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Destructo, Mi más brillante estrella

en Grandes Series

 

I

Dos jinetes se acercaron a la orilla del río Nebra y, mientras sus tricéfalos estiraban las cabezas para beber, desmontaron ceremoniosamente. Uno se pasó las garras por la túnica oscura, sintiéndola rugosa de arena tras su viaje por el amplio desierto de Cocitos. En el cielo solo uno de los soles flotaba pesado sobre las distantes colinas y arrojaba una luz cálida, casi naranja, sobre el vasto terreno. Brillaba lo suficiente para crear sombras tan grandes como largas tras ambos, que contemplaban quietamente el campamento repleto de dragones que se percibía en la distancia, como una suerte de mar negro y vivo a los pies de las colinas rojas. Algunas bestias, no más que motas negras, levantaban vuelo y trazaban círculos. Los rugidos cargantes llegaban tímidos hasta los oídos de los dos espías, pero incluso así les hizo torcer sus semblantes. Jamás habían visto tales criaturas y contemplarlas, oírlas desde la distancia, les revolvía algo incómodo bajo la piel.

Uno se retiró la capucha y entornó sus largos ojos dorados, como si quisiese percibir mejor los detalles. Era posible notar, borrosamente, que algunos dragones llevaban sobre sus lomos a jinetes. Aiacos, Juez de la ciudad de Flegetonte, apretó los colmillos y se maldijo en sus adentros porque los rumores que le habían llegado resultaban ciertos: el ejército de Radamantis estaba domando a una legión de poderosas criaturas aladas e inclinando la balanza bélica a su favor. Amagó arrancarse la túnica y revelarse enfundado en su armadura negra, imponente, resuelto, listo para comandar a su ejército sobre los desprevenidos soldados de Cocitos, pero se detuvo con un gruñido.  

—Esa puta deshuesada no mentía.

El otro espectro rio al oír la mención despectiva de la diosa Iris y se retiró la capucha, revelándose con sus cuernos plateados y largos ojos carmesí intenso. Minos, Juez de la ciudad de Lete, estaba impresionado de los dragones. Era una mezcla de admiración y temor lo que sentía y no era hábil escondiendo sus emociones. Su cola se retorcía como una víbora. Minos no había tenido la instrucción militar de Aiacos, este último un afamado general en épocas pasadas ahora convertido en Juez, y el miedo le emergía con facilidad. Pero no hacía falta ser un estratega militar para saber que, si el Juez Radamantis terminaba de domar a esas bestias, estaba claro que sería el vencedor absoluto en la futura guerra del Reino Rojo. No podía permitirlo. Que Cocitos impusiese sus tradiciones conservadoras sobre Flegetonte y Lete. Apretó los colmillos y tomó rumbo de su montura.

—¿Ya decidiste qué hacer? —preguntó Minos.

Silencio. Aiacos se volvió a esconder bajo la sombra de su capucha. Ir hasta allí para comprobarlo con sus propios ojos no respondía la más grande duda que pesaba incómoda sobre el aire. ¿Qué ganaba la diosa al advertírselos? El Inframundo no era un territorio que le debiera causar demasiado interés como para intervenir en sus asuntos. Y, sin embargo, se entrometió otorgándoles una información tan sensible como clave.

Conjunciones atrás, tanto Minos como Aiacos recibieron la inesperada visita de la diosa mensajera, Iris, en donde les advirtió del plan de Radamantis de hacerse con una temible fuerza dragontina que haría decantar, a su favor, la guerra entre espectros. Le recomendación implícita de que ambas ciudades se aliasen y detuviesen las pretensiones de Radamantis fueron más que claras. La diosa había unido hábilmente dos ciudades enfrentadas en pos de detener a la que ahora tenía los visos de ser la más poderosa.

Pero, ¿qué motivaciones escondía ella apresurando una guerra entre espectros? A pesar del tiempo, las respuestas nunca venían. Cansado de indagar en las motivaciones de dioses, Aiacos escupió al suelo:

—Tal vez a la muy puta solo le divierta vernos enfrentados.

Montó de un ágil salto, girándose sobre su montura. Cerbero, su tricéfalo, gruñía y retorcía la cola, nervioso ante la lejana presencia de un dragón dorado surcando los cielos y revolviendo las nubes.  

—Puede que sea eso, sí —asintió Minos—. Si vernos enfrentados es lo que ella desea, propongo darle una guerra que quede para la posteridad, Aiacos.

Aiacos asintió. A un gesto de garra, sus vigías que observaban en las colinas lindantes enarbolaron estandartes negros con símbolos rojos. Mucho más atrás, en la llanura oculta por el desnivel del terreno, más de cincuenta mil soldados iniciaron un avance en orden marcial. Se notaban miles de lanceros montados sobre tricéfalos, rodeados de un mar de espadachines. Nadie levantaba vuelo, nadie rugía a pesar de que las ganas estaban a estallar; hasta las últimas instancias, su ataque sería tan cruel como sorpresivo. Minos y Aiacos ya lo tenían claro. Habían visto la amenaza que tanto habían advertido sus espías y la propia Olímpica. Las palabras no fueron exageradas; realmente, Radamantis se estaba haciendo con un ejército poderoso que en un futuro sería imposible de detener. Había que abalanzarse sobre ellos. Sin avisos. Sin misericordia.

   

   

Bécrux pasó sus pequeñas garras por la hoja aserrada de su nueva daga y, boquiabierta, no perdió detalle de los símbolos dibujados sobre el acero negro. Símbolos antiguos que usaban los precursores de la civilización ahora plasmados en su arma para buen augurio del portador. Entornó los ojos. Por un momento, le sedujo la idea de atiborrar su cuarto con miles de armas, tal como los óbolos que le obsesionaban, pero meneó la cabeza y se dijo que, siendo la hija del Juez como era, debía empezar a buscarse otros pasatiempos más honorables.

La guardó en la pequeña vaina de su cintura y se ajustó la túnica para ocultarla, prosiguiendo su camino rumbo a los aposentos de su padre. La gran puerta de roble se encontraba ligeramente abierta y se apoyó de esta para asomar la mirada. Torció las puntas de las orejas al verlo. Estaba recostado en su amplio trono, pensativo, en tanto lo acompañaban su comandante Vindemiatrix y el ángel domador de dragones, Cassiel de los Ofiucos. A la pequeña le agradaba el arquero desde que pasaran las tardes pescando en el Nebra, tan suelto él a diferencia de los rígidos militares con quienes acostumbraba tratar. Sin embargo, ninguno de los tres parecía estar de buen humor y por ello decidió no decir palabra alguna, no fuera a interrumpir algo importante. Con sus pequeños pasos enmudecidos por el alfombrado, la pequeña espectro se dirigió hasta su padre donde, pacientemente y con la ayuda silenciosa de este, escaló hasta su regazo para luego ser abrigada por sus amplias alas.

Vindemiatrix, con la cola asomándose bajo la gabardina, dio un latigazo al aire. La noticia de que los ejércitos de Minos y Aiacos se habían abalanzado sobre el campamento principal corrió rápido a través de vigías y mensajeros. Al poco tiempo, toda la ciudad se había enterado de la repentina declaración de guerra y un ambiente crispado y de temor cayó con todo su peso. Las largas y gruesas volutas de humo en la distancia eran el incómodo recordatorio de que había llegado el momento de vencer o morir. No era como esperaban iniciar la guerra. Y, para colmo, con el poco tiempo que habían dispuesto, su ejército aún no había aprendido a domar a los diez mil dragones que les había entregado Lucifer.

—¡Que Aiacos se hunda en su propia mierda! —gruñó la comandante—. ¡Seguro tiene al cobarde de Minos comiéndole de las garras! ¡Si Perséfone estuviera aquí, condenaría a esos traidores cagados por un tricéfalo deforme!

Bécrux asomó bajo las alas de su padre, divertida por los insultos.

—¡Esa boca! Deberías cuidar la lengua.

—¡Claro! ¡Vete a la mierda tú también, pequeña! —Vindemiatrix se inclinó hacia la infanta, ceja enarcada—. Aquí la única que debe cuidar su vocabulario eres tú. Yo soy comandante. Moriré insultando a mis enemigos.

Radamantis apretujó a la niña aún más fuerte bajo sus alas, apartándola de la discusión.

—¿Cuántos? —preguntó él.

—¿Cuántos? Cuatro mil, mi Juez. No es un número exacto. Podrían ser más.  

—¿Y los dragones?

La comandante se fijó en el ángel y torció el semblante.

—Como era de esperar, no cayó ninguno. Pero contrario de lo que se pudiera esperar, lo empeoraron todo. Incineraron a los enemigos y también a los nuestros. Por eso, mi señor, sufrimos más de cuatro mil pérdidas. Tuve que interceder con el Ofiuco para apartarlos del campo de batalla, o estaríamos hablando de una cantidad mucho mayor.

