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Destructo IV, Dédalo soñaba estas alas

en Grandes Series

I

Un relámpago tronó entre los oscuros nubarrones e iluminó fugazmente la ciudad de Glasgow, de edificios resquebrajados y escombros adornando las tierras por donde una espesa neblina de polvo flotaba en medio de la oscura quietud. Solo una mancha amarillenta, difusa y pálida en un sector del cielo, indicaba exiguamente la posición del sol. Cualquiera creería que la apocalíptica nación de Alba era la fiel representación del infierno, eternamente sumida en la oscuridad y un clima severamente inestable, como si una tormenta estuviese a punto de violentar, aunque desde más de trescientos años que no llovía. Las espesas nubes llenando el cielo nunca abandonaron el territorio desde que el fallecido Arcángel Miguel, trescientos años atrás, las trajera a su paso destructivo.

Bajo el efecto de un perpetuo anochecer, los habitantes del yermo renombraron la nación como un deseo de ver nuevamente la luz del día y un cielo azul, o una luna en una noche estrellada, colándose entre lo que quedaban de los edificios que, quién sabe cómo, aún se mantenían de pie como remanentes de lo que fue la civilización, hoy tierra de nadie que se reducía a pequeños poblados.

Por las calles se oían gritos reverberando. “¡Siderales, Siderales!”. Acompasados como un tambor. Y las alimañas que campaban en las afueras se volvían a sus madrigueras al percibir la vibración proveniente de una catedral perdida en la ciudad. “¡Siderales, Siderales!”. En los pináculos del templo flameaban, agujereadas, banderas carmesíes en cuyo centro destacaban dos alas de ángeles, estandarte de la infame Secta de Alas. “¡Siderales, portamos vuestro castigo!”, resonó al tiempo que otro relámpago tronaba.

Eran miles los fieles que se agolpaban adentro, un mar de pordioseros empolvados, como si viniesen de atravesar una lluvia de cenizas. Y, para colmo, el hedor era tan fuerte que haría desmayar a los venidos del “Mundo más allá de las tinieblas”, como se referían a los habitantes del resto del mundo. Se habían reunido desde los pueblos cercanos con el propósito de sacrificar dos familias, tradición llevada a cabo cada nueve años a modo de ofrenda para los creadores, o Siderales; los venidos de las estrellas. En Alba, estos eran vistos como una versión desmitificada de los dioses creadores del mundo.

En el altar, un anciano de túnica rojiza y un fajín dorado cruzándole el pecho elevó ambas manos y los seguidores se mantuvieron en silencio. Solo la barba poblada y ceniza destacaba de la oscuridad de la capucha, además de la voz ronca, pero poderosa.

—¡Trescientos años de lamentos y ofrendas han dado fruto! ¡Hoy es una noche histórica pues Alba por fin verá la Luz que se nos fue negada! ¡Los Siderales, mis fieles, han respondido a nuestro llamado!

La muchedumbre se mantuvo escéptica y solo surgieron murmullos. Si el gurú les estaba gastando una broma, lo pagaría ardiendo atado a un poste. Ya habría otro interesado en el cargo. El anciano, no obstante, se había anticipado a la reacción desconfiada de los fieles porque, ¿quién iba a esperar que los Siderales respondieran por fin a sus plegarias? Trescientos años repitiendo la escena, sacrificando y orando, ¿realmente era posible que todo llegase a su fin?

Y su voz fue como un trueno.

—¡Han enviado un mensajero! ¡Y es glorioso! ¡El mundo más allá temblará cuando sepa de la llegada de nuestro profeta! ¡No habrá lugar para infieles en nuestro santuario, no habrá lugar para monstruos de piel de acero!

Era mencionar en voz alta “El mundo más allá de las tinieblas” y generar fuego en los ojos de los fieles. La mayoría no había ido allí, solo los miembros de mayor rango. Un lugar donde la tecnología había avanzado tanto que se sentían alienados, como si perteneciesen a una raza distinta a la humana. Allí donde, según sus ojos, el hombre se había vuelto menos hombre y más máquina. Por ello pregonaban que el ser humano estaba cayendo en los mismos errores que lo condenaron al Apocalipsis, mientras que en Alba se mantenían fieles a los orígenes humildes de la humanidad.

El mundo afuera no podría compartir los ideales de la Secta debido a sus formas sanguinarias. A los habitantes de Alba, en cambio, les parecía injusta la fama ganada. Era cierto que sacrificaban familias a los Siderales, un regalo considerado justo, pero nadie hablaba de cuánto la Secta ayudó a los hombres y mujeres a asentarse en Alba durante los tórridos trescientos años. Distribuían alimentos, agua, construían viviendas que con los años pasaron a formar comunidades. Y vivían bajo el manto oscuro de las tinieblas porque consideraban que era el precio a pagar por los pecados cometidos por la humanidad.

Ardidos por la revelación del gurú, hombres y mujeres clamaban por pruebas. Otros, más nerviosos, ya pedían hoguera para el hereje. 

Entonces vieron llegar, detrás del líder, al cacareado mensajero. La catedral enmudeció. El gurú sonrió de lado; fue un golpe magistral. Un ángel, de túnica y alas blanco radiante como nada que hubieran visto y una cabellera plateada que parecía casi luminosa, llegó caminando desde detrás del altar hasta posicionarse a su lado. Muchos parpadearon incrédulos; era la primera vez que veían a un ser celestial. En Alba, la tecnología era casi inexistente, por lo que no estaban enterados de las noticias en el mundo moderno.

Deneb Kaitos apretó los labios al verlos a todos agolpados. Era desesperanzador comprobar cuán bajo había caído la humanidad. Y ellos no parecían darse cuenta de su situación. Algunos, los que se sentaban adelante, vestían como el gurú, con túnicas de color carmesí y retoques dorados. Esos eran los importantes y a los que trataría de convencer. Pero los demás lucían peor que bestias. Él había conocido las ciudades modernas: Valentía, visitó Rommulos y también Bavaria. Alba era, tal y como le habían advertido, un mundo aparte.

Hubo un respingo general cuando el ángel se sacudió las alas.

—Saludos —dijo Deneb Kaitos—. Los Siderales os mandan un mensaje. Están agradecidos por vuestras ofrendas.  

Fue decirlo y desatarse una fiesta. Muchos se abrazaban con ojos humedecidos, otros levantaban las manos al aire y oraban a los Siderales. “¡Cuando se enteren esos imbéciles del mundo allá afuera…!”. Y Deneb Kaitos suspiró aliviado porque no esperaba que fuera tan fácil ganarse su aprobación. Le habían advertido que tratar con fanáticos sería complicado. No podía decirles, sencillamente, que lo que practicaron durante tres siglos era un completo sinsentido. Deseaba, muy dentro de sí, arrancar el corazón del maniático que los convenció de llevar a cabo el culto, pero ya estaría enterrado en algún lugar perdido de aquel infierno.  

Extendió sus alas y los calló a todos.

—Lamentablemente, se han hartado. En nuestro reino se están hastiando. En verdad que no recuerdo haberlos visto tan enfurecidos. Es por eso que estoy aquí.  

Levantó una mano e invocó su espada que apareció entre destellos de chispas doradas. “¡Magia!”. “¡Milagro!” Jamás habían visto una invocación. Ni siquiera les importó que, lo que sostenía, ya no era una espada propiamente dicha. Era solo la empuñadora y un pedazo de acero dentado, más pequeño que una daga. Desde que su arma impactara contra la espada zigzagueante de Ámbar Moreira y se destrozara en incontables pedazos, Deneb Kaitos había quedado sin arma alguna.  

—Los Siderales me lo destrozaron antes de enviarme como prueba de su furia.

