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Teresa y sus dos hijas

en Dominación

Llevaba un tiempo sin pareja y cuando conocí a Teresa, fue un auténtico flechazo, por parte de los dos: ella necesitaba un hombre a quien atender y a mí me pareció muy bien comprobar que, además de su enorme atractivo, era una mujer tan dulce. Su instinto de servicio estaba tan bien moldeado como el contorno de su cuerpo, era tan acusado como el volumen de sus pechos.

Nos veíamos muy a menudo, pero Teresa no podía estar conmigo todo el tiempo. Tenía dos hijas pequeñas, Paula y Laura, a las que debía cuidar sola. Eso le había hecho desarrollar un marcado sentido de protección hacia ellas, que le hacía estar a su lado en todo momento, excepto, claro, en las horas escolares. A veces nos juntábamos los cuatro en un parque, y nos sentábamos en un banco mientras las hijas de Teresa jugaban en los columpios, sin que su madre les quitara el ojo de encima.

Teresa se desvivía siempre para darme todas las atenciones que podía. Eso la llevaba a vestirse como yo le indicaba, a dejar que eligiese su comida en los restaurantes, o a pedirme permiso para ir al baño. Era su comportamiento natural, y delante de sus hijas mantenía esas preciosas costumbres.

Paula y su hermana pequeña acabaron adquiriendo los hábitos de su madre por simple imitación, y cuando las visitaba en su casa o si salíamos de paseo, siempre actuaban según mis directrices y estaban atentas a mis necesidades. Las dos se esforzaban en mantener mi vaso lleno, o encender mis cigarrillos. Teresa, siempre vigilante, las animaba y felicitaba cuando veía que me hacían sentir satisfecho.

Con el paso del tiempo, me instalé casi permanentemente en su casa. Allí tenía todo lo que me hacía falta, y las labores cotidianas las hacía Teresa. Las chicas se estaban haciendo mayores ya, y sus cuerpos se habían desarrollado. Eran dos angelitos preciosos, con unas medidas similares a las de su madre. Seguían dándome todas las atenciones, pero incluyeron una deliciosa novedad. En cuanto Teresa se daba la vuelta unos segundos, competían divertidas para atraer mi atención. Se mordían el labio inferior mirándome fijamente, se acariciaban sus muslitos… Hasta se atrevían a besarme en la mejilla sin venir a cuento.

La madre era completamente ajena a los juegos de sus pequeñas, pese a su riguroso control sobre ellas. Poco a poco, acabaron instalándose en mi cabeza, y cuando hacía el amor con Teresa pensaba en sus provocaciones infantiles. Tras unos días de competir, las dos decidieron unir sus fuerzas para provocarme. Cualquier leve ausencia de Teresa era aprovechada para jugar aliadas. Ahora se acariciaban entre sí, o juntaban sus mejillas y acercaban la lengua una a la otra, sin dejar de mirarme. En cuanto aparecía su madre, adoptaban su postura recatada de siempre.

La primera vez que me quedé a solas con ellas, Teresa, aunque recelosa, se había tenido que ir a ver a un familiar enfermo. Gozaban por fin de un rato para jugar a ser mayores conmigo. En cuanto se vieron libres, se acercaron hasta mí, cogidas de la mano. Llevaban sus pijamas de verano y unos calcetines. Yo estaba leyendo en el sofá, y me acomodé el pene con disimulo. Poniendo voz aniñada, me preguntaban, como siempre, si necesitaba alguna cosa.

Les dije que se sentaran conmigo, una a cada lado. Ver el torso de Paula tan de cerca me dio una buena idea de cómo serían sus pechos, tan grandes que parecían querer romper la tela del pijamita. Y al volverme a contemplar a Laura, me di cuenta que aquella niña pequeña también había dado paso a una verdadera modelo. Las dos sonreían entornando los ojos, satisfechas de verse admiradas. Acercaron sus caras ante mí, y empezaron a jugar con sus bocas.

Tenía delante a mis niñas creciditas, arrodilladas una a cada lado, besándose para mí. Era un espectáculo arrebatador. Mi erección rozaba el límite del dolor. Me preguntaron si me gustaba, y acercaron sus bocas a la mía. Fue inevitable agarrarlas de sus culitos al empezar a besarnos los tres. Entonces llegó Teresa. Las niñas acudieron hasta ella, dándole un caluroso abrazo. Su madre bromeó con el recibimiento exagerado. Esa noche bombeé una ración de semen muy copiosa en su vagina.