Cassiel percibió el regaño, por lo que se cruzó de brazos.

—¿Y qué esperabais? —se defendió el ángel—. Vestís la misma condenada armadura todos vosotros. ¿Cómo diantres iban a diferenciar? Y en el medio de la batalla sois todos iguales. Gritáis Perséfone esto, Hades aquello. Uno gritó “Radamantis” y clavé una flecha entre los ojos de quien lo perseguía. Hasta ahora tengo la duda de si hice bien. Necesito tiempo. Vuestras monturas necesitan tiempo para reconoceros como sus amos.

Vindemiatrix volvió a dar un latigazo, aunque esta vez rozando al ángel y estrellando la punta triangular de la cola en el suelo, cerca de las botas. Cassiel tragó saliva, pero se mantuvo firme.

—¿Y de dónde vamos a sacar tiempo, Ofiuco?  

—Entonces no me pidáis un milagro.

Radamantis gruñó y ambos callaron, recuperando forzosamente la compostura. Incluso la pequeña Bécrux se tensó, manteniéndose quieta y respetuosa bajo las alas. La respuesta que necesitaban era tan evidente que al Juez le enfureció que dos soldados como ellos no lo propusieran desde un principio. Sabía que su propia comandante y el ángel habían compartido la cama en más de una ocasión y, más allá de que no se demostrasen afecto en un momento como aquel, consideró que la relación les estaba entorpeciendo el juicio. Se acomodó en el asiento, observándoles detenidamente. Por un momento, se preguntó cómo diantres eran capaces de unirse en cuerpo siendo físicamente tan distintos.

Meneó la cabeza.   

—No necesitamos un milagro —el Juez se fijó en Cassiel—. Necesitamos un ejército que ya tenga domado a los dragones. Tráemelos. El ejército de Lucifer. Ellos sí saben montar. Ellos nos ganarán esta guerra. 

Fue terminar su orden y notar que el ángel abrió la boca, pero la cerró inmediatamente y con ella, tal vez, se fueron sus esperadas protestas. Cassiel no podría negarse a la orden de un Juez. No después de que su propio líder pactara la alianza y apoyo incondicional en los momentos adversos. Y había llegado el tiempo.

Entonces reverenció.

—Se hará, mi Juez.

Radamantis asintió complacido, pero Vindemiatrix entornó sus largos ojos.

—¿Harás qué?

—Pediré dos mil monturas y jinetes —dijo el ángel—. Serán suficientes. Yo los comandaré para repeler la invasión. Dada la situación en los Campos Elíseos, dudo que mi mariscal o todo su ejército puedan venir hasta aquí.

—No me desentiendo de lo que sucede en vuestro reino —respondió el Juez—. Dile a tu líder que yo enviaré dos mil soldados. Son buenos guerreros y estarán liderados por mi mejor comandante. Serán de gran ayuda en su guerra.

Ahora se fijó en Vindemiatrix y esta abrió la boca, pero contrario del ángel, protestó airadamente.

—¡Por Perséfone, que no se esté refiriendo de mí, mi señor!

—¿Debería enviar a Bécrux?

—Pero, ¿por qué a mí? ¡Me niego en rotundo! ¡Mi lugar está aquí!

—Tu lugar está donde yo lo ordene. Él me enviará sus dragones y yo trataré de ser equitativo.

—¿Equitativo? Si pretende que abandone la ciudad en nuestro momento de necesidad, mejor córteme la cabeza aquí mismo, mi señor.

La pequeña Bécrux torció las orejas y chilló el nombre de la comandante, esperando que volviera a sus cabales. Pero fue el propio Radamantis quien, quitándole importancia al exabrupto, hizo un ademán despreocupado.

—¿Tan rápido olvidas tu Camino?  

Vindemiatrix bufó mirando para otro lado. La forma que se iría del mundo debía ser honrosa y su Juez la conocía como pocos; aquella era la meta en su Camino, idea consolidada el día que vio a veinte mil espectros sacrificarse para traer de vuelta a la legión dragontina de Leviatán. Luego se fijó en el ángel y apretó los colmillos de verlo divertido a su costa. No obstante, se obligó a relajarse. Reverenció pronunciadamente al Juez, una señal de disculpas por la actitud irreverente, y con voz vencida aceptó la orden. 

—Se hará, mi Juez. Pero mi Camino terminará en Cocitos, eso por seguro.

   

II

Lucifer se inclinó hacia el Arcángel Rafael, quien se había acomodado en un banco de mármol en las afueras de la ciudadela. Era de las pocas estructuras que se mantenía de pie tras la auténtica hecatombe que trajo el enfrentamiento entre los ejércitos, aunque calcinado. El centro de Paraisópolis era tan solo un mar de escombros rodeado de cenizas y plumas carbonizadas. Cuando el pelirrojo se notó observado por quien fuera el ángel más poderoso de la Legión, tan solo le sonrió con labios apretados y levantó una mano.

El Caído no entendió el gesto, que entre los Ofiucos era considerada una orden militar para sostener las líneas, pero sabía que viniendo de alguien como Rafael no podría preocuparse.

Tras el Arcángel, una centena de Virtudes se mantenían de pie, expectantes de la reunión, dibujando en su conjunto una media luna alrededor de su adalid. A muchas de las hembras se les notaba el semblante torcido de preocupación; esperaban que la reunión con Lucifer no terminara decantándose como la que mantuvo con el Arcángel Gabriel, que terminó con este último desfallecido y torturado. Raudamente, al reconocer el gesto de mano, dos hembras se adelantaron hasta él. Una le acercó una copa de plata; la otra invocó una botella de vino, rompiendo la cera con hábiles dedos.

—¿Va a beber, mi Arcángel?

—¿Acaso no hay mejor momento que terminada una contienda? Y no pienso beber solo, mi estimado —palmeó un lugar en el banco—. Ponte cómodo, por favor. Y silencio, mis alumnas. Estamos en presencia de aquel que desafía a los hacedores y propone un mundo libre. Me intriga saber cómo pretendes conseguirlo. Porque cuando el sol se oculta, no hay estrella alguna que la reemplace. ¿O creerás que la más brillante del firmamento sea capaz de iluminarnos en una nueva patria? ¿Qué piensas? ¿Harás posible un mañana sin sol? 

Lucifer enarcó una ceja.

—No he venido para beber ni para tener una charla trascendental, Rafael. 

—¿A matarme, entonces?

—Confieso que lo tenía en mente…

Al decirlo, las Virtudes suspiraron y otras más gruñeron palabras difíciles de entender en la avalancha de frases, pero sabiéndose fulminado con sus miradas no podría ser halagador. El Caído lo notó; resultaba evidente que Rafael era querido entre sus subordinadas y su muerte crearía, sin dudas, una facción que haría frente a la suya. No deseaba aumentar aún más las pérdidas que causó. Disimuló su sorpresa cuando, fijándose en la hembra que estaba más cerca de él, abrazando contra sus pechos la botella de vino, reconoció a Asteri. No le extrañó encontrarla allí; al contrario. Esos ojos azules e intensos lo decían todo: con las Virtudes y ayudantes no debía tentar a la suerte. Apretó los labios; ante todo, respetaría la promesa que le hiciera a ella: a los ojos de la Legión no serían más que meros conocidos y se comportarían fríamente, no fuera a que descubrieran su relación.

—Descuida —tranquilizó Lucifer—, si desease tu muerte, no estaríamos aquí frente a frente. Diles a tus súbditas que vengo en son de paz. El tiempo apremia, así que seré breve. 

—Ellas tienen oídos, ¿sabes? ¿Qué quieres proponerme?

—Lealtad.

—¡Lealtad! ¿A ti?

—¿Crees que todo esto es porque quiero un reinado? No pretendo gobernar, mas sí deseo lograr un cometido. Quiero Justicia. Jura lealtad a nuestra causa, Rafael.

El Arcángel echó un vistazo alrededor sosteniendo grácilmente la copa. Se le hizo evidente que Lucifer deseaba contar con su apoyo y la de su legión de Virtudes para, con ello, ganarse otra porción nada desdeñable de ángeles en su guerra contra los Olímpicos. Se sintió importante y dio un sorbo, deleitándose de la sensación de poder y jerarquía que por mucho tiempo se le fue arrebatado. Se fijó que entre los escombros que poblaban el horizonte; entre las largas volutas ascendentes, incontables como un campo de trigo, se vislumbraba apenas el Templo de los Arcángeles, en donde el gran Leviatán dormía sobre la cúpula dorada. Exceptuando esta, no había una sola construcción que sobreviviera a la hecatombe. Paradójicamente, aquello le agradó secretamente. Después de todo, para él, el arte estaba en el instante de destrucción y fuego. Y tremenda destrucción, pensó agitando la copa. Lucifer tenía su admiración, pero la lealtad era otro asunto.

