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Granjero busca esposas 1

en Trios

GRANJERO BUSCA ESPOSAS (Desenfreno en la granja)


Hace tiempo que he advertido que los lectores de todorelatos tienen tres formas de leer. Algunos, quizás los más, se lo miran todo con detenimiento, siguen el argumento y disfrutan así al máximo de los párrafos más calientes; Un segundo grupo, lee en diagonal hasta que detecta la parte más erótica y se detiene en ella para deleitarse con ese contenido; También hay quien pasa un poco de los episodios pornográficos,… pero éstos son los menos y no suelen frecuentar estas páginas.

Así, he mirado en este relato de facilitar la tarea a unos y otros. Los contenidos eróticos explícitos están escritos en negrilla inclinada, utilizando el presente en tercera persona y los recursos más poéticos, metafóricos y líricos, dentro de mis limitadas posibilidades; El resto está en letra normal, narrado en pasado, en tercera persona y en un lenguaje más sencillo, evitando giros retóricos excesivos e incluyendo abundantes diálogos sin acotaciones, como un texto teatral o un guion radiofónico o audiovisual.

Bueno. La idea es que lo disfrutéis todos y todas, cada uno como le venga en gana, claro está. ¡Besitos!

En la penumbra del cuarto, el cuerpo fibroso de un hombre empieza a relajarse mientras cae en un sueño profundo y tranquilo. La luz de la luna abrileña se desliza entre las cortinas. Silencio de la noche campestre. Apenas se agitan las ramas de los abetos. Hace calor en la estancia. Los rescoldos del fuego del salón dan su último aliento de vida en forma de una agradable tibiez que permite al joven dormir vestido con una camiseta y abrigado con una colcha, a pesar del frío gélido que baja del nevado Pirineo, tan cercano.

El viejo reloj de pared da las doce solemnes campanadas y una sombra furtiva cruza por delante de las brasas, atraviesa la puerta del cuarto y se proyecta sobre el lecho. Es una forma menuda pero inquietante. Su desnudez nos permite adivinar en la penumbra unas nalgas firmes y unos muslos atléticos, surcados por un diabólico tatuaje que viene a morir debajo de la axila derecha. Reconocemos en él a Chernabog, el demonio eslavo que Mussorgsky y Disney convirtieron en icono del mal contemporáneo. La sombra se detiene y escucha. El hombre duerme. Cuando cierra la puerta podemos apreciar sin lugar a dudas que se trata de una mujer. Sus senos apenas destacan sobre el tronco delgado pero fuerte; Sin embargo, sus areolas oscuras, inusualmente anchas y rugosas delatan el género de la aparición. Nada podemos decir sobre su pelo. Ni el cráneo, afeitado como el de un skinhead, ni el pubis, lampiño como el de una ninfa de mármol, nos permiten adivinar su color.

Camina sigilosa hacia el lecho donde yace el granjero. La casa huele a estiércol honrado y a leche, aunque no hagan estruendo alguno las treinta vacas desde su cuidado establo. Hay un libro sobre la cama. “MIGUEL HERNÁNDEZ. Poemas”, reza la portada.

La desnuda intrusa se mete en la cama apartando la colcha con ágil movimiento. El libro del autodidacta genio de Orihuela cae al suelo y el durmiente deja de serlo. “¿Qué pasa?. Quién…?” Pero la duda muere en sus labios cuando la asaltante le besa con avidez dionisiaca. Su lengua no es bífida, pero vibra como la de una culebra en la boca del joven. Él se deja vencer con facilidad; la recién llegada se coloca a horcajadas sobre el vientre nudoso; su vulva lampiña y mojada se arrastra sobre la vistosa chocolatina abdominal, dejando un reguero de húmedas babas de caracola ansiosa.

La luna ilumina el rostro anguloso y el cráneo afeitado de la doncella fantasmal. Un tatuaje parte de su seno izquierdo y asciende rodeando la areola hasta enroscarse en la oreja y clavar sus figurados colmillos en el lóbulo, deformado por un dilatador negro del tamaño de un euro. Es Nagani, la serpiente maléfica, tal y como aparece en la saga del niño mago.

Echando hacia atrás las caderas, la muchacha se clava en la verga ya firme y palpitante del hombre. Éste gruñe de excitación y ella lanza un gemido sordo. Se inclina sobre su presa y acerca su boca voraz al cuello indefenso del macho vencido. Los dientes se hunden cerca de la yugular y la lengua y los labios succionan con fuerza.

Pasa el tiempo agónicamente. La luna se oculta. La fiera sigue chupando sin saciarse, el cuello con la boca, el pene con la poderosa vagina. Siente el pobre granjero que se le escapa la vida por esos dos puntos, pero no puede zafarse; Está aprisionado por el deseo y se entrega al placer aferrando las nalgas durísimas con sus manos curtidas por el trabajo. Gime ahora él al convulsionar dentro de la demoníaca bacante e inundarla de su blanca simiente, mientras su rojo flujo vital se agolpa en el cuello dolorosamente, allí donde los dientes crueles le han marcado.

La familia de Javier se dedicaba a la cría de vacas lecheras desde varias generaciones atrás. Él había sido uno de los muchos que habían huido de la aldea pirenaica, primero a Huesca y después a Zaragoza para estudiar.