Al día siguiente, mientras me servían el desayuno, las niñas me mostraban sus tetas con disimulo, o retiraban sus pantaloncitos a un lado para dejarme ver sus nalgas. Cualquier descuido de su madre era aprovechado, ya por los tres, para jugar con nuestros cuerpos. Las caricias entre Paula y Laura eran ya directas en sus coñitos, y yo las manoseaba también donde se me antojaba.

Teresa se sentó a mi lado, y mi calentura me llevó a manosearla también a ella. Le agarré de una teta, rodeándole con mi brazo, y la besé. Ella nunca había vivido una situación erótica delante de sus hijas, y se ruborizó. Las niñas se dieron cuenta y calmaron a su madre, arguyendo comprensivas que ya eran mayores y no pasaba nada. Teresa se tranquilizó un poco y me sonrió, aún avergonzada.

En poco tiempo, mis demostraciones de deseo hacia Teresa se convirtieron en algo habitual en presencia de las niñas. Ella acabó acostumbrándose, y entre sus obligaciones ya estaba incluido dejarse magrear por mí cuando me apetecía. Sus hijas simulaban indiferencia y eso la sosegaba. Al fin y al cabo, para sus ojos protectores eran aún muy pequeñas para ver aquello con ojos adultos. Ellas, sin embargo, se masturbaban a escondidas mirándonos de reojo.

Los escarceos con las nenas fueron aumentando de intensidad, y yo vivía en el que creía el mejor de los mundos posibles. Paula y Laura avanzaban en sus juegos conmigo, mostrándose siempre satisfechas. Por ejemplo, si me apetecía retorcer a una sus pezoncitos, la otra me cubría para que su madre no se percatase. O si nos besábamos fugazmente, las dos recibían mis mordiscos con la sonrisa puesta. Estos avances en rudeza pasaban directamente al cuerpo de Teresa, que también los disfrutaba, al verme satisfecho y feliz.

Una nueva ocasión para quedarme a solas con mis niñas se presentó en poco tiempo. Teresa había quedado con unas antiguas amigas, dejándose aconsejar por mí, y esta vez serían varias horas las que tendría a Paula y Laura a mi disposición. En cuanto se cerró la puerta, acudieron hacia mí, mientras se iban quitando sus ropitas. Eran dos bombones explosivos, desnudas y agarradas de la cintura, de pie ante mí, mientras me hacían la pregunta de rigor.

  • ¿Necesitas algo de nosotras, papi?

  • Al suelo.

Mi experiencia con ellas había sido siempre positiva, igual que con su madre. Sus hábitos eran obedecerme en todo, y aquella no fue una excepción. Se acercaron gateando hacia mí. Yo dudaba si sacármela, cuando la pequeña Laura se me adelantó. Mientras me bajaba el pantalón, su hermana le agarraba del coño, mordiéndole las tetas. Contra todo pronóstico, la más pequeña fue la primera que disfrutó mi polla en su garganta.

Aquella tarde no quedó uno de sus seis agujeros sin taladrar. Eran unas zorritas insaciables, y parecían haber nacido para albergar mi polla. Antes de que volviera su mamá, abrí las ventanas para ventilar. El rato que tardó en llegar, las dos criaturas descansaron a mis pies.

  • Sois un regalo del cielo. Os tengo que compensar por esto, mis niñas.

  • Paula y yo hemos pensado que queremos ser tus perritas. Nos gustaría mucho que nos comprases unos collares de cuero, finitos para que no se note mucho. Mamá no sabrá nada, claro.

  • ¿Perritas? Jajaja, qué tontería. Sois mis queridas niñas, y ahora más que nunca. Las excitantes hijas de mi novia, todo un placer…

  • Claro que queremos, papi. Laurita tiene razón. A partir de ahora serás nuestro amo. No deseamos otra cosa.

  • Ay, benditas criaturas. Ahora callad.

Las dos permanecieron en silencio hasta que llegó su madre. La idea de convertirse en mis mascotas me excitaba, pero no debía ir tan lejos. O sí. Me lo estaban pidiendo ellas mismas. Algo en mí me decía que todo aquello era correcto. Muy correcto.

