisible para los ojos y la carne, pero palpable en el alma. Por ello te cantaba todos los días en la cama, porque parecía acuchillar esa negrura sobre tu luz. Pero has pasado diez días sin mí y temo de ver cómo te ha consumido.

—No temas. No sabría decirte cómo de grande es. Debido al color de sus soles, los ríos y lagos del Inframundo son rojos y oscuros, así que era difícil notar mi propia aura, ya ni decir la sombra.

—Pues yo recuerdo con claridad cómo era el último día que te la vi. En el centro se veía claramente tu mayor yerro. ¿Tan culpable te sientes de ese joven que murió en tus brazos en el reino de Tea?

Él suspiró. Sabía que no iba a obtener lo que buscaba hasta complacerla. Para ser alguien que se había confesado como un ángel neutral, Asteri parecía ansiosa por saber todo cuanto se cocía, desde sus motivaciones más íntimas hasta sus planes más secretos.

—Entiendo que pueda ser difícil —insistió ella.

—Es incómodo, no difícil.  

—Pues inténtalo. Comparte tu carga conmigo, que para eso estoy.

—Además de incómodo, es largo…

—No tendrás lo que anhelas hasta que me lo confieses.

—Si lo pones así… —Lucifer se acomodó y sonrió cuando Asteri ofreció sus manos para que él las sostuviera—. Está bien. Recuerdo que el día que murió fue el mismo día que me dijeron que sería padre. Que tú y yo seríamos padres. Antes del atentado en las afueras del palacio del Sagreste, estuve todo el tiempo imaginando cómo sería mi vida con una criatura al que dedicarle mis energías. Cuando viajábamos con los Gujas rumbo al palacio, pensé en abandonar la milicia y pedirte vivir juntos en algún lugar alejado de la capital, lejos de las tensiones. En Ceanasaí o Dóvoca. Cualquier lugar lejos del ambiente venenoso de la capital. Empecé a pensarnos paseando en los jardines repletos de flores priscinas… y me agradaba. Entonces me preguntaba cómo viviríamos juntos, los tres —la miró a los ojos y ella sintió el pecho encogerse al notarlos húmedos—. Fue solo un instante y construí un mundo alrededor de la criatura. Entonces sucedió el ataque de fuego en el palacio. Un maldito pirómano entre protestantes y soldados. Inmediatamente después, tu hermano me vio cargando a ese joven carbonizado y agonizando en mis brazos, rumbo a los sanatorios. Él no entendía por qué lo hacía. Como soldados, habíamos visto cosas peores y eso nos volvía duros, impasibles. Pero yo estaba desesperado e incluso a mí me costaba entender por qué. Creo que saber que sería padre me transformó, me hizo cambiar el prisma con el que se mira el mundo. Cuando vi a ese joven herido de muerte puede que me hubiera confundido la realidad con mis fantasías, no lo sé. Tu hermano tuvo que decirme que lo estaba confundiendo con mi futuro hijo. Que él no era el mío, que lo dejara morir en paz porque agonizaba. Yo me negaba a hacerlo, quería salvarlo porque, simplemente, no deseaba ser parte del mundo que detestaba.

Se levantó para despejarse y meneó la cabeza, pero ojalá fuera sencillo quitarse de encima su infortunio. Era frustrante recordar y sentir la culpa engulléndolo hasta casi sentir el peso de su sombra sobre las alas. Y pensar que sucedió una vida atrás. Si alguien tuviera sus ojos, vería la oscuridad enorme paseándose lentamente sobre el aura. Asteri se acercó en silencio para rodearlo con sus alas y él se sintió consolado una vez más, liberado de una ínfima parte del peso.

—Entonces no seas parte del mundo que odias. Tráenos esperanza, no desesperación. Evita la guerra entre ángeles o el mundo libre que sueñas no prosperará.  

—Tú y unos cuantos más sois demasiado idealistas. Si me levantan la espada, responderé con contundencia porque para obtener la libertad que ansiamos no lo conseguiremos entre rosas. Y si mueren ángeles, entonces ellos serán mi sombra hasta el fin de los días. Lo tengo asumido.

La tomó de la barbilla y Asteri humedeció los labios.

—Y tú —dijo él—, ¿serás mi luz?  

   

IV

Cuando los primeros rayos del sol doraban la oscura ciudadela de Paraisópolis, el Arcángel Rafael, desde uno de los balcones del Templo, se frotó el rostro con ambas manos y bostezó. El pelirrojo no podía creer que se había pasado toda la condenada madrugada discutiendo con el viejo Trono y el Arcángel Gabriel acerca del ultimátum de Lucifer. Ante todo, nadie deseaba entregar los Campos Elíseos a los insurrectos, pero la noticia de que Lucifer era, efectivamente, Protos de los Ofiucos y que sus rebeldes eran nada más y nada menos que la rama angelical de guerreros, fue devastadora. ¿Cómo podrían enfrentarse contra algo como aquello? Estaba convencido de que la derrota de los leales estaba garantizada. La noticia, además, situaba como un potencial rebelde al mismísimo Arcángel Miguel, considerando que los Ofiucos eran sus soldados. Aunque no contaran con pruebas contundentes, su aposento en el Templo ya era celosamente guardado por una decena de Dominios, no fuera que se comunicara de alguna manera con los suyos.

