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Destructo IV, El Ofiuco

en Grandes Series

Guía de lectura y personajes de Destructo IV

 

I

Sentado al borde de una colina, Protos alzó los brazos y gruñó de gusto. La brisa fresca le resultaba tan agradable que las plumas de las alas se le erizaron al sentirse acariciadas; una pena, pensó, que no trajera consigo buenos augurios. Se rascó la rubia melena en tanto farfullaba sobre sus dos compañeros que, desde hacía rato, no volvían para reportarse. Se preguntó si Cassiel y Ascenso estaban tomando la importante misión que les encomendara el Arcángel Miguel como un mero divertimento o excusa para escapar de la rutina de los Campos Elíseos y así recorrer el exótico mundo que en un futuro serviría como reino de los humanos, llamado Rodinia.

Le incomodaba la sospecha de que sus compañeros estarían tomando su propia condición de Mariscal como algo anecdótico, considerando que eran amigos desde que fueran creados, y esa informalidad podrían estar llevándola durante sus misiones de patrullaje. Si no volvían pronto, se encargaría de reportárselo al Arcángel y no saldrían del reino de los cielos por un buen tiempo.

Agarró una piedrecilla y la arrojó hacia el horizonte.

—¿Tú qué opinas?

Hiperión no respondió. No iba a hacerlo. De todos modos, si el fallecido Titán lo hiciera probablemente a Protos se le caerían las alas del susto. Y es que la colina desde donde divagaba no era realmente tal, a veces le costaba a él mismo discernirlo, sino la nariz del gigantesco cadáver del Titán Hiperión.

Era tan inmenso que, cuando levantó la vista, todo el horizonte era ocupado por el torso, cintura y piernas del cadáver; de piel pedregosa con varias tonalidades grises, tumbado sobre la planicie como si en realidad estuviese descansando tras un largo día de trabajo. Se preguntó cómo era posible que algo de semejante tamaño pudiera moverse; tenía que haber sido un espectáculo digno de observar. Cientos de estrías se habrían paso a través de él, por el pecho, las costillas, el lejano vientre; allí se hacían paso hierbas y arbustos, incluso algún que otro árbol. Con el tiempo, quedaría escondido o confundido por una cordillera. En la distancia solo la pierna izquierda se observaba, doblada, en tanto que la otra estaba extendida y solo se percibían los dedos del pie, emborronados por la lejanía. Era como si el Titán, luego de caer del cielo derrotado por los dragones, aún quisiese levantarse para dar lucha.

A veces, Protos observaba los demás cadáveres dispersos en otros puntos de Rodinia: Gaia, Cronos o Rea, y se preguntaba cómo habría sido convivir con ellos. Si sentiría lo que una hormiga experimenta al verlo a él. Ni siquiera el mariscal, nada más y nada menos que el primer ángel creado por los dioses, había conocido a los Titanes. Sí estaba al tanto, él y toda la Legión, acerca de la guerra que los exterminó: los Titanes amoldaron Rodinia por orden de los hacedores de manera que la futura humanidad pudiera habitarla con comodidad. Gaia distribuía las tierras y bosques. Mnemósine los mares y lagos. Hiperión aconsejaba dónde trabajar y qué montes o mares mover. Que el mundo fuese una tierra de características heterogéneas, pero cómoda y fértil en donde los mortales se reprodujesen.

El problema surgió, aparentemente, por codicia: un día, los constructores decidieron que no entregarían Rodinia para que la reinasen seres débiles y cuya vida fuese tan exigua en el tiempo. Así estalló la Titanomaquia; la guerra entre los dioses y los titanes.

Un dragón cruzó el sol y Protos lo notó cuando lo ensombreció encima. Parecía negro, pero sus escamas y cuernos debían ser brillantes pues reflejaban vivamente la luz. Sabía que los dragones habían sido creados como respuesta a la declaración de guerra, pues los dioses no parecían ser de aquellos que empuñaran espadas y ensuciaran sus túnicas con sangre y vísceras. De hecho, nunca los había visto abandonar sus aposentos, un pomposo castillo en la cima del Olimpo, el monte más alto de Rodinia.

El ángel se rascó la mejilla al oír el rugido de la bestia pues supo que fue un insulto dirigido a él mismo: “¡La cara de este!”, rugió en cargante lengua dragontina. “¡Para que digan que los dioses no tienen sentido del humor!”. El dragón finalizó expulsando, de su nariz, dos largas estelas de fuego, señal de carcajada. Protos se había cansado de oír las advertencias del Arcángel Miguel, que no importara qué insulto profesaran los dragones, estos tan dados a vociferarlos, lo mejor sería hacer caso omiso. Pero poca solución había para alguien como él, especialmente orgulloso y con la sangre que le hervía con facilidad. Se levantó con el ceño fruncido y agitó un puño al aire.

 —¡Dímelo de frente, cornamentas!

El dragón soltó un rugiente “¡No lo vales!” antes de perderse entre las nubes. Protos hizo un ademán y volvió a sentarse con gesto torcido. Pero, qué actitud tan pueril de parte de aquella bestia, pensó frunciendo los labios. Y se pensaría que lo iba a afectar a él, todo un Mariscal, cargo honrado por el mismísimo Arcángel. Imposible perder los estribos por culpa de un par de rugidos desagradables. Se cruzó de brazos y tamborileó tratando de enfocarse en otro asunto. Pero fue pensar en sus ausentes compañeros y empeorar la situación; ya eran varios los que estaban menospreciándolo y en su interior surgió un fuego. Clavó su espada en la nariz del Titán y, extendiendo las alas, persiguió al infame dragón; no dejaría que ese montón de cuernos se quedara con el último insulto.

En verdad que los dragones eran bestias indómitas y desagradables, pensó el ángel cruzando las nubes con velocidad, pero no suponían una amenaza para nadie. Una presencia incómoda y poco más. Exterminaron a los Titanes porque era el cometido que debían cumplir; fueron creados como bestias de caza tan violentas como inteligentes, aunque fue justamente esa naturaleza la que los volvía imposible de domar incluso para los dioses que los crearon. Una vez que la amenaza de los Titanes hubiera acabado con la muerte de Hiperión, el último de los suyos que aún vivía, los dragones se convirtieron en bestias que no se debían a ningún amo y que merodeaban el mundo rugiendo violentamente a quien osara de cruzarse en su camino.

A esa altura, la ventisca era tan fuerte que parecía chillarle al oído; azotaba su rostro y casi deformaba sus alas, peor aún con el frío acuchillándole todo el cuerpo, pero tras la estela del dragón logró escudarse del viento. Consiguió acercarse y agarrarle un cuerno grueso de los tantos que sobresalían en su larga cola; la bestia se zarandeó al sentirlo, pero el ángel se había sujetado bien.

—¡Qué lento eres!... —con esfuerzo postrero, Protos escaló y avanzó mediante los cuernos de la cola, incontables como espinas de puercoespín—. ¡Así que eras un dragón!... Que me lleven los dioses, estás tan gordo que pensé que un titán aún vivía...

La bestia pareció dar un respingo, aunque el grueso gruñido fue más evidente. Recordó, abruptamente, cómo esa mañana se había dado un festín con las cenizas de un bosque y su fauna, más hacia el norte, y con el estómago repleto y el cuerpo entumecido cayó en la cuenta de que el ángel le había soltado una ofensa tan dura como certera. Como un buen dragón…

Volvió a agitarse, pero poco efecto hacía pues el ágil Protos seguía escalando rumbo al lomo. Aquello enfureció aún más a la bestia pues acrecentaba el insulto de ser rollizo y poco ágil. Las escamas le hervían de rabia con idéntica facilidad que el ángel. Él era Leviatán, se repitió con un gruñido de rabia, el líder de la Legión dragontina y más letal bestia sobre Rodinia; un simple emplumado no podría avergonzarlo de esa manera.  

El ángel no logró sujetarse del siguiente cuerno y, resbalándose, cayó; el dragón aprovechó el blanco y estampó un latigazo con su cola, dándole de lleno a Protos de manera que este cayó del cielo como un cometa en dirección del océano. El ángel habría considerado volver a por la bestia, pero desde el momento que la cola se estrelló contra la sien solo vio oscuridad. Ni siquiera sintió el impacto contra el océano, tan fuerte que levantó el agua hasta una altura considerable.

Leviatán expulsó dos largas estelas de fuego de su nariz al ver cómo desapareció bajo el agua agitada. Valiente atrevido, pensó suspendido entre las nubes.

   

   

El Arcángel Miguel se inclinó sobre su trono y miró a la diosa Iris, como esperando que le volviera a confirmar la orden que había traído directo del Olimpo. En cambio, la muchacha de larga cabellera rojiza y ensortijada paseaba por los aposentos sin prestarle mayor atención, silbando y pasando la mano por el cortinado, las decoraciones o los sillones. Comprobaba la textura y finura con la que los ángeles confeccionaban. Le agradaba. Iris pensó que no sería mala idea llevarse a un par de obreros para que le redecorasen sus propios aposentos, incluso que le confeccionaran una nueva túnica, pero sería complicado llevárselos pues en el Monte Olimpo solo permitían entrada a dioses y ninfas.

