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Destructo IV, Siempre mía

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Guía de lectura y personajes de Destructo IV            

I

Ascenso observó con inquietud a su mariscal. Este se había sentado al borde de una terraza, mirando una concurrida calle iluminada tenuemente por antorchas y una luna que aparecía intermitente tras las nubes. Protos se veía tan absorbido en sus adentros, frotándose la barbilla y escudriñando algo, que parecía imposible quitarlo de su estado. Y es que, luego de recuperar a la Titánide del fondo del Egeo, fue afinando su extraña habilidad hasta un punto insospechado. Si antes le costaba recordar trazos de un recuerdo olvidado, ahora, como como si estuviese asimilando cada vez mejor el don que Mnemósine le otorgase, era capaz de ver recuerdos con una claridad pasmosa con tan solo observar a los demás.

Recuerdos ajenos, nunca vividos por él, pero que estaban claramente en el aura de cada ángel como mementos de sus vidas anteriores. Protos se había convertido en el único capaz de percibir ese algo invisible, y una actividad tan sencilla como un paseo por las calles, acaecido un rato atrás, resultó todo un aluvión de sensaciones, aromas y frases olvidados que en un par de ocasiones le causó vértigo y debió detenerse para recuperar el aliento.

Ahora, desde la terraza de una casona, decidió seguir observando. Pero Ascenso estaba preocupado; su mariscal, desde el encuentro con la Titánide, había amagado desmayarse en más de una ocasión. Consideró la posibilidad de que tal vez su cuerpo no estaba del todo listo para soportar el don, por lo que se inclinó y lo tomó de un hombro.  

—¿Es buena idea?

Protos no respondió. Era la tercera ocasión que Ascenso le inquiría sobre su estado de salud, mermada luego de haber domado a Leviatán, pero el mariscal estaba determinado en continuar con su observación. Le seducía seguir descubriendo la verdad oculta por más desagradable que resultara. Se inclinó hacia adelante, como un halcón, enfocando todos sus sentidos en un ángel que caminaba entre el gentío: era Fobos, el vigía, quien también lucía completamente engullido en sus adentros, distraído e incapaz de saberse observado.

Protos gruñó de dolor al sentir una punzada ardiente en su pecho, allí donde el dragón le había dado de lleno con aquellas garras tan afiladas como espadas. Codeó a Cassiel, quien estaba sentado a su lado. Este desplegó una hoja de lino sobre su regazo y con dedos ágiles invocó una pluma de punta entintada.

—Listo.

—Es Fobos —dijo el mariscal—. Es… Escucha, él era uno de los guardianes del Salón de las Iriadas.

—¿Un guardián? ¿Él?

—Apunta. Su nombre era Valafar. ¡Espera…! Mejor no el nombre. Seamos sutiles. Hacerle recordar poco a poco, ¿no? Nada de saltos abruptos —se rascó la mejilla y prosiguió sin despegar la mirada del distraído vigía—. Apunta esto… “Pese a tener reclamado el corazón de una mujer que lo esperaba cada amanecer en su hogar, el capitán de los vigilantes del Salón de las Iriadas fue seducido por una concurrente. No oyó las advertencias de sus más allegados y se aventuró movido por los problemas que arrastraba en su relación. Cuando, en la Noche de los Corazones, su mujer lo visitó de sorpresa, lo descubrió arropado bajo los brazos de la amante. Y el regalo que ella llevó para paliar sus diferencias, un corazón de cristal con sus nombres tallados, cayó en el suelo y despedazado. Desde aquella vez, el Vigilante de la noche recela de las mujeres. Muchos piensan que el guardián aún cree que su primer amor volverá y que, cuando eso suceda, lo encontrará guardando fielmente la entrada de las Iriadas y sin desviar nunca más los ojos hacia otras”.

Cassiel enarcó una ceja.

—¿Y esa monserga?

—¿Qué pasa con la monserga?

—¿Acaso la Titánide te volvió un dramaturgo?

—Pero, ¿apuntaste algo?

—Su nombre…

—¡Lo que no debías anotar!

—Pero, ¡a ver! Recapitula. ¿Fobos era un guardia del Salón? ¿Y tuvo una amante? Y los corazones. ¿Quién diantres regala corazones de cristal?

Ascenso se había mantenido alejado de la conversación, pero se sorprendió en silencio al recodar con claridad; destellos de luz que se volvían más y más fuertes al ritmo de las palabras de Protos. Era increíble cómo su mariscal se había vuelto capaz de evocar lo prohibido. Tremendo don, pensó sentándose entre ambos, pero Protos debía tener cuidado, sobre todo si lidiaba con ángeles más leales a los dioses, o sus desmayos serían el menor de sus problemas.

—Pues yo recuerdo —dijo Ascenso—. La Noche de los Corazones era una tradición en Tea. Servía para reafirmar la alianza entre las parejas, para perdonar diferencias. En el Salón, un o una concurrente tenía la libertad de unirse en cuerpo a cualquiera y en las cantidades que quisiese, siempre y cuando hubiese conformidad de todas las partes. La “Sinapsis”. ¿Os acordáis de esas salas repletas en donde ya no cabía ni el aire? Hasta cien cuerpos unidos, desnudos y acariciándose, alcanzando el éxtasis como si fuera uno solo. A través de nuestros cuerpos, éramos capaces de absorber las sensaciones de todos aquellos que nos tocaran y volverlas propias.

—Pero, si tenías pareja, el asunto era algo distinto —agregó Protos—, solo podías ser parte de una Sinapsis si ibas acompañado de tu pareja. De lo contrario, era considerado un acto de deslealtad.

—Entonces, Fobos cometió un acto de deslealtad —asintió Cassiel—. Si vemos a su mujer por aquí, tal vez deberíamos callarnos su infidelidad y dejarle que vivan felices. Al fin y al cabo, ¿qué es esto sino una segunda oportunidad de vivir la vida?

Protos frunció el ceño.  

—¿Y te pones de su lado? Si su mujer está aquí, sin dudas recordará. Es el recuerdo que sobresale con solo observarle, imagino que con ella pasaría lo mismo. Es su más grande yerro y está condenado a llevarlo consigo.

Ascenso se fijó en los demás ángeles en la calle, especialmente en las hembras, y entornó los ojos.

—¿Y si vemos a la amante?

Protos sonrió con esos labios partidos.

—¡Pues habrá que tener cuidado!

   

   

Fobos se pasó la mano por la cabellera y suspiró al llegar a su casona. Pisó el primer escalón de la entrada y se detuvo para recordar el frenético incidente que vivió esa mañana, cuando la diosa Iris decidió matarlo aplastándolo entre las paredes del muro neblinoso. Pero qué alivio de haber sido rescatado por el dragón Nidhogg y evitar su destino a manos de tan iracunda diosa. Cuando amaneciera, no dudaría en buscar al Arcángel para agradecerle el gesto. Y, por qué no, a ese peculiar dragón plateado que lo llevó hasta la ciudadela.

Al empujar la puerta notó una flecha clavada entre las tablas de madera. Dio un respingo. Retrocedió un par de pasos hacia las calles y miró a su alrededor, como si de alguna manera pudiera encontrar al culpable entre el gentío, pero era complicado pillar a un sospechoso con todo el bullicio de la noche. Confundido, volvió para desclavar la saeta; notó un papel de lino enrollado en el astil.

El mariscal esperaba notar el más mínimo cambio de semblante de Fobos cuando leyera la carta y confirmar así una teoría tanteada: Protos no solo podía recordar, sino que tenía la capacidad de hacer que otros recordasen. Asteri había reaccionado violentamente ante la revelación, pero sus generales fueron más receptivos ante sus palabras. Y Fobos, ¿cómo reaccionaría con tan solo palabras escritas? ¿Tendría el mismo efecto que su voz imprimiendo claridad? Lo necesitaba confirmar cuanto antes.

Grande su decepción al ver al vigía arrugar la carta, indiferente luego de la lectura, y tirarla a la calle. Protos chasqueó los labios cuando le vio entrar a su casona sin mirar para atrás y encerrándose de un portazo. Ordenó a Cassiel que descendiera hasta la calle y recogiera la carta; no debía dejar que cayese en manos inapropiadas, que otros la leyesen o indagasen en el asunto: pensaba en los leales al Arcángel Gabriel, los más fieles adoradores de los dioses. A estos últimos sí que le daba pavor solo imaginarse revelándoles la verdad que ocultaban los hacedores.

Ascenso carraspeó.   

—¿Ya terminaste con lo que sea que intentabas? Necesitas descansar.

—Tal vez Fobos necesite tiempo —respondió Protos sin hacerle caso—. Para asimilar la carta. Como vosotros necesitasteis todo un sol para recordar. Le haremos un seguimiento.

—Pues no será esta noche. Aquí el único que necesita un tiempo eres tú.

Ambos dieron un respingo cuando la puerta de la casona volvió a abrirse de un golpazo. Fobos se abalanzó con todo su peso sobre Cassiel, quien había descendido suavemente para recoger la carta, y cayeron rodando sobre el empedrado de la calle. El vigía realizó una hábil llave y contuvo al general de los Ofiucos, quien ahora daba desesperados manotazos de ahogado ante la atónita mirada de un par de curiosos.

—¿¡Fuiste tú, Ofiuco!?

—¡Aire, aire, aire!

—¡La carta! ¡La condenada carta! ¿Dónde la guardaste, pérfido?

—¡Bajo el fa…! ¡La tengo bajo el fajín!

Fobos rebuscó y apretó la carta al encontrarla. Cierta sonrisa burlona se esbozaba en su rostro; no pensó que su pequeño plan de lanzarla a la calle y actuar desentendido delataría al culpable tan rápidamente. Esperaba mucho más de un general de los Ofiucos. Sin embargo, un asunto lo tenía más preocupado y no era precisamente el ruego desesperado de Cassiel. Le mostró la carta frente a su rostro enrojecido.

—¿Tú la escribiste?

—¿Tengo…? ¿Tengo cara de literato?

Fobos finalmente lo soltó y, caminando alrededor de un Cassiel tendido de espaldas al suelo, leyó de nuevo la carta. Fueron más bien rápidos vistazos, una lectura en diagonal. El general se retorcía y tosía; intentó reponerse, pero Fobos le pisó una de las alas, aplastándola contra el suelo.

