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La tetuda piadosa

en Dominación

Soy una chica católica mayor de edad y vivo sola, en un apartamento alquilado. Trabajo en una oficina como administrativa, en horario de mañanas. Por las tardes frecuento los centros comerciales y los fines de semana salgo a tomar algún refresco con mis amigas. Mi relación con los hombres es inexistente. Siento que mi cuerpo tiene que ser ocultado, porque es ridículo, a causa de mi enorme busto. Gracias a que utilizo ropa holgada, consigo que mi gran defecto pase desapercibido. Cuando tengo que desnudarme en mi casa, procuro que los espejos no me devuelvan la horrible silueta de mis pechos, que son la causa de mi mortificación.

Si ya de por sí mi gran contorno pectoral es gigantesco, el hecho de que el resto de mi cuerpo sea normal, o incluso me atrevo a decir que bonito, hace que por contraste parezca una grotesca muñeca de feria. Pero procuro darle gracias a Jesucristo por haberme dado un motivo evidente para sentirme humillada ante él, que en su infinita sabiduría nos pone pruebas para que sepamos encontrar el camino de la santidad.

Cuando estoy acostada por las noches en mi cama, siento que Jesús está escuchándome y le rezo con más intensidad. Él me habla a través de mis propios pensamientos. Sé que me ama, lo noto sin ninguna duda, pese a que soy su esclava deforme. La devoción por mi Señor me hace agitarme entre las sábanas y ofrecerle mi cuerpo para que lo atormente. Siento claramente que dirige mis manos y las obliga a castigar mis dos enormes imperfecciones, poniéndome a prueba.

Él sabe que huyo de mi propia imagen y por eso hace que me desnude por completo y me arrodille ante el espejo para avergonzarme de mi ridícula figura. Le ofrezco humildemente mis dos grandes pedazos de carne pecadora para que los purifique mediante el dolor. Él consigue que mis pezones crezcan y se endurezcan para poder morderlos con fuerza. La misma fuerza que me da para apretar los dos globos y azotarlos, hasta que alcanzo el éxtasis y me vuelvo a acostar, dolorida y feliz por haber servido a mi Señor Jesucristo.

Él me obliga también a purificar mi vagina, frotando mi clítoris hasta hacerme gritar. A medida que pasan los días, debo usar más objetos además de mis dedos y mis uñas para ofrecerle mi esclavitud. Él me guía para encontrar los más adecuados. Con el cepillo del pelo me golpeo la entrepierna, con las pinzas de la ropa me sujeto los pezones y el clítoris, con los cordones de mis botas me ato los pechos, con los tenedores de la cocina me marco sus divinas señales…

Siento que debo avanzar en mi devoción. He recibido la señal de que no es correcto que mi deformidad sea ocultada a los ojos del mundo, para poder sufrir la mofa de las gentes y ofrecer al Todopoderoso el suplicio de ser mancillada. Decido, guiada por el Señor, ir a trabajar con ropa ceñida, que no deja ninguna duda respecto a mi enorme defecto. La vergüenza de ser observada por mis compañeros de oficina, todos varones, es una prueba para mí, y paso toda la mañana en contacto directo con Jesucristo, mojando sin cesar mis bragas con los jugos del éxtasis.

Por la tarde me dedico a comprar ropa propia de prostitutas degeneradas. Sé que cuando la utilice seguiré avanzando en mi camino de purificación, a través de la inmensa perturbación que me va a producir exhibir mi cuerpo tan imperfecto. Son conjuntos casi inverosímiles, y dudo sobre si ponerme uno para ir al trabajo. Pero mi Señor me convence. Soy suya y debo obedecerle siempre, aunque creo que voy a tener problemas que, en todo caso, ofreceré como sacrificio.

Me levanto y elijo mi atuendo de hoy, mientras rezo ofreciendo cada pieza de ropa a Dios misericordioso. Un sujetador negro de media copa recoge a duras penas mis terribles ubres. Las cubro parcialmente con un chaleco que no logro abotonar del todo, a juego con una falda ceñida, unas medias de liga y unos zapatos de tacón. Estoy muy nerviosa y me veo obligada a mirarme al espejo. Compruebo que tengo que completar la transformación en ramera. Me pongo un collar de perlas, me suelto la melena y me maquillo con colores fuertes. Ahora sí, estoy preparada para las humillaciones que sean precisas. Todo por mi amado Cristo.