Luego agarró una jarra de plata sobre una mesa y, cerrando los ojos, absorbió el aroma del vino que lo contenía. Se estremeció; la bebida se lo habían prohibido los olímpicos siempre que estuviera en cumplimento con su deber como mensajera. Pero el aroma le llenó los pulmones y la boca se le hizo agua sin darse cuenta. Apretando el recipiente, pensó que, en los Campos Elíseos, tan lejos de casa, nadie tendría forma de controlarla.

Miró al Arcángel y este parecía engullido en sus pensamientos.

—¿Y bien, querido?  

Él meneó la cabeza.

—No es conmigo con quien deberías hablar.

—¿Ah? ¿Acaso hay alguien con mayor rango que tú?

—Me incomoda decirte una obviedad, pero si allá abajo aún hay una Titánide escondida, no es una legión de ángeles la que debería lidiar con el problema.

Iris recostó la espalda por una de las gruesas columna de mármol y sostuvo la jarra entre sus finos dedos. Solo pensaba en el vino. Pensó en pedirle permiso al Arcángel para beber, pero recordó que no podría importarle menos lo que él pensase o dispusiese. Si quisiera, el millón de ángeles de la Legión se arrodillarían ante ella para besar sus pies. Cerró los ojos y sonrió al imaginarse la situación. Otro asunto sería la reprimenda que se ganaría al volver al Olimpo por abusar de su estatus...  

—No deseo negarme a vuestro deseo —prosiguió el Arcángel—. Pero, ¿quién más podría acabar con un Titán?

—Ya veo a dónde quieres ir, pero no hablo con dragones. No son el tipo de criaturas con las que puedes sentarte a charlar. 

—Deberías y te darías una sorpresa. Algunos aquí han hecho amistad con ellos.

—¿Y cómo os habéis ganado el corazón de tan nobles bestias? ¿Os ponéis a eructar y rascarse las alas mutuamente?  

—Ayuda que tengamos algo como las alas en común, mi diosa. Todo se hace fácil cuando ves el mundo desde una misma perspectiva. De todos los hacedores, tú eres la que más debería saberlo.

Iris dobló las puntas de sus alas. Se hizo con una copa y finalmente sorbió un trago; gimió de gusto y pensó que los viñedos de los Campos Elíseos no tenían nada que envidiar al del Olimpo. Era verdad que ella se trataba de la única diosa con alas y era por aquel detalle que fungía como mensajera entre el Olimpo y el reino angélico. Las suyas eran algo más cortas, eso sí, sobrepasando solo un poco la cintura y con algunas plumas con puntas doradas, cuando en la Legión era usual que las alas llegasen hasta detrás de las rodillas y prácticamente irradiasen de blanco. 

—Paso —dijo ella—. Prefiero no comunicarme con gruñidos y rugidos. Heme aquí. ¿Por qué crees?

—Porque necesitáis de alguien que obedezca.

La diosa volvió a dar otro sorbo. Ocultó su sorpresa al percibir un tono distinto en la respuesta del Arcángel. Era como si hubiese cierto deje de indignación en las palabras, pues la realidad dictaba que los ángeles no tenían más opción que acatar cualquier deseo de los dioses. Los hacedores habían aprendido la lección cuando crearon a los titanes y posteriormente a los dragones; por ello, decidieron a conciencia que su siguiente creación sería más comedida, obediente, carente de emociones y deseos. Carente de libertades sería más controlable. Así los ángeles no experimentarían el amor y la libertad, motor de rebeliones por excelencia.

Iris se preguntó si, acaso, el Arcángel era consciente de ese hecho. De que la Legión carecía de “ese algo invisible” entre la carne y el alma, que les habían arrancado, llámese potestades, amor, libre albedrío. Si el Arcángel pareciera darse cuenta de ello, sería mejor corregirlo o los dioses se lamentarían de crear una legión de un millón de ángeles tan rebeldes como los extintos Titanes.

—No sois esclavos. Tenéis tierras propias y aquí se hace lo que vosotros deseáis —levantó la copa—. Y hacéis las cosas muy bien. Por ende, se espera que cumpláis con creces vuestro cometido de servir.

Él terminó suspirando.  

—No hace falta que me convenzas. Lo mejor será que hables con los Ofiucos.  

—¿Ah?

—Mis ángeles. Los seleccioné como cazadores de alimañas de Rodinia.

Iris volvió a beber. Rodinia, libre de la amenaza de los Titanes, aún no era considerada apta para la habitabilidad de seres humanos. En un último intento de incordiar a los dioses, los Titanes arrojaron distintas plagas sobre la tierra: alimañas similares a las serpientes en forma, aunque más voluminosas y violentas, que se camuflaban en la flora o incluso el mar para atacar a lo que fuera que se les acercara. Eran lo suficientemente pequeñas como para no considerarse importante para los dragones, pero lo bastante molestas como para detener los planes de los dioses, quienes sencillamente no podían crear a los seres humanos hasta que la plaga fuera destruida.

El Arcángel se había hecho cargo de su exterminio. Organizó un escuadrón de diez mil ángeles que, a cada amanecer, descendían de los Campos Elíseos hasta Rodinia para realizar misiones de patrullaje y cacería. Eran sus soldados de élite, la más poderosa rama militar del reino. Fue Protos, el mariscal del escuadrón y su pupilo más allegado, quien nombró a los suyos como los “Ofiucos”. Los cazadores de serpientes.

—Tienes dos opciones —prosiguió él—. Puedes bajar a Rodinia y buscar a Protos. Su escuadrón está cazando en los alrededores del cadáver de Hiperión. O, si lo deseas, puedes esperarlo aquí. Regresan cada anochecer. La ciudadela está en pleno proceso de construcción, pero me aseguraré de buscarte una vivienda cómoda. Honrarías a los Campos Elíseos con tu estadía, mi diosa.

Iris enarcó una ceja. No permitiría que un mísero ángel le dictase qué hacer.

—¿Por qué no me traes a este Mariscal vuestro y dejas de hacerme perder el tiempo?

El Arcángel se acomodó en el trono y agarró un hilo rebelde de su toga, tensándolo con sus dedos. Le respondió sin mirarla.

—No soy yo quien está rompiendo la orden de no beber durante una misión. Me odiaría si te descubrieran.

Iris dio un respingo. Miró la jarra de plata y al Arcángel de manera intermitente. Se preguntó si todo estaba preparado por él desde un principio, pues su vicio por la bebida no era precisamente un secreto. Una diosa orgullosa mandada por un mísero ángel que parecía saber más de lo que aparentaba. Se sintió incómoda en presencia de él y su amenaza velada de reportarla; si fuera por ella, lo mandaría a ejecutar, pero no tenía tanto poder en el Olimpo como para que su incomodidad fuese de importancia.

—¿Soy yo o siempre fuiste así de perro?

   

   

El sol estaba en lo alto del cielo cuando los dos generales de los Ofiucos, Cassiel y Ascenso, observaron boquiabiertos como el mismísimo dragón Leviatán descendía en la orilla del mar Egeo a pocos pasos de ambos. Ascenso era notablemente alto y de larga cabellera azabache, de semblante serio y una espada refulgente envainada en su fajín. Su cargo como general lo llevaba con orgullo y formalidad que contrastaba con Cassiel, un arquero cuya expresión despreocupada indicaba que no podría importarle menos su estatus. Este lo pensaba como un curioso agregado resultante de ser amigo cercano del mariscal, y aunque a veces se incomodaba de ser un mandamás, no iba a mostrar desprecio a un puesto significativo en la rama militar del reino.

Las escamas del dragón estaban empapadas y la bestia se sacudió, salpicando a ambos en el proceso; en su boca, entre los colmillos, tenía aprisionado a un desfallecido Protos. Cuando Cassiel reconoció a su mariscal, empalideció y retrocedió varios pasos, llevando la mano hacia atrás para cerrarla en su arco atado a la espalda, por si acaso, pero fue Ascenso quien valientemente desenvainó su espada y apuntó al dragón.

—¡En nombre de los dioses, te ordeno que sueltes el cadáver!

—¡A-apuntarlo con una espada no es la idea más brillante, Ascenso!   

—¿Y qué sugieres? ¿Dejar que se pavonee con el cadáver de nuestro mariscal?

—Mejor que lo haga con un cuerpo que luego con dos más…

Leviatán gruñó y escupió el cuerpo a los pies de los dos ángeles, que se estampó sobre la arena inerte como un saco de piedras. Extendió las enormes alas y alzó vuelo, levantando a su alrededor una gruesa neblina de arena. Cassiel estalló en toses, pero Ascenso, pese a verse cegado, dio espadazos al aire en tanto reclamaba al dragón que se quedara para luchar. Para cuando el ángel recuperó algo de visibilidad, la bestia ya se encontraba en lo alto del cielo, perdiéndose entre las nubes y sin emitir ningún tipo de rugido que aclarase la situación.  

Envainó su espada y se acercó al cuerpo de Protos. A decir verdad, no parecía haber sido víctima de un ataque: inspeccionó y no encontró rastro de sangre ni de mordiscos. Enarcó una ceja. Su mariscal no solo estaba empapado con una extraña mezcla de agua y saliva de dragón, sino que lo descubrió con la mirada perdida en el cielo. Respiraba, estaba vivo; se tranquilizó.

—¿Mariscal?