—¡Tenemos una espada sagrada para vuestro júbilo, enviado sideral! —gritó el gurú y toda la catedral estalló de alegría.

—Sería un honor. El motivo de mi venida es solicitar a vuestros representantes el cese de sacrificios. Hacedme ese favor y los Siderales no vendrán aquí a desatar otro Apocalipsis.

—Entonces, ¿liberarán Alba de las tinieblas?

Deneb Kaitos dobló las puntas de sus alas. No esperaba la pregunta. Lo mejor sería pedirles que se movieran a mejores tierras y se olvidaran de Alba, pero, ¿sería conveniente? Esos fanáticos estaban orgullosos de vivir en aquel “agujero pútrido”, como Reykō le había descrito, y dudaba que le hicieran demasiado caso. Él era, como se había presentado, un mensajero. No un Sideral. Un paso en falso y seguro que querrían atarlo a un poste y quemarlo. Al menos eso le advirtió un sonriente Cunningham…

—No tengo idea si es posible libraros de esta situación. Se los preguntaré y volveré con una respuesta. Lo importante es cesar con vuestras ofrendas.  

Uno de los monjes sentados adelante elevó al aire una radiante espada y, de un tajo, cortó el cuello de quien se sentaba a su lado. La cabeza quedó colgada de la piel, pero, al tirar del arma, la misma terminó cayendo y rodando por el suelo ante la mirada incrédula de los testigos. El asesino se levantó y procedió a clavársela en el pecho a otro; la recuperó de un tirón; con la hoja goteando abundante sangre se fijó en la siguiente víctima mientras los demás huían despavoridos del maniático.

“¡Detente!”, gritó otro monje y se abalanzó para detenerlo, pero el asesino era ágil y se esquivó a un lado, devolviéndole un tajo que le cruzó el pecho y roció sangre al aire. Antes de caer, el herido consiguió arrancarle la capucha para verle el rostro. Albion Cunningham se reveló con los ojos inyectados de sangre; ¡cuánto le había costado mantener la compostura rodeado de los hombres que más odiaba en su vida! Y odiaba tantas cosas. Manejaba la espada con gracia y crueldad, como si fuese una extensión natural de su brazo. Nadie podía hacerle frente y caían uno tras otro. Un grupo de seis hombres del Ejército del Norte también se revelaron, algunos entre los aterrorizados fieles y otros entre los monjes, todos con la mandíbula desencajada pues el comandante Cunningham era el único que segaba la vida de los altos mandos de la Secta.

Y es que aquella matanza no era parte de ningún plan.

Cuando el comandante se deshizo de su túnica y se reveló enfundado en su armadura táctica EXO, oscura y con bordados dorados, el gurú arañó el atril por donde se sostenía. Pensaba que había traidores entre sus hombres, pero ahora todo tenía sentido. ¡Un ataque del Ejército del Norte para arruinarles la reunión con el mensajero de los Siderales! “¡Infieles!”, gritó señalándolo y la muchedumbre huyó despavorida como agua desparramándose desde la catedral hacia las calles.

Deneb Kaitos se sentó en los escalones del altar y suspiró mientras oía los espadazos de su comandante y el lamento de sus víctimas. Tanto esfuerzo en vano. Se suponía que Cunningham solo asesinaría a los hombres de la Secta si estos se reusaban a cumplir con su petición de cese a los sacrificios. Era la condición que había puesto el ángel con tal de guiarlos hasta las fauces de la Secta. Deneb Kaitos deseaba liberarlos a todos, convencerlos de que cambiaran para bien; Cunningham conocía mejor a los hombres y solo pretendía rescatar a los más jóvenes pues decía que solo con estos habría esperanza.   

Afuera, el gentío quedó sobrecogido al toparse con lo que tenían frente a sí. Y sobre sí. Se oían gruñidos provenir del cielo, tan fuertes que zumbaban los oídos y repiqueteaban piedrecillas, pero era difícil notar de qué se trataba debido a la oscuridad. Bastó un relámpago para revelarse la horrorosa verdad: incontables dragones, como murciélagos, trazaban círculos sobre sus cabezas. El más grande de todos, Leviatán, descendió rampante sobre los escombros frente a la catedral. Ladeó su cuello rugiendo, extendiendo sus alas a cabalidad. El líder dragontino roció el suelo con su aliento infernal, levantándose así una pared de fuego que imposibilitaba escapar, cerrándose luego en un anillo flameante.  

Sobre el reguero de sangre que se había formado dentro de la catedral, Deneb Kaitos notó tres cabezas de monjes rodar hacia él, dos de ellas con expresiones de sorpresa, como si en sus segundos finales reconociesen a su verdugo. Albion Cunningham fue, al fin y al cabo, una lejana víctima de la Secta. Levantó la vista y vio a su comandante subir al altar para finiquitar al gurú; tenía el rostro tenso, salpicado de sangre y la hoja de la espada estaba teñida de rojo oscuro. Pocas veces lo había visto tan furioso.

El hombre se detuvo y miró al ángel.

—¿Qué?

—No recuerdo haber acordado una masacre. 

Cunningham se encogió de hombros.

—Cambié de opinión.

Deneb Kaitos frunció los labios. Prefería no tener que recurrir a la violencia, pero como él mismo había admitido en su momento, no podía tener idea de cuánto había sufrido Cunningham durante su niñez en Alba. Era, para el ángel, sencillo pedir que todo se solucionara en paz, pero el reino de los mortales estaba plagado de grises.  

—Podrías haber sido más directo. Intento comprender.  

—¿No lo ves? —señaló los cadáveres con su espada—. Cantando, bailando, celebrando en la misma noche que iban a sacrificar —escupió un cuajo sanguinolento—. Tal vez hasta ya sacrificaron y llegamos tarde. ¿Quieres la verdad? Esperaba que tú cambiaras de opinión al verlos. Son salvajes y su única cura es el filo de una espada. ¿Te vas a unir a mí, pájaro?

—No tengo espada.

—Te daré la mía. Los puños me bastan para el gurú.

El ángel hizo un ademán y se levantó para tomar rumbo de la calle. Intentaría calmar a la muchedumbre. Preferiría no ver más muertos, ya ni decir ser partícipe de una matanza. Hizo una señal con la mano en alto y los demás soldados asintieron, prestos a seguirlo hasta afuera. Deneb Kaitos se había adaptado rápido a su cargo como miembro del Ejército del Norte, por orden de Reykō, y los hombres habían aprendido a respetarlo tras su heroica actuación en el desierto de Bujará.

—Conmigo no cuentes.

Cunningham se acercó al gurú, que se había arrinconado en una esquina con los ojos cerrados y murmurando una oración a los Siderales, rogando que enviaran algún ángel guerrero para salvarlo del pérfido infiel. El comandante lo oyó todo y clavó su espada entre las tablas del suelo.

—¿Pérfido, yo? Pero, qué cosas te pones a decir.  

De un manotazo arrancó un pedazo de su propia armadura, hacia el hombro, y reveló la piel al consternado gurú. Tenía la marca que, cuando niño, se la quemaron en los rituales. En aquella lejana noche, un aterrorizado Cunningham consiguió huir de la catedral, adentrándose en la ciudad hasta casi desmayarse entre escombros, donde más tarde fue encontrado por una expedición humanitaria financiada por Reykō. En Alba lo dieron por perdido y muerto, pero el gurú, al ver ese mismo semblante de odio marcado en los ojos, sospechó que el niño había crecido.  

