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Destructo IV, Fuego en el cielo

en Grandes Series

 

I

Cuando él abrió los ojos sintió el cuerpo agarrotado, como si le hubieran zarandeado tal muñeco de trapo para luego empotrarlo contra el suelo. Pero, qué terrible se volvían últimamente sus sueños que al despertar pareciera sufrir los últimos estertores de una pesadilla como si fueran reales. Extendió los dedos, largos y finos, para encorvarlos en tanto emitía un gruñido animal. Las piernas las tenía entumecidas, pero dobló las rodillas un par de veces y sintió la sangre circular dolorosamente por el cuerpo. Finalmente, rodó por el camastro y buscó por la larga funda negra que guardaba su atronadora —una suerte de espada, aunque de tres largas hojas dispuestas como un tridente—. Siempre lo hacía al despertar en una suerte de cábala; la había acomodado cerca de la cabecera antes de dormir, como todas las noches desde que llegara a la ciudad de Córmutan, pero frunció el ceño al solo dar manotazos en el vacío.

Se sentó sobre la cama y buscó con la mirada aprovechando la tenue luz solar del amanecer. Se rascó el pecho entre bostezos. ¿Acaso se la habían robado? Se arrodilló en el suelo y buscó abajo, aunque tampoco tuvo suerte. Imposible pensarla hurtada, ¿quién más tendría acceso a su cuarto? Pero, ¿y si realmente alguien se la llevó? Tragó saliva; le había supuesto una inversión importante; forjada con cionén negro y con incrustaciones de diamantes en las puntas; no era una implementación estilística, al contrario, reforzaba la dureza y durabilidad del material. La adquirió en la ciudad de Drus, conocida también como la capital de la armería, el paraíso de la milicia de Tea, pero no se veía repitiendo el largo viaje ni mucho menos regateando hasta cansarse.

En la oscuridad de una esquina notó unos brillantes ojos grises observándolo, grandes y estirados. Reconoció la mirada juguetona de Mo´Deos y se preguntó qué diantres hacía ocultándose de su vista. Se sentó de nuevo a la cama y frotó los brazos.

—Devuélvemela, gozque.

Mo´Deos salió de la oscuridad y se reveló sonriente, con los seis colmillos relucientes, incluido aquel torcido tan característico suyo. Iba enfundado en una gabardina negra que relucía como diamante según le diera el sol, repleto de cinturones con hebillas cerrándose sobre la pechera y, en el centro, relucía especialmente una insignia con forma de bestia rampante, dorada, símbolo de la guardia de los Gujas del Sagreste.

Reverenció divertido.

—Nuevo amanecer, Ys´Vere.

—Déjate de juegos y dime dónde la tienes.

—¿Tener qué? No tengo nada. Y, a la vez, tengo algo que necesitas cuanto antes.

Mo´Deos se acuclilló frente a la cama y extendió los dedos de ambas manos, mostrándoselos. Ys´Vere entornó los ojos y notó colores cálidos agolpándose en las yemas, flotando como pequeñas manchas de aceite sobre agua y brillando tenuemente bajo la piel grisácea.

—Fuiste a las Iriadas. ¿Y?

—Más que eso. ¿Sabes con quién estuve?

—¿Debería importarme con quién follas?

—Pues esta sí.

Ys´Vere frunció los labios.

—¿Iod´Rí?

Su amigo asintió e Ys´Vere inmediatamente torció las puntas de sus largas orejas. Iod´Rí era una hecatónquiro tan bella como exuberante. Hacía demasiado tiempo que no la había visto y, a veces, solo a veces, la pensaba en sus noches de soledad en los cuartos de la Guardia de los Gujas. Estar unido a ella era una experiencia difícil de olvidar, capaz de dejar agradables secuelas en el cuerpo y la mente incluso días después de practicar la Sinapsis. Pero él tenía una nueva pareja, Za´Tze´Kyel, quien además cantaba en las Iriadas y, por más de que en la cama no se desempeñara como la primera, la amaba perdidamente y no la cambiaría por nada.

—Ella misma —confirmó Mo´Deos—. La vi en medio de una Sinapsis, así que habiendo lugar aproveché y me uní… —se rascó el cuello y su mirada se ausentó por unos instantes—. Fue increíble. Es verdad lo que decías de ella —cerró los ojos y sonrió rememorando su experiencia en aquel cuarto gigantesco y azulado del Salón de las Iriadas, con casi cien cuerpos tocándose durante una Sinapsis—. A partir de ahora, mi viaje a Ceanasaí deja de ser lo más maravilloso que viví.

Ys’Vere bufó.

—Tampoco es para tanto.

—¡Sí lo es!

—Si te pareció para tanto, agradécelo a quien cantó durante vuestra Sinapsis.

—Lo haré luego. Volvamos a Iod´Rí por un rato. Aún la retengo en mis dedos —dijo él agitándolos—. Tócalos, que no cobro.

Ys’Vere hizo un ademán y, ante la insistencia de su amigo, apartó bruscamente la mano. Era cierto que los hecatónquiros tenían la habilidad de retener durante un período prolongado las sensaciones de una Sinapsis en determinadas zonas del cuerpo; en la punta de los dedos de Mo´Deos se acumulaba el éxtasis conjunto de cien personas, entre las que destacaba la antigua amante de Ys´Vere, pero este se sorprendió de sí mismo al negarse a tocarlos, a sentirla y rememorar ese placer que era capaz de otorgar.

—¿No quieres sentirla de nuevo, aunque sea por un momento?

—Quiero mi condenada atronadora, ¿dónde la tienes?

—Entonces, ¿será verdad? —preguntó sin hacerle caso.

—¿Verdad qué?

—¡Que el mismísimo Lut´Ys´Vere está perdidamente enamorado y ya no desea sentir a otras! Me sorprendes, ¿sabes? —le volvió a mostrar los dedos coloridos, agitándolos burlonamente—. No conozco a nadie que rechazara la oferta de sentir a la más buscada de toda Córmutan.  

—¿Debería sentirme orgulloso?

—Madurar siempre es motivo de orgullo.

—Que me lo vengas a decir precisamente tú…

Desde la oscuridad de la esquina salió otro soldado escondido, causando un brusco respingo en Ys´Vere pues no lo había percibido. Fe´Gyor no era sencillamente un amigo y compañero en la Guardia de los Gujas, sino también el hermano mellizo de Za´Tze´Kyel. A veces veía en esos ojos negros con comisuras púrpuras a ella, y se sentía vigilado por el celoso hermano. Se preguntó si, oyendo la conversación completamente escondido, estaba poniendo a prueba su fidelidad. Al igual que Mo´Deos, estaba pertrechado con el uniforme negro de la Guardia de los Gujas, aunque Ys´Vere notó que traía empuñada una atronadora de hojas radiantes que parecían brillar por sí solas, fabricadas con diamante como estaban.

Fe´Gyor clavó los dientes del arma en el suelo, notando el efecto hipnótico que parecía ejercer en Ys´Vere.

—Nuevo amanecer, amigo —saludó con una reverencia—. ¿A que es bonita?

Ys’Vere podría haberle respondido de no ser por la mandíbula desencajada. Aquella atronadora valía más que toda su vida de ahorros. Y él conocía de armas, si desde que tenía memoria trabajó en los talleres armamentísticos de su padre e incluso demostraba más conocimientos que sus propios superiores en la Guardia.

Saltó ágilmente de la cama y se arrodilló frente al arma. Extendió la mano y acarició uno de los dientes. Lucía tan surreal e incluso le costó creer lo que veía y sentía al deslizar suavemente los dedos por el cristal liso.

—Que me lleven los ancestros —susurró con ojos brillantes—. Es raón puro.

—¿No pensarás que nos iban a colar una falsa? —jugueteó Fe´Gyor—. Luce más bonita cuando sabes que ya pasó por todo el trámite aprobativo y cuenta con el permiso de portación de los Gujas. Y, lo mejor de todo, es tuya.

Las largas orejas de Ys’Vere se torcieron.

—¿Mía? ¿Qué es esto? ¿Una broma?

—Es un regalo. ¿Sabes lo que es un regalo?

—¿Cómo lo obtuvisteis?

—La idea la tuvo tu padre, el esfuerzo en conseguirla fue conjunto e involucró a más personas de los que crees. Deja de hacerte el tonto y empúñala.  

Ys’Vere silbó divertido. Le costaba creerlo. Tal vez era un sueño y él aún no despertaba, pero disfrutaría del momento. Se repuso y la agarró de la empuñadura; la levantó y dio un par de espadazos al aire. Era una arma evidentemente grande y pesada, pero los hecatónquiros tenían una fuerza descomunal y podrían cargar hasta siete veces su peso, por lo que levantarla y ladearla no le supuso ningún esfuerzo. Finalmente, la detuvo verticalmente frente a sí y notó una carta enrollada y atada en la base de la hoja central.  

