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La magia de Fedra (1 de 8: Fedra)

en Dominación

Mi mujer es mi esclava. No se trata de un juego sexual ni de una opción de vida reglamentada por otros. Es nuestra forma de hacer las cosas. O mejor dicho, mi forma de hacerlas. Porque Fedra está enamorada de mí ciegamente, y hace todo lo que le ordeno. Con el paso del tiempo ya no tengo que pedirle casi nada: nos conocemos de sobra y su comportamiento es fenomenal. Una forma de actuar que encaja plenamente con mis necesidades. A mis 50 años, ya no soporto que las mujeres con las que me relaciono tengan ningún defecto. O asumen voluntariamente someterse a mi voluntad (a veces con alguna pequeña presión), o no les presto ninguna atención.

No me gusta admitirlo, pero he llegado a la conclusión de que Fedra tiene algún tipo de poder mágico. Desde que la conocí, mi vida es perfecta: todas mis experiencias son positivas y todas mis fantasías se cumplen sin excepción.

Antes que nada, contaré cómo es ella y cómo nos encontramos. Era una fiesta muy aburrida, hace diez años. Yo fumaba solo en el balcón y bebía mi ginebra. No conocía más que al anfitrión de la casa, mi joven amigo Juan, que estaba muy ocupado atendiendo a sus invitados. Ella salió también al balcón, con aspecto aburrido. La miré de arriba abajo. Era muy joven: luego supe que tenía 18 años. No me había percatado de su presencia allí, pero al tenerla tan cerca me di cuenta de que su cuerpo respondía a mis exigencias habituales: delgada, de carita angelical, y aunque parecía estar vestida para no llamar la atención, pronto creí ver que tras su jersey holgado escondía unas tetas enormes (condición indispensable para interesarme por una mujer), y bajo su recatada falda imaginé su cuerpo perfecto, con unas piernas y un culo preciosos. Pronto supe que no me había equivocado.

Le pregunté qué hacía allí siendo tan joven, y me contestó que había ido acompañando a una tía suya, pero que se había quedado sola. Me hablaba mirando al suelo, con voz infantil, tratándome de usted, como sigue haciendo hoy. Al rato me pidió permiso para volver a entrar. Aposté por ella desde el principio, y le dije que no se lo daba. Volvió a recostarse en la barandilla, disculpándose. Tenía ante mí con toda probabilidad a la mujer adecuada. Le agarré su culito respingón y cerró los ojos. Le dije que nos fuéramos de allí. Nadie se enteró de nuestra ausencia.

Me gustó tanto su actitud que seguí poniéndola a prueba. La llevé a mi coche. Le ordené que se sentase detrás, y me dio las gracias argumentando que estaría más ancha. Mi objetivo era, claro, que desde el principio se sintiese mi subordinada. Ya era de noche, y antes de arrancar le pedí que se quitase el jersey. Me contestó que no podía, porque debajo sólo llevaba la ropa interior. Añadió que lo sentía mucho, que la próxima vez que nos viésemos se pondría una camiseta para poder complacerme sin que yo me ofendiese con una exhibición así.

Dijo que le daba vergüenza mostrar su torso porque lo consideraba demasiado grande. Le contesté que no me ofendía y que se quitara el jersey inmediatamente. El espectáculo de sus inmensas tetas rebosantes, aprisionadas por el sujetador, me ayudó a tomar mi decisión de la mañana siguiente. Arranqué el coche y conduje despacio.

Pensé que aquel encuentro fortuito tenía todos los ingredientes de un futuro ideal. Aquella niña tetuda completamente inocente era una bomba sexual sin activar. Y yo lo estaba haciendo sin ningún esfuerzo. Su actitud reacia a quitarse la ropa sólo respondía a su temor de que yo me sintiese ofendido. Parecía no tener pudor, pero poseía todos los resortes de la sumisión.

Ella miraba preocupada por las ventanillas por si alguien la veía así, pero las calles estaban desiertas ya. Yo no le quitaba ojo por el retrovisor. Le dije que me gustaban mucho sus tetas y me dio las gracias. Cuando se las sacó del sujetador a otra orden mía, me sorprendió ver su carita sonriendo. Le pregunté por qué y me dijo que se alegraba mucho de que yo no estuviera enfadado. Te estás portando muy bien, le dije. Allí estaba mi niña, sentada en mi coche, sosteniendo sus melones para mí y feliz de contar con mi aprobación.