Cunningham deslizó el pulgar por la empuñadura de su espada y esta se activó; la hoja enrojeció al instante y la madera por la que se clavaba ardió. Desclavó su arma y la ladeó, comprobando cómo el mismo aire se retorcía del calor y silbaba. Cerraba los ojos y era como oír una lluvia. Ese mismo sonido lo que le martirizaba en sus noches, del acero hirviendo antes de hundirse en la piel. Y luego el olor a quemado que parecía llenarle los pulmones…  

Meneó la cabeza.

—Soñaba marcártelo… Marcarte el símbolo de Reykō en el hombro… —movía la espada de un lado a otro, torciendo el aire, y el gurú no perdía de vista la hoja hirviente—. ¿Lo conoces? Son dos rayas paralelas, zigzagueantes… —extendió ambos brazos—. Pero ahora se me ocurren varios lugares.

   

   

Deneb Kaitos había paseado por largo rato entre el mar de fieles aterrorizados en el atrio, tranquilizándolos como buenamente podía. Y lo conseguía con facilidad porque lo seguían viendo como un enviado divino. Le rodeaban, suspiraban y tocaban sus alas. Pedían algunas palabras y él no dudaba en confortarlos. No sabría decir de qué tenían más miedo, o de los dragones o de los soldados del Norte que lo acompañaban. Creía que sería una buena idea pedirle al dragón, Quetzalcóatl, que descendiera y se dejara acariciar por los niños, pues de seguro sus escamas coloridas les atraerían, pero fue solo sugerirlo y saber, en el rostro crispado de los adultos, que no sería recomendable. Con los soldados fue más sencillo conseguir que le dieran una oportunidad; eran, al fin y al cabo, seres humanos y no demonios de acero como les habían advertido en la Secta.

Notó al comandante Cunningham sentarse en los escalones que daban a la catedral; no lucía especialmente afectado y, de hecho, lo vio pasando trapo a su espada mientras silbaba. Era cierto que Reykō ordenó la misión de infiltración con el objeto de rescatar a hombres y mujeres de Alba, un movimiento mediático que se ganó la aprobación en el Norte y, por ende, el apoyo del público. Serviría para la guerra que se venía, pero también era un secreto a voces que Reykō deseaba que Cunningham superase de una vez sus demonios pasados. A la mujer no le había agradado oír cómo su comandante despachó al líder del Vaticano, Alonzo Raccheli, en el desierto de Bujará e imitando el ritual de la Secta de Alas, por lo que temía que tarde o temprano cayera en la locura. Y ella necesitaba de su mejor hombre.

Deneb Kaitos se encaminó rumbo a la catedral desprendiéndose de su fajín, la túnica y, por último, las botas, lanzándolas a un lado. Cunningham frunció el ceño al verlo en completa desnudez. No sabría decir si la falta de noción social que el ángel solía mostrar le resultaba exasperante o graciosamente adorable. Allí estaba Deneb Kaitos, por enésima ocasión, completamente desnudo y con miles de mandíbulas desencajadas tras él. 

—Vístete de nuevo, pájaro. No me apetece.   

—¿Qué te hace pensar que a mí sí?

El ángel entró a la catedral sin prestarle más atención.

Cunningham se rascó la mejilla; se levantó para ir tras él, pero recordó el hedor a azufre que infestaba adentro desde que marcara a fuego al gurú en todo su cuerpo. Fue pensar en el líder de la secta y sonreír; se sentía aliviado de haberse deshecho de uno de sus peores demonios. Las pesadillas de cuando niño ahora encontraban consuelo. Recordó las palabras de Ámbar Moreira en el desierto de Bujará: que todas las muertes le pesarían durante el resto de su vida. Y soltó risillas porque no sentía culpa alguna de la muerte de Alonzo Raccheli y sus hombres, al igual que la muerte del gurú y su séquito. Para él, todos los que creían en dioses eran más calaña. Los despacharía de nuevo una y otra vez, si tuviera la oportunidad.

Deneb Kaitos volvió de adentro sosteniendo, en bajo, una espada de radiante hoja zigzagueante.

—Traigo algo especial.

Cunningham le miró la entrepierna, pero fugazmente corrigió y le miró a los ojos.

—Repítemelo.

El ángel levantó ligeramente el arma; Cunningham notó el brillo de su hoja filosa, radiante como recién salida de una fragua. Era idéntica a la zigzagueante del Arcángel Miguel que antes poseía Reykō. Se preguntó si era la “espada sagrada” que el gurú pretendía regalar a Deneb Kaitos.  

—¿Una réplica?

—Original. ¿Ves el símbolo sumerio en la empuñadura? Pertenecía al Arcángel Rafael. De los tres Arcángeles, era el que menos la usaba. No me preguntes por qué, pero se decía que no le atraía demasiado la idea de empuñarla. Por eso luce así, como nueva.

Cunningham silbó.

—Pues ya está, tienes espada nueva.

—Nuestra señora está fabricándome una. Cuando me ordenó localizar la Secta, también percibí la espada zigzagueante de Rafael. Se lo comenté.

—Para ella, entonces.

El ángel meneó la cabeza y se arrodilló delante de él, ofreciéndole el arma sobre sus manos.

—A nuestra señora le conseguí la espada del Arcángel Gabriel. No le hace falta otra arma.

Cunningham se frotó el mentón.

—¿Qué mierda haces?

—Es tuya.

—No la necesito.

—Cuando el ejército del Inframundo llegue a vuestro reino, sería ideal contar con tres Arcángeles para guiar a hombres y ángeles a la guerra. Son, por naturaleza, los auténticos intermediarios. Yo te nombro como uno de ellos, Cunningham.

—Y sigues piando tonterías. No necesitamos ningún Arcángel. Suficiente tengo con lidiar contigo como para guiar a toda vuestra parvada.

—Nuestra señora aceptó la idea cuando se la sugerí. Has hecho méritos. Los mortales te admiran e incluso Leviatán te reconoce y sigue tus órdenes. Y, mal que me pese, me caes bien.

—Tú me caes como una picazón en los… —se calló al darse cuenta de la presencia de una niña que se había inmiscuido, desaliñada y empolvada, pero sonriente—. ¿Qué pretendes? ¿Me la das y soy oficialmente un Arcángel? Te olvidas que, a los ojos de tu Legión, eres un renegado. Lo que tú decidas no debería tener aceptación entre ellos.  

—Renegado o no, sabrán que he elegido a un representante sagrado. “Nari-il”. Y lo respetarán.

—¿De la misma manera que tú respetaste a la otra “Nari-il”? La desobedeciste y aquí estás, ángel renegado de su Legión y flamante miembro del Norte.

—Harán como yo. Juzgarán tus órdenes y te seguirán si lo consideran justo. Pero, sobre todo, te escucharán. Es la potestad que te ganas al ser portador. Por favor, acepta la espada.

—Estás asustando a la niña.

—Está sonriendo, Cunningham. Acepta la espada.

—¿Sabes que el otro Arcángel que habéis elegido, la tal Ámbar Moreira, probablemente me quiera cortar la cabeza?

—Por el bien de vuestro reino, aprenderéis a superar vuestras diferencias.

—¿Conoces a las mujeres?  

—Difícil imaginarlas peores que tú. Acéptala.

El comandante hizo un ademán. Se preguntó si la desnudez del ángel tenía que ver con el nombramiento. Seguramente ofrecerle la espada con una túnica ensangrentada sería considerado un sacrilegio, pensó, por lo que se sintió abruptamente honrado por el detalle. No obstante, la propia desnudez y la inesperada carcajada de la niña hizo que toda la situación se le volviese ridícula.

—Sigues sin entender. No podría importarme menos todo lo que en vuestra bandada consideréis. Por mí, esa espada no tiene utilidad alguna. Arrójala si no la quieres tú.