Teresa llegó un poco achispada por las cañas que había tomado. Se tumbó en el sofá, apoyando su cabeza en mi regazo. Empecé a masturbarla, con más fuerza de lo acostumbrado. Ella gemía despreocupada, con los ojos en blanco. Sus niñas aprovecharon para arrodillarse sobre la alfombra, mirando hacia mí. Mi polla volvió a reaccionar y se la metí en la boca a Teresa, que succionaba con ganas, sin percatarse de la posición de las niñas.

La hice correrse a base de golpes de mi mano en su coño, que ella recibía con convulsiones entusiastas. Descargué en su esófago con ganas, pese a la larga sesión previa con sus hijitas. Ellas permanecían frente a nosotros, firmes en su posición de rodillas. Teresa estaba adormilada y una frase salió con firmeza de mi garganta.

  • Eres mi perra, ¿entendido?

  • Claro, cariño, soy lo que tú quieras que sea.

  • Así me gusta. A partir de ahora soy tu amo.

  • Sí, mi amo. Mañana me cuentas qué te pasa, que estás tan vigoroso…

Mi Teresa se incorporó lentamente. Las niñas se recostaron en el suelo de espaldas, simulando no atender a nuestra presencia. Las cogió de la mano y las llevó a su cuarto, como todas las noches. Luego vino a acompañarme para acostarnos, y nos quedamos dormidos plácidamente.

Al día siguiente, me despertó con un beso.

  • Hola, mi amor. ¿Qué era eso que decías anoche de perra y amo?

  • Eso mismo, mi perra. Me llamarás amo y me tratarás de usted, a partir de ahora. No es una broma. Me apetecen unos pequeños cambios. ¿Alguna duda?

  • Ay, mi amo. Lo que usted quiera. Es usted un caprichoso, pero sabe que yo vivo para satisfacer todos sus antojos. A ver ahora cómo se lo explico yo a las niñas…

  • Seguro que les trae sin cuidado, mi perra. Ellas viven en su mundo.

  • Tiene razón, mi amo. Si ni se enteran cuando hacemos esas cosas, como anoche...

Las dos zorritas habían reanimado en mí unos instintos que tenía sepultados por la vida tan fácil que me hacían su madre y ellas. Teresa era una verdadera maravilla, sí, pero ahora resultaba más excitante todavía. Me sentía mejor, mucho mejor. Y sólo era el principio.

  • ¿Qué debo ponerme hoy, mi amo?

  • A partir de ahora vas a vestir más sexy, como corresponde a tu nueva condición de perra. Pídeles ropa a tus hijas, de la que ya no usen: te quedará perfecta.

  • Pero van a extrañarse, mi amo. Bueno, como les tengo que explicar que ahora soy una perra, de paso les pido la ropa antigua. ¿Me da su permiso para despertarlas?

  • Ve, mi perra. Que sepas que eres un tesoro. Y no olvides que una buena perra debe agradecer a su amo todo lo que él le ofrezca.

Le di un fuerte azote en el culo, que casi la tira al suelo. Volvió su cara y me sonrió, dándome las gracias. En cuestión de minutos se había metido en su nuevo papel, con una facilidad pasmosa. Fui a la cocina a esperar mi desayuno. En un momento, aparecieron las tres, ya vestidas.

Las niñas llevaban sus ropitas de verano, normales para su edad. En resumen, muy poca tela y bastante de piel. Su madre, siguiendo mis instrucciones, se había enfundado unos trapitos de las zorras, de cuando aún no se habían desarrollado. Estaba de muerte, con las tetas rebosando el pequeño top ajustadísimo, y una faldita diabólica que le cubría mínimamente.

  • ¿Le gusta, mi amo?

  • Estás muy guapa, mi perra.

  • Las niñas me han dicho que a ellas les da igual cómo nos dirijamos a usted. He pensado que, para quitarle importancia, las tres le llamemos amo, si no le importa.

  • Me parece bien. Así no habrá diferencias de trato y todo será más sencillo.

  • Gracias, mi amo. Son muy inocentes y lo ven como un juego.

Yo tenía claro que la única inocente del grupo era mi Teresa. Estaba ciegamente enamorada de mí y no veía que sus hijas ya no eran bebés. Me apeteció llevarlas de paseo, para lucirlas. El cuerpo semidesnudo de Teresa iba fundiendo los plomos por las calles. Pero las niñas no le quedaban atrás, con su recién estrenado aspecto, tan alejado del que lucían poco tiempo antes.

