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Adopción (3 de 3: La finca)

en Dominación

Esa noche, la primera que mi hija mayor pasaba en la casa, le pregunté por su compañero en la organización de adopciones, mientras la usaba con mis uñas y mis dientes. Habían estudiado juntos Trabajo Social, y acabaron siendo compañeros voluntarios en la entidad, porque se complementaban muy bien y hacían buena pareja profesional. Lo que nunca había llegado a imaginar era que iban a acabar follando, porque no era su tipo. Pero lo había hecho encantada al ver que aquello estaba dirigido por mí. Pensé que ese chaval pusilánime podía aportar algo a mi familia, e hice tomar nota de su teléfono particular a mi perra Diana. La nueva bajó de mi cama, bebió mi última orina del día sin rechistar y dormí plácidamente.

La jornada siguiente fue histórica para todos. Convoqué a mis tres perras y les comuniqué mi decisión. El castigo para la madre y la hija pequeña sería marcarlas a fuego con mis iniciales, para que llevaran una señal permanente de mi pertenencia. La encargada de todo iba a ser mi nueva hija adoptada. Las tres se mostraron dispuestas e ilusionadas, y al poco tiempo, mi nueva cerda ya me mostraba el informe de lo que había encontrado en la Red, tanto la vara de hierro indicada como la técnica a emplear.

Mientras tanto, confié a mi perra Diana los planes que había urdido para el afeminado, porque supe que ella conseguiría convertirlo en lo que se me había ocurrido y que cerraría el círculo para hacer de nuestra familia un grupo perfecto: él iba a ser la tercera hermanita, y su transformación debía empezar inmediatamente.

Mi perra marcó el teléfono del chaval.

-        ¿Hola? Soy la mamá de Bela, la niña oriental que visitaste ayer con tu compañera.

-        Ho-hola, sí, dígame…

-        El caso es que después de vuestro examen, ella volvió a casa y la tenemos de prueba para decidir si también la adoptamos a ella. Parece que las experiencias de ayer le han hecho encariñarse con mi marido, y él ha acabado aceptando que se quede por un tiempo, mientras demuestra que es una buena hija.

-        Pe-pero eso que me dice es imposible, legalmente no tiene ni pies ni cabeza, porque Nuria es ya mayor de edad, y…

-        No, tonto. La adoptaríamos sin papeles. Es un asunto privado entre adultos. Y nos ha contado que tú estás muy unido a ella y quizás te gustaría colaborar…

-        ¿Eso les ha dicho? Me gusta escucharlo, gracias, señora. Pero yo no sé cómo sería esa colaboración, aunque haré lo que sea para complacerles. Ayer fue un día muy especial para mí.

-        Eres una monada de criatura. Ven a vernos a las cinco y te contamos todo.

-        Gracias de nuevo, señora. Allí estaré.

Así que mi nueva hija se llamaba Nuria. Ni me había preocupado por conocer su nombre, que aunque era bonito no iba usar demasiado, y menos si acababa quedándose conmigo para siempre.

El chaval llegó puntual. Las tres perras tetudas le atendieron cariñosas, según mis instrucciones. Después de tres copas, le conté su futuro a bocajarro.

-        Vas a convertirte en una mujer. En el fondo de tu ser anida un alma femenina, y deseas fervientemente tener un par de melones como los de estas tres hembras. Y yo voy a guiarte para que acabes siendo tan guapa como ellas.

-        Perdón… ¿pero qué está diciendo? Yo… yo soy un hombre y he nacido varón, todo eso son fantasías extrañas… Claro que me gustaría lucir una belleza tan exuberante como su esposa, su hija y mi compañera de trabajo. Pero eso es imposible, no está a mi alcance… Sería un sueño, una locura, ay…

-        Ahora no sólo está a tu alcance. Ahora es una realidad que se va a cumplir. Las hormonas, las operaciones y todo lo demás, corre de mi cuenta. Y ese precioso pelo debes dejarlo crecer.

-        Por dios, pero qué me está diciendo. En esta casa todo es irreal, fantástico… ¿El pelo? ¿Tengo que dejarme melena? Claro, sí, lo que usted diga, no, qué digo, ay, no sé ni lo que digo…

-        Y si el resultado de tu transformación es satisfactorio, consideraré la opción de adoptarte en mi familia como tercera hija.

-        Ay señor, será la bebida, pero todo eso que me dice es tan excitante, que no puedo negarme…

El pobre chaval se mostraba azorado, pero la idea le parecía maravillosa. Tanto que su paquete ya mostraba una erección. Ordené a su compañera que le hiciera una buena mamada. Mi esposa y mi hija permanecían al margen, pero les indiqué con la mirada que tenían mi permiso para acercarse a darle al chico su ración. Él chupaba encantado las tetorras que tenía de nuevo a su disposición, y en un momento regó con su semen el estómago de mi nueva hija, su compañera secretaria recién emputecida.