—¿Qué sucede, mi estimado? ¿Acaso ya no te incomoda el fatídico yerro de mi otra vida que has decidido perdonarme?

—No me ciega el odio. Sé que, durante mi batalla, has salvado a gran parte de la Legión al guiarlos lejos de la ciudadela. Te has redimido de tu más grande yerro. Lo veo en tu alma. Brilla como el mar en el amanecer. Ojalá, algún día, yo también pueda conseguir lo que has conseguido. Jura lealtad a nuestra causa y seremos aliados.

El Arcángel silbó acomodándose las alas.

—¿Redimido de mi yerro? Ahora que lo dices, es cierto que me siento librado de un peso incómodo… ¿Será eso que dices? Pero no entiendes. Campos Elíseos será tu reino y, probablemente, toda Rodinia también. Por lo que he oído, incluso el Inframundo está a tu alcance. Pero en mi cielo no hay estrellas; no me someteré a ningún soberano ni sus causas, cualesquiera sean. Ni el Sagreste, ni Gabriel, ni el Trono Nelchael. Ni siquiera el Arcángel Miguel me gobernó, él siempre lo supo, pero era agradable conmigo y me dejaba ir a lo mío, así que era sencillo vivir en armonía. Puedes matarme si gustas, si eso ayuda a alimentar tu fama de ángel infame. Pero no me obligarás a guiar a mis Virtudes en tu guerra. Solo te pido, por favor, que las perdones y las dejes vivir en armonía, como siempre han hecho. Entonces, con gusto, mi cuello probará de tu acero.

El Caído le devolvió la misma sonrisa de labios apretados que recibiera. Ante aquel discurso de mártir no tenía mucho margen de maniobra. No se extrañó que Rafael prefiriera el filo de la lengua por sobre la de su espada zigzagueante, que nunca la empuñaba ni llevaba consigo.

—Eres sagaz con las palabras. Esperarás que te perdone y vivas el resto de tus días en la felicidad.

—¡Pero…! ¿La Titánide te dio el don de leernos el pensamiento, además?

—Suficiente. De mi legión espero acatamiento y tú no me lo puedes dar. Por rodearme de seres de poca confianza, he perdido a mi general más allegado. Yo mismo estuve a punto de perder la vida, pero estoy aquí convencido de no cometer los mismos errores.

Lucifer desenvainó su espada y las Virtudes se removieron inquietas. Algunas adoptaron una posición más ofensiva y no tardó en surgir hiedra de entre los escombros, movedizas como agua, silenciosas como serpientes, prestas para abalanzarse sobre el desprevenido enemigo. El mensaje estaba claro: si El Caído pretendía enfrentarse a Rafael, tendría que pasar por encima de todas ellas. Asteri miró al suelo cuando oyó un pedazo de mármol resquebrajarse a sus pies, notando la hiedra abriéndose paso.

Tragó saliva, mirando para atrás y luego delante de forma intermitente.

Todos, incluido Rafael, desencajaron la mandíbula cuando Asteri terminó por arrojar vino al rostro de Lucifer. El Arcángel chasqueó los labios; la hembra le había arrebatado la copa con rapidez. Y era buen vino. Las demás se espantaron, creyendo que había despertado a la bestia y que todo acabaría con más sangre y fuego. Pero, extrañamente para ellas, el Caído miró a Asteri con los ojos abiertos tanto le era posible. Con tan solo el semblante parecía exigirle una explicación por el exabrupto.

Avergonzarlo frente a todas parecía imperdonable, pero ella era su secreta debilidad.

—¿Desleal? —preguntó Asteri—. Ten cuidado a quién pretendes decapitar. Mientras tú y Gabriel batallabais como animales, este ángel que ves aquí nos alejó de la guerra. Será desleal a tu juicio, pero a mis ojos vale más que cualquiera de tus soldados. Olvídate de lo que hiciera en otra vida. Deja de observar con el don de la Titánide y usa tus propios ojos.

La hiedra se detuvo de avanzar; las Virtudes estaban expectantes.

El ángel se pasó la mano por el rostro mojado y luego la cabellera, desmadejándola. De furia creciente, fue torciendo el semblante, pero Asteri no se dejó impresionar. Sabía que él no las controlaría, ni a ella ni a las Virtudes, con el miedo como arma principal. Eso era el juego que gustaba entre los guerreros. Debía mostrarse firme y ayudarlo a ver el camino adecuado, lejos del derramamiento de sangre que se vislumbraba.   

—¿Acaso quieres que le perdone la vida? —Lucifer mordía cada palabra—. ¡Por bajar la guardia, mi mejor general está muerto!  

—A mí también me puede el dolor por la pérdida. ¿Acaso no te has detenido a pensar cómo lo enfrento yo? Más que tu general, recuérdalo como tu amigo y yo lo recordaré como me corresponde. Pero si vas a matar a nuestro Arcángel, antes tendrás que pasar por encima de mí.  

Intensos murmullos reventaron en el grupo de hembras. A todas les resultaba extraño; Asteri no pareciera ser alguien importante como para ponerle condiciones al ángel más fuerte de la Legión. A la tonta la decapitaría en cualquier instante, pensaron muchas. Pero, dado que El Caído no parecía mostrar intenciones de apartarla, ya ni decir lastimarla, más de una empezó a sospechar cuál era la verdadera situación entre ambos ángeles. Un “Oh”, largo y tendido, surgió en medio del grupillo.

Asteri, en cambio, no les prestó atención y continuó.

—Decapitándolo pretendes imponerte sobre nosotras con miedo. No funcionará, ¿acaso no has aprendido nada conmigo? Ese fue el error de Gabriel, que comandó a las Virtudes durante la batalla pensando que le serían leales por su fuerza. No, Ángel de la Luz. Gánanos con el corazón. Muéstrales el tuyo y serán tuyas para lo que dispongas. Muéstrales, como los has hecho conmigo.

Se acercó y lo tomó de las manos, llevándolas hasta su pecho y esperando que sintiera la calidez de sus caricias, sus propios latidos, que el cariño le calmara. Ella era su Luz. Él seguía sosteniendo la empuñadura con la hoja en bajo, indeciso. No deseaba ceder porque la horripilante imagen de su mejor general y amigo, decapitado a orillas del río Aqueronte, entraba en su mente con destellos fugaces como relámpagos. La muerte de Ascenso escocía en ambos, amigo para uno, hermano para otra, pero lo enfrentaban distinto. Cuando la miró a los ojos azules no percibió la ira y desaprobación, sino un bálsamo que hizo desvanecer el dolor y las dudas.

—Muéstranos tu corazón, Ángel de la Luz —insistió—. Y te amarán.

A un suspiro vencido, Lucifer se apartó. Guardó la espada bajo el fajín y decenas de sonrisas se esbozaron entre las Virtudes, aunque fue mayor el mar de suspiros de alivio. Asteri, entre las más notables. La hembra decidió obviar el anonimato que tanto abrazó durante la rebelión y se abalanzó sobre su amante; estampó un beso que elevó al aire más murmullos y algún que otro grito de sorpresa. El Caído se mantuvo reticente, casi torpe; estaba acostumbrado a mantener distancias en público, pero cedió y finalmente la sostuvo de la cintura para que no escapara del mordisco de labios que propinó antes de asomar la lengua, alargando el momento para su deleite y de las espectadoras.

La escena incluso la disfrutó el Arcángel Rafael, con claro aire melancólico. 

—Tu idealismo —dijo él, apretándole el trasero, aunque ella fue rápida y lo apartó de un manotazo—. Tu condenado idealismo me hará caer las alas...

Se giró y volvió hasta donde una larga fila de sus soldados lo esperaban sobre el terreno irregular. Aún había mucho que hacer y su cabeza era un hervidero que Asteri consiguió calmar durante un instante. Él había recibido la vuelta de un escuadrón que envió para espiar en Rodinia y las nuevas no podrían ser peores: el Arcángel Miguel volvía a los Campos Elíseos con un nuevo y reluciente ejército. Les daría guerra, no le temía, pero los números no estaban a su favor considerando que debían entregar dos mil dragones con sus respectivos jinetes al Juez Radamantis, que libraba su propia batalla en el Inframundo. Recibir dos mil espectros no era despreciable, pero se preguntaba si estos actuarían bien bajo su comando, orgullosos y abruptos como eran. De todo lo nefasto, pensó que tal vez hizo bien en escuchar a su amada y perdonarle al Arcángel Rafael: las Virtudes, si no lo ayudaban a él, estaba claro que ayudarían al peculiar pelirrojo en su afán de defender el reino.

