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Destructo IV, Reino Rojo

en Grandes Series

Guía de lectura y personajes de Destructo IV      

I

Cassiel frunció los labios al comprobar que el agua roja del Río Nebra, cuyo tramo pasaba a los pies de los torreones del palacio de Radamantis, era solo agua teñida por efecto de los dos soles. Esperaba sangre y suspiró. Se sentó sobre una roca y tiró la caña al río, no escondiendo cierta emoción en al menos descubrir qué tipo de peces encontraría. ¿Cómo sabrían? Es más, ¿cómo se cocinarían? ¿Tal vez hasta serían capaces de hablar? Y, de hacerlo, ¿cómo tendría corazón de cocinarlos? Peces inteligentes, lo que le faltaba por descubrir. Entornó los ojos al imaginarse discutiendo airadamente con uno.

Su mariscal llegaba desde los jardines exteriores del palacio, pero con la pequeña Bécrux sentada sobre sus hombros. La hija de Radamantis se había ofrecido como guía del ángel y le descubrió no solo los recovecos del castillo y su cuarto atestado de colecciones de óbolos antiguos, sino también la floresta, los patios de hierba azulada y árboles de hojas negras pululando en las inmediaciones. Protos no se atrevería a negarse, es más, Bécrux le causaba una curiosidad inaudita: ¡Una niña! De cuernos, colmillos y alas de murciélago, pero una niña, al fin y al cabo. Junto con ella, se transformaba en otra persona lejos del soldado al que acostumbraba. Aunque, para su incomodidad, ambos eran constantemente vigilados por dos guardianes de la pequeña, quienes los seguían a pocos pasos. Incluso hasta en el Nebra eran observados. Pero Bécrux era juguetona y alegre; nada le arruinaba el estado de ánimo.

—…y cuando dije “Nimpú”, mis cuidadoras se espantaron y me regañaron. Pero Padre rio en todo momento. No debo insultar. Dicen que como hija del Juez tengo que guardar compostura, pero escucho palabras peores todo el tiempo. Conozco algunas más —echó la mirada hacia atrás y notó a los guardias que la seguían, por lo que continuó en voz baja—. “Chupa-cuernos”, “excremento de gul”, “abraza-colas” y “mea-garras”.

Protos ahogó una carcajada.

—Pero, ¿quién las dice?

—Vindemiatrix la que más. ¡Ah! Y te debo contar sobre los soles. Padre dice que son sendos regalos de Hades y Perséfone para que la vida prospere. Kallícium es el más grande. Curdán el pequeño.

El ángel levantó la mirada y entornó los ojos.

—¿Tienen nombres?

—¿Vuestros soles no?

—Tenemos uno solo y lo llamamos sol.

—¿Quién pone los nombres en tu reino?

Protos se encogió de hombros. Era complicado de explicarle, pero los ángeles nacían con conocimientos adquiridos, a diferencia de los espectros. Prácticamente, nada que tuviera nombre fue puesto por un ángel: todo había sido previamente escogido por sus hacedores. La comparación entre su reino y el Inframundo le oscureció el semblante, pero se obligó a recomponerse. No era plan de bajarle los ánimos a Bécrux.

Su mirada recayó sobre su general.

—¿Por qué no me sorprende que hayas traído aparejos para pescar?

—Había lugar en la aljaba.

—A costa de menos flechas.

—Si me faltaran flechas, invocaría las que dejé en casa.

—¿No decían los arqueros que siempre es mejor retirarlas de un carcaj antes que invocarlas en mano? Algo de perder un tiempo que podría ser crucial durante una batalla...

Cassiel sonrió con labios apretados. De hecho, era él quien no se cansaba de decirlo cuando los Ofiucos se hacían con sus arcos prestos a cazar las alimañas en Rodinia. Incluso llegó a realizar una demostración en los Campos Elíseos y el Arcángel Miguel lo felicitó por su perspicacia. Su primer y gran aporte como general de los Ofiucos, ahora usado en su contra.  

—Lo siento —se excusó el arquero—, pero no deseaba venir aquí para mirar estos ríos y pensar varias veces “tal vez”. Era algo que tenía que hacerlo. Tú me entiendes, Bécrux, ¿no?

—No sé —respondió la pequeña—. Aún no me enseñaron a pescar.  

—Pues cuando termines de guiar a mi mariscal, vente conmigo y te lo enseño.

—No entrometas a la niña. Tomaste un riesgo que nos podría haber costado la vida si la situación empeoraba.

—Pero no empeoró, amigo.

—¿No pensarás en utilizar nuestra preciada amistad para que te lo perdone?

—No lo sé. ¿Realmente vas a castigar a tu amigo?   

Bécrux rio copiosamente de ambos.

—Pues te aguarda uno, amigo. Ya no estamos en los Campos Elíseos o Rodinia jugando a cazar alimañas. Eres mi general, hazte valer.

—Se hará. Pero, ¿puedo terminar la pesca?

—Haz que tu castigo valga la pena y caza uno grande.

Cassiel volvió a lo suyo con un suspiro y Protos perdió la mirada en el horizonte rojo donde destacaba una larga cadena de montañas de picos escarpados. En las laderas, si entornaba los ojos, podía notar manchas azuladas y borrosas que se difuminaba cuanto más altas eran. Vegetación. El Inframundo era principalmente un desierto, pero alrededor de los ríos, y ríos había por donde mirase, habían surgido bosques de árboles de hojas más negras que un cielo sin Luna y hierbas azul brillantes, capaces de abastecer de materiales para construcciones y generar alimentos que sostuviesen a una vasta población como la de los espectros.

Lo que más lo impresionaba no era el hecho de que los espectros podían crear descendencia, sino que eran longevos y, por tanto, era factible que una decena de generaciones de una familia convivieran juntas en alguna de las comunidades, aunque estaba al tanto de que los precursores de la civilización espectral establecieron normas para que la vida no floreciera descontroladamente. No obstante, era difícil no imaginar un futuro lejano en donde el Reino Rojo, como lo llamaban, terminara abarrotado.   

Al menos había aprendido bastante con la pequeña.

—¡Tengo uno! —interrumpió Cassiel—. Picó uno. Lo siento fuerte. Este tiene pinta de jefe.

Protos respondió admirando el paisaje y acomodando a Bécrux.

—No le hagas caso. Siempre dice eso…

Llegó hasta ellos el tercer ángel, aunque de un vistazo se percibía en la mirada de Ascenso una clara preocupación. Junto a su espada, una pequeña daga de acero estaba envainada en el fajín y, de hecho, destellaba de luz debido a los soles. Se arrebató la mirada de Protos, quien sabía a la perfección qué significaba.

—Mi mariscal, traigo nuevas.

—¿Qué tan malas?

—Considerables. ¿La puedo decir con nuestra invitada aquí presente?

—Puedes. Solo evita decir groserías, si las hay.

La enorme distancia que separaba los Campos Elíseos del Inframundo no era excusa para desentenderse de lo que pudiera suceder en el reino angélico. Durante lo que durase su estadía, Ascenso invocaría en su mano una o dos dagas cada conjunción solar. Una vez en mano, el arma invocada vendría con un papel de lino enrollado en la empuñadura, con un informe rendido por sus soldados apostados en Paraisópolis. Por tanto, él fue el primero en descubrir que había llegado un nuevo líder, de nombre Nelchael y de rango Trono, junto con un gran número de ángeles plateados conocidos como Dominaciones. El Arcángel Miguel ya no era la máxima autoridad de la Legión y, para colmo, había sido obligado a permanecer encerrado dentro del Templo junto con sus dos congéneres hasta que la rebelión cesase.