Se giró para levantar a la niña y entregársela a uno de los soldados; pronto vendrían helicópteros de carga y la prioridad eran pequeños y jóvenes como ella. Aunque parecía que esta no quería separarse de él, extendiendo los bracitos y gimiéndoles algunas palabras en gaélico. Cunningham frunció los labios y terminó cargándola en sus brazos, respondiéndole en su idioma. Deneb Kaitos no se sorprendió de verle ese lado cariñoso; pese a su apariencia dura, lo consideraba un mortal con el corazón de un Arcángel. Agresivo ante la adversidad, entrañable en situaciones más íntimas.

—¿Acaso te pagan por quedarte quieto? —gruñó el comandante—. Ponte algo. Nos vamos.

   

II 

Cuando Perla se acostó sobre la hierba y notó el cielo estrellado, cayó en la cuenta de que no reconocía absolutamente ninguna constelación de las que estudió cuando niña. No le interesaba la astronomía, pero Pólux se encargó de que memorizara las más importantes y las usara como guía en caso de que algún día se viera perdida. Mirando para otro lado notó, de nuevo, la brillante mancha en el cielo, tales pétalos de una flor, que resplandecía como una luna pálida y azulaba todo a su alrededor. El bosque, la hierba, incluso a ella misma.     

Levantó una mano y lo señaló.

—Lo veo de vez en cuando y siempre me olvido de preguntar.

Ámbar estaba acostada a su lado.   

—Es Betelgeuse, una supernova. Una estrella que estalló. Con los días empalidece más, así que se esfumará pronto.

La espada zigzagueante de Ámbar estaba clavada cerca, junto con el sable de Perla, ambas reflejando la tenue luz del cielo. La brisa fría meció el mar de hierba y la Querubín se arrimó junto a la mortal. Desde que el dragón dorado, Doğan, la insultara frente a la Legión, la muchacha no deseaba estar con nadie más que con la mujer. La buscó dentro de las instalaciones de los mortales, pero fue Ámbar quien la encontró; a ella tampoco la animaba la idea de rodearse de otras personas salvo la propia Querubín. Había confrontado a la hija de Alonzo Raccheli acerca de la muerte de su padre, de cómo ella misma se consideró la culpable de la situación al llevárselo consigo en el desierto de Bujará y de cuánto la engullía la culpabilidad. Agnese, la hija, se tomó como buenamente pudo. “Tú no te martirices por su muerte”, le había dicho con templanza. “Eso déjamelo a mí”.

—¿Sabías? —preguntó la mujer señalando un punto en el cielo—. En este lado hay un planeta con vida. “Pangea”. Incluso tienen una luna. Hace veintiún años enviaron una sonda, pero tardará algo más de cuarenta años más en llegar. Y de este lado —señaló otro punto—, también hay otro. “Corina”. No tiene lunas, pero sí dos soles. ¿Imaginas algo así? Una sonda llegará en noventa años.

Perla entornó los ojos.  

—Tan lejos que moriríais antes de llegar allí. 

—Por eso envían sondas. Cuando todo esto termine, sugeriré ángeles para los viajes. Inmortales como sois, no tendríais problemas. ¿Te interesa?

—Prefiero volar a donde me dé la gana —hizo un mohín—.  Y allá, ¿también hay mortales y ángeles?

—A saber... Pero, de tenerlos, espero que lo hayan hecho mejor que aquí.  

Perla levantó la mano y, cerrando un ojo, cubrió la Luna con su dedo pulgar.

—Seguro que tienen dragones más amables.

Ámbar rio y se reacomodó sentándose sobre la hierba. Había estado buscando a Perla por una razón. Y es que, con Agnese Raccheli, conversó largo y tendido acerca de la raza angélica; incluso, esta última le confió algunos resultados de su investigación pues los científicos analizaban las plumas que los ángeles solían dejar caer por la reserva. Era la mejor opción que tenían para descubrir sus secretos sin necesidad de “coserlos a jeringas”, opción que en su momento preferían las farmacéuticas de Reykō.

—¿Conocéis ángeles mortales?

Perla destapó la Luna.

—Podemos morir, si eso es lo que quieres saber. Así que el término adecuado sería “longevos”, no inmortales. Ya lo viste. Respiramos, sangramos. Podemos morir. El secreto es no meterse en problemas.

—Vuestro secreto está en la regeneración de células… —calló y recordó que debía usar un vocabulario más sencillo—. Quiero decir que vosotros tenéis un cuerpo difícil de creer. No necesitáis alimentos porque vuestro propio organismo provee lo necesario. Agnese y sus científicos creen que vuestros creadores fueron muy generosos en algunos aspectos, porque tenéis una fuerza y una inmunidad que nosotros solo soñamos, pero también fueron misteriosamente crueles en otros.

—Crueles, sí. Por abandonar a la Legión.

—No pensaba en eso. Mira, no es complicado... —sopesó las manos—. Sois varones y hembras, pero no tenéis deseos. Al menos, por lo que me enteré, la mayoría no siente deseo. Vosotras tenéis senos, pero ¿para qué los tenéis si no sirven al propósito de amamantar?

—Y los de Dione son enormes.

—Y, mira, ha sido inevitable ver esta tarde a los varones bañándose en el lago. Me vieron allí con la mandíbula desencajada y me invitaron a acompañarlos.

—Que no te extrañes si te invitan, eres parte de la Legión. Así que… —se mordió la punta de la lengua—. ¿Les acompañaste?

Ámbar miró las estrellas y suspiró.

—Estaba apurada, así que hice de tripas corazón y rechacé la oferta. Morí un poco por dentro, eso sí, porque vaya grupillo de adonis. No les falta nada. Entonces… ¿Entiendes adónde quiero llegar?

—Sé de qué hablas —taponó la Luna—. No estás descubriéndome nada nuevo.

—No he terminado. Tú eres distinta. Agnese afirma que tu proceso celular es idéntico al nuestro. Quiero decir… Niña, tú no eres longeva como ellos. Creces. Envejeces. ¿Lo sabías?

Perla se repuso sentándose y mirando el horizonte poblado de altos pinos azulados. Sintió una opresión en el pecho. Su mortalidad era una situación que todos en la Legión sospechaban. Porque crecía y había que considerar esa posibilidad. Ella lo sufría más que nadie porque crecer implicaba algo más que estirarse. Cómo olvidar esos vergonzosos días en los que salía de su casona y, con una cara de incomodidad, les decía a sus guardianes que se sentía indispuesta y que pasaría todo el día en la cama. De ahí a que desarrollara más intensamente su relación con Celes y no tanto con Curasán, pues la guardiana entendía qué sucedía. Tales cambios no eran normales en un ángel, evidentemente, pero como no había otra Querubín con qué compararla, la Legión consideraba que se trataba de algo natural en los seres de ese rango y, por lo tanto, no había de qué preocuparse.

Tal vez llegaría a joven como los demás miembros y, sencillamente, dejaría de envejecer, decían unos.  

Pero, aunque envejeciera, aunque llegara el día en el que tuviese que morir porque su cuerpo ya no diese más, todo se sentía tan lejano como para preocuparse. Sin embargo, ahora que enfrentaba ese hecho como algo real y tangible, no como una sospecha, sintió una nueva e incómoda angustia revolverle el estómago.

Agarró una de sus alas y la peinó con los dedos.

—¿Es seguro?

—Agnese dice que sí. Pensaban que era un error, por lo que comprobaron varias veces.

—No se equivocan. Mi madre fue un ángel. Se llamaba Rubí. Mi padre fue un mortal. No sé cómo se llamaba, pero desde que me lo descubrieran he asumido que tal vez yo también fuera mortal.

—Nathaniel.

—¿Qué?

—Tu padre se llamaba Nathaniel. Óyeme bien, es por eso que te estaba buscando.