Asteri unió las manos en la espalda y lo vio alejarse hasta que se perdió de vista entre sus súbditos, que lo recibieron enarbolando sus estandartes de símbolos dorados. Divertida, se volvió hasta su Arcángel para sentarse junto a él. Era capaz de sentir las miradas inquisitivas de todas, que seguramente deseaban saber cómo logró ser amante del mismísimo Lucifer, pero no estaba por la labor de hablar. Tuvo una pequeña victoria y la disfrutaría.

—Entonces tú eras la que cantaba —dijo el Arcángel—, ¿no es así? En Tea. En las Iriadas.    

Asteri asintió en silencio, frotándose los brazos. El hecho de haberse revelado como la amante del Caído estaba siendo más incómodo de lo previsto.

—Ahora entiendo —respondió con un gesto de mano, exigiendo su bebida preferida—. Quiero decir, ahora entiendo tu petición de crear un coro.

—Ya. Eso puede esperar, mi Arcángel. 

—A decir verdad, es lo que más me gustaría ahora mismo. ¡Y más vino, por favor!

   

III

Vindemiatrix se encogió sobre sus rodillas y pasó las garras por la hierba de los Campos Elíseos. Tanto verde le parecía innatural. Acostumbrada a la ventisca áspera del desierto, la brisa del reino de los ángeles le resultó agradablemente distinta. Levantó la vista, como tantas veces hiciera desde que atravesara el muro neblinoso, y se maravilló de lo que ofrecía a sus sentidos aquel mundo tan distinto. “Campos Elíseos”, dijo en silencio y con secreta admiración. Se miró el brazo y corrió la manga de la gabardina para ver cómo la piel dorada, iluminada por un sol tan distinto a los de su reino, ofrecía otras tonalidades nunca antes vistas. Por un breve instante, toda la furia que marcó su éxodo, liderando a dos mil espectros a través del desierto de Cocitos, se desvaneció.

Cassiel llegó hasta ella, cruzándose de brazos. El ángel había pasado tanto tiempo en el Inframundo que había desarrollado un cariño especial por el Reino Rojo. Pero por el aire de libertad y soltura que allí en su sociedad se respiraba, tan alejado de la apatía y formalidad del reino angélico. Su vuelta a los Campos Elíseos aclaró aún más su mente:  él ya tenía decidido dónde asentarse una vez finalizara la guerra, siempre y cuando la ganaran. El verde y azul del reino angélico no le despertaba nada bueno.

—A esta zona la llamamos Mar de Hierba —dijo él.

—Ya veo por qué.

—Aquella cadena —con su mentón señaló los lejanos cerros— estará a cinco mil aleteadas. Luego viene el campo de Virtudes…

—Y luego el Gran Bosque y luego la ciudadela… ¿No pensarás que he entrado a un reino nuevo sin saber lo que se nos viene?

Cassiel quedó con las palabras a medio decir y fue cerrando lentamente la boca. Debió haber imaginado que, mientras el paso en el muro neblinoso estuviese abierto, Vindemiatrix enviaría centinelas que explorasen e investigasen sobre los Campos Elíseos. Debía reconocer que, como comandante y estratega, estaba al nivel del mismísimo Lucifer. Pero también se hacía evidente que, si bien ella habría absorbido y asimilado toda la información que recopilaran sus centinelas, no era lo mismo que estar allí y comprobarlo con sus propios ojos. La comandante estaba fascinada, estaba claro.

—Me doy cuenta de algo… —dijo él—. Bajo la luz normal, eres incluso más horrible.

La comandante rio e, inmediatamente, enroscó su larga cola por la bota del Ofiuco, tirando y estampándolo violentamente sobre la hierba. Él gruñó de dolor y se retorció; nunca se acostumbraría a la marcada personalidad de los espectros, pero ella estaba de buen humor y rio como una pequeña, abalanzándose sobre él, entre juguetona y deseosa, mordiéndole el cuello y dejándole una marca liliácea que no tardó en lamer al mínimo trazo de sangre. Al cuerno con el ejército a sus espaldas que los observaba, se dijo ella. Era un nuevo mundo y sentía que era libre de hacer lo que le placiera. Probablemente, sus soldados estarían tan fascinados en el mundo que se les presentaba como para prestarle atención a la peculiar pareja retozando.

—Y tú, tan pálido —pasó su garra por el pecho, desgarrándole una porción de la túnica para revelarse el pecho cubierto de mordiscos y arañazos—. Tanto, que pareces estar enfermo. No hay dudas de que en este reino no hayas comido ni las migajas.

El asintió, tomándola de la barbilla.

—Me he tenido que conformar contigo.

Al paso rasante de un dragón negro que revolvió todo a su alrededor, la pareja se unió en un beso largo y tendido. Entre ellos solo había silencio. Cuando se desapegaron, Cassiel entornó los ojos. Le asaltaba una duda. La comandante, en cambio, lo retuvo en el suelo y se inclinó para dar un par de mordiscos en la barbilla. No se cansaba de darlos, pero la piel del ángel era notoriamente más frágil que la de su raza y resultaba evidente que no debía pasarse.

—¿Hasta dónde…? —preguntó él apretando los dientes— ¿Hasta dónde han avanzado tus centinelas?

Ella se apartó relamiendo los colmillos y se retorció al saborear los trazos de sangre de su amante. Suavemente, trazó un semicírculo sobre el pecho del Ofiuco.

—Lo suficiente. Sé que, luego de la ciudadela, tras atravesar más bosque, llega el río gris. ¿El Aqueronte, no es así? —dio punzadas sobre la línea dibujada—. Y cuando te sumerges allí, a determinada profundidad, el agua desaparece y te encuentras en el cielo de un reino nuevo.  Uno más grande que el que jamás hayamos visto. Tanto, que necesitaría cien mil centinelas para descubrirlo por completo.

—¿Llegasteis hasta Rodinia?

—Mis centinelas llegaron, Ofiuco. Me hablaron de montes pálidos coronados por arena blanca. Me hablaron de ríos plateados, de mares de hierba como esta, verde, y un sol blanco que surge cuando el cielo se ennegrece. Hasta este momento, tenía mis dudas, pero estoy empezando a creer que los aires de los nuevos reinos no los han vuelto locos. 

—No están locos. En la biblioteca tenemos a Rodinia completamente cartografiada…

La hembra meneó la cabeza.

—Estoy agotada de imaginarla. De vernos tú y yo bajo el sol blanco, perdidos en medio de la hierba verde. Muéstramela tú. Hagamos real lo que han sido solo sueños.

   

   

Una guardia de mil ángeles vigilaba, gravitando en el aire, la extensa cala del Río Aqueronte, cuyos vívidos reflejos dorados se deformaban por el sol del atardecer. Al mínimo atisbo de un enemigo emergiendo desde Rodinia, los arqueros en el cielo atacarían y, si alguno fuera lo suficientemente afortunado de esquivarlos y llegar hasta la orilla, se enfrentaría a un contingente de lanceros y espadachines en las inmediaciones. Sobre el río, casi doscientos dragones volaban trazando círculos, descendiendo o ascendiendo según dispusieran sus jinetes. El clima de una nueva guerra se había instaurado y, esta vez, eran ellos los que debían esperar y aguantar la posición. Al menos tenían una importante ventaja; sabían que aquel era el único acceso por el que accedería el Arcángel Miguel.

Pero, si bien el Aqueronte no contaba con ramificaciones importantes, era notablemente extenso. Los Vigías habían advertido que cruzarlo desde su nacimiento desde el Mar Aeternum, hasta su desemboque más importante, requería de al menos ciento cincuenta mil aleteadas. Veinte mil soldados se hacían insuficiente para cubrirlo todo, por lo que se concentraban en las cercanías de la ciudadela, el muy probable objetivo de Miguel y su ejército. El resto del río era tímidamente cubierto por contados vigías que harían sonar sus cuernos al detectar cualquier clase de peligro, trayendo consigo los refuerzos.

Sin embargo, nada les preparó para la misteriosa sorpresa que emergió del Aqueronte desde los primeros momentos de la mañana.