Las noticias no se detenían allí. A cada línea, la realidad parecía empeorar. La instauración de un violento gendarme de la moral. La muerte de una decena de rebeldes. La caída de Fobos quien, en sus momentos finales, engañó a los Dominios confesando ser el infame Lucifer.

Protos torció el semblante. Se preguntó cómo era posible que, durante su corta ausencia, los Campos Elíseos diese un horripilante vuelco completo.

—Que la muerte de Fobos no sea en vano —dijo Ascenso.  

—No lo será. Es momento de volver.

Bécrux gruñó para protestar. Le habían enseñado que no debía interferir en una conversación seria entre soldados, pero tenía cierta debilidad por el exótico ángel de ojos brillantes y no le gustaba la idea de que se retirase del reino tan pronto. Se inclinó como pudo.

—Padre dice que has prometido quedarte diez conjunciones. No deberías faltar a tu palabra.   

—La niña tiene razón, Protos. Te quedarás. Fobos se sacrificó haciéndose pasar por Lucifer para cubrirte. ¿No lo ves? Con su muerte, pensarán que la rebelión perdió sus alas. Lo hizo para darte tiempo de conseguir lo que debes conseguir aquí.

—Lo siento por el Juez, pero no me quedaré de brazos cruzados sabiendo que están cazando a los nuestros.

—Entonces iré yo. Volveré para organizar la cacería de dragones. Hasta tu regreso, no haremos sino servir a ese Trono. En los Campos Elíseos esperarán que los Ofiucos asesinemos a nuestras monturas. No levantaremos sospechas. Que piense que el líder de la rebelión ha muerto.

Protos chasqueó los labios. Deseaba regresar en presuroso vuelo, sus alas tensándose parecían exigírselo. Otra vez su temperamento sacando ese lado impulsivo y, una vez más, Ascenso presto a contenerlo antes de que fuera tarde.

—¿Por qué siento que me arrepentiré de no ir?

—No lo harás. Devolveremos el golpe multiplicado por mil, no lo dudes, pero no será hoy.

—Entonces ve, mi general.  

Ascenso reverenció como despedida y prometió que todo se mantendría en orden. Protos le pidió que se detuviera. Hubo un instante de silencio. Porque, abruptamente, el mariscal recordó a Asteri. Ahora, con la muerte del Vigía al que le había encomendado su cuidado, temía que su amada fuera un objetivo de los ángeles leales, más allá de que había hecho todo lo posible por ocultar su romance. Porque quién no querría tomar de presa a la amante de Lucifer y torcer la rebelión.   

—Tu hermana —dijo él.

El general asintió.

—Estará bien cuidada.

Se alejó tomando rumbo del palacio, donde se despediría del Juez y solicitaría permiso para abandonar el Reino Rojo. Bécrux torció las orejas viéndole partir. En voz baja, curioseó por la peculiar “hermana” de la que hablaron, pero Protos no deseaba profundizar mucho en el asunto. Mantendría el secreto incluso en otro mundo. “Es alguien muy especial, es todo”, respondió distante. La niña entornó los ojos. Era inteligente y, como alguien que había sido criada en el Inframundo, podía percibir detalles en las tonalidades y lenguaje corporal.

—¿Cómo es ella?

—Bonita.

—¿Qué tanto?

—Como una montaña de óbolos.

—¡Ya! 

Cassiel, en actitud ausente durante toda la conversación, continuó sin dar visos de prestar la más mínima atención y alzó victorioso un enorme pez púrpura de ojos amarillos que se zarandeaba con energía. Protos enarcó una ceja al verlo carcajeándose. ¿Es que no había oído absolutamente nada de lo que habían conversado? Nunca dejaba de sorprenderle ese lado tan despreocupado de su amigo y empezaba a creer que no habría castigo que le diera algo de disciplina.

—Pero, ¡míralo! —el arquero silbó orgulloso.

—¡Es un kotoyahsi! — dijo Bécrux.

—¡Un kotoyahsi! Y el bastardo cambia de colores según cómo lo mueva.

—Enhorabuena, mi general. Caza unos cuantos más para Leviatán. Tendrá hambre.

—¿Es mi castigo?

—Es un favor que me harás como buen amigo.

                                                          

II

La Virtud Nuriel sostuvo, con sus finos dedos, de la barbilla de su amiga, Sirius, para poder levantarle la mirada. Esta última tenía los ojos húmedos y sus labios tiritaban. Nuriel le susurró algo, pero lo que fuera quedó entre ambas y el resto se perdió en el murmullo del viento; la hizo sonreír y, finalmente, Sirius asintió y enjugó las lágrimas. Luego hubo otro cruce de miradas ahora ya cómplices; una se mordió el labio inferior y la otra humedeció los suyos, carnosos y sonrosados. Por fin, se unieron en un apasionado beso. Y les agradaba sobremanera porque con sus cuerpos de ángeles todo lo experimentaban como si fuese una nueva primera vez; la caricia que erizaba la piel, el calor del cuerpo desnudo sobre el otro, el sentir los labios friccionándose ruidosamente entre la humedad. Sirius empujaba el rostro cuanto podía, lengua incluida, y Nuriel meneaba la cabeza y se alejaba, jugueteando y mordiendo lo que parecía ser una suerte de serpiente húmeda que deseaba guerra. Luego, por mucho tiempo, se unían y lo que fuera que hicieran las lenguas adentro de la unión de bocas quedaba a la imaginación del estupefacto público apostado en la plaza central.

El Dominio Hidra, uno de los pocos que se mantenía impasible ante lo que consideraba un horrendo espectáculo, tomó rumbo de las amantes en tanto una fila de diez Dominaciones lo seguían por detrás. Desenvainó su espada y la levantó bajo el radiante sol; tras él oyó el acero de varias espadas rozando el cuero de las vainas e imaginó a sus súbditos elevando al aire diez líneas verticales y luminosas, como bendecidas por los dioses para traer el orden y la justicia en un reino pérfido.

Pese a todo, las dos Virtudes seguían a lo suyo como si no hubiera mundo.

A las amantes las había capturado el propio Hidra y sus soldados en una incursión en el bosque, donde las descubrió rastreando el fuerte aroma de las belladonas que hervían. Actuaban de afrodisiacos y se decía que las Virtudes rebeldes gustaban de experimentar con la flora para potenciar sus experiencias carnales. Ahora, expuestas y desnudas a la vista de la Legión, Hidra les ofreció una oportunidad, una última ocasión para abandonar sus pérfidos vicios y jurar lealtad eterna a los hacedores. Que renegaran de los placeres de la carne que había traído Lucifer y prometieran rectificar en sus vidas como protectoras de la naturaleza y la Humanidad Venidera.

La respuesta de ambas tras el ultimátum de Hidra fue contundente, fue largo y tendido, ruidoso y húmedo. A los ojos de los leales, lo que observaban era tan antinatural que causaba una repulsión que erizaba las alas. Poco a poco, se elevaron al aire abucheos e insultos. No tardaron en alzarse voces pidiendo la ejecución de las rebeldes.

