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Destructo IV, Enemigo mío

en Grandes Series

Guía de lectura y personajes de Destructo IV

I

La Querubín caminaba por el camino que atravesaba el frondoso pinar de la reserva de los mortales, silbando una canción y disfrutando del día. A veces invocaba su sable en una mano y daba tajos al aire, tatareando sus canciones favoritas del coro de Zadekiel. Hacía tiempo que no estaba de tan buen humor. Ahora sabía volar e incluso vio el mundo desde una perspectiva nueva. Se sentía un ángel con todas las de la ley y, más que nunca, miembro de la Legión. No tenía perfeccionada la técnica de vuelo, eso sí, pero ni la caída sobre un cerro y el posterior ruedo por un acantilado la desanimó en absoluto.

Pese a su cántico rebotando como un eco por el bosque, un adusto silencio solía reinar en la reserva ecológica desde que la mayoría en la Legión del Serafín Durandal partiera al encuentro con los dragones. El bullicio se reducía en el gran lago, allí donde la Querubín se dirigía. Casi un centenar de ángeles, en su mayoría hembras, retozaban en lo que se había convertido en el sitio de ocio preferido. Cientos de plumas trazaban surcos sobre el agua acuchillada por el sol, entre el chapoteo juguetón y las risas divertidas.

En la orilla, la muchacha se quitó el fajín y las botas, arrojándolas a un lado. Sus amigas, Aegis y Dione, se acercaron desnudas desde el lago. La habían buscado durante todo el día y apresuraron nada más verla. Aegis era menuda, de larga cabellera castaña y lacia, de brillantes ojos plateados. Su rostro aniñado y la usual sonrisa con la que se mostraba la hizo ganarse el cariño de los científicos mortales con quienes se topaba en las instalaciones. Dione, en cambio, era exuberante; a diferencia de Aegis, gozaba de curvas y prominencias. De cabellera corta y azabache, además un lunar llamativo en la comisura de sus gruesos labios, todo en ella parecía haber sido tallado de manera exquisita para robarse el suspiro de los humanos.

—¡Ven! —Aegis le salpicó agua—. Hay que hablar.

La joven pelirroja meneó la cabeza y fue quitándose la túnica. Invocó, en una mano, una concha de mar, pues servía como contenedores de aceites aromáticos, y un cepillo en la otra. Deseaba bañarse y lucir radiante para la llegada del Serafín; no podía pasarla jugando, por lo que ofreció sus utensilios para que la ayudasen. Para la limpieza de las alas siempre se hacía necesaria ayuda.

En un sector no muy profundo del lago, Perla se arrodilló y el agua le llegó hasta la cintura; Aegis hizo lo propio y, luego de pasar los dedos por la concha de mar, peinó suavemente las alas. La Querubín emitió un gemido largo con los ojos entrecerrados; siempre resultaba agradable las caricias en las alas y más aún con el efecto de los aceites. Luego le ofreció la concha a Dione para que la ayudase a enjabonarse, pero esta se quedó de pie frente a ambas, cruzándose de brazos:

—¿Qué? ¿Desea algo, su majestad?

—Sí —Perla frunció el ceño—, una mano. 

—¿Acaso soy tu esclava?

—¿Cuándo dejaste de serlo?

—Recuérdame por qué escapé de los Campos Elíseos para rescatarte. 

—¡Ya! No se te van a caer las plumas por ayudar a una necesitada —le ofreció la concha otra vez.

—Que lo haga Aegis. Amaneció muy servil por lo que se ve —se encogió de hombros—. ¿Hay apuro? ¿Acaso quieres lucir bonita para alguien en especial?

Perla entornó los ojos.

—Desde luego que sí. Durandal prometió presentarme a los dragones. Debería lucir acorde.

—A un dragón le importa entre poco o nada cómo luce su jinete. Cuenta, que Xi Cephei lo vio con sus propios ojos y para el amanecer toda la Legión se enteró.

—¿Os enterasteis de qué?

—¡Dione, basta! —la defendió Aegis—. ¡No tiene nada que contar si no quiere!

La Querubín se removió inquieta y empezó a enjabonarse los brazos. No podía ser cierto lo que insinuaba su amiga; que toda la Legión descubrió el escarceo entre ella y el Serafín, la noche antes de que partiera en búsqueda de los dragones. Pero si ambos estaban en intimidad, pensó preocupada, sin nadie a la redonda y ocultos en la oscuridad de la noche. Una vez más, la Legión ganándose la fama de inmiscuidos y chismosos, concluyó haciendo un mohín.

—¿Qué es lo que sabéis?

—Que sois pareja. Como los mortales.

—Y, si lo fuese, ¿qué pensaríais?

Dione se recogió un mechón de la frente; no lo había notado hasta ese entonces, pero parecía que el asunto la aliviaba más de lo que a muchos les preocupaba. Porque la Legión se estremeció ante la noticia del romance, considerando que Durandal se trataba de su líder y este debería priorizar a sus seguidores por sobre asuntos más personales. Era cierto que los ángeles ya no se debían a los dioses y por ello eran libres de romper antiguas prohibiciones y tener parejas; pero tenerlas implicaba que existía una necesidad biológica; una necesidad de reproducción y perpetuación de la raza que los ángeles no sentían debido a su condición de seres inmortales.

Era, para ellos, innatural crear lazos románticos.

Muchos se preguntaban si la novedosa relación solo era un acto más de rebeldía del Serafín contra los dioses. Ponían en tela de juicio de la veracidad del romance. Dione, en cambio, no tenía dudas. Ella misma sabía que sí era posible despertar el cuerpo y los deseos de la carne; era pareja de Aegis, aunque nadie en la Legión aún lo supiese. Si de por sí entablar una relación podría ser visto como un sinsentido, no se imaginaba que dirían de un romance entre dos hembras.

Pero, como si Perla y Durandal fuesen una suerte de ave partiendo una nube en dos, sentía que les abrían el camino para los demás miembros de la Legión que, tal vez, en las sombras, se habían unido en lo que antes era considerado un acto innatural.

—¿Eres feliz así?

Perla asintió con labios apretados.

—Entonces yo también y fin de la cuestión. Pero, entiéndeme, me cuesta creerlo. ¿Qué pudo haber visto él en alguien tan gruñona como tú?

—¡Ah, claro! Era eso. Yo qué sé, pregúntaselo a mi sable —respondió Perla, invocándolo en una mano y clavándolo en el agua.

—Ya. Así solo estás dándome la razón, respondona.

Dione, brazos en jarra, se inclinó hacia la Querubín, quien detuvo su mirada en los generosos senos de esta. Los pechos de Dione eran, probablemente, los más grandes de todas sus amigas. La joven torció las puntas de sus alas y se enjabonó los suyos, nimios prácticamente, aunque no tanto como los de Aegis. Desde que Durandal mostrara claro interés en su cuerpo, a la joven le afligía todo detalle físico en los que las demás hembras eran superiores: fueran piernas largas, curvas más pronunciadas, redondeces más definidas…  

—¿Qué te hizo? —insistió Dione.

—¿Hacerme…? Fue más bien algo de los dos —siguió enjabonándose—. A ver, tampoco es que hiciéramos mucho... Intentó besarme, pero estábamos nerviosos. Nada salía bien. Entonces decidí besarlo yo... Eso sí salió bien.

La Querubín ahora esbozaba una sonrisa bobalicona en su rostro enrojecido, mirando algo en el horizonte y rememorando aquel momento. Aegis había detenido el lavado de las alas para escucharla atentamente, en tanto Dione estaba decidida a sacarle toda la información posible.

—Os besasteis y ya…

Perla prosiguió enjabonándose, pero con más ímpetu, como si quisiese arrancarse un abrupto malhumor del cuerpo. Su ceño, usualmente dulce, se había vuelto a transformarse en el de una fiera.

—Me gustaría decirte que hicimos mucho más, pero no fue así porque Celes estuvo espiando todo el rato. Disparó una flecha a una de sus alas para interrumpirnos. Pero, cómo se… ¡Dioses! Para atrevida… ¡No tiene potestad de interrumpir nada!

Dione se aguantó una carcajada y metió los dedos en el pequeño contenedor de aceites. Le daba pena que su amiga no pudiese continuar retozando con el Serafín de la misma forma que ella sí pudo hacerlo con Aegis. Frotándose las manos se arrodilló para enjabonarle los brazos.

—Te guste o no, tu guardiana tiene potestad.

—Pero, ¿del lado de quién estás? —le chapoteó el agua.

—¡Ah! ¡Deja de refunfuñar por todo!

Aegis abrazó a Perla por detrás, reprochando a Dione con la mirada:

—¡No le hables así, yo también estaría furiosa si me interrumpieran!

—Es porque las dos sois bien cabezonas. Y, ¿cómo fue el beso?

—No sé… Fue un beso y ya. ¿Debería ser bueno o malo?

—Debería ser uno de los dos. Ponlo de esta manera. El beso fue tan malo que, cuando tu guardiana os interrumpió, el Serafín prefirió dar por terminada la noche. 