Mis compañeros de trabajo están toda la mañana acercándose a mi mesa con cualquier excusa. Todos fijan su atención en mi busto, y uno de ellos, Rafael, me ha hecho un comentario sobre mi belleza, mientras sonreía. Está claro que se burlan de mi deformidad. Al volver a casa en el autobús, un señor ha estado tocándome los pechos gigantes. Yo he permanecido inmutable, a sabiendas de que mi ropa tan inusual le había llamado la atención. Me ha dejado una tarjeta en el bolso. Creo que le llamaré para disculparme.

Ya por la tarde, voy al centro comercial de nuevo. Esta vez me he puesto ropa más deportiva. La talla más grande de un top de gimnasia gris claro me queda ciertamente apretada. Tuve que comprar los leggins aparte. Me hago una cola de caballo en el pelo y salgo, sin ropa interior porque se marcaría mucho. Todos me recorren con la mirada, incluidas las mujeres con niños. Mi amado Jesucristo está satisfecho y me envía sus señales inequívocas: vergüenza sobre vergüenza, tanta fijación del resto, inédita para mí, me endurece los pezones y me moja la entrepierna. Estoy segura de que todos creen que soy un reclamo monstruoso de algún espectáculo de terror.

Me siento en un banco apartado y llamo a don Gabriel, el señor del autobús. Le pido disculpas por mi modo de vestir y me pregunta dónde estoy. Se lo digo y aparece en un momento. Conversamos y le explico que Dios me ha inspirado para mostrar mi deformidad en público y así poder acercarme a su reino a través de la mortificación. Parece una persona piadosa, porque se ofrece a ayudarme. Me pide todos mis datos personales y los guarda con celo en su teléfono. Hay en él un halo de santidad indiscutible.

Introduce una mano en mi top y me retuerce un pezón, lo que me obliga a sacar mi lengua para respirar mejor. Él continúa prestándome su auxilio, porque me muerde la lengua y mete su otra mano en mi entrepierna, bajo mis leggins, sin importarle que esté tan mojada.

Compruebo que mi agitación y la suya son comparables, y doy gracias a Dios por enviarme este ángel de la guarda. Le digo don Gabriel que estoy muy agradecida por su ayuda, y que si no le importa busque mi clítoris para apretarlo entre sus dedos. Confirmo que es un enviado de Cristo, porque lo encuentra al momento y lo tortura con dedicación.

Sorprendentemente, en vez de estar horrorizado por mi compañía, el buen hombre me indica que también me necesita para que compartamos mortificación. Meto una mano en su pantalón y agarro su pene endurecido, frotándolo para devolverle el favor. Sin sentir ningún asco por mí, intercambia su saliva con la mía, mientras seguimos frotándonos. Entre jadeos, siento que este encuentro místico me acerca a la ansiada unión con la divinidad.

El caballero me indica que vive muy cerca y me ofrece su casa para continuar nuestro ejercicio piadoso. Le acompaño feliz, convencida de que esta prueba es la definitiva para alcanzar el grado de elevación espiritual al que me obliga mi condición de creyente.

Ya en su casa, mi ángel me expone los pechos levantándome el top y después de azotarlos con fuerza me obliga a arrodillarme ante su pene, que trago con la seguridad de que es una prueba enviada por mi amado Jesucristo. Decido que todo mi fervor puede ser depositado en ese hombre, que está dedicado a compartir conmigo los mismos sentimientos devotos que hasta entonces había experimentado sola. Me dejo llevar y él agarra mi pelo hasta hacerme ahogar con su miembro en mi garganta, mientras mis pechos gigantes se bambolean golpeándole las piernas.

De repente, comienza a eyacular y me atraganto, retirando mi cabeza. Su semen vuela sobre mí regándome el pelo, la cara y mis dos enormes bolsas mamarias. Siento que la escena reproduce la alegre recepción del maná en el desierto y doy gracias a Dios por ello. Recojo con mi lengua todos los restos del miembro de mi ángel, que me fuerza también a lamerle los testículos y el ano sudoroso. Me afano en limpiar al enviado de Cristo para demostrarle mi fe.