Asteri estaba en medio de la Legión sin saber cómo actuar. Arqueó las puntas de sus alas cuando el estruendoso grito de “¡Ejecución, ejecución!” tronó de distintos lados. Buscó un lugar para observar mejor y notó a las dos Virtudes engullidas en un beso apasionado. Más allá de horrorizarse por el futuro de sus dos amigas, no podía negar que verlas la ruborizaba, que le invadía un calor que sonrojaba sus mejillas. Se palpó los labios con los dedos; los vicios de la carne eran seductores y, en ausencia de su amante, la necesidad de experimentarlas se disparaba. Cerró los ojos y suspiró; no debía excitarse en un momento como aquel.

Por un momento, odió a Protos por ser el causante de todo aquello. Lo odió porque se sentía abandonada en el momento más crítico. Y no solo ella, sino sus seguidores, ocultos entre la muchedumbre, también lo necesitaban, aunque para estos Lucifer no poseía un rostro ni una voz. Pero se estaba volviendo evidente que llegaba el momento de que se mostrara, que se revelara y detuviese la matanza de ángeles. Se amargó por la incomodidad de saber que las iban a ejecutar y que ella no podría hacer nada más que observar impotente de la misma manera que observó la muerte de Fobos. Se sintió tan insignificante y débil. 

“¿Dónde estás?”, se preguntó apretando los puños.

Miró de nuevo a sus amigas y, sin darse cuenta, se retorció pues notó cómo una no disimuló en hundir sus dedos entre las piernas de la otra. Cientos de ángeles torcieron sus semblantes y otros más parecieron sonreír por lo bajo. Y la humedad que impregnaba los dedos que volvían a la vista del público, orgullosamente brillantes bajo el sol… Cómo no sofocarse y sentir cosquilleos en el vientre ante la soltura de Nuriel y Sirius. Asteri se remojó los labios, como si quisiese estar allí; pero clavó las uñas en su vientre y meneó la cabeza con las mejillas ardiéndole tanto que parecía que hervían.

Estaba al tanto del romance secreto que mantenían ambas Virtudes con el Arcángel Rafael y se preguntó cómo se lo estaría tomando él, recluido en el Templo como un prisionero y sin posibilidad alguna de detener la ejecución. Ni siquiera tenía potestad de reinar entre las Virtudes, como era lo que correspondía, por lo que desde su reclusión todas en los campos y plantaciones se volvieron autónomas hasta que su amado líder volviera a hacer acto de presencia. Dobló las puntas de sus alas; seguro Rafael estaría tan triste que sería irreconocible.

Finalmente, levantó la vista y notó un fulgor plateado atravesar, horizontalmente, el cuello de las dos Virtudes. La sangre se roció por el suelo y el público enmudeció estupefacto al ver una cabeza rodar y la otra colgarse de la piel del cuello pues no terminó por desgarrarse por completo. Hidra pateó los cuerpos cercenados y, levantando la espada que goteaba abundante sangre, desató, sin esperárselo, un rugiente festejo que llegó a oírse por todos los rincones de la ciudadela.

El estruendoso griterío incluso llegó hasta en el templo de los Arcángeles, alejado de la plaza a más de trescientos aleteadas de distancia. Rafael estaba sentado cerca del ventanal, pero apartado de la luz. Rodeado de una fría oscuridad, sufría en silencio las noticias de la captura de sus amantes. No tuvo el valor de salir al balcón para comprobar la ejecución. Sencillamente, sospechaba fuertemente lo que el griterío allá afuera significaba, por lo que se encogió en su asiento y cerró los ojos.

El Arcángel Gabriel entró en sus aposentos con dos copas de plata en mano y una botella de vino en la otra. Se sentó cerca y, a pesar de la penumbra que escondía detalles del rostro, notó el estado abatido de su congénere. No hablaría demasiado en un momento como aquel, cuando las dos amantes de este eran ejecutadas como perros. Pero consideraba que era bueno que los Dominios se deshicieran de aquellas dos pérfidas Virtudes. Temía que siguieran arrastrando al Arcángel Rafael en el camino equivocado y, mal que le pesara, este había sido elegido por los dioses para gobernar.

—¿Con ganas de beber?

—Con ganas de buscar mi espada flamígera —confesó Rafael—. Y al cuerno con este encierro.  

—A pesar de que me fascinaría verte empuñando una espada, me temo que tendré que pedirte cordura. ¿O acaso lucharás solo contra la veintena de Dominaciones que nos vigilan? Ni Miguel sería tan torpe de intentar algo así. Sé lo que ellas dos significaban para ti, pero debes controlarte.

—Pensaba que me alentarías a luchar. ¿No te seduce la idea de verme muerto? Lo dijiste una vez.

—Aquella vez también te dije que eres uno de los elegidos para gobernar. Respetaré la decisión de los dioses. Además, sé lo que significas para la Legión, Rafael. Y también sé lo que esas dos hembras significaban para tu futuro. Te destruirían. Aprovecha este tiempo para reconsiderar tus decisiones y ser el Arcángel que el reino necesita. Nuriel y Sirius podrían estar vivas si tú las hubieras enderezado, pero preferiste ceder al deseo de la carne que Lucifer os trajo. Que no caiga ni una más. Suprime tus impulsos por el bien del reino.

Rafael lo fulminó con la mirada. 

—¿Acaso fuiste tú?

—¿Fui qué?

—No juegues conmigo. Las conocías. A Nuriel y Sirius. Hace varios soles las viste en las termas conmigo. ¡Las delataste!

—Las capturaron esta mañana en el bosque mientras se unían en cuerpo. ¿Cómo diantres pude hacer algo si estoy encerrado como tú?  

Rafael gruñó y se cubrió el rostro con las manos. Gabriel se acercó con la intención de invitarle una copa, pero desistió cuando oyó al pelirrojo ahogar un llanto lastimero. Nunca lo había oído sollozar y se trataba del ángel más risueño que conocía. Sintió un poco de culpa y con mayor razón decidió beber. Tal vez, con el tiempo, Rafael entendería las motivaciones que lo llevaron a ordenar secretamente la captura y ejecución de sus dos amantes. Y, con suerte, se lo perdonaría porque estaba claro que era una decisión tomada por el bien del reino de los ángeles.  

Agarró su copa con ambas manos y apretó.

—Lo siento.

   

III

Vindemiatrix subía los fríos y oscuros escalones rumbo al patio central del cuartel militar de Cocitos. Pasaba trapo a la hoja aserrada de su espada, que aún estaba húmeda de la sangre de un espía que ejecutó en la mazmorra. Era usual la presencia de estos, provenientes de Flegetonte y enviados por el Juez Aiacos con la firme tarea de recabar información que pudiera decantar a su favor la futura guerra entre las ciudades rojas.

Relamió sus colmillos recordando cómo sus soldados rugieron de algarabía al ver la cabeza cercenada rodar hasta sus patas. De la rabia, lo aplastó de una pisada y las paredes rociadas de sangre se estremecieron del griterío de los guerreros. Ahora, en cambio, en el silencio de los pasillos encontró cierta paz de espíritu. Ladeando su larga gabardina oscura, envainó la espada y siguió subiendo. Vestirla le resultaba infinitamente más cómoda que la armadura que normalmente lucía al lado del Juez, aunque también menos imponente. Había aprendido que, entre los varones, debía hacerse temer e imponer con mayor ímpetu que lo normal pues no era usual ver hembras en la milicia. Todo sumaba a la impresión: actitud violenta, mirada intensa, lenguaje soez, las garras siempre cerca de la empuñadura, la cola presta para dar un latigazo.

