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Alba (2)

en Dominación

Durante estos meses felices, mi mujer y yo hemos mantenido a Alba en casa, guardando para el mundo el secreto de nuestra adquisición. Ha sido sencillo, porque no solemos recibir visitas y no tenemos vecinos fisgones. No dar explicaciones respecto a la vida privada es una norma lógica y extendida, más aún si se trata de tener que justificar un modo de comportamiento que no está aceptado socialmente. Pero ninguno de los tres nos sentimos culpables de nada.

Mi esposa me propone que saquemos a Alba. En un principio me muestro reticente. Alba está con nosotros. Acaba de traernos el desayuno a la cama y cuando me acerca una tostada a la boca me mira con los ojos brillantes. Le doy permiso para hablar, mientras mordisqueo uno de sus pezones. Alba nos cuenta que le haría mucha ilusión poder salir de casa con sus amos, de los que está tan orgullosa. Dice que no supondrá ninguna molestia, que sabrá comportarse con discreción. Se me ocurre que lo mejor será que vayamos a alguna localidad cercana, donde nadie pueda reconocernos, y pasar allí un día de prueba. Mis dos mujeres se muestran de acuerdo y acabamos los tres enredados, como siempre.

Conduzco durante una hora. A mi lado, en el coche, mi esposa. En el asiento de atrás, nuestra Alba. El viaje transcurre plácido. Alba masajea los hombros de mi mujer, que permanece con los ojos cerrados. No puedo evitar echarles un vistazo de vez en cuando: son dos hembras bellísimas, tan diferentes, tan complementarias. Las tetas de Alba se balancean al ritmo de las caricias que le regala a su dueña. Mi mujer posa su mano izquierda en mi pierna, y poco a poco comienza a apretarme el muslo sobre el pantalón. Está cachonda. Pero llegamos ya. Aparco en un garaje céntrico y salimos a pasear a la ciudad.

Somos una familia ben avenida, con vínculos similares a los que tienen los matrimonios con hija única recién cumplida su mayoría de edad. Una hija adoptada, en nuestro caso. Poseemos un cónyuge al que amamos y una niña obediente. Y nuestra Alba tiene unos padres en cuya casa encuentra cobijo y a los que adora. Mi mujer y yo caminamos por una calle comercial cogidos de la cintura. Alba no lleva correa ni collar pero sabe cómo debe comportarse. Permanece ligeramente retrasada respecto a nuestros pasos, sin separarse en ningún momento de sus amos.

Elegimos un velador y los dos nos sentamos. Alba permanece en pie, esperando nuestras instrucciones. Al momento aparece con nuestras dos cervezas y el refresco que le hemos autorizado. Los tres ya en la mesa, conversamos. Felicitamos a la niña por su actitud impecable y nos da las gracias por el paseo, por cuidarla tan bien, por quererla así. Alba acaricia a su madre en el brazo mientras siento de nuevo sus ojos clavándose en los míos y miro su boca entreabierta, con la saliva a punto de desbordarse y brillando al sol. Sin dejar de mirarme, sin dejar de acariciar a mi mujer, Alba acerca su boca a la pajita del refresco y saca levemente la lengua antes de beber. Al inclinarse, sabe que me está ofreciendo también una vista extraordinaria de su escote. Mi esposa, sentada entre los dos, nos observa sonriente.

Pero sucede lo inevitable. Una antigua compañera de clase de mi mujer se detiene ante nosotros. Se saludan, contentas. La invitamos a sentarse. Han pasado 20 años, se casó, tuvo una hija, se divorció y ahora vive sola y trabaja en esa ciudad. Mientras habla, estudio sus actitudes, sus gestos, su cuerpo. Se dirige a su amiga, pero de vez en cuando nos mira a Alba y a mí. Se ha pedido una cerveza para ella, y sólo deja de sostener el bolso sobre sus rodillas cuando tiene que usar sus manos para beber. Antes de rebuscar en su bolso, me pide permiso para encenderse un cigarrillo. Mientras lo enciende, mi esposa aprovecha su silencio para disculparse: todavía no nos ha presentado ni a Alba ni a mí.

Sonia está más relajada mientras mi mujer, tras forzar los besos de rigor, le da explicaciones sobre nuestra vida. Ha dejado el bolso colgado en la silla, junto a la chaqueta. Ahora puedo contemplar mejor su contorno. Me gusta. No tiene el pecho tan grande como Alba, pero usa una buena talla de sujetador. Ya llevamos tres rondas de cervezas. Las mujeres hablan animadas y agradezco a los gurús de las modas el talle bajo de los pantalones. Sonia lleva un tanga morado, con cinturilla negra. Ahora Alba, nuestra pequeña viciosa, roza de vez en cuando también el brazo de Sonia con el suyo, mientras la mira fijamente como sólo ella sabe y sigue la charla. Intercambio de móviles. Tenéis una hija preciosa, haría buenas migas con la mía, nos dice Sonia. Nos muestra algunas fotos. Es un bellezón. Mi mujer me besa y aprovecha para comprobar el estado de mi polla. Es tan lista. Sabe lo que me la pone dura y este encuentro fortuito me está llevando al límite del delirio. Alba y Sonia siguen mirando fotos en el teléfono, pero Sonia no pierde detalle de nuestro acaramelamiento. Ahora mi hija y la amiga de mi esposa ya se muestran una total confianza. Han acercado sus sillas para ver mejor las imágenes. Se agarran del brazo, se dan de la mano.

Han pasado un par de horas de conversación entre los cuatro. Todos estamos muy a gusto. Es un día festivo y Sonia no parece tener ninguna prisa por marcharse. En la mesa, ahora, hay claramente dos parejas. Alba obtiene el permiso de su madre para fumar, y Sonia bromea volviéndomelo a pedir a mí. Me pongo deliberadamente serio y se lo niego. Mi mujer me llama tonto y me reprocha mi actitud, entre risas. Sonia le quita importancia a la broma. Ahora está mostrándole a Alba un juego en el teléfono. No enciende ningún cigarrillo.