  • Mi perra, te voy a comprar un collar, como corresponde a tu nueva condición.

  • Ah, muy bien. Creo que hay una tienda de animales cerca, mi amo.

Dicho y hecho. Mi novia llevaba ya su grueso collar de perra bien sujeto al cuello. Laurita empezó a hacer mohínes y su hermana mayor la secundaba.

  • Amo, mami tiene un collar precioso y nosotras no. También queremos uno, por favor…

  • Sí, amo. Laura y yo le pedimos que nos compre collarcitos, ¿sí?

Era la reacción esperada. Les compré a las niñas unas gargantillas de cuero, mucho más discretas que las de su madre, pero igual de simbólicas. Teresa lo vio como un capricho infantil y no le dio más vueltas.

Ya en casa, me senté ante el televisor mientras mi Teresa hacía la comida. Las niñas jugaban en la alfombra, peleando como dos buenas perras, retirándose las ropitas con los dientes para calentarme. Teresa iba y venía, y ellas sabían cambiar de actitud de modo automático cuando su mami las veía. En cuanto se daba media vuelta, ellas volvían a su papel de mascotas juguetonas. Se agarraban fuerte las tetas y el culo una a la otra, se daban manotazos, se estiraban del pelo… Yo estaba completamente excitado. Me encantaba verlas actuar para mí. Aunque Laura era la más pequeña, siempre llevaba la iniciativa. Se acercó a mi lado gateando, apoyó su manita en mi paquete, sacó la lengua y puso su mejilla para que la abofeteara.

  • Ahora, mi amo. Antes de que vuelva mamá. Por favor, sólo un bofetón.

La hostia que le di la dejó tumbada y al borde del orgasmo. Paula me miraba evidenciando que ella también iba a querer un trato así. El sonido del tortazo llegó hasta la cocina, y Teresa vino con cara de interrogación.

  • Mi amo, la comida ya está casi lista. ¿Qué ha sido esa palmada?

  • Me ha parecido ver un mosquito, pero creo que es me ha escapado, mi perra.

  • Ay amo, pues si lo llega a atrapar, con ese ímpetu lo desintegra, jajaja.

  • Sí, perra. Pero vuelve a la cocina y termina de una vez. Y cierra la puerta, que el humo llega hasta aquí.

  • Sí, mi amo. En un momento estará todo listo.

Paulita se sacó sus tetorras para mí. Le llovieron unas buenas hostias en sus mejillas, pero también en esos auténticos melones de puta recién hecha. Teresa sirvió los platos.

  • La comida está muy buena, mi perra. Se me ha ocurrido que me la chupes bajo la mesa mientras la degusto. Demuéstrame que eres una verdadera perra.

  • Claro que lo soy, mi amo. Pero me da un poco de reparo, con las niñas delante.

Fue la mejor excusa para que recibiera su primera bofetada. Qué ganas tenía de dársela. Se quedó paralizada unos segundos, pero pronto reaccionó.

  • Gracias por dejarme las cosas claras y ponerme en mi sitio, mi amo. Le adoro y creo que debo ser tratada con disciplina por usted.

  • Eso me parece a mí también. ¿Y a vosotras dos? Responde tú, Laurita.

  • Nosotras sabemos que usted quiere mucho a mami, y haga lo que haga con ella nos parecerá bien, amo.

La comida sabía mejor ahora, con mis piernas apresando su cuello mientras la ahogaba con mis embestidas. Su campo de visión era muy reducido, y las niñas aprovecharon para ofrecerme sus tetorras y sus lenguas. Como tenía bien agarrada a Teresa ahí abajo, pude disfrutar un buen rato de Paula y Laura, que acabaron dejándose lamer sus coños, subidas sobre la mesa. Cuando descargué dentro de mi novia, las dos pequeñas se volvieron a colocar formalitas en sus sillas, y separé mis piernas.

Teresa fue a sentarse en su sitio, pero le apreté la cabeza hacia abajo.

  • Me gusta verte en el suelo. Quédate ahí.

  • Sí, mi amo. ¿Puedo hacer algo más por usted?

  • De momento está bien. De rodillas, manos a la espalda. Niñas, recoged todo esto. Y dejad algún trozo de comida para mamá en el suelo.

Las muchachitas echaron unos restos a su madre, que los consiguió engullir sin usar sus manos. Verla tan humillada y animalizada me dio mucha satisfacción. Y a ella también.