En la cala, rodeado de sus soldados y guardias, Lucifer se sentó sobre un tronco caído y no tardó en acompañarlo un animado Arcángel Rafael, estrenando su peculiar relación de aliado, pero no aliado. El Caído clavó su espada en la arena y miró de arriba abajo el extraño muro verdoso que, al amanecer, surgió abruptamente del río, erigiéndose imponente. Le advirtieron que era no seguro acercarse; dos dragones y siete Vigías fueron capturados por lo que parecieran ser tentáculos grises que nacían del propio muro, absorbiéndolos adentro. Aún era posible ver las alas de uno de los dragones estrujándose lentamente entre los tentáculos que paseaban sobre sí mismos. Entornó los ojos. Aquello no eran tentáculos; era hiedra gruesa y viva, la más grande que hubiera visto, que zigzagueaba lentamente como las alimañas que cazaban en Rodinia, seguramente a la espera de una nueva víctima que se acercara. Un muro vivo. A pesar de su evidente desagrado, debía admitir que era notable; cien aleteadas de alto y al menos mil de largo.

No conocía algún ángel singular que podría replicar aquello; tamaña tarea podría deberse a un dios, pero él los conocía y sabía que jamás se dignarían a ser partícipes directos de una guerra. Por lo tanto, crear algo de semejante tamaño solo era posible por un rango angélico, producto de la cooperación de un número importante de ángeles capaces de manipular la propia naturaleza.

—Virtudes —le confirmó el Arcángel—. Miguel tiene a Virtudes en su ejército.

Lucifer comprendió hábilmente el tono oscuro de la respuesta. Le sonó ofendido, probablemente debido a que su congénere había creado otro contingente de Virtudes sobre las cuales Rafael no tendría potestad alguna. Enarcando una ceja, hurgó en la repentina herida del Arcángel.

—Tiene Virtudes, sí —repitió con cierto énfasis—. Y parece que cuenta con miles, a tenor del tamaño del muro. ¿Qué serán de las tuyas?

—No hace falta ser un genio para saberlo —gruñó—. Efectivamente, este muro no lo pudo haber levantado una sola, sino miles. Es un problema grave para ti, pero surge uno más frustrante para mí. Lo que dices. ¿Qué pasará con las mías? ¿De mí?

Lucifer echó un suspiro. Miguel sabía a la perfección que en la legión de Rafael habitaban en comunión tanto Virtudes leales y como rebeldes. Sabría de la dificultad que supondría reconocer a unas de otras. Fue la causa de la derrota del ejército de Gabriel; Miguel no correría riesgos. La brisa húmeda arrastraba consigo una incómoda posibilidad: con la victoria de los leales, muy probablemente serían eliminadas todas las alumnas del pelirrojo. Descartadas, como lo era todo aquello que a los dioses no les servía para su propósito.

—¿Y bien, mi Arcángel? ¿Ya estás dispuesto a ayudarme?

Rafael no respondió, sino que se inclinó con mirada perdida y se adentró aún más en sus pensamientos. Perder a su propia Legión supondría un revés tan duro como la pérdida de sus dos amantes. No se veía capaz de soportar algo como aquello. Y el Arcángel Miguel, de ganar la batalla venidera y obtener de nuevo el control del reino de los cielos, ¿le perdonaría a Rafael sabiendo de las perfidias que practicó o acaso también sería capaz de eliminarlo? No le agradaba la actitud de nula tolerancia que aparentemente ponía en práctica su congénere.

—Escúchame —insistió Lucifer—. ¿Tus Virtudes pueden hacer algo? Pedirle al muro que se disperse.

El Arcángel meneó la cabeza.

—¿Y por qué no lo intentáis?

—Porque sé cómo funciona. El muro, evidentemente, obedece a varias amas. Y me temo que ninguna de mis alumnas es una de ellas. No tienen potestad. Si tanto te molesta, mi estimado, creo que lo mejor será que tus dragones lo echen a fogonazos.

Lucifer suspiró. Miró a un lado y otro del río y notó a sus soldados encendiendo antorchas dispuestas a lo largo de la cala. Las más lejanas se emborronaban por la bruma y se inquietó al saber que la pérdida de visibilidad era inminente. La noche caería pronto y un enfrentamiento nocturno era a todas luces el peor escenario tanto para él como para, probablemente, Miguel. En la locura de la oscuridad sería imposible reconocer aliados y enemigos. Si el Arcángel estaba dispuesto a iniciar una disputa solo con las estrellas de testigo, estaba claro que contaba con alguna ayuda misteriosa. ¿Nuevas Dominaciones que ayudasen a detectar enemigos, tal vez? Virtudes nuevas, Dominaciones nuevas. Miguel parecía traer tras de sí todo un reino angelical nuevo.

—¿Qué sentido tiene? —Lucifer preguntó recogiendo su espada—. Me han dicho que intentaron echarlo a fogonazos, pero que todo lo que se calcinaba volvía a ser repuesto. Como la condenada cola de una lagartija, pero a ritmo imposible. Para colmo, perdí dos dragones y siete soldados. Necesito una contramedida. ¿Tus Virtudes podrían enfrentarlo en caso de que se decida venirse encima?

Rafael pretendió responder afirmativamente, pero entornó los ojos y se fijó en Lucifer.

—Pero, ¿desde cuándo este muro está aquí?

—¿Es tan importante saberlo?

—Sí si deseas mi ayuda.

—Pues está aquí desde el amanecer.

—¡Desde el amanecer! ¿Es por eso que fuiste a buscar una repentina alianza conmigo?

—Desde luego. Necesito de tus dotes de guerrero… 

—¡Condenado sopla-cuernos! ¿Y todo ese acto de esta mañana, la de ángel duro y decidido a asesinarme, pero enternecido por el ruego de su amante y mostrándonos a todos su gran y piadoso corazón? Mis alumnas no paran de hablar de ti…

Lucifer intentó esconder una ancha sonrisa, pero no lo logró y tan solo lo disimuló frotándose el mentón.

—¿Qué es lo que dicen de mí?

—¿Acaso importa qué es lo que cotillean ellas?

—Ya. Nunca tuve en mente matarte, lo confieso. Pero eres el líder de las Virtudes y si pretendo enfrentarme a este condenado muro, necesito de tus alas. Y las de ellas. Sé muy bien qué gusta entre tus alumnas y les di lo que debía darles. Esperaba encontrarme con Asteri, siempre está con vosotros, y su presencia fue bien aprovechada.  

—Pero, ¡eres increíble! Usaste a tu amada de manera rastrera…

—No estoy orgulloso, pero tenía que ganarme el apoyo de ellas. Y mostrarles el gran corazón que tengo.

—Y tu gran modestia. ¿Qué sentido tiene tenerlo tan grande? Sabes que tu amada te lo arrancará cuando se entere…

—Bajo el Aqueronte hay un ejército esperando hacerlo primero. Si me ayudas a detenerlos, con gusto le permitiré hacer lo que deseé de mí. ¿Vais a ayudarme?

Rafael meneó la cabeza y gruñó algo inentendible. Sabía que el alumno predilecto de Miguel había demostrado luces como estratega, pero no imaginaba cuánto. Él mismo, que se consideraba astuto, había caído bajo su engaño.

—Probablemente, mi estimado, la hiedra ya haya informado a sus creadoras que aquí está infestado de soldados y dragones. Incluso que tú y yo estamos aquí, ahora mismo, sentados en medio de todo. Estudian vuestros patrones, vuestros movimientos. ¿No es eso lo que hacen los soldados?

—Los vigías, eso hacen. Entonces, ¿su función es espiar?

—Se me hace evidente.

—Pues para espiar no hacía falta levantar un muro tan llamativo.

—Es verdad. ¿Sospechas que esto puede ser un escudo que sirva al ejército venidero? Es otra posibilidad muy real. O tal vez hasta sea solo una treta para desviar la atención. ¿Qué podré saber yo? Eres tú el genio de la estrategia. 

Gruñendo, el Arcángel se apoyó de las rodillas y se levantó dejando a su nuevo aliado pensando en decenas de alternativas y contramedidas. Lucifer estaba en sus adentros imaginando las variantes y no había caído en la cuenta de la retirada del Arcángel hasta tarde. Se levantó abruptamente y se giró en su búsqueda. Gritó su nombre al verlo, perdiéndose entre sus soldados.

—¡Espera…!

Rafael levantó una mano sin detenerse ni siquiera para mirarlo.

—Descuida. Te ayudaremos, Lucifer. Pero si quieres saber qué oculta el muro, se me ocurre un ángel interesante. Tiene la cabellera plateada y, por lo que sé, tus soldados se divierten torturándolo. Apura antes de que se nos pierda…

—¿Hidra? ¡Espera! ¡No es por eso…! Hay un asunto pendiente…  

—¿Cuál?

—Lo de recién… —se rascó la mejilla—. ¿No se lo dirás a Asteri?