Alejándose del ambiente usual, se sintió relajada y, cerrando esos enormes y brillantes ojos negros, se sumió en sus imaginaciones. Casi podía sentir flores de asfódelos acariciándole sus patas y pétalos bailando a su alrededor de sus alas; sonrió porque le rememoraban su niñez, cuando recorría los campos y las recogía para hacer arreglos. Se había ganado muchos óbolos vendiéndolos en los mercados. Eran tiempos más agradables y debía recordarlos o sucumbiría a la locura.

Abrió los ojos cuando por fin llegó al amplio patio central. Notó al gran dragón Leviatán durmiendo, enroscado sobre sí mismo. No podía verle el rostro desde su ubicación, pero notaba cómo la espalda se contraía al respirar y sintió un miedo abrupto además de respeto por la bestia y su evidente tamaño descomunal. Caminó dibujando, con cautelosos pasos, un semicírculo alrededor de la bestia, admirando las escamas y los cuernos en tanto se acercaba más. Costaba imaginar atravesar una piel tan dura con sus espadas. Leviatán emanaba esa fuerza y temeridad con su sola presencia y aquello le atraía como atraería a cualquier espectro.

Entonces separó ligeramente los labios cuando vio a uno de los generales de Lucifer sentado sobre una butaca frente a la bestia, silbando y revolviendo la mano dentro de un cubo de madera. Sobre la arena había dejado su arco de roble y el carcaj, empolvados de rojo. Verlo detenidamente le hizo pensar en la raza angélica: lucían tan pequeños en comparación a los suyos, tan frágiles, pero era cierto lo que decía su Juez sobre ellos, que escondían una fuerza envidiable. Avanzó otro par de pasos y notó con sorpresa que Leviatán no dormía, sino que, con los ojos ligeramente abiertos, se limitaba a abrir las fauces para recibir perezosamente uno, dos, tres peces que chillaban antes de ser acallados entre los filosos colmillos de la bestia. Se los lanzaba el ángel, que volvía a meter mano en el cubo.

La comandante unió sus garras tras su espalda y se atrevió a interrumpir lo que parecía un desayuno.

—¿No eráis vos un general de los Ofiucos?  

El ángel la vio y asintió a la pregunta.

—Nunca dejé de serlo.

—¿Y vuestra tarea consiste en alimentar a la montura de Lucifer?

—Ya. Pero si no lo hago yo, ¿entonces quién? Es mejor darle de comer, que luego se pondrá a incinerar lo que encuentre.

—Pus vos lucís bien débil, si me preguntas. ¿Acaso merecisteis el cargo?

Cassiel enarcó la ceja.

—¿Qué clase de pregunta es esa?

—Vuestro cargo como general. ¿Vos lo merecisteis?

La espectro lo repitió sin cambiar el semblante y Cassiel, fulminándola con la mirada, se preguntó si acaso buscaba provocarlo o, más probablemente aún, lo estaba ofendiendo sin siquiera darse cuenta. Fue un choque de dos mundos distintos, culturas distintas, y pronto se daría qué tanto los separaba de los espectros.

—Descubrí mucho de vosotros —continuó ella—. Fuisteis creados con cargos y rangos concretos, que vuestras habilidades la obtuvisteis de cuna. Veo tu arco y entiendo que desde el primer momento vos ya sabíais manejarlo. ¿Me equivoco?

Cassiel suspiró y arrojó el pez a Leviatán con cierto enfado.

—No te equivocas. No hay cunas, pero fuimos creados con rangos y habilidades. Sazonados desde el primer instante, como dice mi Arcángel. Pero mi cargo como general de los Ofiucos me lo ofrecieron luego de que Protos me recomendara. ¿Es que acaso vuestros dioses no actuaron igual?

—En absoluto. El Inframundo nos lo dejaron a nosotros en todos sus aspectos. No nos dijeron “Tú te encargarás de esto y vosotros de aquello”. Sencillamente, todo lo que ves lo conseguimos por méritos propios. Radamantis no era más que estibador del río Nebra hace más de diez mil conjunciones. Y mi padre no más que un simple soldado al que le encargaban cavar fosas. El tiempo y la fuerza que pone a cada uno en el sitio que le corresponde.

A pesar de hablar de sus logros con tono orgulloso, Vindemiatrix sabía que la meritocracia instaurada en el Inframundo no estaba exenta de un camino tortuoso. Había sufrido lo indecible para estar allí, perdido seres importantes, asesinado un puñado de detestables y, en el fondo, no sabía si envidiaba u odiaba a Cassiel, lo que representaba él y las facilidades que ofrecía la sociedad de la que provenía.

Echando una bocanada de aire, avanzó hasta su lado para admirar por fin a Leviatán de frente. En su momento vio al dragón plateado del Arcángel Miguel cuando este llegó a los Campos Asfódelos, pero debía admitir que Leviatán era algo monumentalmente distinto. Al menos tres veces el tamaño de Nidhogg y los rugidos que oyó aquella vez que se enfrentó a Celeno, en el coliseo, le parecieron cinco veces más ensordecedores. Un latigazo de esa cola escarpada de cuernos y nadie volvería a ver los soles. 

—Tenéis una bestia impresionante. He oído cómo los domasteis. Cómo lo enfrentasteis hasta casi quedar desfallecidos.

—¿Quieres tocarlo? No hace falta enfrentarlo.

—¿Querrá?

Ante el gruñido afirmativo del dragón, Vindemiatrix tragó aire de golpe, sabedora de su aprobación. En un acto de nerviosismo, acarició sus cuernos con una garra en tanto la otra se cerraba sobre la empuñadura de la espada en el momento que, a escasa distancia, contempló mejor esos colmillos por donde se revolvía una suerte de aire espeso. Meneó la cabeza para quitarse el miedo.

Estaba insegura de moverse, pero fue él ángel quien insistió. Finalmente, soltó la garra de la empuñadura y, aunque le pareciera que en el aire mismo hubiera una pesada resistencia, llegó a tocarle las escamas. Entonces abrió la boca sin darse cuenta, completamente enfocada en retener en su memoria cada instante. Cerró los ojos y, por un momento, percibió los fuertes latidos como golpes de tambores que sacudían algo dentro de ella, entre los huesos y la carne.

Se sintió inesperadamente excitada y, abriendo de nuevo sus ojos, miró al ángel.

—Dioses, quiero uno.

—Por si no lo recuerdas, vuestro Juez solicitó dragones. Estoy seguro que uno de ellos será tuyo.   

—No quiero que me entreguen uno. Quiero verlos. Escoger al más fuerte.

—Si es lo que deseas, te ayudaré a escoger.  

—¿Y a domarlo? Montarlo, comandarlo. Que seamos uno solo, como Lucifer y Leviatán.

—Lo dices porque aún no me has visto a mí montado sobre uno. Lucifer se sostiene de los cuernos cuando Leviatán toma velocidad, pero los arqueros necesitamos encontrar el equilibro perfecto de modo poder disparar de pie sobre la montura, sin importar qué tan rápido vuele esta. Y eso, te lo digo, es una habilidad que he tenido que trabajarla con esfuerzo y dedicación.