La mujer buscó del bolsillo de la gabardina un artefacto metálico y circular, fino, del tamaño de la palma de una mano. La sostuvo entre los dedos para activarla y se generó un brillante holograma de un hombre en traje, rodeado de una treintena de niños y jóvenes sonrientes. Con un par de toques, hizo un acercamiento a su rostro. Luego se fijó en Perla y esta tenía el semblante feroz, no mirando la imagen proyectada sino a ella; y la miraba como si Ámbar la hubiese ofendido en algo.  

—¿Qué te pasa? —preguntó la mujer.

—Estás mintiendo.

—No podría. Míralo y dime qué ves.

Le entregó el artefacto, pero la Querubín dio un manotazo. El artefacto rodó por el suelo sin dejar de proyectar, ahora sobre la hierba, el rostro del padre. Perla ya había oído de su madre; sobre lo que hizo y lo que sufrió. Había oído a los dragones insultarla por lo que representaba. Destrucción. Apocalipsis. Dolor y llantos. Dada la situación, prefería no saber cómo sería su padre. Tenía miedo de seguir oyendo. De descubrir lo que no debería ser descubierto.

Se levantó y desclavó su sable; intentó guardarlo en la funda de su espalda, pero no acertaba debido al nerviosismo. Extendió las alas para retirarse, aunque Ámbar se adelantó antes de que levantara vuelo.

—¡Fue un héroe!

Se detuvo de batir las alas. Ámbar prosiguió.

—Si tú y yo estamos vivas es gracias a él. Y no estoy exagerando. Escúchame, es mi orden como “Nari-il”.

—Me han mentido y manipulado desde que recuerdo —no se giró para verla, pero la mujer notó los puños trémulos apretados con fuerza y las puntas de sus alas completamente torcidas—. No conozco del todo vuestra cultura, pero yo no podría inventar algo sobre tu difunta hija para hacerte sentir bien porque solo lo empeoraría.

—¿Es tan difícil de creer? Tu padre, junto con otras personas, salvaron a niños que quedaron huérfanos tras el Apocalipsis. Y los niños crecieron siguiendo sus ideales. Y tuvieron sus propios hijos. Y esos hijos tuvieron otros. Alonzo Raccheli fue uno de ellos. El pilar de esta organización se trata de buscar una alianza con ángeles porque tu padre les habló sobre su verdad y la defendió hasta el día de su muerte. Habló de aquello que nunca fue aceptado. De que los ángeles fuiste víctimas y que nosotros solo estábamos en medio de un conflicto. Si estos a quienes llamas “mortales” están aquí ofreciéndoos un asilo y arriesgándose a una guerra contra el resto de los gobiernos es gracias a hombres como tu padre.

La mujer se levantó. Pensó en recoger el artefacto del suelo y ponérselo frente al rostro para que Perla lo viera de una vez, pero suspiró y se guardó las manos en los bolsillos. Concluyó que lo mejor sería que ella diera por sí mismo el paso.

—¿No vas a verlo, al menos? Solo…. ¿Por qué no lo miras? Hazlo por mí. Si me preguntas, ni siquiera hacía falta analizar tus plumas para ver la relación de sangre. Tenéis la misma condenada nariz. Parece un tulipán.   

Perla miró de reojo el holograma. Se acercó y di un puntapié para que la imagen quedase bien colocada. Y sintió un ardor en el pecho cuando lo notó. Porque por un momento se vio a ella misma. No era sola la nariz; ese semblante que ella veía reflejado en el lago cuando se bañaba. La forma sutilmente atigrada de los ojos. La sonrisa de medio lado y ligeramente encorvada hacia abajo. Todo en él emanaba extrañamente a ella. Se desplomó arrodillada ante la imagen y su sable se le resbaló para caer sobre la hierba; acercó una mano y acarició el holograma, atravesándolo con dedos trémulos.

Ámbar se arrodilló a su lado. En medio de la oscuridad azulada, solo sus rostros se iluminaban tenuemente por el holograma. La mujer sonreía porque también veía los rasgos parecidos, pero la muchacha había humedecido los ojos conforme tocaba la imagen; la nariz, más precisamente.

—¿Ves? El tulipán, te lo dije.  

Perla rio y sostuvo el artefacto con ambas manos. Era una niña que no despegaba la mirada del hombre del que se había enamorado a primera vista. Devoraba cada detalle que encontraba y que revelara más de su personalidad. El peinado cuidado, sin rastros de barba. Parecía un hombre agradable. Y tantos niños y jóvenes a su alrededor no podían ser mera coincidencia. Debió haber sido respetado y querido. Cerró los ojos y susurró su nombre en un intento de absorber la palabra.

“Nathaniel”.

—¿Sabes por qué el símbolo del Ejército del Vaticano es un dragón dorado enroscándose por la cruz del templario? Durante el Apocalipsis, tu padre vio a los ángeles montando dragones y batallando juntos para detener al Arcángel que pretendía hundir bajo fuego todo el mundo. Fue una batalla entre dos facciones. Él aseguró que el Arcángel fue manipulado, y que dragones y ángeles intentaron detenerlo. Incluso con el mundo entero en su contra, defendió su historia hasta el fin de sus días.

La Querubín se enjugó las lágrimas y respondió con voz quebrada.

—Cu-Cu-Cu… Curasán dice… él siempre me pregunta de dónde saqué tanta testarudez.

—Misterio resuelto. Antes del Apocalipsis, tu padre se sentía tan desolado que intentó quitarse la vida en medio de una carretera abandonada. Se detuvo porque vio una estrella demasiado brillante agrandarse más y más sobre su cabeza. Pero no era una estrella. Era tu madre quien bajó del cielo e impidió que Nathaniel continuara —se rascó la mejilla—. Me gustaría continuar con una historia romántica, pero parece que ella lo zarandeó y pateó hasta hacerlo entrar en razón…

La Querubín reía con ojos húmedos. No deseaba decir nada más porque la garganta se sentía incómoda y echaría a trastabillar palabras con una voz rota, por lo que se dedicó a mirar a su padre completamente embelesada.

—Tu madre era un ángel, sí. Desertó la legión del Arcángel Miguel porque ella, al igual que muchos, no estaba de acuerdo con el Apocalipsis que se planificó. Pero no podía hacer mucho para impedirlo, así que simplemente huyó. Fue así como se conocieron.

Finalmente, Ámbar se repuso. Lo había dicho todo cuanto tenía que decir. En realidad, la historia se lo había confesado Agnese; tradicionalmente había pasado de generación en generación en el Vaticano. La directora había comentado, además, otros hechos que Ámbar debía juzgar la conveniencia de decírselas a la Querubín. Porque no solo trató el tema de la mortalidad de Perla. También habló de una variante de feromona que solo emanaban las alas de la muchacha y que, aparentemente, causaba que los ángeles a su alrededor cambiaran sutilmente de conducta.

Y, cotejando los números, detectaron que la Querubín últimamente secretaba la feromona siete veces más que lo usual, acrecentando los cambios en los demás. “A falta de un etólogo que me lo confirme, te diría que está en celo”, había susurrado una sonrojada Agnese. “Es algo grande. Es una pieza perdida que está encajando en el sistema del resto y los está despertando. Un auténtico paso evolutivo de su especie. Aquí nombramos secretamente a sus alas, las Alas de Dédalo, porque estamos convencidos de que significará una liberación de su raza”.

Pero Ámbar había hecho el filtro adecuado de qué contar y qué dejar que fluyese naturalmente. Un instinto maternal del que carecía Agnese. Desclavó su espada zigzagueante y la guardó pacientemente en la funda, presta a retirarse y dejarla a solas.