Se las prometía muy felices el pobre Javier cuando terminó los estudios de técnico de laboratorio y entró a trabajar en la planta industrial de una importante multinacional del sector de la química y la farmacia. Tras cinco años de bonanza económica, con un matrimonio y una preciosa niña por añadidura, todo se había ido al carajo. Infidelidad matrimonial, crisis, cierre de la fábrica, paro, y, en medio de todo, un romance apasionado y efímero con una misteriosa rubia, que resultó ser una alta ejecutiva de su propia empresa. (Si alguien tiene curiosidad por conocer la historia, que consulte los relatos del dos de mayo y el mayo florido).

Sin empleo y solo en el mundo, amén de sus padres, ya mayores y su hija, aún pequeñita, Javier se devanaba los sesos buscando una salida a su vida. No podía olvidar a su Lucía, a pesar de que la encumbrada directiva no había vuelto a dar señales de vida después del fiasco de la reunión en Madrid; sin embargo, necesitaba borrar de su mente aquella obsesión, iniciar una nueva etapa y rehacerse. Con sólo treinta y seis años no era cosa de pegarse un tiro o darse a la bebida.

Dejó su piso de alquiler en Zaragoza y volvió a vivir con sus padres en la granja. Ayudando a su padre con las vacas y estirando el subsidio de paro, podía disponer de unos meses para pensar. Paseaba por el campo y salía a correr y con la bicicleta cuando no tenía nada que hacer. Pasaban los días y no le venía la inspiración.

A veces el destino decide por nosotros (las más de las veces) y esto es lo que pasó en este caso. Un día el señor Ángel, su padre, volvió a casa muy pálido. No quería alarmar a su esposa, Herminia, ni a su hijo, pero acabó por confesar que le dolía mucho el pecho y el brazo izquierdo. Salieron a escape en dirección a Jaca en la vieja furgoneta. Ángel tuvo suerte. El infarto era pequeño y no le iba a dejar grandes secuelas pero, con setenta y seis años, se habían acabado la vida de granjero, las preocupaciones, los madrugones y los esfuerzos.

Volvieron a la granja, ahora con Ángel convertido en “inválido”, según sus propias palabras. Javier se hizo cargo de todo, pero su padre no podía resistir ver su puesto ocupado y sentarse como un pasmado delante de la televisión. Así que los dos viejos acordaron, pasadas unas semanas, irse a Huesca a vivir de alquiler cerca de su hija mayor.

Eugenia, la hermana de Javier, era una buena chica, que logró marchar de la granja al casar con un policía nacional. Cuando Javier le consultó qué hacer con la propiedad no tuvo dudas.

- O vendemos o la llevas tú, hermano. Yo no pienso volver a ordeñar vacas, así que decides lo que te parezca.

Su marido, Emilio estaba de acuerdo. Él también era hijo de campesinos y estaba decidido a no volver a pisar el campo si no era para ir a hacer una parrillada.

- Búscate alguien que te ayude, Javier. Tú solo no puedes llevar la granja - aconsejó el cuñado saboreando la copa de coñac del domingo – Si quieres, mi prima trabaja en el INEM y te puede mirar alguien de confianza.

- De confianza y un poco tonto, porque con lo que le podemos pagar, no hay en toda España un capullo tan capullo como para meterse en aquél … - Un gesto de su hermana le hizo callar. Su padre estaba mirando la televisión con su nieta en brazos, pero tenía puesta la antena y no era cosa de ir dándole más disgustos en su estado.

Con todo, Javier se decidió a llamar al día siguiente a Eugenia, la hermana de su cuñado. Ésta resultó ser una solterona empedernida, entregada a múltiples causas nobles, desde la conservación de la fauna hasta la reinserción de los ex – presidiarios, pasando por la adopción de gatos y perros y la ayuda a los africanos emigrantes irregulares. Era una buena mujer que pensaba que estamos aquí para ayudarnos unos a otros, hacer el bien sin mirar a quién y dejar un mundo mejor a nuestros descendientes. “Mi cuñada es un poco rara” la había descrito Estrella, con una visión más práctica de la existencia.

- Te puedo buscar gente, pero los tendrías que entrevistar y es difícil desplazarlos a tu granja… - le comentó por teléfono a Javier la buenaza de Estrella.

- Yo me fiaría de ti, Estrella. Seguro que me encuentras alguien. Te puedo enviar fotos y describir las tareas de la granja.

Así lo hicieron, pero pasaron las semanas y no aparecía la persona adecuada. En realidad nadie se interesó por ir a una granja a cien kilómetros de la civilización cobrando el salario mínimo.

Casi ya perdidas las esperanzas, una tarde Estrella llamó por teléfono a Javier.

- Javier, tengo buenas noticias.

- ¡No me digas! ¡Qué alegría!

- No te entusiasmes. Son buenas pero no tanto como para saltar y tirar cohetes.

- Venga. Suéltalo. ¿De qué se trata?

- He encontrado a alguien con interés en el puesto. A ver. De entrada: es una mujer, pero es joven y fuerte también. Puede hacer lo mismo que un hombre.

- Una mujer… Bueno; se puede probar.

- Segundo. Es un poco… rarita de aspecto. Te lo digo para que no te asustes cuando la veas.

- ¡Coño! No será tan fea como para espantar a las vacas…

- No, no. Por fea, no es que sea fea, pero… Bueno, ya la verás. Ahora una buena noticia. La seguridad social te sale gratis. Está subvencionada por la Junta.

- Oye, qué bien. Entonces es un chollo…

- Espera, espera. Ahora la mala. La chica acaba de salir de la cárcel…

- …

- …

- ………

- ¡Javier! ¿Estás ahí?

