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Engracia divina

en Sadomaso

Estamos en una moderna cocina en una casita de una urbanización cercana a Zaragoza.

Un hombre y una mujer comen tranquilamente una pizza tomando los trozos directamente de la caja en que la ha traído un motorista hace media hora. Sobre la mesa blanca, sin mantel, dos cervezas empezadas y una ensalada apenas picoteada. La mujer come mientras concentra la mirada en la pantalla de un portátil. Está leyendo. A veces ríe, otras cabecea afirmativamente, en algunas ocasiones  frunce el ceño y resopla levemente por la nariz.

El hombre mordisquea la pizza sin dejar de mirar a la mujer que lee. Está interesado en sus reacciones. Se alegra cuando ella lo hace y pone cara de preocupación cuando la mujer parece irritarse.

Al fin ella aparta la vista del ordenador portátil. Mira al hombre y sonríe sensualmente.

Le ha gustado el relato y así se lo hace saber al tipo. Parece que además la ha excitado. Una leve mancha de humedad en sus braguitas de seda así lo atestigua. La mujer rodea la mesa blanca, se quita las bragas y las deja en el suelo; revuelve los cabellos del sujeto con la mano. Le felicita por lo que acaba de leer. Es el momento de compensarle. Le tiende un sobre  que había sobre la mesa. Él lo coge y murmura una frase de agradecimiento. Sin embargo su mirada no se aparta de la mata de pelo rojizo que adorna las ingles de la mujer. Ella lo advierte pero no parece molestarle. Al contrario, hace pasar uno de sus gruesos y pálidos muslos delante de las narices del hombre. Se sienta en la mesa ante su invitado. Ahora abre más las piernas. Su sexo es abultado y oscuro. Los labios emergen de la mata cobriza y muestran, entreabiertos, una vagina húmeda y rosada. Sentada ante el hombre, la pelirroja sube sus pies desnudos hasta apoyarlos en los muslos de él. Están muy cerca de la verga endurecida que abulta el pantalón vaquero gris. El hombre debe tener algo más de cincuenta años. Lleva puesta una camiseta de manga corta y su aspecto no es del todo desagradable, a pesar de tener algún quilo de más. Pelo gris bien peinado y cara afeitada. Huele a loción.

La mujer está ante él con su sexo húmedo y abierto a un palmo de su boca. Está claro que, además de los diez billetes de cincuenta euros del sobre, ella va a gratificarlo de una forma más íntima.

Él la mira con sus ojos grises y soñadores como pidiendo permiso. Ella sonríe y asiente mientras desata el nudo de su salto de cama y muestra dos senos grandes, de aspecto grávido, blancos como la mesa y que emergen de un torso fuerte cubierto de pecas anaranjadas en el escote y los hombros. Mueve hacia delante las caderas por si al cincuentón le queda alguna duda.

Él se quita las gafas, acerca su boca ansiosa y acaricia con los labios la mojada vagina, busca el clítoris y lo hace emerger con una vibración de su lengua. Ella se estremece levemente y empieza a acercar sus blancos pies al bulto que parece estar a punto de reventar dentro del pantalón mientras el caballero apresa con ansia las nalgas con las dos manos.

Ella se deja caer de espaldas a la mesa y sus pechos se balancean sin perder su dureza y volumen. El reloj de diseño de la pared señala las 10,00 de la mañana. La mujer lo mira y calcula mentalmente. Faltan dos horas para que salga el tren; Los próximos treinta minutos puede relajarse y disfrutar de la pasión encendida de su sumiso admirador y empleado.

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No queráis saber, lectores y lectoras de esas páginas, cuán  difícil se me hace, después de 40 historias de ficción publicadas aquí, abordar por vez primera el relato de un hecho  real, acaecido en fecha reciente y del que yo mismo he sido, y soy aún, protagonista.

Todo vino en relación con los dichosos correos electrónicos de lectores y lectoras. Con cierta frecuencia he recibido algunas de estas misivas, animándome a seguir escribiendo,  las menos, ofreciéndome bizarras transacciones supuestamente lucrativas o disuadiéndome de insistir en el intento de emular a Boccaccio y a Henry Miller, las más.

Por eso fue una sorpresa  mayúscula abrir un correo escrito por una tal “Engracia” que me ofrecía lisa y llanamente un trabajo remunerado haciendo lo que más me relaja y me motiva: Escribir relatos eróticos.