Perla enrojeció de furia y volvió a chapotearle agua; Dione tenía un arte sacándola de sus cabales y con el rostro tan tranquilo, lo que la sulfuraba más.

—¿Qué sabrás tú?

—Sé algo —Dione se encogió de hombros—. Bastante más de lo que tú sabes, eso seguro.

—Estoy segura que besar botas se te da muy bien, Dione, pero no es lo mismo.     

La voluptuosa hembra se inclinó aún más hacia la Querubín y la sostuvo de la barbilla. Hizo morritos; parecía una broma. Perla meneó la cabeza y la fulminó con la mirada; no creía que iba en serio, pero su amiga insistió. Dione terminó robándole un beso en los labios. Apenas un pico ruidoso con tenue sabor del lago. La joven crispó los dedos de manos y pies, pero no hizo mucho para detenerla. Entonces la pérfida amiga apretó el fino labio inferior con los suyos, mucho más gruesos que los de Perla. Tiró un poco para finalmente soltarlo.

Perla abrió la boca para decir algo, una reprimenda, pero se quedó a medias al sentir cómo la húmeda punta de la lengua de su amiga pasó, de abajo arriba, por sus labios. Entonces el mundo a su alrededor le dio vueltas y vueltas mientras su boca se veía devorada con una intensidad demoledora.

Aegis dobló las puntas de sus alas al oír el sonido de los labios dándose un festín; gruñó con un tono largo y lastimero, como esperando que Dione la oyera y se percatara de su desagrado. Esa boca de labios carnosos era una exclusividad que ahora perdía. Se le erizaron las plumas cuando la notó aumentando de brusquedad y, para colmo, apretándose contra la Querubín. Metió la mano entre ambas y apartó el rostro de Dione.

—¡Te estás pasando!

Perla, con ojos cerrados, veía estrellas emborronadas chispeando en la oscuridad. Intentó decir algo, pero había olvidado qué y su boca quedó abierta. Su cepillo había caído al agua y sus manos eran dos puños cerrados con fuerza. Abrió los ojos y los tenía humedecidos. Luego miró esos gruesos labios de Dione, rematados por un lunar llamativo en la comisura de los labios, y se sonrojó.

Dione se mordió la punta de la lengua y agitó sus alas.

—¿Que beso botas, has dicho?  

—¿Dónde…? ¿Dónde aprendiste…?

—¿Te gustó?  

Perla apretó los labios. Era algo nuevo; algo agradable a pesar de la brusquedad. Y, sin dudas, lo tenía que usar con el Serafín. Entonces él nunca se fijaría en otra, si es que se fijara.  

—¿Te gustaría aprender?

—¿Contigo…? —se apartó un mechón—. Preferiría un espectro, pero si no queda otra...

Aegis estalló en carcajadas, pero Dione frunció el ceño y se abalanzó sobre ella. La Querubín la sostuvo de las manos y forcejearon en el agua. La voluptuosa hembra aprovechó para inclinarse; Perla, pese a sostenerla, no opuso resistencia alguna; al contrario, pareció esperarla. Luego de verse nuevamente alcanzada por esa boca, sintió de nuevo cómo la lengua buscó hacerse un lugar adentro. La Querubín se estremeció al sentirla e intentó cortar el paso apretando los labios, no podía ser cierto lo que Dione pretendía, pero abrió la boca de sorpresa cuando sintió cómo la palma cálida de una mano acarició su vientre, bajo el agua, rozando el vello púbico.

Era Aegis. Perla enarcó una ceja al descubrirla; ¿su otra amiga también dominaba ese tipo de terreno? Pero, ¿qué diantres hicieron en el reino de los mortales?, se preguntó en medio de un remolino de sensaciones. No tenía forma de saberlo, pero lo cierto era que la tímida hembra se había puesto celosa al ver cómo Dione la besaba, que decidió jugar con la Querubín de la misma manera, esperando despertar los celos de su amante. No obstante, también había cierto grado de divertimento, de desenfreno. Las tres se sentían deliciosamente pérfidas. Entonces la Querubín sintió otra mano, ya no sabría decir ni de quién, que subió por su vientre y luego acarició un seno, jugando luego con el pezón para endurecerlo.

Perla desencajó la mandíbula y gracias a ello la lengua de Dione entró y buscó la suya. Se apretó contra la Querubín hasta el punto que sintió los pezones arañándole los pechos. Adentro fue una lucha desigual; un guerrero experimentado aguijoneando con su espada a un pobre escudero en un terreno húmedo. Dione, finalmente, dio tregua y se apartó un momento para recuperar aliento; intentó explicarle que el tacto era también fundamental, que los dedos debían buscar las zonas más sensibles del cuerpo, pero no estaba del todo segura si Perla oía porque esta lucía completamente ida ante las caricias de Aegis. En realidad, la Querubín, de ojos entrecerrados, miraba ese lunar…

Perla hizo esfuerzo y sujetó una mano de Aegis, la que acariciaba el seno, pero no como si quisiese detenerla, más bien quería retenerla porque era un nuevo mundo el que se le abría y no podía esperar a seguir descubriéndolo. Se frotó los muslos en un intento de retener la otra mano pues sentía que la abandonaba. El calor y la agradable picazón exigía más y más…  

Dione y Aegis dieron un respingo al oír una suerte de trueno sobre el frondoso pinar, surgiendo detrás de la Querubín. La soltaron y entornaron los ojos; era algo brillante que surgía del bosque, como una estrella resplandeciendo de día, pero que aumentaba de tamaño conforme se acercaba. Fuera lo que fuera, llegó abriéndose paso sobre el agitado pinar que se revolvía con intensidad.

—¡Dragón! —chilló un ángel en el lago.

La gigantesca bestia cruzó sobre ellas y todo se estremeció a su paso; cientos de plumas levantaron vuelo y sobre el agua se trazó un surco debido a la velocidad del rasante animal. Vieron sus dos enormes alas extendiéndose, taponando el sol, y por fin notaron el dragón, plateado y radiante, descender en el centro mismo del lago donde aterrizó rampante.

Perla se levantó de golpe; ¡un dragón! Era su primera vez viendo a uno y todo el deseo y placer de la carne se esfumó; aquella bestia representaba lo que más deseaba en su vida: un medio para conseguir su venganza contra el ser que manipuló a su madre. Y vaya dragón; gigantesco como doscientos ángeles. Sus gruesas escamas brillaban al sol de tal forma que no podían ver con claridad al jinete que lo domaba, de pie sobre su lomo. Sonrió porque sabía que ese sería su lugar durante la batalla contra el Segador, montada sobre uno así de fuerte, amenazante y brillante.

La bestia ladeó el cuello de un lado a otro, rugiendo en un tono largo y tendido para, finalmente, hundir su rostro en el agua emitiendo ronroneos ahogados.

La Legión estalló en risas. Unas levantaron vuelo para acercarse a la bestia, otras se adentraron en el lago a nado conforme llamaban al dragón por su nombre; los milenios no le quitaron a la bestia su acostumbrado humor. “¡Nío, Nío, Nío!”. La Querubín fue la única en quedarse como estaba. ¿Acaso no eran peligrosos los dragones? Su guardiana y el Serafín no se cansaron de advertírselo en los días anteriores. Ahora estaba confundida; pensó que, tal vez, el rugido tuvo mucho que ver con la reacción de las demás.

—¿Qué dijo?

—¿No entendiste? —preguntó Dione.

Perla meneó la cabeza. Era la primera vez que oía la lengua dragontina y, como era natural, aún no la asimilaba. Con el tiempo, tal vez, la dominaría. Como hizo con todas las lenguas humanas que conoció desde que cayó del cielo.

—“Un lago, por fin. Ya no me soportaba hasta yo” —tradujo Aegis.  

—Se llama Nidhogg —Dione la tomó de la mano—. Pero le decimos Nío. Ven. Vamos a tocarlo.

“Nío”, susurró Perla tratando de absorber el nombre. Sería el primero que conocería. Y, así, las tres amigas avanzaron por el lago. La Querubín estaba que no cabía de su asombro; mientras más se acercaba más imponente lucía. Se veía tan fuerte, con los músculos marcándose gruesos en sus cuatro patas, peligroso con esos cuernos poblándole el cuerpo; se fijó luego en esa piel de escamas tan gruesas, ahora acariciada por las demás hembras, y parecía imposible atravesarla ni con la espada más filosa. Qué animal más temible, pensó viéndole enroscar en el aire su larga y gruesa cola. Y era solo uno. No se imaginaba aún cómo sería tener a un millar volando para aquí y allá, y rompiendo el cielo con sus rugidos. 

Entonces pensó en los espectros que amenazaban con destruir su reino y el de los mortales. Con los dragones de su lado, estaba convencida de que la victoria sería de los ángeles.

