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Soy tonta (4)

en Dominación

Una mañana me desperté en mi rincón con la lengua de Isabel en el coño. Supongo que, en su mundo sin visión ni sonidos, el olfato se le había desarrollado más y buscaba el aroma que le llevaba a mi sabor, ése que probaba cuando aún podía ver mis grandes tetas. Aunque yo estaba aún somnolienta, las ganas que ponía la cosa en recorrer los labios de mi vagina y en chupar y morder mi clítoris me hicieron mearme de gusto en su cara. Faltaba un rato para preparar el desayuno de mis padres y hermanas, así que me dediqué a jugar un poco con ella. Pensé que sus lindos pezones estarían muy atractivos con mis pendientes de aro, así que se los clavé. Ella no paraba de correrse mientras la dejaba tan preciosa.

Cuando don Carlos la vio así, me felicitó por adornarla y encargó a doña Elvira que nos enjoyara a todas. Tocaba atender la tienda a Andrea, y nuestra madre fue con su hijita Clara a comprar las argollas, así que estuve acompañando a mi buen amo mientras tanto, con la cosa de reposapiés ante el sillón. Me dijo que le había gustado tanto la idea de tenernos a todas anilladas, que quería premiarme por mi iniciativa. Mientras le ponía uno de sus cigarrillos en la boca y se lo encendía, don Carlos me follaba suavemente, con cariño, despacio. Me estaba recordando aquellos días que aprendí a meterme su polla en todos mis agujeritos, la paciencia con la que me trataba siempre, hasta que conseguí llegar a complacerle del todo, sin dejar ni un milímetro de su gran pene fuera de mí. Y cómo logré tragarme por primera vez hasta la última gota de tu semen, cómo aprendí a disfrutar de sus bofetones fijándome en su cara de satisfacción; en fin, cómo creí que mi maravilloso destino era beberme sus meadas y las del resto de mi querida familia.

Don Carlos agarró del cuello a la cosa y la besó con ímpetu mientras me seguía follando, ahora más rápido. Yo le metí a mi gran amiga Isabel mi puño en su culo, para que pudiera correrse a gusto, y nuestro amo empezó a repartirnos sus magníficos sopapos en la cara y las tetas, hasta que me inundó el coño y se relajó. Entonces me empezó a hablar, llamándome “querida Alba”, en vez de “cerda” o “imbécil”, como se me conocía en la casa hacía ya tiempo. Me dijo que yo era desde siempre su favorita, y que ya veía que había aprendido todo lo que él quería inculcarme. Que doña Elvira y mis hermanas eran muy buenas, pero que a partir de entonces sería yo la que se haría cargo del orden de la casa, porque me había merecido toda su confianza. Además, me dio permiso para hablar y correrme cuando lo creyese oportuno.

Yo no me lo podía creer, y estallé en lágrimas de agradecimiento. Lo primero que hice fue besarle los pies, como prueba de que su confianza no era errónea, y rápidamente puse a trabajar de nuevo la lengua de la cosa en mi coño, hasta que me corrí con ganas. Entonces llegaron las demás, y nuestro amo les contó las novedades del escalafón. Estuve dirigiendo la puesta de los anillos en los pezones de todas, hasta que las cuatro quedamos adornadas igual que la cosa.

A partir de ese momento, siguiendo las pautas que me daba mi tutor, comencé a ejecutar el nuevo plan que me había encargado. Reorganicé los turnos de la pescadería para que la siguieran atendiendo sin mí la madre y las dos jovencitas, y les entregué unas tarjetas para que fueran repartiendo discretamente a los clientes. En ellas venía simplemente un número de teléfono, el de mi móvil, y la indicación “Sólo Watshapp”. Don Carlos se divertía mucho viendo cómo llegaban los mensajes, y me iba indicando las respuestas convenientes.

En unos días estaba todo perfectamente organizado. Los señores ya sabían que tenían que indicar el nombre de la que les interesaba (Elvira, Clara, Andrea) y en un momento estaba montada la cita. Normalmente se las solían llevar a hoteles, y las usaban una hora o dos. Algunos pedían encuentros en grupo, con todas las variantes, lo que aumentaba mucho el precio. Pero pagaban. No tardamos en cerrar la pescadería, porque el dinero manaba a borbotones. Una vez más, vi que don Carlos era el hombre más inteligente y más bueno del mundo. Dejando que otras pollas usaran a sus perras, todo estaba mucho mejor arreglado.