 —¡No mientas, Cassiel!  

—¡Dioses…!

—¿Cómo es posible…? Dime, ¿por qué la escribiste?

—¿Sucede algo con la carta?

Fobos gruñó con los ojos cerrados, sacudiéndose los hombros y alas. No lucía cómodo. Guardó la carta tras su fajín y meneó la cabeza. Se dirigió de nuevo a la casona.

—No sucede nada.

—¡Pues llámame loco, pero no me lo parece a mí!

—¡Desde luego que te has vuelto loco! ¿Disparas flechas a las puertas por diversión? Pero, la carta… ¡Esta carta! Si no la escribiste tú, ¿quién fue? Duele solo de leer y no sé cómo es posible algo así. Es como si las palabras tuvieran vida propia. ¿Por qué…? —se palpó la quijada, abriéndola y cerrándola lentamente como quien acusó un golpe. ¿Cómo podía ser que con solo leer algunas palabras sintiera algo tan doloroso incluso en todo su cuerpo? Como cuchilladas en el alma que se trasladaban a los músculos.

Una voz surgió entre el murmullo del gentío.

—¡Valafar!

Fobos levantó la vista. Protos se abría paso entre el bullicio y se acercaba con los brazos extendidos a los lados. Lucía extraño; bajo la sombra de la noche sus ojos brillaban.

—¿Ofiuco? —preguntó el vigía—. ¿Me hablas a mí?

—¿A quién más, Valafar? ¿Cuántas noches en las Iriadas y sigues revisando esa condenada lista para ver si estamos invitados?

Fobos retrocedió de espaldas hasta su puerta, tambaleado, como si en vez de palabras recibiera golpes por todo el cuerpo. Se desplomó sentado sobre los escalones; la palabra “Iriadas” le causó vértigo, pero fue el nombre “Valafar” el gancho que le dejó sin aire. Como las palabras en la carta, la voz del mariscal parecía cargar consigo algo que sacudía bajo la piel. Al regular su respiración, recordó detalles fugaces de lo prohibido: revivió un dolor en el corazón y se agarró el pecho. Al paso de las palabras de Protos, la oscuridad de la confusión daba paso a una luz que lo volvía todo más nítido; una llama se había avivado.

El guardián de las Iriadas recordaba.

—¿Lista, dices…? ¿De qué lista hablas?  

—Sí, ¡Valafar! Hoy encontraré a la mujer de mis sueños en el Salón y no serás tú quien me lo impida.

Fobos lo volvió a mirar cuando el mariscal se acuclilló frente a él. Notó, en esos ojos, que él portaba una luz extraña. Daba miedo mirarlo, allí había lo desconocido. El Ofiuco palmeó la rodilla del vigía, sonriéndole. 

—¿Sabes, amigo? Al ejército de Tea le hace falta un guardián como tú. Los soldados nos desconcentramos al paso de una mujer. Así nos derrotarán nuestros enemigos. Dibujarán mujeres bellas en el cielo y al mismo tiempo nos dispararán; jamás veremos venir el ataque. Pero tú. Aquí en el Salón entran las más bellas y tú como una estatua…

Fobos le devolvió una sonrisa de labios trémulos. Ahora sus ojos brillaban húmedos bajo la luz de las antorchas; fugazmente se enjugó las lágrimas. Balbuceó un par de palabras, Protos no entendió al principio, pero luego supo que respondió en briarero, un idioma olvidado de una raza que aún no podía dilucidar. “Necesitarás más que suerte para que una mujer se fije en ti”, dijo.

Carcajadas se perdieron en el murmullo intenso de Paraisópolis.

   

II

El viento ululaba entre los árboles cuando el Arcángel Miguel abrió los ojos; notó un cielo magenta y pocas estrellas parpadeando. No logró recordar cómo terminó desnudo y acostado sobre la arena a orillas del Río Aqueronte, pero se preguntó si la diosa Iris tuvo algo que ver. La noticia de que el escuadrón de los Ofiucos había capturado el cadáver de Mnemósine la obligó a volver cuanto antes al Olimpo. Esta debía informar del éxito de la misión y aguardar nuevas órdenes. Y él la acompañó hasta el río desde donde abandonaría los Campos Elíseos aduciendo que era su deber como anfitrión.

Y, luego, un borrón terrible en sus recuerdos que no lograba dilucidar.

Pero al menos seguía vivo y en aparente perfecto estado de salud. Se levantó y notó la arena adherida sobre finas costras húmedas dispersas sobre su vientre y muslos, incluso un par cerca de sus labios. Intentó quitárselas de un par de manotazos, pero al percibir el aroma que ahora impregnaba sus dedos decidió meterse al río y darse un baño. Era extraño; no le resultaba un olor especialmente agradable y, sin embargo, evocaba algo dentro de él, aunque se veía incapaz de comprender qué. Ya en el Aqueronte, el frío del agua acrecentó una molestia en sus partes íntimas y se preguntó si la diosa pudo haberse cebado de alguna manera con él.

La imaginó pateándolo en su entrepierna mientras él estaba desmayado e imposibilitado de detenerla, pero meneó la cabeza para quitarse los pensamientos.  

—¿Mi señor?

Miguel miró hacia la orilla y notó a sus soldados, Cassiel y Protos. Estaban divertidos de verlo en tan extraña situación. Ascenso estaba detrás de ellos, manos unidas tras la espalda y serio como él solo. Se fijó mejor en el aspecto de los tres. Protos era el que peor se encontraba, con golpes y rasguños adornándole donde fuera que viera, y de hecho notó que una de las alas carecía prácticamente de la mitad de sus plumas.

—Buenos días, mi señor —saludó Protos—. ¿Disfrutando de la intemperie?

Ascenso meneó la cabeza. Pensaba, y con razón, que era el único de los tres que mostraba recato y respeto por las cadenas de mando. El Arcángel no solo tenía control sobre los Ofiucos, sino también sobre la guardia de Vigías y prácticamente la completa infraestructura militar de los Campos Elíseos se debía a él. Y, sin embargo, Protos y Cassiel no parecían dimensionarlo o sencillamente no les importaba, por lo que disfrutaban de actuar tan sueltos ante su líder.

Y el Arcángel no los regañaba. En secreto, disfrutaba de ese aire travieso.

—Lo he pasado mejor que vosotros.

—Sanaremos —Protos hizo un ademán—. Es bueno verlo. Ha sido solo un sol y siento que en realidad fueron eones.

El Arcángel sacudió las alas y sintió las gotas de agua saltando sobre la espalda. Miró atrás en el río, allí donde seguramente Iris se había adentrado para volver al Olimpo, y percibió un vacío desagradable en el pecho. Con ella había descubierto más de lo que esperaba y se sorprendió de sí mismo al pensar cuánto deseaba estar de nuevo a su lado. Pero ahora debía cumplir una misión. Por él, por su reino… tal vez por ella. E inmediatamente se fijó en Protos.

—Te iba a decir lo mismo. Eones sin vernos.

El gran bosque entre el Aqueronte y la ciudadela era tan frondoso como aquel en el que anidaban los dragones en Rodinia, pero este refulgía de colores vibrantes, bullía vida por doquier y arrastraba un aroma agradable, muy lejos del ambiente tenso y tenebroso de aquel. Un camino de tierra serpenteaba entre los árboles y charlar entre la brisa y cánticos de aves se hacía ameno. Los tres Ofiucos caminaban junto a su líder y no tardaron en intercambiar tanta información habían conseguido el uno y los otros.

Por un lado, el Arcángel se sorprendió de oír cómo su alumno fue capaz de domar al mismísimo Leviatán, pero a Protos le frustró saber que no fue el primer ángel en domar a un dragón. Su líder ya había hecho lo propio con Nidhogg, el dragón plateado que ahora seguramente daba vueltas sobre Paraisópolis, rugiendo insultos y ganándose el cariño de los ángeles de piel menos fina.

—Salvo por Leviatán —dijo Protos—, noté que los dragones vuelan en grupo, mi señor.

—¿Domas a uno y ya eres experto?

—Soy observador, es todo —se encogió de hombros—. Y tampoco domé a cualquiera. Lo que quiero decir es, ¿cómo lo consiguió?

—Lo encontré devorando cenizas en Rodinia. Nidhogg no quería saber nada de mí, pero soy un buen conversador. Es un dragón solitario y no por decisión propia. No le mires mucho las escamas cuando le tengas de frente, pero no es realmente plateado. Es albino. Sus escamas brillan a la luz y lucen como plata. Los demás lo relegan porque en su Legión consideran que no poseer colores es símbolo de una enfermedad, una debilidad.

—¿Le ha dado pena un dragón?

—Tengo corazón. Y él tiene un arte insultando… Se ha ganado mi cariño.  

—Ya. Hablando de bestias cargantes, ¿dónde está la diosa?

El Arcángel frunció los labios y de nuevo se sorprendió de sí mismo al sentirse ofendido por aquella mención despectiva hacia Iris. Protos no se equivocaba demasiado al compararla iracunda como un dragón, pero, para él, descubrió que la diosa le evocaba mucho más. Se rascó la mejilla y trató de recordad qué diantres le había hecho ella a orillas del Aqueronte.

—Ten respeto por la diosa.

—¿Es una broma?  

—No lo es. Iris puede ser una compañía agradable si sabes qué temas evitar con ella.

—Imagino una larga lista.

El Arcángel hizo un ademán y continuaron charlando de lo importante. Entre los conocimientos que había adquirido Protos y él mismo, no tardaron en revelarse más aristas del gran secreto de los dioses. La Legión de ángeles provenía de una antigua raza conocida como hecatónquiros, quienes reinaban en las estrellas en un mundo llamado Tea. Hablaban un idioma conocido como briarero, de tonos que requerían cuerdas vocales más gruesas, por lo que hablar como ellos lo hacían resultaba harto imposible. Contaban con un Sagreste, una suerte de soberano, y este, a su vez, poseía un ejército, del cual Protos, Ascenso y Cassiel sabían que habían pertenecido.