II

El campamento de espectros dormía en completa paz. Apenas se oía más que un lejano gruñido de algún tricéfalo paseando junto con algún vigía o el lastimero ulular del viento desértico. Solo el sol más pequeño flotaba sobre el horizonte e indicaba el momento de descanso. Cuando el segundo sol surgiese del otro lado todo volvería a ser el infierno de cacofonías que caracterizaba al ejército.

Antares tomaba rumbo del acceso en el muro neblinoso, con una butaca bajo el brazo, y se acomodó frente a la estaca donde Proción, a lo alto, dormía encadenado. Se sentó y, con dos silbidos cortos, apuró a su esclava que, desde que saliera de su tienda principal, lo venía siguiendo diligente.

Quemish aceleró el paso invocando una botella negra en una mano y un pichel en la otra; era una ninfa de cabellera dorada y trenzada, ataviada en una túnica de seda que no hacía el más mínimo esfuerzo en ocultar sus secretos. Los pequeños aros incrustados en zonas estratégicas de su cuerpo tintineaban debido a la brusquedad de sus movimientos. Nunca se iba a acostumbrar a esos tirones suaves. Era una locura llevarlos debido a la naturaleza de la ninfa, tan ligada a la sexualidad, por lo que siempre la dejaba en un estado de deseo febril. Desde luego, los espectros sabían perfectamente lo que hacían con sus esclavas.

Antares no pareció cambiar su semblante serio al recibir el dulce beso de Quemish y posterior caricia en la mejilla. Estaba cada vez más convencido de que sus enviados, todos desaparecidos al atravesar la pared neblinosa del pasillo, simplemente desertaban el ejército. No quería decirlo frente a sus soldados, ni mucho menos frente al veedor, pero ¿qué otra posibilidad había? Un latido de corazón; los enviaba durante un latido de corazón y no volvían. Ninguna bestia podía ser tan fuerte, rápida e inteligente para arrebatar la vida de sus soldados.

Proción se removió torpemente en su poste:

—Creo que ya no siento las alas, mi Juez.

—¿Te traigo un cojín?

—Estaba pensado en otra solución.   

—¿Bebes? Eso sí, no tengo copas.  

—Be… Bebería hasta de sus botas, mi Juez. 

—Ya lo oíste, Quemish —hizo una señal y la ninfa miró intermitentemente a ambos; a ver cómo conseguía servir al pobre diablo encadenado a lo alto del poste—. A diferencia de ti, estuve pensando por largo rato. Si tú sirves al emperador, puta, deberías tener una idea de lo que nos espera del otro lado.

—¿Yo? Me temo… Lo siento, pero sé tanto como usted, mi Juez. Pero he… He oído los rumores en el campamento. Dicen que el otro lado del muro podría estar lleno de cíclopes. Estoy empezando a creerlo.  

La ninfa, trayendo otra butaca, subió con dificultad y acercó la bebida al sediento Proción.

Antares, en tanto, se frotó la barbilla. No sabía si reírse o insultarlo. Nunca terminaría de entender el miedo que sentían los espectros por aquellas fantásticas y gigantescas criaturas de un solo ojo. Sabía que su ejército tenía, regularmente, pesadillas recurrentes y en ellas se veían atacados o acosados por cíclopes imaginarios. No era misterio saber quién los causaba. Al final, terminaron desarrollando un pavor por algo que no existía…  

Quemish, luchando por mantener el equilibrio, vació el pichel en la boca del veedor. La ninfa quedó fascinada al verlo tragar como una esponja. Este recuperó aliento y sacudió la cabeza.

—¡Dioses! Mi Juez… ¡Mi Juez!, permítame volver y solicitarle al Emperador que dedique un momento de su tiempo para ayudarnos.

—Tú lo que quieres es salir del condenado poste.   

—La idea me cruzó la cabeza.

—Pues ponte cómodo, este asunto lo solucionaré por mi cuenta.  

—Por los soles… —sacudió una vez más la cabeza; la bebida era fuerte—. Mire, mi Juez, cabe la posibilidad de que usted sepa más que nosotros.

Antares bebió otro trago de la bebida y lo miró en silencio. La ninfa, acalorada entre tanto movimiento, no deseaba interrumpirlos, pero hábilmente se hizo lugar sobre el regazo de su amo, quien la rodeó por la cintura, y procedió besar dulcemente cerca de sus labios. Quemish deseó que la llevara a la tienda y calentaran juntos la cama, pero él estaba demasiado centrado en sus asuntos.  

—Me explico —Proción se acomodó—. Usted fue un mortal. Un humano. ¿En el reino de los mortales no sabíais algo del reino de los ángeles?

El Juez se pasó la mano por la barbilla. En verdad que, cuando fue mortal, tenía una noción de lo que era el paraíso. A su vez, también tenía una noción de lo que era el Infierno. Pero el Inframundo distaba tanto de sus concepciones que muy probablemente el reino angelical que él imaginaba no era ni remotamente parecido al de la realidad.

—No tengo idea de cómo es su reino. Pero sí conocí a una mortal que hablaba de ángeles.

—¿Una mortal?

—¿No la conoces…? Qué digo. Claro que no conoces mi historia, no eres de mis soldados. Mira, parecía una ninfa. O más hermosa —asintió Antares y luego miró a su esclava—. No te ofendas, Quemish.

La ninfa detuvo el beso y meneó la cabeza con una sonrisa, antes de volver a lo suyo. Que un espectro tuviera consideración era un gesto raro. Si no hubiera perdido las cuerdas vocales hacía milenios, Quemish le hubiera agradecido como se debía. Y es que Antares, más allá de las apariencias, las prefería dulces. La ninfa lo tomó de la mano y besó para luego lamer entre las garras.

Proción ladeó el rostro al percibir el cambio de voz del Juez. Había una abrupta melancolía en sus palabras y gestos; era innegable que recordar su vida como mortal tocaba una fibra fina. Pero, si se descuidaba, el temible Juez de siempre volvería y probablemente se cebaría aún peor con él. Tragó saliva y se mantuvo callado.

—Su nombre era Xue. Era un problema estar con ella —prosiguió el Juez—. Su hermano se inmiscuía siempre que podía. Decía que éramos de culturas distintas, pero sé que estaba celoso. Así que en la oscuridad de las noches nos escapábamos. Y hablábamos…

Acarició la cabellera de su esclava, como si quisiese recordar cómo era hacerlo con su amada. A veces, al dormir, soñaba o volvía a sentir la hierba que picaba en las rodillas cuando, tomado de la mano de Xue, atravesaban corriendo el mar de hierba plateado de las campiñas del reino de Xin. A veces creía oír sus risas rebotando en la oscuridad e incluso podía sentir los dulces besos cayendo en sus labios. Cruelmente, el tiempo se encargó de emborronar el rostro de quien fuera su amada.  

—Ella creía que en el reino de los cielos había miles ángeles jugando en las nubes. Y un mar de hierba infinito donde asentarse por la eternidad —buscó la botella para bebérsela de un largo trago—. Suena a un lugar en el que te aburrirías pronto…

Proción intentó imaginarlo, pero él solo conocía la hierba azul oscura y el cielo rojizo del Inframundo, por lo que no acertó mucho al visualizar lo que se le describió.

—Suena a un campo de batalla perfecto.  

—Su hermano —dijo entre dientes—. A su lado me sentía más fuerte y juntos vimos caer incontables enemigos bajo nuestras espadas —se rascó un cuerno y amagó reír—. Era la persona en quien más confiaba. Algo así me ha sido difícil de encontrar en mil años en este reino.

—Usted dirá, mi Juez. Sus espectros confían plenamente en usted como el emperador en mí.

Antares enarcó una ceja.

—Eso es.

—¿Mi… Juez?

—Eres el oficial de mayor confianza del Emperador.

—No sé si el que más, hay un par que podrían… —torció las puntas de sus orejas—. Pero, ahora que lo pienso, no enviaría a cualquiera a controlar el ejército en esta misión tan importante, es verdad… Pues mire, tal vez tenga razón y sí sea el oficial de mayor confianza.

Antares, simplemente, se limitó a ensanchar su sonrisa lobuna.

.

El desierto rojo volvía a estremecerse por completo al encontrarse ambos soles en distintos extremos del horizonte. Llegó un nuevo despertar y, con ello, la esperanza de que, esta vez, conseguirían vencer al muro y sus misterios. Los espectros rugían y agitaban sus armas al aire en señal de apoyo a los tres nuevos exploradores; realmente no podían seguir esperando a enfrentarse contra los ángeles.

—Le-le-le ruego que lo reconsidere, mi Juez —rogó Proción mientras, con las garras temblorosas, acariciaba la cadena que rodeaba su cintura.

El veedor estaba pertrechado con las armaduras más resistentes del ejército, pero, ¿realmente podría tranquilizarse? Absolutamente todos los que habían intentado cruzar el camino habían desaparecido y estaba convencido de que él sería el siguiente. Para colmo, su Juez estaba seguro que se trataban de desertores y, por lo tanto, confiaba que Proción no lo traicionaría pues alguien que vivía rodeado de lujos en la capital no renunciaría su cargo ni desertaría. Miró a un lado y otro, a los rostros eufóricos de los espectros que lo acompañarían, y deseó tener por lo menos la mitad del valor que mostraban. Estos se giraban y saludaban agitando sus espadas, gritando una y otra vez el grito de guerra infernal. 