- Sí, sí. Perdona. Es que me has dejado un poco confuso. ¿Quieres decir que es seguro tenerla aquí? ¿Qué ha hecho?

- Nada grave, te lo aseguro. Si no, yo no te la enviaría. Malas compañías, algo de drogas, unos robos.

- ¿Muchos?

- Bueno, no sé…

- ¡Venga, Estrella! ¿Muchos o pocos?

- Unos treinta.. pero sólo tres con violencia, los otros fueron hurtos

- ¡Joder, Estrella!¡Robos con violencia! Pero, ¿Qué clase de pájara me quieres endosar?

- Oye, no seas tan tiquismiquis, que no es para tanto. Es una buena chica. Ha tenido mala suerte y ahora va a rehacer su vida. Lo tendrá difícil si nadie la ayuda. Venga, pruébalo por lo menos. ¿Qué quieres que te robe en medio de la montaña?

- A prueba quince días y no me comprometo a nada, ¿vale?

- Eres un tío cojonudo, Javier. No te vas a arrepentir.

- Pero, oye ¿Me la envía el Inem, o me la envías tú, por tu cuenta?

- No seas tan curioso, que te quedarás sin ayudante.

- Vale, vale… Oye, ¡que te lo agradezco igual, eh!

- Ya lo sé, ya lo sé. Venga, prepara un cuarto para ella, que te la mando mañana.

- ¡Hostia, mañana? No tengo ni ropa de cama ni nada preparado.

- Ya le daré yo unas sábanas y eso. De hecho la tengo durmiendo en mi casa desde que salió de chirona.

- ¡Eres única, Estrella!

 

 

Al día siguiente, el autobús de línea se paró en la plaza del pueblecito aledaño a la granja. Fueron bajando los pasajeros habituales, campesinos que iban a visitarse al médico o a resolver trámites en Huesca, algunos jóvenes que venían a pasar el fin de semana con la familia y, la última, la nueva empleada de Javier.

Venía tirando de un saco enorme, sobre todo considerando que ella apenas rebasaba el metro y medio. Una gorra de marinero la protegía del frío de la tarde y un tabardo pardo demasiado ancho la cubría. Una bufanda roja ocultaba su cuello y parte de su cara. Si no hubiera sabido Javier a quién esperaba, hubiera pensado que se trataba de un adolescente poco desarrollado, y no de una ex - presidiaria de treinta y tres años.

- Hola, soy Javier

- Cleo. En el DNI pone Carmina, pero siempre me han llamado Cleo.

Estrecharon las manos con formalidad. La chica no era muy habladora. Javier la ayudó con los bultos y subieron a la furgoneta.

- ¿Tienes hambre?

- Algo.

- Ahí hay un bocadillo de queso.

- ¿Tú no comes?

- No me apetece, de verdad. Cómetelo, anda.

- Ok.

Javier llegaría a advertir que Cleo no daba nunca las gracias ni pedía permiso. Tampoco pedía perdón ni esperaba nada de los demás. Empezó a morder el pan con cierta ansia y sus mandíbulas se dibujaron poderosas a cada bocado. Se quitó la gorra y su cráneo afeitado y parcialmente tatuado quedó a la vista.

“Habrá tenido cáncer” se dijo él asombrado. “O quizás no. ¡Ay va la hostia!”. Al quitarse la bufanda, la figura de la serpiente enroscada en la oreja le dejó helado. ¡Menuda ficha! Las vacas se iban a poner en huelga de leche cuando vieran a la nueva cuidadora.

Pero no fue así. Cleo resultó ser más cariñosa con las vacas que con las personas. Javier la oía conversar animadamente con cada una de sus reses mientras les ponía y quitaba los ordeñadores automáticos o limpiaba el establo.

Las noches, en la casa, resultaron algo violentas al principio. Solos los dos, como un matrimonio mal avenido, las veladas eran largas y tediosas. Ella se quedaba un rato mirando la televisión, le gustaban las películas, mientras él se iba a leer en la cama alguno de los viejos libros de su padre que adornaban la polvorienta y humilde biblioteca.

Cleo tenía un móvil y unos auriculares, lo que le permitía vivir absorta y ausente de lo cotidiano, excepto para atender a sus obligaciones.

No comían ni cenaban juntos. Javier preparaba pasta o asaba carne, pero Cleo nunca la compartía con él en la mesa. Se la llevaba al sofá y se la tomaba oyendo música o mirando videoclips en la televisión.

El primer domingo de convivencia Javier habló con ella un momento antes de marchar a la capital.

- Me voy a Zaragoza. Volveré a la noche. Sabes ya cómo va todo. Si hay problemas me llamas al móvil.

- Ok

- Es que voy a ver a mi hija.

- ¿Tienes una hija? ¿Y la madre?

- Viven juntas con otro. Un día te lo contaré.

No pareció mostrar ningún interés por conocer la historia, pero cuando Javier se sentó en la furgoneta, Cleo le preguntó.

- ¿Traerás a tu hija aquí alguna vez?

- Claro, mujer. En vacaciones la traeré quince días.

- Ok. – Y se fue para el establo sin más comentarios.

 

Pasaron así tres semanas. Se sentían cómodos juntos y no surgieron fricciones. Javier no era un jefe estricto ni severo y Cleo no daba problemas en realidad.

Una tarde Javier entró en el lavabo sin advertir que estaba ocupado. Cleo se estaba masturbando sentada en la taza.