Entonces solo quedaban él y Gabriel para hacerle frente al Caído. Una locura de idea, Rafael se decía una y otra vez. Pero la diosa Iris se presentó durante la reunión en la madrugada y, como era de esperarse, exigió batalla sin cuartel contra el herético y sus huestes; que los leales tuvieran la dignidad de defender el hogar que los dioses les habían regalado. Apeló a sus números; los insurrectos de Lucifer no representaban ni un tercio de la Legión y con ello en mente la victoria podría ser posible.

“Podría…”.

A su lado, el Arcángel Gabriel se apoyó de la baranda y gruñó de disgusto. No por la orden de la diosa, que era algo esperable, sino porque le causaba una terrible pesadumbre que el ángel estelar del Miguel se declarara como Lucifer. Y pensar que hacía diez soles estaban convencidos de que el Caído era Fobos. Consideró la idea que los rebeldes solo estaban jugando a las escondidas; seguro en otros soles más aparecería otro autoproclamándose como Lucifer. Por lo que a él respectaba, Miguel podría ser el mismísimo Ángel Caído y todo aquello no eran sino juegos para confundir a los leales.

Pero para él algo sí estaba claro. Lucifer había convencido a un puñado en su revuelta contra los dioses, pero una gran porción de la Legión renegó de él. Entre los ángeles se había vuelto conocimiento común de que todos venían de una raza antigua, la de los hecatónquiros, extinta por los dodecatones. ¿Por qué entonces no se unieron a Lucifer y su empresa? ¿No les revolvía el orgullo? ¿El sentimiento de venganza? Tal vez porque, como él mismo experimentaba en su corazón, los ángeles leales sentían una lealtad genuina por sus hacedores. El reino de Tea distaba de la perfección y, para muchos, el paso de la vida no habría sido una pasantía agradable. Muchos solo conocieron la miseria y siempre que surgían líderes que buscaban solucionar problemas, destacaban otros intentando derrocarlo para reencausar la situación y solucionar otros asuntos. En sus vidas conocieron de guerras, de desdichas, de catástrofes causadas por la iracunda naturaleza y otras por ellos mismos. Tenían sus épocas de tranquilidad, pero no duraban demasiado. Ahora, como ángeles, gozaban de una vida tranquila y, sobre todo, tenían un cometido importante como guardianes de la futura humanidad. Eran parte de un plan mayor y se sentían orgullosos de serlo, de encontrarle un propósito a sus vidas que no fuera sencillamente sufrir de las decisiones de los que tuvieran el poder.

Entonces llegó el cacareado Lucifer y, con él, sus hecatónquiros exigiendo venganza, trayendo de nuevo ese ambiente pesado y crispante que una vez sumió su extinto mundo. No era de extrañar que muchos rehuyeran de su rebelión. Con ello en mente, el Arcángel Gabriel consiguió veinte mil valientes entre la legión de los leales. Obreros, herreros, carpinteros, bibliotecarios, pero ángeles, al fin y al cabo, con la firme decisión de luchar por el paraíso que habitaban. Por lo que, frente a él, dorados por la luz del sol saliente y suspendidos en el aire, otros de pie en los techos de las casonas lindantes al Templo, veinte mil leales aguardaban expectantes la orden para luchar contra las huestes de Lucifer. Lucharían por su reino, por su nueva vida y por los dioses que les sacaron de la inmundicia en la que vivieron como hecatónquiros.

El Dominio, Hidra, descendió silenciosamente en el balcón y se sentó sobre una rodilla en presencia de los dos Arcángeles. Servirles a ambos era la orden del Trono que debía cumplir hasta nuevo aviso. Junto con sus Dominaciones, debía ser parte de la fuerza bélica de los leales. Toda ayuda, por mínima que pareciera, era estimable.

—Aguardamos órdenes, mis señores —dijo Hidra.

Rafael ni siquiera se giró para ver al guerrero plateado. De hecho, no quitaba la vista de los veinte mil ángeles. Sintió una suerte de amargura contraerse en el pecho y dobló las puntas de sus alas al saber lo que les podría deparar.

—¿Quieres órdenes, albino? Estos suicidas podrían estar muertos para el anochecer. Es un auténtico desperdicio.  

—Son guerreros —corrigió Gabriel.

—Pues no contéis conmigo para dar órdenes a estos mal llamados guerreros. No sé nada de estrategia y dudo que yo les sirva de algo en el campo de batalla. Fui un condenado pintor. Y, con todo respeto, dudo que esa diosa mensajera entienda algo de batallas como para exigirnos que plantemos cara a Lucifer. Enfrente tendremos a un maldito genio de la estrategia y un ejército entrenado. Para saber cómo terminará una batalla así, mi estimado, no hace falta pensarlo mucho.

—Suficiente con tu actitud —recriminó Gabriel—. He ganado batallas en donde teníamos todas las de perder. Esta será otra. Recuerda, Rafael, que los dioses dan las peores batallas a sus mejores guerreros.

Rafael enarcó una ceja.

—¿De qué batallas hablas?

Gabriel hizo caso omiso y asintió a Hidra, quien aguardaba paciente.