Antares le agarró de los cuernos y zarandeó.

—¡Berrea, amigo, berrea! Verás que hace bien al espíritu.

Proción se olvidó de los protocolos, desesperado como estaba.

—¿Ahora me consideras tu amigo? ¿Y me envías a una muerte segura?

—Deja de ridiculizarte, cobarde. ¿Cómo mierda llegaste tan alto en Flegetonte? Por los dioses, no hay cíclopes. Aguanta medio latido. Ojos bien abiertos.

—¡Por Perséfone, te ruego que…!

—¡Eso mismo! —exclamó Antares, desenvainando su radiante y filosa shaska—. ¡Por Perséfone, lo que sea que haya allí, me encargaré personalmente de cortarle su cabeza y usarlo como fuente de bebida! ¡Nimpú!

—¡Nimpú!

Ambos espectros tomaron a Proción de los hombros y lo obligaron a correr junto con ellos. Al diplomático pareció detenérsele el corazón y sintió cómo sus patas, si bien se movían, pronto perderían sus fuerzas. Estaba convencido de que su vida acabaría allí. La impotencia le mordía los músculos, el miedo devoraba su valor, pero, sobre todo, destacaba una rabia frustrante porque no podía hacer nada contra el frío destino que le aguardaba. Concluyó que, si iba a desaparecer, al menos le propinaría un puñetazo a lo que fuera que estuviera del otro lado. Entonces gritó como un soldado más; “¡Arde en mi alma…!”. Y en su pecho sintió un vigor abrupto. ¡Y era verdad que gritando se sentía tan poderoso! “¡Flecha de fuego!”.

Desapareció junto con los demás exploradores. Los rugientes soldados que lo vieron notaron que entró con el puño en alto.

Fue en aquel momento cuando Antares cayó en la cuenta de lo que realmente estaba haciendo; como si su mente, antes envuelta bajo un manto de oscuridad y miedo, se aclarase repentinamente. ¡El veedor del Emperador! Pero, ¿cómo pudo haberse dejado llevar y decidir aquella locura? Podría humillarlo, golpearlo, incluso cercenarle alguna extremidad, pero al final de la jornada debía permitirle cumplir su trabajo, mal que le pesara.

Inmediatamente ordenó que tirasen las cadenas.

Y se vinieron los problemas.

Una cadena cayó sobre la arena, como si al otro lado alguien la cortase nuevamente, por lo que los que la tiraban no trajeron más que un extremo roto y machacado. Las otras dos se resistieron y se vieron agitadas, pero no por mucho tiempo. Lo que fuera que había del otro lado tironeó y, finalmente, se llevó la segunda cadena; los diez soldados que la sostenían cayeron desparramados. Pero, para sorpresa de todos, la última consiguió volver con su explorador y el campamento rugió como pocas veces se había oído. ¡Un sobreviviente! Eso sí, lo que arrastraban de vuelta a la línea frontal era un espectro desfallecido; un amasijo de armaduras destrozadas. Pedazos de las hombreras y de la pechera se desprendían o tintineaban contra el suelo y, debido al aspecto agarrotado y moribundo del explorador, los gritos de euforia dieron paso a un silencio desolador.

Antares levantó vuelo y descendió arrodillándose a su lado; era Proción. Lo recorrió con la mirada. Le habían dado una paliza inolvidable. Las hendiduras en las armaduras bien podrían ser mordidas de alguna bestia, pero, al tocarlas, no notó trazos de saliva. Miró otras abolladuras, no eran demasiadas; demasiado grandes para ser producidas por flechas, demasiado profundas como para ser producto de espadazos.

—Lanceros...

Cruzó violentamente el rostro del veedor.

—¿Ves cómo de fácil era, gul? Eres más duro de lo que pareces.  

Proción gimió. No tenía fuerzas para decir nada. Lo cierto es que tampoco pretendía decirle nada; estaba molesto con el Juez.

—¿Y bien? ¿Qué viste?  

Estaba vez no hubo ni siquiera un gemido y Antares, sobrecogido, notó una herida sangrante en el cuello, hacia la garganta. La armadura salvó a Proción de un golpe mayor, pero, visto lo visto, parecía que el veedor podría morir si no hacía algo. Antares gruñó; por fin uno volvió y vio algo, no podía darse el lujo de perderlo.

—¡Quemish! ¡Traedme a Quemish!

Proción seguía consternado. Aquello producía normalmente risas entre los espectros que lo rodeaban en el círculo; nadie en el Inframundo aceptaba de buen grado muestras de debilidad, pero el miedo se había apoderado de sus corazones que lucían desesperados como pocas veces se había visto. ¿Qué clase de criatura podría dejar en esas condiciones a un espectro?, era la pregunta usual.  

Se abrió paso la ninfa del Juez y, tras frotarse las manos, posó las palmas abiertas y brillantes sobre la garganta herida del enviado. Sus años al servicio de su amo la volvieron rápida, intuitiva e indiferente a la sangre cuando lo usual en las ninfas era verse horrorizadas por heridas similares. Era una soldado más. Proción sintió recuperar los músculos y, al abrir la boca, notó el aire circulando con suavidad. Quemish era de las mejores.

El enviado tosió un par de veces.

—¿Cíclopes con lanzas? —bromeó Antares.  

Proción rio débilmente; luego meneó cabeza y habló con un hilo de voz.  

—Esa mortal de la que me habló tenía razón —Elevó su otra mano, un puño cerrado—. Es un mar de hierba, pero verde. Y su cielo es azul. Extenso como un desierto…  

Abrió la palma de su garra y una pluma capturada, blanco radiante, se elevó para flotar frente a los ojos de una sorprendida ninfa y un furioso Juez.

—Son miles, mi Juez…

.

Un ángel de melena morena paseaba frente al pasillo neblinoso; de aspecto atlético y mirada intensa, cruzaba el mar de hierba con una lanza en la mano y la cabeza cercenada de un espectro en la otra, sostenida de los cuernos. Se ganaba el rugido ensordecedor de los miles de guerreros que lo rodeaban. Y en lo alto, en las colinas adyacentes, otros miles coreaban su nombre con la fuerza de una sola voz: “¡Cursa, Cursa, Cursa!”.

El ángel, de túnica y alas salpicadas de sangre, elevó la cabeza para mostrarla tal trofeo y los gritos de furor aumentaron. “¡Uno menos, Legión!”, gritó en el mar de rugidos. Así festejaban los ángeles de la Legión del fallecido Serafín Rigel; cada espectro derrotado era una fiesta estruendosa. Mataban a uno y sentían que podían acabar con los siete millones que Pólux les había descubierto.

Varios ángeles tiraban las cadenas de las gruesas y filosas hojas de la guillotina instalada en el acceso al Inframundo, en donde algunos brazos y alas de espectros quedaron enganchados. Era una trampa sencilla, pero cruelmente eficaz. Enemigo que cruzaba, enemigo que era partido inmediatamente por las cinco hojas que mordían el suelo, separadas una de otra cada dos pasos. Una horda de ángeles repartidas en dos columnas sobre la hierba esperaba con lanzas en mano para liquidar lo que fuera que terminase avanzando a través de la trampa.

El festejo alrededor de Cursa seguía. Necesitaban esa energía positiva porque solo eran diez mil soldados. No obstante, el muro y el diminuto pasillo ofrecía una ventaja estratégica crucial. Con ello en mente, se reunieron con la firme tarea de detener el avance del ejército enemigo. A falta del Serafín Rigel, había asumido el mando quien fuera su alumno más sagaz; Cursa, el mismo que, tiempo atrás, lideró la revuelta en el Río Aqueronte contra la Serafina Irisiel y sus arqueros.

Pese a quedar huérfanos con la muerte de Rigel, no consideraron servir a la Serafina; su planificación de cacería no era de su agrado pues destruir monumentos y amenazar en el reino humano no era, para ellos, formas que dignificasen a los habitantes de los Campos Elíseos. Coincidían, eso sí, que cazar a la Querubín era esencial para la supervivencia de los reinos. Tampoco se consideraban cercanos al Serafín Durandal, pues la ideología de libertad y desapego de los dioses que él practicaba era contraria a la de ellos, que profesaban lealtad a los hacedores.  

Se consideraban, dada la situación, una tercera facción que llevaría a cabo a su propia manera la defensa de los reinos del cielo y la tierra.

Cursa se detuvo y señaló con su lanza a un compañero, Capella, uno de los soldados en la columna posterior a la guillotina.  

—¿Qué sucedió?