—¡Á-Ámbar! ¿Adónde vas?

—Al lago. 

Perla echó la cabeza hacia atrás y carcajeó.

—¡Cuando oscurece ya no queda nadie!  

—No lo dirás en serio. Si cuando oscurece es cuando se pone divertido.

—No en la Legión. Vayamos juntas mañana… ¡Ámbar! Te presentaré a mis amigas.

 —No. Preséntame algún amigo ahora.

Más de un ángel oyó las lejanas risas de las dos, que rebotaban por el pinar y perdiéndose luego en la brisa. Ámbar observó de reojo un par de dragones volando en la distancia, cruzando la supernova, y recordó el incidente de aquella mañana en donde Doğan insultó a la Querubín.

—¿No decías que querías domar a un dragón? 

Perla hizo un mohín sin dejar de mirar a su padre.

—¿Qué vamos a hacer? Lo dije cuando era joven y soñadora.  

—Lo dijiste solo unos días atrás…

—Pues cambié de opinión.

—Esos lagartos me rompieron tres costillas y entiendo que, cuando Leviatán me rugió a la cara, no alabó precisamente mi cabellera. Cuando el Serafín se presentó ante él tampoco fue cortés. Incluso al lunático de Albion Cunningham le masacró el escuadrón y lo dejó al borde de la muerte, para finalmente reconocerle el valor e ingenio por haberlos combatido. Con tu maestra de cánticos fue más amable. La llamó gorda.

—Gracias por darme la razón. Son crueles y no vale la pena.  

—¿Sabes…? Cuanto más lo pienso, son como los guerreros mongoles, feroces e inmisericordes. En apariencia salvajes, pero organizados como el mejor ejército. Respetan al más fuerte y despedazan al que agacha la cabeza. Confrontarlos requiere de deshacerse del ego y el orgullo.   

Se alejó finalmente, elevando una mano en señal de despedida. Perla se lo pensó, pero no cedería fácilmente. Los dragones la habían insultado y no se rebajaría a hablar con ellos bajo ninguna circunstancia, por lo que siguió mirando a su padre. No obstante, Ámbar le dedicó unas últimas palabras que la dejaron pensando.

—Por lo que a mí respecta, eres hija del hombre que trajo la esperanza en un mundo donde se pensaba que todo se había perdido. Enfrenta a los dragones con la frente en alto, niña, y dómalos como ninguno hizo. Muéstranos lo que tu padre defendió y guíalos como él dijo que fueron guiados para detener al mal mayor. Honra su historia. Al fin y al cabo, eres el ángel de la esperanza.

   

III

Kazúo Reykō atrapó un pedazo de hashi con los palillos y lo elevó para mirarle la textura, nítida bajo una luz amarillenta del foco. Se veía apetecible. Ni siquiera miró a los hombres trajeados acompañándola, todos de rodilla a la mesa de baja altura. Se lo llevó a la boca sin muchas dilaciones; estaba delicioso y gimió de gusto. Desde que tuviera aquella extraña experiencia de resurrección se la veía mucho más animada, enérgica, llena de vida. No se lo confesó a nadie, evidentemente, pues debía ser cauta o “Maniática” sería el adjetivo más amable que le dedicarían. Rio imaginándose el rostro que pondrían sus siete generales del ejército si les revelara todo cuanto había visto desde que se le detuviera el corazón: un ejército de bestias acorazadas avanzando por un desierto rojo, otro de ángeles lanceros aguardando en un mar de hierba, incluso a La Muerte, o Segador, sentado en un trono de algún castillo ubicado en quién sabe qué parte del universo.

—Comed, comed —dijo capturando otro bocado.

Uno de los generales pasó un paño por su calva perlada de sudor. Miró a la joven ángel acostada sobre la mesa, algo tensa, con las manos junto a las caderas y los muslos entrecruzados, repleta de sushi y sashimi sobre la piel desnuda. Un cuenco humeante de salsa de soja temblaba entre los senos. Normalmente sonreirían y comerían con gusto; disfrutaban de las extravagancias de la líder, pero allí se encontraba un ser que, si quisiera, podría asesinarlos en un suspiro. Era hermosa, eso sí, de larga cabellera trenzada y ceniza que serpenteaba hasta un seno; de curvas pronunciadas y redondeces exquisitas.

—¿Es de verdad? —preguntó el general pinchándole una pierna.

La hembra se removió y los invitados dieron un respingo.

—¡No seáis…! ¡Claro que es real! Se llama Casiopea. La encontré en la azotea de mi edificio.  

—Ahhh —balbuceó Casiopea—. ¿Ya puedo hablar?

—Pero, ¿cuántas veces te lo tengo que repetir? En la práctica del nyotaimori no puedes formar parte de la conversación.

—¡Pe-perdón, Nari-il!

Un general enarcó una ceja.

—¿Que te ha dicho?

—“Nari-il”. Y no me lo dice de cariño. Como tengo una espada zigzagueante, ahora soy como una Arcángel para los suyos. Tiene sus beneficios.

Casiopea tragó saliva y gimió al sentir un par de palillos cerca de su pubis, capturando un pedazo de aquellos “sesos de peces”, como los pensó. La espalda se le arqueó y torció las plantas de los pies; la Serafina le había advertido que los mortales podrían ser muy ingeniosos y peligrosos, pero no imaginaba cuánto. Ella, una arquera de experiencia milenaria, ahora no era más que una bandeja emplumada para divertimento de mortales.

La hembra había pasado toda la mañana lanzando una infinidad de flechas con plumas blancas por monumentos y edificios de Valentía, de la misma manera que sus compañeros lo hacían en otras ciudades, esperando que la población leyera la exigencia escrita en el astil: “Entregad a Destructo o habrá consecuencias”.  Por lo tanto, en cada urbe, cada ángel se mantenía elevado en el cielo a la espera de que alguien se acercara o enviara una señal con alguna pista sobre el paradero de Perla.

Y, en su caso, se le acercó Kazúo Reykō mientras la arquera descansaba sobre la azotea del edificio más alto. Le había sorprendido mientras afilaba algunas plumas de flechas, por lo que, cuando la vio llegar, se le resbaló el carcaj de las manos y desparramó torpemente sus saetas. Reykō bajó de una ruidosa máquina con capacidad de surcar el cielo. A la arquera le pareció una libélula de acero. La mortal se presentó comunicándose en fluido sumerio, sosteniéndose de la espada zigzagueante del Arcángel Gabriel como si fuera un bastón. Portar el arma le otorgaba el estatus de “Nari-il”, o “Representante Sagrada”. Y no había venido sola; una decena de soldados descendieron para protegerla, además de siete dragones que se apostaron en azoteas aledañas para rugirle insultos de lo más variopintos a la aterrorizada arquera. Casiopea sabía que a los mortales los podía despachar sin problemas, pero los dragones eran otro asunto.

La mortal ni siquiera le permitió hablar; llegó como una tempestad y puso sus exigencias porque tenía lo que la Legión buscaba: la ubicación de Destructo. Solo debía obedecerla y no ordenaría a los dragones que le arrancasen la cabeza. De vuelta sobre la mesa en el salón, mientras los invitados procedían a servirse de ella, dobló las puntas de sus alas al preguntarse cómo era posible que hacía solo un par de soles atrás jugaba en los bosques de los Campos Elíseos junto con sus amigos.

Tosió al tragar una bocanada de humo de cigarro, devolviéndole a la nefasta realidad.

—Esta mañana —prosiguió Reykō—, los ángeles lanzaron en más de setenta y dos ciudades un ataque coordinado. ¿Habéis visto las imágenes de Bavaria y Rommulos? Sus edificios están erizados de flechas como los de aquí. Me exaspera ver el mío en estas condiciones. ¿Sabéis cuánto me costará quitarlas todas?