—Ellos pretenden que nos rindamos y avancemos en fila en medio de su ejército y entreguemos armas. Las destruirán en las forjas de modo que nos sea imposible invocarlas. Los ángeles que no lucharán nos servirán para eso, para hacerles creer que nos hemos rendido y entregar cualquier objeto contundente. Desde dagas hasta palas y rastrillos. Pero daremos el golpe cuando menos se lo esperen. Dado que diez mil Ofiucos se han asentado en las afueras, los haremos retroceder usando la propia ciudadela como principal punto de apoyo. Nuestra mayor fuerza es la superioridad numérica, ya lo dijo la diosa, así que hagámonos sentir. Necesito a cinco de tus Dominaciones liderando un escuadrón de mil ángeles cada uno. Vuestra habilidad detectando será crucial para sentirlos venir, en caso de que decidan adentrarse por las calles para llegar hasta el Templo. No podemos dejar que lleguen hasta aquí. Por otro lado, como un cerco, los demás arrinconaremos el grueso de su ejército desde los costados. Yo comandaré el ala izquierda, que se infiltrará y hará mella en sus filas. Hidra, tú serás el ala derecha. No os contengáis. Recordad que los dioses están de nuestro lado e incluso Iris nos observará. Los haremos retroceder hasta el Aqueronte y, finalmente rodeados, los expulsaremos. Será un día largo. Será un día que perdurará en la Historia. Dad lo mejor.

Hidra asintió y se repuso. Extendió las alas para alejarse y transmitir las órdenes a sus generales, en tanto el Arcángel Rafael intentaba encajar la mandíbula tras el discurso estratégico de su congénere. Miró de arriba abajo al Arcángel Gabriel quien, manos unidas tras la espalda, se limitaba a contemplar el ejército recientemente formado.

—¿Y esa perorata?

—Estrategia.

Rafael silbó.

—Estrategia, sí. Mírate tú. El arquitecto de la Legión lo tenía bien escondido. ¿Qué fuiste en tu otra vida?

—Tú quédate aquí a pintar el paisaje, si gustas —respondió sin mirarlo—. O pinta un cuadro para que nuestra victoria quede para la posteridad. De cómo la legión de los dioses expulsó al Caído y sus huestes. Dibújame clavándole la espada a Protos. O, mejor, adéntrate en las filas de los ángeles que no lucharán y protégelos. Cuando empecemos a atacar, guíalos lejos de la batalla. ¿Podrás hacerlo?

—Suena más interesante que esperar sentado aquí. Responde a mi pregunta, por favor. ¿Quién fuiste, Gabriel?

—¿Acaso importa ahora?

—Fuiste un soldado, ¿no? ¿Cómo lo llamaban? ¿Gujas? ¿Fuiste un Guja? 

—¿Y qué si lo fui?

—Sé que no es el mejor momento, pero, por si no te has dado cuenta, todos los que una vez fueron soldados de Tea están rebelándose contra la orden de los dioses. Discúlpame que sea tan entrometido, mi estimado, pero ¿cómo es que tengo ante mis ojos a un soldado hecatónquiro que es leal a la causa de los hacedores?

—Ante tus ojos tienes a un ángel, no un hecatónquiro. Me sonroja que pienses que por ser soldados carecemos de cabeza. Los dioses cumplieron con creces su promesa de elevarnos de plano y por ello me debo a su causa. Ahora somos ángeles, inmortales, guardianes de su tesoro más preciado. Dime que no somos mejores que lo que éramos antes. ¿Por qué entonces debería estar en contra de ellos?

—¿De qué promesa hablas?

Gabriel suspiró y miró a su compañero. Sería sincero. Deseaba serlo. Por un lado, aunque no lo aparentara, en el fondo temía perder la vida en la batalla, considerando que enfrente tendría a Protos y su ejército. No deseaba irse del mundo con su más grande secreto perdido en el olvido. Por el otro, Rafael últimamente le había despertado cierta admiración. Hacía treinta soles lo consideraba un caso perdido, un rebelde que follaba a sus jardineras y soldados en las termas, un ángel al que tarde o temprano debía sesgarle la vida no fuera que infectara a más ángeles en sus vicios. Pero, contra todo pronóstico, el pelirrojo dejó sus actos de libertinaje y enderezó su comportamiento y el de su Legión, ganándose así su simpatía.

—Rafael, te contaré algo que no he considerado contárselo a nadie.

—Haces erizar mis alas. 

—Déjate de burlas. Lucifer piensa que ha abierto los ojos a todos los ángeles escribiendo sus cartas. Conmigo no hacía falta. Recuerdo todo a la perfección. Incluso recuerdo mi nombre y el de muchos, aunque lo cierto es que no tengo la habilidad que tiene Protos. Por más que lo intente, no puedo reconocer a los demás. Tampoco es que me interese.  

—¿Cuál era? Tu nombre.

—Belcebú.

Rafael frunció el ceño.

—Recuerdo ese nombre.

—Me ofendería si no lo hicieras, pintor. Fui el comandante supremo del Sagreste de Tea. En la capital, fui secretamente contactado por los dodecatones. Me prometieron que los hecatónquiros no seríamos exterminados. Que solo seríamos elevados de plano, siempre y cuando demostráramos que fuéramos dignos. Si nos quitábamos de encima al Sagreste y sus huestes, evitaríamos no solo una guerra costosa para ambos bandos, una contienda difícil de ganar, sino que nos darían una vida nueva. El paraíso que nos merecíamos —extendió los brazos—. Viendo este paisaje, ¿qué crees que hice?  

—No estarás hablando en serio.

—No bromearía sobre algo así.

—Asesinaste al Sagreste. ¡Nos vendiste al enemigo!

—Nos salvé de una catástrofe mayor y ese “enemigo” del que hablas nos regaló una nueva oportunidad.

—¡Perdona que te lo diga con resquemor, mi estimado, pero con gusto llamaría esto “oportunidad” si tuviera la libertad de invitar a mis jardineras y guardianes a las termas!