Él se muestra satisfecho y utiliza palabras malsonantes, que recibo como mensajes inequívocos de la divinidad: “Puta tetuda viciosa, necesitas una buena paliza para ponerte en tu sitio, cerda emponzoñada, saco de mierda, basura humana, perra corrompida, pervertida y depravada, te voy a convertir en mi esclava incondicional”.

Yo le miro encandilada, dispuesta a cumplir su mandato, poseída por la paz interior que da estar ante el mismo Dios, que se ha encarnado en ese hombre que me dice cómo me siento, sin necesidad de explicarle nada. “Por favor, mi Dios, hágase en mí según tu palabra”.

El arcángel me golpea por todo el cuerpo, me propina patadas, me muerde, me transmite su mensaje de dolor y redención. Me siento íntimamente entregada a su voluntad, doblegada a su poder, feliz, libre de pecado, completamente mojada. Su pene vuelve a endurecerse, en una nueva comunión mística con mis pezones de cerda, y abro mis piernas para que pueda tomar mi virginidad, como el Espíritu Santo impregnó a la Santísima Virgen María.

Yo sé que mis oraciones han surtido efecto, y veo ahora la realidad: es el mismísimo san Gabriel quien está escupiéndome en la cara, quien se esfuerza con grandes resoplidos en llegar con su pene sagrado hasta lo más profundo de mis entrañas. Soy la afortunada receptora de sus bofetones, de su sacrificado trabajo de tormento y alabanza a mis dos deformidades, que agarra, amasa, azota, retuerce y aprieta como si fuesen objeto de gusto para él.

Mi interior se estremece de júbilo al recibir la semilla del enviado. Visiblemente cansado por su trabajo divino, alza su pecho, saca su miembro de mi vagina y me dedica un nuevo riego, ahora externo, de su orina santa. Procuro beber la mayor parte posible, en la certeza de que se trata de agua bendita, al provenir de mi amo Gabriel.

Ya se ha hecho de noche y pido permiso a mi señor para retirarme a mi casa. Él me lo concede y agradezco su clemencia, jurándole que acudiré a sus pies al día siguiente. Ya en mi casa, doy gracias al Señor por las pruebas que me ha concedido durante el día. Creo que no es pretencioso afirmar que ya soy una santa, porque he sido elegida por Cristo para sentir el mayor de los placeres: servirle como la mejor de las esclavas. Duermo con más paz que nunca.

Si bien mi buen Dios se comunica conmigo a través de mis propios pensamientos, su enviado lo hace mediante mensajes de teléfono, sin duda para rebajarse a su forma humana, como Jesucristo accedió a ser crucificado. Todo se desarrolla, como bien dice la Biblia, siguiendo un plan preestablecido, y así es como asumo los textos que me escribe mi amo Gabriel, sin poner en cuestión nada de lo que me ordena. Así, cosas como que debo modificar mi modo de expresarme, no volviendo a utilizar palabras como pene o pechos y sustituirlas por sus equivalentes pecaminosos como polla o tetorras, son inmediatamente asumidas por mí.

Sé que mi transformación en ramera, inspirada por el Altísimo, es mi camino directo al paraíso. Sé que la humillación es la clave para la perfección. Y sé que ya es la hora de prepararme para ir a la oficina. Elijo mis prendas de martirio, guiada por el Espíritu Santo: una blusa blanca sin sujetador, una minifalda negra elástica y unos botines de tacón alto con hebillas en los tobillos. El conjunto es sencillo, propio de una oficinista como yo, pero el exagerado volumen de mis tetas de cerda oprime la tela de la blusa, dejando ver mi piel entre los botones. Y la falda se adapta a mi culo como una segunda piel, haciéndome sentir desnuda.

Mientras trabajo en mi puesto, se repiten las miradas y las continuas visitas de ayer. Mi compañero Rafael vuelve a alabar mi aspecto. Él siempre ha sido amable conmigo, y le agradezco que oculte su rechazo a mi deformidad, mostrándose admirador de mis tetazas. Le explico mi situación en voz baja, incluido mi encuentro con don Gabriel y las razones por las que visto así. Él comprende todo a la perfección: su pantalón se hincha confirmando nuestra complicidad.