—Pero, ¿podéis ser más rebuscados?

—Solo léela —dijo Fe´Gyor.

—Podéis decírmelo y ya.

—Léela, gozque.  

La desenrolló. La leyó y, al terminarla, miró a sus amigos con gesto hosco. Se sentó a la cama y volvió a leerla con vistazos rápidos y diagonales. Se miró el reflejo en las hojas de la espada. Susurró la frase final de su prometida: “Para proteger nuestro legado”, decía. En medio de sus grandes ojos negros surgieron dos círculos pequeños, dorados como estrellas, y pronto se le escaparon un par de lágrimas en las comisuras. De un rápido movimiento de mano se las enjugó. 

Empuñó la carta y con mirada ausente sonrió. Iba a ser padre.

Fe´Gyor se sentó a su lado y dio un empujón con el hombro.

—Felicidades, amigo mío. ¿Cómo se llamará el niño?

—¿Niño? Puede que sea una niña.

—¿Deseas que sea una niña, entonces?

—¿Me darás tiempo a pensarlo?  

—¿Y qué es lo que ya has pensado?

Ys´Vere rio meneando la cabeza.

—¿Quieres saber lo primero que se me ocurre? Pues, ¿ves todo esto? No lo quiero para él o ella. Si quieres saber algo, te diré que tendrá una vida plena lejos de la milicia. Su lugar no estará en medio de este sinsentido. No en la ciudad, pero tampoco en el campo. ¿Habrá un punto medio? Y el mar no, por favor, que me mareo fácil.

—¿Ni lo uno ni lo otro? Entonces vuestro lugar estará en el cielo.

El rio.

—Pues podría decirse que sí.  

—Entonces, ¿qué esperas? Extiende tus alas y reclama el reino de los cielos, Lut´Ys´Vere.

Ys’Vere entornó los ojos.

—¿Qué?

   

   

—¡Protos!

El mariscal abrió los ojos y se notó empotrado contra el suelo. La voz nombrándolo pareció un lejano eco, aunque en el segundo intento lo oyó más cerca. Volvió a sí lentamente. Arañó lo que fuera que sentía bajo los dedos y sintió una gruesa arena. Un terrible dolor le encogía el estómago y se sentía como un muñeco de trapo con el que se habían cebado. Alguien lo tomó del hombro y sacudió, espabilándolo. No hizo falta mirarlo, por fin oyó con claridad a Cassiel e intentó reponerse, pero el cuerpo dolía horrores. Extendió las alas para equilibrarse y, finalmente de pie, notó su túnica y las plumas repletas de polvo rojo; sintió una desagradable irritación al escupir arena también rojiza. Levantó la vista y sus alas se encogieron al ver el gigantesco coliseo en donde, ahora, se encontraba en medio. Repartidos en las tres atestadas gradas, miles espectros rugían como animales en tanto él se giraba con una mezcla de asombro y atontamiento, pues no recordaba cómo había terminado allí ni mucho menos qué se estaba haciendo de él.

—¡Gracias a lo que tenga que agradecerse! —gritó Cassiel para hacerse oír—. ¡Pichón, pensé que te había perdido!

Protos lo miró y, extrañamente, amagó sonreír. Era más que alivio. Veía a Cassiel y en su porte, su habla jovial y su semblante veía con claridad a Mo´Deos. “At´Mo´Deos”: su nombre completo que indicaba su proveniencia y linaje, aunque pronunciarlo con su garganta de ángel resultaba en un hosco “Asmodeo”. Finalmente, se sacudió los hombros y meneó la cabeza para quitarse de encima el atontamiento.   

—¿Dónde estamos?

Cassiel lo miró seriamente y, escupiendo un cuajo sanguinolento al suelo, extendió los brazos a los lados.

—¿En un jardín de belladonas?

—Ya —se pasó la mano por la cabellera—. ¿Y Ascenso?

Una sombra cruzó sobre sus cabezas; notaron un cuerpo oscuro estrellarse a pocos pasos de ellos, levantando una gruesa pared de polvo. No podían verlo con claridad, pero sí oyeron una serie de quejidos de dolor y luego gruñidos.

Cassiel frunció los labios.

—Ese es Ascenso. 

Protos se fijó al otro extremo y vio a la terrible bestia que lo había arrojado. Era un espectro fornido enfundado en una armadura oscura; su aspecto era amenazador, acrecentado por el tamaño descomunal que sobrepasaba a los de los espectros promedio. Una auténtica mole de cuernos gruesos y ojos de un rojo intenso que parecían chispear fuego. Sus recuerdos empezaron a acomodarse en tanto el enemigo giraba sobre su cabeza su larga lanza y gruñía insultos festejados por los concurrentes.

Guiados por la diosa Iris, los tres ángeles llegaron al Inframundo, al reino de Cocitos más precisamente, pero bajo la falsa promesa de que serían llevados hasta el Juez Radamantis, unos soldados terminaron llevándoselos al coliseo para enfrentarlos al gladiador infernal.

Ya no podía seguir perdiendo el tiempo, pensó Protos, e invocó su espada en la mano y tomó postura para recibirlo y asestarle un tajo importante. Como fuera, la bestia caería y él buscaría a Radamantis cuanto antes.

—¿Otra vez? —preguntó Cassiel al verlo—. Si no ha funcionado las primeras seis veces, ¿qué te hace pensar que ahora sí?

—¿Seis?

El terrible espectro corrió hacia ellos, energizado por sus congéneres, levantando su lanza y extendiendo las alas para dar un salto elevado que revolvió la arena.

   

   

II

Desde el espacioso balcón principal del coliseo, el Juez Radamantis, enfundando en su armadura negra con capa flameante, se apoyó de la baranda para contemplar la batalla con mayor detalle. A los espectros les divertía las luchas más que cualquier otra actividad, lo llevaban en la sangre, pero en los últimos tiempos la afluencia mermó debido a que su campeón, el titánico Celeno, había hecho aburridamente predecibles todas las luchas pues las ganaba con contundencia. Ahora, con la llegada de los exóticos ángeles, el morbo aumentó y el lleno fue total. Todo un éxito, se dijo, volver a unir a los ciudadanos de Cocitos y hermanarlos con aquella lucha entre dos especies. Pero cerró los ojos y suspiró; tal vez fue contraproducente seleccionar al mastodóntico espectro como rival. Aquello no era una lucha, dijo viendo a uno de los ángeles ser arrojado por los aires por séptima ocasión como si no pesara nada, sino una humillación.

A su lado llegó la comandante del ejército, Vindemiatrix, y esta reveló sus pensamientos.

—La última vez fue uno. Ahora vienen tres, Si no apostamos una guardia que vigile ese muro, pronto los ángeles infestarán nuestro reino, mi señor. 

—¿Infestar?

—Son una peste.  

—¿Y no te seduce la idea de contar con ellos como una fuerza más?

—Hasta donde recuerdo, ellos tienen problemas con sus hacedores. De por sí debería ser cauteloso al tratar con quienes detestan a quienes les dieron vida. Ya tenemos suficiente con los que lidiar como para cobijar aquí a estos indeseados, mi señor.   

Radamantis se rascó un cuerno. Vindemiatrix tenía razón en que los ángeles no eran de fiar. Era precisamente por ello que les preparó una dura bienvenida; en el Inframundo era sabido que la fuerza y el valor daban o quitaban confianza, dignidad, merecimientos. Levantó las garras y su público, paulatinamente, detuvo el griterío para prestarle atención. Incluso el coloso que enfrentaba a los ángeles, al percibir el silencio lánguido del público, detuvo la batalla y se giró para ver a su líder. Clavó su lanza en el suelo y se sentó sobre una rodilla, ante la atónita mirada de los tres agarrotados ángeles que se reagrupaban.

—¡Nimpú! —la voz del Juez fue un trueno—. ¡Y pensar que estos representan al reino más allá del muro!

Protos se sostuvo de las rodillas e intentó recuperar el aliento. Al levantar la vista notó a aquel lejano espectro y, viendo cómo parecía controlar a su audiencia con un solo gesto, sospechó que podría tratarse del Juez Radamantis. Ascenso, en idéntica pose a su lado, gruñó de dolor y confirmó sus sospechas.

—Ese cuerno dorado de la derecha, que lo tiene torcido —suspiró en evidente estado agotado—. Ese… es… el Juez. A su lado está su comandante, Vindemiatrix.

El mariscal frunció el ceño. Entonces, ¿la lucha contra aquel coloso la había organizado el propio Juez? ¿Qué forma de recibir a los enviados del Arcángel era aquella, quien aseguró que se había ganado el respeto del propio Radamantis? No comprendía esa cultura tan extraña, de la exaltación de la violencia y la fuerza bruta como medio de ganarse derechos, pero no tenía tiempo y supo que debía darles lo que tanto anhelaban si pretendía solicitarle ayuda.