Protos no dedicó la más mínima atención. Cassiel, por su lado, se acercó y se sujetó de las rodillas para comprobar el estado de su amigo; lo pensaba como tal antes que a un superior. De hecho, le costaba tratarlo como a un mariscal, considerando que tenían por costumbre mear juntos a orillas del Río Aqueronte.  

—Pero, ¿a ti que bicho te picó…?

—Tu lenguaje —reclamó Ascenso.  

—Sí, sí… ¿A usted qué bicho le ha picado, mi mariscal?  

Con una cara del rostro cubierta de arena, Protos se repuso sentado y miró a sus dos amigos. Se irguió lentamente, como si cada músculo del cuerpo estuviese entumecido, y fue sacudiéndose la arena de la túnica y plumas. Gruñendo, caminó en círculo, estirando brazos y alas, ladeando el cuello. Cuando Ascenso volvió a inquirirle, Protos se giró para mirarlo mejor.

—¿Ascenso…? —Protos entornó los ojos—. ¿Eres tú?

—Mariscal —asintió el ángel—. ¿Ha luchado contra el dragón?

—No. Contra él no. No he luchado contra nadie.  

—¿Y entonces? —inquirió Cassiel—. Luces como si ha trascendido hasta el infinito. O como alguien que ha bebido orina de dragón.

Protos miró a Cassiel y dio un respingo al reconocerlo. Lentamente, el rostro del mariscal adquirió un tono burlón y esbozó una sonrisa. Cassiel dobló las puntas de sus alas y se sintió abruptamente avergonzado de sí mismo. Y ni siquiera sabía por qué. Se rascó la nuca y reclamó a Protos con voz cortante.

—¿Y esa cara? ¿Por q…? ¿Por qué me miras…? Pero, ¡a ti qué porra te pasa!

—¡Por los dioses! —exclamó Ascenso—. ¡Esa lengua tuya!

—¿Qué quieres que haga si el papillero me está poniendo nervioso?

—¡Este “papillero” es nuestro mariscal!

Protos se sujetó de las rodillas y aspiró tanto aire pudo de una bocanada. Meneó la cabeza con energía. Miró de nuevo a sus amigos y respondió jadeante.

—Cassiel... Ascenso… Yo… ¡Yo os conozco!

—Bien por ti, tú estás cada más irreconocible. Voy a sugerir al resto que se alejen del Egeo, a ver si lo tuyo es cosa del agua…

Protos se rascó la cabellera sin prestar atención al violento coscorrón de Ascenso a Cassiel. Aún intentaba asimilar lo que le había sucedido luego de hundirse en el mar. Lo que había visto, vivido y experimentado pareció ser más bien un sueño. Resultaba difícil de confesárselo a cualquiera, incluso a sus compañeros de mayor confianza. De hecho, considerando que la cola de Leviatán le había dado de lleno en la cabeza, consideró que tal vez lo suyo solo fueran alucinaciones y que sería mejor quedarse callado. Pero Cassiel, en su usual tono socarrón, pareció acertar en algo: Protos había vivido una revelación, como la de alguien que trasciende y adquiere más conocimiento del que debería. Y era una revelación tan grande que necesitaba tiempo para asimilarla.

—¿Por qué no me ha matado? —se preguntó en voz baja.

Ascenso lo tomó del hombro. 

—¿Cómo que…? ¿Cómo que alguien pudo haberte matado? ¿Fue el dragón?

—No. Ya os los dije… Os dije que el dragón no ha hecho nada.   

—¿Entonces de quién hablas? 

Protos apretó los labios como si quisiese detenerse de seguir hablando. Ascenso lo notó y no deseó ahondar más en el asunto hasta que se encontrara mejor.

—Bien. Como general, recomiendo reunir a los demás para volver a casa. Y, como amigo, a ti te recomiendo una cama.

Protos cayó desfallecido y su rostro se estampó contra la arena ante la mirada incrédula de los dos generales. Ascenso, solícito, se agachó y lo cargó sobre sus hombros. Miró el cielo de Rodinia y no notó ni el más mínimo atisbo de alguna estrella. Era demasiado temprano, pero no podían continuar con la misión en el estado en el que se encontraba su mariscal. Algo le había atacado, estaba convencido, y quién sabía si alguien del escuadrón de los Ofiucos podría terminar igual si no tomaban las precauciones necesarias.

Luego se fijó en Cassiel, quien miraba el horizonte mientras se rascaba un ala.

—Lo llevo de vuelta. Tú ordena a los demás que volvemos.

—Ascenso…  

—¿Qué?

—¿Lo notaste?

—¿Notar qué?

—Sus ojos. ¿Acaso no lo viste? Brillaron por un momento.

—Será cosa tuya. Solo reparte la orden, Cassiel.

   

II 

Asteri era, sin dudas, la hembra más hermosa de la Legión. Su larga cabellera dorada y ensortijada, además de su cuerpo estilizado, robaba suspiros tanto de ángeles como de los dioses que visitaban los Campos Elíseos. Su personalidad encandilaba a todos y….

—Pero, ¡esos humos! —exclamó una ofuscada Dione—. ¿Y lo sueltas tan tranquila?

Zadekiel la fulminó con la mirada. Era cierto que la Querubín había solicitado oír la historia de Lucifer, pero durante la noche se le habían unido sus alumnas, Aegis y Dione, y la maestra se mostró encantada de contárselas también. En la Legión de Durandal, tan desapegados de los dioses, se sentía segura revelándosela a quien quisiese. Las tres jóvenes hembras entraron a la habitación y se sentaron sobre la cama para oírla con todos los sentidos enfocados en ella, pero a Dione le resultaba especialmente molesto escucharla edulcorando las escenas.

La maestra se inclinó y arrancó una pluma de Dione, quien torció el gesto.

 —¡Auch!

—Estoy segura que tienes historias de lo más fascinantes, Dione, sobre cómo cortabas arbustos y pelabas plátanos, ¡pero esta es la mía!

Perla, en tanto, no podría importarle menos cuánto adornara. Ya juzgaría al final. Abrazó una almohada y se inclinó hacia su maestra.  

—¿Protos? ¿Y quién es Asteri? Y la diosa. ¿Qué pasa con la diosa mensajera?  

—Pues si tus compañeras me lo permiten tal vez pueda terminar la historia y todo… 

—¡Ya! —Dione hizo una reverencia desde la cama—. Continúe, su eminencia…

   

   

Asteri era, sin dudas, la hembra más hermosa de la Legión. Su larga cabellera dorada la molestaba durante sus vuelos y usualmente se estrellaba contra las casonas de Paraisópolis. Irremediablemente, culpaba a los dueños de las casonas por construirlas en su ruta de vuelo. Era tan cascarrabias que los árboles perdían hojas a su paso…

—¡Dione! ¡Dione!

Zadekiel se abalanzó sobre su alumna y entre Aegis y Perla se esforzaron para separarlas. Con la cantidad de chillidos y risas la quietud de la noche se vio apeligrada, pero a Zadekiel no le importaba despertar a media Legión; se había vuelto una tormenta desatada que exigía castigo para la vil Dione, quien solo carcajeaba en tanto forcejeaban. “¡Parece que no iba desencaminada!”, chilló antes de que una almohada la callase.  

   

   

Asteri era una hembra común y corriente. Tenía detalles interesantes, como la rubia y larga cabellera dorada, pero no eran necesariamente el acabose en un lugar como los Campos Elíseos, poblado por más de un millón de ángeles de lo más variopintos. Pertenecía a la Legión del Arcángel Rafael, encargado de los jardines, cultivos y campos del reino. El Arcángel Gabriel, por su parte, asumía el rol como arquitecto de lo que en un futuro sería la ciudadela que llamarían Paraisópolis y que alojaría a toda la población, por lo que a sus órdenes estaban miles de obreros. La rama militar era exclusiva del Arcángel Miguel.

La rutina de Asteri consistía en ayudar a las Virtudes, ángeles cuyo rango se dedicaba la protección de la naturaleza y aprovechamiento de los campos vírgenes. De día, las asistía en los viñedos y colmenares mientras que, durante las tardes, adornaba los rincones de la ciudadela con detalles florales para que el dulce aroma desplazara el tufo a rancio, barro y humedad que naturalmente imperaba por la labor de construcción. Al ir cayendo el sol, se unía a un grupo de amigas y encendían las antorchas en las calles.

Era de noche cuando ella, elevada en el aire y murmurando una canción, encendía una antorcha anclada en un soporte metálico. A veces se elevaba aún más y comprobaba su trabajo y el de sus compañeras, viendo las luces amarillentas y pálidas centelleando donde quiera que mirase, serpenteando para todas las direcciones sobre la negrura, mientras que las más lejanas se emborronaban en la distancia como ríos luminiscentes. Pensó que los Campos Elíseos cada vez parecía un hogar en el que valdría la pena asentarse.

Agitó sus alas y se dirigió a otra antorcha.

Fue cuando notó en derredor, sobre el techo de una casona, que un ángel la observaba. Lo miró arriba abajo. Le asintió como saludo e hizo acopio de serenidad para no reírse, pues el varón estaba desprovisto de su túnica. No se incomodó de su desnudez, ni ella ni nadie de la Legión lo haría, despojados de deseos carnales como eran.