Me lleva a la sala de café. Una vez solos allí, me ordena que le sirva uno, y me empiezo a dar cuenta de que estoy ante otro de los arcángeles. Su actitud, parecida a la de mi amo Gabriel, me confirma en ello: mientras le atiendo, posa su mano en mi culo y lo agarra con fuerza, para pasar luego a introducir su mano bajo mi falda y moverla en mi coño para darme mi ración de santidad. También me agarra fuerte del cuello, mientras me dice que soy una puta calientapollas, y mi pecho siente un gozo tan grande que desabrocha solo la blusa con su opresión, liberando mis terribles tetas de vaca.

San Rafael saca su rabo y me obliga a frotarlo entre mis tetorras, ya arrodillada en nombre del Señor. Con su movimiento arriba y abajo, acierto a chuparle el capullo mientras sigue el ejercicio espiritual. Acabo comiéndome entera su polla, abrazada a su pierna para soportar el mareo que me produce estar de nuevo en comunicación con el cielo. Él me regala su carga de esperma, que trago en su totalidad, mientras froto mi coño de perra con su pierna y alcanzo el orgasmo purificador. Nos arreglamos para volver a nuestro trabajo, pero antes me confirma su misión divina, igual que mi amo Gabriel: “Puta tetuda, desde ahora vas a ser mi perra, te usaré como yo quiera y estarás a mis órdenes”. “Sí, mi amo. Hágase en mí según tu palabra”.

El resto de la mañana se desarrolla rutinariamente. Mi compañero, que ha resultado ser el arcángel san Rafael, mensajero del amor de Dios, revela al resto de la plantilla que ahora soy suya. Un escalofrío de orgullo se me apodera, y tengo que torturar mis pezones contra el borde de la mesa. Mi amo Rafael me observa satisfecho desde su puesto, mientras un hilo de babas cae de mi lengua de perra salida y entregada.

Al acabar la mañana de trabajo, contesto los mensajes de mi amo Gabriel mientras me acerco a su casa, donde me espera para continuar mi entrenamiento. Cuando entro por la puerta, me descubro las tetazas, me postro ante él y le lamo los zapatos, recordando el gesto de la Magdalena con Jesús. Pese a que estoy viviendo unos acontecimientos continuados de milagros sin fin, me sorprende encontrar ante mi vista cuatro zapatos para lamer. Mi buen amo Gabriel me presenta al desconocido: se trata de don Miguel, al que inmediatamente reconozco como el tercer arcángel, el vencedor de Satán. Me pongo a sus órdenes henchida de placer cristiano, emocionada por identificarme como la puta de Babilonia, encarrilada hacia la conversión y la salvación.

El arcángel san Miguel, como prodigiosamente sucede con mis otros dos amos, lejos de horrorizarse con el asqueroso volumen de mis tetas, canta sus alabanzas. Entre don Gabriel y don Miguel, me arrancan la ropa y me arrastran a la cama del dormitorio llenándome de golpes e insultos. Me colocan a cuatro patas. Mi fervor cristiano acelera mi corazón, mientras chorreo por mis agujeros, que están siendo invadidos con furia por las dos pollas de los arcángeles. Recuerdo las palabras de Jesucristo a santa Margarita: "Déjame que pueda usar de ti según mi placer. Ahora quiero que seas el objeto de mi amor, abandonada a mis voluntades, sin resistencia de tu parte, para que pueda gozar de ti". Y la réplica de la santa: “Te ofrezco mi pecho, mi boca y mi lengua para que vengas a mí. ¡Ven a saciarme!”.

Mientras mi amo Gabriel me atornilla el culo con su polla, mi nuevo amo Miguel hace lo propio con mi laringe. Estoy atrapada entre los dos enviados de Dios, regada por sus azotes, colmada de la experiencia de elevación mística en progresión. Dos pollas a la vez son un regalo que agradezco, a sabiendas de que no será mi mayor sacrificio.

Mis amos han preparado unos objetos de mortificación corporal, que me muestran después de usarme a su antojo. Se trata de unos exvotos con forma de polla, para mi uso particular. Me indican que debo llevarlos alojados en mis agujeros de puta, para recordar permanentemente mi condición de esclava humillada.

Obedezco al instante, colocando el más grueso y corto en mi ano y el otro en mi coño. Siento una maravillosa incomodidad, que me coloca la voluntad en la delgada línea roja entre el cielo y el infierno, donde debo estar. Mi purgatorio es mi purificación. Me dejan marchar. Camino con dificultad hasta mi hogar, donde me dispongo a resumir mentalmente mis últimas experiencias, con la ayuda de mis conocimientos de la Biblia.

