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Soy tonta (3)

en Dominación

Isabel, la mujer de Alfredo, era la cosa más bonita que yo había visto nunca. Ni oía ni hablaba, pero eso no importaba porque su manera de moverse, su cuerpo perfecto, delgado pero con unas tetas y un culo espléndidos, su cara de modelo con los ojos grandes, su actitud tan amable, hacían que fuera imposible dejar de mirarla, de desearla.

Su hija Andrea me contó que cuando Isabel era aún muy joven, Alfredo había ido de viaje a Francia y la había encontrado en un pueblo del sur, dejándola embarazada. Entonces tuvieron que casarse y trasladarse a nuestra ciudad, donde iniciaron el negocio de la pescadería. Pero Isabel se quedó en casa, debido a su minusvalía. De eso hacía ya 18 años, y la linda madre tenía ahora 35.

Mientras nos servía la cena sonriente y con el pelo recogido, pensé que una joya como esa no podía dejar de ser usada por mi amo. Alfredo y Andrea me miraban alterados, como si intuyeran lo que pasaba por mi cabecita. Estaba claro que esa mujer perfecta había permanecido ajena a los juegos de su hija con su marido.

Volví a casa y le conté a don Carlos inmediatamente mi descubrimiento. Mientras me acariciaba la cabeza, me dijo que fuese con frecuencia al hogar de Isabel, hasta que consiguiera hacerla mi amiga íntima, y le tomara fotos para él. Yo pensé que aquel plan era casi imposible, porque no podía comunicarme con esa señora. Pero, por supuesto, me puse a ello. Mi tutor me lo había ordenado.

Pasaron varias semanas. Unos días venían a casa el padre y la hija, y seguíamos con nuestros juegos de siempre, con un Alfredo cada vez más implicado y sometido; y muchos otros acudía yo a estar a solas con Isabel, a la que ayudaba en las tareas domésticas, y con la que solía reírme mucho, gesticulando mientras tomábamos algún licor con pastas. Un día que llevábamos varios vasos, se me ocurrió que si me sentaba a su lado, bien pegaditas, quizás no se molestara. Nos hicimos un montón de fotos juntas, para la colección de mi amo, y jugando a posar divertidas le hice arrodillarse en el suelo para poder sacarle bien el escote.

Entonces, por el efecto del alcohol o por la confianza que ya teníamos, ella me miró a mis tetorras y se desabrochó un botón de la blusa, señalándome para que yo hiciera lo mismo. Siguió la sesión de fotos: yo le subía la falda a medio muslo y ella me indicaba entre risas que me diese la vuelta y pusiera el culo en pompa. Más fotos, cada vez una de nosotras a la otra y cada vez más sexis. Me encantaba la cara de niña inocente que ponía ella, incluso chupándose el dedito.

Quedaron unas imágenes preciosas, que luego sirvieron para que mi amo se corriera con mucha fuerza entre las tetas de Clara, conmigo y doña Elvira limpiando luego su semen con la lengua. Ese día doña Elvira me hizo más daño que de costumbre, con sus tremendos bofetones. Como la quiero mucho, entendí que estaba algo molesta por lo exageradamente guapa que era Isabel, y porque yo estaba empezando a conseguirla para don Carlos.

Al día siguiente, volví a casa de la sordomuda, vestida como cuando voy de compras, o sea, casi desnuda. Le enseñé el móvil con una mano, y la botella de licor con la otra. Su cara se iluminó. Varios tragos y fotos después, me indicó por señas que esperase. Al rato, volvió vestida con ropa de su hija Andrea. Parecía que también iba a ir a conseguir comida gratis: se había maquillado y peinado con dos coletas, y llevaba un top pequeñísimo y ceñido que le cubría solo las tetas y le marcaba los pezones, una faldita ajustada, tan corta que pronto supe que iba sin bragas, y unas sandalias de tacón. Esa mujer era un diamante en bruto. Me mojé al instante y empecé a hacerle fotos. Ella tomaba un sorbo y luego posaba, una y otra vez. Y cada foto era más excitante que la anterior. Al ver esta novedad, no tuve ningún inconveniente en empezar a tocarme, retirando a un lado la telilla de mi short. Ella me cogió el móvil y empezó a hacerme fotos mientras yo me masturbaba. Incluso fue Isabel quien me sacó las tetorras para seguir tomando instantáneas.