Vindemiatrix casi no lo había oído; su fina pero larga cola, oculta bajo la gabardina, se enroscó sobre sí misma como prueba del estado febril que le estaba causando el tacto con el dragón. No deseaba soltarlo, pero temía que si no lo hiciese sucumbiría a un orgasmo tan raro como fuerte. Finalmente, se obligó a apartarse.

—Es difícil que entrenes vuestro arte de arquería aquí. Los espectros preferimos un enfrentamiento cara a cara y el arco es considerado un arma indigna. En todos los aspectos de nuestras vidas, tratamos de ser frontales porque así lo han dispuesto nuestros dioses. Nada como un cruce de miradas entre el choque de aceros.   

—He notado la frontalidad, sí. Podríais solucionar muchos problemas con un buen arquero guardándoos las espaldas.

—O acrecentarlos con la ira de nuestros dioses.

—Para mi gusto, vuestra vida gira demasiado en torno a vuestros dioses. Y, sin embargo, nos ayudáis en nuestra rebelión.

—Por favor. Una vida sin vuestros dioses suena agradable, que os prohíben amar y unirse en cuerpo. Por ello el Juez decidió ayudaros. No metáis a Perséfone y Hades en el mismo saco. Lo que me lleva a preguntaros, ¿vos tenéis a alguien esperándoos al otro lado del muro? ¿Alguien que os extrañe?

Cassiel lanzó otro pez chillón y meneó la cabeza. Vindemiatrix se extrañó de la negativa, considerando sus habilidades otorgadas y el cargo dentro de la rama militar de los Campos Elíseos. Qué penosa debía ser esa Legión de ángeles si las hembras no reconocieran los atributos de todo buen guerrero.

—¿No sois un ángel con mucha suerte?

—¿Qué más da? En mi otra vida, en el reino de Tea, he estado con tantas como las escamas de este dragón. Cuando la guerra termine, pensaré en otros asuntos.

—Sois un terrible mentiroso.

—Te lo digo, tantas como las escamas. Es así como los hecatónquiros lo hacíamos. En una noche, en tan solo un instante, podías estar con cien mujeres. Pero no físicamente, sino otro tipo de conexión. Las sentías en tu cuerpo, sus sensaciones se volvían tuyas. Era un intercambio interesante… —lanzó otro pez y suspiró con claro aire melancólico—. Ahora debo acostumbrarme a la idea de acostarme con una a la vez. O, peor, solo con una durante toda la eternidad…

Vindemiatrix echó la cabeza para atrás y carcajeó. No sabía si Cassiel hablaba en serio o solo estaba bromeando. Enroscó su cola por debajo de la gabardina y, finalmente, la sacó de su escondite para enredarla por la pierna del ángel. Cassiel se asustó; pensó que se trataba de una serpiente surgida de la arena, pero frunció los labios al comprobar la verdad. Era incómodo enfrentar aquella actitud tan frontal. ¿Serían todas así?

Dio un respingo cuando sintió cómo la cola la hembra le sujetó sus más sensibles pertenencias.

—No te quejes si nunca has probado, ángel.

   

IV

Los cortos pasos de la pequeña Bécrux eran insonoros sobre el alfombrado del pasillo y se sintió libre, lejos de sus cuidadores que no se cansaban de exigirle extremo cuidado en cada movimiento. Cerró los ojos y se imaginó en medio de un desierto de cobre radiante en donde, en vez de arena, bajo sus patas yacía un auténtico mar de óbolos relucientes.

Dio un salto prolongado extendiendo sus pequeñas alas, pero al aterrizar se tropezó hoscamente en el suelo, volviendo a la realidad. No sabía volar y practicarlo estaba prohibido hasta que creciera más. No obstante, el pequeño dolor, su pequeña rebelión, supo a libertad y le agradó. Entonces levantó la vista y, más allá del largo pasillo iluminado tenuemente por antorchas, notó la gran puerta del aposento de su padre. Sin guardias a la vista, se repuso con energía.

Sabía que estaría en alguna reunión importante con Surdu Agaus, pero su padre no sería capaz de negarle atención. Entonces, luego de oírles hablar sobre sus aburridos temas, Bécrux aprovecharía para solicitarle al ángel que la acompañara por el atestado mercado de Cocitos y la ayudase a buscar por óbolos antiguos que ofertaban en los bajos. Traería al menos un par más para agregar a su colección de antigüedades. A veces pasaba sus pequeñas garras por estas y, con los ojos cerrados, decenas historias se erigían en su mente. Le fascinaba imaginar a sus misteriosos dueños, los precursores, y las exóticas mercaderías que negociaban. Le había prometido acompañarla, no podía negarse.

Pero, por más que girase el gran pomo negro, la puerta no abría. Con el ceño fruncido, la pequeña Bécrux se levantó extendiendo las puntas de sus patas cuanto pudo y, a través de una pequeña apertura, notó a su padre y al ángel dialogando distendidamente, iluminados por el sol tenue que atravesaba el ventanal. “Surdu Agaus”, susurró con una sonrisa y oyó la conversación con atención. No porque la reunión le interesara, sino porque estaría expectante a que terminasen.

   

   

Protos se sentó abatido en el mullido sillón y se pasó la mano por la cabellera. En el reino de los ángeles lo necesitaban y él creía sentir el reclamo de sus congéneres en el cuerpo, en la sangre misma. Ese tal Trono y su guardia de Dominaciones estaban cazando rebeldes y él no soportaba la idea de abandonarlos en su momento de necesidad. Al menos se consolaba que con la pronta llegada de Ascenso se organizarían mejor, pero prefería un millar de veces estar allí.

Se fijó en el Juez.

—Diez conjunciones son demasiadas, mi señor.

Radamantis se mantuvo inmutable al oír la clara intención de dejar el Inframundo. El Juez estaba al tanto de lo que sucedía en el reino de los ángeles, pero no podía pretender que Lucifer les entregara los diez mil dragones y se despidiera campante. Debía entrenar a su ejército a montarlos, a darles órdenes, a gestar un ejército temible, de lo contrario tendrían en manos un arma poderosa sin ser capaces de darles uso. 

—¿Confías en tus generales, Lucifer?

—Mis alas al fuego por ellos.

—Aquel que llamas Ascenso se ve capaz, sin dudas. Le he oído charlar contigo y aconsejarte sabiamente. Me recuerda a Vindemiatrix. Pero, ¿qué me dices del otro? El que suele mirarlo todo con la boca abierta. El que estuvo pescando en el Nebra.

—Ah, Cassiel.  

—A él no lo has enviado de vuelta a tu reino.

—Lo necesito aquí. Créame cuando le digo que no existe mejor jinete dragontino. Será vuestro mejor maestro.

—Espero que sí. Yo cumpliré mi palabra y espero que tú la tuya. Has aceptado quedarte durante diez conjunciones. No insinúes faltar a tu palabra ante un Juez o me darás razones para sospechar que le has encargado el entrenamiento de mi ejército a un inepto. Me fallas y tú y yo lo sufriremos más adelante, cuando llegue la batalla.

El Juez se sentó en el trono y se inclinó ligeramente hacia adelante, como si buscara que su voz fuese lo bastante clara para el dubitativo ángel.

—Rodéate de seres fuertes y algún día tendrás tu propio castillo.

Protos se acomodó con mirada pensativa. Le costaba comprender las razones por la que el Juez lo quería en su reino por tanto tiempo, si con Cassiel sería suficiente para organizarle una caballería temerosa a su ejército. Pero era verdad que aceptó hospedarse durante diez conjunciones y debía cumplir. Luego pensó en lo último, un castillo, y se imaginó junto con Asteri en algún balcón altísimo de un palacio, desde donde vería un paisaje imponente, de bosques de un verde vivo y montes de picos nevados.  