Protos había intentado conciliar el sueño desde que llegara de Rodinia, pero despertó en el momento que oyó el dulce cántico que tatareaba una hembra cerca de su casona. Pero que lo que oía parecía ser mucho más que una simple canción. Le evocaba algo difícil de entender en su cuerpo; la melodía, la voz, todo le hacía vibrar algo entre la carne y los huesos. Sin el más mínimo interés por hacerse con su túnica, salió en su búsqueda disparado como un relámpago y, al descender sobre una casona, los ojos se le iluminaron al verla suspendida en el aire. Había valido la pena, pensó él rascándose el trasero, porque la brisa era más fresca de lo que desearía.

Se sentó al borde de la azotea y la vio encender una antorcha, antes de armarse de valor para hablarle.

—Es una noche bonita.

Ella levantó la vista hacia las estrellas y respondió con aire divertido.

—A mí me parece una noche más, “mi mariscal”.

—¿Me conoces?

—Difícil no hacerlo si se habla mucho de ti. Eres Protos, mariscal de los Ofiucos.

—Estamos igual, entonces. ¿Me creerías si dijera que te conozco?  

—Complicado. No soy tan famosa como tú.

—Famoso, dices. Si tanto se habla de mí, ¿son habladurías buenas?  

Asteri se encogió de hombros como respuesta. Siguió a lo suyo sin prestarle mayor atención y encendió otra antorcha sin siquiera notar la sonrisa bobalicona que esbozó el varón.

—¿Estás mejor?

—Ahora sí.

—Pues eso se lo debe a las flores.  

—¿Qué flores?

—Las que llevamos a tu hogar. Todos hablan del accidente que tuviste en Rodinia. Las habladurías que mencioné. Dicen que tuviste una lucha. Hablan de una bestia misteriosa que te atacó y te borró la memoria… Es del tipo de habladuría que no me gusta porque solo trae inquietud. Pero bueno, las Virtudes dicen que el aroma de las flores e incienso te ayudará a apaciguar el espíritu, así que nos ordenaron a mí y mis compañeras llevar unas cuantas a tu hogar. Algo sé y me dejaron elegir las que a mi parecer tenían mejor fragancia. El lirio, las gardenias y jazmines…

Aleteó y encendió otra antorcha más. Protos la seguía con la mirada, embelesado y con la boca torpemente abierta; la repentina atracción que sentía por ella era una actitud innatural en un ángel que, como todos, fue concebido sin ningún tipo de deseo por el cuerpo; ella, por esa misma naturaleza, se veía imposibilitada de percibir nada extraño de él. 

—Estoy agradecido. ¿Cuál es tu nombre? 

—¿Y si dices que me conoces cómo es que no sabes mi nombre?  

—¡Sí…! Y no… Es complicado...

La hembra rio y, des-invocando la antorcha de la mano, descendió en la azotea junto a él. Protos se levantó para recibirla y se sintió sobrecogido al ser escrutado por su intensa mirada de ojos celestes. Le parecía tan hermosa y deseó ladearle la cabellera para verle mejor las facciones de su rostro. Asteri se recogió un mechón de la frente y finalmente le sonrió; fue solo un gesto simple de cordialidad, pero el varón torció las alas abruptamente. Como había confesado, él la conocía. Solo que ella no sabía cuánto…

—Me llamo Asteri. Y es bueno saber que las flores te pusieron bien. O casi bien…

—No fueron las flores. Oí tu canción… La oí y tuve que salir a buscarte.

—¿Qué canción?

—La que tatareabas.

—¿Esa? No es ninguna canción.

—¿Cómo es que la tatareas y no…? ¿No recuerdas?

—¿Recordar qué? Tatareo mucho, ¿y qué? Deberías ponerte algo, Protos. O continuar en la cama.

Asteri extendió las alas y se elevó para retirarse, pero él la tomó de la muñeca y quedó suspendida en el aire a la espera de una explicación. Se miraron a los ojos; se hacía más y más palpable en la mirada de él que había un deseo extraño, un algo que ella no había percibido en ningún otro miembro de la Legión; Asteri lo empezaba a notar, a sentir, pero lo consideraba perverso y se sintió repentinamente asustada.

—Tengo que volver —su voz apurada no pudo esconder su estado de ánimo.  

—¡Espera! —apretó la muñeca—. No te llamas Asteri.

La hembra abrió la boca, pero fue cerrándola lentamente cuando percibió una pequeña luz surgir de los ojos del varón. No cabía duda, pensó ella, que lo que fuera que le sucedió en Rodinia lo había enfermado. Se preguntó si simples flores serían suficiente para curarle.  

—Si no me sueltas, te reportaré al Arcángel.

De un manotazo se soltó del agarre, pero Protos ya no tenía el más mínimo deseo de retenerla. La conocía, estaba convencido, a pesar de que ella lo negara. Su verdadero nombre lo tenía en la punta de la lengua, pero no lograba el chispazo necesario para recordarlo. Viendo la indiferencia de la hembra y al percibir ese miedo en sus ojos celestes del cual se supo responsable, pensó en desistir. No valía la pena si la terminaba espantando.

Asteri se alejó. Protos meneó la cabeza luchando por acomodar sus propios pensamientos. Cayó en la cuenta de que en la Legión había tantos ángeles que tardaría quién sabe cuánto tiempo en volver a encontrarla. Levantó vuelo y descendió sobre otra casona a pocas aleteadas de distancia de ella.  

—¡Espera! ¡Tú nunca…! ¡A ti nunca te gustaron las flores!

Asteri se detuvo suspendida. No se giró para verlo, sino que se fijó en las luces parpadeantes de la ciudadela.

—¿Qué has dicho?

—¡Ya lo oíste! ¿Ahora sabes de lirios y jazmines? Por favor, ¡las detestabas! ¡Sobre todo las flores priscinas!

—¿Flores…? ¡No existe algo llamado flores priscinas!

—¿No? Una tarde te las llevé… Y me dijiste que las aborrecías. Me las lanzaste a la cara. Nunca me dijiste por qué, solo que no querías verlas. ¡Dioses! Y ni siquiera tuviste la más mínima intención de agradecer el gesto. Siempre fuiste así. Te detesté tanto aquella vez… Recuerdo cuando me decían que no debía perder tiempo contigo, que te creías una reina, pero ellos no entendían… Creo que ni siquiera yo mismo entendía por qué me encaprichabas tanto.

Asteri apretó los puños y arqueó sus alas. Seguía sin mirarlo. Y no deseaba hacerlo. Estaba asustada. Para ella eran tan solo palabras extrañas, pero lo decía con una inusitada convicción que la estremecía. Le hacía vibrar un algo dentro, en el alma, incómodo de sentir.

—¿De qué hablas? ¿De… qué… diantres… hablas?

—No sucedió aquí. No en este sitio —meneó la cabeza—. No en este… Es difícil de explicar, pero no sucedió aquí. Pero sucedió. Te veo… te veo y recuerdo. ¡Por los dioses, veo a todos en la Legión y recuerdo! Y tú no murmuras cualquier canción. ¿Sabes qué tatareas?

—¡Basta! —ahora se giró y reveló una mirada feroz—. Te reportaré. ¡Te reportaré al Arcángel!

Se alejó con aleteadas bruscas. No obstante, Protos no estaba por la labor de desistir. Asteri no era especialmente rápida, por lo que él daba saltos prolongados entre azoteas para seguirla, usando hábilmente las alas extendidas para planear.

—¡Deja de seguirme, enfermo!

—¡Déjame terminar! ¡Espejos en el cielo! ¡Esa es…! ¡Espejos en el cielo!

—¡Ah, y ahora sueltas tonterías…!

—¡No! ¡Ese es el nombre de la canción! ¡La que tatareabas!  

—¡Basta! —se cubrió las orejas y chilló meneando la cabeza—. ¡Reportado, reportado, reportado!

Protos se detuvo para no estamparse contra una hembra de cabellera roja y ensortijada que, de brazos cruzados y una mirada de pocos amigos, se interpuso en su camino en una azotea. Él la miró arriba abajo y no la reconoció, por lo que sus ojos se volvieron a clavar en la asustada Asteri, quien se alejaba más y más. Intentó volver a seguirla, pero la interceptora elevó una mano.

—¡Ni se te ocurra! —ordenó la diosa Iris—. Vaya con el mariscal de los Ofiucos. Me sorprende verte persiguiendo angelitas durante la noche, ¿es lo que te gusta hacer además de cazar serpientes?

Protos entornó los ojos. Percibió el fuerte aliento a alcohol emanar de su boca. Se preguntó quién era ella, con las alas y túnica lucía como un ángel, pero actuaba tan distinto de lo usual. Tal vez era la evidente borrachera, concluyó dedicándole un mohín.

—A mí me sorprende que te puedas erguir en esas condiciones.

Iris reveló los dientes de su sonrisa.

—Ya veo que a vosotros los ángeles os divierte agitar la colmena.   

—Y a ti zamparte el viñedo.  

—¿Acaso vuestro Arcángel elige a sus comandantes valorando el filo de la lengua? Un niño bonito como tú pierde mucho encanto así.