- ¡Joder, perdona! – y cerró de golpe, aunque lo visto, visto estaba. La muchacha llevaba afeitado el pubis y él había tenido una panorámica completa de su vulva bien abierta. Luego pensó que era raro que Cleo no hubiera echado el pasador.

Esa misma noche, Cleo visitó por primera vez el lecho de Javier; Como un trasgo escapado del mismísimo infierno, desnuda y ardiente de deseo, se metió en su cama y lo usó como un consolador de tamaño natural; Sin explicaciones, sin galanteos, sin romances.

Al día siguiente, Javier abrió los ojos y palpó la cama. Estaba solo y todo podía haber sido un sueño. No. El tremendo moratón en el cuello y el olor a hembra del embozo certificaban la autenticidad de la visita. Cleo estaba dando de comer a las vacas como si nada hubiera pasado.

El encuentro siguiente tuvo un desencadenante curioso. Una vaca se puso de parto y estuvieron hasta las dos de la madrugada con el veterinario, cuando el ternerillo salió del todo del vientre de su madre y mamó. Javier había presenciado el hecho cincuenta veces. Ya casi no recordaba la primera, cuando contaba ocho años y asistió con su hermana al primer parto. Pero para Cleo aquella fue una experiencia emocional de alto impacto. Javier se giró asombrado al oír los gemidos ahogados de la muchacha, que derramaba gruesos lagrimones mirando al relativamente pequeño ser encaramarse sobre sus vacilantes patas. Era curioso ver cómo una delincuente, capaz de atracar joyerías a punta de pistola, podía emocionarse como una niña ante aquella escena.

De vuelta a la casa tuvieron que ducharse para eliminar los residuos de sus cuerpos y ropas. Javier entró el primero al baño. Lucía se bebió un vaso de leche caliente. Luego, decidió ducharse también.

Una nube de vapor envuelve al hombre mientras el agua tibia se desliza por su cuerpo desnudo. Acaricia sus mejillas. El pelo vuelve a surgir con fuerza; ya casi no recuerda el tiempo en que no se afeitaba, un año atrás, y lucía una barba rizada y oscura. Se enjabona todo el cuerpo, los brazos nudosos, las piernas de fondista y los genitales hinchados y duros. ¿Cuánto tiempo hace de la visita nocturna del trasgo?¿Dos semanas?¿tres? Ya no lo recuerda. De pronto la cortina se balancea levemente. Alguien ha entrado al cuarto de baño. ¡La luz! La han apagado. Sólo el claro de luna. Esto le hace recordar. Fue hace veintiocho días. La última luna llena. Se descorre la fina tela y ahí está de nuevo. Ahora puede ver su vientre tatuado con un sol que irradia desde el ombligo y derrama sus rayos por el pubis afeitado, las caderas estrechas y los senos pequeños y duros. Hay un tatuaje en la parte superior de su cráneo. Es una espiral de formas troceadas, un laberinto maya o azteca, una alegoría de la búsqueda incansable del gran misterio final en el centro de la mente de la intrusa. Ella se enlaza al cuerpo mojado del hombre como una gata celosa, resbala sobre el torso duro y cae de rodillas abriendo los muslos para que el agua caliente y el jabón acaricie su vulva anhelante. Salta la verga como un resorte cuando ella la libera de la presión de su pecho. La boca la envuelve y la lengua la recorre con impaciencia. Entra profundamente y sale sin llegar a perder el contacto de los finos labios. Repite la operación una vez más y otra y otra… Cada vez más hondo. Siente él el paladar comprimir su capullo violado, luego, el extremo del balano empuja la campanilla, se aplasta contra la pared de la faringe. Chorros de babas fluyen por el rocoso pene, caen sobre los senos erguidos y son arrastrados al sumidero por las cascadas de líquido y espuma que siguen resbalando sobre los dos cuerpos desnudos. Él intenta extraer el miembro de la garganta absorbente, pero ella lo retiene. Quiere su elixir. Lo necesita. Quiere sentir lo mismo que el ternerillo cuando se traga ansioso el fruto de la ubre de su madre vaca. Comienzan a fluir chorros de semen. No se ha vertido en muchos días y parece que ahora mane inagotable. Él mira con turbación a la mujer. Nunca nadie se había tragado completo su miembro. Aunque ya no derrama ni gota de semen, ella no deja escapar su presa. Sigue mamando, limpiando todo rastro de la corrida mientras se masturba furiosamente con las dos manos. Cuando llega su orgasmo, abre la boca y deja resbalar el pene mientras gime con fuerza. Se queda allí, mojada y satisfecha, sentada entre las piernas del hombre.

 

Como una ensoñación.

Los encuentros de Javier y Cleo eran oníricos, irreales, pero tan auténticos como las vacas y los abetos que les rodeaban. Nada pasaba después. Ella continuaba comiendo sola en el sofá y durmiendo en su cama mientras él no llegaba a comprender exactamente lo que había entre ellos. Sin cariños, sin arrumacos, sin frases emotivas,.. Sorprendente.

Pero aquel día, ya de mayo, algo pareció cambiar. Cleo llegó corriendo al establo con el móvil en la mano. Se acercó a Javier y le cogió las manos. Sus ojos brillaban de un modo que no había visto él en el corto tiempo que la conocía.

- Javi, necesito una cosa. Un favor muy grande…

- Dime, ¿qué pasa?

- Es por una amiga, mi mejor amiga. Sale esta semana y no tiene dónde ir. ¿Puede venir aquí? Por favor Javi, te pagaré los gastos..