  • Mi amo, ser su perra para todo es una nueva experiencia, muy enriquecedora y excitante. Le pido permiso para correrme. La situación me tiene loquita de placer.

  • Ya te correrás luego. Ahora limpia bien el suelo con tu lengua y ve a ayudar a fregar a las niñas.

  • Sí, mi amo.

El asunto estaba claro. Mientras Teresa no tuviera noción de que sus pequeñas eran mis esclavas, todo funcionaría bien. Ella actuaba desinhibida en su presencia, porque creía que las dos zorritas no le daban importancia a nuestras cosas. Y las niñas mantenían muy bien las formas cuando su madre estaba delante.

Alrededor de mí se estaba creando un mundo maravilloso, en el que tres auténticas bellezas sumisas me servían sin límites. Mientras tanto, Teresa permanecía en su burbuja mental, con un novio juguetón y unas hijas pequeñas inocentes. Todos nos beneficiábamos de ello, sin excepción.

Envié a Teresa con Paula para que comprasen más ropa acorde a mis gustos. Laura se quedaría en casa, a mi cuidado. Teresa nunca había dejado que las niñas se separasen, en la convicción de que tendrían más apoyo si pasaba algo malo. Había leído tantas cosas en internet… Pero accedió, al escuchar a su pequeña.

  • Mami, el amo siempre nos ha tratado con respeto y cariño. Somos ya como unas hijas para él. Paula y tú os compraréis cosas preciosas, y yo estaré bien. Aprovecharé para leer un poco. Vete tranquila.

  • Ay, mi Laurita, qué sensata eres, tan pequeña. Sé que no pasará nada, pero ya sabéis lo tonta que soy para esto. Os debo protección hasta que seáis mayores.

La mamá y la hija mayor salieron, y Laura hincó sus rodillas en el suelo, se sacó las tetas y permaneció en posición de espera. Me acerqué a ella y le acaricié el pelo. La niña me lamió los pies. La agarré de la melena y la llevé al baño, apoyando su cara en el borde de váter. Ella sonreía. Empecé a mear. Mientras la niña tragaba, agarraba la taza con sus dos manitas.

Para ser la primera vez que bebía orina, la cosa se le dio muy bien. Las pocas gotas que se le escaparon cayeron dentro de la taza, y eso me dio una buena idea. La sodomicé, metiéndole la cabeza en el váter. Estaba más lubricada que nunca.

Le ordené ducharse y al momento acudió a mis pies, limpia y vestida con una ropa interior de talla mucho más pequeña que su desarrollado cuerpo. Con esa braguita y ese sujetador estaba todavía más explosiva que desnuda. Y la gargantilla le realzaba su condición de puta arrastrada de mi propiedad.

  • Le contarás cada detalle de lo que hemos hecho a tu hermana, ¿verdad, mi perra?

  • Sí, mi amo. Esta misma noche. Se va a correr con delirio. Y mami va a disfrutar de lo lindo, en cuanto sea usada así por usted. A Paula y a mí nos encanta que nos utilice de conejillos de indias antes de cada paso en la degradación de mamá. Es todo un honor.

  • A ver qué ropa se han comprado. Mis instrucciones eran claras. Anda, chupa.

  • Sí, mi amo.

Paula y Teresa volvieron cargadas con un montón de bolsas. Laura jugaba con el móvil en la alfombra, ya vestida, y yo veía la tele. Teresa dejó las bolsas y se acercó a cuatro patas hacia mí.

  • ¿Qué tal esas compras, perra?

  • Muy bien, mi amo. Creo que le gustará todo lo que hemos elegido. Paula me ha ayudado mucho, está creciendo ya y tiene muy buen gusto.

  • ¿Ah, sí? Qué encanto de criatura, tu hijita mayor. He pensado que me hagas un desfile para ver cómo te queda todo, y que será más rápido si te ayuda Paulita.

  • Jajaja, pobre niña. Son ropas de adulta, no encajan con su edad. Ella no tiene picardía…

  • Me la enseñaréis de dos en dos. Laurita se sentará conmigo para veros desfilar.

  • Sí, mi amo.

Primera tanda. Laura se sienta a mi lado, pone una mantita en mi regazo y me agarra la polla. Salen Teresa y Paula de la mano, sonrientes. Las miro embobado. Laura habla por mí.