   

IV

Habiendo movido a todos sus soldados a través del Mar de Hierba, la comandante Vindemiatrix ordenó la instalación de un extenso campamento en las afueras del Campo de las Virtudes, muy lejos aún de la ciudadela y ni qué decir del río Aqueronte, del cual los más altos rangos ya conocían de la extraña amenaza que había emergido. Más importante, para ellos, la noche con aquella luna, no más que una sonrisa blanca en el cielo, resultaba un espectáculo sin parangón que los obligaba a observarla atontados. Y el cielo sin nubes ayudaba a que muchos se reunieran alrededores de fogatas y, con el olor de sus peculiares bebidas con excesivas cargas de alcohol y carnes de animales exóticos asándose, entonaban sus hoscas canciones sobre Perséfone mientras otros aprovechaban para contar historias sobre valientes espectros que ya no estaban entre ellos. El sol blanco estaba destruido, decían unos que no le quitaban ojo de encima, pero algunos ángeles miembros del ejército de Lucifer, que se habían aventurado en los adentros del campamento para darles la bienvenida, hacían las aclaraciones pertinentes en medio de un aura insólita de camaradería.

En las afueras, Asteri, brazos en jarra, se inclinó hacia el gigantesco y solitario espectro que, sentado sobre una roca, observaba luna con fascinación. A primera vista, tantos cuernos poblándole la cabeza y ese par de grandes ojos estirados le parecían lo más perturbador que había visto. Además, con esas armaduras oscuras con evidentes diseños violentos por donde fuera que mirase, más cuernos y bordes aserrados, no se acercaría de más ni intentaría hablar de forma inapropiada. Pero se dijo que al menos no caería en el error de prejuzgar su encuentro con un espectro. Junto con ella habían llegado cientos de Virtudes que se esparcieron por el campamento para ofrecer arreglos florales que se impusiesen al fuerte y descompuesto olor que se había instaurado; tan fuerte que incluso era capaz de hacer que algunos ángeles volvieran sobre sus pasos para devolver. La hembra, no obstante, se despegó del grupo movida por la curiosidad.

Aclaró la garganta para que la notara y le ofreció el arreglo floral con ambas manos. Consistía en rosas blancas sobre una base circular de hojas y hiedras. Era de calidad y diseño delicado, como todo lo que eran capaces de crear ellas. Por un momento, se preguntó si él sería capaz de reconocerle la labor o, más aún, mantenerlas como correspondía. Al fin y al cabo, los espectros eran soldados y la elegancia seguramente no sería su fuerza, a tenor de un repentino eructo. Frunció los labios al imaginarse masticándolas, pero meneó la cabeza.

—En nombre de Lucifer, te doy la bienvenida a los Campos Elíseos.

El titánico espectro se rascó la mejilla. La observó detenidamente de arriba abajo y luego se inclinó para olisquearla, más no atinó a decir palabra alguna. Ni siquiera amagó aceptar el regalo. Asteri se ofendería, pero le daría varias oportunidades a un extranjero como él. 

—Mi nombre es Asteri.

El gruñó y volvió a mirar la Luna.

—Celeno.

—Celeno, eh… ¿Celeno? Recuerdo ese nombre…

—Gladiador del Coliseo. Gran Celeno.

—Ah, ¡un Coliseo! Es un honor tener al Campeón de Cocitos. Lucifer me contó de ti.

—Tu vello —finalmente, dejó la Luna y la apuntó con un cabeceo—. ¿Cómo es que vello crece tanto?

—¿Vello? Se dice cabellera.

Él se encogió de hombros como respuesta.

—A mí me gusta tenerla larga —continuó ella—, pero algunas las tienen cortas. Si no tienes cuidado, te llega hasta la cintura incluso, pero ya se vuelve molesto cuando vuelas. Es cuestión de gustos, pero sin perder de vista la practicidad.

El hecho de que él no pareciera realmente oírla empezaba a volverse molesto para la hembra; este se inclinó nuevamente y acercó una garra hacia su rostro, aunque Asteri dio un paso hacia atrás, abrazando el arreglo floral contra sus pechos. Esas garras, incluso enguantadas como estaban, se las notaban como cuchillas. No le ofendería, pero tampoco sería tan tonta como para dejarse tocar por un desconocido.

—¿Qué pasa?   

—En hogar, hembras tienen cuernos finos y largos. He visto vellos de varios colores pasear esta noche. Sois distintas. No peor. ¿El tuyo es de fuego?

—¿Fuego? Se llama cabellera y no está hecha de fuego.

Sin mediar mayor palabra, Celeno enrolló su larga cola por la pierna de la hembra y tironeó para que esta se despatarrase. Asteri cayó torpemente sintiendo cómo su captor la pisó sobre la cabeza para mantenerla domada. Ella aleteaba con intensidad, pero no escaparía del titánico espectro. Hundida como estaba, no se le podría escapar ni el más mínimo grito. Y si lo hiciera, sería ahogado en el mar de cacofonías del campamento. Celeno ya lo había visto durante toda la noche; las llamadas Virtudes de Lucifer, auténtica ninfas del deseo carnal jugueteando con otros soldados del Inframundo. Las risitas poblaban el aire. Algunas, incluso, habían accedido a entrar en las tiendas en donde consumaban una unión insólita, la misma que la propia comandante de estos mantenía con el ángel arquero. Y los gemidos hipnóticos de estas se entremezclaban con el aroma de alcohol y asado eran demasiado tentadores…  

No deseaba esperar más y tomó a la desprevenida Asteri por la fuerza.

   

   

En el núcleo mismo del campamento se había formado, a la intemperie, un círculo de espectros y contados ángeles. Las bebidas de un reino y otro paseaban entre manos y garras varias. Ni siquiera había transcurrido un sol y muchos se habían hermanados, sabedores de que compartían mismos ideales de libertad. Las antorchas eran especialmente grandes e iluminaban el escenario central para que nadie se perdiera detalle del espectáculo acaecido, en donde una desnuda hembra angélica, acostada sobre una pila de pajas, era inspeccionada por la comandante Vindemiatrix. Adoptaba una actitud casi marcial, garras unidas tras la espalda, pero en el fondo se divertía. Con Cassiel aprendió a encontrarle atractivo a los ángeles varones, pero aún tenía reticencias con las hembras celestiales. No obstante, debía admitir que la cabellera desmadejada sobre el rostro sudoroso de la joven tenía un punto salvaje que le atraía.

Vindemiatrix se inclinó hacia el cuerpo trémulo y, asomando los colmillos de su sonrisa, sacó a relucir su portentosa y larga lengua afilada. Salivada, irradiaba de intensidad bajo el brillo del fuego y aquello hizo que el vientre de Cassiel, que observaba hipnotizado desde el anillo de curiosos, se poblara de hormigas. Él ya había sido víctima, en incontables ocasiones, de aquella auténtica víbora del placer, pero se preguntó si aquella hembra sería capaz de soportarla.

Cuando la comandante torció la lengua de manera irreal, mostrándole así de las perfidias que sería capaz una vez dentro de la gruta de la hembra, Asteri desencajó la mandíbula y abrió las alas de golpe. Las risas estallaron en el círculo de curiosos, pero pronto cayó el silencio y una atmósfera de excitación por lo desconocido, por lo prohibido. Aquel era el paraíso libertino soñado de Lucifer. El escenario corrompido que tanto temió el Arcángel Miguel.

El corazón de Asteri apresuraba latidos como nunca en su vida. ¡Si Lucifer se enterase de lo que se estaba haciendo de ella! Tal vez debería decirles a todos esos demonios quién era ella, pero, ¿la creerían? De golpe, cerró las piernas cuando vio la lengua de la comandante queriendo aventurarse en sus adentros, acto abucheado por los presentes. La presionaban, otros la animaban, pero no había forma alguna de quitarle el nerviosismo. Estuvo a punto de chillar, pero Vindemiatrix agarró los muslos con suavidad y las separó lentamente, emitiendo un gruñido agradable.

—¿Qué pasa, Virtud?

—¡Dioses…! No. No soy una Virtud. Soy una ayudante.

—Mi culpa. Celeno me trajo tu arreglo floral. Es exquisito. Pensaría que tal nivel solo la encontraría en las Virtudes.

Asteri empuñó las manos sobre sus pechos.

—¿En serio?

—Es excelente. Puedes confiar en la palabra de una comandante.

—Te-temía que en vuestro ejército no os importaría mucho un puñado de flores.

—A mis soldados, probablemente. Son demasiado ordinarios para fijarse en detalles como esos. Pero yo —se inclinó y aspiró su aroma con ojos cerrados—. Yo incluso percibo los más pequeños. Puedo decirte que, incluso, hueles a las mismas flores que has traído. Y a otras decenas más. Percibo un poco de humedad. ¿Acaso te has dado un baño? ¿Con incienso?

—Con incienso, aceites —asintió tímida; de repente, se había olvidado que estaba en medio de un campamento de espectros—. Hervimos belladonas… Las hervimos porque… Dioses, las Virtudes descubrieron que el aroma propicia el encuentro entre parejas.