Y, gracias a lo que había averiguado el Arcángel, supieron que en algún momento entablaron una larga guerra contra otra raza que se extendía por las estrellas. Los dodecatones. Supuso el enfrentamiento de dos ideologías. Por un lado, los enemigos tenían la capacidad de crear vida y por ello sentían la necesidad de, al encontrarse en un universo tan amplio y casi vacío, repartir el don y extenderse por sus rincones. La vida debía florecer, decían, pero sin olvidarse de sus orígenes. Los hecatónquiros lo consideraban una herejía, la frivolización de un milagro. Más que vida, a sus ojos parecían crear más bien esclavos y adoradores. La vida era libertad y no se la podía forzar ni limitar.

La guerra dejó como saldo el completo exterminio de los hecatónquiros, quienes en sus últimos estertores asestaron un golpe de gracia. La enfermedad de los dodecatones, la infertilidad de la que había mencionado Iris, no era sino una maldición provocada por ellos.

Revelado el gran secreto les resultaba tan repugnante el solo saberse vivos. Se habían convertido en lo que ellos mismos defenestraban; eran parte de la maquinaria enfermiza de esclavos, meros caparazones contenedores de un alma tan limitada, imposibilitados de experimentar lo mismo que una vez fueron capaces. Ni el tacto, ni las emociones, ni siquiera el idioma, absolutamente nada parecía haber quedado salvo unas reminiscencias que solo podían ser vistas por Protos. 

Y de su civilización, tan imponente en un tiempo pasado, ya no quedaba ni polvo.

Para cuando el bosque se había terminado y el camino se abría para revelar frente a ellos la ciudad de Paraisópolis, la desolación había cedido terreno. Ahora pensaban qué y cómo debían proceder. En el mariscal predominaba el deseo de venganza porque en su sangre aún parecía quedar el orgullo de su raza, pero Miguel le obligaba a mantenerse cauto porque sabía que había tantos escollos que debían ser sorteados.

—No manejo los números de los dioses —dijo el Arcángel—, pero si todos habitan en el Olimpo, no deberían ser muchos. Si fuese una cuestión de números, puede que diez mil Ofiucos sean suficientes para arrinconarlos. Y ajusticiarlos.  

—Puede —murmuró Protos, especialmente seducido por la idea—. Pero tal vez ellos sean solo un grupo de su raza, apostados aquí como una suerte de escuadrón, y su civilización podría contarse en millones en algún lugar de un reino allá arriba. O, incluso, tal vez sean los últimos de su raza y allá en las estrellas ya no que quede nada.

—Déjamelo a mí. Me aseguraré de saber a qué nos enfrentamos.

—¿Y también se asegurará de convencer a diez mil Ofiucos a lanzarnos a un asalto suicida al Olimpo, mi señor?

—¿Desde cuándo tengo que hacerlo todo yo? —el Arcángel le dio un coscorrón—. Convéncelos, mariscal. Como has hecho con Ascenso y Cassiel. Como hiciste con Fobos. Te confío esta misión.

Protos miró la ciudadela pensando en la orden. ¿Y los demás ángeles? Eran, al fin y al cabo, un millón de habitantes, un número nada despreciable a pesar de que la amplia mayoría no tuviera aptitudes militares. Tal vez no valía la pena arriesgarse e involucrar al resto de la población; la Legión del Arcángel Gabriel era la mayoritaria, seiscientos mil ángeles, pero se componía principalmente de obreros y eran especialmente adoradores de los dioses que sería demasiado arriesgado intentar convencerlos. La del Arcángel Rafael era similar en números a la de Miguel, pocos más de trescientos mil, pero tampoco se componía de guerreros sino de Virtudes, jardineras, ayudantes, sanadoras y ángeles de menor rango.

Entonces serían los Ofiucos. La verdad oculta era tan horrorosa que Protos estaba convencido que, de por sí sola, los uniría en contra de los olímpicos. Sin embargo, con el fin de evitar posibles represalias, sabía que debía moverse en las sombras. No le agradaba el sigilo, el ocultarse, pero era el único que portaba el don de Mnemósine y debía barajar la posibilidad de que alguien le levantaría la espada por mencionar lo que pareciera una herejía.

—Con los Ofiucos será suficiente, mi señor. Puede contar con ello.

—Bien. Ahora, ¿cuándo me lo dirás?

—¿Decirle qué?

—No me hagas rogar. ¿Cuándo me dirás quién fui yo?

Protos lo miró de arriba abajo y se frotó el mentón.

—¿Realmente quiere saberlo?

—¿Es tan malo?

—Dependerá de usted, mi señor. No puedo reconocer su nombre, pero veo que fue un pescador.

El Arcángel parpadeó un par de veces.  

—Repítemelo.

—¿Qué? ¿Esperaba oír otra cosa? ¿Acaso pensaba ser el Sagreste de Tea? Un pescador, como Cassiel, solo que él abandonó de joven para unirse a los Gujas.

—Gujas —repitió el Arcángel sin comprender.

—Ah, sí. La milicia, la élite que guardaba al Sagreste. Así se la llamaba. Yo, antes de mi servicio, reparaba instrumentos bélicos en un taller junto con mi padre. Y Ascenso era hijo de una familia acomodada al que le castigaron enviándolo al ejército. Allí nos conocimos los tres, en la guardia de los Gujas del Sagreste.

El Arcángel frunció los labios. Él un simple pescador y sus alumnos flamantes miembros de una milicia. Se sentía extraño; en esas condiciones pareciera ser él el inferior, sobre todo notando a Protos divertido con el descubrimiento. Hizo un ademán y sus tres soldados guardaron compostura inmediatamente; en parte, hizo el gesto para demostrarse que él seguía siendo el líder y ellos debían acatar lo que él dispusiese.

Protos creyó percibir su molestia, por lo que se sentó sobre una rodilla y así también lo hicieron sus dos generales.

—Lo que fuéramos es importante, mi señor, no quedan dudas. Pero lo es tan importante como lo que somos ahora. Tú eres nuestro Arcángel y eso será así en esta vida y en las que vengan. Seguiremos tus vientos.

—¡En esta vida y las que vengan! —gritó Cassiel golpeándose el pecho.  

Su líder asintió a lo dicho. No podía haberse sentido más conmovido por aquella muestra de obediencia, pero lo disimuló bien bajo un aspecto serio. Luego miró a Ascenso y le asaltó una duda.

—¿Y tú qué hiciste para que te castigaran?  

Ascenso se rascó la mejilla y no se atrevió a mirarlo a los ojos.

—En Tea teníamos una tradición, mi señor. No cumplí con la mía y fui enviado al ejército como castigo.   

—¿Tú? —el Arcángel se cruzó de brazos—. Me extraña ese comportamiento rebelde de ti. Pero, si eres el más comedido y responsable de los tres. ¿Qué sucedió?

—No ahondemos en ese asunto, mi señor.  

Cassiel ahogó una risa:

—Puedo decírselo yo si a ti te cuesta, Ascenso.

—¡No dirás nada! ¡Abre esa pérfida boca y te haré tragar mi acero!

—¿Es para tanto? —Protos intentó tranquilizarlos—. Sucedió en otra vida, no riñáis. Y, ante todo, era nuestra tradición y parte de nuestra cultura. Al menos, para los afortunados que tuvieran hermanas.

—Y vaya hermana la tuya, pichón —murmuró Cassiel. 

Como un relámpago, Ascenso se abalanzó sobre el arquero y rodaron entre puñetazos y aleteadas varias. El Arcángel amagó ordenarles que se detuvieran, pero cayó en la cuenta de que le pareció divertido ver a sus soldados de alto rango luchar como palomas enrabiadas. Sin dejar de observar, se acercó a Protos y susurró que aclarase de una vez cuál fue el terrible yerro de Ascenso.

—Él tenía una hermana melliza, mi señor. En Tea, para iniciarse en la sociedad de los adultos, los hermanos debían unirse en cuerpo. Yo no tuve una ni tampoco Cassiel. Pero mi general tenía una pareja de la que nadie sabía, y ya se había iniciado con ella en secreto, por lo que no hizo el ritual de iniciación con quien debía hacerlo.

El Arcángel entornó los ojos. La cultura y tradiciones del mundo antiguo parecían tan chocantes como fascinantes. Como ángeles, abrazaban otros valores y muy distintos, por lo que se preguntó cómo afectaría ese conocimiento al resto de la Legión. Sin embargo, un asunto lo tenía más molesto que nada.

—Y dices que fui un pescador…

   

III

El Arcángel Rafael era distinto. Era tan suyo que, en su momento, seleccionó a un ángel de su Legión y lo entrenó específicamente en la barbería solo para que le deshiciera la larga melena rojiza con la que fue creado. Durante más de sesenta soles, catorce ángeles de su guardia lucieron cabelleras desmadejadas pues los usó con el único propósito de que su barbero obtuviera algo de experiencia antes de ser el propio Rafael quien pasara bajo las tijeras. Disponía de un tiempo de ocio importante y por ello se consideraba el mayor pensador de la Legión; cuánto le encantaba hablar de aquello que nunca pasaba por la mente de los Arcángeles más trabajadores como Gabriel, quien enfocaba sus energías en la construcción de la ciudadela y a quien no podría importarle menos todo aquello que saliese de la boca del pelirrojo.

Miguel, en tanto, sentía que perdía el tiempo hablando con él sobre lo consideraba importantes vaciedades, pero nunca tenía el valor de interrumpirle. ¿Qué más daba en qué recóndito lugar terminaría una pluma que cayese en medio de Paraisópolis? A Rafael no lo consideraba ni un aborrecible amante de los dioses ni un interesante ser pragmático como sus soldados de élite. Ni posible amenaza ni posible aliado. Lo consideraba un Arcángel misterioso, pero no en el sentido atractivo, e incluso dudaba horrores que le interesara empuñar esa espada zigzagueante que le fuera obsequiada en su momento, pues nunca la llevaba enfundada.

Rafael sostenía que en los Campos Elíseos el trabajo era una constante extenuante, lo comprobaba por sí mismo en su día a día durante sus caminatas, por lo que consideraba que el tiempo de ocio se volvía necesario o la ansiedad y el mal humor terminarían por apoderarse de toda la Legión. “¿Has visto ese viñedo?”, dijo una vez a Miguel. “Yo solo les dije a mis Virtudes que hicieran lo mejor que pudieran, que todo el terreno para vosotras. La última vez que las visité me topé con un auténtico paraíso de uvas y miel. Lo que tienen es demasiado importante como para desperdiciarlo. Ya te diré qué haremos”.

