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La negrita Yerai

en Dominación

Mi mujer y yo llevamos casados varios años, y nos va bien. Ella es muy guapa y tiene un cuerpo magnífico, además de ser buena e inteligente. En público nos comportamos con normalidad, pero en casa es una esposa sumisa, siempre deseosa de tenerme contento. Cuando estamos juntos al calor del hogar, su labor principal es atender todos mis caprichos. Una vida realmente placentera, la que me da Mercedes. Ella también vive bien. No le obligo a estar en casa siempre, y acude a reuniones de grupos solidarios, donde arreglan el mundo a su manera.

Un día mi Mercedes me comentó que se había presentado un caso difícil en su organización. Una jovencita sin papeles, procedente de un país subsahariano, se acababa de instalar en el local donde se reunían. La mantenían allí escondida, a la espera de hacer algo por ella. La chica no tenía a nadie. Yo le dije a mi esposa que esperaba que el tema se solucionara pronto y que era un ángel, siempre dispuesta a ayudar. Me respondió que si yo consintiera en ello, podríamos acogerla en casa hasta que se solucionara el caso. Le dije que sí a regañadientes, pensando que iba a ser un estorbo.

Mercedes entró con Yerai a casa. Era negra como el tizón, con el cabello rizado. Aparentaba tener edad de adolescente, pero no se podía saber con exactitud, dada su dulce carita de niña. Sus labios eran muy gruesos y le daban un aspecto muy atractivo. Hablaba poco español y sonreía mucho. Pero lo más destacado de la niña, en un primer vistazo, eran sus tetas enormes, totalmente evidentes pese a su curiosa vestimenta, una tela colorida que le daba varias vueltas alrededor del cuerpo.

Acomodamos a Yerai en el cuarto de invitados. Mercedes le había dejado allí ropa suya para que se cambiase. Aprovechando ese momento a solas con mi mujer, le comenté que la niña era preciosa y que podía haberme avisado. Ella se rio y me dijo que en realidad lo había ocultado para darme una sorpresa. Estábamos hablando entre risas cuando apareció Yerai con su nueva vestimenta.

La negrita se había puesto un sencillo vestido rosa de Mercedes, sin mangas y atado a la nuca, que le llegaba por encima de las rodillas. Se acercó hacia nosotros despacio, porque también llevaba unos zapatos de tacón alto y estaba claro que no los había usado nunca. Sonreía tímida, con las manos a la espalda. Sus enormes tetas rebotaban a cada paso, sujetadas únicamente por la fina tela del vestido. Llegó hasta donde estábamos y permaneció de pie, callada.

Mercedes le dijo que estaba preciosa y la invitó a sentarse en el sofá entre nosotros dos. Yo estaba en estado de shock, sin atreverme a decir una palabra. Mi mujer sacó el móvil para hacernos unas fotos. La teta izquierda de la niña se posaba en mi brazo, mientras sonreíamos. Al inclinarnos para mirar las fotos, el escote de Yerai se mostraba en su inmensidad ante mis ojos. Y sus preciosas piernas estaban descubiertas hasta los muslos de ébano.

Propuse que nos hiciéramos más fotos, colocándome yo en el centro. Mercedes alargaba el brazo desde su lado para sacarnos a los tres. Yo aproveché mi posición para poner, como quien no quiere la cosa, una mano en cada uno de los muslos que tenía al lado. Las dos diosas volvieron a reclinarse ante el móvil para mirarlas, y mientras me recreaba con esas cuatro tetas magníficas continuaba con mis manos en sus piernas. Mercedes comentó entusiasmada que parecíamos una familia, con su papá, su mamá y su hija preciosa. Luego me dejó con Yerai, porque tenía que prepararnos la cena.

Sin dejar de agarrarle el muslo, le dije a la niña, posando mi otra mano en mi pecho, que yo era su papá, entre risas. Ella entendió lo que le decía y me cogió la mano, para llevarla a su pecho y al mío, diciendo alternativamente papá y Yerai, papá y Yerai… Yo estaba a punto de correrme, con mis manos sobando descaradamente a esa inocente tetuda increíble, que se mostraba relajada y feliz, además de con sus pezones empitonados. Ya estaba agarrándola del culo y las tetorras mientras seguíamos riendo, cuando Mercedes nos llamó a cenar.