—¡Oh! Entonces, pequeña, ¿pretendías propiciar un encuentro con algún afortunado?

—Bueno, eso es… No sé si me creería si le digo con quién…

—Da igual, estás aquí y conmigo. A mí me atrae tu aroma, ¿serán las belladonas que dices? En Cocitos también hay flores, no te creas que se trata de un mundo muerto. Los asfódelos son los más bellos de todo mi reino. Tenemos un campo gigantesco dedicado a ellos. Tal vez, un día, pasearemos juntas y recolectaremos.

—¿Asfódelos?

—Sí —asintió inclinándose hasta el rostro de ella—. Son altísimos, algunos incluso pueden llegar hasta tu cintura. Los pétalos son blancos, pero los hay también púrpuras y naranjas. Cuando era niña, las recolectaba y hacía ajorcas y ramos. Las vendía en el mercado, esperando pacientemente a un varón que tuviera la delicadeza de reconocerme el trabajo —se encogió de hombros—. No lo encontré.

—Ahhh —suspiró Asteri—. No me gustan los ramos, mi señora.

Vindemiatrix deseaba el beso, pero a la hembra se la notaba reticente. De hecho, apretó los labios cuando la comandante dio una pasada con su lengua, prohibiéndole el paso. La espectro gruñó y, ladeando el rostro, beso la oreja para susurrarle:

—También huelo un ángel en tu piel.  

—T-te sorprendería descubrir quién es.

—¿Debería? ¿Acaso solo es él quien ostenta el permiso?  

Cassiel estaba harto de observarlo desde la distancia y rompió fila para acercarse hasta ambas. No deseaba obligar a la hembra, pero era cierto que se la notaba acalorada y parecía cuestión de seguir buscándole el punto para convencerla. Como hecatónquiro que fue, le resultaba natural compartir los amantes y no experimentaba celos al verlas juntas. Era Vindemiatrix quien realmente se estrenaba en esas vertientes, aunque esta actuaba con una seguridad y autoridad aplastantes, fruto de la cultura de la que venía y el cargo que ocupaba en el ejército.

Al estar a un par de pasos de distancia, el arquero por fin reconoció a Asteri y su rostro se tornó pálido y su usual sonrisa quedó desdibujada en una línea recta. Pero la hembra no lo reconoció a él, pues esta dedicaba todos sus sentidos a la comandante. Entonces aprovechó y retrocedió lentamente, con las alas tensas.  

—Por todos los ancestros…  

Vindemiatrix hizo un ademán con las garras.   

—Conozco a alguien que también estaba aterrado la primera vez que saqué a pasear la lengua. Pero pronto descubres que, por más que seamos diferentes, parece que en el fondo estamos destinados a unirnos. Es lo que creo con firmeza. ¿Cómo te llamas? 

Fue Cassiel quien respondió con voz quieta.

—Asteri. Se llama Asteri.

—¿Ah? ¿La conoces?

—¿Si la conozco…? Lo suficiente para saber que lo mejor sería liberarla.

—¿Qué cosas dices? No está aquí en contra de su voluntad.  

La espectro rio, acercándose para besar un muslo y dejarle luego un mordisco que tuvo a Asteri tiritando de placer. Con lentitud, la hembra angélica fue separando las piernas. Apenas. Pero lo suficiente para que Vindemiatrix comprendiera que había encontrado el permiso. La lengua se enfiló; por un instante, la espectro levantó la mirada, teniendo ante sí la exótica imagen de la joven retorciendo su rostro al paso de aquella víbora de placer que, pronto, se adentraría hasta donde ningún varón había llegado.

   

   

Asteri abrió los ojos y vio el usual mar de estrellas de la medianoche. Parpadeó un par de veces y se repuso, llevándose una mano en el vientre para caer en la cuenta de que su túnica estaba hecha jirones. Apretó el puño y se maldijo a sí misma por haber sido tan tonta de confiarse ante los espectros. No volvería a cometer el error, se dijo acomodándose de rodillas sobre la hierba. ¡Nunca más volvería a ese pérfido lugar! Dio un respingo cuando notó, a lo lejos, al titánico Celeno alejándose rumbo al campamento de espectros. Frunció el ceño. ¿La estaba abandonando? ¿Acaso ya habían hecho de ella lo que quisieron y por ello fue a arrojarla afuera? Pero, ¿qué más pudieron haber hecho de ella?, se preguntó mirándose el cuerpo y esperando no encontrarse con ningún horror.

—No te ha hecho nada. Celeno es feroz, pero en el fondo parece tener tacto. 

Asteri dio un respingo y se giró, notando a Lucifer sentado sobre una roca enverdecida de hiedra. Sus ojos brillaban como estrellas y la sonrisa de este no ayudó a la hembra a tranquilizarse. Al contrario, esta buscó por una piedra de buen tamaño y se la arrojó con virulencia. Él se cubrió con las alas, pero, debido a la potencia del disparo, esta se destrozó en incontables pedazos esparciéndose en el aire y empolvándole las plumas.

—¡Pero…!, pero, ¿qué diantres te pasa?

—¡Y encima lo preguntas, pichón! Seguro todo esto es otro de tus trucos.

—¿Qué trucos?

—¡Basta de desentenderte! El Arcángel Rafael ya me lo contó todo, ángel pérfido. ¿Imaginas lo humillada y molesta que me tienes?

Lucifer chasqueó los labios y miró para otro lado. Así que ese “condenado Arcángel” lo delató a la mínima oportunidad. Seguro estaría en algún lugar del viñedo, bebiendo y carcajeándose junto con sus alumnas. No debió haber confiado en su palabra, concluyó sacándose el polvo de las alas.

—Creo tener una idea de cuán molesta estás.

—¿Ah, sí? Ahora dirás que me rescataste de ese espectro, ¿no es verdad? Y pensarás que estaré agradecida y todo. Ya no pienso caer en ninguna de tus artimañas.

—Por lo que más quieras, esta no fue ninguna artimaña. Celeno te trajo hasta mí porque hueles a mí. Yo estaba viniendo hacia aquí, con mis generales, rumbo al campamento de espectros. La comandante de Radamantis está allí. Luego vino Celeno y te dejó a mis pies. Los demás se adelantaron.  

Ella frunció la nariz. Aparentemente, Lucifer no se había enterado de lo realmente acaecido momentos atrás. Tal vez debería decírselo: que una espectro la usó a su antojo a la vista de todo el campamento y que aún la sentía en su interior, como si todavía hurgase en sus adentros una víbora imaginaria. Así, él mandaría a destruir el sitio con Leviatán como montura. Probablemente. Pero, a un suspiro, tuvo que confesarse que la comandante espectral le había caído extrañamente bien. Era brusca, directa y pérfida. Pero le había reconocido la labor con las flores y eso era algo que no había obtenido ni con su propio amante. Y luego esa lengua, que tampoco es que le molestara recordar…

Meneó la cabeza.

—¿Cómo es eso de que huelo a ti?

—La raza de espectros tiene un olfato muy interesante. Es así como se diferencian unos de otros durante una batalla. ¿No me crees? Pregúntaselo a él, aún puedes alcanzarlo.

—¡Ya! Prefiero ir en dirección contraria.

Se recogió lo que quedaba de la túnica y, apretujando sus alas, se alejó con pasos apresurados.  

—¿A dónde vas?

—¿Es que no tienes ojos? Tu amigo me ha embarrado hasta las raíces. ¡Y por oler a ti! Me voy al lago.

Lucifer miró hacia el campamento en la lejanía y luego a ella de forma intermitente. Aquella era, probablemente, la última noche antes de la guerra. Y él no deseaba provocar una más. Incluso alejándose, oía a Asteri gruñir insultos con evidente destinatario y torció las puntas de sus alas. Sabía lo que le convenía; la reunión militar podría esperar un momento más, por lo que se levantó de un enérgico salto y la siguió manteniendo cautelosa distancia.

   

   

La desmadejada túnica reposaba sobre la arena húmeda de la orilla y los rasguños que sufrió fueron percibidos por Lucifer en el momento justo que un par de luciérnagas pasaron por encima de la tela, antes de unirse al contingente que sobrevolaba pasos más adelante, sobre el lago. Se sentó y abrazó sus rodillas, contemplando atontado a una Asteri que, sin darse cuenta, era iluminada por los insectos de una manera surreal, mágica.

Esta se despegó un nenúfar en el trasero y se giró para verle a su amante. Frunció el ceño en tanto extendía las alas.

—Estaré bañándome hasta el amanecer. A ver si se me quita el aroma ese del que hablas…

Lucifer rio.

—¿Qué puedo hacer para que me lo perdones?