Y Miguel lo dejaba hablar porque, en secreto, aprendió a disfrutar de muchos de sus desvaríos. Pero debía reconocer que, finalmente, el Arcángel Rafael aportó algo interesante y productivo en la sociedad angélica y que, sobre todo, sería vital para impulsar la rebelión de manera indirecta:

¡Tabernas! Regentadas por Virtudes, además. Era por detalles como esos que Rafael era querido por las tres Legiones, alejado de la rigidez que caracterizaban a sus contrapartes.

Se había vuelto usual que, durante las noches, las tabernas bullesen de movimientos de soldados y obreros que, cansados y heridos de sus cacerías o construcciones, se reunían para beber y charlar. Fue así como, bajo la bailante luz amarillenta de una antorcha, seis Ofiucos se sentaron a la mesa de uno de los tantos bares abiertos en las noches de Paraisópolis.

—He tenido suficiente —dijo uno barbudo y de complexión fuerte, con pichel en mano y cómodamente recostado en la silla—. ¿Quién diantres fue?

Uno de sus amigos era enjuto y de rostro despreocupado. Se encogió de hombros.

—¿Fue qué?   

El enorme ángel golpeó la mesa y los picheles tambalearon.

—¡El que me escribió esa condenada carta!

—¿Y con esa actitud quién te querría escribir algo?

—¡Pues alguien lo hizo! Va a sonar a tontería —dio un sorbo y gruñó—. Y tal vez lo sea, pero era tan extraña que no me la he podido quitar de la cabeza en todo el sol.

—¿Así que tú…? ¿Tú también? —respondió el tercer integrante del grupo; las puntas de sus alas se doblaron suavemente—. Me… Me alegro que lo mencionaras…

—O sea, ¿que tú también recibiste una? —enarcó una ceja y luego miró a los demás soldados—. ¿Y vosotros?

Los demás integrantes lucían especialmente nerviosos, incapaces de quedarse quietos. Uno de ellos finalmente confesó haberla recibido, pero solo con un rápido asentimiento para luego esconderse bebiéndose un largo trago; era como si le irritara excesivamente lo que fuera que había leído. El otro se mantuvo callado y el último sencillamente los animó a soltar información.

—Dejaos de líos. ¿Qué decían las cartas?

—La encontré a la mañana. Vino enrollada en el astil de una flecha clavada en el suelo de mi hogar. Alguien disparó a través la ventana, pero lo habría hecho mientras dormía. Decía que fui una suerte de escriba. Y que luego tuve un romance con la persona para la que servía. ¡Un romance! ¡Yo! ¿Cómo voy a tener uno?

Todos rieron nerviosamente y bastó otra ronda de tragos para que se armaran de valor y poder confesar más.

—Un romance… —chasqueó la lengua—. Es ridículo, pero confieso que lo he estado pensando y… Desde entonces veo rostros. Sobre todo, el de una… No diría una hembra, no como las que hay aquí, pero se siente… femenina, ¿me entendéis? Era distinta y entonces sentí un algo… —se apretó el pecho—. Escuchad, no soy bueno describiendo. Solo me pregunté si era posible que esa carta estuviera en lo cierto…

Otro ángel bebió un trago y gruñó.

—No sé qué decirte. La mía decía que yo servía a un hombre que se hacía llamar Sagreste de Tea. No os voy a mentir —se inclinó y miró a todos con severidad, prosiguiendo en voz baja—. Ese nombre lo recuerdo. Veo un rostro envejecido. No se parece a nada que haya visto antes, pero lo siento como alguien de confianza, de sabiduría. Y lo veo a ratos con la misma claridad con la que os veo a vosotros… Así que, ¿debería pedir permiso y tomarme unos días o qué?

—Esa carta de la que habláis —murmuró el soldado escéptico, ahora con los brazos cruzados y ojos entornados—. ¿Estaba firmada?

—Sí, pero no lo conozco —el grandulón hizo un ademán—. Pregunté a otros Ofiucos a ver si alguien lo conocía o le sonaba el nombre, pero nada.

—¿Y bien?

—Un tal “Lucifer”.

Protos sonrió en la distancia. Sentado a una mesa junto con sus dos generales, se recostó en su asiento y se hizo con su pichel. La semilla de la rebelión enrollada en un astil. Cerró los ojos y creyó percibir cómo los Ofiucos esparcidos por cientos de tabernas hablaban de lo mismo; chisporroteos de luz por toda Paraisópolis, murmullos y susurros que descubrían la verdad vibrando en su piel erizada. Al abrirlos de nuevo, levantó su pichel y brindó con sus camaradas.

—Por ese tal Lucifer…

—Por ese tal Sagreste de Tea —agregó Ascenso levantando su jarro.

Cassiel unió el suyo al de sus compañeros.

—Por esta vida y por las que vengan. Y si volvemos en otra, espero estar al lado vuestro para que valga la pena.

Protos rio.

—¿En dónde más ibas a estar, pichón?

   

   

IV

Al oír el rugido de un dragón en la lejanía, Asteri casi dejó caer su canasto del susto. Y sus amigas, repartidas alrededor del viñedo, soltaron algún que otro grito de sorpresa para luego gruñir una serie de quejas. Desde hacía tiempo que los Ofiucos regresaban de Rodinia junto con sus monturas, por lo que con los días se hacía común ver a aquellas bestias sobrevolando Paraisópolis y sus afueras, paseando o durmiendo en el reino de los ángeles como si este fuese un segundo hogar. Por ello, el Arcángel Rafael, extremadamente preocupado por la ansiedad que pudieran causar sobre los habitantes, proclamó una serie de normas sencillas; los dragones solo se alimentarían de cenizas de Rodinia y, al mínimo indicio de un problema; un ataque, una casona incendiada o rugidos molestos durante la madrugada, serían expulsados del reino.

Sorprendentemente, habían demostrado poder adaptarse a las normas desde el mismo día que llegaran, lo cual daba muestras de su inteligencia. Sin embargo, a las Virtudes y sus ayudantes, como la propia Asteri, las aterrorizaban. Más de una temía que fueran capaces de sumir bajo el fuego todas las plantaciones obtenidas con arduo trabajo. A sus ojos eran bestias y, como tales, tarde o temprano serían guiados por algún impulso incontrolable.

La hembra suspiró y se internó en una fila del viñedo, recogiendo la fruta en tanto silbaba una canción. Apenas había empezado cuando la sorprendió un ángel descendiendo a pocos pasos. A contraluz no le distinguió el rostro, aunque sí notó la hoja de su espada reluciendo en la cintura y se preguntó qué estaría haciendo un soldado en medio del viñedo. Intentó continuar su trabajo, pero él se dirigió a ella.

—¿Me permites un momento?  

Asteri lo reconoció. Era Ascenso. Aunque ella no lo admitiese a viva voz, recordaba el pasado olvidado gracias al encuentro que mantuviera con Protos. Por tanto, al general de los Ofiucos lo reconocía como su hermano mellizo cuando estos eran hecatónquiros. Por un lado, le resultaba una pequeña alegría verlo, pero el temor de saber lo prohibido era considerable. Era jugar con fuego y prefería aparentar desconocerlo todo.

No obstante, él fue su hermano mayor y un espíritu juguetón, cómplice, salió a relucir. Fue un impulso imposible de contener. 

—¿Qué desea, soldado?

Ascenso sonrió. Era exactamente lo que su hermana decía cada vez la visitaba en el Salón donde cantaba. Se dio cuenta que era cierto que Protos había hablado con ella y que intentó ayudarla a recordar. Según su mariscal, Asteri había rechazado tajantemente seguir oyendo, incapaz de recordar nada, pero ahora pareciera que, como otros, ella solo necesitaba tiempo para asimilar la verdad.

—Es bueno verte, Zadekiel. 

Asteri frunció el ceño y volvió a recoger la fruta, aunque con gestos abruptos. 

—Llámame por mi nombre.

—¿No lo hice?

—Pero, ¡por favor! ¿Crees que no sé qué quieres? Me toca regentar una taberna cada dos lunas. Tengo oídos, ¡escucho! Sobre el tal Lucifer, el que está “despertando” a los Ofiucos. Incluso ese pichón se ha dado el lujo de “despertar” a mis amigas más cercanas enviándoles las condenas cartas, casi como si lo hiciera a propósito…

Ascenso abrió la boca, pero fue cerrándola paulatinamente. No sabía que el secreto de la rebelión llegara hasta las plantaciones de las Virtudes y sus ayudantes. La orden que había asumido Protos era despertar solo a los Ofiucos y no inmiscuir a los demás. Se lo recriminaría en privado; le aterrorizaba que el amor que sentía por Asteri terminara cegándolo hasta el punto de arruinar la rebelión.

—Envió cartas a tus amigas… ¿Y no te las envió a ti?

—¡Demasiadas!

—¡Perdió los estribos…! Escucha, si te envió varias… ¿Recuerdas?  

—¡Ese es el problema! ¡Recuerdo todo! Pero no quiero ser parte de vuestra rebelión. ¿Quieres saber? ¡Sí, te recuerdo! Recuerdo que cuando era una niña caí en un charco que llegaba hasta la cintura y que tú me rescataste. Recuerdo la vez que me lloraste en mi hombro porque la amante con la que te iniciaste te rompió el corazón. Recuerdo cuando renunciaste a tus mejores amigos al saber lo que pretendían hacer de mí cuando visitamos aquella ciudad de pirámides flotantes… ¿Y crees que olvidé lo más importante? Habría que ser una tonta para no recordarte.

El enrojeció abruptamente porque supo a qué se refería: era cierto que Asteri no había debutado en la sociedad de adultos de los hecatónquiros como correspondía, encamándose con él de modo obtener experiencia. Pero, en secreto, Ascenso la llevó al Salón de las Iriadas para remendar su error. No era una cuestión de simples principios o un deber cultural como habían sugerido Protos y Cassiel. Ellos nunca tuvieron una hermana en Tea y jamás sabrían las implicancias. Ser parte de una Sinapsis, una unión sexual entre varios hecatónquiros, podría ser peligrosa para un debutante que se uniera a concurrentes de mayor experiencia y, por tanto, mayor ferocidad. Era por ello que la iniciación se practicaba entre seres de confianza, para adaptar el cuerpo. Era su deber prepararla para un mundo tan nuevo como excitante.