Mi buena esposa sirvió los platos, nos echó la bebida en los vasos, y recogió al final todo. Durante la cena, la conversación versaba de la situación de Yerai, que no figuraba en ningún registro y que, a efectos legales, no existía. Mientras agarraba bien de un muslo a la negra tetuda por debajo de la mesa, y tras dar un largo beso a mi mujer sin soltar a la refugiada, dije que no tenía inconveniente en que esa niña se quedara a vivir en casa todo el tiempo que hiciese falta. Las dos se mostraron entusiasmadas. Primero me abrazó mi mujer, y Yerai, al verla, también se levantó y me aplastó tus tetazas contra el pecho, juntando su mejilla con la mía. Aproveché para volverle a agarrar del culo, siempre fuera del ángulo de la vista de Mercedes. La respiración de la niña se aceleró en mi oreja. Le encantaba que papá la magreara.

Esa noche follé a mi mujer con furia salvaje. Ya estábamos a punto de dormir, cuando Yerai entró en nuestro dormitorio. Encendí la luz de la mesilla y la vi en todo su esplendor, sólo cubierta por un pijama de verano compuesto por un pantaloncito que se le había metido por la raja del culo y una mini camiseta que le cubría las tetas parcialmente, dejándolas ver por debajo. Pidió permiso para acercarse. Quería agradecernos nuestra cortesía por dejarla venir a casa. Hablaba una graciosa mezcla de francés y español, pero se le entendía perfectamente. Subió a cuatro patas a la cama para abrazarnos. Mercedes me sonreía con su bondad permanente mientras la niña le abrazaba primero a ella, mostrándome su culo para que se lo apretase con mis manos, y luego acercándose a mí con sus tetorras bamboleantes para acabar a horcajadas sobre mis piernas, en un abrazo que se parecía bastante a un coito.

Mi mano más alejada de Mercedes volvió a dar un buen repaso al cuerpazo de Yerai. Cuando la negra se fue a dormir, mi mujer me comentó que le parecía un encanto, tan cariñosa. Yo tuve que descargar de nuevo, esta vez en la garganta siempre dispuesta de mi Mercedes, que tragaba feliz de verme tan contento y vigoroso.

Desperté al oír que Mercedes me traía el desayuno a la cama, como todos los días. La feliz novedad era que la niña venía con ella. Se arrodillaron cada una a un lado. Las tetas de la negra seguían parcialmente a la vista, como la noche anterior, y las de mi mujer rebosaban sobre el camisoncito atado justo bajo ellas, como acostumbraba a vestir en casa para mí. Mientras me servían, mis manos libres acariciaban sus muslos y sus traseros. Normalmente Mercedes acababa calmándome la erección matutina con una buena mamada o un polvo, pero en presencia de Yerai no tenía privacidad.

Mi buena mujer, mientras acababan con su trabajo, me explicó que nuestra nueva hijita se había ofrecido a ayudarle en lo que hiciera falta. La negra afirmaba con la cabeza, sonriendo todo el tiempo. Mercedes me preguntó si yo tenía algún inconveniente, porque ni siquiera sabíamos si nuestra niña era mayor de edad, y no quería que yo creyera que la explotábamos o algo así. Le dije a mi esposa que me parecía bien, y que así ella se descargaría de algunas faenas. Retiró la bandeja y me abrazó, muy agradecida. Yo sostuve el abrazo todo el rato que pude, porque mientras, la niña, en su curiosidad infantil, estaba palpando mi polla erecta sobre la sábana, y mi brazo libre llegaba hasta sus tetazas, retorciéndole los pezones. Aún conseguí que el abrazo de mi querida Mercedes se prolongase lo suficiente para que, instintivamente, nuestra Yerai agarrase bien el objeto de su curiosidad.

Cuando Merceditas se separó de mi cuerpo, Yerai tomó el relevo, apretándose con fuerza sobre mí. Sin moverse de su sitio, preguntó a su mami si podía besarme en la boca, siguiendo la costumbre de su pueblo. Mercedes, como es natural en ella, le contestó que en esa casa los permisos los concedía yo, que asentí encantado. Entonces la niña cogió con una mano a mi esposa, como dándole confianza, y empezó a morrearme con esos labios carnosos y esa lengua endiablada. Nuestras salivas caían por las barbillas, y mi esposa nos miraba de pie, esperando el final del beso, que no parecía llegar nunca. La niña atrajo hacia nosotros a su mamá, tirándole del brazo y señalándole a la boca, sin dejar de jugar con su lengua en la mía. Mercedes me miró interrogante, y asentí. En un momento estábamos los tres entrelazados, con las lenguas, los dientes y los labios compartidos, y las babas cubriendo nuestras caras. Sin dejar de besarlas, atraje a mi esposa sobre mí, retirando la sábana, y le clavé la polla en el coño.