- A ver, un momento. Sale, ¿de dónde?

- Pues del trullo, coño, de dónde va a ser.

- ¿Y no tiene familia, a nadie?

- Sí, pero no puede ir con ellos. Si vuelve a su pueblo, la pelan, seguro. ¡Vamos, Javi !Enróllate, hostia!

- Pero a ver, Cleo; Yo no conozco a tu amiga. Sólo sé que está en la cárcel.

- ¡Que no, que va a salir ahora!

- Y ¿por qué estaba dentro?

- Por movidas suyas, no importa eso ahora. El caso es que la han vuelto a juzgar y la absuelven.

- Bueno. Que venga provisionalmente. Estrella le ayudará a encontrar dónde ir.

- Eso, bueno, si puede ser. ¡Qué alegría, Javi!

Cleo besó a Javi por primera vez fuera de sus desconcertantes encuentros eróticos. Fue un beso amistoso, sincero, de los que no creía él que supiera dar la muchacha.

Aún pasó una semana antes de que llegará la excarcelada. La fueron a recoger al pueblo donde llegó en el mismo autobús que su amiga unas semanas antes. Javier se quedó de piedra al verla bajar. Era una chica que llamaba la atención; Alta, casi tanto como él, corpulenta y de formas generosas, disimuladas por su ancho chándal, que no casaba mucho con el calor que ya hacía en esa época del año. Pero lo que destacaba sobre todo era su preciosa cabellera rubia, sus ojos azules y su cutis blanco y perfecto. Sin un gramo de maquillaje, hacía girar todas las cabezas a su paso.

El encuentro entre las dos mujeres fue emotivo hasta para Javier, que era poco amigo de efusiones. Verlas llorar de alegría, intercambiando babas y lágrimas, mocos y besos, resultaba un espectáculo inusual que atraía la atención de todos los presentes en la plaza mayor.

El contraste del encuentro entre las chicas y las presentaciones con Javier fue muy fuerte.

- Mira Javi. Te presento a Azucena. Puedes llamarla Azu

La chica se limitó a estrecharle la mano sin mirarle a la cara y a farfullar un “ hola, muchas gracias..” con un fuerte acento andaluz.

Se asombró un poco de la timidez de la recién llegada. Parecía excesivo que ni siquiera mirara a los ojos a su benefactor.

En la granja, Javier pudo comprobar, primero, que la muchacha era un pibón de primera. En camiseta y pantalón corto, Azucena estaba para mojar pan, que dicen los castizos. Pero aún se hizo más ostensible la otra característica de la chica: un absoluto rechazo a comunicar verbal o gestualmente con Javier.

El paso de los días no vino a resolver aquel problema. Azu se mantenía a distancia aunque, en las formas, cambiaron algunas cosas en la vida de los granjeros. Para empezar, todas las comidas se hacían en la mesa del comedor, juntos los tres, con Azucena en el extremo opuesto de Javier y sin mirarlo ni dirigirle la palabra. En segundo lugar, hubo cambios de dormitorios, ya que la cama de matrimonio estaba en el cuarto del dueño de la casa, pero él la cedió con gusto a la pareja femenina. En tercero, el apartado gastronómico dio un salto cualitativo al hacerse cargo la recién llegada de los fogones. Azucena puso de manifiesto ser una nulidad absoluta como granjera, le daban miedo las vacas y le daba asco el establo, pero como cocinera, ¡chapeau!

Por las noches, los chirridos del viejo somier y los batacazos del cabezal contra la pared medianera, indicaban bien a las claras la actividad frenética de las muchachas, recuperando el tiempo perdido, pero dejando al pobre Javier a dos velas y sin poder dormir. Él no tenía experiencias en el campo de la homosexualidad femenina y no podía imaginarse muy bien lo que hacían las dos amantes

Aunque los días son ya calurosos, las tardes se vuelven frescas Y LAS NOCHES FRÍAS. Por eso, y porque conviene al imaginario erótico, el fuego del hogar está encendido para calentar e iluminar la escena. Dos mujeres misteriosas caminan descalzas sobre una alfombra. Visten camisetas holgadas y pantalones deportivos. Están húmedas de la ducha reciente y una de ellas, la más alta y voluptuosa de formas, parece nerviosa e indecisa. La más baja, una fibrosa hembra post-apocalíptica de cabeza afeitada y siniestros tatuajes que asoman aquí y allá bajo las mangas y el short, anima a su rubia compañera con gestos cariñosos. Entre los pies de las féminas, un hombre, el macho vencido y sumiso quizás, yace boca arriba, con brazos y piernas formando un aspa y su flácido pene decantado hacia la izquierda, reposando sobre su muslo poderoso pero impotente, ya que unas bridas de retener ganado le rodean tobillos y muñecas y le inmovilizan, fijadas a las patas de diversos muebles del salón. Un antifaz negro enmascara los ojos y priva de la vista al cautivo, que no parece angustiado por nada de esto, sino más bien fastidiado por tener que participar en lo que se le antoja una función de teatro de pacotilla.