En general, los clientes solían ser muy poco juguetones al principio, según nos contaban mamá y mis hermanas cuando llegaban a casa, pero poco a poco se iban dando cuenta, siguiendo las sugerencias que les hacían ellas mismas, de que era más divertido, además de follarlas, darles unas buenas hostias y meárseles encima. A veces se ponían de acuerdo dos o tres señores y organizaban alguna fiesta, sobre todo con mis hermanitas. Yo no tenía ni permiso ni ganas para participar en el negocio como puta, porque sólo debía y quería adorar la polla de don Carlos; pero mi labor de secretaria creo que la hacía muy bien, pese a ser una completa estúpida.

Un cliente asiduo, don Andrés, se encaprichó con la dulce Clara y la usaba casi todas las semanas. Acabó llevándola a su casa, con la excusa ante su esposa de que la había contratado de chica de la limpieza. La señora, según nos contaba Clara, recelaba al principio, pero cuando se dio cuenta de que podía ordenarle cualquier cosa, la adoptó de buena gana. Tanto que acabó jugando con ella y con su marido, en un ambiente tan encantador como el que se vivía en nuestra casa. Qué alegría me dio saber que Clarita, mi alma gemela, estaba siendo tratada como una verdadera cerda arrastrada por aquella pareja una vez por semana. Y todavía más saber, por lo que nos relataba, que la señora había aprendido a servir a su marido igual que ella.

Sin dejar las salidas a los hoteles, cada una de las tres perras encontró acomodo por horas en una familia distinta. Las cosas sucedían de un modo parecido: el señor cliente usaba un pretexto para introducirlas en su hogar, y como estaban tan bien educadas por nuestro amo, acababan aceptándolas. Andrea fue la supuesta canguro de los gemelos Gómez, una chica y un chico adolescentes que pronto se dieron cuenta de que el mejor juguete era tener una esclava a su disposición para practicar fútbol con sus tetas de silicona o llenarle el coño y el culo de refrescos para sorberlos con sus pajitas. Tal como ocurría siempre con las esposas, cuando la señora Gómez descubrió a su marido y sus hijitos usando a la cuidadora, armó un pequeño escándalo pero acabó adoptándola, rindiéndose a la evidencia de su utilidad y experimentando después ella misma la delicia de ser una esclava familiar.

El caso más espectacular fue el de doña Elvira. Su cliente favorito la presentó a su mujer como una compañera de trabajo, simulando un encuentro fortuito en plena calle. La esposa, automáticamente celosa, intentó averiguar si había algo entre doña Elvira y su marido, pero todo fueron pistas falsas, hasta que acabó haciéndose amiga íntima de mamá. Aquella familia era muy conservadora, y habían tenido tres niñas y dos niños, que contaban ahora entre los quince y los veinte años. Poco a poco, doña Elvira fue introduciéndose en el mundo particular de cada jovencito, hasta que acabaron todos disfrutando sin límite de los servicios de su nueva perra. La señora, que se llamaba Sagrario y no había sospechado nada, sufrió un shock tan fenomenal cuando descubrió todo, que optó por emular a su amiga del alma y desde entonces fue la cerda beata más esclavizada de la ciudad. Mientras su querida familia le follaba por todas partes, le azotaban, le orinaban encima, le ataban a una columna, le coronaban de espinas o le pateaban en el baño, ella se corría sin cesar, rezando en éxtasis y ofreciendo su placer a Jesucristo. Aquella mujer, según nos contaba cada semana doña Elvira, lucía ahora la mejor de las sonrisas y era la que se encargaba personalmente de pagar por los servicios.

El caso de la familia de doña Sagrario superó los límites de su propio hogar. Dentro, cada una de las tres hijas tenía ya el agujero de su culito acostumbrado a la polla de uno de los varones. La menor, Teresita, solía servir a su papá, y las otras dos a sus  hermanitos. Estas tres chiquillas enseñaron a jugar a sus amigas del colegio católico femenino, que pronto se convirtió en una verdadera escuela de pequeñas sumisas incondicionales. Los dos chavales supieron también lanzar la semilla del buen vivir entre sus compañeros, que iban expandiéndola a sus familias. En poco tiempo, toda la ciudad tenía una doble vida: la hogareña, con las féminas esclavizadas y encantadas por sus maridos e hijos, y la social, donde parecía que todo seguía como siempre.