De ahí a fotografiarle a ella con las tetas fuera y la falda levantada, pasó muy poco tiempo. El truco de las fotos que había ideado don Carlos surtió el efecto deseado. Incluso nos hicimos varias apoyando el móvil en la mesa, metiéndonos mano y besándonos. Cuando mi amo vio el resultado, me felicitó y nos dio nuevas instrucciones. En mi visita siguiente, que ya no tuve que recurrir al truco de la cámara, apareció Alfredo mientras su mujer Isabel y yo jugábamos desnudas en el sofá. Según había contado el pescadero, nunca había puesto la mano encima a su mujer, pero la escena que preparamos fue la excusa perfecta.

Yo me fui a vestir y Alfredo, disimulando un enfado gordísimo, abofeteó varias veces a Isabel, que lloraba desconsolada. Luego se la puso sobre las piernas y le empezó a dar unos buenos azotes en el culo. Ahí entré yo, que me senté en el sofá junto a la cabeza de ella para acariciarle sus mejillas sonrosadas, mientras seguía gimiendo. Me agaché un poquito y la besé en la boca. Su marido la agarró del cuello y del culo y le metió los dedos en el coño. “Está chorreando, tu padre tenía razón, le encanta”, me dijo Alfredo. Ella seguía metiéndome la lengua en la boca y movía las caderas cada vez más rápido, hasta que soltó un sonido gutural y se paró.

Mi tutor no suele salir de casa, porque allí tiene todo lo que necesita. Pero cuando supo que Isabel ya era nuestra, me acompañó una mañana de domingo a visitarla, cuando estaba toda la familia reunida. Por el camino me dijo que, después de tanto tiempo sin que nadie supiera de la existencia de aquella joya, no había que desvelar el misterio. En aquel hogar, las rutinas habían cambiado: Isabel se comportaba tan amable como siempre, pero tanto su marido como su hija ya no disimulaban y la usaban a su antojo, manteniéndola siempre dispuesta y excitada con sus manoseos y sus azotes. El ambiente que se respiraba allí era tan delicioso como el de mi propia casa.

Don Carlos llamó a la puerta y yo permanecí a un lado, tras él. Cuando Isabel abrió y me vio acompañada, puso cara de extrañeza. Pero mi amo le sonrió y entramos. Andrea y Alfredo se arrodillaron en el suelo junto a mí, e Isabel acudió a unirse al grupo en cuanto vio la situación. Su propio marido la desnudó y la empujó a los pies de don Carlos para que le limpiara los zapatos con la lengua. Yo observaba la escena hechizada por la magia del momento, porque esa mujer, hasta hacía unos días, era simplemente un ángel; pero se estaba convirtiendo en la mejor de las perras.

Mi buen amo se aficionó a acudir a la casa de Isabel, siempre que su marido estuviera atendiendo la pescadería. Allí nos reuníamos Andrea y yo con ellos dos. Isabel avanzaba mucho, y aleccionada por su hija, le daba continuamente placeres nuevos a don Carlos. Por ejemplo, un día las dos abrieron la puerta desnudas, de rodillas, y con una pinza de la ropa en cada pezón, un juego que no habíamos practicado nunca y que acabó siendo también una costumbre deliciosa, añadiendo también nuestros coños: se siente un dolor punzante que moja una barbaridad. Otro día, Isabel llevó en la boca sus zapatillas caseras a los pies de mi tutor, y se volvió de espaldas para que le azotara con ellas. Andrea compró cuerdas con las que atábamos su hija y yo a la muda para don Carlos. Isabel, siempre cariñosa, nos cerraba los puños sonriendo para que se los metiéramos bien adentro por su coño y su culo. Después de jugar, dejando a la madre que soltara también buenas zurras a su Andreíta y a mí, cada día mi amo nos meaba encima a las tres, pero creo que siempre soy yo la que mejor traga y deja todo bien limpio con la lengua.

Mientras todo esto ocurría, en mi casa quedaban solas Clara y su mamá doña Elvira, que ponía cara de pocos amigos cada vez que volvíamos. Una tarde que don Carlos leía algo en su sillón mientras su hija le chupaba los huevos y su mujer le pasaba las hojas del libro, escuché desde mi rincón que doña Elvira le decía algo al oído a nuestro amo. Él se puso contento, porque enseguida le metió la polla entera a la niña Clara, que lagrimeaba y se ahogaba en el suelo, y me llamó para pegarme muy fuerte mientras mordía como nunca las inmensas tetas de doña Elvira. Entre manotazo y manotazo, explicó que íbamos a mejorar un poco nuestra situación: pronto Alfredo dejaría de visitarnos e Isabel se uniría a nuestra familia.