—Puede que ya no nos una la sangre, pero a ti te llevo conmigo siempre, mi hermano y mi héroe —susurró Asteri.

Ascenso suspiró y le arrebató el canasto de las manos, arrancando las uvas él mismo para recolectarlas con un enfado que enterneció a la hembra. Asteri lo siguió con las manos unidas tras la espalda, disfrutando en secreto de ese lado servicial de quien una vez fuera su hermano.

—Tienes mejor memoria que yo —dijo Ascenso—. Lo único que recuerdo de aquel día es que el Salón te gustó tanto que me dijiste que tarde o temprano tú estarías en aquel escenario cantando para todos. Y así fue.

—Recuerdo mucho de aquel día, ¿cómo no hacerlo? Lucías más nervioso que yo, pero fuiste tierno. Y cariñoso. Algo así no se olvida.

—¿Y tú nombre sí lo prefieres olvidar?

—Escucha, te llamaré Ascenso y tú me llamarás Asteri. Respeta eso y siempre serás bienvenido aquí. 

—¿Cómo va eso, Asteri? ¿Recuerdas de dónde provienes y prefieres estar aquí despalillando uvas?

—Aquí tenemos una segunda oportunidad para vivir. Una vida tranquila, la que nunca tuvimos. ¿Y qué hay de ti? ¿O acaso ya eres parte de esa rebelión? Sabes exactamente cómo terminará porque estáis repitiendo el mismo error de antaño. Estás desafiando a lo que no debe desafiarse. Traeréis sufrimiento, guerra y destrucción.

—Mejor eso a vivir con la cabeza gacha. ¿Acaso no extrañas cómo era antes?

—¿Y de qué me serviría? —se encogió de hombros—. Recuerdo, comparo. Y duele. Este cuerpo está tan limitado, Ascenso, que me apeno si lo pienso demasiado. ¿Recuerdas cómo éramos? Porque yo lo veo con claridad. Más altos, de facciones más finas y bellas. Recuerdo la piel grisácea y brillante, todo un símbolo de salud y ahora, en cambio, en este cuerpo es sinónimo de enfermedad, ¿tal vez los hacedores lo hicieron así adrede, como un recordatorio de lo que nos consideraban? Los ojos eran tan grandes, atigrados y bordeados por líneas moradas. Con estos tan pequeños ya no puedes percibir ni la mitad que antes. Y el solo tocar la piel del otro era tan distinto. ¿Recuerdas? —posó un dedo sobre su mano y dibujó una figura informe—. ¿Eres capaz de entender lo que te digo con mis dedos? Por supuesto que no. Un golpe dolía más que ahora, tal vez, pero una caricia estremecía tanto. Nuestra segunda lengua era el tacto de los dedos sobre la piel del otro, Ascenso, dime si no hay nada más bello que eso.

—Lo recuerdo. Éramos una raza de pervertidos.

Asteri echó la cabeza para atrás y carcajeó.

—¡Habla por ti!

Él se rascó el cuello y miró para otro lado para mayores risas de ella. En los Campos Elíseos, Ascenso siempre había sido el oficial militar reservado, prudente y solícito, pero con Asteri descubrió y disfrutó de esa misma informalidad de la que hacían gala Cassiel y Protos con el Arcángel. Le resultaba más agradable de lo que había imaginado. Juntos siguieron caminando y conversando por el viñedo, por ese camino repleto de recuerdos, frases, canciones, aromas y nombres olvidados hasta que, sin que dieran cuenta, el canasto se había vuelto demasiado pesado.

Finalmente, el Ofiuco entregó la recolección y Asteri asintió, agarrando el asa con ambas manos.

—Es agradable esto de hablar y dejar que otros hagan el trabajo. A ver si te vienes más a menudo. 

—No te acostumbres. Si deseas a vivir una nueva vida, intentaré respetarlo, pero no para que termines convertida en la perezosa de siempre.

—Pues tú vas muy bien de camino a ser el mismo impertinente de siempre. Y para pesados también esos dragones. ¿Es acaso tuyo el que está rugiendo y pastando por los alrededores?

—Mío, sí. Se llama Quetzalcóatl. Y no pastan. Queman hierba y comen las cenizas, pero solo en Rodinia.

—Sí, ya, solo en Rodinia… A ver cuánto les dura la broma esta… Mira. Eres libre de visitarme cuando quieras. Pero no me fuerces a ser parte de vuestra rebelión ni a llamarte por otros nombres.

—No pretendo forzarte ni mucho menos. La rebelión la llevaremos los Ofiucos sin involucrar a nadie de la Legión. Pero “Lucifer” dijo que la verdad se te fue revelada y yo vine para comprobarlo. Cúlpame, no pude evitar el impulso, eres al fin y al cabo mi pequeña hermana.

—Pues vente a menudo para charlar. Pero solo tú y nadie más que tú. Hazme un favor y dile a ese tal Lucifer que sé quién es y qué pretende; no lo va a obtener.

   

   

Desde las alturas, a los ojos de algún dragón errante, los diez mil Ofiucos reunidos en un valle de Rodinia no eran más que una difusa mancha blanquecina a los pies de montes verdosos. Incluso una bestia como aquella era capaz de percibir la belleza del paisaje al elevarse aún más, con toda esa espesa neblina levantándose al alba. Al fijarse mejor en otro descenso, logró discernir en el centro de la mancha al enorme y oscuro Leviatán. Cuando oyó su lejano y característico rugido atronador, se apresuró para bajar y unirse a sus congéneres.

El mariscal de los Ofiucos, de pie sobre el lomo de su montura, levantó las manos y con ello llamó la atención de sus soldados y monturas; habían pasado solo tres noches y el escuadrón completo había sido sacudido por las reveladoras cartas del “misterioso Lucifer”. Pero debía hacer algo al respecto considerando que ya habían llegado a sus oídos algunas riñas entre sus propios soldados. Un par de ángeles, al profundizar en sus recuerdos, cayeron en la cuenta de que uno se había unido a la mujer del otro y la sorpresa de reencontrase en la guardia de Ofiucos no resultó agradable. Siete soldados fueron necesarios para separarlos. Otro ángel descubrió a un antiguo deudor y la lucha que libraron en el campamento fue tan escandalosa que un dragón, harto, sobrevoló y lanzó una llamarada para separarlos.

Y nadie quería volver a oír al que fuera una suerte de director de teatro y su crítico más sañoso.

Protos debía interceder antes de que los Ofiucos empezara a desarmarse; como mariscal le correspondía mantener el orden, pero como “Lucifer” se sentía responsable de las chispas que habían surgido y amenazaban su rebelión. Por ello reunió a su ejército en la llanura. Los problemas del pasado, los problemas de otro mundo, debían quedar olvidados. Sus vidas como ángeles representaban una oportunidad de comenzar de nuevo, de reconstruir sobre sus errores, pero sobre todo de reclamar venganza contra los que destruyeron sus sueños. 

—¡Yo también recibí una carta de ese tal Lucifer!

Fue decirlo y tener enmudecido y atentos a un buen puñado de sus soldados. Gritó cuanto pudo, pero sabía que su voz no llegaría a todos. Sin embargo, esperaba que sus palabras fueran esparciéndose por sus soldados como hojas arrastrándose por la brisa.

—Y, ¿para qué os voy a mentir? —continuó caminando sobre el amplio lomo—. ¡Recuerdo! ¡Recuerdo vivamente! ¡El reino de Tea! ¡Al Sagreste! ¡Las ciudades de Ceanasaí y Dóvoca! ¡Las flores priscinas que inundaban los campos de hierba! ¡Recuerdo palabras que no suenan en absoluto al sumerio! Sobre todo, insultos… —tomó aire y prosiguió inesperadamente en el idioma de los hecatónquiros—. ¡Mierda, gozques, qué bien se siente decir puteríos! ¿¡No es acaso el briarero la lengua más hermosa de todas las putas estrellas!?

Se sostuvo de las rodillas para recuperar aliento; hablar como hecatónquiro requería un vigor que como ángel no lograba alcanzar. Miró a sus Ofiucos. Había caído sobre la mayoría un silencio absoluto y, cuando Protos observó detenidamente, notó miles de mandíbulas desencajadas. Por un momento, creyó haber cometido un error. Pero luego, tras una brisa fresca que peinó la hierba, se armó la completa debacle: los gritos de los soldados fueron tan estruendosos que la tierra tembló e incluso algunos dragones, asustados, levantaron vuelo y gruñeron nerviosos. ¡Los Ofiucos recordaban! Los hecatónquiros recordaban… Exaltados, levantaban las espadas al aire y rugían insultos en briarero, mezclándose con risas y aúllos. Protos ascendió junto con Leviatán y sobrevoló sobre ellos. Observó abajo, en ese mar de ángeles que coreaban canciones olvidadas, y en su cuerpo pareció fluir una fuerza sobrecogedora que apuraba los latidos; por un momento sintió que los hacedores no serían capaces de detenerlos.

—¡Recordamos, sí, recordamos! —se golpeó el pecho con un puño e hizo acopio de fuerzas para disimular el dolor—. ¡La raza de los hecatónquiros! ¡Sus imponentes ciudades de esferas y pirámides flotantes! ¡Recuerdo la guerra contra esos dodecatones que ahora nos exigen adoración! ¡Mi corazón estalla de alegría de veros! ¡Somos hermanos de sangre separados hace demasiado tiempo para que ninguno pudiera recordarlo!

La planicie de Rodinia se estremecía completa y los ángeles ahora levantaban vuelo alrededor de su mariscal y su rugiente montura. Así floreció la primera rebelión celestial cuya historia perduraría hasta los límites más alejados del tiempo. Otros dragones respondían al llamado y no tardaron en ser reclamados por sus jinetes para cruzar embravecidos los cielos. Trazando cientos de anillos desde la hierba hasta más allá de las nubes, entonaban cuantiosos insultos, una especialidad de su raza, y otros coreaban nombres resurgidos de las oscuridades del olvido.   