Según el libro sagrado, las legiones de ángeles a las órdenes de Dios están capitaneadas por los tres arcángeles que me visitan: san Gabriel, el mensajero, que anuncia a la Virgen su embarazo; san Rafael, el facilitador de la unión entre hombre y mujer, que ejerce de Cupido entre Tobías y Sara; y san Miguel, el guerrero, que lucha contra Satanás.

Una nueva revelación se produce en mi interior: mientras me masturbo en el suelo de mi cuarto introduciéndome un puño en cada agujero de mi entrepierna de perra insaciable, llego a la conclusión clara de que estoy poseída por el Demonio. Escucho mis propios gritos de placer y reconozco la voz de Lucifer en ellos. Me doy cuenta de que soy el vehículo de mi Dios para atrapar a su enemigo eterno.

Decido servir la causa para para la que he sido concebida, y rápidamente vuelvo a colocar los exvotos en su sitio, para evitar la salida de mi presa. Me acuesto a dormir amordazada con un paño de la cocina, introduciéndome una de mis bragas en la boca para tener mis tres agujeros bien taponados. Duermo satisfecha de nuevo, segura de mi plan para el día siguiente.

Es sábado, día de celebración entre el pueblo elegido por Dios, y no laboral en mi oficina. Contesto a los mensajes lascivos de mis tres arcángeles, que continúan inspirados por el Altísimo para tenerme a su servicio y adorar mis terribles deformaciones mamarias. Los tres coinciden en eso, y recurro a mi fortaleza cristiana para dejar que la bestia infernal que alojo en mis entrañas se confíe: en un ejercicio de sutil estrategia, me auto convenzo de que mis tetorras son bellas, para sintonizar con el mandato divino. Noto que Lucifer ríe en mi interior, persuadido de que estoy en su poder total, cuando miro mi reflejo desnudo en el espejo y veo por primera vez mi cuerpo como símbolo de perfección sexual, viciosa y emputecida.

Proporciono a mi compañero de oficina la dirección de mi amo Gabriel, para reunir a mis tres dueños y acudir a ser exorcizada. Mientras, me visto para la ocasión. El enorme volumen de mis tetazas de cerda es ya para mí un aliado, que me produce seguridad, lejos de mis miedos anteriores. Con dos pinzas para papel y una cadena, improviso un sostén, que mantiene alzadas mis hermosas ubres, ya de por sí firmes. La cadena pasa por mi nuca y las pinzas aprisionan mis pezones. Lamento tener que tapar esa visión hermosa y lasciva, y me enfundo un vestido rojo tremendamente escotado, atado también a la nuca. Lo conjunto con unas sandalias rojas de tacón, cuyos cordones ascienden haciendo cruces por mis pantorrillas, y pinto mis veinte unas del mismo rojo intenso que aplico a mis labios.

Durante el camino, me doy cuenta de que las miradas que antes consideraba de burla y desprecio son en realidad de admiración por mi figura de diosa. Siento que mis dos tapones, el anal y el vaginal, están siendo humedecidos con mis jugos de puta en celo, producidos por el agudo dolor de mis pezones, la satisfacción de verme deseada por todos y la certeza de que la sesión que me espera va a ser antológica. Doy mil gracias a Cristo por todos sus dones.

En la casa me esperan mis tres protectores, que en su forma humana ya han congeniado, como yo había previsto. Les explico mis últimas averiguaciones, y ellos se disponen a luchar contra el Maligno, capitaneados por don Miguel, que resulta ser el gran estratega. Me colocan tumbada boca arriba en el suelo, con mi vestido rojo ya arrugado y recogido en torno a mi cintura. Cada uno me pisa con saña divina la cara, las tetorras y el coño. Acierto a lamer la suela del zapato del capitán que me aprisiona la mejilla, en gesto de devoción.

El amo Gabriel me introduce su bota en el coño, follándolo con fuertes patadas que me llevan a la gloria; el amo Rafael sube en pie sobre mis ubres, pisando las pinzas y provocándome dolores intensos, de aplastamiento y de desgarro devoto. Y el amo Miguel me patea la cabeza como un balón. El sonido de sus golpes en mi cráneo me enloquece de placer y comienzo a correrme entre grandes espasmos, gritando las frases del Credo.