Iris notó la desnudez del ángel y se sorprendió al mirar hacia su sexo, destacado en tamaño. Tal vez el alto grado de alcohol le entorpecía el juicio, pero lo que veía le agradaba y su expresión no lo ocultaba. En el Olimpo tenía a sus ninfas con quienes podía divertirse, pero no fue hasta que vio el miembro de Protos cuando se dio cuenta de que le antojaba catar de algo distinto. Pero, ¿un ángel?, se preguntó mordiéndose el labio inferior. Un ser inferior, más allá del atractivo. La castigarían si se enterasen de tal ofensa.

“Si se enterasen…”.

—Mariscal de los Ofiucos, os habéis olvidado de dar caza a una serpiente de tamaño considerable… 

A Protos no podría importarle menos los desvaríos de la rara hembra. Pero Asteri ya había desaparecido del horizonte y encorvó sus alas por la decepción; pensó que tal vez descendió en una de las calles para perderse entre el gentío. Le dedicó un ademán molesto a la extraña borracha.

—¿Quién eres?

—Recuerda mi nombre, Ofiuco. Soy Iris, diosa mensajera del Olimpo. Exijo un mejor trato o habrá consecuencias.

—Sí, desde luego que lo eres. Supongo que si me tragase medio viñedo yo también pensaría en mí como un dios.

—Incordio de m… —Iris cerró los ojos y suspiró—. No deseo perder más tiempo en este agujero vuestro al que llamáis paraíso. Si eres el mariscal de los Ofiucos, entonces cállate y llévame a tu hogar. Traigo una orden del Olimpo.

—Aquí solo me comanda el Arcángel —se giró y elevó la mano en señal de despedida—. Una diosa con alas, lo que me faltaba por ver…

Iris enrojeció de furia, pero fue ver el trasero del varón y lanzar pequeñas risillas al aire. El vino sacaba ese lado suyo tan distendido. No había dudas de por qué le prohibieron la bebida. Encorvó las puntas de sus alas y jugó con sus dedos, pensando no solo cómo podría convencerlo de que ella era, efectivamente, una diosa, sino de cómo llevárselo a alguna cama y hacer que la noche en el reino de los ángeles valiese la pena.

—¿A-a dónde vas, Ofiuco?

—A dormir.

—Bien… ¡Bien! ¿No te atreverás a negarme hospitalidad?

—Me niego.

A pesar de todo, la diosa siguió la estela de un ofuscado Protos.

   

   

III

Como pálidas estrellas parpadeantes, un grupo de cuatro lejanas antorchas resplandecían en la negrura del mar de hierba de los Campos Elíseos, ocultos bajo el manto de la noche. Los ángeles, con togas negras y capuchas para evitar ser descubiertos por algún vigía errante, levantaron la vista para comprobar el gigantesco muro neblinoso del que sabían servía para delimitar el fin de su reino.

Habían oído hablar del Inframundo, el sitio al otro lado del muro, habitado por seres creados por los dioses Hades y Perséfone, estos también pertenecientes a la raza conocida como olímpicos, aunque desapegados de la orden del Monte Olimpo por alguna razón que desconocían. Era tal el distanciamiento que ambos dioses crearon sus propios “ángeles” que moraban por sus tierras, diametralmente opuestos a los habitantes de los Campos Elíseos en una suerte de acto de rebeldía; se los llamaba espectros y se decía de ellos que forjaron una cultura en torno a la fuerza y violencia.

Finalmente, ambos dioses trazaron un alto muro neblinoso tal línea limítrofe, indestructible e indivisible, que separase la tierra en dos.

“Asuntos de hacedores”, pensaban en la Legión y no se inmiscuían mucho más. Se sabía de parejas de dioses que, luego de un enfrentamiento usualmente provocado por celos, se separaban y repartían sus riquezas. Tal vez los Campos Elíseos y el Inframundo eran exactamente eso, propiedad repartida entre seres que anteriormente compartían un mismo plan, un mismo castillo e incluso un mismo lecho.

Un ángel levantó su antorcha y de un suave soplido avivó el fuego para revelarles tenuemente el pasaje abierto en medio del muro. Caminando a lo largo, reveló que era gigantesco, de más de cien aleteadas de ancho y trescientos de alto. Era como si algún ser gigantesco hubiera enviado un espadazo para abrirse paso.

—De día es incluso más estremecedor —dijo Fobos, un ángel que, durante un patrullaje en los límites de los Campos Elíseos, descubrió el gigantesco acceso—. El tamaño del tajo te hace sentir pequeño, ¿no? Confieso que cuando lo vi se me congelaron las alas.

A falta del mariscal Protos, de quien sabían que estaba reposando tras su misterioso accidente en Rodinia, habían sido invitados los dos generales de los Ofiucos, Cassiel y Ascenso, para comprobar el misterio tajo. Ascenso se mantenía callado, absorbiendo en silencio todo lo que sus compañeros insinuaban como posibles explicaciones para emitir alguna conclusión. Cassiel, en tanto, era otro asunto: 

—No es ninguna sorpresa que seas un condenado cobarde, Fobos. A ti se te va a caer la verga si llegas a ver una alimaña de esas que pueblan Rodinia. 

—¿Y a este quién lo invitó? —devolvió Fobos con el rostro crispado.

—Un poco de respeto, vigía, que estás hablando con un general.

—General, dices. Habló el hazmerreír de las Virtudes. ¿Cómo sigue tu cabeza después de masticar esas belladonas?

El Arcángel Miguel hizo un ademán para que callasen. Luego se deshizo de la capucha sin dejar de contemplar el acceso. Fue él quien ordenó la inspección nocturna para evitar que los otros dos Arcángeles o los súbditos de estos se inmiscuyesen. No desconfiaba de ellos, pero cada vez que un asunto parecía “oler” a dioses, preferiría rodearse con sus alumnos, a quienes consideraba lo suficientemente pragmáticos como para buscar un porqué a todo. Aborrecía secretamente a aquellos que profesaban amor y obediencia ciega a los hacedores.

—Has hecho bien, Fobos.

—Maestro, algo así nos supera —advirtió Ascenso—. La diosa aún se encuentra en la ciudadela. Deberíamos avisarle.

—¿Por qué te parece una buena idea informarle?

—Esto no debería estar aquí y lo sabe. ¿Y si lo hizo la Titánide de la que vino a advertirnos?

—Piensa, Ascenso. Un Titán no tendría forma de entrar a los Campos Elíseos. Y, si lo hiciese, armaría tanto alboroto que sería imposible no verlo.

—¿Entonces lo vamos a tener callado?

—¿No era acaso el muro una línea divisoria indestructible? El por qué este tajo está aquí no me interesa demasiado, Ascenso, sino quién pudo haber hecho lo imposible. Veo este pasaje en medio del muro y solo pienso que los dioses nos han vuelto a mentir.

El Arcángel se dirigió al camino rumbo del Inframundo, pero como relámpagos sus alumnos protestaron enérgicamente. Era un sitio prohibido y peligroso. Allí no regían las mismas leyes que en su reino y probablemente ni siquiera un Arcángel sería respetado en lo más mínimo por los espectros.

—¿Tenéis miedo? No temáis. Ni de los dioses ni de lo que me pudiera esperar allí. Volved a la ciudadela y no reveléis nada de lo que aquí ha sucedido. Regresaré antes del amanecer.

—¿Así, sin más? —insistió Ascenso—. Con todo el respeto, mi señor, ¿cómo piensa explorar todo un mundo en una sola noche?

—¿Quién habló de explorarlo todo? Cálmate. Me las arreglaré.

Ascenso intentó protestar de nuevo, pero fue Cassiel quien se adelantó, especialmente curioso ante una afirmación de su líder.

—¡Maestro, espere! ¿Acaso…? Ha dicho “Los dioses nos han vuelto a mentir”. ¿Acaso hay algo más?

El Arcángel asintió y abrió sus alas, extendiendo hacia adelante la mano que brilló de una tenue aura dorada. Era un movimiento típicamente asociado a la invocación de armas, por lo que sus alumnos esperaban que pronto apareciera al espada zigzagueante que le habían regalado al ser investido como líder de la Legión. No obstante, él miró a sus alumnos en el momento que, sobre la hierba y el aire, varios chispazos dorados surgían de la nada.

Cassiel dio un respingo y cayó tropezado al reventar un destello frente a sus ojos, en tanto Ascenso retrocedía varios pasos al sospechar qué era lo que realmente estaban contemplando. El aire se agitaba y se cargaba de estática, incluso arrancando la hierba del suelo y haciéndola revolotear como si un pequeño tornado surgiese entre ellos. Ascenso agarró el ala de Cassiel y lo arrastró afuera de las centellas, estas cada vez más grandes.   

—Oídme con atención —dijo el Arcángel con una tranquilidad que asustaba—. La primera mentira que salió de sus labios fue la de decirme que los dragones son indomables y que no nos acerquemos a uno porque solo conoceremos la muerte. Me hace preguntar si lo que nos contaron acerca de los Titanes es del todo cierto.

Fue decirlo y, ante sus ojos, apareció un dragón plateado y rugiente, sobre la hierba, extendiendo las alas y encorvando su larga cola repleta de cuernos. El Arcángel dio un ágil salto para subir sobre su lomo. De pie sobre la bestia, se sujetó de uno de los cuernos y miró el misterioso acceso abierto en el muro. La bestia gruñó al entender qué se proponía. Sus tres súbditos, no obstante, se habían deshecho en mandíbulas desencajadas. ¡Un dragón invocado! No creían posible lo que sucedía, pero el Arcángel lo había hecho como si de un arma más se tratase.