Las féminas se deciden a desnudarse, siempre a iniciativa de la pelona, y empiezan a toquetear indolentemente al macho indefenso. Ahora en las axilas, después en el vientre, la rubia imita las acciones de su amiga acariciando la piel morena y velluda con las puntas de los dedos. Él empieza a agitarse y a reír sin ganas; Les pide que paren, recuerda que no era éste el trato. Al fin, las dos mujeres se acercan a las zonas más erógenas del cautivo y éste ya no ríe, sino que resopla aceleradamente. Las cuatro manos, los veinte dedos, se reparten la superficie de la verga y el escroto. Pronto los genitales se hinchan, como buscando ofrecer un área más extensa a la agradable caricia. El pene se endurece y apunta ya hacia el ombligo. Los testículos se contraen. Las dos ninfas juguetonas se recrean en los cosquilleos, sin llegar a ejercer presiones más estimulantes. Esto alarga el acto hasta hacerlo casi doloroso. Una gota de líquido brota del glande congestionado y la pequeñaja se apresura a lamer con deleite el néctar masculino. Luego recorre toda la verga hasta plantar su lengua vibrátil en el saco escrotal. La más alta no se decide a imitar a su amiga. Se limita a seguir acariciando con los dedos aquella espléndida erección.

Cuando la pelona engulle medio carajo sin dificultad, su amiga se decide al fin a dar unos besitos cariñosos pero poco sensuales en los endurecidos testículos, que se estremecen de gusto con el tratamiento.

Anuncia el reo que está a punto de descargar su semen y ellas, lejos de retener su malicioso juego, insisten cada vez con más violencia, hasta que todo el cuerpo del hombre se crispa, espasmos violentos recorren su pene y los testículos tiemblan en su bolsa, mientras dos gruesos cordones se contraen en la base de la verga y una corriente de fluido sale impulsada hacia fuera, que es dentro de la garganta de la mujer pequeña. La otra parece animarse y succiona comedidamente las dos bolas peludas, palpando curiosa los bultos que impulsan su néctar prostático al abismo de la garganta glotona.

Sin tregua, las dos mujeres, encendidas ahora de deseo abandonan de momento a su pelele yacente y desmadejado y se besan con pasión. La feladora se cuida de traspasar a su compañera buena parte de la blanca corrida que ha atesorado sobre su lengua. La otra no parece muy contenta con el regalo, pero accede a compartir el jugo de macho mezclado con saliva de hembra. A la vez, las pequeñas manos buscan los grandes y macizos pechos de la valquiria, pellizcan los rosados pezones, rodean las areolas. Luego, la lengua extiende la baba lechosa por toda la enorme superficie de las mamas.

Tendidas sobre el cuerpo del varón, las dos amigas se entregan a sus juegos sáficos que, en pocos minutos empiezan a hacer mella en el caído. No en vano siente unas gordas y apetitosas nalgas apoyadas en sus ingles, dos húmedos senos deslizarse sobre su tronco, el roce ocasional de un vello púbico rizoso y suave sobre su pierna, su brazo.

Ciego a la escena, sus oídos y su tacto multiplican las sensaciones, haciendo que sus genitales reaccionen y una segunda erección empiece a insinuarse a los pocos minutos de la eyaculación anterior.

Divertidas y satisfechas, las dueñas de la situación se estiran como pequeñas leonas sobre la alfombra, magreando sus cuerpos calientes contra el no menos caliente cautivo. La más bajita se lanza a cabalgar la verga. Su dilatada vagina la acoge sin problemas. Duda la robusta mujerona de cabellos dorados y pubis hirsuto. Sólo hay una plaza para ese viaje. Su amiga le señala la cara del preso y ella niega con una risa nerviosa. Le da corte, vergüenza, apuro, aprovecharse de la privación de libertad del apuesto joven para ponerle la vulva, quieras que no, en la boca y obligarle así a darle placer. La pequeñita tira de la mano de su amante y la obliga a agacharse. La insta con la cabeza mientras sigue con el mete-saca.

Al fin la rubia cede. Pone sus pies a ambos lados del caido; Flexiona las rodillas hasta que éstas se asientan en la alfombra; Por último, deja caer lentamente su gordo y duro culo sobre la cara del muchachote.

Había notado él el calor próximo de un cuerpo y se preparaba para besar con pasión la boca de rosa de la lozana andaluza y a inspirar el aroma de sus cabellos dorados. Sin embargo, es el ano rugoso y mojado lo que viene a posarse sobre sus narices, y la vagina, pequeña y graciosa, y no la boca, lo que se funde con sus labios en un cálido beso. Tras la sorpresa inicial, el hombre no hace ascos, sino que se lanza a explorar aquella gruta, angosta pero repleta de húmedas sorpresas y enmarcada por una extraña y abundante barba. ¡Qué falta le hacen ahora las manos para amasar a placer aquellas gruesas nalgas, profanar el agujero del pecado con algo más consistente que la punta de la nariz, pellizcar el gracioso botoncito!.. Pero es inútil. En compensación a su vista cegada, se incrementan los otros sentidos y sus manos atadas hacen multiplicarse la flexibilidad y la fuerza de su lengua.

Gimen de gusto las dos mujeres, empalada una, lamida la otra. Enfrentadas mientras gozan, no tardan en buscar nuevos estímulos inclinándose para besarse, chuparse los pezones una a otra, estrecharse en un abrazo de pasión, alimentado con esfuerzo por su víctima masculina, que dedica toda la energía genital y oral que atesora a dar placer a las hembras, mientras ellas se comen a besos.

Al fin se produce la reacción en cadena. La rubia explota en la boca del hombre, inundando de flujos su rostro y aplastando su tembloroso ano contra la nariz aguileña. Tan exótica sensación colma de placer al yacente, que eyacula por segunda vez con espasmos sicalípticos. La erupción del carnoso cráter provoca fuertes sensaciones en la vulva de la pelona, que se corre como una posesa aferrada a las soberbias mamas de la rubia.