Una nube de color amarillo parduzco, acompañada de un intenso olor a azufre, surge de mis entrañas y se libera por mi culo, mi coño y mi boca. Mis amos gritan palabras que no entiendo, pronunciándolas a la vez, hasta que la nube toma forma y aparece el diablo en persona. Contra todo pronóstico, se encarna en su forma femenina de súcubo. San Miguel le lanza un extraño rayo que la deja inmóvil, y comenta con mis otros dos amos algo de un gas paralizante de fabricación humana.

Acierto a ver de cerca los detalles de la que ha sido mi huésped. Su piel es rojiza, como la de una india americana. Su apariencia es totalmente humana, y su cuerpo se asemeja tanto al mío que creo ver a mi doble, incluidas las tetorras gigantes y jugosas. Los arcángeles se dan la mano y se dirigen a mí.

  • Ahora, puta arrastrada, tendrás que ser la guardiana de esta perra hasta que se tome la decisión final.

Me planteo si el dolor y el placer extremo al que me han llevado mis amos me está provocando alucinaciones. En ningún texto ni comentario sagrado he aprendido nunca que el Demonio pueda ser vencido, excepto en el Apocalipsis, cuando el mundo llega a su fin. Pero me explican que Dios, en su infinita sabiduría, ha inspirado al hombre para fabricar el gas que mantiene al Diablo controlado. Su uso en las guerras es letal, pero las consecuencias sobre Satán son la mengua de sus poderes para siempre. Ahora ella está a mi merced.

Decido tomar las riendas de la situación y llamar Lilit a esta personificación de Lucifer. No defraudaré a mi Dios, como no lo he hecho nunca hasta ahora. Ella se levanta aturdida y acude a mi presencia. Mientras la beso y le froto el coño, entrechocamos nuestros enormes melones, arrodilladas en el suelo. Los amos empiezan a orinar sobre nosotras, entonando salmos, hasta que desaparecen dejándonos en un charco de meada bendita. Busco por la casa algo para cubrir a Lilit, y encuentro una sudadera grande que le sirve de vestido. Me sigue por la calle como un borreguito.

Lilit y yo pasamos el domingo en mi casa, repasando los acontecimientos. En su situación de prisionera, se comporta de modo adorable. Ha estado durmiendo en la alfombra, a los pies de mi cama. Procuro rezar para mis adentros, porque cada vez que oye palabras piadosas siente que la cabeza le va a explotar. Ya se irá acostumbrando. Recibo mensajes de mis amos, que me ordenan de nuevo la custodia de Lilit y me dan instrucciones para proseguir mi vida, ahora como celadora.

También tengo mensajes de mis amigas, que me han echado en falta la noche del sábado. Bastante tenía yo con mi sesión de exorcismo, torturas, aparición del Diablo, y conversión en su guardiana, nada menos. Ellas no lo entenderían. Y menos que por fin he descubierto que mis enormes tetazas son, en realidad, lo más bello de mí a la vista de cualquier hombre. Las iré poniendo al corriente poco a poco. Lilit se ríe con ganas al oír mis reflexiones en voz alta y me confirma que cuando decidí cambiar mi visión acerca de mis ubres, ella creyó que me tenía poseída para siempre. Pero gracias a la alerta de mis tres amos, todo ha salido bien.

El poder de Dios es incalculable. Me recreo en el cuerpo de mi prisionera, percatándome de que su extrema belleza me devuelve la imagen de mí misma. Es una versión mejorada de la historia de Narciso, que pereció contemplando su propia belleza en el lago. Pero ahora no me ahogo más que de placer, besando durante horas a esa preciosidad, recorriendo su cuerpo con el mío, acoplando nuestras piernas, nuestros brazos, nuestros coños y culos perfectos, llenando de caricias y saliva los dos mejores pares de tetas de la historia sagrada.

El Diablo domesticado es el mejor objeto de deseo que se haya concebido. Recuerdo, cuando las caricias progresan y pasan a hostias, forcejeos, aliento, lucha de titanes e inauditas inserciones de brazos y pies, las palabras de la Biblia en el Cantar de los cantares: “Me senté junto a quien tanto había deseado, y su fruto es muy dulce al paladar mío. Tus dos pechos son como dos gamos mellizos”. Nos corremos una y otra vez y acabamos durmiendo exhaustas y abrazadas.