Erguido sobre su montura dragontina, el líder de la Legión lucía como un guerrero temible. Tenía un algo que lo destacaba de los demás, pensó Ascenso, que miró sus propias manos y se preguntó si algo así, una invocación de un ser vivo y gigantesco sería posible de realizar en un ángel simple como él.

—Me cago en esas putas belladonas —Cassiel, abatido sobre la hierba, retrocedía torpemente.  

—No estás… No estás alucinando, pichón —Fobos logró responderle, pero estaba ensimismado que costaba armar palabras. 

El Arcángel se encapuchó de nuevo.

—No os quedéis así, lo ponéis nervioso. Os presento a Nidhogg.

Ascenso tragó saliva y, aunque le costase debido a que seguía impresionado, consiguió asentir a la orden. Finalmente, reverenció a su líder. No tardaron en seguirlo Cassiel y Fobos. Si Protos estuviera allí, hubiera sido el primero en sentarse sobre una rodilla, pensó Ascenso tratando de disimular una sonrisa. La llamada de un dragón fue solo una prueba más de la grandeza que escondía realmente el Arcángel; por él, irían hasta el mismísimo Inframundo si así lo dispusiese.  

Se dio cuenta que no había por qué temer por él.

—Entendido, maestro. Que los vientos le sean propicios.

   

IV  

Bañada por las danzantes luces de pequeñas velas, Iris se acomodó sobre la cama en una posición sugerente entre almohadas y la manta; ladeó su túnica de tal manera que un seno se libró de la sujeción y cayó suavemente, revelándose con un pezón orgullosamente erguido. Pensó en quitarse las botas, pero entre la pereza y la imagen tentadora que visualizó con ellas puestas, se las dejó. Las casonas de los ángeles eran demasiado sencillas para su gusto y mataba un poco su estado de ánimo. Consistían en un pequeño salón donde guardaban las armas y túnicas, y arriba la habitación, sin mayores comodidades. Las ventanas bien grandes, pues en la Legión servían tanto como las puertas.

Protos se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, frente a la cama, y la miró con el ceño fruncido. Había vuelto a enfundarse en su túnica.

—No sé qué he hecho para merecerte…

—Guárdate los elogios para más tarde.  

El ángel suspiró.

—Ponte cómoda y mañana buscaremos ayuda.

—¿No me acompañas, Ofiuco?

Protos no hizo caso. Cerró los ojos y recordó a la hembra de rubia cabellera, Asteri. Sonrió sin darse cuenta. Pero no era ese su verdadero nombre, estaba convencido. Cuando él la tocó sobre la terraza de una casona recordó con más convicción; había algo que el tiempo no pudo borrar de su mente. Asomaba la proyección de su persona, cargando los mismos defectos y virtudes, pero enfundado en otro contenedor o cuerpo. Era complicado de dilucidar y suspiró. Le frustraba no poder discernir con mayor claridad, pero sentía que la respuesta se encontraba dentro de él y que si insistía en remover entre los recuerdos lograría obtener el conocimiento que asomaba.   

Iris, en tanto, solo pensaba en cómo convencer al atractivo ángel de calentar la cama juntos. Arañó la manta y lo observó tan absorbido en sus pensamientos. Cuando los dioses del Olimpo crearon a los ángeles a partir de polvo de estrellas extintas, se aseguraron de que no experimentasen mucho de los dones carnales que sí sintieron otras creaciones suyas, pero, incluso en una raza tan avanzada como los olímpicos, era evidente que, de un total de un millón de ángeles creados, alguno podría salir rebelde; alguno podría servirle a su propósito de amante, pero el mariscal no parecía ser uno de ellos.

La diosa Afrodita, en el Olimpo, se encargó de arrancarles los deseos del amor y el deseo sexual durante el proceso de creación. Iris era una de sus allegadas y sabía que no se trataba de exterminar dichos dones del cuerpo y la mente, sino de apagarlos de la misma manera que dos dedos extinguen la tenue llama de una vela. Por ello, se frotó los muslos al saber que podría intentar avivar el fuego dentro del espíritu de Protos para despertar el verdadero varón que escondía y así le sirviera a sus intereses.  

Meneó la cabeza. La idea de romper tantas normas del Olimpo en un solo día era tan peligrosa que, si de alguna manera se enterasen, le esperaba la muerte. Pero entre la borrachera y la tentación no pudo resistirse.

Levantó una mano y, con los dedos, dibujó símbolos dorados, luminiscentes, en el aire. Aquello capturó la atención del ángel.

—¿Cómo lo haces?

—¿Sigues sin creerme, Ofiuco? Antes de que me olvide, debo decirte que he venido a entregarte un mensaje del Olimpo.

Protos silbó.

—Ya tienes mi atención.  

—Vuestra misión como cazadores de serpientes tiene un nuevo propósito. Mucho más importante que dedicarse a perseguir alimañas. Deberéis estar atentos y rastrear a una Titánide cuyo cadáver no se encontró tras la Titanomaquia.

Protos se frotó el mentón y la admiró irradiada por los destellos dorados. Entonces no era una broma que Iris fuera una diosa, a pesar de las alas que lo confundieron. Se sintió abruptamente avergonzado de su actitud, pero ella no parecía preocuparse por castigarlo. De hecho, si ella lo deseaba, él podría estar ahogándose en un charco de su propia sangre, por lo que se tranquilizó al percibirla de buen humor; retocando, haciendo y deshaciendo símbolos sin hacerle mayor caso.

—¿Una Titánide viva?

—Su nombre es Mnemósine. Una vez que la encontréis, avisadme mediante el Arcángel Miguel. Es importante que no os acerquéis demasiado ni intentéis entablar comunicación con ella. Es una bestia peligrosa y...

Iris, de un manotazo, hizo desvanecer los símbolos en el aire. Había hecho los ajustes necesarios en el cuerpo de ángel, al menos creía haberlo hecho correctamente. Descubrió, al trastear con su alma, que aquel varón era especial. Debió haberlo pillado, se dijo a sí misma, pues su propio nombre lo delataba. “Protos”, el primero. No había dudas de que al ser el primer ángel creado por los hacedores estos fueran especialmente generosos con sus atributos. Recordó el tamaño interesante de su sexo, destacando sobre la mata de vello púbico, y se mordió el labio inferior al saber que probaría de una suerte de fruta codiciada del Olimpo.

—¿Y bien? Es una bestia peligrosa y, ¿qué más?

—Ahora que has caído en la cuenta de que no soy como esas niñas de las que seguro te gusta perseguir, te sugiero que uses esa lengua afilada para otro propósito que no sea incordiar o terminarás cansándome.

Protos ladeó el rostro.

—Háblame de esa Mnemósine.

—No. Que vengas a la cama. No temas. Descubrirás secretos que no conocen en tu Legión —de un suave movimiento de manos hizo lugar en la cama—. ¿No es acaso fantástico?   

Iris deshizo el fuego de algunas velas de la habitación con un movimiento suave de mano; el varón se sentó a su lado, de modo que solo una pálida luz se arrojara sobre ambos. La diosa se acomodó a su lado y fue desatándole el fajín; luego prosiguió la túnica y aprovechó para que sus finos dedos le acariciasen el vientre, arañando suavemente en tanto le escrutaba la mirada confundida. Había recorrido muchos caminos pérfidos en sus noches con Afrodita y las ninfas, por lo que se desenvolvía con soltura; entre besos y mordiscos al cuello, susurró que se tumbara.

Protos lucía ausente; había despertado en Rodinia un algo invisible dentro de sí, pero no lo controlaba del todo hasta ese entonces. Era, en cierta forma, la experimentación de la evolución del cuerpo de un niño a un joven. Había descubierto su interés y atracción por una hembra como Asteri, pero el cuerpo aún no asimilaba el cambio que la mente estaba trayendo. Por tanto, las caricias de la diosa no parecían surtir mucho efecto en él, pues consideraba aquel acto tan extraño como incómodo.

Miró hacia la ventana, hacia las estrellas, y se preguntó cómo la volvería a encontrar si ahora se había perdido en una ciudad de un millón de ángeles. Susurró su nombre justo antes de que Iris consiguiera tumbarlo en la cama para ser arropado por sus alas.

La diosa reía y se frotaba con fruición por una nueva dureza que se había formado; había conseguido despertar el cuerpo del varón.   

   

   

Asteri paseaba en medio de una calle perdida en la ciudadela. Tenía la vista baja y se palpaba la muñeca donde el mariscal de los Ofiucos le había agarrado con tanta fuerza que aún quedaban retazos rosados de los dedos. Se sintió tan sola en medio del gentío, tan absorbida en sus pensamientos. Nunca se lo había dicho a nadie, pero era cierto que detestaba las flores. O, mejor dicho, los ramos o flores cortadas. Porque, por tontería que le pareciera, en esas condiciones ya estaban muertas y a sus ojos perdían encanto. Pero nunca se lo había dicho a nadie porque se trataban de pensamientos sueltos de cuando trabajaba en los jardines. Era algo tan suyo; ¿cómo alguien iba a saberlo?

