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Obedeciendo al espejo

en Autosatisfacción

Soy una mujer de 35 años, con una vida normal y un cuerpo fuera de lo normal. Eso es así, no voy a ocultarlo, me encanta mi figura, es muy voluptuosa, me conservo perfecta. Mi padre, mi marido, mi hijo y mi hija se han ido ya, como todas las mañanas. El momento de quedarme sola es mi mayor placer. Ya les he dado a todos su desayuno y me dispongo a hacer las tareas de la casa, con tranquilidad. Tengo muchas horas por delante.

Me dirijo a mi habitación. Antes de empezar a recoger, ordenar y limpiar, me miro al espejo. Soy muy bonita, pero voy vestida con una bata y unas zapatillas demasiado vulgares. El reflejo de mis ojos me ordena arreglar eso. Yo le obedezco, porque una hembra como yo debe estar más atractiva, mostrarse con todos sus encantos. Me quito la bata, las zapatillas y el conjunto de ropa interior monótono. Mejor. Desnuda parezco una Venus y al mirarme siento un cosquilleo entre las piernas.

Me suelto el pelo y lo ahueco. Me veo sonreír maliciosa. Me acaricio el coño y llevo mi dedo a la boca, sin dejar de fijar mis ojos en mi propia imagen reflejada. Pienso que a papá le gustaría haberse quedado para ver a su niña así, pero imagino que querría tenerme más adornada. Me subo a unos zapatos de tacón muy alto. Me realzan el culo, redondo y perfecto. Lo muestro al espejo y mi reflejo me indica que debo azotarlo. Cuento las nalgadas, hasta que se presenta enrojecido, y me sigo aderezando. Me pongo unas medias con liguero y una gargantilla. Al verme tan hermosa ofrezco mi imagen a mi otro yo, postrada en el suelo. La marca de mi lengua y de mis grandes pechos queda impresa en el espejo, y la limpio con mi melena.

Mientras friego el suelo arrodillada, la ropa se está lavando. Llego al cuarto de mi hijo, que es una leonera. Me agacho para recoger sus cosas, con el culo en pompa, mostrando mi coño depilado. Ese jovencito estaría masturbándose, si me viera abriendo las piernas así para él. Hay pañuelos de papel para tirar. Uno de ellos aún tiene su semen fresco. Lo lamo, lo absorbo. Mamá te daría ahora sus tetas hinchadas, para que las mordieses como cuando eras un bebé.

La ropa ya está lista y voy a la galería para tenderla. Mientras lo hago, me coloco una pinza en cada pezón, sintiendo el dolor punzante, disfrutando de mi soledad, de la libertad para disfrutar que me proporcionan mis horas de trabajo doméstico. Con mis pinzas puestas acudo gateando hasta el baño. Mi marido ha dejado caer algunas gotas de orina en el contorno de la taza, y las lamo con delectación, sintiendo su sabor agrio y recordándome a su polla, que es mi objeto secreto de veneración. Mis ojos en el espejo del lavabo se ven encendidos, apremiantes. Me obligan a buscar algo para meterme en mis agujeros y grito con dos botes de champú violándome el coño y el culo, sintiendo en mi piel el frío de las baldosas recién fregadas.

Me dirijo a la habitación de mi hija, pasando por el recibidor. Allí me detengo unos minutos, arrodillada frente a la puerta, soñando una entrada repentina de papá, de mi esposo o de mi hijo. Abro bien la boca para sentir cualquiera de sus pollas, o las tres, rellenándome mientras les doy la bienvenida, vaciándose en mis entrañas mientras me obligan a permanecer con las manos a la espalda, tragando hasta la última gota.

Entro en el cuarto de la niña. Aún permanece su aroma de mujer recién hecha, a mi imagen y semejanza. Abro su diario y me masturbo con furia, golpeando mi clítoris con su cepillo del pelo. Imagino las pollas vírgenes de todos esos chicos que le gustan, penetrándola por todos sus agujeritos, forzándola mientras aúlla de placer, sujetada por su mamá, que le abofetea para que sienta más intensamente la magia de ser inundada, vejada, arrastrada por los orgasmos de la entrega incondicional. Una de sus braguitas, tirada en el suelo, pasa a taponar mi garganta mientras me corro sintiendo las púas del cepillo masacrarme por dentro.

La casa está ya limpia y recogida. Hago la comida, sin importarme demasiado que salten algunas gotas de aceite sobre mi cuerpo desnudo. Acerco el tenedor a mi piel y la recorro deteniéndome donde necesito más pinchazos. Siento que soy la esclava perfecta. Aderezo los platos con mis propios flujos y lo dejo todo listo para mi familia.

Antes de que vayan llegando, me vuelvo a poner mi ropa de madre abnegada, pero antes despido con un beso tierno a mi imagen reflejada, que me guiña un ojo satisfecha de mi comportamiento privado. Cada uno cuenta su jornada mientras saborea mis guisos. Se me escapa un suspiro, esperando con ansias que llegue la mañana siguiente para volver a mostrarme como soy realmente: una viciosa extrema que necesita sentir el abismo de sus propios ojos de perra dándole órdenes desde el espejo.