Capella se pasó la mano por la cabellera en tanto la Legión lo abucheaba a modo de divertimento. Tuvo su oportunidad de liquidar a un espectro que, fortuitamente, consiguió atravesar las cinco hojas de la guillotina como si supiera de antemano el compás adecuado para cruzarlo. A diferencia de los demás soldados del Inframundo, que entraban con relativa cautela, algo que facilitaba la función de la trampa, este se había arrojado temerariamente tal lanza. Una técnica audaz y efectiva. Con la guardia baja, al no prever la fortuna del espectro atrevido, Capella se dejó impactar el rostro antes de que el agresor fuese recuperado por la cadena.

—¿Qué quieres que te diga? —se encogió de hombros—. Me agarró de sorpresa, el becerro aquel…

Cursa observó las guillotinas. Había sido algo fortuito, pero volvería a suceder. Es más, con la fuga del espectro, estaba convencido de que este informaría a sus superiores. Necesitaba perfeccionar la trampa. Volvió a fijarse en Capella.

—Hacía rato que estaba echando en falta un mensajero.

Le lanzó la cabeza del espectro. Capella extendió las alas y la capturó por el cuerno, al vuelo.

—Ve. Es tu castigo. Dile a la Serafina que los espectros ya llegaron —Cursa extendió sus brazos, ahora con una sonrisa amplia—. Dile que ninguno de ellos cruzará el “Muro de Rigel”.

El reino de los cielos pareció sacudirse ante el estremecedor rugido de sus gladiadores.

   

III

En el desierto rojo de Flegetonte se había trazado una larga línea sobre la arena, un surco, que nacía en las proximidades del río Estigia para cruzar entre las dunas y parecía tomar rumbo de la capital. Próxima había arrastrado a su desfallecida presa por medio Inframundo, pero concluyó que lo mejor sería reposar un momento. No tenía idea de cuándo hacerlo, eso sí, considerando que no había anocheceres. Sencillamente, sus piernas eran dos brasas y, sin alas con las que contar, debía descansar.

Escondidos entre un grupo de dunas, se sentó sobre Iscardión y acarició la pulsera en la muñeca: había perdido pétalos e incluso el color de estos. Sabía perfectamente la función de la ajorca; Ondina estaría bastante preocupada, sin dudas. Levantó la mirada tratando de olvidarse del asunto, de enfocarse en su misión; asesinar al Segador era su prioridad y cuanto antes lo consiguiera, mejor, así la volvería a ver. Pero el par de dunas frente así se asemejaban a los generosos senos de su amante y por un instante deseó levantar la mano y acariciarlas.

Meneó la cabeza.

—Mátame de una vez, verga de gul.

El arquero soltó un bufido de alivio. Conversar con el espectro lo enfocaría.  

—Llámame Próxima.

—Tu creador… Tu creador tuvo que estar hasta el cuello de alcohol para ponerte ese nombre…

—Lo mismo pensé cuando te vi el rostro.

—Lo que tú digas, emplumado. Al menos tengo mis alas bien puestas…

—Concéntrate. Ni tú ni yo somos el problema. ¿Qué pensarían los hacedores si se enterasen que una de sus creaciones se ha proclamado Emperador del Inframundo y planea aplastar el reino de los mortales?

Próxima sostuvo entre sus dedos un papel de lino. Era la carta que Pólux y Curasán le habían escrito y enrollado en su propia flecha dorada. El arquero la había hacía un breve momento y notó la misiva. Ahora estaba informado de todo; del rol del Segador como emperador. De los espectros manipulados por él. Sabía de la existencia de las ninfas… Incluso sintió un ardor en el corazón al leer que sus compañeros confiaban en él y esperaban que consiguiera su objetivo, por más que estuvieran separados.

No podía defraudarlos.  

—He venido a darle caza y necesito tu ayuda.

Silencio. Solo el viento cortó la incomodidad del momento levantando una espesa capa de arena rojiza alrededor de ambos. Iscardión se estremeció al oírlo; no porque fuera fiel al Emperador o temiera por su líder. Él y todos sus habitantes, ejército incluido, lo odiaban encarnizadamente, incluso más que a los propios ángeles. Sencillamente, no tenían más alternativa que servirlo si pretendían vivir. No obstante, al asimilar la frase terminó por carcajear entre toses.

—¿He dicho una broma?

—Detener el cauce del Estigia suena más sencillo. Ya me has humillado suficiente, ¿tienes una daga?

Próxima alargó la mano e invocó su arco de roble. Iscardión dio un respingo cuando notó su preciado mandoble atado al arma del ángel. No comprendía los motivos que pudo haber tenido el arquero para hacerle el detalle, pero ver el arma que tantas victorias le dio en el pasado le resultó especialmente tranquilizador.  

Sonrió imaginando que la recuperaba y la usaba para decapitar al ángel.

—Me subiste el ánimo, emplumado, lo admito.

El arquero clavó el mandoble en la arena y acarició el garabato en la empuñadura. Los símbolos sumerios le eran reconocibles.

—“Iscardión”.

El espectro gruñó al oír su nombre en la boca de un ángel. Próxima deslizó los dedos hasta la hoja aserrada, donde había más garabatos.

—Y, si mal no recuerdo, cuando confrontaste a mis compañeros, les confesaste que estos son los nombres de tus víctimas.

Iscardión, con los ojos fijos en la hoja gruesa y aserrada, no respondió. Agitó su respiración al pensar en que, tal vez, el “pérfido ángel” destruiría su preciado mandoble frente a sus ojos como venganza por haberle cercenado las alas. Ahora todo tenía sentido. Sería la humillación definitiva.  

—Yo no me atrevería a escribir en mis arcos —continuó Próxima—. Tengo dos. Este es el de roble… Lo fabriqué yo mismo hace tiempo cuando el original se partió en dos. Fue durante la guerra contra Lucifer. El otro arco que tengo es un regalo de mi maestra, me lo entregó cuando vine aquí. Te lo mostraré. Es dorad…

—¿Qué mierda quieres? —interrumpió el espectro.

Era evidente que había un muro entre los dos, natural, por otro lado, al ser de razas tan distintas y con una historia sangrienta de por medio. Una simple conversación parecía una tarea tan ardua. No obstante, también estaban demasiado agotados; agarrotado uno, extenuado el otro, tanto que la guardia fue bajando en ambos frentes.

—Durante la guerra contra los ángeles de Lucifer teníamos una costumbre. Si era posible, enterrábamos al enemigo junto con su arma. Era un reconocimiento a su valía durante la batalla. No era algo que les agradaba a los Arcángeles, pues consideraban a todos los rebeldes como heréticos, pero respetaron nuestro deseo de hacerlo. Fue una batalla memorable, la nuestra, Iscardión. Si ibas a morir, qué menos que enterrarte con tu mandoble.  

—Soy más duro de lo que parece ahora mismo. Y hablas de respeto, pero estás sentado sobre mí.

Próxima hizo un ademán y volvió a cerrar los ojos, intentado descansar, pero el espectro aún tenía algo de energías.  

—¿Qué ha hecho nuestro honorable Emperador para que vuestro reino te haya enviado?  

—Necesitaría una docena de mandobles para apuntar su lista de crímenes.

—Os reventó como lo hizo con nosotros.

—Podrías resumirlo así, sí —se rascó la mejilla—. Yo lo vi solo en una ocasión. Se presentó en nuestro reino, hace un tiempo, haciéndose pasar por un Principado. Es un rango angelical destinado al espionaje. Manipuló a la Legión para reunirnos afuera de la ciudadela, lejos de nuestro líder, el Trono. Yo estuve acompañando a la Serafina junto con sus demás soldados. Cuando reveló sus intenciones, mi maestra disparó una flecha a su cabeza.  

—La flecha lo atravesó —adivinó Iscardión.

—Como si fuese un ente etéreo. Nunca habíamos visto algo así. Pero recuerdo el olor, el aire revolviéndose a su alrededor, incluso una pluma negra desprendiéndose de sus alas que flotó hacia mí...  —meneó la cabeza—. No había engaño alguno. Él estaba allí, lo sentimos todos. Y no pudimos hacerle ni un rasguño.

Iscardión perdió su mirada en las dunas. Era desesperanzador oírlo porque, si ni siquiera los ángeles sabían cómo matarlo, ¿qué les deparaba a todos? El Emperador era invencible. Ahora que un acceso se había abierto entre el Inframundo y los Campos Elíseos, y por ende el reino de los mortales se volvía también alcanzable, solo era una cuestión de tiempo que el Segador, con sus infames habilidades, terminara dominando los tres reinos.

—Imagina esa situación que tuvisteis en vuestro hogar repetida mil veces aquí. Grandes espectros, líderes tan magnánimos que incluso conquistaría vuestros corazones. Lo arriesgaron todo para ganar nuestra libertad. Todos cayeron en su intento de derrocarlo. Y él no los despacha con esa guadaña suya… Los destruye de otra manera.

—Les tortura la mente —susurró Próxima, recordando cómo oscureció la personalidad del propio Serafín Rigel hasta volverlo irreconocible.