—¿Un castillo? —se preguntó el ángel—. Y, como usted, ¿en compañía de hijos?

—¿Por qué no? De alguna manera se conseguirá. ¿Y cómo te ves? ¿Cargando a un niño o una niña?

Protos sonrió con mirada perdida.

—Esa pregunta me la hicieron hace una vida. Mi respuesta es la misma. Sencillamente, no lo sé. Pero mi cariño sería el mismo, ¿no?

—No me seas idealista, que me harás caer las alas. Ursae era mi Compañera de Vida, la que estaría a mi lado hasta el Día del Final. Recuerdo cuando entró en este mismo salón con los ojos brillantes y las agarras acariciando su vientre. Hasta un extranjero como tú quedaría enamorado. Me reveló que estaba esperando una criatura e hice lo mismo que me confesaste. Durante mucho tiempo imaginé un mundo ideal, Ángel de la Luz. Y, en mi caso, en ese mundo había un niño. Deseé un varón. Los dioses saben que mi corazón solo guarda amor por Bécrux, pero no puedo negar que deseé un condenado varón. Uno que, cuando creciera, tendría la fuerza necesaria para someter ejércitos bajo su voluntad o incluso al mismo Inframundo. Nos imaginé conquistando, reinando…  

Protos levantó la vista y notó un aire de frustración oscuro revolviéndose sobre el aura del Juez, cabizbajo y pensante en su trono. La pequeña Bécrux le parecía adorable y pareciera que no habría espectro en el Inframundo que tuviera el valor de romperle el corazón, ni siquiera su propio padre, en apariencia el más duro de todos. Se acomodó en el asiento; mejor que aquella amarga confesión no saliera del cuarto. 

—Compañera de Vida —repitió el ángel. 

—Eliges una y con ella hasta el Día del Fin. Es una necesidad disfrazada de tradición que la implementaron los precursores de Cocitos. ¿Qué otra forma sino de controlar una población de seres longevos? Cuando la compañera perece, normalmente la pareja decide si continuar aquí o acompañarla en el Fin. Yo decidí quedarme, aunque la idea a veces me seduzca. Bécrux y Cocitos dependen de mí.

—¿Qué pasó de Ursae?

—La guerra, Ángel de la Luz, ¿qué más?

Protos frunció el ceño. El Juez le había ordenado la mitad de sus dragones para enfrentar sus propias guerras, pero hasta ese momento no consideró por qué motivo se enfrentarían los espectros entre sí. A tenor de lo visto, no le sorprendería que se enfrentaran por mero divertimento o alguna suerte de pérfidas competiciones en donde la victoria era continuar con vida.

—¿Por qué os enfrentáis los unos contra los otros?

—Control de población.

Protos abrió la boca para inquirir más, pero fue cerrándola. No comprendía. El Juez lo notó, por lo que prosiguió.

—Lo hacemos para controlar nuestros números. Cocitos mantiene los números de sus habitantes mediante nuestra tradición. Pero Flegetonte, del Juez Aiacos, se rige por normas más flexibles y entenderás por qué está más poblada. Por tanto, él propone celebrar una guerra cada diez mil conjunciones, contra las ciudades de Cocitos y Lete, de modo poder controlar los números de la población total del Inframundo. Nuestros recursos no son finitos, pero son limitados. Se hace evidente una aniquilación deliberada; lo hacemos para no abarrotar el reino.

El ángel parpadeó un par de veces, incrédulo, ante lo que acababa de oír. El solo hecho de que una guerra fuera considerada una celebración lo descolocaba tanto, pero se dio cuenta de que no podía esperar menos de los espectros. Dada la situación, no era de extrañar que el Juez exigiera la mitad de sus dragones para enfrentar con mayor seguridad el genocidio venidero.  

—Mal que me pese —prosiguió el Juez—, no me queda más alternativa que enfrentarlo. Pero confío en que con vuestra ayuda pueda aplastar de una vez a Aiacos e instaurar nuestras tradiciones en Flegetonte y Lete. Espero que la vida no me destroce este último anhelo, porque los demás han sido despedazados. Solo mírame. Sin Compañera de Vida, con una niña que me pide que le compre óbolos raros para su colección, no un varón rogándome una espada para practicar juntos o pidiéndome su primera armadura. Y luego tienes a mi ejército que lo dirige una hembra al que media Legión se la quiere encamar. Créeme que yo sería uno de ellos, pero una vez que eliges una Compañera ya no hay marcha atrás. La vida te desgarra los sueños lentamente, tú y yo lo sabemos bien, qué menos que sincerarnos.

Radamantis se levantó pesadamente del trono, visiblemente afectado de desahogarse. Se dirigió hasta Protos y le tomó del hombro. Lo veía como un ángel fuerte, de un gran espíritu guerrero reconocido por los suyos y que incluso los disponía a seguirlo hasta la muerte. No lo diría en alto, pero le parecía ser como una vez idealizó al hijo que nunca tuvo.

No era de extrañar por qué el Juez lo quería durante diez conjunciones. Un capricho. Un anhelo que necesitaba cumplir.

—Te tengo un regalo —dijo apretando—. Vayamos a las forjas, te tomarán la medida para una armadura.

—Los ángeles no vestimos armaduras, mi señor.

—Tampoco hacéis el amor, pero conseguiste darle la vuelta al asunto. Todo se conseguirá.

Protos rio, tanto por la frase de Radamantis como por la imagen que se formó de forma abrupta de él mismo enfundado en aquellas armaduras pesadas, oscuras y engalanadas con cuernos. Se levantó para seguirlo; la idea se volvió poco a poco atrayente.  

Cuando la gran puerta de roble terminó de chirriar al abrirse, se encontraron con la pequeña Bécrux de pie frente a ellos. Las puntas de sus pequeñas alas estaban torcidas hacia adentro, pero por lo demás parecía haber encajado perfectamente el par de golpes que su padre propinó desde el otro lado sin darse cuenta.

Protos abrió la boca, pero la niña se adelantó con aquella dulce voz tan impropia de un espectro.

—Padre.

Radamantis sintió una suerte de garras arañándoles el pecho desde su interior. La niña era la única debilidad capaz de causarle sensaciones como aquella. El Juez siempre fue frontal, pero con Bécrux intentaba contenerse. Al menos, hasta que creciera. Intentó salvarse como pudo; lo último que necesitaba era a su más preciada pertenencia llorando por los pasillos del palacio.

—Ahí estás. ¿Vamos a por esos óbolos?

Bécrux meneó la cabeza.

—A la forja —unió sus garras y se atrevió a mirarlo a los ojos—. Cómprame una espada.

Radamantis tragó una inesperada risa. No lo esperaba por nada, pero fue agradable verle esa decisión brillándole en los pequeños ojos. Se vio reflejado en ellos y, por un instante, se preguntó si Bécrux realmente tendría lo necesario para reinar en el Inframundo. Deseaba creerlo porque, por tradición, el Juez ya no tendría hijos y ella era lo último que le quedaba.

—Eres demasiado pequeña para blandir una espada.

Bécrux torció las puntas de sus orejas. No era lo que deseaba oír. Para su suerte, Protos no se había desentendido de la situación. Este se acuclilló y, levantándole la barbilla, le sonrió.