Yerai permanecía junto a nosotros, besándonos, mientras yo seguía empalando a mi esposa, que llegados a ese punto, ya no tenía ningún control sobre sí misma ni casi ninguna percepción de la realidad que no fuese el placer en sus entrañas. La niña se frotaba la entrepierna contra mí, que le agarraba de las tetazas. Mercedes se corrió al recibir mi descarga, sin darse cuenta de que nuestra hija también estaba teniendo un orgasmo. Los tres permanecimos inmóviles, tumbados unos minutos, hasta que Yerai se levantó y se llevó la bandeja con los restos del desayuno. Mercedes apoyó su cabeza en mi hombro y me pidió perdón por haberse dejado llevar delante de la niña. Yo le repliqué que no pasaba nada porque nos hubiese visto hacer el amor, si nuestro propósito era el de adoptarla, porque al fin y al cabo era una costumbre normal en nuestra casa. Mi mujercita se retiró contenta a ayudar a Yerai en la cocina.

Al dirigirme al baño pude verlas de espaldas ante la pila de la vajilla, besándose de nuevo en la boca. Cuando vinieron a acompañarme al salón, hablaban muy animadas entre sí.

  • Os he visto besaros en la cocina otra vez…

  • Sí, mi amor. Esta niña es un prodigio de cariño, y cuando he ido a ayudarle me lo ha querido agradecer así, según sus costumbres…

  • Es verdad que es un tesoro y un regalo del cielo.

Mientras hablábamos sentados juntos Mercedes y yo, Yerai descendió ágilmente de su posición de pie a arrodillarse ante mí. Luego me quitó las zapatillas con suavidad y empezó a besarme los pies. Mi esposa, al verla, le acarició el pelo ensortijado, emocionada.

  • Mírala, mi Mercedes. Yo creo que esta negrita nunca ha sido tan feliz. Deberías aprender de ella.

Mercedes me miró sonriente y se colocó de rodillas pegada a su hija, para besarme los pies con devoción. Las dos tetudas formaban un cuadro perfecto, más que excitante. Mi polla emergió del albornoz.  Mi mujer, al percatarse, acercó su mano para taparla con la tela, pero se la retuve de la muñeca.

  • Deja que nuestra hija nos vea con naturalidad. Ya ha estado en el dormitorio antes y no se escandaliza por estas cosas. Además ahora las dos estáis a mi servicio, y tenemos que enseñarle a servirme correctamente.

  • Perdona de nuevo. Eres tan sabio, tan generoso, que ni se me había ocurrido que aceptaras que nuestra niña se integrase con esa intensidad y tan rápido.

  • Anda, agárramela bien y muéstrasela, a ver qué hace.

Yerai emergió del suelo de la mano de Mercedes, que le puso mi polla ante sus ojos. La niña se quedó mirándola, bizqueando un poquito con gracia, y se relamió. Luego miró a su mamá, como preguntando si podía probar, y las dos me miraron a mí, que di permiso con la cabeza. Empezaron lamiendo las dos, y siguieron comiéndomela alternativamente, mientras seguían con sus besos. Luego les indiqué que me apetecía también que la masajearan con sus pechos. Cada una desnudó las tetorras de la otra. Ya las tenía a las dos a mi merced, con sus dos pares de melones, uno blanco y otro negro. La una ayudaba a la otra en el masaje, agarrándose las tetazas mutuamente, sin dejar el espectáculo de su morreo babeante.

Cuando me iba a correr, aparté a Mercedes y clavé mi polla en la garganta de la negra. La descarga fue muy grande, y nuestra hija aguantó el tipo con gallardía, dejando que mi semen entrase casi en su totalidad en su estómago, aunque le salieron algunos chorretones por los agujeros de la nariz. Mercedes acudió presta a limpiar la cara de su hijita con la lengua. La cría me miró y me dio las gracias.

No sé por qué me salió así, pero en ese momento, al verla tan inocente, tan fácilmente emputecida, tan excitante con las inmensas tetas brillando, le arreé un bofetón que la tumbó. Mercedes se llevó una mano a la boca, sorprendida. La niña volvió a ponerse de rodillas ante mí y, sonriendo, me dio las gracias de nuevo. La agarré del pelo y le di otra hostia, en la otra mejilla. Mi mujer se nos acercó, mostrándome la cara. Nunca le había pegado. La bofetada que le regalé le dejó mi mano marcada. Se volvió a poner en su sitio e imitó a su hija, agradeciéndome el mandoble.

En ese momento sonó el teléfono. Siguiendo su costumbre, Mercedes fue a por él y me lo trajo. Era la policía. Alguien les había dado el chivatazo. En pocos días el recuerdo de la niña se esfumó, aunque tuve tiempo de follármela con toda la rudeza posible en todos los rincones de la casa. Mi mujer, sin embargo, resultó una inesperada alumna de la negra, y a partir de entonces se comporta con la exquisita lealtad de su nueva condición de perra arrastrada.