En nuestra casa, yo había tomado la decisión de continuar encargándome de tragar las meadas de todos porque me encantaba seguir sintiéndome útil y la mejor bebedora, pero ahora sólo recibía mordiscos y sopapos de mi buen amo. La cosa permanecía feliz en su rincón, y la usábamos como siempre de alfombra y mueble auxiliar. Como cuando doña Sagrario vino a presentar sus respetos a don Carlos, acompañada de sus tres hijas. Isabel resultó una mesita de té de lo más apañado, con las cuatro invitadas arrodilladas alrededor. A un gesto de mi tutor, les saqué las tetas para que las inspeccionara, y volví a mi sitio a seguir comiéndome su polla. Ellas esperaban alguna frase amable, pero mi espléndido papi sólo las despreció, porque no tenían las ubres lo suficientemente grandes. Como siempre, llevaba razón. Aquellas beatas tenían unas tetas de lo más normal, que contrastaban un montón con las mías y las de la cosa, que sí eran gigantescas y por lo tanto del agrado de nuestro amo, además de estar anilladas como prueba de nuestro amor.

Doña Sagrario pidió perdón en nombre de las cuatro por tener unas tetas tan vulgares. Entonces don Carlos le ordenó que se encargara de que eso no se volviera a repetir. Ella entendió el mensaje y al volver a casa se puso en contacto con un cirujano plástico, que como el resto de profesionales del ramo, se estaba haciendo de oro en la ciudad, con listas de espera interminables. Acabó siendo costumbre que, en cuanto las operaciones estaban listas, las distintas perras vinieran a casa para exhibirse satisfechas ante don Carlos. Algunas tenían que volver al quirófano, porque no daban la talla suficiente. Entre esto y que todos los habitantes entraron voluntariamente en el juego, la ciudad se convirtió en un lugar precioso, con las mujeres más guapas y más obedientes del país, ya sin ocultar las nuevas costumbres en los lugares públicos.

Cuando Teresita, la hija pequeña de doña Sagrario, estuvo ya lista, su madre la trajo a casa para que don Carlos comprobara si sus tetorras eran correctas. Yo, con todo el lío de mi trabajo, no me había fijado bien en aquella perrita, pero desde luego era prodigiosa. A sus quince años y con sus nuevas ubres, destacaba entre todas las demás. Doña Sagrario le dijo a don Carlos que su hijita aún era virgen (aunque su culito ya estaba totalmente acomodado a la polla de su padre). No pude evitar masturbarme cuando se cumplió la idea de mi buen amo, y la madre rompió el himen de su niña metiéndole el puño hasta las entrañas. Teresita gritaba sacando su lengüecita, hasta que la polla de don Carlos le hizo callar y la cerdita se corrió mientras tragaba su ración de leche. La escena fue tan exquisita que hasta la cosa pareció removerse agitada, haciendo temblar un poquito las cucharillas en las tazas de té.

No había un hombre como don Carlos. Todo lo que planeaba acababa siendo un éxito y tenía ya la ciudad a sus pies. Una ciudad de perras tetudas obedientes, que se paseaban por las calles vestidas con ropitas mínimas, muy bien adiestradas para dar placer en cualquier momento. En las iglesias, la comunión consistía en una selección del sacerdote para ver qué perra feligresa se la chupaba mejor, y encularla en el altar. Las señoras llevaban a sus hijas vestidas lo más sexy posible, para intentar que fuesen seleccionadas cada domingo. Las escuelas preparaban a las alumnas para servir a sus padres y hermanos en casa, de modo que todo condujera a la armonía hogareña. En los transportes públicos, en las oficinas, en  los cines, los hombres se entretenían usando a las tetudas a su antojo.

Todo era perfecto, ya no en casa, que funcionábamos a las mil maravillas, sino en todo nuestro entorno. Pero a mí me apetecía volver a ver a Teresita, que me había dejado un recuerdo imborrable, y se lo dije a mi amo. Como es tan bueno, accedió a acompañarme a su casa. En el camino, fui contemplando cómo todo estaba en su sitio gracias a las nuevas normas de convivencia. Las jovencitas se acercaban con respeto a nuestro amo y le ofrecían sus tetorras. Él las trataba con paciencia, soltándoles algún manotazo que recibían alborozadas. Alguna tenía la suerte de que mi papi le retorciese los pezones o le agarrara del culito mientras la saludaba con un beso de tornillo. Las mamás suspiraban al vernos pasar y se arrodillaban en las aceras, como buenas esclavas. En los semáforos, procuraban limpiar bien con la lengua los zapatos de don Carlos, que relucían al sol. De las ventanas caía algún tanga ante la sonrisa de mi señor.