—¿¡Qué haremos ahora, me preguntaréis!? ¡Os diré mi propuesta, Ofiucos! —levantó su espada luminosa bajo ese sol abrasador—. ¡A nosotros nos toca guiar la rebelión! ¡Uníos bajo un nuevo estandarte! ¡Que la ira de nuestro reino caiga sobre esos perros del Olimpo y que la gloria sea más grande que todos los montes de este mundo! ¡Que perdure nuestra victoria en esta vida y las que vengan!

—¡En esta vida y las que vengan! —repetían con atronador ímpetu—. ¡En esta vida y las que vengan!

Con los días, los Ofiucos bajaban a Rodinia con la usual excusa de limpiar el mundo de alimañas. Pero, y nadie tenía forma de saberlo, en realidad entrenaban para una guerra que pronto podría desatarse. Era usual ver en el cielo a cientos de dragones formando una larga fila, cada uno llevando consigo a un ángel. En el centro, su mariscal destacaba sobre el lomo de Leviatán y daba notas con un cuerno, guiando los vientos de su ejército. Un sonido largo y el ala derecha de dragones se adelantaba, con Cassiel al frente montando sobre su dragón dorado, Ryujin. Varias notas cortas y el ala izquierda controlada por Ascenso y su dragón, Quetzalcóatl, hacía lo propio. Dos largas notas y se dispersaban como abejas alrededor de un gigantesco panal invisible; se convertían en una mancha negra y difusa enmarañándose en el cielo que luego se reorganizaba mucho más arriba, allá donde el aire era tan frío que se dolía respirar. Tres notas largas y los dragones bajaban en picado como uno solo, formando una suerte de flecha gigantesca capaz de abrir la tierra.   

La cabeza natural de la rebelión era el Arcángel, Protos se encargaba de recordárselos a todos, pero había una fuerte sensación de que era el mariscal quien brillaba con mayor intensidad. Bastaba con observarlo; este levantaba su espada radiante y al sonido estridente de su cuerno imponía un orden nunca antes visto. Con tan solo desearlo, era capaz de mover las voluntades de un gran ejército a donde él lo dispusiese.

Se había convertido, por méritos propios, en el ángel más poderoso de los Campos Elíseos.

Y él lo sentía de esa manera. Pero se preguntó si incluso así sería suficiente para derrotar a los dioses. Aún no había obtenido el conocimiento suficiente para entablar batalla contra ellos. ¿Lucharían como los ángeles, con espadas y arcos? ¿O harían gala de aquel inimaginable arsenal de guerra que Iris le había advertido al Arcángel? O, como sucediera con los Titanes, ¿crearían una nueva fuerza bélica que contrarrestara la rebelión?

Como fuera, volvió a levantar su espada que refulgía del sol.  

—¡Cargad! ¡Cargad, por esta vida y por las que vengan!

   

V

Asteri crispó el rostro. La luna había desaparecido tras un enorme grupo de nubes y la noche se volvió más oscura de lo que las Virtudes y sus ayudantes hubieran deseado. A pesar de contar con decenas de antorchas dispersas por los alrededores del lagar donde terminaban de despalillar uvas, no tenían una visión perfecta del campo de viñedo y los colmenares, por lo que más de una decía que si un dragón sigiloso se abalanzara sobre ellas no tendrían tiempo de reaccionar.

La hembra tragó saliva al imaginarse aquello, pero meneó la cabeza. Intentó conversar con alguna para pensar en otro asunto, sin embargo, últimamente se había vuelto imposible puesto que todas hablaban del misterioso Lucifer. Estaba al tanto de que muchas ayudantes e incluso algunas Virtudes recordaban el pasado prohibido; las oía conversar sobre sus vidas anteriores, pero ella disimulaba como podía y se desentendía. Si alguna le insistía en ser parte de la conversación, solicitaba que no la involucraran a pesar de sentirse cada vez más excluida. A ese ritmo se quedaría rodeada de “rebeldes” y sin amigas.

Todas dieron un respingo al oírse un atronador rugido rebotar por el terreno. Pero, mientras empezaban a quejarse de la bestia, otro rugido y luego otro rugido todavía más fuerte terminaron por enfurecerlas. Las manos de Asteri temblaban; aquello ya no era normal. Una Virtud exclamó que lo reportaría al Arcángel más cercano para que esas bestias nunca más volvieran a los Campos Elíseos. “¿Acaso no tenían prohibido rugir de noche?”, farfulló otra.  

Tragó saliva cuando vio descender a su hermano cerca del lagar. Por un lado, resultaba todo un alivio verlo; le reconfortaba saberse cerca de un soldado como él, que sería capaz de arriesgarlo todo por protegerla. Pero, a la vez, su presencia en la noche parecía indicar que había problemas. Los rugidos, para sorpresa y misterio, aumentaban, se multiplicaban, rebotaban una y otra vez por el campo y daban la impresión de que estaban rodeadas en medio de una suerte de panal de dragones, elevando el nerviosismo de todas y especialmente de ella.

—¡A-ascenso! ¡Aquí! ¿Qué sucede? 

Él se giró y miró por un instante un punto detrás de ella. Esta se inquietó imaginándose mil ojos y colmillos brillando en la oscuridad a sus espaldas. Para colmo, notó que él estaba empapado de sudor. Su semblante preocupado terminó por apresurarle los latidos.

—¡No te gires…! —gritó él, empeorando su ya terrible nerviosismo—. ¡Ya están aquí!

—¡Di-dioses! ¡¿Qu-quién está a-aquí?

Se vio completamente inmovilizada al oír el crepitar intenso de alguna llama gigantesca creciendo y devorándose hierbajos en algún punto a sus espaldas, a solo diez o quince aleteadas de distancia. Una pared de fuego se elevó detrás de Asteri y sus amigas, y entre chillidos las hembras se esparcieron como abejas enloquecidas. Ella obedeció la orden de no girarse, pero no pudo evitar imaginar una muralla llameante y alta como cinco ángeles detrás de sí; oyó la hierba crujir al paso del fuego, percibió el azufre y de hecho sintió el calor abrasándole las alas, pero las rodillas le temblaban y hasta olvidó cómo volar.

Ascenso corrió hasta ella. Irradiado por el fuego, su rostro se revelaba torcido de terror. La agarró de la mano y espabiló.

—Pero, ¿qué te pasa?

—Ah… ¡Ah… Ah…!

—¡No vueles, es lo que quieren! ¡Correremos y los perderemos en el viñedo!

—¿Los dragones atacan? —levantó la mirada y vio a las jardineras dispersarse en el cielo—. ¿Y mis… mis amigas?

—¡Son presas fáciles! —escupió Ascenso y meneó la cabeza—. ¡Demasiado tarde, están perdidas! ¡Huyamos!

Y tiró de su mano.

Se internaron en la misma fila del viñedo donde hubieran caminado un par de soles atrás. Los rugidos habían aumentado exponencialmente y Asteri ya oía fuertes aleteadas cerca de su posición, amén de estelas de fuego arrojadas por iracundos dragones. Estaban rodeados y comenzó a sollozar sin dejar de correr, ¡las Virtudes tenían razón en no confiar en esas malditas lagartijas aladas!, se dijo una y otra vez. Meneó la cabeza y, para cuando volvió a abrir los ojos, vio cómo uno de escamas azul oscuro descendió al ras para secuestrar a Ascenso con sus garras traseras.

La aterrorizada jardinera cayó arrodillada viéndole desaparecer en medio de una auténtica maraña de dragones que, con sus números, ocultaron la Luna y las estrellas. Extendió las alas para rescatarlo, pero volvió a tropezar al caer en la cuenta de que su hermano ya no tenía salvación. Se había perdido en el enjambre. ¿Qué podría hacer? A su alrededor todo se incendiaba y golpeó la tierra con sus puños.

—¡Te lo advertí claramente, estúpido! ¡Estúpido, estúpido…!

Oyó un rugido especialmente atronador. Jamás había oído uno tan fuerte que la tierra misma tembló y ella lo sintió incluso sacudiéndole el alma. Se giró y la mandíbula se desencajó al ver al mismísimo Leviatán; una auténtica masa oscura, gigantesca y poblada de cuernos abrirse paso a través de la pared de fuego. Esos ojos púrpuras fueron su perdición. Una hormiga, así se sintió al verlo volar en dirección de ella con esa boca de incontables colmillos abriéndose.

Se desmayó esperando el peor de los finales.

Para cuando abrió los ojos de nuevo, solo vio estrellas en el cielo negro. Ladeó la mirada y descubrió que la Luna lucía más grande. Se repuso sentada y una brisa fría peinaba su larga cabellera y alas. Cayó en la cuenta de que estaba sobre el lomo de algún dragón que volaba suavemente sobre los campos de cultivo. Se sostuvo de un cuerno y respiró agitadamente, mirando en derredor. Pero, ¿por qué Leviatán no se la devoró? ¿Acaso solo la capturó para quemarla y comérsela después? Sería eso, asintió nerviosa, así que a ver cómo hacía para escapar.

Se inclinó a un lado y miró hacia abajo para ver los amplios jardines de las Virtudes iluminados por miles y miles de antorchas.; allí notó las plantaciones en lo que parecieran ser perfectas condiciones, pero desde la distancia no podría aseverar. Y bajo ella, sus amigas revoloteaban por aquí y allá junto con los dragones. Juraría que oía risas y frunció el ceño. ¿Es que no se daban cuenta de la gravedad de la situación?, pensó haciendo un mohín. Notó entonces las líneas de fuego que quedaron crepitando en el lagar, formando un llamativo símbolo sobre el terreno.

Se atrevió a levantarse y notó que podía estar de pie sobre el lomo del dragón con suma facilidad; arqueando las alas adecuadamente el equilibrio vino solo. Volvió a inclinarse y su mirada se posó sobre el lejano viñedo; el fuego dibujaba lo que pareciera ser una esfera cóncava y bailante sobre el terreno. “Ese símbolo…”, pensó ella entornando los ojos. Evocaba algo. “Un nexo, es un nexo”. Y la revelación la sorprendió tanto que tuvo que sostenerse fuerte del cuerno… “Es el nexo de una Sinapsis… De los Hecatónquiros”.