—¿Aún sientes deseos?

—He tenido momentos… ¡Son impulsos efímeros! Al fin y al cabo, lo que importa es que demuestre que sea capaz de detenerlos, ¿no?  

—Espero que siga así. Por lo que oí, en tu anterior vida te costó detener un impulso.

—¿Ah? ¿Nos conocimos?

—No personalmente. Verás, en aquel entonces, organicé una revuelta en las afueras palacio para desviar la atención de los Gujas y poder estar a solas con el Sagreste. Por desgracia, un maldito pirómano se metió en medio del festín y los incineró a todos, a rebeldes y soldados, aumentando exponencialmente el número de pérdidas. Decía algo de darle al reino entero un mensaje contundente sobre su disconformidad...

Rafael dobló las puntas de sus alas y su rostro empalideció.

—Oh…

—Hubo más muertes de las que esperaba, muchas más, pero al final del día todo se logró. Tú no estabas en mis planes, condenado maniático, pero ayudaste a la causa con tu ridícula demostración de arte.

—¿Ridícula? No espero que un asesino de reyes entienda el arte de lo efímero. 

—Contempla Paraisópolis por un momento. Admira mi ciudad y comprueba lo que es verdadero arte, Rafael. Perdurará en el tiempo, incluso aunque yo ya no esté. La belleza de la eternidad es arte, no un instante ínfimo de destrucción.

Rafael bufó.

—¿Arquitecto, soldado y también artista?

—No. Soy un Arcángel.

—Desde luego que lo eres. ¿Tu puesto en la Legión fue parte del premio por asesinar al Sagreste?  

Gabriel hizo un ademán como despedida. Ya no lo confesaría, pero su rango como Arcángel de la Legión fue un galardón prometido por los dodecatones. Aunque él no deseaba comenzar una nueva vida solo para volver a comandar soldados, por lo que prefirió no hacerse cargo de ninguna rama militar; escogió dedicar sus energías a algo a priori más agradable como la construcción de la ciudadela. Extendió las alas, pretendiendo unirse con sus soldados y organizar el frente de ataque. Se sintió bien expulsarlo de una vez, aunque Rafael se cebara con su pecado llamándolo asesino de reyes. Era un mote desagradable, pero él sabía que todo había valido la pena si ahora vivían en el paraíso. Y no permitiría que la rebelión de Protos se lo arruinara.

—Me retiro. Hazme un favor y no empuñes esa espada flamígera mientras me ausente.

   

V

Miles de tiendas se habían armado en las afueras de la ciudadela que, con sus números y amontonamiento, lucía en su conjunto como una luna creciente y pálida frente a la imponente Paraisópolis. Un ángel errante y ajeno a las noticas, si es que algo así fuera posible, percibiría desde las nubes una tranquilidad silenciosa, relajante, aunque la realidad dictaba que la belleza del amanecer solo ocultaba una cruenta batalla en ciernes.

La diosa Iris paseaba solitaria por un camino que serpenteaba entre las tiendas y el cargante sonido de martillazos varios, notando cómo los Ofiucos se asomaban para verla e incluso reverenciarla. Ella les correspondía con una sonrisa, aunque su paso fuera apresurado. Puede que la diosa cayera a su mariscal similar a un dolor de pluma arrancada con saña, pero nadie de los insurrectos podía negar la importancia de la diosa en la rebelión. Con ella de su lado, tendrían asegurada información clave sobre su enemigo, sobre su fuerte, el castillo en la cima del monte Olimpo; fortalezas, debilidades, así como sus números y tipo de respuesta que podrían esperarse de los dioses.

Notó el material extraño de las tiendas; de evidente diseño extranjero, sostenidas con varas negras duras como el acero y las paredes hechas de un material de color crudo, similar al lienzo, aunque notablemente más resistente como comprobó al pasar el dedo y luego una uña. Un regalo del Juez Radamantis para el ejército de los rebeldes, sin dudas. Seguramente tendrían nuevas armas e incluso se preguntó si en aquellos diez soles que el Ofiuco estuvo allí, le habrían fabricado armaduras. Siguió su camino y, al levantar la vista y fijarse en el bosque más allá del campamento, notó ángeles dispersos sobre árboles, patrullando y soplando cuernos de vez en cuando; cientos de vigías se apostaban y con el sonido transmitirían advertencias, movimientos sospechosos e incluso un posible ataque. Si la Legión de los leales pretendía atacar de sorpresa, los Ofiucos estarían más que preparados para hacerles frente.

Finalmente, llegó en medio del campamento y se fijó en una tienda notablemente más grande que las demás, como correspondía al líder del ejército, tan amplia que lucía capaz de cobijar hasta una veintena de ángeles para alguna reunión importante. Se sacudió las alas y prosiguió.

   

   

Lucifer abrió los ojos y se estiró entre las mullidas mantas de la cama de paja. Rebuscó por Asteri, la creía durmiendo a su lado, pero no la encontró y supuso que se había vuelto para trabajar en el viñedo, lejos de la tensión que se respiraba en la ciudadela y el propio campamento. Se rascó el pecho y se repuso sentado. Notó el brillo tenue de las paredes de su tienda y supo que había amanecido; incluso un haz de luz, proveniente del techo, caía sutilmente sobre la mesa en donde él y sus generales habían planificado la estrategia que llevarían a cabo.

