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La magia de Fedra (3 de 8: Naomí y Graciela)

en Dominación

Fedra se dio cuenta de que los días que venía Rosa eran especiales, y de que yo era más feliz si podía contar con más esclavas, además de su dulce entrega cotidiana de perra enamorada. Me pidió permiso para presentarme a alguna amiga suya, y por supuesto que se lo concedí.

Mi esposa sabía que para pasar el umbral de mi casa, las chicas que trajera debían cumplir las condiciones habituales: guapas, de buen tipo, tetudas y obedientes, igual que ella. Unas características que también atesoraba su tía, que pese a su avanzada edad aún conservaba la frescura juvenil que yo necesitaba para mis placeres acostumbrados.

Y llegó Naomí. Fue la primera de las niñas que trajo mi perra. Una larga lista de tetudas que continúa acrecentándose hoy, diez años después. Naomí era una mulata impresionante, pero por alguna extraña razón no estaba contenta consigo misma. Fedra ya me había puesto al día de esa deliciosa peculiaridad. Nada más llegar a casa le afeé su conducta a cada paso que daba: cuando me tuteó, le dije que era una maleducada; cuando se sentó en una silla sin pedir permiso, que dónde se creía que estaba; cuando dudó en mostrarme sus ubres, que por qué era tan desobediente. Así, poco a poco, acabó cabizbaja a cuatro patas y desnuda. Sus melones eran tan fastuosos que los pezones rozaban el suelo.

Naomí había sido compañera de clase de mi esposa. Ahora era mi mesita de centro, mi cubo de basura, mi objeto. Pensé que a una niña tan exuberante había que anillarla, y le di el encargo a Fedra. Pronto, la mulata tetuda se convirtió en la percha de la entrada, la lámpara de pie, el taburete auxiliar o cualquier otro trabajo o uso que se necesitase en la casa. Tenía aros en la nariz, los dos pezones y el coño. Cuando no se le utilizaba y tenía la casa limpia y servida, dormitaba en el trastero. Y cada vez que era requerida, daba las gracias con emoción. Como sigue haciendo hoy, tantos años después.

Entre las niñas tetudas que recuerdo con más intensidad, está Graciela. Durante un tiempo, pasó por mi vida como un vaso de agua fresca. Fedra la había seleccionado para mí un domingo en un parque. Aquel día paseábamos los dos al sol, mi perra un paso detrás, hasta que nos sentamos en un banco. Me pidió permiso para echar un vistazo en los alrededores, por si encontraba alguna niña de mi agrado. Y vaya si la encontró. Su extraña magia no fallaba nunca. Al rato volvió con Graciela de la mano. Era un regalo de los dioses. Tenía el pelo rubio con dos trenzas, sonreía como avergonzada girando una piruleta en su boquita entreabierta, y vestía una pequeña camiseta rosa de tirantes con un short vaquero ajustadísimo, también minúsculo. Su aspecto de niña contrastaba espectacularmente con las tetorras que lucía, ausentes de sujetador y marcando los pezones tan claramente como los labios de su coñito. Cuando Fedra nos presentó, me dio un par de besos inclinando sus melones hacia mí, que permanecía sentado y ya con la polla a punto de reventar.

Estuvimos conversando con ella un rato y se encariñó conmigo. Me dijo que le gustaría tener un padre como yo. Se le notaba que no mentía, porque mientras hablaba me miraba al paquete todo el rato y sus pezones se habían puesto duros. Fedra le dijo que la podíamos adoptar y nos fundimos los tres en un abrazo, que aproveché para agarrar a la niña de sus tetas enormes. Durante unos segundos, nuestras tres lenguas se fundieron en público en aquel banco mientras Graciela gemía infantil y emputecida. Observé una manchita de flujo en su entrepierna.

La capacidad innata de mi esposa Fedra para encontrarme esclavas perfectas era increíble. Graciela vino a casa con nosotros caminando abrazada a mí, como una hijita mimosa que necesitaba frotar su entrepierna con papi. En cuanto entramos, me senté en mi sillón. Ella se abalanzó a mi polla y se puso a tragarla de rodillas como si la necesitara de verdad. Luego subió sobre mí y me refrotaba sus tetazas en el pecho, preguntándome al oído si podía llamarme papá, mientras yo asentía, le retiraba a un lado el pantaloncito elástico y le taladraba el coño. La tratábamos como a una hijita, aquellos días que estuvo con nosotros, aunque por la edad de su madre adoptiva Fedra, Graciela bien podría haber sido su hermanita.

Recuerdo lo bien que respondía a cualquiera de mis caprichos, recibiendo mis escupitajos en la cara con sus risas sorprendidas, o cuando le abofeteaba y se ponía tan cachonda que necesitaba que la violáramos entre todos: sus padres adoptivos, el mueble Naomí y hasta Rosa cuando venía a vernos. A Fedra le gustaba masticarle el chocho como un chicle. Yo reía contento viéndolas jugar, imaginando que las tetas de Graciela eran los globos de la goma de mascar, hinchándose mientras respiraba entrecortada sacando las babas por la nariz, al tener ocupadita su garganta con mi polla.

Era muy placentero el cosquilleo de sus lágrimas en mis huevos cuando la usábamos así. Verla casi ahogada, con mi polla ocupando el interior de su cuellecito y convulsionada por los dientes de mi Fedra, era un espectáculo precioso que, a no ser por su gran resistencia, la habría destrozado. En más de una ocasión creí que le estaba arrancando las tetas con mis manos, pero siempre acababa entera, sonriente y dispuesta de nuevo a ser golpeada, penetrada con nuestros puños hasta los codos, inmovilizada, aplastada o usada de cualquier modo.

A veces, cuando me seguía a cuatro patas por el pasillo, le daba una patada para que se quedara quieta en un rincón y se masturbaba con cualquier objeto que encontraba. Su madre Fedra le ataba por las noches a una columna porque era tan mimosa que no la dejaba dormir con sus juegos de hija traviesa.

La niña Graciela admiraba a la cerda Naomí y la emulaba siempre que tenía ocasión. Cuando la rubita veía que la mulata tetuda me servía de alfombra, ella acudía también a ser pisada. Si Naomí ejercía de basurero, la traviesa Graciela se colocaba a su lado para intentar alcanzar cualquier porquería que le lanzaba. Siempre que podía, abría su boca para recibir mis meadas y tragarse hasta la última gota. Fedra la tenía muy consentida y le dejaba beber su orina también.

Desgraciadamente, Graciela no vivía en nuestra ciudad. Sólo había venido a pasar el verano, la primera vez que sus padres le habían autorizado a viajar sola. Así que, en unas semanas, se marchó y no la volvimos a ver. ¡Era tan flexible, activa y resistente!