Radamantis desenvainó su espada de hoja aserrada y, levantándola para que refulgiera de los soles de sangre, rugió tan fuerte que incluso los espectadores de las graderías más lejanas oyeron el eco de su grito.

—¡Y uno de ellos su más brillante estrella! ¡Por Perséfone, qué cielo más patético y triste yace sobre el reino de los ángeles! ¡Celeno, destrúyelos y date un baño con su sangre!

El público rugió y el suelo vibró haciendo repicar la arena. El mariscal se repuso y levantó las manos esperando que el pandemónium cesara y así pudiera hablarle al líder, pero se dio cuenta que nadie pretendía abandonar el ruidoso festejo por un ángel que no se había ganado ningún derecho. Al contrario, oyó abucheos y torció el gesto. Se hartó aún más cuando el coloso Celeno se volvió a girar hacia ellos y, esbozando una sonrisa de dientes partidos, desclavó su lanza.

Protos se lo fulminó con la mirada; estaba harto de todo.  

—¡Exijo hablar con tu líder!

Fue raro decirlo porque el rugido era tan ensordecedor que era difícil oírse él mismo. El espectro, en tanto, se inclinó hacia adelante y extendió las alas para prepararse en un nuevo ataque. Aunque, por primera vez, habló. Era una voz gruesa, pero lenta y torpe.

—¿Exigir? ¡Prúebame tu dignidad, emplumado!

Protos escupió al suelo.  

—¡Dudo que nuestro Arcángel haya luchado contra una condenada mole como tú para probar algo!

—Tu jefe luchó contra seis. Uno de ellos era mi hermano mayor. En su honor, mearé sobre tu cadáver.

Protos tragó saliva y volvió a preparar su espada. ¿Su Arcángel había entablado lucha contra seis espectros? Y, para colmo, el gladiador que tenía de frente era solo el hermano menor de uno. Pero, si a su líder ni siquiera lo notó con ningún rasguño desde que volviera del Inframundo. La lucha contra el coloso era tan difícil que le recordó por un momento la que mantuvo contra Leviatán en el bosque negro de Rodinia. Paradójicamente, fue pensar en su montura y abruptamente ocurrírsele una idea que podría decantar la lucha a su favor. No fue el único en cavilar en los dragones, a juzgar por su general, Cassiel, quien gruñó de dolor al sacudirse un hombro.

—Me cago en el becerro —protestó entre dientes—. Demasiado duro. Como aquella vez, con los lagartos. ¿Recordáis?

Ascenso se pasó la mano por la cabellera empolvada de arena roja. Estaba tan agarrotado como harto de todo que necesitaba de una vez una solución que los sacara del embrollo.

—Sí, es como un dragón —afirmó Ascenso—. Si funcionó aquella vez, ¿por qué no con este? ¿Qué decís? ¿Volvemos a ofrecer a Cassiel como carnada?

—Nada de carnadas —respondió Protos—. Lo que necesito es un escudo. Que me cubráis, ganadme unos suspiros.

Ascenso no protestó y, sin mediar palabra alguna, tomó del ala de Cassiel y a trompicones lo llevó al frente para servir de escudo a su mariscal. Con suerte, lo que pretendiera Protos terminaría con el martirio pronto. Intentó inquirirle sobre su plan, tal vez podrían ayudar en algo más que servir de distracción, pero el espectro ya corría en dirección de ellos alimentado por el rugiente público y los dos ángeles se encorvaron hacia adelante para recibirlo. No obstante, Ascenso giró la vista hacia atrás e intentó comprender qué pretendía su amigo, quien ya cerraba los ojos y apretaba los dientes, con ambas manos hacia adelante y los dedos extendidos.

—¿Protos?

—¿Qué?

—¿Qué haces?

Cassiel notó cómo a los pies del mariscal cayó una funda de cuero para espada, que pareció haber surgido de la nada. Luego una saeta negra se materializó en el aire para caer sobre su hombro y repiquetear a la arena. También apareció un fajín e incluso una bota, que de manera idéntica surgían sobre Protos. Pero, qué locura pretendía su amigo invocando todos sus trastes, se dijo frunciendo los labios.  

—¿Estás…? ¿Por qué estás invocando tus pertenencias?

—¡Solo cubridme!

Antes de que aquella mole hecha de cuernos y músculos se abalanzara con todo su peso sobre los dos generales, Ascenso desencajó la mandíbula al descubrir cuál era el plan de Protos. Y al ser arrojado por los aires, esperó que funcionara cuanto antes o los tres no durarían mucho tiempo más.

   

   

En los valles de los Campos Elíseos, una veintena de dragones se había arremolinado sobre el mar de hierba enroscándose sobre sí mismos como si tomasen una siesta. Es lo que pensaría cualquier vigía o Virtud que sobrevolara de paso. Pero, en realidad, se habían reunido para disfrutar de los cánticos de Asteri, quien sentada sobre el lomo de Leviatán se regocijaba cantando para un público inauditamente educado. Ninguno de los lagartos se atrevía a levantar vuelo por temor a aletear ruidosamente, ni siquiera rugían o emitían el más mínimo ronroneo cada vez la hembra abría la boca para cantar sus baladas tristes. Como mucho, ladeaban las colas o agitaban suavemente las alas al ritmo de las canciones más alegres.

Un dragón gruñó a lo lejos cuando Asteri acabó su canción, y ella se rascó la mejilla, pensativa.

—Pues no os voy a mentir, me estáis dando confianza. Pero es más complicado de lo que pensáis. Vuestra situación es distinta. Un rugido basta para hacerse oír incluso desde las colinas más lejanas. Mi voz no llegará tan lejos. Imaginad un millón de ángeles a mi alrededor —se detuvo un momento y ella misma se emocionó de la imagen que proyectó su mente—. ¡Ah! Como mucho, solo me oirían los cien más cercanos. Necesitaría un coro.

Leviatán gruñó.

—Fácil decirlo —dijo ella ante la idea sugerida de entrenar a un coro—. Pero, bueno, por intentarlo... Podría hablar con el Arcángel Rafael, a él le gusta este tipo de distracciones.

Otro dragón ronroneó en la distancia.

—¡Ya, ya! —sonrojada y sonriente, se frotó los brazos mirando el horizonte. 

En verdad que esos lagartos la consentían como no creía posible. Y pensar que tiempo atrás le aterrorizaba la idea de estar cerca de uno y hasta alguna pesadilla tuvo con esos ojos feroces y cuernos varios. Meneó la cabeza. Como muestra de agradecimiento, les cantaría la que parecía ser la canción favorita de la legión dragontina. Abrió la boca y entonó notas largas y en apariencia tristes, pero pronto le daría ritmo y alegría que les haría enroscar las colas de emoción. Aunque, para su sorpresa, sintió cómo Leviatán desapareció por completo bajo ella e, indefectiblemente, la hembra cayó estampándose contra la hierba.

Se repuso torpemente, escupiendo un par de hojas y mirando para los lados sin encontrar al dragón. Los demás imitaron su gesto y buscaron a su líder, pero no parecía estar a la redonda. Asteri miró arriba y no lo vio entre las nubes. Completamente consternada, se frotó el trasero, con lo que dolía tras haberle amortiguado la caída. Pero, ¿cómo podía desaparecer una bestia tan grande como aquella sin más?, pensó frunciendo los labios.

     

  

El gran espectro Celeno se encontraba de pie y absorto cuando la polvareda roja que se levantó a su alrededor fue bajando tenuemente de intensidad. No oía nada, ni siquiera la brisa o el más mínimo murmullo de sus congéneres en las graderías, por lo que consideró que los tímpanos pudieron habérseles reventado. Sin embargo, poco habría que oír: el propio coliseo había quedado enmudecido e incluso el Juez, en lo alto, había desencajado la mandíbula ante el esperpéntico espectáculo que acaeció frente a sus ojos.

Celeno se palpó la pechera de su armadura. La piel bajo sus garras era gruesa y rugosa, por lo que apenas se dejó afectar por el calor extremo del metal de su armadura que, hacía unos instantes, brilló de rojo vivo al ser atacado por una inesperada llamarada. Cuando vio sus dedos volver ennegrecidos y humeantes, rio sin motivo. Levantó la vista para ver de nuevo a tan terrible y gigantesco lagarto alado que lo observaba con fiereza, de incontables cuernos y del tamaño de al menos cien espectros; gruñía y revolvía el aire alrededor de su boca, infestando con su aliento a azufre. La llamarada que le había arrojado al aparecer de la nada fue atroz; qué clase de criatura podría ser aquella, pensó el gladiador, que parecía contener el poder del sol en su aliento.

Finalmente, Celeno cerró los ojos y cayó de espaldas. No vio oscuridad al desmayarse, sino los retazos de una llamarada todavía quemándole las retinas.