Iscardión gruñó como respuesta. Cada uno se encontraba sobrecogido al revelar lo que el otro sabía; cada uno enterándose de que, al otro lado, no había una esperanza o solución divina que terminara con la amenaza. Porque el arquero buscaba una información valiosa que indicara alguna debilidad, y no parecía haberla. Y el espectro, muy dentro de sí, siempre tuvo la esperanza de que algún día llegaría el campeón que pondría fin al dominio del pérfido Segador.  

Próxima notó un cambio en el aire y agudizó sus sentidos; alargó la mano a un lado para capturar una lanza que tomaba dirección de Iscardión. Este abrió sus ojos rojos cuanto pudo al notar la punta afilada del arma a solo dedos de alcanzarle el rostro.

El arquero se levantó con la lanza empuñada. Iscardión, en cambio, se fijó en la púa negra y finalmente notó los símbolos sumerios en la asta. “Radamantis”, decía. Dio un respingo y miró con desespero a Próxima.

—¡Libérame o mátame!

Próxima notó un grupo de cinco espectros con túnicas oscuras en lo alto de una duna. Estaban encapuchados. Tragó saliva; una lucha contra ellos y ya no saldría vivo. “¡Libérame o mátame!”, volvió a exigir un punzante Iscardión. El ángel respondió sin apartar la mirada de los enemigos.

—¿No decías que querías morir?  

—¡Sí, pero una muerte rápida!

—¿Son de los tuyos?

—¡Peor!

Los cinco espectros extendieron sus alas y levantaron vuelo. Pronto se encontraron trazando círculos en el cielo, sobre las cabezas del peculiar dúo. Próxima apretó los dientes; aún sentía sus alas en la espalda y el impulso físico de volar lo seguía teniendo. Pero estaban apiladas sobre la arena, inservibles, cada vez menos blancas y con aspecto desalentador. Vio otra lanza cayendo hacia Iscardión y lo escudó con la que él sostenía.

El espectro se removía como pez fuera de agua.

—¡No vuelvas a protegerme! ¡Libérame o mátame, decide!

Próxima no estaba convencido. Miraba arriba y luego a Iscardión de manera intermitente. Era cierto que los enemigos parecían querer liquidar especialmente al espectro capturado, pero, ¿y si todo fuese parte de un plan para engañarlo? Liberaría a Iscardión para que este se abalanzara sobre él con todo su peso. No podía fiarse. Miró a su prisionero a los ojos y lo notó tan desesperado como cuando lucharon en el río Estigia.

—Que los dioses se apiaden… —susurró el ángel y violentó la lanza entre las cadenas.

Un espectro aterrizó violentamente cerca de ambos y Próxima perdió equilibrio. Todo le costaba sin alas. Se elevó la arena a su alrededor en forma de gruesa capa de niebla roja y el arquero quedó cegado; cayó tropezado e intentó localizar al enemigo agudizando sus sentidos, pero fue muy tarde cuando vio una lanza atravesando la neblina rumbo a su pecho. Para su sorpresa, un mandoble se clavó frente a sus ojos, de arriba abajo, en la arena.

Era Iscardión y lo escudó con su mandoble; “Estamos a mano, miserable”, pensó desclavándola y adoptando una postura de ataque. Próxima se repuso. Estaban rodeados, pero al menos podían dar lucha.

Uno de los enemigos levantó las garras para que su grupo cesara las hostilidades. Deseaban capturar vivo al ángel y con la neblina casi lo mataron. Al bajar el molesto polvo, se retiró la capucha, revelándose así un espectro femenino, de rostros de rasgos finos y brillantes ojos rojos. Su piel, de un dorado oscuro, hacía juego con los cuernos que poblaban su cabeza. Era alta, pero no fornida como sus congéneres. Próxima se sorprendió al ver a la hembra; ni su mirada ni su semblante parecían ser intimidantes.

Iscardión no se relajó al verla.

—Rebeldes —apretó la empuñadura de su mandoble—. No te dejes impresionar por la belleza de aquella. No dudará en usarnos vivos como comida de tricéfalos.  

Próxima entornó los ojos. La belleza debía ser relativa…

—No hay dudas—dijo la hembra mirando a Próxima—. La alimaña que desayuné tenía alcohol en la sangre. ¿Estoy viendo un ángel protegiendo a un perro imperial?

—Lo protejo, sí. Es mi prisionero.

Iscardión escupió sobre la arena con semblante hosco. ¿Protegido por un ángel? No recordó haberse sentido tan humillado en toda su vida. La hembra, en tanto, se cruzó de brazos entornando sus grandes ojos.

—¿Luchando al lado de tu prisionero? ¿Por quién me tomas?

—Bécrux —intercedió uno de sus lacayos—. En verdad que estaba encadenado, el perro aquel…

—Pues el ángel no tardó en liberarlo cuando nos vieron. Y lo defendió en ambos ataques. ¿Sabéis lo que creo? Que estáis haciendo de carnada para capturar rebeldes incautos. ¿O me diréis que el surco que habéis dibujado por medio desierto no fue intencionado? Pero os habéis topado conmigo…

Iscardión frunció el ceño.

—La más inteligente no será.

Bécrux reveló sus colmillos y rio copiosamente. Acarició sus cuernos y, con los ojos brillantes, no dudó en exigir a sus lacayos.

—¡A por los dos! Dejadme moribundo al imperial, por favor, que lo quiero rematar…

Los cuatro espectros saltaron por encima de Bécrux y arrinconaron al dúo. Próxima tiró la lanza a un lado e invocó su arco dorado en una mano y la flecha de oro en la otra. Tensó la cuerda hasta la oreja y apuntó intermitentemente a los enemigos. 

—¡Escuchadme, no sirvo al Segador! ¿Qué clase de ángel se deja cortar las alas?

Para su sorpresa, los cuatro espectros perdieron el control de sus alas; unos cayeron de pie y otro se dio de bruces contra el suelo; absolutamente todos estaban con la mandíbula desencajada. Bécrux, tras ellos, abrió los ojos cuanto pudo al ver el arma del arquero. ¡Cómo brillaba! Y la flecha más de lo mismo. Parecían estrellas. Nunca habían visto algo como aquello, tan resplandeciente. O sí habían visto algo similar, pero solo en los sueños…

Los espectros se miraron entre ellos. Era cierto que, si quisiera, el ángel los hubiera despachado. Al menos a uno. Pero se mantenía allí, firme y decidido a contar su versión de la historia. Entonces las dudas se fueron despejando paulatinamente, como si el fulgor de la flecha se abriese paso a través de la oscuridad de sus mentes.

—Perséfone mía —susurró un rebelde.

Iscardión no comprendía nada; ¿es que acaso la diosa había vuelto o qué? Se giró y dio un respingo al ver por primera vez el resplandor de la flecha dorada de Próxima.

—No me lo creo…

—Pero, ¿qué diantres veis…? —Próxima ojeó velozmente su flecha, pero no notó nada extraño.

Los ojos de Iscardión parecían brillar. Bajó su mandoble y susurró:

—Arde en mi alma…

Bécrux, con las puntas de sus alas torciéndosele, se desplomó arrodillada.

—Flecha de fuego...

Próxima aún tensaba la saeta; ¿es que estaban jugando con él? ¿O acaso no conocían el brillo del oro? Es más, ¿conocerían el oro mismo? Era cierto que bajo los soles del Inframundo la saeta y el arco destellaban como si tuvieran vida propia, pero no podía ser para tanto. No bajaría la guardia. Enarcó una ceja al ver al propio Iscardión de rodillas ante él.

—¿Tú también?

—¿Es tu arma, emplumado?

—Es lo que traté de mostrarte. Es un regalo de la Serafina Irisiel —seguía tensando la cuerda, ahora apuntando a Bécrux—. ¿Sois rebeldes del Imperio? Escuchadme. No soy vuestro enemigo. Este arco fue creado por los dioses para dar caza a Lucifer. Su única saeta sirve como llave del muro de neblina que separa nuestros reinos, es gracias a esta que accedimos.

Bécrux dio un respingo y se cubrió la boca con ambas garras.

—Por los soles, casi asesinamos al portador de la flecha de fuego…  

—¿Estáis escuchando?

Próxima bajó el arco con una notable interrogante flotando sobre la cabeza. Lo llamaron “Portador de la flecha de fuego”, como si fuese una suerte de emisario divino. Se sentía tan incómodo verlos humillándose ante él.

—Levantaos.

Ninguno hizo caso.

—¿Conocéis el dicho “Enemigo de mi enemigo…”? No he venido a luchar contra vosotros. Mi maestra está convencida de que solo esta flecha puede acabar con el Segador. Es la única creada por las manos de los hacedores. Y me ha enviado a mí con la intención de asesinarlo. Si sois rebeldes, ambos perseguimos el mismo objetivo.

Bécrux se levantó. Sonreía con ojos húmedos. Jamás pensó que lo que la Pitonisa había predicho hace milenios se habría hecho realidad. ¡Y ante sus ojos! Lo que Próxima les revelaba coincidía a la perfección. Que el campeón llegaría un día y, con su flecha de fuego, recuperaría el hogar de los espectros. Que las almas, hasta día de hoy prisioneras de los deseos de su pérfido emperador, arderían y serían libres.