  • Oh, mami, qué preciosa estás. Me encanta ese modelito que habéis comprado. Cuando sea mayor, yo también querré algo así, tan entallado y con ese escote tan grande. Tu collar de perra se realza y los tacones te hacen parecer una modelo profesional.

  • Ay, hijita. Qué resabiada eres. Pero me alegro de que te guste. ¿Y a usted, mi amo?

  • Espero que no lleves bragas, como te ordené, perra.

  • Claro que no, mi amo.

Teresa levanta su falda un instante, para que lo compruebe. Está fenomenal, pero mis miradas se dirigen más hacia Paula, que luce un modelo rojo enfundado que le realza su cuerpazo, desde los pezones hasta encima de las rodillas. Laura acaricia mi capullo bajo la manta, y vuelve a hablar.

  • Y tú, hermanita, eres ya casi una mujer. Con esa tela tan pegada por poco te confundo con mami.

  • Jajaja, pequeña Laura. Mamá sí es bonita de verdad.

Mi Teresa escucha a sus hijas, ruborizada. Aún las ve como unas niñas y está agradecida de saber que la consideran guapa. Paula pone su voz aniñada y me dice:

  • ¿Y a usted, amo? ¿Le gusta este vestido? Lo he elegido yo para mami.

  • Daos la vuelta, despacio. Quiero ver bien la ropa que lucirá mi perra.

Se giran contoneando sus traseros para mí. Paula aprovecha que su madre está pendiente de hacerlo correctamente y se relame los labios acariciándose los pezones y la entrepierna. Laura agita mi polla más rápido. Retiro la mano de la pequeña y le digo a Teresa:

  • Anda, ven, mi perra, que me pones a cien.

Ella acude a ayudarme, sin percatarse de que su Laurita retira con naturalidad su mano. Se arrodilla entre mis piernas y se mete mi polla entera en la boca. Es la mejor postura para mi nueva idea.

  • Mi perra, como ahora estás ocupada, se me ocurre que sean las niñas las que me muestren el nuevo vestuario.

Laura salta del sofá y se va con su hermana a cambiarse. Teresa sólo emite ruidos guturales mientras le azoto en sus preciosas nalgas. Tirándole del pelo, le saco la cabeza un momento para que respire un poco.

  • Mi amo, le estoy muy agradecida por ser tan bueno con las niñas. Seguro que a Laurita también le encanta disfrazarse de mayor…

  • Calla y traga, puta.

Al momento, vuelven las dos criaturas. Han optado por traer la lencería. Son unos conjuntos extremadamente guarros, pero en sus cuerpos recién hechos aumentan la temperatura. Tangas con liguero, medias de rejilla, zapatos de tacón, y sujetadores de media copa para mostrar sus tetazas. Aprovechan que su madre está de espaldas para entrelazar sus coños, refrotarse las tetas entre sí y lamerse las bocas mirándome.

  • Unos conjuntos exquisitos, mis niñas. Seguro que cuando seáis mayores, vuestros novios os comprarán cosas así de bonitas.

  • Gracias, amo. A mami le quedarán fenomenal, ¿verdad, Paula?

  • Claro que sí, Laura. Vamos a ponernos otras cositas.

Teresa sigue engullendo. Las niñas vuelven varias veces con atuendos espectaculares, y juegan para mí, agarrándose fuerte, arañándose, mordiéndose y metiéndose sus manitas por todos sus deliciosos huecos. Teresa se traga su ración y me quedo exhausto y encantado. Las nenas vuelven a su papel de inocentes despreocupadas. Pero una gran idea se enciende en la perversa mente de la pequeña. Veo en su mirada que lo mejor que puedo hacer es dejarla hablar con su madre.

  • Mami, tú eres la perrita de nuestro amo, pero Paula y yo no, aunque le llamemos así todas, ¿no?

  • Así es, Laura, hija mía. Son juegos de mayores. Vosotras, como os expliqué, le llamáis así para que todo sea más sencillo. Pero él os llama por vuestros nombres.

  • Pero yo también quiero ser su perrita, y Paula me ha dicho que le encantaría…

  • No, mis pequeñas. El amo y yo hacemos esas cosas porque somos una pareja que se quiere, y vosotras tenéis que hacer lo que os diga yo, que soy vuestra madre y os protejo.