—Pero es lo suficientemente grande como para una daga.

   

V

Asteri frunció el ceño. Vio el adoquinado oscurecerse como si repentinas y gruesas nubes ocultaran el cielo. Al levantar la vista notó miles de dragones surcando en marcha ordenada, casi militar. Actuaban pacíficos y silenciosos, de por sí algo raro cuando estos gustaban de gruñir de día. ¿Adónde iban tantos?, se preguntó. A tenor de lo dirección, tal vez al río Aqueronte. Y pensar que se estaba dirigiendo a los prados para cantarles. Algo le decía que allí ya no encontraría a nadie. Extendió las alas y se elevó sobre una casona. Gritó el nombre de algunos que reconoció en sus rasantes vuelos: Quetzalcóatl, Ryujin, Doğan. Ninguno se molestó en lanzar el más mínimo gruñido que aclarase la situación.

Entonces notó a ángeles volando entre ellos y otros montándolos, por lo que entendió que se trataba de una suerte de arreo de parte de los Ofiucos. Sabía que estos ya no eran comandados por el Arcángel Miguel, encerrado en el templo, sino por el Trono, y apretó los puños porque la situación no le empezaba a agradar. ¿Acaso estaban expulsando a los dragones? Todo era posible con la dictadura del nuevo líder.

Cautelosa, siguió el éxodo. Sobrepasaron la ciudadela, las fraguas, el frondoso bosque, los cañaverales. La silenciosa persecución acabó al llegar a un agitado río Aqueronte, donde contempló, escondida tras unos arbustos, los últimos dragones sumergirse con tanta fuerza que dejaron sobre el río una inmensa capa de espuma blanca. Finalmente vacío y silencioso, salió de su escondite y se detuvo en la cala. Jugó con sus dedos sin apartar la mirada del río; dudaba de continuar; nunca había ido a Rodinia y temía toparse con alguna alimaña, si es que aún las hubiera. Había visto a Protos y Cassiel regresar con sus rostros cubiertos de sarpullidos tras algún encontronazo con aquellos bichos y le horrorizaba siquiera imaginarse así. Meneó la cabeza. Tal vez la opción más sabia era quedarse en casa y esperar el regreso de su amado…

Expulsando una larga bocanada de aire, extendió una mano e invocó la espada que le regalara Fobos. La guardó bajo el fajín y caminó rumbo del río decida a averiguar qué sucedía. Ni ella se lo creía; jamás se pensó en aquella situación, preocupándose por unas bestias que, tiempo atrás, solo le generaban terror y antipatía. Pero sin Leviatán ni Protos presentes, y en medio de aquel reinado dictatorial que había arrebatado la vida de sus más cercanos, quedarse con las alas quietas no era una opción.

Su descenso fue tan lento como sigiloso; surgió en Rodinia a la altura de las nubes y tuvo una panorámica que la dejó consternada. Le impresionó no solo la extensión de la tierra desmadejada por montes, sino aquellos mares en apariencia infinitos que, en la altura, se curvaban sobre el horizonte de una manera surreal. No imaginaba cómo los mortales, una vez creados, conquistarían un mundo de semejante tamaño. Allá abajo, en una llanura amplia a los pies de un monte y con el otro extremo bordado por un bosque, vio un auténtico mar de dragones, con ángeles paseando o volando entre ellos, tan pequeños que desde su posición parecían pequeñas esporas blancas flotando erráticamente sobre un mar gris oscuro.

Descendió elegantemente en medio del bosque tupido, sobre la rama alta y gruesa de un árbol. La vista era casi perfecta si se alzaba con las puntas de los pies; entornó los ojos y se fijó en un dragón plateado destacando de la aglomeración grisácea. “Nidhogg”, esbozaron sus labios; el dragón del Arcángel Miguel. Pero, ¿y su jinete? Imposible que él estuviera allí. ¿Él sabía de aquello? No tenía tiempo de volver a los Campos Elíseos y consultárselo. En el momento que se acomodó sobre la rama, notó claramente cómo un Ofiuco se acercó a la enorme oreja del dragón para decirle algo. Desenvainó su espada y la empuñó con ambas manos; acto seguido extendió las alas y dio un salto prolongado, con la hoja radiante dibujando un arco en el aire, y descendió violentamente atravesando el cuello del dragón.

La cabeza cayó sobre la hierba, con las fauces abiertas, pero los ojos cerrados. No tardó en surgir un mar de sangre. El cuerpo de la bestia tuvo un par de espasmos violentos, como si un relámpago le cayera encima. Sus patas se retorcieron y sus alas también, pero no duró demasiado tiempo y finalmente cayó con todo su peso. La tierra sintió la estremecida; los demás dragones observaron la ejecución en silencio y otros gruñeron al ver el cuerpo cercenado, pero se mantuvieron férreamente en sus posiciones. 

Y Asteri, consternada ante el cruento espectáculo, chilló de horror. Cientos de Ofiucos se giraron hacia el bosque y otros más desenvainaron sus espadas ante lo que parecía la presencia de un espía. A la señal de un cuerno, un escuadrón se adentró en las entrañas del bosque tupido.

   

   

Un espectro levantó la vista y vio una esfera blanca y radiante, no más grande que un puño, descender por el gigantesco conducto de luz azulado conocido como Samsara. Él y cerca de unos veinte mil espectros más se habían reunido a su alrededor, guardando un adusto silencio pues estaban al tanto de que era el sitio más importante de todos los reinos; aquel en donde la vida y la muerte se reunían. Se giró y, entornando sus ojos, notó al Juez Radamantis en compañía de Lucifer, al pie de una colina no muy lejana. Incluso notó, en otra colina, al mismísimo dragón Leviatán acostado, pero con esos grandes ojos púrpuras y brillantes puesto en el escenario, observador, como quien sabe a la perfección qué sucede y qué vendrá. Había más observadores, pero al espectro no le importó y volvió a girarse hacia Samsara.

Se rascó el pecho. Llevaba una túnica oscura y raída, con capucha que ocultaba un lado de su rostro en la oscuridad. No extrañaba esas pesadas armaduras que vistió alguna vez, miles de conjunciones atrás, cuando sirvió al ejército de Radamantis. Dejó sus servicios el día que perdió un ala, y así tener una vida más tranquila en alguna cabaña lejos del ajetreo de la ciudad y vivir junto a su fiel Compañera de Vida. La longevidad de los espectros era un arma de doble filo; imaginaba que los seres mortales los observarían con envidia, pero la realidad dictaba que el paso del tiempo les traía un cansancio en sus espíritus imposible de remediar. Tal vez sus cuerpos no envejecieran llegada a su plenitud, pero no había forma de detener la inexorable decadencia del alma, propia de quien vivió y fue testigo de tantas desgracias. El ex soldado había tenido hijos, y estos tuvieron los suyos, y la cadena siguió y siguió con algunos eslabones cayendo oxidados por el paso del tiempo.

Su Compañera de Vida le codeó y él se despertó de sus adentros. Entonces se fijó mejor en el alma que descendía, brillante como nada que hubieran visto, y sospechó que sería la de un dragón. La del primer dragón asesinado por los ángeles en el reino de Rodinia; tensó la mandíbula porque sabía que había llegado el momento.  