La puerta se corrió y notó cómo una hembra se agachó para entrar bajo el dintel. Cuánta fue su sorpresa al reconocer a la diosa Iris. Por un lado, no era de extrañar que llegara campante en medio del campamento. El Arcángel Miguel no paraba de cantar sus alabanzas por aquella que los ayudaría a exterminar a los hacedores. Pero, por el otro, no comprendía por qué se atrevió a hacerlo. Su sola presencia, de ser descubierta por los leales, revelaría su condición de rebelde.

—Todo lo que hice para cubrirte —dijo Lucifer como saludo—. Y aquí estás, reventándote tú misma.

Ella no hizo caso y se adentró hasta sentarse sobre la mesa, acomodándose la cabellera y fijándose en los garabatos que, seguramente, dibujaron sobre el mapa de lino durante la noche anterior. Trazos, líneas, símbolos, incluso nombres. No había duda de que los Arcángeles Gabriel y Rafael recelaran de luchar contra un ángel preparado como Protos.

—Sigo los pasos de mi hermana, querido. Espero que ser parte activa de dos bandos me ayude a comprenderla mejor.

—Si tu hermana no te confesó su traición fue porque no te tenía confianza o buscaba protegerte, no le des más vueltas. Tú y mi señor sois claves para la auténtica guerra. No os arriesguéis durante esta revuelta.

—Miguel está orgulloso de ti, Ofiuco. Tienes todo en tus manos para aplastar a los leales y, sin embargo, decides seguir la estela de un caballero blanco como él, aunque el mundo real sea más cruel de lo que anticipas. Verás, tus enemigos este día podrían ser perros a tus ojos, desorganizados si los comparas con tu ejército, pero nada les detendrá de su cometido de defender su hogar. Atacarán porque consideran digno defender los Campos Elíseos. El Trono lo ha decidido esta madrugada. Los dos Arcángeles, Gabriel y Rafael, comandarán un ejército improvisado.

Él se levantó con esfuerzo; tenía entumecido muchos músculos y se reveló desnudo cuando lanzó las mantas sobre la cama de pajas. Se acercó hasta la mesa rascándose el trasero y luego posó ambas manos sobre el mapa de los Campos Elíseos. En su mente, un escenario similar había sido predicho y por tanto no le resultó complicado recalcular de nuevo la situación. Dónde moverse, qué escuadrón adelantar, cuáles replegar. Seguro Gabriel buscaría expulsarlos hasta el río Aqueronte y, por ello, bajo la falsa premisa de estar retrocediendo, les sorprendería invocando a Leviatán y sus dragones. Entonces, rodeados, los leales o bajaban las armas o serían consumidos por el fuego.

No habría piedad, pero la demostración de poder no sería excesiva. Esa era su propuesta para contentar a las voces discordantes de su rebelión que no deseaban tantas muertes.

—Te declararon la guerra —insistió Iris—.  ¿Qué harás? ¿Seguirás con ese discurso pacificador o levantarás las armas?

—No os preocupéis por mí. Me contendré.

Iris chasqueó los labios.

—Pues yo no pienso como vuestro señor. Por mí, no te contengas. Dales de lleno y muéstrales todo tu potencial. Asegúrate de que no vuelvan a surgir leales a la causa olímpica.

Protos enarcó una ceja. Una diosa mensajera diciéndole qué hacer con su milicia; sin embargo, de todos los que le habían opinado al respecto, iba a ser Iris, la que menos soportaba, quien casara con su opinión. Se sintió tan sucio de compartir ideologías.

—¿Y qué opina mi señor al respecto de vuestra sugerencia, mi diosa?

—¿Acaso no te agrada?

—Estoy seguro que mi señor opina que esos leales solo necesitan reconsiderar su situación. Pues bien. Les daré una oportunidad de pensárselo. Si el Arcángel Gabriel está entre los comandantes, entonces será mejor que lo use a él para demostrarles a todos qué es lo que les depara a los que sigan su gran causa. Gabriel arderá bajo el fuego de Leviatán y me regodearé de sus gritos. Los demás serán prisioneros.

—¡Que no te oiga vuestro señor! Me inquietas, Ofiuco. ¿Tienes algo en contra de Gabriel?

—Fue un traidor de nuestra raza. Creía que recapacitaría tras una vida para pensarlo, pero por lo que me decís está decidido a seguir del lado equivocado.

—Quienes estamos del lado equivocado somos nosotros, querido, pero así es más divertido, ¿no? Con vuestro señor he hablado mucho durante la noche de ayer, pero la declaración de guerra surgió esta madrugada. No he podido decírselo, que habrá batalla, porque luego de la declaración me solicitaron que no me acercara a él hasta que la contienda finalizara. Verás, si antes estaba confinado en el Templo, ahora está aislado en sus aposentos sin ningún tipo de comunicación con nadie. Es lo que tiene que su más grande estrella se revele como El Caído. El Trono dice que, por mi seguridad, deberé alejarme de vuestro Arcángel. Y yo no deseo levantar más sospechas.

—Y aquí estáis en medio del campamento rebelde.

—Llámalo gajes del oficio. Alguien tenía que traerte el mensaje y advertirte, querido.

—Y venir aquí a inspeccionar.

—Desde luego, esta rebelión es mía.

—¿Tuya? Pues ya sabéis. Gabriel es mi objetivo y haré prisioneros a los que no sigan mi causa. ¿Sacáis algo en claro, mi diosa?

—Por supuesto. Un caballero blanco no me sirve. Ni siquiera uno gris como tú.

