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En el calor de la paja

en Autosatisfacción

Aquel verano fue particularmente caluroso. Como siempre, mi única diversión consistía en sentarme en el balcón a tomar el sol y leer mis revistas de cómics. No tenía a nadie en la ciudad, ya que todos mis amigos veraneaban con sus familias, cosa que yo nunca me había podido permitir. No tenía novia, ni tan sólo amigas “fuertes”. 

Así que me sentaba a empaparme de las aventuras del Príncipe Valiente, el Hombre Enmascarado y Flash Gordon. El malvado Ming era particularmente aficionado a apresar y atormentar a jovencitas glamurosas, como Dale Arden. Éstas solían ir ligeras de ropa y esto, unido a las sádicas torturas del siniestro Emperador del planeta Mongo y a mis hormonas adolescentes, hacía que mi calzón se hinchara aparatosamente. Mis retinas absorbían sedientas aquel material que luego debía rebobinarse y presentarse debidamente remodelado en mi pequeño cine mental privado. Con los genitales clavados en mi almohada, convertida en amante forzosa, mis caderas  bailarían al ritmo de los latigazos administrados por los tunantes en las nalgas y los pechos de las indefensas heroínas de las historietas.

Pero aquella tarde parecía que iba demasiado salido como para esperar a llegar a la cama, así que empecé a meter la mano por la cintura del pantaloncito, echando una ojeada cautelosa a la calle próxima y a los balcones circundantes. No viendo moros en la costa me decidí a sacar de la jaula al pajarito y exprimirlo un poco. Los huevos también reclamaban una atención especial y la mano iba y venía hasta que se vio incapaz de darme la satisfacción esperada y tuve que cerrar el libro y aplicarme con las dos manos, una por abajo y otra por arriba.

Cerré los ojos y vi a aquella morenita preciosa, con dos hermosas tetas, tiesas como globos aerostáticos y los negros pelos que se escapaban por los bordes de las pequeñas braguitas de seda. Sentía que me tocaba el carajo con la punta del pie, hasta que adelanto toda la planta y me clavó el talón en los testículos, mientras la parte más blandita se adaptaba al tallo de la polla para ordeñarla a conciencia. Quizás esa muchachita era Isa, o Chloe o tal vez Lorena, no lo sabía yo, pero sentí que su pie me hacía correrme aunque su mirada reflejaba desdén o incluso desprecio. Bien, ella era una Diosa de mi fantasía y  yo un miserable mendrugo de la realidad. Era normal.

La humedad del semen en las manos me hizo reaccionar y abrir los ojos … y quedarme de piedra. Allí delante estaba la señora de la ventana de enfrente, mirando con cara de asombro mis tocamientos. Pegué un salto mortal para taparme y escabullirme dentro de mi casa. ¡Por todos los demonios! Si aquella tía era la esposa de un cliente de mis padres, un señor muy estirado que se tomaba su güisqui con hielo cada tarde en lo de mis viejos, echando su partida al billar con algún colega. Y ahora, su mujer me había visto hacer el marrano en el balcón. ¿Qué pasaría?¿Iría a quejarse a mi madre, o peor, a mi padre? Se suponía que yo estaba haciendo la siesta para ir más tarde a relevar a mi padre tras el mostrador del bar. Y aquel tío vendría a pedir su bebida y me miraría descojonándose por debajo del bigote. “Éste es el guarro del balcón, todo el barrio lo conoce ya”.

Me duche y corrí hacia el bar, a cien metros de nuestra casa, temblando de miedo. Pero no pasó nada. Ni esa tarde ni al día siguiente. La señora no se había chivado.

Así que tres días después volví a mi balcón a leer , seguro de que ya nada me pasaría, siempre que tomara precauciones. Aquel día me escogí un cómic de Spiderman. Ahí las chicas no eran tan sensuales ni los malos tenían la libido tan descontrolada. Así me evitaría erecciones intempestivas.

Estaba el doctor Octopus trepando por una fachada con Meg entre sus tentáculos, cuando levanté la vista y … ¡allí estaba la señora! Disimulé y seguí leyendo como si nada hubiera visto. La mujer miraba en mi dirección. Debía tener cuarenta o cuarenta y cinco años. Era morena y delgada con dos grandes pechos, de aspecto maternal y gafas para la miopía muy gruesas. Como era verano iba con una batita que dejaba los brazos al descubierto y mostraba la oscura grieta de las tetas, profunda como el Gran Cañón. Puse el cómic en posición para poder mirar a mi vecina haciendo ver que leía. Ella dio un paso atrás, de modo que no podía ser vista por nadie excepto por mí, que vivía justo delante de su casa y delante de aquella ventana en concreto. Y, para mi sorpresa, la señora se empezó a quitar la bata con aire desmayado, como si no pudiera resistir el calor. Ahora sí que podía ver aquellos tostados melones en todo su esplendor, con sus fresones hinchados en la punta. La muy borde se había quitado las gafas, para hacerme creer que no me había visto, pero,..ja! a otro perro con ese hueso!

En correspondencia metí mi mano por dentro del calzón y empecé a remover la calderilla.

Pronto me atreví a dejar emerger el periscopio y empecé a sacarle brillo disciplinadamente, como grumete de un submarino nuclear. La señora me dio la espalda, pero fue para mostrar cómo se quitaba con arte de cabaretera las bragas. El culo parecía muy blanco en comparación al resto y menguado en relación a sus compañeras de arriba. Pero lo movió graciosa y se metió una mano entre las nalgas, dejando a los dedos llegar bien adelante, hasta la raja inflamada de calor ( o eso me imaginaba yo). Para mi pesar la figura desapareció en la oscuridad de la sala, pero en unos segundos reapareció, más al fondo, pero aposentada en una silla y bien abierta de piernas. Sólo llevaba unas chanclas de goma y el vello púbico parecía un bosque de yedra trepando por sus ingles, sus muslos y su vientre. ¡Menuda selva! Ay, quién fuera mono para perderse en la maleza. Aumenté el ritmo de la paja y me quité el bañador para igualar la partida.

A los dieciocho años, mi cuerpo era muy diferente de ahora. Era delgado, un poco demasiado delicado, sin pelo en el pecho y con una piel muy fina. Mi pene no era  muy grande ( lo cierto es que ahora, cuarenta años después, tampoco lo es) Pero si grueso y juguetón. Lo agité con fuerza hasta hacer brotar el chorro de leche a más de un palmo de altura (Eso sí que ya no me sale) y pude ver como la vecina se estrujaba las tetas y se frotaba la entrepierna sin ningún pudor y con las gafas puestas, para no perderse detalle de mi masturbación.

Durante todo el verano repetimos el ritual casi a diario, pero, con la llegada de las clases, se acabaron nuestras fiestecitas privadas en honor de Onán .

Cuál no sería mi sorpresa cuando una tarde, al entrar en el bar me encontré sentada en una mesa con mi madre a la vecina.

“Mira Toni. La señora Mercedes busca un chico que le dé clases de matemáticas a su hijito y ha pensado que quizás tú, podrías subir a su casa dos tardes a la semana”

“Mi Luís llega a las seis y veinte. Si subes a las seis te doy la merienda y te puedes ir leyendo los problemas del día para explicárselos a él cuando llegue”

Serán veinte minutos muy bien aprovechados, pensé yo… Pero esa es otra historia.