Incluso los espectros del ejército imperial soñaban con aquello. En cada rincón del Inframundo el grito de guerra era más bien un destello de esperanza que el propio emperador desconocía. Era la última fuente de luz de la que los espectros se resguardaban para no caer en la locura absoluta. Muchos habían perdido la esperanza, natural con los milenios de opresión que arrastraban, pero otros se negaban a dar por perdido ese anhelo.  

Y es que, contrario de lo que se pudiera leer en los libros de los Campos Elíseos, ni en el Inframundo la esperanza se perdía. 

Bécrux se enjugó las lágrimas.

—Enemigo de mi enemigo, te ofrezco mis disculpas. Dime tu nombre.

El ángel suspiró. Espectros civilizados, quién lo diría. Se ató el arco en la espalda y guardó la flecha bajo el fajín.

—Próxima. Ángel de los Campos Elíseos y arquero de la Serafina Irisiel.

—Soy Bécrux —le asintió—. Adalid del Escuadrón Radamantis. Os llevaré a Lete, donde mi gente espera.

Próxima e Iscardión se desplomaron sobre la arena al descender un espectro detrás, con una lanza empuñada horizontalmente con la que golpeó con fuerza en sus cabezas. Bécrux aplaudió alegre en tanto se acercaba para agarrar el arco dorado en el suelo; perdió su mirada azulada en cada arista, contemplándola y susurrando elogios en tanto la limpiaba del polvo rojo. Era un arma preciosa, poderosa con ese brillo hipnótico; sin dudas fue creada por los hacedores.

Luego miró al desmayado Próxima. No sintió remordimiento alguno; la Pitonisa nunca les había hablado de ningún ángel como el Campeón del Inframundo. Y ni qué decir uno sin alas como él. Pero el arco era, definitivamente, de “fuego”. Estaba convencida de que era el arma con la que caería su emperador.

Bécrux se inclinó y rebuscó por la flecha. Cuando la encontró volvió a suspirar. Apretó el astil entre sus garras, con fuerza; cerró los ojos y casi podía sentir cómo su alma ardía indomable. Así recuperaría su hogar, pensó abriendo suavemente los ojos para contemplar las lejanas torres de Flegetonte, apenas unas difusas líneas negras en el horizonte rojo. Ya conseguirían un campeón. Y sería un espectro. Como debía ser; como profetizó la Pitonisa.  

Un rebelde pateó el cuerpo de Iscardión.

—¿Para los tricéfalos?

—Lo que quieras —Bécrux se encogió de hombros—. El ángel al calabozo.  

La hembra guardó el arco en su espalda y la flecha bajo el cinturón de su túnica. Dobló las puntas de sus alas al tenerlas consigo; se sentía la campeona de Perséfone. Pero le faltaba práctica, desde luego, pues no dominaba el arte de la arquería. Ni ella ni ninguno de los miles de rebeldes que se escondían en la ciudad de Lete. Gustara o no, el ángel era de extrema importancia debido a sus conocimientos. En el Inframundo, la arquería era vista con malos ojos; allí se prefería el enfrentamiento cuerpo a cuerpo, espada contra espada, porque ello implicaba valor, bravura, temeridad, rasgos regalados por la diosa Perséfone y que ellos portaban con orgullo.

Así que Bécrux, o cualquier rebelde que quisiese hacerse con el título del Campeón del Inframundo, necesitaba de un tutor. Y Próxima sería el adecuado.

—¿Qué esperáis? —se volvió a encapuchar—. A Lete.  

   

IV

El frondoso pinar se agitaba suavemente ante el paso de la brisa húmeda y fría. La Querubín, en un llano en medio del bosque y acompañada de sus dos amigas, se comprobó por enésima ocasión la túnica, el cinturón, las botas, la cabellera... Aegis la ayudaba a peinar las alas durante su caminar, pero Dione, especialmente conmovida ante lo que sería un inevitable reencuentro entre los dos amantes angélicos, dejó a un lado su actitud usualmente maliciosa.

—Los mortales me dijeron que, si cuentas hasta diez, se te pasa el nerviosismo —le recogió un mechón de la frente.

—¿Pediste consejo a mortales?

—¿Por qué no? Al fin y al cabo, este campo lo dominan más.   

Perla ojeó a su alrededor e hizo un mohín. Cientos de ángeles se arremolinaban en las inmediaciones, sobre los árboles o sentándose en las proximidades como si quisiesen observar el inicio de alguna obra del coro de Zadekiel. Pero le resultaba tan evidente que, en realidad, estaban ansiosos de verla unida al Serafín.

Con la mirada de quien se ve vencida y sin escapatoria, gruñó frustrada mientras jugaba con sus dedos. Ahora entendía por qué Celes y Curasán preferían la privacidad cuando estaban juntos. Imaginarse junto con el Serafín, a la vista de todos y haciendo algo tan simple como unir sus manos con las de él le producía sonrojo. Luego se palpó los labios y se preguntó si debía besarlo.

Dione le levantó la barbilla.

—¿Qué te pasa ahora?

—Ya ni disimulan… 

Su amiga rio. La niña que una vez conoció estaría encantada de ser el objeto de atención de toda la Legión. La joven de ahora, en cambio, solo deseaba ser una más. Pero su unión con el líder de la Legión era histórica y dejaría una huella profunda en la sociedad angélica, por lo que era natural que todas las miradas se posaran sobre ella.

—¿Esperabas otra cosa?

—Perderlos. 

—Y lo hicimos. Pero creo que le pidieron a los Dominios que te rastreasen.

La Querubín enarcó una ceja. Cuando pensaba que no podía haber más descaro en la Legión…

Cientos de hojas se elevaron y revolvieron en el aire ante la llegada del dragón dorado, Doğan, quien cargaba en su montura al Serafín. Descendió en el llano y rugió de un lado a otro anunciando su llegada; absolutamente todos los ángeles detuvieron la mirada en el jinete de seis alas para, finalmente, posarla sobre la Querubín de rostro severamente fruncido.

Durandal bajó de un salto atenuado por las alas. Estaba apresurado, pero lo disimulaba como buenamente podía. Sabía perfectamente que la Serafina había anunciado la caza de la Querubín y no veía el momento de regresar para protegerla. Si la perdiese como perdió a Bellatrix, milenios atrás y sin oportunidad de luchar por ella, ya no tendría deseo de seguir viviendo. Pero la vio, sana y salva, y el miedo sobre sus hombros se aligeró.

Aegis y Dione retrocedieron a la par que él avanzaba. “Dile 'Mi amor', eso despejará dudas”, susurró Aegis. Perla gruñó al oír las risitas de sus amigas. El Serafín, en tanto, disfrazó toda su preocupación tras una máscara severa a la que acostumbraba; porque no solo había decidido confrontar a la Serafina para proteger a Perla, también decidió ocultárselo hasta que la contienda finalizase. No se arriesgaría a llevarla a la batalla, por más que tuviera sus aptitudes.

Caminó a su alrededor, manos unidas tras la espalda e inspeccionándola de arriba abajo como si de nuevo enfrentasen un primer día de clases.

Perla unió las manos hacia sus pechos, siguiéndole con una mirada preocupada. Estaba aliviada de verlo, pero le resultaba extraño ese acto tan frío propio del antiguo Durandal. Deseaba tacto y los mimos. “Al menos que diga algo”, pensó endulzando su semblante en un intento de suavizarle la mirada severa.

—Te veo bien, Durandal. No pude dormir de la preocupación. Por vosotros. Por ti.

La Legión entera estalló en murmullos. El Serafín continuaba como si no la oyera; observaba a su alrededor comprobando que, si no todos, por lo menos la mayoría estuviera allí. Les tenía preparado un discurso. Luego se fijó en la Querubín.  

—A partir de hoy dejaré de ser tu maestro.

—¿Ah?

—Has aprendido entre poco y nada. No te culpo a ti.

—¡No digas eso, ya sé volar! —extendió sus alas y alargó las manos, invitándolo a unirse con ella—. Ven, te mostraré. Nos ocultaremos entre las nubes.

Durandal amagó reír; era una buena idea porque también sentía las miradas de todos sobre él, como si le presionasen a admitir de una vez su romance. Seguía rodeándola y Perla se giraba para verlo.

—Vente, por favor. ¿O no quieres?

—Hoy te nombraré un nuevo maestro.

—¿Otro? —frunció el ceño—. ¿Para qué? 

Durandal señaló con el mentón al dragón dorado.

—Aprenderás a montar.

Perla se giró para ver a la bestia, que había alargado el rostro hacia unas hembras que lo acariciaban. ¿Es que acaso las clases comenzarían ya?, se preguntó tragando saliva. Abruptamente, experimentó un subidón importante imaginarse de pie sobre el lomo de la bestia dorada. Ya ni decir comandándolo en alguna batalla. Deseó que ojalá no volara muy alto porque aún no estaba del todo acostumbrada a las alturas. Pero, sabiendo que la realidad de montar un dragón se hacía tan próxima la hizo sentirse poderosa. Sonrió sin darse cuenta y apretó los puños. ¡Montaría un dragón! Intentó avanzar para acariciar a la bestia, pues en el lago no tuvo oportunidad de tocar a Nío, pero cuál fue su sorpresa cuando el Serafín la agarró de una mano.