—No… No fue un ataque, Nari-il.

—¡Calla, pequeña!

—¡Ah! —se cubrió la boca. A ver si volvía a meter la pata y salía de allí sin la valiosa información.  

—Diecisiete líderes de naciones han solicitado que movamos nuestra fuerza bélica. Me piden opinión. Quieren saber por qué cancelamos la invasión a China. Unos me preguntaron si estamos oficialmente en guerra y otros desean saber si cuentan con mi ejército. Aún no les dije que tengo más de trescientos dragones en mis jardines y estoy segura que se desmayarán al saberlo.

Reykō se inclinó hacia Casiopea para acariciarle el hombro; la hembra se estremeció como hojas al viento. Notó el cuenco con salsa entre los senos, sacudiéndose por el tembleque, y se inclinó para susurrarle que se tranquilizara porque lo derramaría todo.   

Uno de los generales capturó una rodaja de arroz enrollado, sobre el vientre, usando solo la boca y, maliciosamente, los dientes. Casiopea desencajó la mandíbula y tragó aire, visiblemente ofendida al sentir los labios rugosos y luego la suave mordida que dejó un trazo de humedad sobre la piel. ¡Qué herejía! Pero, por el bien de su reino, cerró los ojos y pensó en aguantarlo todo.

Otro general, de edad avanzada y de barba prominente, sonrió al ver que su camarada se deleitaba de la comida sin necesidad de los palillos. Dada su ubicación, se inclinó y mordió un pedazo de sushi en la cintura, dejándole un recuerdo morado a la estremecida hembra. Casiopea había dejado de contar plumas imaginarias para paliar el enfado; ahora profesaba un sinfín de insultos en completo silencio. Si tuviera oportunidad, les devolvería todo lo recibido. Y por mil.

—Casiopea es una enviada de una Serafina llamada Irisiel. Es su líder. Busca a un ángel llamado Destructo. Se trata de la bonita pelirroja que cayó del cielo en Nueva San Pablo, ¿os lo podéis creer? Si parece una más. ¿Qué tendrá de distinto, preguntaréis? Mis espías en el Vaticano revelaron que se trata de un híbrido. El resultado de una unión entre ángel y hombre. Una “herejía”, según los ángeles. Una oportunidad única, según lo veo yo. Ahora, a pesar del nombre tan amenazante, ella no es un verdadero peligro, ¿no es así, Casiopea?

—Dioses… ¿Ya puedo hablar?

—No deberías, pero me gustaría ser poco ortodoxa en esta situación. Habla, querida. Diles lo que sabes, que para eso estás aquí.   

Y la madura dejó los palillos a un lado, inclinándose para atrapar un pedazo de sushi sobre el seno de la hembra. Con los labios, dio un tirón al pezón. Casiopea se estremeció y dejó escapar un gemido de sorpresa; sentía que volvería a enfadar, pero lo cierto es que su cuerpo desprendía un calor en la piel que parecía quemar todo atisbo de negatividad que se le había acumulado. Le iba a costar admitir, pero ser objeto de deseo, de mordidas, lamidas y presiones varias le estaba resultando inquietantemente agradable. Se sentía humillada, sí, vejada, pero… en el pecho y vientre chisporroteaba un fuego.

—Ah. La amenaza —dijo la arquera—. Hay un… Hay un ejército de espectros…

—Con cuidado, querida. ¿Qué son esos espectros? ¿Fantasmas? ¿Espíritus oscuros? Entiende que aquí no conocemos nada de vuestros reinos y peculiaridades.

—¡Ah! Son… soldados. Otra raza. De carne, hueso y cuernos. Y son salvajes. Un ejército de millones está queriendo llegar hasta nuestro reino. Una vez allí, podrán acceder al vuestro… —un general se entretuvo maliciosamente con los rollos de arroz sobre su pubis—. ¡Uf, uf!... Dioses. No podremos detenerlos porque son millones. Ni vosotros tampoco. Buscan a Perla… ¡Ah! —un mordisco cerca del seno—. ¡Destructo! ¡Buscan a Destructo! La Serafina está convencida de que si conseguimos matarla y entregar su cadáver al líder de los espectros… ¡Ah! ¡Ah!

 Reykō acarició su cabellera y fulminó, con la mirada, a sus hombres.  

—Cuando ella hable, os quiero ver quietos. Ya tendréis tiempo de probar el manjar. Y tú, tranquilízate, querida. Si te pones así ahora no sé cómo reaccionarás ante lo que te espera.

—¿Qué…? ¿Qué me espera?

—No he invitado a estos caballeros solo para charlar y comer. ¿Es que acaso eres tonta también?

Casiopea abrió los ojos cuanto pudo y meneó la cabeza con energía. No era tonta, sabía perfectamente qué le deparaba. Si las sirvientas que la bañaron y depilaron a conciencia para el nyotaimori la aconsejaron sobre cómo excitar a cada general del ejército. Pero pensaba que debía ser una broma porque las mortales reían al hablarle. El más anciano prefería las caricias y la suavidad. El barbudo las mordidas y las luchadoras, siempre y cuando él ganara las batallas. El calvo prefería besar por largo rato un sitio en el cuerpo específico que Casiopea pensó que debía ser una broma de mal gusto. Pero, ¡cuántos horrores se le revelaron a la inocente arquera cuando proyectaron hologramas con películas y entendiera finalmente a qué se referían! Sobre la mesa, la atormentada hembra se cubrió el rostro con las manos y, para incomodidad de los hombres, ahogó un llanto.

—¿Qué pasa ahora?

—No, no. ¡No-no-no-no!… ¿Cómo voy a…? No sirvo… ¡No sirvo para esto…!  

—No digas eso. Mira, sigues sin derramar la salsa de soja, punto para ti.

—Y encima esta cacería… ¿Realmente es lo que los dioses desearían? ¿Que cazáramos a un ángel de nuestra propia Legión como si fuese un animal? Y para colmo ese condenado dragón vuestro… me rugió un par de verdades —ahogó otro llanto—. Dioses, ¡dioses!... La Serafina dijo que, si no conseguimos información para mañana, procederá con el siguiente paso. Y no me siento lista para lo que se viene. No es cobardía. ¿Qué clase de ángel se sentiría listo?

Un hombre, notablemente interesado en la información más que en el cuerpo de la hembra, frunció el ceño.

—¿Qué planea vuestra Serafina?

—Lo de hoy no fue un ataque. Fue una advertencia. Pero mañana… Mañana lanzará una oleada de flechas de plumas rojas. Destruirán monumentos de vuestro reino. Y si seguís sin dar una respuesta, las plumas negras anunciarán una masacre…

Casiopea buscó la mano de Reykō y apretó cuando la encontró. Temblaba. Tenía los ojos húmedos y la mujer decidió guardarse la reprimenda, pues al mover el brazo dejó caer una hilera de tiras de carne cruda.  

—Ayúdanos, Nari-il. No dejéis que la Serafina destruya un reino que juramos proteger. Dadnos la información y dejadnos acabar con la verdadera amenaza.  

Reykō se inclinó y le besó la frente. “Pobre niña”, susurró mientras la hembra, que aguantaba estoicamente sobre la mesa, deseaba abrazarse con la representante de los reinos. La madura se sintió culpable por estar manipulándola, pero con un trago de vino volvió en sí. Y es que fue un plan efectivo el suyo, la de capturar a Casiopea y dejar que soltara la situación a sus generales. La arquera podía decirles todo y los hombres no la tacharían de maniática: era un ángel y manejaba información que los mortales no podrían tener acceso. Le debían el beneficio de la duda. La existencia de un ejército de supuestos espectros les sonaba tan extraña, una quimera casi, pero lo decía un ángel… un ángel al borde del llanto, además, por lo que se sentía como algo más tangible.