Deseó olvidar el asunto lo más rápido posible, pero en su mente resonaba la idea de “¿Y si…?”. ¿Y si fuera cierto lo que dijo? Él habló de otro lugar en el que se conocieron una vez. ¿En el mar de hierba, lejos de la ciudadela? ¿En los viñedos? ¿O tal vez se refería a otro lugar más lejano? Luego recordó la convicción con la que le habló y, sobre todo, cuando sus ojos brillaron tenuemente. Como estrellas.

Levantó la vista y, fugazmente, las figuras de ángeles caminando a su alrededor se convirtieron en otras formas difícil de distinguir. Se detuvo para cubrirse la boca. Se habían transformado en otros seres, altos y esbeltos, de piel grisácea y largos ojos pardos, sin cabellera. Iban enfundados en uniformes parecidos a gabardinas, tan extraños como exóticos. Nunca había visto algo como aquello y la asustaron por su aspecto. Meneó la cabeza y todo volvió a la normalidad. Pero los destellos volvían intermitentemente, enérgicos como relámpagos. Las casonas de Paraisópolis se disolvieron en la oscuridad y, en vez de ellas, se vio en medio una ciudad de esferas plateadas que flotaban en el cielo, tan altas que alcanzaban las nubes. Se sintió una hormiga a los pies de una urbe imposible de creer. Vio un par de lunas asomando en el horizonte, se giró y notó formaciones de estrellas irreconocibles e incluso creyó oír una canción destacando entre la contaminación de sonidos, de zapateos metálicos, de diálogos en un idioma olvidado, de rugidos extraños, como de maquinaria.

Otra vez meneó la cabeza y Paraisópolis volvió, con más de un ángel entre la multitud mirándola extrañados, antes de volver todos a su rutina de siempre. No tenían idea de lo que la hembra experimentaba.

Apuró el paso hasta un callejón y se sujetó de las rodillas. Sudaba y las manos le temblaban. Se preguntó si era una alucinación, si era solo una enfermedad; tal vez sería eso y ese condenado Ofiuco bien le pudo haber contagiado con lo que fuera que trajo de Rodinia. Se sacudió la cabellera con fuerza, como queriendo desprenderse de unos recuerdos e imágenes que la incomodaban.

Cerró los ojos e intentó deshacerse de las visiones. Tatareó las notas de una canción olvidada porque, siempre que se veía nerviosa o preocupada, algo la movía a cantar para encontrar armonía. Y lo hizo una y otra vez esperando apaciguarse… pero entonces, paradójicamente, la canción la ayudó a recordar. “Tú y yo, espejos luminiscentes, pintando el cielo”, susurró con labios trémulos. Y, en la oscuridad de su mente, se hizo la luz: rememoró parte de aquello que no debía ser recordado. Se vio rodeada de aquel gentío tan extraño, ella de pie sobre una plataforma circular flotante. Era un sitio atestado de luces coloridas y parpadeantes que flotaban en el aire como motas; abruptamente, se sintió centro de miles de miradas. Y le agradaba, por lo que siguió cantando: “Llamas de luz gemelas, iluminando en otro tiempo y lugar”. ¡La oían cantar y gustaba! Notó unos ojos brillantes, como estrellas, entre el público. Un amante que la hizo sonreír entre las dulces melodía de su canción.

Fue avasallante lo experimentado, se sintió a orillas de un mar recibiendo la embestida inevitable de una ola; se sintió en medio de dos mundos, presente y pasado, colisionando en el espacio. Abrió los ojos de nuevo; jadeaba cuando una palabra le cruzó la cabeza.

—Ahhh… Ahhh… ¿Tea?

Se abrazó a sí misma. ¡El reino de Tea! Se lo repitió mentalmente cuantas veces pudo hasta quedarse convencida. La llama de un recuerdo olvidado se había avivado. Las palabras del Ofiuco repentinamente adquirieron tanto sentido. No era, sencillamente, otro lugar. Era otro tiempo. Otro mundo. Asteri se acarició el vientre y sus ojos se humedecieron porque incluso sintió la vida que, en otro tiempo, otro espacio, otro universo, se gestaba dentro de ella hasta que todo su mundo le fuera arrebatado, destruido, robado y saqueado por una fuerza superior. “Éramos otros”, susurró clavándose las uñas.

Una revelación de esa magnitud resultaba tan difícil de aceptar. Que no fueron una creación única como les habían dicho los hacedores. “Fuimos otros”, se repitió. Volvió a abrir los ojos y experimentó un mareo molesto. Recordó lo que le había dicho el Ofiuco. “Tú no te llamas Asteri”. Y supo que él tenía razón. En aquel lejano mundo olvidado por el tiempo ella tenía su nombre.  

—Mi nombre…

   

   

—Za´Tze… —susurró Protos.

El varón se sentía desolado a pesar de que la diosa Iris, montada sobre él, cabalgaba con energía. Era como si ella controlase su cuerpo y sus impulsos para sacar de él lo que desease para sus pérfidos propósitos. La madurez adquirida momentos atrás, forzada por la diosa, implicaba recibir finalmente la ansiada ola de recuerdos. Recordó todo y quedó demolido. El mundo de Tea. El “Salón de las Iriadas”, donde su amada cantaba para jolgorio del reino. Recuerdos de una llama extinta olvidada en la oscuridad del universo. Se palpó el rostro incapaz de oír los gemidos de placer de Iris que poblaban la habitación; ¿qué había sucedido con el reino de Tea? ¿Y de sus habitantes?

Miró a la diosa, de rostro arrugado de placer y con una línea de sudor cayendo de la frente hasta la barbilla; se sintió estremecido porque estaba convencido de que ahora veía con sus propios ojos la causa de la destrucción de Tea. Sus manos, por primera vez, empezaron a acariciarla por la cintura, pasando por los senos hasta cerrarse al cuello. La diosa se sentía extasiada, el Ofiuco era demasiado bueno para ser verdad, pero no tenía forma de saber que él pretendía ahorcarla.

“Los dodecatones”, pensó el varón. Ese era el nombre de los culpables. “¡Dodecatones!”, la raza que hizo que su mundo ya no fuera mundo. De que de sus habitantes ya no quedase ni atisbo en el universo. Recordó las palabras tan amenazantes que lanzaron antes de destruir su hogar en una guerra que los enfrentara. “Millones de años en el futuro nuestra civilización seguirá existiendo y vosotros no seréis más que polvo de estrellas”. Y tenían razón porque tenían el poder y, finalmente, tuvieron su victoria.  

Pero quién iba a saber que los ángeles, creados de remanentes de estrellas, recordarían no solo el pasado del cual provenían, sino el cruento presente que ahora vivían como esclavos de unos seres que otrora los habían aniquilado. Unos seres que, debido a sus capacidades bélicas, se proclamaron deidades. Se proclamaron Olímpicos.   

Imprevistamente, las manos de Protos desistieron de su cometido y cayeron en sendos lados sin fuerza. Porque sintió desazón. Sintió impotencia. Por un momento, deseó rendirse y olvidarse de aquello que lo superaba; nunca recuperaría esos recuerdos, su reino y su pueblo, y desde luego no conseguiría justicia ante una fuerza superior. Solo deseó rendirse y dejarse hacer como un muñeco sin voluntad.

Iris, por su parte, hundió su rostro en el pecho del Ofiuco y lloró. Tenía sus motivos, pero no deseaba confrontarlos en ese momento. Simplemente, montar sobre el primer ángel creado por los Olímpicos lo sentía como una pequeña venganza, como una revancha contra sus superiores. Ensuciarlo, quitarle la pureza, regodearse de su sexo llenándola y exprimirle hasta que se agotara. Pero no encontró un dulce sabor de victoria en el acto, sino que se reveló una amargura contenida durante tantos años. Mordió el pecho del varón para no gruñir el nombre que luchaba por brotar de sus labios.

“Arce”.

Protos pareció oírlo, pero no podría importarle menos. Miró la ventana, hacia las estrellas, y pensó en la única en quien podía.

—Y tú —susurró él con tono vencido—. ¿Me recuerdas?

   

   

Asteri, de pie sobre el techo de una casona, miraba el horizonte de la ciudadela poblado de luces en tanto se dejaba acariciar por la brisa fresca. Se propuso buscar a Protos para encontrar las respuestas a las interrogantes que habían surgido de su interior. “Recuerdo, ya recuerdo”. Se abrazó a sí misma y se estremeció al recordar de nuevo la mano del varón tomarla con fuerza. Ese tacto, eso toque suyo, posesivo y tan propio; sus caricias, su gracia, todo lo que el tiempo y el espacio no pudo borrar seguía allí intacto.

Polvo de estrellas. Eso fueron y ahora recordaban. El qué se vendría ahora que una incómoda verdad se había revelado no estaba del todo claro. Tal vez rebelión. Tal vez venganza. Tal vez silencio y olvido para disfrutar de una nueva vida en tranquilidad. Porque eso era lo que ella deseaba en el reino de Tea, a su lado.

“Lo que nuestros corazones recuerdan permanecerá por siempre”, cantó en voz baja en tanto observaba la lejana casona de Protos. “Y la humedad de mis besos recordará tu nombre olvidado”.

—Te recuerdo… Sí, te recuerdo, Lucifer.