Protos corrió enérgico y, ayudado por las alas extendidas, dio un ágil salto hasta el lomo de su montura, que levantó vuelo inmediatamente al sentirlo. El ángel se sostuvo de los dos cuernos más grandes e, inclinando su cuerpo, indicó a Leviatán que trazara un pronunciado vuelo circular elevándose sobre el coliseo. Por primera vez, el mariscal vio la gigantesca ciudad de Cocitos extendida por todo el horizonte rojo, de miles de casas agolpadas y altísimas torres repartidas por doquier. Un haz de luz, fino y azulado, se erguía verticalmente en el lejano fondo. Cocitos era al menos diez veces más grande que Paraisópolis y se preguntó cuántos espectros la habitarían. Y aquella era tan solo una ciudad; se acongojó de imaginar cómo sería la capital, Flegetonte, o Lete, de la que se decía era la más poblada. 

Solo las aleteadas de Leviatán rompían el insólito silencio; los espectros lo miraban con una mezcla de terror y admiración. Nunca habían visto un dragón. Y qué demostración de poder y ferocidad al derrotar en un santiamén a Celeno. Cuando rugió como un trueno sintieron sus cuerpos estremecerse en lo profundo. Otro rugido, más fuerte, y pudieron sentir la vibración en los huesos. Protos, al levantar su espada al aire como una línea roja y luminosa, notó cómo el coliseo estalló de júbilo. Aprendió que eso era lo que les seducía; una demostración de poder. Él domaba a la bestia y por ende se había ganado el respeto del estadio.

Leviatán extendió ampliamente sus alas para frenarse frente al balcón de Radamantis, aleteando y revolviéndolo todo entre los estupefactos guardias y el propio Juez, quien vio sus cálices, botellas y hasta el propio asiento caerse debido a la ventisca. Espabilando, la comandante Vindemiatrix desenvainó su espada e hizo de escudo de su líder. La decena de los guardias en el balcón no se quedó atrás y protegió al Juez, pero a un gruñido de Radamantis, todos retrocedieron con cautela y sin soltar los ojos del lagarto volador. A pesar de ser toda una bestia imponente que capturaba las miradas, Radamantis solo tenía ojos para el jinete de ojos luminosos, de pie sobre su lomo.

—¿Qué quieres, saco de plumas?

—Una reunión. He venido de lejos porque necesito de vuestra ayuda.

—Tienes mis oídos. Nuestra ayuda está por verse.

—Mi líder asegura que se ha ganado un derecho de favor.

El Juez enarcó una ceja al ver la daga negra de hoja aserrada que el ángel desenvainó de su bota, mostrándosela y luego, cuidadosamente, arrojándosela para que este la atrapase hábilmente con sus garras. La recordó. Era aquella que se la regaló al Arcángel cuando este se infiltró en los campos de Asfódelos, en los alrededores de la tumba de la diosa muerta.

—Tu nombre.

Protos ladeó el rostro. Aprovechó y se fijó en su aura entornando los ojos. No vio los rastros de un hecatónquiro en el líder de los espectros, pero sí notó sombras de un pasado olvidado. Distinto. Demasiado distinto. Difícilmente reconocible, pero con un claro sabor salvaje. Ya le revelaría lo que descubría.

—Lucifer.

El Juez extendió los brazos.

—Te ofrezco mi hospitalidad.

   

II

Iris se retiró la pamela una vez llegara frente al gigantesco haz de luz azulado que atravesaba la tierra y subía hasta el cielo, más allá de las nubes oscuras, hasta que la altitud rojiza se encargaba de emborronarla. “Samsara”; el obligatorio paso de las almas fueran estas recién nacidas o expiradas. Una vez que la humanidad fuera creada, sin dudas bulliría de movimiento. Miles y miles de almas elevándose por el haz, naciendo, y otras miles descendiendo al olvido eterno, aunque no sin antes depositar su conocimiento adquirido, por más exigua que pudiera ser, en la propia Samsara. Todos los seres vivos, inclusive ella, convergirían en algún momento por allí. Pero tener tal obra de ingeniería Olímpica frente a sus ojos le evocó un inesperado sentimiento de asombro: era sin dudas el culmen de la capacidad de su raza: no solo eran capaces de manufacturar vida, sino que la controlaban y la utilizaban a su antojo.

Se sentó sobre una roca y meneó la cabeza esperando deshacerse del abrupto respeto que no supo cómo experimentó. No era especialmente orgullosa de su raza ni deseaba serlo. Abrazaba la individualidad del ser, no de un reino. Además, ¿de qué serviría tanto conocimiento adquirido si los suyos ni siquiera se veían capaces de solucionar su pronta extinción? En algún momento todos desaparecerían y solo quedarían seres inferiores habitando los Campos Elíseos, el Inframundo, Rodinia. Qué patetismo sentirse parte de una raza de supuestos dioses, se dijo apretando la pamela sobre su regazo.  

Miró en derredor y notó una sombra moverse, iluminada tenuemente por el brillo azulino de Samsara, por lo que se acomodó.

—Encantada de verte.  

El Segador no devolvió el saludo ni pareció especialmente afectado ante la presencia de la diosa. Para colmo, su frío silencio no agradó a Iris, incapaz de verle el rostro y sus expresiones, ocultos bajo la sombra de la capucha. Como mínimo, podía juzgar su estado de ánimo según cómo acariciaba la guadaña con esos largos y flacuchos dedos ennegrecidos. Sabía que Segador del Inframundo no tenía por qué profesarle adoración a ella ni a los Olímpicos. Después de todo, él solo se debía a Hades y Perséfone quienes, hacía tiempo, habían abandonado la orden del monte Olimpo. Aun así, ¿ni la más mínima muestra de respeto por un ser superior? Chasqueó la lengua y miró Samsara.

—Traigo una orden.

Él respondió por fin, aunque sin dejar de vigilar el gigantesco haz de luz. Su voz era gutural.

—Problemática. Cuesta encontrar una razón para obedeceros.

—Piénsalo como un favor personal, entonces. Eres el velador de las almas y tuya es la responsabilidad de guardar Samsara, ¿o dirás que me equivoco? Fue la disposición de tus creadores.

—Incomodidad. Esperaré la vuelta de nuestros señores. Si Samsara está en peligro, sus dueños volverán.

Iris lanzó la pamela hacia Samsara y la vio atravesar el haz de luz para luego desaparecer. A decir verdad, desconocía el porqué de la ausencia de Hades y Perséfone en su territorio. Tal vez ya habían muerto. O tal vez habían abandonado el Inframundo para crear otro. Puede que, sencillamente, se retirasen para vivir tranquilos en algún lugar recóndito del universo, como otros dodecatones habían hecho desde que la debacle de la infertilidad había irrumpido en los varones. Si la muerte era inevitable, entonces qué mejor que morir en tranquilidad y lejos de todas las tensiones. Pero Iris no contaba ni con el tiempo ni las energías para investigarlo, por lo que era prioridad de convencer al Segador.

—Me habían advertido que serías difícil.

—Fidelidad. Llevamos en la sangre los dones de nuestros hacedores y por ende su voluntad. Os respetamos, pero nunca obtendréis la confianza del Inframundo.

—¿Podría importarme menos? Si no vas a cooperar, al menos óyeme y juzga tú mismo. ¿Has visto alguna vez a los Titanes? Algo me dice que sí. Absolutamente todos están muertos. ¿Los culpables? Veinte mil dragones que ahora no tienen nada mejor que hacer que devorarse Rodinia bajo fuego para alimentarse de cenizas. Sus cuerpos se regeneran por gracia de su alma, lo cual los vuelve potencialmente invencibles. ¿Quién fue el genio que los creó, me preguntarás? Eso ya no importa. Estábamos en guerra contra los Titanes y el Olimpo estaba desesperado porque Rodinia se echaría a perder. Ahora mismo los ángeles tienen la orden de cazarlos y el Olimpo espera que cuando eso suceda, tú vigiles Samsara y captures sus almas para encerrarlas en vasijas, de modo que no renazcan.

El Segador, inmutable, acarició el filo de su guadaña en clara actitud pensativa.

—Desagrado. Demasiada molestia. He notado inquietud en Samsara durante los últimos tiempos. He visto almas de ángeles caer al pozo. ¿Son los dragones los culpables o hay problemas en vuestro paraíso? Disfrutaré viendo a todas extinguirse indefectiblemente, fruto de vuestras acciones desmedidas.