La semana siguiente llegó por correo la vara de marcar. El comportamiento de mi esposa e hija se daba por descontado, pero todos esos días la nueva perra también había tenido una actuación impecable, obedeciendo sin rechistar y dejándose usar por mí como la mejor de las hijas. Como ya tenía previsto, la ceremonia de marcado fue la verdadera prueba de fuego para la secretaria tetuda. Ella era la encargada de sellar con el hierro candente las nalgas de mis dos perras. Cuando cesaron de gritar, acudieron las dos hacia mí para darme las gracias, besándome los pies.

La ejecutora quiso decir algo:

-        Permiso para hablar.

-        Dime, mi puta en período de prueba.

-        Señor, he cumplido sus órdenes, marcando a sus dos queridas cerdas con sus iniciales, como usted ha dispuesto. Sé que se trataba de un castigo para ellas por haber follado con mi compañero, pero yo lo veo como una muestra de su bondad, al permitir que lleven su marca inconfundible de por vida. Espero poder merecer ese honor yo también muy pronto.

-        Si realmente lo deseas, lo obtendrás, –le respondí, ya seguro de que era una buena hija y sería marcada como tal–.

Fueron unos meses plácidos, con todas las comodidades que me daba saberme el padre de una familia bien avenida. Mi esposa, la perra maravillosa que había impulsado todo lo bueno que me rodeaba, estaba encantada de poder tener dos hijitas y de contemplar el desarrollo del embrión de una tercera. Mi hija pequeña Bela, tan voluptuosa ya, compartía su habitación y sus juegos con su hermana, a la que solía torturar para mantenerla siempre húmeda y preparada para mis caprichos. Y el joven pipiolo nos iba haciendo visitas para mostrarnos sus evoluciones, tan espectaculares que su aspecto era ya el de toda una mujercita, con dos melones impresionantes y un cuerpazo de bandera.

Tanto era así que nada hacía recordarnos que había nacido varón, excepto sus genitales, que no habían sido operados. Su antigua compañera de voluntariado, mi hijita Nuria, seguía siendo la encargada de humillarse atendiéndole cuando venía a casa a exhibir su nuevo cuerpo, y yo acabé tomando la decisión de que conservase su polla y sus huevos, dando por finalizado así su proceso de feminización.

Resolví que aquella nueva hembra era un aliño simpático para mi familia, y le autoricé a convivir con nosotros. Además le apliqué el mismo tratamiento que a su madre y sus dos hermanas, dejando que las cuatro cerdas jugaran entre sí, y resignándome a utilizar en su caso sólo dos agujeros contenedores de mi semen. La fidelidad filial de la secretaria puta había resultado a prueba de bombas, y correspondió a la transexual el honor de marcarla a fuego. Un tiempo después, mi hijita Bela, tan adulta ya, fue la que marcó a la cerda de la polla, cuyo comportamiento también era excelente, hasta el punto de que resultó la más arrastrada de todas.

El herrado de mis putas, que había comenzado como un supuesto castigo, se convirtió en lo que realmente era: mi aprobación como miembros de mi familia de las cuatro tetudas imponentes. Sin perder un ápice de mi autoridad, la concesión de que hubiera dos pollas en la casa aumentó el bienestar familiar.

Por ejemplo, mi perra Diana estaba encantada cuando su antiguo admirador, ahora su querida hijita tercera, le clavaba su estaca en la boca mientras yo, su amo, la enculaba y le propinaba una de aquellas palizas que le hacían sentir útil. O la adorable Bela, que ahora tenía dos compañeras de habitación, a las que a veces ataba juntas, mientras la polla de la bella hermafrodita follaba a la de su hermana Nuria, como siempre.

La secretaria, por su parte, había aprendido que el rechazo a su antiguo compañero había cobrado pleno sentido, porque su alma masoquista necesitaba de continuas dosis de humillación, y qué mejor para sentirla que ser violada a menudo por la polla de aquél que nunca habría aceptado como amante, una vez que éste era su hermanita tetuda.

Verlas tan felices a todas me la ponía muy dura, y acababa regándolas con mi orina después de unas buenas raciones de hostias bien dadas, y de empalamientos con mi miembro, ése que todas sabían mantener bien erecto con su actitud de buenas madre e hijas modelo.

Mis dos hijas más recientes, las que habían sido compañeras en la organización de adopciones, habían dejado de trabajar allí como voluntarias cuando las adopté. La transformación del chaval no aconsejaba que se volviese a poner en contacto con aquella empresa, pero Nuria iba a ser mi gancho para el plan definitivo. Le di plenos poderes para disponer de mi capital, y la envié a negociar la compra de la institución, incluyendo la mansión y sus internos por adoptar.

Los dueños de la organización acabaron vendiéndola, y me trasladé con mi familia a vivir a la residencia. Saltaba a la vista que las preferencias de los antiguos propietarios eran muy similares a las mías, porque la gran mayoría de los niños internos eran hembras creciditas. En pocos días, colocamos a todos los niños varones en distintas familias, quedándonos con las niñas y suspendiendo las actividades del negocio de adopciones, despidiendo al grupo completo de trabajadores.

El lugar donde se encontraba la finca era inaccesible, con todo su perímetro cercado y muy lejos de cualquier mirada indiscreta. Las instalaciones incluían todo tipo de servicios: dormitorios, comedor, salón de actos, amplia zona de recreo, granja y varias hectáreas de campo, tanto agreste como cultivado. Mi esposa y mis tres hijas se encargaron de organizar la nueva comuna, en la que yo era el amo indiscutible y todas las hembras estaban a mi servicio.