El Segador avanzó unos pasos hacia Samsara. El Ángel Negro, como lo llamaban en el Inframundo. Su guadaña la clavó en el polvoriento suelo. Irradiado por el haz azul, introdujo su mano oscura y huesuda. El alma del dragón, como si obedeciera sus deseos, cambió su trayectoria hasta reposar sobre su palma. A sus espaldas nació una ola de suspiros y murmullos inentendibles.

El ex soldado y su Compañera de Vida se tomaron de las garras sin dejar de contemplar el ritual. Ella apretó fuerte. “Contigo fui feliz”, le dijo con voz ronca.

En la colina, la pequeña Bécrux tiró del ala de Protos para llamarle la atención. Tanto él como su general, Cassiel, no dejaban de contemplarlo asombrados. Nunca habían visto cómo funcionaba el proceso de resurrección y les resultaba tan fascinante como aterrador. La pequeña no deseaba interrumpirle, pero incluso en un momento como aquel no renunciaría a su cargo como tutora.

—Solo el Ángel Negro tiene permitido manipular las almas dentro de Samsara. Dicen que, si capturas una en tus garras, te volverás capaz de ver los recuerdos de esta. Sus conocimientos. Amores y decepciones —se inclinó y habló bajo—. Creo que también insultos nuevos.

—Suena tentador.

—No lo hagas. Todos los que intentaron obtener sabiduría de esa manera terminaron con los brazos volviéndose de piedra. Una vez pedí ver a uno, pero mis cuidadoras dicen que no debo. Vindemiatrix dice que sufren una muerte dolorosa. No debe haber algo más indigno.

El Segador retiró el alma capturada entre sus largos dedos. Se dijo que, para provenir de una bestia salvaje y casi indómita como un dragón, lucía tan serena, quieta y pura. Tan solo irradiaba un sonido extraño, como de estática que crecía y decrecía constantemente. Con la otra mano, señaló el suelo a sus pies y gruñó una orden en aquella voz gutural. Un espectro se separó del grupo y se le acercó; cargaba en sus brazos un cadáver y lo lanzó al suelo sin mucha dilación.

—Surdu Agaus —la niña buscó la mano del ángel y, al encontrarla, apretó—. Ese es el espía que Vindemiatrix ejecutó en las mazmorras.

En el momento que el Ángel Negro estrelló su oscura mano por el pecho del cadáver, ocultando así el alma en sus adentros, el fallecido espectro se zarandeó como si acusara el paso de mil relámpagos. Luego gritó tan fuerte que todos lo oyeron y por tanto se removieron incómodos; porque era un grito extraño, innatural; entre animalesco y metálico. Cesó pronto. Probablemente tenía las cuerdas vocales podridas y solo por ello ya no emitía grito alguno, a pesar de tener la boca tan abierta como esos ojos, de blanco pálido.

Una brisa levantó y arremolinó una fina capa de arena que ocultó el agitado cadáver de la vista.

Vindemiatrix unió las garras tras su espalda y se acercó hasta los ángeles. Los notaba más nerviosos que sus propios soldados y se sintió con el deber de hablarles.

—Para traer de vuelta a vuestro dragón asesinado, se necesita de un recipiente donde depositar su espíritu. Toda alma necesita de un cuerpo. Aun así, el mecanismo no es perfecto: si el alma es fuerte, se sobrepondrá y conquistará el cadáver, que a su vez debe estar fresco y haber pertenecido a alguien con fortaleza. Será cuando el dragón vuelva usando como sostén el cuerpo ofrecido. Y renacerá. Renacerá como lo que debe ser.

Cuando la neblina fue bajando su nivel, se vio levantarse rampante un dragón rojo como la sangre. Era Nidhogg. Notaron dos enormes alas extenderse y cómo, de un potente aleteo, se libró de la polvareda para revelarse imponente. Sus escamas normalmente plateadas reflejaban los soles y por ello lucía, ahora, como un dragón escarlata. Este gruñó, comprobando que su cuerpo fuera el mismo, y los espectros sintieron las vibraciones de su grito reverberar en los huesos. Cuando oyó a Leviatán gruñirle en la colina, llamándolo, Nidhogg levantó vuelo y lanzó una llamarada al aire para probarse.

Vindemiatrix cerró los ojos y echó un suspiro. Había llegado un alma y sobrevivió el ritual del Ángel Negro. Era un buen augurio de lo que estaba por venir, pero quedaban tantos.

Dos almas de dragones volvieron a irrumpir en lo alto de Samsara, en suave descenso. La cacería seguía en Rodinia y el ritual debía continuar en el Inframundo. El Segador se acercó a su guadaña y la desclavó, mirando al grupo de miles de espectros frente a él. No hubo palabras, pero tampoco hacía falta. Él estaba listo para continuar con su trabajo y ellos también. Pensar que quedaban veinte mil dragones por delante. Veinte mil recipientes que utilizar. No compartiría sus pensamientos y dudas con espectros, pero dudaba horrores que todas las resurrecciones saldrían a la perfección como la reciente. No obstante, daría lo mejor de sí porque al final del camino estaba la destrucción de la orden del Olimpo y haría lo que fuera por terminar la misión que una vez inició su diosa Perséfone.

El ex soldado y su Compañera de Vida se desprendieron del grupo y fueron acercándose al Segador con pasos apresurados y nerviosos, aunque por dentro los movía una fuerte motivación. Él se deshizo de la túnica raída y se reveló un cuerpo de piel ocre adornado de cicatrices pálidas; recuerdos de decenas de guerras libradas tatuadas en la piel. No era de extrañar que la vida se le volviera un hastío; una tediosa repetición de la historia; ahora tendría su oportunidad, junto con su Compañera, de obtener un descanso merecido y digno.

De rodillas sobre el polvoriento suelo, ambos se abrazaron y se compartieron unas últimas palabras de consuelo. “Contigo la dicha no muere”. “Juntos hasta el Fin”. Ella lo rodeó con sus alas y apretó. Él la besó en un intento de rememorar por última ocasión cómo fue aquella vez, lejano momento en el tiempo, que la llevó en los montes más escarpados y, montados sobre un tricéfalo, la eligió para la eternidad con los soles como testigo.

El fulgor plateado y borroso de la guadaña roció gotas de sangre al aire. Para los dos espectros había llegado su ansiado Fin. Y encontraron consuelo porque con ello sentían que servían para un último propósito; sus carnes darían la esperanza de un nuevo futuro; el comienzo de una nueva y poderosa historia.

Vindemiatrix vio el sacrificio con desencanto: no le parecía una forma digna de morir, pero se dijo que debía mostrarse orgullosa y por ello levantó su espada aserrada al aire, como una línea horizontal, acto imitado por toda la guardia de Radamantis en silenciosa señal de respeto. Debía admirar la resolución de la pareja, de los veinte mil espectros que se sacrificarían por un plan mayor. Deseó que ojalá llegara el día que ella también tuviera esa claridad y decisión. Allí en la colina todo estaba abrigado por un mutismo frío y desolador. Incluso los ángeles como Protos y Cassiel, a quienes les costaba entender las razones del sacrificio de los espectros, sabían que no existían palabras con las que llenar el silencio: la inconsolable tristeza que se contagiaba a través del aire, pesada y cruda, duraría por mucho tiempo.

Bécrux tiró de la mano de Protos y esbozó una sonrisa tímida cuando se cruzaron la mirada.

—Surdu Agaus. En el Reino Rojo, la felicidad es la más mortal de las dichas.

Continuará.

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