Asteri se agarró un ala y le pasó cepillo, prestándole más atención al aseado que a su amante. En el fondo, deseaba unirse en cuerpo tanto o más que él, pero la hembra era mejor disimulándolo. Pronto se movería en el lago con movimientos gráciles, simulando limpiarse, pero solo estaría jugando, divirtiéndose a su costa e invitándolo implícitamente. No se desentendía del clima de guerra ni de las noticias del enigmático muro verde que surgió del Río Aqueronte: la batalla final estaba en el horizonte. Así como Lucifer, Asteri estaba al tanto de que no quedaban muchas noches para disfrutar.

—Confiésamelo todo —dijo ella—. Y consideraré perdonarte.

—¿Confesarte qué?  

—No es mentira que estoy cansada de tus artimañas. Es lo segundo peor de ti. Pero tienes un encanto que ni el tiempo ni el espacio borró en ti, lamentablemente… —apretó los labios y meneó la cabeza—. Compénsame y respóndeme a la duda que te planteó el Arcángel Rafael, esta mañana.

Él se frotó el mentón.

—¿De qué duda hablas? ¡Pero…!, si mis supuestas artimañas son lo segundo peor, ¿qué es lo primero?

Ella gruñó, inclinándose y arrojándose un puñado de agua que, en el breve instante en el aire, brilló a la luz de las luciérnagas, como pequeñas estrellas que terminaban estampándose sobre sus pechos y vientre para luego dibujar pequeños ríos estriándose sobre su piel.

—Eres demasiado egoísta. Eso es lo peor de ti.  

Él despertó del trance hipnótico del baño. Fue un golpe bajo y no lo supo encajar.

—¿Egoísta? Mi guerra entera es para tener un reino libre en donde podamos vivir en armonía y libre del yugo de los hacedores. ¿Cómo puedes llamarme así?

—¡Por favor! Puede que tu guerra traiga un reino libre. Pero, ¿por qué no eres capaz de enfrentar y hablar abiertamente del más grande problema? Rafael ya intentó inquirirte esta mañana y lo esquivaste. No podemos, por más que lo desees, engendrar hijos. Un reino libre suena bien, pero sabes que jamás prosperará con ángeles. Tú no luchas por librar un reino porque sabes que está condenado a fracasar. Tú luchas únicamente por venganza. Odias a los Olímpicos porque te han arrebatado el hijo que nunca tuvimos. Y lo peor, ¿por qué nunca te detuviste a preguntarme si quiera cómo yo enfrentaba la pérdida? ¿Cómo enfrento esta horripilante discapacidad? Me siento inútil porque no puedo darte lo que tanto anhelas. Mi siento inútil porque yo también lo sueño en mis noches. Lo cargo en mis brazos y canto canciones de cuna a aquel que jamás conoceré. ¿Puedes verlo en mi aura ahora mismo? ¿Puedes verlo? Cada vez que intentaba hablarlo, solo decías que matarías a todos los hacedores como si ello fuera a consolarme. Te ciega el odio. Siempre te cegó.

La confesión fue tan arrolladora y cruda que el ángel quedó sin palabras que decir durante un tiempo considerable. Y pensar que la había seguido con la firme intención de unirse en cuerpo, solo para que su deseo se le escurriera rápidamente de entre los dedos ante la dureza de las palabras. La Luna fue oculta y descubierta tras las nubes en varias ocasiones en tanto la hembra, que le había dado la espalda para que este evitara verle la humedad de sus ojos, seguía bañándose en silencio y paciencia.

Ella dio un respingo cuando él entró al lago para tomarla de la muñeca. Fue rápido e inesperado, tras el tiempo considerable en silencio. Él tiró, pero ella se resistía y se negaba a verlo a los ojos. Temía derrumbarse más y sucumbir.

Pero el que había sucumbido era él.

—No tengo excusas —confesó Lucifer—. Pero, ¿qué debo hacer? Dime, ¿qué más puedo hacer?

—¿No era tarea de mi hermano decírtelo? ¿Tan perdido estás sin él? Esta guerra es un sinsentido. Incluso ahora, que tienes la victoria asegurada con todos esos dragones y espectros de tu lado, me sigue pareciendo una locura. ¿Qué sentido tiene una victoria sobre Miguel? ¿Qué sentido tiene tu ansiada victoria sobre el Olimpo? Nada de lo que obtendrás es lo que, en el fondo, queremos tú y yo.

Finalmente, Asteri se giró. Tenía mirada triste, pero destellaba cierta decisión. Se arañó el vientre con la mano libre y miró el reflejo de las luciérnagas deformarse sobre el agua.

—Poco a poco, te veo y empiezo a sentir una horrible sensación. Empeorará. Sé que empeorará. No sé qué hacer, porque sé lo que quieres y sé que no te lo puedo dar. Temo terminar odiándome por sentirme incapaz. Temo terminar odiándote porque nos pensaré fracasados. Somos infértiles, me siento muerta por dentro. No sé qué debes hacer en esta guerra, pero sí sé que, por una vez, debes dejar de ser egoísta y dejar de guiarte por tus emociones. Nosotros no ganaremos nunca, asúmelo, aunque derrotes a todos tus enemigos. La raza de los ángeles está condenada.  

Por un instante, Lucifer reconoció la inteligencia pesimista del mismísimo Ascenso en los labios de su amada. Su aire romántico se había esfumado hacía tiempo, por lo que ahora la encaró con la seriedad que normalmente mostraba ante sus soldados. El tono en su voz se volvió grave, áspero, casi recriminatorio. Necesitaba respuestas y pareciera que Asteri las tenía.

—¿Prefieres, entonces, cederle la victoria a los Olímpicos?

—¿Por qué debe ser uno de los dos? Tal vez podamos conseguirle una victoria a alguien que nunca consideraste en tus planes. A los mortales de la Humanidad Venidera.

—¿A los mortales? —tiró de nuevo de la muñeca, como si quisiera espabilarla de lo que parecían ser tonterías, pero ella se mantenía firme—. ¿Acaso te oyes? Mi peor lado será el egoísmo, pero el tuyo es ese idealismo que te nubla la razón. ¿Cómo le daré la victoria a ellos? Los Olímpicos no crearán a la Humanidad hasta que la guerra se haya acabado. Hasta que el último rebelde haya sido cazado. Quedarán Miguel y sus lacayos, fieles servidores del Olimpo. Los ganadores de la guerra dictarán las nuevas leyendas que serán forjadas para la eternidad. Dime, en ese nuevo contexto, ¿quién será el que se atreva a terminar con el yugo de los dioses?

—¿Y por qué me lo preguntas a mí? Eres tú el genio de la estrategia, la más brillante estrella del reino angélico. Tal vez yo tenga algo, lo he estado pensando, pero soy solo soy una jardinera que despalilla uvas…

—Desde luego que lo eres —ironizó él—. ¿Qué clase de genio daría una la victoria a unos mortales que ni siquiera llegará a conocer y, muy probablemente, odien encarnizadamente?

—¡Ese ego de nuevo! ¿Qué importa el qué dirán aquellos que nunca conoceremos? A esas alturas, tú y yo no seremos más que polvo de estrellas. Que nos odien. Jamás cambiarán mi corazón y lo que he sentido.  

Él ladeó el rostro.

—¿Tú y yo, polvo de estrellas? ¿Acaso en esa idea tuya, ambos estamos muertos?

—Mi más brillante estrella, tú y yo morimos en Tea, tanto tiempo atrás. Nuestro destino es volver a ser polvo de estrellas. Busca en lo profundo de tu corazón y sabrás que es verdad. Este caparazón tan limitado que nos han dado no sirve para lo que nuestra alma anhela. Los ángeles no podemos ganar esta guerra, pero los mortales podrán heredar la libertad que has soñado. 

—Bien —asintió él; en el fondo no creía a Asteri capaz de ofrecerle un plan convincente, ni sería capaz de aceptar una idea que acabara con la vida de ambos, pero le daría una oportunidad—. Supón que acepto, por un momento, tu idea. ¿Cómo consigo darle la libertad a los mortales?

—Te dije que la noche que la diosa murió fui capaz de verle su aura. Nunca vi algo como aquello. Tantos yerros. Tantos orgullos. Fue horripilante verle. Cuando se abalanzó para matarte, ella tenía miedo y por ello pienso que destacaron sus mayores recuerdos. Temía perder su relación con el Arcángel Miguel, entonces supe que eran amantes. Pero también temía perder su más grande trabajo. Yo vi el gran secreto de la diosa Iris. Vi su plan.  

Lucifer tragó saliva.  

—Cuéntame.

   

Continuará en el capítulo final. Les voy a construir una estatua a los que están llegando hasta aquí. ¡Estoy agradecido con todos! 

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