Iris se acomodó los hombros y, elevando una mano, procedió a dibujar símbolos dorados y luminiscentes en el aire. Protos entornó los ojos al verlos; era lo mismo que había hecho aquella noche que lo obligó a encamarse con ella. La miró detenidamente, como esperando comprender por qué querría volver a repetir una unión de cuerpos si era evidente que ambos no se soportaban. Cuando percibió una picazón agradable en el vientre y, casi instantáneamente, su miembro reaccionó endureciéndose orgulloso a la vista de Iris, el ángel protestó.

—¿Habéis venido para esto?

—Por favor. No lo vale.

—Pues no parecéis actuar en concordancia. Ya tengo quien me caliente la cama.

Ella ahogó una risa.

—De la misma manera que quedaste a mi merced aquella vez en tu casona, manipulando tus deseos, también puedo manipularte de formas que aún no imaginas. Que no se te olvide que somos dioses por algo. Es un arte sencillo, solo necesito acercarme a la creación, en este caso tú, aunque también vale para ninfas, y acceder a tu energía vital para poder ejercer mi voluntad. Aquella vez encendí el deseo del varón en tu cuerpo. Ahora, por ejemplo, podría…  —terminó de garabatear y lo miró divertida—. Ahora ya no te puedes erguir.

Protos cayó al perder las fuerzas de sus piernas, que le abandonaron tan pronto la diosa lo anunció. Se sujetó como pudo de la mesa, pero no le dio tiempo y quedó postrado en el suelo con los ojos abiertos cuanto era posible. Echó la vista hacia atrás y miró de reojo su espada, guardada en su vaina cerca de la cama, y volvió a fijarse en la diosa. Su arma estaba demasiado lejos, tal vez si usara sus alas para impulsarse…

—¡Y ahora las alas!         

Más garabatos dorados y, como si fueran dos mantas, las alas del Ofiuco cayeron suavemente sobre su espalda, incapaces de reaccionar. Cuánta desesperación sintió Lucifer al saberse tan expuesto, tan torpe. Iris podría matarlo y él no podría hacer absolutamente nada para detenerla. Por un momento, sintió de nuevo ese miedo a los dioses que tuviera antaño. Se agarró de una de las sillas e intentó reponerse.

—¿Qué diantres queréis?

—¡Hablas demasiado! 

Otros garabatos más, estos breves, y el ángel perdió su capacidad de habla. Iris se levantó de la mesa como si fuera una niña divertida, garabateando más y más entre elegantes pasos de baile hasta el punto que la tienda se había llenado de brillantes dibujos dorados que, de seguro, eran percibidos desde afuera como si cientos de velas resplandecieran. Cayó el ángel convertido en poco más que un vegetal, aunque con una notable erección todavía presente. Ojalá que alguien entrara a la tienda para echar un vistazo y así poder salvarlo, rogó un desesperado Lucifer. Pero, y si alguien entrara, ¿qué haría al ver Iris comportándose de aquella manera? Conociéndola, y aprovechando que estaba en cierta forma amordazado, probablemente ella inventaría alguna supuesta orden venida del propio Arcángel Miguel. Y la creerían…

Agarrándolo de los brazos, la diosa arrastró el cuerpo inerte del mariscal hasta la cama de pajas. No fue una tarea excesivamente complicada, dado que los ángeles eran livianos en comparación a los dioses. Sintió algo de pena que la más brillante estrella de su amado terminara así, pero no estaba por la labor de permitir que el Ofiuco se adueñara del ejército. Sus sueños de un reino libre apeligraban con él en medio. Temía por la vida del Arcángel Miguel y también por la de ella misma, pues en el muro neblinoso ya fue objeto de la mirada furiosa del varón.

Divertida, desenvainó una daga escondida en su bota y se acostó sobre Protos, restregándose sobre él y manoseando grácilmente del cuerpo definido de guerrero. Se preguntó quién sería la hembra o hembras que gozaran de él. Como fuera, la primera y última en probarlo sería ella y eso le parecía suficiente. Trazó una línea sangrienta sobre su pecho y lo miró, inerte, inexpresivo, incapaz del más mínimo gruñido, en tanto se acomodó para que la carne enhiesta ocupara su interior, que lo recibía con inusitada humedad. Sexo y muerte acariciándose entre destellos luminosos. Se recreó más de la cuenta en tanto sus garabatos brillaban de intensidad, como si la acompañaran en su éxtasis; por un instante, la tienda se iluminó como si guareciera todo un sol.

Finalmente, se detuvo, sintiéndose cómo su interior se acomodaba al paso de la carne, y le acarició en su herida.  

—A partir de ahora, yo comandaré a los Ofiucos. Miguel y yo estamos agradecido por tus servicios, pero él reclama a su ejército. Desde este momento, su más brillante estrella seré yo.

Entonces la filosa hoja atravesó el pecho, abriéndose paso violentamente a través de la carne. La sangre corrió abundante y se roció un par de veces por el rostro de la aún excitada diosa y el inexpresivo mariscal, quien no era más que un observador impotente de los acontecimientos. No consiguió ni el más mínimo parpadeo y por tanto su visión se tornó roja, espesa y borrosa.

Lucifer pensó que su muerte era indolora, tal vez como regalo de despedida. Porque, de hecho, era incapaz de sentir dolor alguno, aunque el ardor producido por la daga sobre su pecho estaba más que presente. Como si su cuerpo fuera poco a poco más controlable, consiguió mover los dedos y, con más esfuerzo, movió el cuello y luego parpadeó para aclarar un poco la vista. Cuando notó la afilada hoja de acero atravesando el pecho de la diosa, se preguntó quién había sido el bastardo que lo salvó de una muerte segura.