  • Pero al amo ya le servimos en lo que necesita. Sólo que queremos ser perritas, como tú…

  • Si queréis jugar a amos y perras, yo puedo hacer de perra para vosotras, pero nada más. Otra cosa, no.

  • ¿Sí? ¡Qué bien, mami!

Yo estoy alucinando. Laura sabía perfectamente que su madre iba a acabar ofreciéndose a ser la perra de todos. Esa niña es una exquisita caja de sorpresas. Paula interviene.

  • Pero mami, entonces ahora tendrás tres amos, y harás lo que te digamos.

  • Ay, sí, Paula, lo que queráis. Si al fin y al cabo es lo que vengo haciendo hasta ahora, atenderos en todo lo que puedo, siempre.

  • Pero me has llamado Paula, deberías llamarme ama, mi perra.

La cara de Teresa cambia. La entonación infantil de Paula, su propia hija, llamándole directamente perra, le provoca un aluvión de sensaciones. Y son todas placenteras. Intenta disimular su excitación.

  • Es verdad, mis preciosas. Perdón, mis amas. Es la falta de costumbre. Ahora jugamos a que vosotras mandáis y yo obedezco. Pero tenemos que saber qué opina el amo de todo esto…

  • A mí me parece bien, perra. Las niñas nos ven todo el día con esos papeles y les da curiosidad jugar también. Y has tenido una buena idea para que se contenten. Serás la perra de la casa, es justo.

  • Gracias, mi amo. Cuando se ponen pesadas hay que concederles algo, son tan frágiles e inocentes, tan pequeñitas aún…

La pequeña Laura toma la iniciativa.

  • Ahora que también eres nuestra, demuestra que eres una buena perra. Ladra.

  • Guau, guau.

  • Jajaja, muy bien. Mañana iremos las tres a comprarte tus cosas de perra. El amo te tiene muy consentida, tan humanizada. Y a Paula y a mí nos han gustado mucho esas ropitas que has comprado. Las llevaremos nosotras.

  • Claro, Laurita, perdón, mi ama. Lo que queráis. Sólo deseo que estéis bien.

  • Así me gusta, perra. Ahora desnúdate. Las perras no van vestidas.

  • Ah, qué tontería. Yo ni había caído en eso. Sí, mi ama, ahora mismo.

Teresa se desnuda inmediatamente, mientras las niñas aplauden. Lo cierto es que está preciosa, humillada ahora por los tres, excitada, feliz.

Esa noche, mi perra me asalta con sus dudas.

  • Amo, espero que le parezca realmente bien mi iniciativa. Parece que a Laura y a Paula les gusta jugar a ser mis amas. Son unas chiquillas tan ingenuas aún, que no puedo contrariarlas. Si ellas están a gusto, yo me siento en la gloria, como madre que debe buscar lo mejor para ellas.

  • Tienes un gran corazón, mi perra. Me parece que has hecho lo mejor. Quédate tranquila.

  • Gracias, mi amo. Usted sí que es generoso. Con esta nueva situación, las cosas son un poco más complicadas, pero veo que entiende muy bien que me debo también a mis hijitas.

La mañana es luminosa. Teresa, desnuda, está preparando el desayuno. Laura y Paula aparecen vestidas de zorras, impresionantes. Se han maquillado y se han puesto unos tops ajustados, sin tirantes, dejando parte de sus pezones al aire. Minifaldas y tacones completan su nuevo vestuario. Teresa les sirve y permanece a sus pies.

  • Buenos días, mis amas. Si me lo permitís, he de deciros que estáis muy guapas.

Entonces hablo yo, mientras las niñas me miran entusiasmadas.

  • Perra, me parece que estás cometiendo un error. Debes dirigirte a tus dos amas tratándolas de usted. ¿Dónde se ha visto el tuteo en una perra?

  • Ay, perdón, es la falta de costumbre. Amas, están ustedes muy guapas.

Cojo a Teresa del pelo y la acerco a mí. Mientras traga mi polla, le arreo unos buenos azotes. Laura viene y se monta en su espalda, continuando la azotaina mientras nos damos un beso de tornillo. Paula se saca las tetazas y me las ofrece. La gran capacidad de Teresa para engullir mi polla es una buena manera de tenerla al margen de las evoluciones de sus niñas.