Entonces se estremeció al sentir una mano posándose sobre sus senos y luego bajando hasta la cintura para sujetarla. Sintió en sus alas erizadas la presencia de alguien que había llegado detrás para agarrarla firme y apretarla contra sí. ¿Acaso era Ascenso? Pero ese descaro. Esa suavidad. Era algo que el tiempo no pudo borrar de sus recuerdos. La agarró de una mano y, con los dedos entrelazándose entre los suyos, se la levantó para señalar juntos un lugar en el cielo estrellado.  

—Déjame contarte una historia —dijo un varón.

Asteri frunció el ceño. ¡Protos! Todo cobró sentido y ella perdió los estribos. ¡Asustarla de esa manera solo para conseguir estar un rato a solas! Imperdonable, sin dudas, dejarla con el corazón latiéndole en la garganta y con las rodillas todavía temblándole. Una infantilidad que no perdonaría jamás, se dijo revolviéndose, pero él la sostenía con fuerza y no había caso.

  —¡Así que… fuiste tú! ¡Eres un completo… desubicado! ¡Usar a los dragones así! ¡Usar a tu general de esta manera! ¡Asustar a mis amigas…!

—¡En algún lugar de ese cielo existió una vez una niña con una habilidad sin parangón! —prosiguió él sin hacerle caso; en realidad, sus amigas fueron tan cómplices como los dragones y el propio Ascenso—. ¡Y además amaba cantar y conquistar los corazones de todos!

—¡Y pretenderás que te escuche después de todo esto, toca-plumas!

—¡Ella ya demostró su talento desde temprana edad!, e incluso algún niño, amigo de su hermano, quedó enloquecido por ella. Dijo que jamás olvidaría la primera vez que la oyó ensayando una canción, pues su cuerpo experimentó un calor inaudito. Pero eran demasiado jóvenes para darse cuenta de qué sucedía realmente y el tiempo y la vida los separó. En salones pequeños, la joven descubrió que, con su sola voz, podía influir, hacer y deshacer el estado de ánimo de los oyentes. Hacía sonreír, estremecer, provocaba lágrimas y erizaba la piel. Y, lo que era más importante, podía ejercer control sobre la mismísima Sinapsis, elevando a cotas insospechadas el nivel de éxtasis con tan solo cantar. No fue una sorpresa que llegara un representante que la llevaría a las Iriadas, el más grande y famoso Salón de todo el reino. La catapultó a la fama y la riqueza, además de unirse ambos bajo votos de amor. Y juntos, apoderado y cantante, emocionaron miles y miles de personas unidas en Sinapsis. La pareja ideal, se diría.

Ella desistió de escapar y gruñó.

—¿Ese niño enloquecido eras tú?

—Pero el apoderado realmente no amaba a la cantante y ella era demasiado joven para darse cuenta de por qué estaban juntos. Cuando descubrió que su sueño de amor había sido despedazo por la crueldad de la vida, perdió su inspiración. Ni sus propias canciones fueron capaces de devolverle la luz a una estrella que parecía marchitarse con el tiempo.  

—Pero, ¡qué atrevido eres! ¿Y de dónde sacas eso?

—Me lo confesó ella una vez.

—Pues te habrá mentido.

—Me pareció muy sincera cuando me lo dijo. Pero, ¿sabes? El tiempo llevó a aquel niño, ya convertido en soldado de las Gujas del Sagreste, visitar el Salón. A él le habían roto el corazón demasiadas veces y solo quería olvidar. Mas recordó su infancia al oír una dulce voz cantando para el gran público de las Iriadas. Y entonces la vio, entre las luces y el humo que respiraban las paredes. A la que una vez fuera una niña de orejas demasiado estiradas convertida en la más atractiva que jamás vieron sus ojos, y dotada de la voz más hermosa que se había oído. Fue así como revivió la llama de un amor olvidado por el tiempo.

—Vaya tonto enamoradizo, a decir verdad…

—¿De qué tonto hablas? Fue astuto. Y, al tener como mejor amigo al hermano de la cantante, ideó un plan para verla de nuevo… Y funcionó. No recordó haber invertido tanto tiempo y dinero en una mujer. Ella sería su ruina, pero, como dices, él era un enamoradizo. Fue devastador para la cantante separarse de quien fuera su dueño, pues le afectó la carrera, pero logró sobreponerse y con el tiempo reclamó su trono en las Iriadas, incluso estrenando una nueva canción que se consideró la más hermosa del reino de Tea.

—“Espejos de luz” —dijo ella.

—Sí. La estrella volvió a brillar como antaño. El público la amaba y ella amaba conquistar sus corazones.

—Parece un final feliz.

—Bueno, luego llegó la guerra contra los dodecatones y todo acabó en un mar de fuego.

Asteri rio y meneó la cabeza.

—¿Qué esperabas? Es lo que trae la guerra —fue una clara advertencia a la rebelión de Protos—. Cántame la canción.  

—Por favor, no me hagas cantarla…

—Prueba.

—Si lo hago arruinaré todo lo que hice esta noche…

—La arruinarás si no la cantas.

Protos sonrió con labios apretados. Pero, ¡qué pícara! No tenía escapatoria. Se aclaró la garganta y Asteri rio esperando oírlo. 

—“Tú y yo, espejos de luz, surcando los cielos y pintando las estrellas...”.

Tal como esperaba, Asteri carcajeó estruendosamente al tiempo que el dragón se quejaba con un gruñido largo y lastimero. Ella desconocía ese lado cómplice y divertido de aquella bestia y se dio cuenta que Leviatán no era tan desagradable como había pensado.

—¡Cuánta verdad, dragón!—respondió Asteri.

—¡La orden era mantenerte callado!, ¿no ves que estoy en medio de algo importante?

El dragón gruñó largo y tendido, pero Asteri terminó con la discusión aclarándose la garganta.

—“Una vez conocí tu nombre, tu rostro, tu amor y tu gracia…”.

—Pero, ¿qué pasa aquí? —jugueteó Protos—. ¡Cantas tan bien como ella…!

—¡Por favor! No lo hago y lo sabes bien —confesó acariciándole la mano, como si aún fuese posible hablar mediante el tacto—. ¿Recuerdas cómo era? Qué digo, claro que recuerdas. Era solo entonar canciones y subir la temperatura del cuerpo de todos cuanto oyeran. Imagina esa sensación recorriendo los cuerpos a través de la Sinapsis, finalizando en un estallido tan placentero que la vista se nublaba durante más de quinientos latidos. Ya no nos queda nada de eso. ¿Por qué, entonces, tú luchas por recordar aquello que ya no podemos volver a vivir?

—Porque lo que recuerdo es mucho mejor que nuestro presente. Nos llamábamos hecatónquiros debido a que, durante la Sinapsis, éramos capaces de sentir las cien manos de los demás como si estuvieran sobre uno, y compartíamos las sensaciones de todos los que estaban unidos —la abrigó con sus alas—. Y tus cantos multiplicaban aquello. ¿Recuerdas, Zadekiel?

Ella respondió en un briarero que le erizó la piel.

A ti te llevo conmigo siempre, Lucifer.  

Algunos vieron la larga fila de dragones cruzando el cielo; incluso al enorme Leviatán al frente, atravesando la luna y revelando así dos figuras sobre su montura. Pero el beso, largo y apasionado de los amantes reencontrados, apenas fue percibido más que durante un fugaz instante pues la bestia se ocultó entre las nubes plateadas para retirarse hasta los límites más lejanos de los Campos Elíseos.  

El líder dragontino descendió sobre una colina poblada de hierba y apartada de todo, tan alta que el campo de las Virtudes no era más que una mancha purpúrea y oscura en la distancia, y Paraisópolis se reducía a lejanas motas de luz naranja parpadeando sobre la negrura como estrellas pálidas.

Protos descendió de un salto y extendió la mano para invitarla a bajar, pero Asteri se abalanzó sobre él y ambos rodaron sobre la hierba entre risas y plumas revoloteando. Las túnicas fueron despojadas y terminaron cayendo sobre el suelo; cuando Leviatán extendió las alas y levantó vuelo para retirarse, causó una brisa fuerte que terminó arrojándolas por el precipicio. 

Asteri se frotó sobre Protos con la firme intención de iniciar cuanto antes lo que tenían pendiente. Experimentaba una pérfida picazón que nacía en su vientre y sentía que solo cobijándolo en su interior se calmaría. Pero, abruptamente, cuando él rodeó un brazo por su cintura para atraerla, la hembra se dio cuenta que en realidad no sabía cómo moverse, cómo desenvolverse. Cuerpo nuevo, sensaciones nuevas. Como hecatónquiros, la piel sobre la otra piel implicaba intercambiar sensaciones y emociones con el otro, por lo que el cuerpo se prestaba a la unión humedeciendo a la pareja. Nada de aquello se podía replicar con la biología angélica.

Protos notó que su amante había quedado atontada. Tomó de su mano y la llevó hasta su sexo, de modo que esta cerrara los finos dedos por la lanza. Entonces ayudó al vaivén y, finalmente, ella lo continuó por su cuenta. Entonces rio, enrojecida, porque era distinto a lo que antes practicaban, pero tenía un punto pérfido que le agradaba. Aunque, para infortunio del varón, ella deseaba seguir explorando y dejó la manualidad para otro momento. 

La hembra recorrió, con los dedos y la mirada, el cuerpo de Protos. Trataba de acomodarse a la idea de excitarse con sus formas angélicas y sus peculiaridades. La cabellera no la tenían los hecatónquiros, pero era algo agradable y pasó sus dedos por la melena del Ofiuco. Y las alas tenían sus puntos sensibles, lo que ayudaba a calentar el ambiente. Apretó los labios cuando palpó las abdominales definidas, el torso firme, luego los muslos fuertes. Se inclinó para morderle un pezón y él gruñó de gusto. La picazón se expandía por otras zonas de su cuerpo y se dio cuenta de que, tal vez, cómo ángeles, no estaría tan limitada como hubiera pensado.

Sintió los dedos del Ofiuco rebuscando algo en su entrepierna y boqueó cuando él mordisqueó su cuello. Protos estaba hambriento y la humedad de sus besos ayudaron a despertarla, a la auténtica hembra que escondía. Los dedos siguieron su camino por el abdomen hasta los senos, presionando con suavidad. Ambos estaban aprendiendo cómo moverse y lo disfrutaban como lo que era: una primera vez. Asteri se mareó por un momento, pero dejó tocarse porque estaba dispuesta a seguir descubriéndose.