Abrió la puerta doña Sagrario, que como ya estaba avisada se había puesto muy guapa, con un conjunto negro de lencería que le dejaba los pezones y el coño a la vista y unos zapatos de tacón a juego. Los otros chicos estaban en el colegio, y su marido no tenía autorización de andar por allí durante nuestra visita. Don Carlos preguntó por la niña, que se había saltado las clases para recibirnos, y su madre nos llevó a su habitación. Allí estaba Teresita, tan tierna y adorable como siempre, desnuda y arrodillada, con sus enormes tetas que tan bien le conjuntaban con su cuerpo de mujercita recién hecha. Cuando nuestro amo le dio permiso para levantar la vista, el angelito nos miró desde el suelo con su mejor sonrisa. Yo, toda mojada ya sólo de verla, me lancé a sus brazos y estuvimos un rato lamiéndonos y mordiéndonos como dos amigas íntimas aprovechando el tiempo perdido. En el quicio de la puerta, doña Sagrario, de pie junto a don Carlos, empezaba uno de sus éxtasis mientras mi tutor le estrujaba sus nuevas ubres perfectas. No sé de dónde lo había sacado, pero la piadosa mujer se estaba metiendo en el coño la cruz de madera enorme de un rosario, y musitaba sus oraciones con los ojos en blanco.

Teresita, que estaba ya perfectamente emputecida, me ofreció su culo y su coño para que comprobase qué bien dilatados los tenía. Me cupieron los dos brazos hasta los codos, uno en cada uno de sus agujeritos, con los puños cerrados; ella babeaba como un torrente, con su rosita lengua afuera, lubricando sus tetorras y poniéndola todavía más atractiva. Don Carlos se acercó hasta nosotras tirando del rosario de doña Sagrario, y me indicó que sacara el puño del coño de la hija y lo metiera en el culo de la madre, que seguía masturbándose con fuerza con el crucifijo. Tenía así mis dos brazos ocupados, uno en cada culo de las dos perras, mientras las tres nos rifábamos la polla de nuestro amo con nuestras bocas golosas. Teresita se atragantó un poco y don Carlos le dio unos cuantos bofetones para que se la comiera entera sin tonterías. Ella acabó tragando sin más problema que algunos lagrimones de satisfacción. Luego don Carlos nos hizo subir a la cama de mi amiga y allí se la folló agarrándola del cuello, sin que yo sacara mi brazo de sus entrañas. La madre aprovechó para pegarse a mi cuerpo y frotar mi coño con la parte de cruz que quedaba fuera del suyo. Fue la puntilla perfecta para correrme. A mi orgasmo siguieron los de los demás: el de la mamá y la niña, jaleadas por los espasmos de mis puños; el de don Carlos, animado por el ambiente exquisito. Teresita quedó con el coño chorreando leche de nuestro amo, que enseguida limpiamos con la lengua su madre y yo, después de hacer lo propio con la polla de nuestro buen protector. Don Carlos se puso a mear allí mismo, una vez relajado. Las pocas gotitas que me resbalaban por las comisuras de los labios, las recogían voraces las dos beatas tetudas, una a cada lado de mí, lamiéndome como si fuera un caramelo.

Al poco llegaron los otros cuatro hermanos del colegio, y después de presentar sus respetos a don Carlos y darle unas cuantas hostias a su sacrificada y feliz madre, se fueron al salón, se pusieron la tele y empezaron a follar salvajemente, unidos por su amor fraternal. Antes de irnos, nuestro amo recomendó a doña Sagrario que se dejase puesta la cruz del rosario en el coño, enganchando con pinzas las cuentas a sus pezones, y que a partir de entonces luciese siempre así, para denotar su condición de cerda piadosa. Doña Sagrario le agradeció la idea y sugirió que una peineta con mantilla, unas medias con liguero y sus zapatos altísimos, todo de negro riguroso, podrían ser la combinación perfecta. Y lo eran: en cuanto tuvo permiso, se arregló de nuevo y daba la perfecta imagen de puta católica despampanante. Esa misma tarde recibí un mensaje de su marido, entusiasmado con el nuevo estilo de su esclava, a la que estaba paseando por la avenida para que todos vieran lo preciosa que quedaba así.