—No me cabe duda de que lo disfrutas. ¿Y también disfrutarás cuando los dragones, tras devorar Rodinia y los Campos Elíseos, busquen alimento en el Inframundo? Ni siquiera los espectros serían capaces de detenerlos. Hasta donde sé, vuestros tres Jueces se enfrentarían entre ellos antes que unir fuerzas contra una amenaza mayor. ¿Cómo reaccionarían vuestros adorados hacedores el día que lleguen y encuentren su reino completamente engullido por el fuego y a sus orgullosas creaciones convertida en una pila de huesos carbonizados? Eso te incluye a ti, querido. Si no nos ayudas, el Olimpo hará desaparecer la barrera neblinosa entre ambos reinos y la horda de dragones hará el resto. Si nosotros caemos, vosotros también lo harán con la peste dragontina.

Ante el prolongado silencio del ente oscuro, Iris rio divertida. Se levantó acercándose a Samsara para meter la punta de los dedos. Los sacó de inmediato, asustada, al ver cómo una bola de luz blanquecina bajó raudamente para perderse en el olvido. Otro ángel muerto, seguramente, pensó apretando los labios.

—¿No vas a decir alguna palabra relevante, querido? —se giró hacia él e imitó su voz gutural como mejor pudo—. “Cagado. No me queda otra”.

—Indignación. Capturaré las almas de vuestros dragones y las encerraré en vasijas.

—Sabía que entrarías en razón. Ahora, si bien esa es la orden que debía traer, también me gustaría agregarle a esta una petición más. ¡Cuidado! Es de índole privada. Solo entre tú y yo, ¿no es emocionante?

—Redundancia.

—No, no lo es, porque lo de recién involucraba al Olimpo. Ahora, un diálogo distendido solo entre dos amigos, ¿podemos hacerlo?

—Irrelevancia.

Ella caminó alrededor del Segador, manos tras la espalda, meneando la cabeza. Se divertía. Lo tenía en sus manos, él aún no lo sabía, y cuánto le encantaba a la diosa.

—¡Relevancia, mucha relevancia! Terminada la guerra entre dioses y Titanes visité la cabaña en donde mi hermana y yo pasábamos de niñas. Está en las cercanías del Egeo. Llegas hasta la puerta, cinco pasos a la izquierda, doce a la derecha, una veintena hacia el jardín y bajo un par de piedras un pequeño cofre en el que guardábamos nuestros secretos desde que éramos unas enanas… ¡Y, mira tú, terminé encontrando parte de la preciada correspondencia que se encargó de repartir durante la Titanomaquia! Incluso a día de hoy no se lo he informado a mis superiores porque estaba convencida de que me lo arrebatarían y dudo horrores que fueran capaces de darme una respuesta a mi más grande duda. ¿Por qué nunca me lo confió? Su muerte dolió tanto como su silencio. En las cartas busqué por una respuesta y encontré más de lo que hubiera deseado. No solo que Arce sirvió a los Titanes, ese era el gran descubrimiento según el Olimpo. Descubrí que incluso sirvió a tu preciada Perséfone… ¡Ah! Fue tu diosa la que inició la Titanomaquia, incitando a los Titanes a destruir el Olimpo. E incluso descubrí que mi querida hermana mantuvo contacto a un ángel de alas negras, capucha y guadaña que visitaba clandestinamente Rodinia. El pobre seguro debía recoger la correspondencia, pero ya no habrá encontrado nada… 

La revelación para el Segador fue tan sorpresiva que, por primera vez en mucho tiempo, sintió una angustia revolverle el pecho. Parecido a lo que una vez experimentó cuando vio por primera vez almas caer en Samsara. Acarició la filosa hoja de su guadaña; si la orden de los dioses Olímpicos descubría qué él había sido parte de la rebelión de los Titanes, probablemente se enfrentaba a su próxima extinción. Y, sin embargo, seguía allí, objeto de escrutinio de una divertida diosa que, para su pesar, lo tenía completamente acorralado.

Concluyó que solo seguía vivo porque ella lo necesitaba.

—Dirección. ¿Qué deseas?

Iris extendió una mano e invocó frente a su oscuro rostro, entres suaves destellos de luz, un cristal de forma cóncava, radiante como una estrella y similar a una lágrima, aunque del tamaño de un brazo. Los ojos de la diosa se iluminaron al verlo y no pudo evitar sonreír. Era el mismísimo corazón de Mnemósine, extraído por ella el día que los Ofiucos recuperaron el cadáver del fondo del Egeo. El Segador se removió inquieto, consciente de la capacidad destructiva de semejante objeto, aunque la incomodidad por estar en presencia de una Olímpica que sabía de sus secretos era aún mayor. 

Y es que lo que brillaba dentro del cristal eran nada más y nada menos que las almas de los Titanes, capturadas por el propio Segador el día de sus muertes y luego depositadas en el corazón de Mnemósine. Cronos, Hiperión, Gea entre otros. Se removían suavemente adentro, como estrellas orbitando en el espacio.

—Hasta donde sé gracias a las cartas —dijo la diosa—, el corazón de Mnemósine necesita de más almas para alcanzar su verdadero potencial. Porque esto es el arma que pretendíais usar para destruir al Olimpo. “El poder de mil estrellas encerrados en un corazón”. Es allí donde entras tú, querido. Seré directa. A quien quiero ver muertos es a toda esa orden que habita en la cima del monte y sé que a ti no te desagrada la idea. Así que dime, ¿me ayudarás a terminar lo que una vez se propuso tu diosa? Lo que una vez se propuso mi hermana.

—Cautela. Si tienes noción de lo que tienes en mano lo harás desvanecer.

—Pero, ¡si me gusta cómo brilla! Cuando estalló la Titanomaquia me pareció divertido pensar que los Titanes planeaban derrotar al Olimpo a puños y patadas. Resulta que los muy bastardos tenían algo poderoso entre manos, advertidos por Perséfone, y el Olimpo nunca lo sospechó. En las correspondencias se hablaba de rellenar el cristal con almas, a modo de catalizadores de energía para el corazón. Eso es lo que necesito, almas, así que, ¿quién mejor para capturar almas y rellenarlas en este cristal que tú?

—Interrogación.

Iris hizo un ademán para callarlo. Le acercó el cristal y el Segador no dudó en agarrarlo con sus largos y huesudos dedos negros, ocultándolo bajo la manga de su túnica. No se fiaba del todo de ella, pero la súbita muestra de confianza que demostró al entregarle el corazón fue la prueba definitiva que necesitaba; la diosa realmente creía en lo que decía, destruir la orden del Olimpo y, para más, ponía en sus manos el poder tan codiciado con el que sería posible conseguirlo. Por un momento, al fijarse en ella, creyó ver a Arce; era idéntica y ahora sus objetivos también, aunque en actitudes fueran diametralmente distintas. 

—Ángeles leales a los dioses y rebeldes se están enfrentando en los Campos Elíseos. Pronto se desatará una guerra y miles morirán. Probablemente dragones también. Rellena el corazón con las almas de todos ellos. Sus vidas serán nuestra metralla, Segador.

—Manipulación. ¿Esta guerra de la que hablas la estás incitando tú? 

Ella sonrió divertida, mas no respondió. En realidad, su intención siempre fue la de crear discordancia entre los ángeles y desatar con ello una revuelta con la que obtendría más almas con las que rellenar el corazón de Mnemósine. No esperaba, eso sí, que Lucifer diera el empujón definitivo hasta ese escenario esperado. Aunque tampoco esperaba caer enamorada del Arcángel Miguel. Ayudaría a los rebeldes a ganar su batalla, solo por él, pero no se lamentaría si miles de sus soldados cayeran muertos pues, con sus almas, les daría un mejor uso.

—Solo rellénala, querido. Mil estrellas estallarán en el Olimpo y yo estaré al pie de una colina disfrutando de la vista.

    

III

—Explícamelo de nuevo —ordenó el Juez Radamantis con voz áspera.

Durante largo rato solo se oyó el crepitar en las antorchas durante la reunión sostenida entre los tres Ofiucos y el Juez del Inframundo. En un salón interior del coliseo, lo que fueran estridentes gritos de júbilo de las gradas se habían convertido ahora en tenues rugidos amortiguados por las paredes de mármol. Tras el Juez, quien estaba sentado en su trono, Vindemiatrix y una docena de guardias se mantenía firmes y sin intención de soltar las fieras miradas sobre los ángeles. No se fiaban, sobre todo con la demostración de poder que había ofrecido el mariscal.

Protos prefería obviar la tensión. Se cruzó de brazos.

—¿Qué es lo que no entiende, mi Juez?

—¿Qué vio la Titánide en ti para otorgarte semejante don?

—Me he hecho la misma pregunta demasiadas veces, mi señor. ¿Tal vez fue una desgraciada suerte? Ella estaba al borde de la muerte y desesperada. La última de la resistencia contra el Olimpo, hundida en el fondo del mar. Pude haber sido yo como pudo haber sido cualquiera…

—¿Pero también crees que fue más que causalidad?

El ángel se rascó la mejilla.