Los días siguientes pasaron cosas que no me parecían bien en un principio, pero si hacía un pequeño esfuerzo y me daba cuenta de que todo era para que don Carlos se sintiese mejor, fueron muy convenientes. Lo primero que tuvimos que hacer fue librarnos de Alfredo. No resultó muy difícil convencerle de que se tomara aquellas pastillas, porque para entonces ya hacía tiempo que cumplía fielmente todo lo que se le ordenaba. En el cementerio, don Carlos y yo observábamos de lejos, metidos en el coche, la ceremonia de enterramiento. Sólo acudieron, de riguroso luto, Andrea e Isabel, que cogía del brazo a su niña tetuda. Andrea, sin que la viesen, tenía su mano metida por detrás entre las piernas de su madre y le estaba provocando unos sollozos que quedaban muy bien en ese momento.

Cuando terminó el acto, los empleados desaparecieron y recogimos a las dos. En el coche, yo conducía e Isabel se sentó entre su hija y nuestro amo, que le levantaron la falda y le siguieron masturbando sus dos agujeritos mientras llegábamos a nuestro destino inmediato.

La operación fue muy rápida: un doctor de confianza de don Carlos se encargó de que los nervios ópticos de Isabel dejasen de funcionar. La idea de doña Elvira había sido esa: primero Alfredo desaparecería y después Isabel se convertiría en una ciega, además de su sordomudez congénita. En un par de semanas ya estaba lista: sus ojos seguían siendo los de antes, igual de preciosos y expresivos, pero no veían nada. La mujer más bella del grupo era ahora el objeto perfecto para el uso de todos. Doña Elvira estaba mucho más relajada porque Isabel no podía ya ni hablar, ni oír, ni ver. De los cinco sentidos, sólo le quedaban el gusto, que utilizaba para comer conmigo las sobras del suelo y saborear la polla de don Carlos cuando él nos ordenaba que la lleváramos a sus pies; y el tacto, que le resultaba imprescindible para seguir disfrutando de las bofetadas y los azotes, y para dar y recibir placer con su cuerpo entero.

Yo sentí un poco de lástima por Isabel cuando le operaron, pero luego, como siempre, me di cuenta de que todas las cosas que hacía mi tutor eran por el bien de todos. Ella sonreía cada vez que la utilizábamos, siguiendo nuestros juegos habituales. Y suspiraba cuando permanecía en su rincón, como deseando que alguien de la casa se acordara de su cuerpo perfecto y le hiciera llegar a esos orgasmos que le llenaban tanto.

En la pescadería las ventas aumentaron un montón (aunque los precios eran carísimos) desde que la atendíamos, por turnos, las cuatro perras tetudas; y en la casa, donde ahora estábamos instaladas todas, no faltaba el dinero y el buen don Carlos podía darse todos los caprichos, tan merecidos después de tanto tiempo alojándonos y enseñándonos a comportarnos como es debido. Excepto Isabel, que siempre estaba dentro, sólo salíamos ya para trabajar. Las comidas las seguía preparando yo, con la compra que nos traían por encargo, y de nuevo reinaba un ambiente de tranquilidad y buen entendimiento, con Clara y Andrea hechas ya todas unas hermanitas y doña Elvira y don Carlos como los padres perfectos. Isabel recibía casi todos los golpes de la casa, lo cual hacía que nos relajáramos mucho y ella se mantuviese feliz en su mundo sin luz ni sonido, y yo daba gracias a la vida por poder ser el mejor urinario, la mejor chacha, la mejor mascota emputecida, como me decía cariñosamente nuestro amo.

Los clientes de la tienda, que eran todos hombres y no sé muy bien por qué, solían tener preferencia por una de nosotras cuatro (doña Elvira, Clara, Andrea o yo). Lo más importante, según nos enseñó don Carlos, era que siempre nuestras tetas enormes marcasen los pezones y se mostraran en buena parte bajo la pequeña bata. Si algún señor dudaba qué pescado elegir, nos inclinábamos hacia él para ayudarle, subidas en la tarima de detrás del mostrador y acababan siempre empalmados y comprando lo que fuera, porque la visión completa del interior de la bata era infalible para hipnotizarles.

En el calor del hogar, nadie me llamaba ya Alba: a veces me decían “la imbécil”, otras “la cerda” y nombres así, pero la que acabó siendo para todos “la cosa” fue Isabel. Creo que doña Elvira le puso el mote, que resultó muy acertado porque sólo nos servía para usarla de objeto, como mesa, silla o incluso percha, colgándole la ropa de la calle de las pinzas de los pezones.