Luego le ordené que se quitara las braguitas porque quería ver su vulva. A esas alturas ella ya había cogido confianza y seguridad en que yo no me iba a sentir molesto, sino encantado con la visión de su cuerpo perfecto. Se las quitó, subió su falda y apoyó los pies en el asiento, abriendo las piernas y sujetándose los tobillos con las manos. Permaneció así hasta que paré el coche. Su coño brillaba a la luz de las farolas.

Le pregunté cómo se llamaba. Me dijo que Fedra, pero que si a mí me gustaba otro nombre, le pusiera el que quisiese. Se arregló la ropa y subimos a mi casa, la casa donde se quedaría conmigo para siempre.

Aquella noche estuvimos hablando durante horas. No me la follé, ni le azoté. No le meé encima, ni le retorcí los pezones. No la tumbé a bofetones ni ahogué su garganta con mi enorme polla. Simplemente estuve recabando datos sobre su personalidad para poder manipularla a mi antojo, reservándome todas esas cosas maravillosas para nuestra vida posterior en común. Ella permanecía sentada a mis pies, mirándome a los ojos, encandilada, mientras yo le explicaba cómo veía el mundo.

“Me he enamorado de usted”, me dijo con las mejillas sonrosadas por la vergüenza. Esa sinceridad, esa frescura inocente, me estaban volviendo loco. Me acosté y la vi incorporada hacia mí justo antes de dormirme, dándome un sencillo beso de buenas noches en los labios.

Siempre se ha dicho que el vínculo entre un Amo y su perra es tan fuerte que el Amo está también atado. Fedra me satisface tanto que sufriría mucho por su ausencia. Pero sé que no me va a faltar, porque siente, piensa y respira a través de mí. Tuve la suerte inmensa de encontrarla en el momento justo, cuando la vida le había llevado a un punto en el que no vislumbraba un futuro concreto. Era la hija única de unos padres que habían fallecido en accidente. Vivía con la hermana soltera de su padre, que la acogía sin muchas ganas. Había terminado los estudios obligatorios, y no tenía ningún trabajo. Y sobre todo, poseía un alma sumisa que superaba cualquier expectativa. Yo todavía no me había dado cuenta de que, además, tenía eso indescriptible que la convierte en mi amuleto, mi ángel de la guarda.

A la mañana siguiente, desperté y escuché una leve respiración cerca. Era Fedra, que dormía en la alfombra, junto a mi cama, vestida como el día anterior. Me senté al costado de mi lecho y le acaricié su carita celestial con mi pie, aplastándole cada vez más fuerte. Abrió los ojazos y sonrió. Me dio los buenos días y me preguntó si podía incorporarse. Le dejé ponerse de rodillas en el suelo, entre mis piernas. Le ordené que se desnudara. Casi había olvidado el inmenso volumen de sus tetazas. Volví a alabar ese par de melones increíble y ella me volvió a dar las gracias. Mi polla estaba a punto de explotar y le follé la boca agarrándole de las tetas. Ella hacía ruidos de ahogo, pero no se retiró en ningún momento. Aguantó como una campeona su primera mamada hasta que me vacié en su garganta.

Cuando recuperó la respiración, mi ángel me miró sonriendo y me preguntó si me había gustado, arrodillada todavía a mis pies. Le acaricié la melena y le dije que me había encantado. Durante las horas siguientes le desvirgué sus otros dos agujeros sin compasión, y ella recibió mi polla totalmente entregada. Todo lo que estaba experimentando aquella niña era nuevo, y sentirse usada por el hombre cuya compañía le hacía tan feliz era y sigue siendo su mayor orgullo.

Mientras le colocaba unas pinzas en los pezones y el coño, me rogó quedarse a vivir conmigo. No lo dudé, pero le aclaré que ella iba a ser exclusivamente la fuente de mi placer, que no quería que causara ningún problema ni que me molestara nunca con ninguna queja. Se puso a llorar de alegría, asegurándome que no me iba a fallar. Antes de que hubiesen pasado 24 horas de conocernos, ya era mi niña, mi esposa, mi mujer, mi esclava incondicional, mi perra dispuesta a cualquier tipo de humillación.