—Es difícil de explicar, pero es cierto que tampoco creo que fuera necesariamente algo fortuito. Me sentí completamente desnudo ante su mirada, ¿sabe? Me vio más allá de la carne y los huesos. Fuera lo que viera, me aprobó. Es lo que creo con certeza.

—Te consideró apto.  

—Y sin necesidad de medirme contra una mole.

El Juez se frotó el mentón y meneó la cabeza.

—Es allí donde me cuesta creer. Llegaste al fondo del Egeo completamente apaleado por ese dragón y ella te consideró apto para servirle. ¿Es que esa Titánide también se había golpeado la cabeza? Si yo estuviera en mi lecho de muerte, ángel, lo último que haría sería confiarle mi cargo de Juez a alguien que llegara aporreado y en las últimas.

—Venimos de culturas distintas, mi Juez. Tal vez a la Titánide le bastaron los ojos para encontrar lo que buscaba.

—¿Siquiera te dijo algo?  

—Lo hizo. No comprendí sus últimas palabras, pero ahora la escucho y entiendo con la misma claridad con la que lo oigo a usted. “Te veo. Eres la luz en la oscuridad. Extiende las alas y conquista el reino de los cielos, Lut´Ys´Vere”.

Radamantis se recostó en su amplio asiento. Parecían palabras demasiado grandes y, normalmente, consideraría a quien las pronunciara como un demente digno de ser servido como comida para sus tricéfalos. Pero Protos le había demostrado lo que más seducía en el Inframundo: poderío. El ángel le evocaba algo en su sangre que le agradaba. Le cautivaba.

—Déjame decirte, ángel, que en el Inframundo no existe la suerte, desgraciada o no. Solo existen nuestros dioses. Si encontrase un óbolo atrapado entre los cuernos o incluso si corto al cuello al enésimo espía que envían los otros dos Jueces, me reafirmo en que Hades me ha bendecido desde donde sea que esté. Los dioses nos gobiernan, te disguste oírlo. ¿Entiendes a dónde voy?

—Sé a qué nos enfrentamos. No soy un tonto en medio de una tormenta exigiendo que se detenga. Pero los dioses sangran, mi Juez. Pueden morir.

El espectro se volvió a inclinar peculiarmente curioso ante su afirmación.

—¿Y eso cómo lo sabes? ¿Enfrentaste a uno cuando eras, lo que llamas, hecatónquiro?

—No he tenido el placer. Hace poco me encamé con una Olímpica y, en un momento, arañé su piel.  

Los demás guardianes desencajaron las mandíbulas. Compartir la cama, calentarla con dioses, era una idea demasiado descabellada y a ningún espectro cuerdo se le ocurriría tamaña barbarie. Pero era verdad que, físicamente, los ángeles parecían ser aptos para tal cometido con los dioses, debido a las similitudes.

La comandante Vindemiatrix bufó.

—Sois un charlatán, gul.

—Sangran —insistió.

—Puede —Radamantis hizo un ademán—. Lo que no quita su poderío. Arriesgarse a un enfrentamiento contra dioses es arriesgarse a una extinción, parece que tú deberías saberlo bien y, sin embargo, estás aquí como quien no ha tenido suficiente. ¿Acaso piensas que valdrá la pena? Yo no, ángel. Puede que la mayoría de espectros sean arrojados y les atraiga las batallas feroces, pero si estoy aquí sentado es porque demostré cómo y cuándo moverme.

—Sé que habrá pérdidas. Incluso asumo la mía y los que me siguen también lo hacen. Pero pienso que valdrá la pena, mi Juez, vivir sin el gobierno de hacedores, o no estaría aquí pidiéndole ayuda. Recuerdo el reino antiguo y el corazón me arde.

—Tu reino, sí. ¿Y el mío? ¿Qué ves al percibir mi aura? ¿Me dirás que también nos conocimos en otra vida?

Protos volvió a fijarse en el brillo tanto del Juez como de sus guardias y, rascándose la frente, se preparó para revelarles la verdad.

—Es complicado de explicar. Usted y yo somos de otro tiempo, no quedan dudas, pero de lugares distantes. Más distantes de lo que parece ser posible. Tanto, que incluso a mí me cuesta entender lo que percibo.  

—Habla, pues. ¿Quién fui? ¿Quiénes fuimos los espectros? ¿También tuvimos grandes ciudades y una gloriosa civilización? ¡Nimpú! ¡Tengo tanto que preguntar! Pero, sobre todo, ¿cuál fue mi yerro, ángel de la luz? 

—No llamaría a vuestra civilización precisamente gloriosa…

El Juez frunció el ceño y así también un par de guardias. Vindemiatrix, incluso, gruñó mostrándole colmillos. Notó el desagrado y cayó en la cuenta que debía tener extremo cuidado o se arrepentiría de ofenderlos. Si algo había aprendido desde que llegara al Inframundo era sobre la fácil irritabilidad de los espectros. Casi a su nivel.  

—Quiero decir que no veo ciudades como las de mi reino, mi Juez.

—¿Y bien?

—Tribus.

—Tribus —repitió consternado.

—Sí, tribus. ¿Esa mole que tenéis de gladiador? ¿Celeno? Pues es solo una piedrecilla si lo comparas con quienes eráis antes. Puede que hayáis heredado las voluntades de Hades y Perséfone, pero me queda claro que en vuestra sangre también hay mucho de lo que una vez fuisteis. Fuertes. Tenaces. De emotividad abrupta. Fuisteis una raza de cíclopes.

El Juez se recostó en su asiento y decidió beber de su cáliz. Gruñó de gusto. ¿Acaso debería tener uno de aquellos famosos “destellos de luz” del que le había contado el ángel? Porque, por más de que se esforzara, no lo experimentaba. Si realmente tuvo un pasado olvidado, no lo recordaba en lo más mínimo. Se imaginó aquello, una bestia gigantesca de un solo ojo, de fuerza y violencia sin parangón… y echó a reír. Ese ángel debía subestimar a los espectros si pretendía obtener su ayuda con tamaño embuste.

Sin embargo, Protos no pretendía desistir. A conciencia, dejó el trato formal por un momento.  

—Cuando eras pequeño, Estéropes, eras feliz como uno de los hijos del líder de la tribu. Pero con su muerte otros aprovecharon para hacerse con el poder. Tu familia y tú fueron expulsados porque ustedes, sus hijos, eran los verdaderos herederos, pero en aquel entonces demasiados pequeños como para guiar al clan. Así que solo eran tú, tu madre, una beba y cuatro hermanos más en medio de la fría y salvaje naturaleza, abandonados a su suerte. Durante un tiempo, cazaban para sobrevivir. Fueron volviéndose fuertes. Pero tu hermano mayor a veces se quedaba con las cazas y las devoraba para él, lejos de la mirada de la madre quien dedicaba todas sus energías a cuidar de la más pequeña. Fue inculcado con los valores de la tribu y, para él, solo los más fuertes sobrevivían. Así que, armándote de valor, lo confrontaste. Lo mataste. Tu madre no te lo perdonó, pero seguiste adelante hasta reconquistar tu trono en el clan. Incluso así, esa es tu más grande sombra, cíclope. Tú tampoco te lo perdonaste, pero sabías que era lo que debía hacerse. Cada vez que veías a tus hermanos llevando a la gloria la tribu, sabías que hiciste lo correcto.    

La consternación en las miradas perplejas entre los espectros guardianes fue tan notable como el largo silencio que prosiguió tras la revelación. De hecho, tan ensimismado estaban que dieron un respingo del susto cuando el cáliz del Juez cayó y repiqueteó en el suelo, con este limitándose a observar hacia Protos. En su mente, grandes montañas de picos nevados y escarpados se erigían en un horizonte verdoso, con la bruma elevándose y dorándose lentamente al paso de un radiante sol.

Durante un momento, Radamantis creyó percibir el aroma e incluso la humedad de un bosque.

Por otro lado, Protos oyó sonidos secos, pasos rápidos, acercarse a la reunión. Cuando observó una esquina oscura del salón, su mandíbula se desencajó tanto como la del propio Juez, quien aún era incapaz de salir del pasmo por la revelación. El ángel, en cambio, entornó los ojos para dar crédito a los que sus ojos veían: una niña enfundada en una túnica negra con bordados rojos. Meneó la cabeza y volvió a fijarse mejor cuando esta se reveló bajo la luz de las antorchas. De piel dorada, pequeñas alas de murciélago y cuernillos que nacían en las sienes; de ojos atigrados que brillaban al fuego.

Pensó que podría ser un espectro enano, alguna creación esperpéntica de Hades, pero cuál fue su sorpresa cuando notó su mirada aterrorizarse de ver a los ángeles. Ese gesto, de susto marcado en el semblante, le evocó una ternura que hizo erizarle las plumas. Era una espectro, sin lugar a dudas, aunque no había en ella nada que se asemejara a la rudeza y testarudez de su raza.  