Pasó un tiempo y se produjo un nuevo cambio, esta vez pequeño pero me pareció que también bueno para la convivencia de todos. Un día que doña Elvira estaba trabajando en la tienda, don Carlos nos reunió a las tres niñas en el salón. Nos dijo que estaba muy satisfecho de nuestros respectivos comportamientos: el de Clara, siempre atendiendo a sus padres como una buena hija obediente y dulce, dejándose usar y tirar con excelente disposición; el de Andrea, que se había operado las tetas para estar a nuestra altura y había perdido a su padre natural para centrarse en el adoptivo, nuestro amo, además de ayudar a que su madre fuera el objeto más preciado de la casa; y el mío, que calificó de exquisito, ruborizándome, porque dijo que era la mejor perra de todas, tan dispuesta siempre a servirles a todos, a tragarme su polla con dedicación extrema y a beber hasta la última gota de sus meadas.

Yo pensé que quizás podría haber hecho mejor las cosas hasta entonces, tomando alguna iniciativa como Andrea, que era tan imaginativa, o como doña Elvira, que había sugerido los cambios más importantes recientes... Pero luego, aunque soy la más idiota, me di cuenta de que yo estaba muy bien como cerda de servicio y que aún había algo que ajustar: nuestro buen amo nos dijo que esa misma tarde doña Elvira, la preciosa madura de la casa, iba a recibir su merecido por tener demasiadas ideas. Según mi tutor, el hecho de que fuese la señora de la familia no le daba, bajo ningún concepto, la autorización para sentirse superior a nosotras; ni siquiera a nuestro querido mueble, la cosa, que vivía en su mundo ajeno sin dejar de ser la mujer más bonita del mundo.

Cuando doña Elvira llegó, el espectáculo estaba preparado. Al entrar, fue recibida por su hija Clara, que siguiendo las instrucciones en voz alta de don Carlos, primero le arrancó la poca ropa que llevaba y luego la llevó a gatas hasta el centro del salón, donde estábamos esperando los demás. Clara estaba más contenta que nunca. Continuando el juego que habíamos preparado, la niña ató con unas cuerdas de plástico las muñecas y los tobillos de su mamá, que quedó así inmovilizada para lo que venía después. Don Carlos miraba satisfecho y me pedía que lo masturbara más rápido. Eso significaba que le gustaba lo que veía. Tanto que le dio una patada en el mentón a su mujer, para aturdirla un poco. Doña Elvira aún pudo darle las gracias, pero quedó tendida en el suelo medio mareada. Entonces Andrea llevó a la cosa a su lado.

La cosa y doña Elvira tenían una edad parecida: ya no eran niñas como nosotras, pero se conservaban estupendamente. Aunque doña Elvira era tremendamente atractiva, con sus tetorras gigantes y cuerpo y cara de campeonato, no había nada comparable en belleza a la cosa. A un gesto de nuestro amo, Clara y Andrea llevaron las manos de la cosa hasta doña Elvira, primero suavemente, para que reconociese todo su cuerpo, y luego ayudándola a golpearla, cada vez con más ímpetu. Todas sabíamos que después de iniciarla, la cosa iba a emplearse bien con nuestra madre, porque era tendente al orgasmo inducido y las palizas le habían gustado siempre, desde antes de dejarla ciega: recibirlas y darlas.

Doña Elvira se retorcía en el suelo como una lombriz, recibiendo una lluvia de golpes increíble. Isabel se estaba portando genial, como siempre. Entonces don Carlos sacó la polla de mi boca y se levantó para metérsela en el culo a la cosa, mientras nos indicaba que ya podía empezar la traca final. Entre las tres niñas y la sordociega enculada, conseguimos a base de bofetadas y puñetazos dejar inconsciente a doña Elvira. La desatamos y la llevamos al dormitorio.

Cuando mamá despertó, sus tres niñas estábamos junto a ella, velando su recuperación. Al vernos allí, rodeando la cama, acariciándole los brazos y los muslos, nos miró con una sonrisa y nos dijo que estaba muy agradecida, que don Carlos ya le había advertido que podía pasarle todo eso y que había aprendido la lección. Tardó varios días en volver a ser la decidida doña Elvira, pero nunca más tomó ninguna iniciativa que la hiciera sentir superior a ninguna de nosotras, ni siquiera a su gran rival, la cosa.