Se deshace en un minuto la coreografía. Se desclava y se derrumba la chiquita, se levanta apurada la escultural rubia, exige su liberación el cautivo con el pene desmadejado.

La muchachona abandona la escena con sus ropas en la mano. No quiere ver los ojos del hombre cuando sean descubiertos y pueda él escrutar en los suyos qué sentimientos la han invadido durante el acto sexual.

La pequeña cubierta de tatuajes libera al macho derrotado. Nada le dice, pero estampa un húmedo beso en su boca mientras le acaricia el pelo. ¡Se ha portado como un buen amigo!

 

 

Aún no ha salido del todo el sol cuando dos figuras enfundadas en monos y calzando botas de goma se acercan al gran edificio donde descansan las treinta vacas de la explotación.

Javier y Cleo están cansados, pero los animales no pueden esperar ni dan tregua a sus cuidadores. Sin cambiar palabra. Como cada día desde hace semanas, jefe y empleada ordeñan, limpian, remueven la paja, hablan con las vacas en tono amistoso. Acabada la primera faena matinal, Javier se sienta un momento y consulta su móvil un instante. No hay novedad familiar. Cleo acaricia al ternerito bajo la mirada circunspecta de su madre.

- Oye, Cleo. ¿Me atiendes un momento?

- Claro

- ¿Me puedes explicar, así por encima, lo que pasó anoche?

- ¿Anoche? Pues no pasó nada. Que te pedí un favor y me lo hiciste. Además cumpliendo muy bien. Ya te di las gracias.

- Sí, sí, vale; Pero no me has explicado qué leches pasó. No fue nada normal, chica. Me sentí muy raro y me gustaría que me dijeras porqué montaste el numerito ese.

- Bueno; es como una terapia para Azucena.

- ¡Mira la psicóloga! Pero ¿A santo de qué? ¿Qué le pasa a esta chica?

- Es muy complicado y no…

- Mira, no soy del todo gilipollas. Si eso fue una “terapia” es que la muchacha está fatal. ¿Vas a decirme de una vez porqué estaba en la cárcel?

- ¡Joder! Pero ¿qué te importa? Ya salió, está libre, es inocente.

- ¿De qué? ¿De qué es inocente?

- Júrame por tu hija que no le vas a decir nada a ella.

- ¡Anda ya!¡Te he de jurar yo por mi hija! ¿Qué te crees que es esto?¿El trullo?

Se hizo un silencio tenso. Cleo ya no acariciaba al ternero y las vacas parecían escuchar la conversación con interés creciente. Se fue Javier hacia la salida rezongando algo entre dientes. Cleo caminó tras él remoloneando .

- ¡Javier!

- ….

- Anda, ven, que te lo cuento. Pero no has de decir nada a nadie. ¿Me lo prometes?

- ¿Tú qué crees? Claro, mujer.

- Vale. Yo no soy de hablar mucho, así que paciencia. ¿Nos sentamos?

- ¿Es muy larga la historia?

- Psee.. Un poquito. A ver: Empiezo por el final, para que no estés cavilando. Azu mató a un hombre. A su marido. Fue hace cinco años, en Málaga. ¡Chico! Cierra la boca, que te va a entrar un bicho. No te hagas cuenta de nada todavía. Te lo he de contar todo.

Durante casi media hora, Cleo explicó con pelos y señales una historia tan macabra como cotidiana. Sólo que esta vez los papeles se habían intercambiado al final del cuento, para confirmar con la excepción una de las reglas más vergonzosas de la historia de la humanidad.

Azucena era malagueña, de un pueblecito del interior. Trabajaba en un supermercado de la costa. A los veintiséis años era una real moza, con el mismo tipazo que ahora y algunos kilos menos, el pelo rubio hasta la cintura y los ojos como dos turquesas. Conoció a un hombre más mayor que ella, un tiarrón de casi dos metros y cien kilos de peso. Parecían hechos el uno para el otro, se casaron, ella era muy feliz. Su esposo era camionero y hacía la ruta de Centroeuropa. Ganaba bastante dinero por entonces y le pedía a su mujer que dejara el trabajo y se dedicara a cuidar la casa. Sin embargo no quería tener hijos, “era demasiado pronto”. Ella quería seguir trabajando y él se lo “permitía”. Era un marido comprensivo.

Sin embargo, le llegaban a la esposa noticias alarmantes sobre la afición del camionero al juego, las fiestas y, sobre todo, las señoras. Algún compañero indiscreto, alguna tarjeta comprometedora… Lo malo era que el tipo no se cortaba un pelo y seguía haciendo en casa lo mismo que fuera. Volvía algunos domingos apestando a alcohol y a perfumes exóticos. Y Azucena se cansó. Un día le dijo a su marido que eligiera y él eligió arrearle tal puñetazo que le rompió la nariz.

Azucena era una chica sencilla, una pueblerina sin mucho mundo. Quizás por eso entendió inmediatamente que aquello no era algo que hubiera de soportar. Así que, sin dar más explicaciones, la joven esposa cogió sus bártulos y desapareció. Al regreso del energúmeno, a la semana siguiente, la casa estaba silenciosa y vacía. Azucena no estaba con sus padres, en el pueblo, ni en casa de alguna de sus compañeras.