—¿Una niña? 

Vindemiatrix gruñó una orden y los guardianes del Juez no dudaron en desenvainar sus espadas para arrinconar a Protos, quien en su consternación parecía desear acercarse a la pequeña para terminar de creérselo. El mariscal levantó las manos y se detuvo de avanzar; pensó que la niña debía ser demasiado importante para causar tanto ajetreo. Esta, en cambio, apuró los pasos hasta el trono del Juez para trepar torpemente hasta su regazo. Él la sujetó rodeándola con una de sus alas, todavía perdido en sus adentros.

Finalmente, con los pensamientos ordenándose paulatinamente, Radamantis miró a Protos.

Kýklops, Surdu Agaus.

—¿Mi Juez?

—Ya recuerdo, Surdu Agaus, “Ángel de la Luz”. Y lo veo con la misma claridad que te veo a ti. Recuerdo nuestro reino, Kýklops. Realmente tienes un don.

Pero al mariscal se le volvía difícil apartar la mirada de la pequeña. Cien dudas le asaltaron como relámpagos y otra centena preguntas se respondieron solas en su mente. Ya no había duda de por qué el Inframundo, a tenor de lo visto solo en la ciudad de Cocitos, estuviera más poblado que los Campos Elíseos. A diferencia de los ángeles, los espectros podían crear descendencia. Cuánto celo experimentó. El odio contra los Olímpicos creció abruptamente más de lo que parecía posible. ¿Por qué los ángeles no tenían ese derecho?

—¿Tenéis niños? ¿Podéis tener niños?

El Juez la arropó entre sus dos grandes alas y ella, envalentonada, se atrevió a mirar mejor a los ángeles. Lucía tan sorprendida como ellos.  

—Nuestras más preciadas pertenencias —dijo el Juez—. Cuando vi a tu Arcángel luchar contra mis soldados en los Campos Asfódelos pensé que los Olímpicos fueron demasiado generosos con vosotros. Sentí envidia de vuestra fuerza. Pero, cuando él me descubrió vuestro reino, me di cuenta de lo afortunados que somos de haber sido abrigados por Hades y Perséfone. Os han creado, sí, guerreros fuertes, pero se os niegan tantas potestades que el amor por nuestros hacedores solo creció —dio golpecitos sobre uno de los cuernos de la pequeña y ella rio copiosamente—. Sí, Surdu Agaus, a diferencia de vosotros, tenemos permitido unirnos y crear descendencia. 

Protos y sus generales por fin comprendieron por qué los espectros adoraban a sus creadores. Tenían motivos de sobra y revelarles su pasado olvidado solo ayudó a afianzar ese sentimiento. El pasar de cíclopes a espectros parecía ser una evolución; los habitantes del Inframundo habían sido elevado de plano manteniendo con ello las potestades que disfrutaron una vez. Dada la situación, el Inframundo le resultó ser el auténtico paraíso que buscaban, en tanto el reino de donde venían no era más que una jaula con un millón de cadenas echadas.

—Se llama Bécrux —el Juez se inclinó hacia adelante—. ¿Por qué debería arriesgar mi ciudad a una guerra, alojando a vuestros dragones?

Protos apretó los labios.

—En Tea, yo iba a tener un niño. O una niña. Nunca lo supe. Usted que es padre, ¿ha imaginado cómo sería su vida en el momento que supo que llegaría su pequeña? Cientos de “y si”, miles de “tal vez”. Construí un mundo alrededor de alguien que aún no existía y me lo arrebataron de las manos. Aún lo siento, ¿sabe?, todos mis sueños escurriéndose de entre mis dedos. Como le dije, mi guerra es por venganza. Pero también deseo ese futuro lleno de posibilidades. No me pregunte cómo, pero no descansaré hasta conseguirlo. Puede que a nuestras razas nos haya separado la distancia y el tiempo, pero nos une más de lo que cree. Si entiende mi dolor, entonces ruego que considere ayudarnos.

Inesperadamente, las dudas de Radamantis se desvanecieron ante el ruego del ángel. Asintió para alivio de los visitantes. Los ayudaría en su empresa. Pero, qué problemática se había vuelto la situación, se dijo el Juez, porque sus cuernos le dolían de solo pensar en intentar convencer a los otros dos Jueces de unírsele, en Flegetonte y Lete, pues no existía una relación de lo más cordial entre los líderes del Inframundo. Una guerra sería probablemente aprovechada por los bandos para hacerse con el control de la ciudad del otro. Evocó en su mente una vez más aquel pasado olvidado como cíclopes y, si bien ahora como espectros tenían capacidades que antes no, desde construir grandes ciudades hasta desarrollar una gran y temerosa civilización, sabía que en la raíz siempre había aquella ansia de poder, de destruir y conquistar.

Pero, sobre todo, en su corazón ardía ese fuego por proteger lo más sagrado de su civilización. De luchar por un futuro libre de sinsabores en donde los hijos crecerían sanos. El ángel tenía razón; los unía más de lo que parecía.

—La mitad.   

—¿La mitad?

—Dame la mitad de tus dragones y entrena a mis soldados a montarlos. Entonces mi ejército será tuyo. Y el tuyo será el mío. Pelearé tu guerra y tú pelearás la mía. ¿O pretendías que prestara mi territorio y arriesgara mi ciudad sin pedir nada a cambio?

Protos se rascó la mejilla; era esperable que pusieran una condición, pero no esperaba que le arrebatara la mitad de su fuerza bélica. Se giró hacia su general, Ascenso, quien se mostró también sorprendido por tamaña exigencia. Conversaron entre susurros ante la curiosa mirada de los espectros. 

—¿Y bien?

—Podemos hacerlo —asintió Ascenso—. Cassiel es bueno montando y puede quedarse a enseñárselos. Seguro consideras que pierdes la mitad de nuestro poderío, pero piensa más allá. Ganamos un ejército completo lo que dure nuestra batalla. Los espectros no son de despreciar.   

—Sí, lo he notado. Pero nos arrastra en sus guerras. ¿Qué clase de guerras se libran aquí?

—Solo sé que nuestra guerra es la más riesgosa. Estaremos luchando contra dioses, Protos, no lo olvides. ¿Acaso hay una batalla más feroz? En comparación, ayudar a espectros luchar contra otros espectros suena a un pasatiempo.

—¿Sabes? Es la primera vez que te veo tan seguro de aceptar una propuesta riesgosa, mi general.

—Porque no es una idea salida de tu cabeza, mi mariscal.

—Qué sagaz. Lo recordaré la próxima vez que caliente la cama con tu hermana.  

Protos se volvió a girar hacia el Juez y se acomodó las alas. Le asintió.

—Entregaremos la mitad de nuestros dragones y me encargaré de supervisar el entrenamiento de vuestro ejército, mi Juez.

—Bien. Te daré diez conjunciones para entrenarlos. Cocitos acudirá al llamado de vuestra guerra. Acudiremos al llamado de la sangre y los enemigos de nuestros aliados nos oirán rugir. Seremos una sola fuerza, ángel de la Luz.   

—Entonces rugiremos juntos, mi Juez.  

Radamantis se recostó en su trono y liberó a su hija del abrazo de sus alas. Ella saltó torpemente al suelo, casi tropezándose, pero consiguió equilibrarse extendiendo las alitas. Caminó hasta Protos bajo la atenta mirada de los guardianes; el ángel la miraba asombrado y se acuclilló amistosamente pare recibirla. Oyó un par de espadas desenvainarse, un claro mensaje de que debía tener extremo cuidado, pero él comprendía. Entonces, sonriente, se dejó acariciar la mejilla por esas pequeñas garras.

Surdu Agaus —dijo Bécrux—. Bienvenido al Reino Rojo.

   

VI 

En el reino de los ángeles, cientos se habían congregado en las afueras de una taberna, suspendidos en el aire o sencillamente observando desde los alrededores, movidos por la curiosidad al levantarse, en medio de la noche, una gigantesca pared de fuego que la consumía por completo. Asteri y un par de sus amigas intentaron acercarse para rescatar lo que se pudiera, pero el sitio había sido cercado férreamente por una docena de aquellos extraños ángeles de alas y cabelleras plateadas. Dominaciones. Impedían el paso de manera amenazante, empuñando sus espadas, pero sin desenvainarlas.

El gesto las asustó y retrocedieron, pero en otros ángeles la clara actitud amenazante de aquellos recién venidos, como los llamaban, no cayó bien. Entre la muchedumbre fueron avanzando un grupo de soldados, una mezcla de Ofiucos y Vigías, y cuya cabeza principal era Fobos. Este levantó una mano modo que los que lo seguían detrás se detuvieran y mantuviesen expectantes. El líder de los Vigías estaba consternado por el incendio, aunque al ver a los Dominios supo que la orden habría llegado del Trono. Cuán distinto era su reinado en comparación al del Arcángel Miguel. Con este último, sus órdenes e ideas corrían desde sus más altos mandos hasta los soldados de menor rango. El Trono, en cambio, se movía en la oscuridad. Solo sus más allegados conocían sus decisiones y el resto, como él mismo y los habitantes, no eran más que meros observadores de sus directrices.