—¡Ah!

Durandal tiró hacia sí y la rodeó con sus seis alas para ocultarse de las miradas. Ese aroma a hembra invadió de nuevo los pulmones del Serafín; no veía la hora de llevarla lejos de su guardiana y continuar lo que habían dejado pendiente. Repentinamente. le molestaba esa túnica que llevaba puesta, apenas sugería curvas; cuando se la quitase, se deleitaría descubriendo sus secretos y saborearía hasta la última peca y lunar de la joven hembra. La tomó de la barbilla para besarla. Fue breve, nada como lo que Dione había hecho, pero ya habría tiempo para intensificar. “¿Tu guardiana?”, susurró él, inclinándose más para besar su hombro.

La Querubín dobló las puntas de sus alas, en verdad que Celes ahora mismo estaría vigilando y devorándose a ambos con la mirada. O, peor, tensando la cuerda de su arco. “Tendré que buscarla”, susurró ella hundiendo su rostro en el pecho del varón. “Me ordenó pedirle permiso si voy a estar a solas contigo… Y tengo un tiempo que respetar… Además de una distancia que no podemos superar. También dijo que me inspeccionará todas las noches…”.

Los labios del Serafín ya eran solo una línea recta en su rostro pálido. Él domaba dragones y lideraba ejércitos, pero la celosa guardiana era otro asunto.

La agarró de la mano y enredó los dedos entre los de ella. “¿Esto sí?”, preguntó ofuscado. Perla rio y asintió, disfrutando del tacto. Entonces la liberó del abrazo de sus alas para revelarse unidos ante su Legión.

Se intensificaron los murmullos. Caminó llevándola de la mano. El Serafín miraba a todos sus soldados con la intensidad de siempre y ninguno apartaba la vista de la pareja. Un par de dragones, en el cielo, volaban en círculos sobre el llano pues también deseaban verlos.

—La libertad que os he prometido no consiste solo en deshacerse de las cadenas que los hacedores nos habían echado. No os detengáis allí porque estas alas no sirven solo para volar sobre bosques. ¿Recordáis el día que nos crearon? En el Olimpo, uno por uno, nombrándonos y ordenándonos amor y obediencia eterna. Le dimos lo mejor de nosotros y nunca recibimos nada a cambio. Hoy me rebelo una vez más dedicándole toda mi atención a una miembro de nuestra Legión. Llamadlo como queráis, pero lo que recibo me hace sentir más fuerte y decidido de lo que era antes.

Perla estaba acalorada. Miraba a un lado y otro, sonriente y roja como su cabellera. Aegis y Dione, sentadas sobre la hierba, habían reído al verla tan atontada, pero paulatinamente fueron absorbidas por las palabras del Serafín. Ellas no eran, inicialmente, miembros de su Legión; se debían a Zadekiel y el coro, pero ahora no tenían dudas de por qué Durandal conquistó a sus ángeles y los llevó a la liberación. Dione llevó suavemente la mano hasta el regazo de su amante, acariciándola; Aegis la buscó y enredó sus dedos, apretando firme.

La pelirroja, en tanto, se sorprendió cuando notó que, en su caminata, se acercaban al dragón Doğan, quien los esperaba con la cabeza tocando la hierba y el cuello extendido. Aparentemente, el Serafín ya tenía planeado llevársela. Deseó que Celes no irrumpiera con toda su furia pues aún no le había pedido permiso.

—Los dioses nos pensaban como los guerreros perfectos porque en el campo de batalla no teníamos nada que perder. Pero jamás consideraron cuán fuerte podíamos ser si tuviéramos algo que proteger. Legión, será un honor que me acompañarais en este nuevo vuelo.

Doğan gruñó y se fijó mejor en la Querubín. Ella no lo percibía, extasiada como estaba, pero cuando vio de reojo al dragón notó cómo este retrajo su cuello para, finalmente, arrojar una radiante llamarada desde su boca.

Los sorprendidos ojos de la joven reflejaban el fuego que crecía frente a sí; apartó el agarre del Serafín de un manotazo y se arrojó a un lado. Ambos amantes se miraron, fugazmente, a través de la pared fogosa que se levantaba y consumía la hierba; el ataque fue tan inesperado como incomprensible.

Durandal atravesó el muro llameante para protegerla, pero el dragón fue más rápido y ladeó su cuerpo para enviar un latigazo con su gruesa cola atestada de cuernos. Perla, al oír el viento cortándose, dio un salto para esquivarlo, invocando su sable en una mano en el ínterin. No fue lo suficientemente rápida y el azote le interceptó una pierna en pleno vuelo, por lo que cayó rodando sobre la hierba. 

Doğan notó la oportunidad y envió otra llamarada, pero un ángel descendió delante de la Querubín y, encorvando las alas hacia adelante, desvió la trayectoria del fuego esparciéndola hacia arriba hasta que la bestia decidió dejar de atacar.

Un silencio sepulcral cayó en el llano. La hierba alrededor de la batalla se había calcinado; cenizas flotaban y el fuego crepitaba en pequeñas zonas. El ángel recién llegado abrió las alas y, al dispersarse la humareda, se reveló su rostro; era la guardiana.  

Lejos de fijarse en Celes, el dragón gruñó fijando sus brillantes ojos en Perla, quien sorpresivamente había conseguido cortarle una gruesa escama de la cola al recibir el latigazo. La sostenía en una mano y la arrojó al suelo, ofuscada. El dragón la rondó como un tigre; le dedicó un par de gruñidos, revelándole sus incontables colmillos, pero la Querubín no se dejaba impresionar; tenía el rostro torcido de la molestia.

—¿Esperabas que me dejara golpear sin más?

Durandal exigió con ímpetu que el dragón se detuviera, dando una fuerte aleteada para extinguir lo que quedaba de la pared de fuego. Doğan obedeció al jinete, pero seguía mirando inflexible a la joven hembra. La Querubín no comprendía los motivos, pero los gruñidos fueron claros para el resto de la Legión: Perla era idéntica a su madre. Los dragones, presentes durante el Apocalipsis trescientos años atrás, no la olvidaban. La temían. La odiaban. Era la destrucción y, al verla a sus ojos, Doğan percibió lo mismo que aquella fatídica noche en la que el reino de los mortales se sumió bajo la destrucción.

La guardiana se limpió un ala de un manotazo, deshaciéndose de un par de plumas carbonizadas.

—Te confundes, lagarto. Es su hija. Y también mi protegida.

Perla desencajó la mandíbula al oírla. Intentó acercarse al dragón, pero la guardiana la detuvo sosteniéndola del brazo. ¿Cómo que ellos conocieron a su madre?, se preguntó forcejeando. Tenía tanto por averiguar y descubrir.  

—¿La conociste? —se soltó de su guardiana—. Háblame, dragón… ¡Háblame de ella!

El lagarto gruñó y dejó escapar un par de estelas de fuego desde la nariz; finalmente aleteó y levantó vuelo. Aceptó la explicación y la reconoció como un híbrido. No obstante, no permitiría que se subiese sobre su lomo, ni bajo orden de su jinete, ni si el mismísimo Leviatán se lo ordenase. Era la hija de la destructora y dejarse montar sería una ofensa grave. Entre el revoloteo de cenizas y hojas volvió a rugirle.

Ella por fin comprendió: “¡No guiarás nuestros vientos!”.

—¡No quiero guiaros! Pero permitidme acompañaros. Volar juntos. Tenemos un enemigo en común.

Otro rugido, este tan fuerte que los rostros se crisparon y la hierba se agitó. Perla, en cambio, se mantuvo firme mirándolo a los ojos a pesar del insulto que le profesó. “¡Débil, inepta, fruto de la destructora!”. El odio que percibía del dragón era tan real que apretaba el pecho. Intentó decirle lo que sabía, que su madre fue manipulada por un ser oscuro, no fue ella, por lo tanto, la destructora del reino de los mortales, sino un medio utilizado por el verdadero enemigo, pero la bestia la volvió a callar con otro rugido cargado de insultos.

La Querubín apretó los labios. Sin intención alguna de oír toda la reprimenda del enfurecido Doğan, se giró encaminándose hacia el pinar. No necesitaba de dragones, se dijo a sí misma, y menos si estos se referían así de su madre. Su guardiana y el Serafín intentaron seguirla; la llamaron, pero esta hizo un ademán.

Deseaba estar sola.

Una vez, de niña, se soñó de pie sobre el lomo de un dragón. Se imaginó guiando un ejército para destruir al mal mayor. Nunca más. No después de lo que acabó de oír. Derrotaría al Segador sola si fuese necesario.

—Enemigo mío, entonces.  

 Continuará. 

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