Él la volcó sobre la hierba y entre risas besó sus pies, tobillos y el interior de las rodillas. Las sensaciones que dejó su lengua a su paso por el interior de los muslos y el contorno de su sexo fueron tan arrolladoras que Asteri se retorció por completo, incapaz de devolver el cariño. Por un momento, pareció querer evadirse de él, que la dejase convulsionar con tranquilidad, pero él la agarró de las caderas y aprisionó sus piernas con las suyas.

Pudo sentir su miembro completamente enhiesto apoyado en ella y las alas se le extendieron involuntariamente. Susurró que no dilatara nada, que abriera paso de una vez y recordaran juntos cómo era estar unidos, cobijarlo, ser uno solo, pero él era perverso y se entretuvo con su cuerpo, lamiendo esos pezones que los sentía más duros a cada mordida.

Pensó el varón, fugazmente, que si algo bueno había hecho la diosa Iris fue ser una tutora excepcional.

Entonces apoyó su miembro en la hembra y lento, frustrantemente lento para Asteri, comenzó a abrirse paso. Intentó vencer la fina barrera de la hembra, aunque manteniendo la suavidad del avance. Al contrario que con Iris, a ella la trataba como si fuera de porcelana. La abrazó y acercó su rostro para mirarla. No se perdió detalle alguno cuando esta volvió a boquear de sorpresa; el varón había superado el bloqueo y, adentro, Asteri lo abrigó húmeda. El recoveco era prieto y ella gruñó, pero mientras se adaptaba fue tranquilizándose. Protos debía admitir que Asteri no era húmeda como Iris, tal vez extrañaba eso, pero disfrutaba con malicia de cada gesto de ella; la hembra miraba el cielo perlado de estrellas sintiendo, atontada, cómo su propio interior parecía amoldarse al paso lento del invasor. Creyó sentir latiéndole adentro y le agradó tanto que el orgasmo le emborronó las estrellas.

Con la misma suavidad que había entrado, el Ofiuco comenzó a retroceder. La besó y ella gimió en su boca, pero descubrió un nuevo tipo placer, casi doloroso, desesperante. Separados, se vio obligada a arrimarse y abrigarlo con brazos y piernas. Estaba agotada, no tenía el aguante de una vez, pero no quería perderlo. No otra vez.

—Antes sabía… —se excusó ella luego de varios latidos en silencio—. Sabía moverme… Antes… ¡Sabía cómo debía moverme!

Él rio y apoyó un codo en la hierba, mirándola divertido.

—Al ser tan famoso tengo a varias a mis pies. Déjame decirte que no lo has hecho nada mal.

—Ya veo que el humo se te subió rápido —hizo un mohín y le arrancó una pluma de su ala—.  Pero es verdad que te has vuelto demasiado conocido. Bueno, no tú, realmente... Todos dicen que Lucifer ve los secretos de los ángeles a través de su aura y yo solo pienso que es injusto. Llevas ventaja, conoces todos los secretos más íntimos y hasta me siento un poco avergonzada, y eso que ni siquiera sé qué ves en mí. ¿Es mi aura la peor de todas? ¿O es una más del montón? ¿Tengo algo de qué avergonzarme?

Él silbó divertido. 

—¿Lo quieres saber?

—¡No juegues conmigo!

—¡Tranquila! Lo primero que veo es… No es una sorpresa. Veo miles y miles y miles de ojos brillantes mirándote. Es una multitud. Todos te observan y noto que ello te agrada. Ya te lo dije. Haces y deshaces el estado de ánimo de la multitud con solo cantar… 

—¿Y tú? ¿Puedes ver tu propia aura?

—Sí, en el reflejo del río.

—¿Qué ves?

—En mi aura solo te veo a ti.

Ella gruñó y arrancó otra pluma.

—¡Desde luego que sí!, ¿me ves con de cara de ingenua? A mí no me vengas con cuentos, que te conozco demasiado bien.

—¡Está bien, deja las alas respirar…! También veo un poco a mi padre, sí. Y tenía una mascota con la que crecí toda mi infancia y juventud. Imposible no olvidarla. Y, mira, esto no se lo he dicho a nadie, pero también veo vivamente los ojos de la primera persona… —se rascó la frente y soltó una risa nerviosa—. Mejor déjalo.

—¿Los ojos de quién?

—Te ruego que lo dejemos.

—Te exijo que no. 

El suspiró y, avergonzado, le acarició el pezón sin atreverse a mirarla.

—Mira, veo los ojos de la primera persona que murió… Murió por mi culpa.

Fue decirlo y desvanecerse por completo ese semblante confianzudo y divertido que lo caracterizaba. Protos dejó caerse sobre la hierba y suspiró largo. Asteri se sorprendió de oírlo y, notando su semblante, supo que esta vez no jugaba. Se arrimó y le acarició el vientre.

—Lo siento, metí la pata. No es necesario que sigas.

—Bueno, adivina. Ahora quiero hablarlo. Necesito hablarlo con alguien.

—Entonces cuenta conmigo.

—Es gracioso porque sucedió en otra vida y uno pensaría que no tendría que afectarme. Es algo demasiado distante e incluso así lo siento a un paso de distancia. Pero, ¿sabes?, he visto a tantos ángeles en estos días y entiendo que cargamos nuestros errores, nuestras sombras, para siempre. Puede que sea necesario, como algo que nos amolda en lo que finalmente somos… Escucha, cuando estaba alistado en los Gujas, hubo una revuelta en las afueras del palacio del Sagreste. No todos en el reino estaban de acuerdo con la declaración de guerra contra los dodecatones. Muchos querían destronarlo y evitar lo que consideraban el mayor error de nuestra historia.  

—Y, ahora, ¿qué piensas de esos revoltosos?  

—Sí, bueno, el caso es que yo estaba allí en las afueras, en la línea de frente, tratando de controlar a la muchedumbre que se contaba en miles. Y no éramos ni cien soldados… —se miró las manos abiertas y las cerró con fuerza—. ¿Cómo se supone que uno lida con algo así? La orden era repeler, pero yo estaba tan conmocionado que… ¡Por todo…! La situación se me fue de las manos. Y cuando me di cuenta ya era demasiado tarde, sangre por todos lados, un silencio terrible que duró demasiado, una auténtica pared de fuego que nos consumió a todos. Recuerdo que cargué a un muchacho en mis brazos, ¿sabes? Un chico que esperaba cubrirse del fuego, pero yo lo había confundido con un enemigo y lo aparté con violencia. Terminó carbonizado, agonizaba por mi culpa. Lo vi y era más joven que yo. Y a pesar de la turba enfurecida, a pesar de las advertencias de mis compañeros, lo cargué…

—¿Lo llevaste junto a las Sanadoras?

—Lo intenté. Solo recuerdo que, de camino, no paré de disculparme, pero no sé si me oía. Y esos ojos… Todavía veo sus ojos, debilitados, como cansados. Incluso a veces lo siento en mis brazos. ¿Quieres saber qué pensaba de esos revoltosos? Los comprendía más de lo que imaginaban. Esta es mi carga y no tengo la más mínima idea de cómo sacármela de encima. ¿Acaso hay una manera de volver para atrás y cambiarlo todo?

Se sentó sobre la hierba abrazando sus rodillas. Asteri se sintió abruptamente culpable y decidió arrodillarse frente a él para rodearlo con sus alas. Se inclinó buscando consolarlo con un beso, pero él no estaba por la labor de recibirlos.

—Esta es una nueva vida, Protos. ¿Quieres saber algo? Pienso que me equivoqué al pensar que hacías mal en recordar, lo admito. Porque si estas sombras que ves desaparecieran de nosotros, no dudo que volveríamos a tropezarnos con la misma piedra. Trataré de no cometer los mismos errores que marcaron mi vida, haré mi debilidad mi fuerza. Estoy segura que tú también lo harás y te redimirás.

Inesperadamente, él entornó los ojos y ladeó el rostro al fijarse mejor en el aura de su amante.

—Veo algo… —posó la mano abierta sobre el vientre de la hembra—. Una pequeña luz aquí…

Protos apretó los labios. Siguió acariciando y, por un momento, apretó con los dedos, como si quisiese agarrar algo del vientre de Asteri, como si fuese a rescatar algo, pero fue apaciguando la presión al caer en la cuenta de que ya nada había sino un memento de lo que fue. De lo que pudo haber sido. Bufó y miró a Asteri con ojos húmedos.

—Voy a matarlos. ¡Los mataré a todos!

—¡No! No harás nada.

—¡Te juro que los mataré a todos y cada uno de ellos! ¡Si tienen niños, los mataré como perros frente a sus ojos y los haré sufrir tanto que se hayan arrepentido de ha…! 

Ella se apartó y reveló sus ojos igualmente humedecidos.

—¡Basta, asustas!  

—¡Nos lo arrebataron!

—¡No sigas! Ahora estamos juntos de nuevo. Vivamos la vida que no pudimos disfrutar en Tea, tú y yo. En secreto. ¿Acaso hay manera de recuperar lo que perdimos? Detén esta barbarie y quédate a mi lado. Redímete de aquella mancha de tu aura y evita la guerra.

Pero no había caso en contener una ola con las manos. Él se levantó y entornó los ojos al pie de la colina, observando aquel horizonte tan oscuro que parecía un mar negro. Su corazón ardía y estaba cada vez más decidido. Diez mil guerreros convertidos en rebeldes ya no le parecían suficientes para asestar un golpe al Olimpo. Miró el reino de los ángeles y se dijo que guiaría a todos bajo un mismo viento. La legión de un millón de ángeles, los tres Arcángeles y junto con los dragones lograrían aquello que no lo consiguieran ni los hecatónquiros ni los titanes. Se lanzarían como lobos sobre corderos. Les daría tan fuerte y de lleno que no se atreverían a levantarse otra vez.

Asteri se sintió asustada. El aire se revolvía de una forma extraña alrededor de su amante. Se abrazó a sí misma; pensó en pedirle que se tranquilizara, que desistiera de aquella locura, pero ella misma sintió miedo del aura que ahora emanaba el ángel caído.

—Protos, ven conmigo…

Él meneó la cabeza. Se giró hacia ella y, en la oscuridad, sus ojos brillaban como estrellas.

—Mi nombre es Lucifer.

   

Continuará. 

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