Miró a uno de los Dominios, quien parecía ser el cabecilla pues destacaba al frente. Su nombre era Hidra, aunque para Fobos todos le resultaban tan similares que asustaba. Era, además, estremecedor verlos; delante del fuego, sus ojos plateados destellaban en la oscuridad de su rostro. No era una luz como la de Protos; esta era fría, vacía.

—¿Por qué? —preguntó Fobos.

—Si queréis respuestas, solicitad una reunión con vuestro Arcángel. 

—¿Y no la puedes dar tú?

Hidra sintió la creciente ira de los ángeles a espaldas de Fobos. Le habían advertido que podría suceder; a diferencia de él y sus congéneres, los demás miembros en la Legión eran fáciles de irritar. De dejarse domar por unas emociones y sentimientos que él, como Dominación, desconocía.

Asteri, ahora escondida entre la muchedumbre, era una de las pocas que conocía la terrible verdad. Las almas de los Dominios no eran sino de seres que nunca tuvieron la oportunidad de vivir, de experimentar sentimientos y desarrollar emociones, y por ello como ángeles lucían tan fríos y apáticos. Solo se lo confesó a Fobos y rogó que tuviera cuidado de lidiar con ellos. Sus ojos se humedecieron ante la crueldad del asunto y, casi sin darse cuenta, volvió a clavar las uñas en su vientre.

Hidra, alertado de la situación que crecía como las llamas, cerró su mano en la empuñadura de su espada envainada.

—Demostrad que sois leales a los hacedores y hacednos el trabajo más fácil.

Detrás de Fobos, un ángel de aspecto fortachón y barba prominente desenvainó su mandoble y la clavó violentamente en el suelo, que acusó un ligero temblor debido a la potencia. El semblante feroz era acrecentado por sus ojos intensos que reflejaban el fuego.

—¿Vais a destruir más tabernas o qué, albino?  

El Dominio hizo un asentimiento hacia sus congéneres y estos desenvainaron las espadas. Había un punto de violencia en el aire, insostenible y sanguinolenta. En contrapartida, tanto Fobos como sus ángeles imitaron el gesto desenvainando las suyas, provocando que la curiosa muchedumbre fuera retrocediendo alarmada de lo que parecía un encontronazo inminente.

—Cuidado, Hidra —advirtió Fobos—. Si levantáis las espadas, nos veremos obligados a hacer lo propio en defensa propia. Guardad las armas.   

—Ni Ofiucos ni Vigías tenéis potestad de exigir nada. Si una vez la tuvisteis bajo el mando de vuestro Arcángel, ya no. Arrojad vuestras armas y arrodillaos ante mí. Arrepentíos de esta falta. Jurad amor a nuestros hacedores y continuaremos nuestro camino sin causar bajas.

   

   

El Arcángel Miguel, desde el balcón de sus aposentos en el templo de los Arcángeles, observaba la lejana llamarada en tanto luchaba por mantener su semblante usualmente serio. Había descubierto cuánto detestaba que el Trono Nelchael empezara a mover las cuerdas de lo que fuera una vez su Legión, su ciudad, su ejército y su reino. Ya no estaba al tanto de los movimientos y solo se enteraba como aquella noche, como un mero observador cuyos pensamientos o sugerencias tuviera peso alguno. Era el castigo del Olimpo, estaba convencido, arrebatarle su rango por haber sido incapaz de detener la rebelión.

Apretó los dientes al recordar la nefasta reunión en el salón principal. Sentado sobre una rodilla y con la cabeza gacha en tanto el Trono inquiría sobre la situación de la rebelión y del misterioso Lucifer. Sus ideales de una sociedad heterogénea en la que convivían y se aceptaban dos bandos, leales y rebeldes, fueron pisoteados por el nuevo líder. Para él, no habría paraíso con ángeles que no se debieran a los dioses. Por ende, debían ser individualizados, interrogados y, finalmente, exterminados si no renovaban obediencia a los hacedores.

Hasta que no se solucionara por completo el asunto, las Dominaciones actuarían como autoridad militar superior, por encima de sus Ofiucos. Tendrían la potestad de ser jueces y verdugos; una suerte de gendarme de la moral que cazaría a los rebeldes. Para colmo, los tres Arcángeles estarían encerrados dentro del Templo hasta que terminara la revuelta de Lucifer.

Sentado en la baranda del mismo balcón, el Arcángel Rafael frunció los labios. Si había alguien que peor se había tomado la decisión de echar por tierra todas y cada una de las tabernas de la ciudadela, era precisamente él, el cacareado promotor. Recordó además su reunión con el Trono, que disparaba sus reprimendas con dura autoridad; fue como sentir pesadas rocas cayendo sobre sus alas, una a la vez. Las tabernas habían demostrado servir para promover la rebelión como puntos clandestinos de reunión, dijo el Trono, y el alcohol que corría solo acrecentaba los ánimos tanto de un bando como de otro. Por tanto, su orden la sintió como una estocada a su orgullo y sus ideales de fundar una sociedad liberal.

Gabriel, de brazos cruzados en el mismo balcón, silbó divertido y sus dos congéneres lo fulminaron con la mirada. Él había traído todo aquello a conciencia y se sentía orgulloso de ser parte de la purificación del reino de los ángeles.  

—Y a ti, ¿qué te divierte? —escupió un ofuscado Rafael.

—¿No lo oyes? Como abejas al humo, los rebeldes salen por fin.  

   

   

El Domino Hidra miró sus botas, ahí donde el ángel fornido había escupido un cuajo considerable como respuesta a su solicitud de humillación y arrepentimiento. Levantó la vista y lo notó con los ojos inyectados de sangre; sostenía en alto su mandoble, presto a abalanzarse con todo su peso.

No se dejó amedrentar y extendió las alas, preparándose para recibirlo.

—Si no demostráis arrepentimiento, entonces tengo órdenes expresas que cumplir. Y esta sí os la puedo decir.

Lo que pareciera una sutil restregada de Hidra fue el detonante. Varios ángeles se abalanzaron sobre los plateados, iracundos no solo ante la idea de humillarse y jurar lealtad a los dioses, sino de dejarse avasallar por unos recién llegados. Algunos Dominios fueron sorprendidos por la fuerza de los Ofiucos y, tropezándose entre espadazos, cayeron en el fuego para ser devorados. Otros, como el propio Hidra, fueron más hábiles y consiguieron esquivarse, devolviendo tajos que desperdigaban gotas de sangre al aire.

Fobos, en cambio, se mantuvo de pie y con la espada empuñada. No era miedo lo que lo impedía ir a arrojarse en la batalla. Era consternación. Ojalá Asteri no le hubiera revelado sus sospechas, porque no tuvo corazón de levantarles la espada más allá de que lo exasperasen. Se giró y buscó en la muchedumbre que, a gritos, exigía que detuvieran la lucha, aunque, viendo la virulencia con la que se arrojaban unos y otros, le resultó evidente que no deseaban arriesgarse a meterse en medio. Entonces vio a Asteri, escondida entre sus amigas. Había jurado protegerla mientras Protos estuviera en el Inframundo, y esperaba que la perdonara ahora que la promesa se volvía imposible de cumplir.

Ella se sorprendió de lo que sus labios esbozaron.

—¡Mi nombre es Lucifer, del reino de Tea, soldado de los Gujas y guardián del Sagreste!

Asteri cerró los ojos en el momento que dos ángeles plateados descendieron sobre él. Fobos estrelló su espada contra el sable de uno, tambaleándolo, y consiguió patear la rodilla del otro, pero cuando Hidra llegó como un relámpago, poco más pudo hacer. El Dominio clavó la hoja en el cuello y la hundió hasta los gavilanes. Los demás se reincorporaron y lo remataron atravesándolos con sus armas.

En medio del fuego y plumas revoloteando en el aire, el lamento de los ángeles enfrentados se oyó en todos los rincones del paraíso. Y así, la primera guerra celestial finalmente estalló estampando firma de sangre irrevocable en el suelo. Fobos se desplomó incapaz de sentir las piernas y, en sus últimos instantes de vida, miró el cielo estrellado e incluso con la boca ahogándose de sangre pareció sonreír. Se dio cuenta que el reino de la felicidad que persiguió y soñó junto con Protos no estaba en los Campos Elíseos. Nunca lo estuvo. Ahora, tal vez, el ángel iría en búsqueda del ansiado paraíso.  

   

Continuará.  

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