La espada se agitó con saña, causando un gruñido de dolor de Iris. En un intento en vano de detener los movimientos, sostuvo con sus manos desnuda la hoja, aunque solo consiguió rasgarse los dedos debido a la fuerza con la que apretó. Ojalá pudiera girarse y mirar a su ejecutor. ¿Quién osaba de matarla de manera tan rastrera? ¿Quién terminaba sus sueños de venganza y de un largo reinado en brazos del ángel del que cayó enamorada? ¿Quién? ¿Quién había sido el perro?

Dio un manotazo desesperado hacia atrás y le agarró la cabellera del verdugo, aunque no tuvo fuerza de arrancársela. Sin embargo, sí vio volver su mano con un par de largos pelos rubios enroscados entre sus dedos ensangrentados. Y la diosa, en los segundos que precedieron a su muerte, oyó la voz de su verdugo.

Su asesina.

—¡Siente la hoja! ¡Siéntela!

Asteri lo dijo con saña y, de hecho, agitaba la hoja a cada frase; tenía el ceño fruncido y la ira se había apoderado de quien fuera la amorosa hembra de voz hermosa, ahora irreconocible bajo las luces incandescentes de los garabatos dorados, que acrecentaban la ferocidad de su mirada.  

La diosa intentó preguntar algo, apenas la conocía, pero se ahogaba de su propia sangre y no fue capaz de armar una sola palabra.

—¡Pertenecía a Fobos! —fulminó Asteri, revolviendo la hoja y causando los últimos espasmos de dolor.

La diosa murió cayendo inerte sobre la cama empapada de abundante sangre. A Asteri las manos le temblaban, pero logró retirar la espada luego de un par de intentos, pues se atascó en las entrañas y huesos un par de veces. Tan ensimismada estaba de lo que acababa de hacer, que ni siquiera notó cómo los símbolos dorados que flotaban luminiscentes fueron apagándose y desapareciendo, como hielo derritiéndose en el aire.

La amante de Lucifer se abrazó a sí misma, llevándose consigo, entre sus pechos, la espada ensangrentada de Fobos. Se la regaló para que pudiera defenderse, pero no pensaba que la usaría para sesgar a una diosa. Ella, un ángel que se había declarado neutral, ahora había sacudido los cimentos tanto de la rebelión como los de los leales, pero no le importaba en lo más mínimo. Solo había cumplido su palabra, su amenaza, de que si alguien osara de poner mano sobre su amado sufriría su furia.

Dio un respingo cuando sintió las manos de Protos acariciándole los hombros, en claro tacto consolador, que luego fue bajando hasta llegar a la empuñadura de la espada. Era bueno saber que su amante había recuperado la movilidad de su cuerpo porque allá afuera habría un montón de soldados con muchas preguntas y Asteri no deseaba confrontar nada de ello.  

Protos insistió en quitarle el arma de las manos, pero ella se apretó con la espada y meneó la cabeza.

—Arruiné tu rebelión.

—Nos salvaste de una traidora.

—Pretendió matarte. ¿En verdad la mandó el Arcángel?

Él apretó los labios. Protos oyó claramente a la diosa confesárselo, pero le costaba creer que el Arcángel Miguel quisiera desecharlo tal herramienta. Eso era lo que hacían los hacedores, no ellos. Era cierto que la última vez que se vio con su líder, a los pies del muro neblinoso, habían surgido chispas entre ambos y la despedida no tuvo la camaradería de antaño. Y luego, diez soles sin verse, él moviendo los hilos de su ejército mientras Miguel era forzado a encerrarse en sus aposentos. Tal vez Iris, tal serpiente venenosa, escupió bilis durante todo ese tiempo y consiguió convencerlo de que su mariscal era una amenaza.

Meneó la cabeza para quitarse esos pensamientos. El Arcángel era su maestro, jamás lo traicionaría. No obstante, Asteri, con mirada perdida, atinó a preguntarle.

—¿Has visto su aura?

—¿De Iris? No he tenido tiempo.

—Pues yo sí.

La hembra volvió a girarse para mirar el cuerpo de la diosa. Pero, inerte, ya no expedía luz alguna, ni mucho menos sus sombras. Jamás había visto algo como lo que Iris cargaba: tantas oscuridades, tantos yerros que le pesaban sobre el alma. La hembra tragó saliva y finalmente miró a Protos.

—Ella y el Arcángel son amantes. Compartieron lecho decenas de veces. Dime tú si sigues confiando en tu maestro, porque yo no.

Protos abrió los ojos cuanto pudo al oír la revelación e incluso observó a la diosa, como si aún fuese posible verle sus secretos en el aura; sintió cómo la sangre parecía hervirle de la rabia. Allá afuera pronto iniciaría una guerra contra los leales y él ya no estaba por la labor de defender los ideales de un Arcángel que, a tenor de lo visto, tenía intenciones de asesinarlo. Se levantó abruptamente y miró sus manos rociadas de sangre. Debía salir y convencer al ejército de que siguieran sus pasos y no los de un Arcángel que, en los días que los rebeldes morían a manos de los Dominios, se la pasaba fornicando con Iris.

—¿Estás segura?

Ella asintió con ojos húmedos.

Para el Caído, el Arcángel había muerto. Había sido enviciado por la diosa cuyos verdaderos planes nunca logró dilucidar por más que le mirase al alma. Al cuerno con los planes sutiles, se dijo a sí mismo; era momento de dar un golpe tan fuerte que los ángeles leales no se atreverían a levantarse más. 