Incontables pétalos blancos revoloteaban por la brisa silbante, bajo el cielo purpúreo del Inframundo. El Arcángel, paseando por un campo de flores de asfódelos que llegaban hasta las rodillas, se detuvo ante el obelisco erigido en medio. Levantó la vista y se retiró la capucha; había símbolos escritos en vertical sobre el oscuro mármol, sin dudas un mensaje, pero él no comprendía por más que se esforzara en reconocer patrones. Y se suponía que los hacedores prometieron a los ángeles el conocimiento de todas las lenguas habidas y por haber para facilitarles su labor como futuros guardianes de la humanidad.

Caminó alrededor en tanto Nidhogg gruñía en la lejanía.

El Juez Radamantis lo acompañaba a su lado, con las garras unidas tras la espalda. Su armadura era negra, pero reflejaba vivamente los dos soles; era voluminosa, con ornamentos en forma de cuernos poblando las hombreras y brazos, lo que le confería un aire amenazador. Destacaba un cuerno torcido entre las decenas que poblaban la cabeza. Hasta ese entonces, Radamantis nunca había visto un ángel. Sí había oído hablar de ellos, los habitantes del otro lado del muro neblinoso, pero a un espectro como él no podría importarle menos, siendo gobernador de una de las tres caóticas ciudades del Inframundo y enfrascado en sus propios problemas.

El Juez había llegado con un escuadrón de quince espectros, ahora reducido a nueve. Le habían advertido de la fisura en el muro neblinoso causado por un ente desconocido, y olfatearon el camino hasta que el rastro terminó en el obelisco. No obstante, ya no encontraron al ente, sino que se toparon con el Arcángel y el dragón plateado que, a tenor de lo visto, investigaban el mismo misterio que ellos. 

Vindemiatrix era el nombre de la espectro de rango comandante. Era difícil verla apartada del Juez, sobre todo en momentos tensos y peligrosos como aquel en el campo de asfódelos. De hecho, su garra ya se cerraba en la empuñadura de su espada envainada en caso de que fuera necesario protegerlo del misterioso extranjero venido del otro lado del muro. A los ojos de los espectros, Vindemiatrix era bella y solo su astucia en la estrategia bélica se le igualaba. No le faltaban pretendientes, aunque los rechazaba a todos aduciendo que su Camino en la vida era servir como el escudo del Juez.

Ella gruñó mirando a los seis cadáveres de espectros amontonados a un lado, unos sobre otros, como sacos de arena. Los conocía bien; guerreros buenos y letales que ahora habían caído sin honor. Pero debía admitir que el ángel era un ser hábil, rápido y fuerte. Esa espada zigzagueante, radiante y flamígera en el momento que la empuñó, causó auténtico terror entre sus soldados. Para su desgracia, Radamantis había declarado el cese a las hostilidades cuando el sexto de sus soldados moría incinerado.

Por un momento, el Juez se imaginó cómo sería ver enfrentados a tan magnífico guerrero contra su propia comandante, pero alguien como él debía tomar decisiones sabias y dignas. Desperdiciar la vida de sus soldados solo por el morbo de verlos enfrentándose no era una opción.  

Notó que el Arcángel observaba el obelisco con el ceño fruncido:

—¿Qué pasa?

—No comprendo.

—¿No me vendrás a decir que vuestros dioses no os enseñaron a leer?

El Arcángel retiró la vista de los símbolos. Le dolía la cabeza, como si un par de cuchillas se le hubiesen clavado adentro en el momento que intentó leer las escrituras. Cuando miró al Juez, se reveló con los ojos inyectados de sangre.

—Leer, sé leer. Fuimos creados con la habilidad de reconocer patrones de lengua, cualesquiera sean. Estas escrituras, en cambio…

Vindemiatrix se inmiscuyó en la conversación. ¿Acaso el Arcángel los consideraba tontos? Porque estaba claro que él podía entender otros idiomas: comprendió a la perfección el de los espectros, el acadiano, a pesar de no haberlo oído nunca. Su victoria fue por comprender las órdenes que ella repartía en su intento de vencerlo.

—¿No entiendes, chupa-cuernos? —preguntó ella—. Está escrito en sumerio. ¡En vuestro idioma!

El Juez levantó su garra para pedir mesura a su comandante. Ella gruñó y retrocedió, aunque sus ojos amenazantes no se despegaban del extranjero. 

—Efectivamente, está escrito en vuestro idioma —reveló el Juez—. ¿Por qué no puedes entenderlo?

El Arcángel se acercó para palpar el primer símbolo, en la base del obelisco, aunque mantuvo los ojos cerrados para evitar esos dolorosos espasmos. Palpó el siguiente símbolo y logró reconocerlo. Efectivamente, era escritura cuneiforme, propia del sumerio. Entendió una clara referencia.

—“Titanomaquia” —dijo.   

Radamantis se frotó el mentón.

—Sí, sí, “Titanomaquia”. Si vas a leerlo pasando tus dedos nos pasaremos una condenada conjunción aquí. Mejor que te la lea yo. Y no, no me duelen los ojos de leerlo. No confundas a Hades y Perséfone con esos perros a los que adoráis, los que habitan en el Olimpo. Lo siento por tus sentimientos si te hieren mis apreciaciones. A vosotros os dieron fuerza, sí, pero a nosotros mucho más. No nos privaron ni de conocimiento ni potestades. ¿Qué os ocultan? Con gusto te ayudaré a dilucidarlo. 

El Arcángel retiró la mano y suspiró.

—Solo dime qué es lo que dice.

Vindemiatrix volvió a interceder con el semblante torcido de indignación. 

—¡Cuida tu lengua cuando te diriges a nuestro señor!

El Juez se acomodó las alas y miró el obelisco.

—Déjalo pasar. Son dos frases, una superpuesta sobre la otra. La original dice: “Aquí yace la tumba de la diosa traidora del Olimpo y aliada de la Titanomaquia, de quien sus alas arrancadas sirven ahora para otro propósito que no serán de provecho para causas traidoras. Que sirva de ejemplo a los que osen de ir contra los hacedores”.

El Arcángel se rascó la mejilla. Así que era la tumba de una diosa olímpica, nada más y nada menos, en medio del Inframundo. Pero, ¿entonces había otra diosa con alas? “¿Cómo Iris?”.

—La otra frase es nueva —prosiguió Radamantis—. Es mucho más corta y está escrita erráticamente. Alguien escribió encima: “Aquí yace Arce”.

—¿Arce?

—Eso he dicho.

—Bien. Creo que encontré al culpable del tajo en nuestro muro.

—Solo dime si es un peligro y cacémoslo juntos, Arcángel.

Miguel se pasó una mano por la cabellera. ¿Cómo no pudo haberlo sospechado? Porque la culpable de infiltrarse en el Inframundo parecía ser, a todas luces, la mismísima diosa Iris, la única que podría abrir un camino en el muro neblinoso. Y era una diosa que, como la difunta Arce, también tenía alas, así que había un nexo tangente. Tal vez visitó el Inframundo y ajustició la frase en el obelisco. La tal Arce debía ser alguien demasiado importante como para que Iris desobedeciera órdenes y entrara en territorio prohibido.

—Me lo pensaría dos veces antes de lanzarme a por ella.

—¿Ella?

—Sí, es una “ella”. Y también una diosa.  

—Mejor. Las mejores presas son las más peligrosas.

El Arcángel sonrió y meneó la cabeza, rechazando así la oferta. Ahora parecía vislumbrar algo mucho más grande y peligroso en el misterioso horizonte. Para él ya no quedaban dudas sobre cómo actuar. Había una Titánide viva en Rodinia y la necesitaba para descubrir qué secretos escondían los hacedores, pero, sobre todo, Iris adquiría una importancia estratégica si él movía hábilmente los hilos. Hablaría con su mariscal, Protos de los Ofiucos, y se aseguraría de obtener respuestas de la Titánide fuera como fuera. Y él mismo se propondría hacer lo suyo con la diosa mensajera mientras aún estuviera en el reino angélico.

—A veces, a las presas es mejor mantenerlas vivas, Juez.

—No si es una amenaza para los míos.

—Entonces prometo que haremos algo al respecto. Juntos. Nos volveremos a ver, Radamantis.  

El Juez observó detenidamente al Arcángel, incapaz de reconocerle sus verdaderas intenciones. Paradójicamente, confiaba en él. En el Inframundo, la fuerza bruta, esa misma que el Arcángel había demostrado con creces, era considerada prueba de valía. Entre bestias la confianza se ganaba con ferocidad. Miguel ya se volvía a esconder bajo la sombra de su capucha y el espectro le asintió como despedida. A pocos pasos, el dragón plateado aterrizaba con las alas extendidas y levantando al aire, aún más, los pétalos de asfódelos. 

—¿Qué os espera, Arcángel?

Miguel atrapó un pétalo blanco que revoloteó cerca. Lo ladeó. Era difícil predecir qué les deparaba si seguía descubriendo aquello que les fuera prohibido. El principal escollo era, paradójicamente, su propia Legión. El amor y obediencia ciega a los dioses estaba instaurado y desanimaba la sola idea de contrarrestar ese pensamiento enraizado en casi un millón de ángeles. Pero, si lo conseguía de alguna manera, no quedaban dudas de qué les deparaba. Incluso le pareció que la propia brisa lo anunciaba entre susurros.

Había estática en el ambiente, como aire que precede a la tormenta.

—Rebelión.

Continuará. 

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