Llega la mañana del lunes. Lilit y yo no podemos separarnos, según las instrucciones de mis amos. Nos vestimos, en un guiño a nuestras naturalezas, ella de rojo y yo de azul claro. Las dos sin ropa interior, las dos apretadísimas. El bamboleo de nuestras magníficas tetazas acompaña al taconeo, en un concierto de sexo rebosante. Sé que soy la portadora de la voluntad de Dios, y eso me hace entrar con seguridad al despacho del jefe. Sin apenas dejarle hablar, le comunico que mi amiga va a trabajar con nosotros. Él asiente, embobado por la visión de nuestros melones inmensos y nuestra presencia extremadamente erótica. En un momento, Lilit ya tiene su contrato firmado.

Es la primera mañana de muchas con todo el equipo humano de la oficina a nuestros pies, incluido Rafael, que disimula su condición de arcángel. Las ventajas de la belleza extrema son indudables, y vuelvo a agradecer a Cristo que me las haya revelado. Lilit y yo exprimimos con todos nuestros agujeros las pollas de mis compañeros y nuestro jefe, que ahora ya sólo lo es nominalmente. Todos estamos encantados de convertir ese gris lugar en un colorido lupanar, en una Gomorra consentida por el Altísimo para tener a buen recaudo a su enemigo eterno.

El Diablo está amansado, pero conserva algunos de sus poderes. Mi Lilit es capaz de follar con todos a la vez, mientras yo descanso. También, ya por la tarde, consigue que las dependientas de las tiendas a donde acudimos para surtirnos de más conjuntos de putas, nos obsequien con todo lo que elegimos.

De hecho, nuestra presencia acaba pronto por convertir al centro comercial en un templo del deseo. Todos sus locales y corredores son ahora escenarios de lujuria incontenida. Las familias se despojan de la ropa y fornican con ímpetu, sin distinguir ningún lazo de sangre. Las mujeres arden hasta que encuentran con quién acoplarse. Los hombres eligen con libertad a las adolescentes putillas que merodean, semidesnudas según la costumbre a la moda. Todos son felices en esta nueva versión del Jardín de las delicias de El Bosco, aquel piadoso pintor holandés.

La semana transcurre entre orgasmo y orgasmo, por las mañanas en la oficina y por las tardes en el centro comercial, nuestros dos lugares de expansión cuando no estamos en mi casa. Los tres arcángeles nos acompañan en ocasiones, imponiendo sus grandes pollas y sus modos violentos para redondear la misión.

La tarde del viernes llamo a mis amigas para quedar a tomar algo. Cuando me ven aparecer tan emputecidamente bella, y acompañada de mi doble, se frotan los ojos sin comprender nada.

El poder de Lilit es grande, y en unos minutos les hacemos comprender que realzar la belleza es la vía para alcanzar el placer. El grupo comienza a desabrocharse, ajustarse y recolocarse la ropa, para lucir sus encantos, y pronto están manoseándose unas a otras mientras Lilit y yo las ponemos bien calientes con nuestros besos y caricias. El influjo surte efecto, igual que siempre, en todo el bar. Ya no se distingue bien entre camareros y clientes. Se respira la dulce melodía de la depravación sexual, de nuevo.

El fin de semana se desarrolla en el mismo tono, cerrando el círculo de acciones, lugares y personajes que ahora forman mi mundo. Ahora soy feliz, a sabiendas de que poseo unas armas de mujer inigualables, unos amos arcangélicos y una compañera de juegos incontestablemente diabólica. La paz en el mundo ha llegado y todo ha sido gracias a mi santidad.

Como ya se sabe, Lucifer era un compañero de armas de los tres arcángeles, que decidió dar un golpe de estado para sustituir a Dios. Como Dios y su ejército vencieron en la batalla, el Demonio vagaba por el mundo reclutando humanos para evitar que formasen parte del equipo celestial. Ahora que mi Lilit está desactivada, la guerra no tiene sentido, y humanos, ángeles y Dios estamos en el mismo bando. El bando del placer sin límites, de la felicidad absoluta.

Se ha confirmado sin ninguna duda la infinita sabiduría y poder omnímodo de la Santísima Trinidad: “Por Cristo, con Él y en Él, a ti Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria, por los siglos de los siglos, amén”. Y que vivan las tetas enormes, bien regadas por el semen de sus admiradores.