   

   

De cara a la ciudadela, el Arcángel Miguel se sentó sobre el borde de la baranda de su balcón y miró divertido a los tres Dominios que lo vigilaban celosamente, uno que lo aguardaba en el mismo balcón, a un costado, y los otros dos gravitando en el aire cerca de él. Probablemente, había más, pero no los veía. Entonces observó el horizonte bello, poblado de miles de casonas, entre estatuas y arboledas, y se tranquilizó de que no hubiera indicios de ninguna guerra. Protos podría ser temerario, pero también era hábil con las palabras y ser capaz, con ello, de guiar ejércitos, de convencer voluntades, bien que lo sabía él. Tal vez Gabriel y Rafael evitarían el enfrentamiento ofreciéndose antes a alguna negociación; sería lo más sensato.

Deseó que ojalá Iris volviera de donde fuera que había ido, porque necesitaba estar informado sobre el día tan importante como aquel, aunque era difícil saber si ahora le permitirían estar a solas. Rio imaginando hacer el amor a la vista de los Dominios; si algo así no los asustaba, es que eran caso perdido.

Capturó un hilo rebelde de su túnica y lo tensó entre los dedos; sabía que Protos estaba en una situación difícil y que, si no conseguía el armisticio, no quedaría más remedio que el temido enfrentamiento. El derramamiento de sangre de hermanos. No lo culparía, pero deseaba saber que su alumno buscaría la paz hasta las últimas consecuencias. Si no, la demostración de fuerza y ferocidad se volvía necesaria, pero solo dentro de un límite. Deseó ir junto a él y compartir ambos la carga del ejército, compartir el peso que acarrean las decisiones.  

Notó de reojo una sombra cruzar cerca de él e, inesperadamente, oyó el silbido de un objeto cortando el aire. Extendió las alas y se volvió de un salto; los tres Dominios desenvainaron sus espadas pues creyeron que intentaba escapar, pero todo quedó opacado cuando una lanza negra se estrelló contra las barandas del balcón, destruyéndolas y levantando al aire una intensa polvareda y pedazos de mármol.

El Arcángel dio una potente aleteada para dispersar el polvo; intentó localizar a quien osó de atacarlo, pero ya no había nada en el cielo. Tal vez se había escondido entre las calles de la ciudadela o incluso entre las nubes. Miró la lanza clavada y entornó los ojos al notar una bolsa de lino ataviada a la empuñadura. Los Dominios, por su parte, deseaban perseguir al atrevido y desconocido incursor, pero la orden de vigilar al Arcángel era más importante, por lo que solo envainaron sus espadas y vieron a Miguel acercarse al arma.

Este se horrorizó cuando agarró la bolsa y la percibió ensangrentada. Al desatarla de la lanza y ver su contenido, se desplomó de rodillas y perdió control de sus manos, que dejaron caer la bolsa abierta. Los Dominios abrieron los ojos tanto les fue posible cuando, por el suelo, vieron rodar la cabeza de la diosa Iris dejando un trazo de sangre en su paso. Uno de ellos se acuclilló para sostenerla y, corriendo los mechones pelirrojos de la diosa, notó un mensaje escrito con símbolos hecatónquiros sobre la frente con alguna suerte de objeto filoso.

“No hay libertad sin sufrimiento”.

Cuando el Arcángel levantó la vista, vio fuego y destrucción adornando la otrora pacífica ciudadela. Caían construcciones, casas y estatuas al paso de una ola de fuego de al menos veinte ángeles de alto y cuyo origen no fue capaz de adivinar. Creyó estar alucinando hasta que el sinsabor cayó de las nubes; vio dragones descender y lanzar llamaradas hasta el punto que todo el horizonte pareció estar hecho de fuego; vio ángeles montándolos, comandándolos en un ataque feroz e inmisericorde sobre lo que parecía ser la resistencia de los desprevenidos leales. A sus oídos llegaron hoscos gritos de horror e incluso notas de cuernos rebotando por doquier; Ofiucos repartiendo claramente la orden de buscar y destruir; leales intentando advertir la llegada inesperada de los enemigos. No habría negociones y si Gabriel y Rafael tenían alguna estrategia en mente, seguramente todo caería en agua de borrajas ante el evidente poderío de Protos.

¿Cómo fue posible que su más brillante estrella decidió aquello tan horroroso? Apretó los puños hasta que los nudillos dolieron y sus ojos ardieron hasta humedecerse. Tal vez su amada diosa tuvo razón y él se vio cegado por el brillo de su alumno, quien, sin saberlo, fue poco a poco consumido por el poder y su deseo de venganza contra los dioses. Tanto, que hasta el odio le oscureció el corazón.

Sostuvo la cabeza decapitada y la apretó contra su pecho; cerró los ojos y gritó de rabia contenida hasta el punto que los Dominios se asustaron de verle esa reacción. En el fondo, era solo un niño al que le arrancaron su más preciada pertenencia. Un niño al que le costaba comprender los motivos de tamaña barbarie.

Entonces, silencio. No oyó nada más que los recuerdos de susurros de su amada que, la noche anterior, hizo lo posible por advertirle la cruda realidad que se avecinaba. Abrió los ojos y ya no guardó dudas sobre qué hacer. La guerra había comenzado y el Arcángel Miguel, abruptamente, tomó una decisión.

   

 Continuará.

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