—Tenochtitlán —susurró la mujer.  

—¿Qué?

—Allí está lo que buscáis, Casiopea. Dile a tu Serafina que Destructo está en Tenochtitlán.

—Ah… Ah… Tenochtitlán. Gracias, Nari-il.

La mujer miró a sus invitados. Un general estaba sudando la gota gorda porque sabía que la Querubín, en realidad, se encontraba en una reserva ecológica de Nianchang, República de China. Se preguntó qué pretendía Reykō con aquella mentira que podría salirles cara.

—Señores, ya la habéis oído. Un ejército en apariencia invencible avanza hasta nuestro mundo y, sorpresa, no son emplumados. Yo escojo creerla y propongo hacer algo al respecto. Prepararnos. Mover la fuerza bélica más grande que se haya visto para defender nuestro hogar, “nuestro reino”, según Casiopea. ¿Vosotros? Quien no lo haga es libre de irse de este salón. Y de mi ejército.

Hubo un largo minuto en el que Reykō se dedicó a consolar a la atormentada arquera sin prestar atención a sus pensativos hombres. Era una madre mimando a una hija con besos y elogios. Finalmente, los siete generales procedieron a clavar sobre la mesa unas dagas de hojas zigzagueantes. Estarían con ella hasta el final. A la mujer que lideraba hombres, dragones e incluso a un ángel.

—Podremos luchar contra esta Serafina —aconsejó uno—. Dejarle en claro que no nos dejaremos intimidar por ninguna fuerza externa. No tememos. El daño está causado. Las naciones nos apoyarán.

—Perderíamos efectivos y nos debilitaríamos de cara a la amenaza mayor —interrumpió otro.

—Entonces, ¿vosotros ángeles lleváis el cadáver del tal Destructo y es todo? —preguntó un tercer general—. ¿Tendremos la garantía de que ese ejército de llamados espectros se detendrá?

—Ninguna —afirmó Reykō—. Señores, tenemos el verdadero enemigo en las sombras. Siempre lo hemos tenido. Entregad el mensaje por toda la milicia y preparaos para una guerra contra algo mayor. No habléis de espectros ante la prensa ni nadie, no habléis de aquello que no podemos ver ni confirmar porque perderemos la credibilidad del mundo y de nuestros propios hombres. Todo a su debido momento. Pero decidles a los líderes de las naciones que mi milicia no se pondrá en contra de los ángeles porque tengo motivos de sobra para considerarlos aliados. Me pagan por mantener el orden en sus calles, no para levantar armas contra ellos. No le impediré a ninguna nación que responda si se sienten atacados, tienen potestad de hacerlo, pero que sepan que no moveré ni un soldado para ayudarlos en su empresa. Que me tachen de amante de pájaros si lo desean, que hablen de doble discurso si les hace ilusión, será su perdición.

Casiopea se repuso sentada sobre la mesa y se enjugó las lágrimas. Las hojas de banano, algunos restos de arroz y salsa cayeron al suelo, pero ya nada importaba. Reykō se levantó para retirarle un mechón en la frente y, bajando hasta el cuello, cerrarle un collar de cuero. Iba conectado a una cadena fina y larga, cuyo extremo estaba sostenido en su mano.

Tiró para espabilarla.

—Ya tienes la información que querías y nada te podrá detener de escaparte si lo deseas.

Casiopea se acomodó arrodillándose sobre la mesa, posando las manos sobre sus muslos. Respiró varias veces mirando la nada para luego fijarse en la mujer. Era verdad, podía irse.  

—Cumpliré mi palabra, Nari-il.

—Encojes mi corazón… Miradla. Os da una noción del tipo de sociedad de donde viene. Lo que hagáis aquí en adelante con ella, será su primera vez. En todo. Así que sed gentiles.

Lanzó la cadena y uno de los hombres la atrapó.  

—Querida, me gusta rodearme de gente que obedezca y sepa por qué causas sacrificarse. Y si es una guerrera semidiosa, mejor. Eres bienvenida de ser parte de mi ejército.

Casiopea dobló las puntas de sus alas. Ser parte de la “Legión” de Reykō la espantaba, más que nada por las costumbres novedosas que la incomodaban. Se sentía tan innatural verse sobrepasada por la experiencia de esos hombres, siendo ella un ser superior. Pero veía las miradas de los mortales sobre ella, admirándola, sintiendo ese deseo tan real sobre su piel; recordó los mordiscos, los besos, ese deseo flotando en el aire como el humo de los cigarros, el aroma a sudor, saliva y miel, y notó un estremecimiento en lo más profundo de su entrepierna.  

Se acomodó sobre la mesa.

—Me halaga. Lo pensaré, Nari-il.   

   

IV

Era aún de madrugada cuando Perla descendió suavemente sobre uno de los cientos de balcones del edificio de la reserva, tenuemente iluminado por la supernova azulada. Algunos ángeles lo habitaban, en su mayoría hembras, pues contaban con comodidades idénticas a las que tenían en los Campos Elíseos. El resto de la Legión acampaba en los pinares junto con los dragones. La Querubín se sentó sobre la baranda y silbó una canción del coro angelical. No tardó en salir al balcón una desnuda Zadekiel, con la cabellera desaliñada y ojeras. Las plumas de sus alas estaban completamente desacomodadas, como sacudidas por una gigantesca mano; aparentemente le costaba conciliar el sueño, pero la Querubín necesitaba verla con urgencia.

—Perdona el momento, maestra.

La rubia se rascó el trasero.

—A menos que traigas un mensaje de ese mortal guapo que suele pedirnos plumas, prefiero seguir durmiendo.

Perla rio. Zadekiel no bromeaba. No obstante, la muchacha mencionó algo que terminó por despertarla por completo.

—Lucifer.

Zadekiel la miró sin decir nada. Era verdad que, durante mucho tiempo, mantuvo su relación amorosa con Lucifer como un secreto y solo lo reveló en los últimos días al Serafín Durandal para facilitar la alianza con los dragones, pues su difunto amado fue el primer ángel en ganarse la confianza de tan violentas criaturas, en el inicio de los tiempos. Tarde o temprano todos se enterarían; en la Legión los rumores volaban rápido. ¿Tal vez le preguntaría por consejos románticos o de otra índole más carnal? Después de todo, ahora la Querubín era amante del Serafín.

—¿Qué pasa con Lucifer?

—Dime, por favor… —la Querubín miró a un lado, luego al otro, para finalmente mirarla a los ojos—. Cuéntame su historia. De cómo logró aliarse con los dragones.

La hembra se acercó para sostenerse de la baranda y perder la mirada en el bosque azulado. La brisa era fresca y le agradaba. Era como si alguien la acariciase. Se retorció de gusto. Se sentía como si él la acariciase. Bostezó, pero ya había perdido las ganas de seguir durmiendo.

—Es una historia larga, a decir verdad… —se mordió la punta de la lengua—. Solo es emocionante en las partes que aparezco.   

Perla asintió.

—Entonces valdrá la pena escucharla.

—Bien. Olvídate de todo aquello que habrás leído al respecto. Las Potestades creen que se las saben todas —hizo un ademán—. Lucifer nunca sintió celos del poder de los hacedores. Él solo deseaba libertad. Y declaró la guerra a los dioses al descubrir su más grande secreto. Si quieres oír, te lo contaré. Pero ten en cuenta que no es la historia del ser vil que conocías. Es la historia del primer ángel que decidió desobedecer a los hacedores, sí. Pero, querida, que sepas que él los desafió por amor.

   

Continuará.

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