Paula necesita probar mi orina. Su hermana pequeña ya ha pasado por esa deliciosa experiencia y tiene envidia. Se dirige a su madre:

  • Perra, ve a vestirte. Nos vamos de compras. Cuando estés lista, llámanos para darte el visto bueno.

Yo estoy a punto de correrme, pero consiento que Teresa se vaya a vestir. Paula la sustituye, tragando todo mi esperma como una campeona. Luego espera con la boca abierta para recibir mi meada. Laurita lame del suelo las gotas que se le escapan a su hermana mayor. Justo a tiempo. Todo limpio. La madre les llama desde el cuarto.

  • Amas, ya estoy lista.

  • Ahora vamos, perra.

Permanezco sentado en mi silla de la cocina. Las dos niñas acuden a supervisar a su mamá, que se ha vestido ya para salir a comprar. Se ha puesto unos trapitos antiguos de sus hijas, que le vienen extremadamente pequeños. Está increíble, con esa mezcla de incomodidad por las apreturas, como si estuviese atada bien fuerte, y su cuerpo escapando por todas las costuras. Laura se despide por las tres.

  • ¡Adiós, amo! La perra se ha vestido ya. Volvemos enseguida. ¿Necesita algo antes de irnos?

  • No, Laurita. Y ahora que Teresa es vuestra perra, recordad que la tenéis que cuidar muy bien.

  • Así lo haremos, amo, descuide. Perra, ladra a tu amo para despedirte.

  • ¡Guau, guau!

Mientras las veo salir por la puerta, a Paula aún le da tiempo para hacerme un último guiño de complicidad, abriendo con sus dos manitas el agujero de su culo.

No tardan demasiado en volver, pero han aprovechado bien el tiempo. Laura pone a cuatro patas a su madre y empieza a colocarle las compras. En primer lugar, una máscara de cuero que le cubre la cabeza, por fin. Paula se sienta sobre mí para encajar mi polla en su deseoso culito. Teresa está incomunicada: no ve, no oye nada. Sólo una abertura en la boca para respirar. Eso la lubrica al instante.

Mientras sodomizo a la mayor, la pequeña sigue con su faena. Correa para el collar, pinzas para los pezones y el coño, un plug para el culo… A medida que va adornándose, veo más bella a mi perra. Acerco mi pie a su boca, y Laura ayuda a que trague bien mis dedos, empujándole la cabeza con saña. Tengo a las tres a mi lado, y mientras sigo enculando a la niña mayor, me deshago en mamporros, que Teresa cree que sólo está recibiendo ella.

Acabo en el culo de Paula y nos reacomodamos, para quitar la máscara de Teresa, que permanece de rodillas con la lengua fuera y una cara de satisfacción enorme. Aún quedaba un complemento, que su pequeña le pone con pericia: un gancho de nariz, que le hace parecer una cerda, como lo que es en realidad.

Teresa aún no ha probado mi meada y decido que ya es el momento. Mientras traga obediente y encantada, admiro su cara deformada con el gancho. Luego le pregunto:

  • ¿Qué tal las compras, mi perra?

  • Ay, amo. Estas niñas son ya un poco maliciosas, aunque no sean adultas todavía. Hemos ido a un sitio de mayores, donde hemos conseguido todas estas cositas que llevo.

  • Te queda todo precioso. Un acierto, niñas.

  • Gracias, amo. Paula y yo creemos que la perra está mucho mejor adornada así, ¿verdad?

  • Claro que sí. Y tenéis razón, vuestra madre estaba un poco malcriada para ser la perra que es. Todas estas compras me hacen ver que debo modificar un poquito sus costumbres. ¿No crees, perra?

  • Lo que usted diga, mi amo. Sabe que haré lo que sea correcto, siempre.

La gran novedad para todos es la capucha de cuero. Ahora las cosas son mucho más sencillas, sólo con ese pequeño juguete que aísla a la perra del mundo. Las nuevas órdenes para Teresa son las más acordes con su condición de perra: su lugar será el suelo, excepto con autorización, y perderá toda autoridad en la casa, cediéndola a sus tres amos.

La vida en el suelo hace de mi dulce Teresa una perra de campeonato mundial. La capucha ya es permanente, y así puedo usar a las niñas todo el tiempo, sin que ella lo sepa. Ellas tienen por fin lo que deseaban: un amo severo que las arrastra cada día más a la depravación absoluta. Y una madre esclavizada y feliz, que si ya era bastante ajena al mundo real, ahora lo es por completo.