El grupo de niñas se adaptó muy bien al nuevo régimen interior. Cuando no recibían sus clases, impartidas por mí y mi familia, las más mayores trabajaban en las tareas de mantenimiento, mientras que las de menor edad iban aprendiendo de las otras a ser mis esclavas del futuro. Desde la primera grabación en vídeo de la visita de los dos chavales, nuestra colección de películas caseras había aumentado y las proyecciones en el salón de actos para todas las internas tenían mucho éxito y contribuían a su aprendizaje.

Mi perra y mis tres hijas se encargaron de seleccionar a las pupilas que formaron la primera “clase de favoritas”, una costumbre que se mantuvo cada curso. Era un grupo de 15 internas, a las que yo me dedicaba a impartir personalmente su educación. En el aula se observaban unas normas estrictas de comportamiento y vestuario, y un sistema docente basado en los premios y los castigos. Las niñas se sentían privilegiadas por haber sido las elegidas y no solían dar ningún problema de disciplina, aunque cuando eso sucedía era cuando yo más disfrutaba.

En la primera fila se sentaban las que estaban más buenas, atendiendo a mis criterios habituales: grandes tetas, y carita y resto del cuerpo de modelo. El uniforme consistía en la consabida falda minúscula roja de cuadros, medias blancas por encima de las rodillas, zapatitos de tacón, miniblusa ceñida y escotada, minicorbata a juego con la falda, y la melena recogida con lazos en dos coletas altas, aunque también estaban permitidas las trenzas. Los pupitres eran de dos plazas, favoreciendo que las alumnas pudiesen intimar en parejas.

Las clases se desarrollaban con buen ambiente, porque las niñas querían agradarme, al saberme su benefactor. Todas pugnaban por llamarme la atención, sobre todo las de la primera fila, que se sabían las predilectas y deseaban mantener su privilegio. Y vaya si me la llamaban, ya no sólo con su divina presencia, sino también porque procuraban que sus tetorras se mostrasen casi al completo a través de sus escotes, o que sus culitos se dirigiesen hacia mí cuando se levantaban a recoger cualquier cosa que se caía al suelo.

Lo mejor era cuando les daba permiso para ser un poquito cariñosas por parejas, y me ofrecían la hermosa visión de sus caricias. Contemplar a aquellas zorritas besándose, notar sus pezones endurecidos luchar contra la fina tela de sus blusas blancas, seguir la trayectoria de sus deditos entrando bajo las faldas de sus compañeras, era la confirmación de que mi labor docente estaba dando sus frutos ya desde el principio.

Durante esas primeras clases, yo no intervenía físicamente en los juegos de las niñas. A lo sumo, me veía obligado a recolocarme la polla bajo el pantalón ante tanta belleza desparramada. Día tras día la complicidad entre ellas y yo se acrecentaba, y las mismas zorritas se encargaban con sus roces, sus provocaciones y sus súplicas de que acabase sacándome la polla para usar sus agujeros a mi antojo.

Lo que más dura me la ponía era mi obligación a mantener la disciplina si alguna alumna incumplía las normas, llegando tarde a clase, hablando sin permiso, o con algún fallo de vestuario que realzara menos o cubriese más de lo obligado su cuerpo de elegida. Entonces aplicaba los castigos corporales, que pasaban de los azotes en el culo de los primeros días a verdaderas palizas al final del curso, no sólo porque la progresión me resultaba cada vez más excitante, sino porque a medida que avanzaban los meses, las niñas iban pasando del sufrimiento al placer con las medidas disciplinarias y me veía en la tesitura de endurecerlas.

Tras las primeras semanas de cada curso, cuando el ambiente ya era propicio, invitaba a alguna de mis perras a que les diese charlas temáticas. Aunque mi perra Diana y mis hijitas Bela y Nuria tenían intervenciones fabulosas, que acababan con pequeñas orgías con las alumnas, la conferencia estrella siempre la protagonizaba mi hija transexual, que llenaba de curiosidad a aquellos angelitos cuando acababa mostrando su polla erecta, tal y como se le ponía cada vez que se arrodillaba ante mí.

Al final de curso se celebraba la ceremonia de confirmación a las chicas mayores como mis esclavas incondicionales, que incluía una buena regada por mi parte, meándoles encima en grupo. Así obtenían su graduación y pasaban a trabajar al servicio de mi comuna. En unos años, todas las niñas acabaron sus estudios y convivían en paz, ya convertidas en mujercitas.

Y aquí vivimos mi familia y yo, en este paradisíaco lugar apartado del mundo, felices de saber que todas las internas se sienten orgullosas de estar a mi servicio y yo con la conciencia tranquila y el alma serena por haber sabido conducir mi vida, con la ayuda de mi buena esposa, que siempre ha sabido darme todo cuanto necesito y aún más: tres hijas adorables y decenas de esclavas leales y dispuestas siempre a ser usadas en lo que me plazca.