El tiparraco fue cociendo su mala leche durante semanas sin saber qué había pasado. Pero el mundo es un pañuelo y Azucena no había ido muy lejos. Dos meses después de la agresión, un conocido del camionero salvaje le comunicó, no sin sorna, que su mujer estaba trabajando en una gasolinera cerca de Motril. Él no se había dado a conocer, pero se acordaba de ella. Aquí el chivato sonrió enarcando las cejas para dar a entender que un hombre de pies a cabeza como él no iba a olvidarse de semejante hembra.

Unos días después un tipo grande como un buey irrumpió en el piso que Azucena había alquilado cerca de su trabajo. Era de noche y el sujeto iba con la cara tapada, pero la muchacha reconoció sin dificultad al animal de su esposo.

Lo que pasó ahí no está del todo claro, ya que Azucena no hablaba nunca del asunto, pero al día siguiente no pudo ir a trabajar, ni al otro, ni al otro. Presentó un parte de baja donde indicaba que había sufrido una caída aparatosa pero casual. Se había roto dos costillas y tenía la cara magullada en varios lugares.

Sabía que volvería. Ahora la tenía localizada y vendría a coger lo que era suyo según él entendía y a seguir castigándola por su rebeldía, una y otra vez. La obligaría a volver con él cuando le apeteciera. Le quemaría la casa a sus padres si volvía con ellos, se lo advirtió al marchar.

Azucena no fue a la policía, no habló con su familia, ni siquiera con sus amigas. Se quedó en casa una semana entera casi sin comer ni dormir. Sólo pensaba y pensaba. Esperó a que las costillas le dolieran de forma soportable. No volvió al trabajo. Aquello se había acabado. Quería recuperar la tranquilidad, ser dueña de sí misma. Tres semanas después del asalto se maquilló y se puso un vendaje bien apretado bajo sus voluminosos senos, engulló dos Voltarenes y salió del piso abandonando sus pertenencias, ya que sabía que no las iba a necesitar más.

Tomó el primer tren que iba a Málaga. Era un domingo gris de enero; En el bolsillo del abrigo, las llaves de su piso. Esperaba que no hubiera cambiado la cerradura. No. Hubiera sido un signo de debilidad o de miedo. Él no temía a nada. Era un hombre de pies a cabeza. A las ocho cuarenta y dos de la mañana, Azucena entro sigilosamente a su antiguo domicilio conyugal.

Según refirió una hora después al consternado inspector de policía, el camionero no llegó a despertarse. Estaba demasiado borracho y el cuchillo entró limpiamente entre las costillas y se alojó en el corazón. Azucena se había fijado en cómo manejaban los instrumentos sus compañeras del supermercado y no le había temblado el pulso.

No manifestó ningún arrepentimiento ni deseo de evitar su castigo. Un abogado de oficio puso poco entusiasmo en su trabajo y la fiscalía, muy motivada por poder ofrecer una sentencia diferente y original, con los papeles del drama cambiados, dejando caer el peso de la ley sobre la que habitualmente era la víctima, arrancó sin dificultad una condena a doce años sin que fueran estimados los eximentes que sin duda asistían al caso.

Azucena fue enviada a petición propia a una prisión del norte, lejos de su familia y de los allegados del difunto, que habían jurado rebanarle el pescuezo el día que saliera de la cárcel.

En su cautiverio, la muchacha había tenido pocos problemas. Muchas reclusas la admiraban, aunque ella no hablaba nunca de su crimen. En las duchas, observó cómo algunas reclusas aliviaban sus deseos con ardor. Allí conoció mejor a la pequeña Cleo, que era una especie de líder entre las presas. Pronto fueron amantes y Azucena le confío los detalles del parricidio.

La agresión previa no había sido tenida en cuenta por no haberse podido demostrar su existencia. El abogado fue incapaz de recuperar los testimonios de los médicos que atendieron a su cliente después de ser agredida. Tampoco pudo evidenciar malos tratos ni amenazas. En suma, no hizo nada por atenuar la pena y la muchacha tampoco colaboró. Sabía que había cometido un asesinato y no le importaba pagar su culpa. Sólo quería desaparecer.

Cleo habló con la psicóloga de la prisión y convenció a Azucena de que le contara todo a la profesional. Ésta quedó muy impresionada por todo el relato y lo comunicó a una asociación de ayuda en casos de violencia de género.

Finalmente, un conocido bufete especializado en el tema presentó un recurso documentado después de realizar un cuidadoso trabajo de recogida de testimonios. Se localizaron numerosos testigos y se pudo probar no la violación pero sí la agresión no denunciadas.

Finalmente el juicio se repitió a instancias del Tribunal competente y la pena se redujo a la mitad. Como ya llevaba algunos años encerrada, Azucena salió en libertad condicional y se vino a alojar con su antigua amante y el granjero.

- Y eso es todo – concluyó Cleo. – La pobre de ella aborreció a los machos, pero yo ya sabía que eso tenía cura. ¡Si la hubieras visto la cara de gusto cuando le comías el coño!

- Pero si no le van ya los hombres tampoco la hemos de forzar, ¿no?

- ¡Sí que le van, tío! ¿No lo has visto?

- Bueno, falta lo más importante. SI no le apetece que la penetren, el problema seguirá existiendo

- Ok. Ese es el próximo paso.

- ¿Lo hemos de hacer ahora?

- Claro. Dentro de unos días, cuando la prepare un poquito, te la vas a follar como un campeón; pero será como y cuando te diga yo. ¿De acuerdo?