La sintaxis de la misiva no denotaba gran cultura ni brillantez intelectual, pero era directa y sencilla “Te pago a 500 € el relato de 10 hojas”, “Yo te contaré las historias que quiero que escribas” y, finalmente, “Como no me gustan los bancos, tendremos que quedar un día para contarte la aventura y pagártela cuando la tengas escrita”.

Aquí empezaban los problemas. Yo resido ahora en Valladolid y mi enigmática corresponsal, en Zaragoza. Le contesté que podíamos rematar el negocio por Skype , pero no lo aceptó por su poco dominio de las TIC. Propuse entonces el tradicional teléfono; Tampoco fue de su agrado, ya que ella hacía siempre sus negocios cara a cara.

Finalmente, empezamos a cuadrar agendas para quedar en su ciudad o en la mía. “Si vienes tú, te envío un billete de ida y vuelta por las molestias” Aquel ofrecimiento me acabó de convencer y acepté de buen grado pasar un día en la ciudad del Ebro. Acordamos la cita para el sábado siguiente en un céntrico restaurante de Zaragoza.

No sin sorpresa recibí a los dos días en mi domicilio el prometido billete por correo certificado. Además viajaría en primera clase.

Los misántropos como yo, que ya he pasado por tres divorcios antes de decidir completar en solitario esta tediosa carrera que es la vida, tenemos la ventaja de poder ir a la nuestra sin dar a nadie explicaciones. Mis dos hijas, frutos (o frutas) de dos matrimonios diferentes, viven en Valencia y en Milán, dedicadas a la Medicina la más mayor y al pendoneo la más jovencita, modelo de moda íntima y vividora pertinaz. Ha salido a su padre.

Yo me gano modestamente la vida como profesor de Ciencias en un colegio privado de Pucela. Se trata de un centro religioso y muy, muy conservador. Huelga decir que mi puesto de trabajo iría a parar a la Conchimbamba si la venerable hermana directora de la institución que me emplea tuviera noticia de mis aficiones porno – literarias, así que ruego discreción a los que deduzcan mi identidad a partir de los escasos datos personales  que pienso dar en este relato auto – biográfico.

A las siete de la mañana del día de autos, estaba un servidor en el hall de la Estación del Norte o de Campo-Grande, que de los dos modos se llama,  de esta bella ciudad que es Valladolid, dispuesto a tomar el tren con destino a Zaragoza y la aventura que me esperaba. Soy un hombre poco interesado en el turismo y puedo asegurar que, sin el ofrecimiento de los 500 machacantes y el viaje gratuito, no me hubiera embarcado en esta historia ni harto de Ribera del Duero.

En pleno mes de mayo elegí un modelo cómodo de pantalón y camisa campera, cazadora de cuero (de imitación, claro está) y zapatos deportivos.  No soy un tipo muy alto ni conservo una línea perfecta, pero puedo resultar gallardo y resultón si me lo propongo. Me afeité y elegí las gafas modernas sin montura. En conjunto, no estaba del todo mal, considerando mis cincuenta y tantos años y mi incipiente calvicie, que disimulo con un estudiado peinado.

 Guardé en una maletita una muda y mi neceser, ya que los horarios de tren no permitían realizar el viaje de ida y vuelta en unos tiempos razonables en el mismo día. No esperaba que me sufragaran también la pensión u hostal, así que hice una búsqueda en la red para conocer las ofertas asequibles próximas a la estación.

Dejé mi escueto equipaje en un armarito de la consigna dela estación y a las doce y cinco ya me paseaba por las calles aledañas al Ebro y a la Basílica, con aires de sabio distraído.

¿Y qué estaba yo imaginando que pasaría con mi desconocida contratadora? Pues no sabría decir. Como ya he indicado, no he sido capaz de retener a ninguna mujer a mi lado a largo plazo. A corto, quizás he retenido a demasiadas. Ahora ya espero muy poco del sexo real. Me he acostumbrado al virtual, literario, en imágenes, Skype, telefónico. A mi edad, con las hormonas en declive y la afectividad en la nevera, es lo mejor, creedme.

De todos modos, una señora madura y adinerada, caprichosa y espléndida, podría resultar agradable de tratar. Y me da mucho morbo escribir sobre temas propuestos por mujeres, cualquiera que sea su motivación. Además, en Zaragoza se come muy bien, sobre todo por el tamaño de las raciones.

Disfrute paseando por la ciudad hasta el restaurante de la cita. Estábamos acabando la primavera y el sol calentaba agradablemente la cara. Daban ganas de ser feliz, o de intentarlo.

Entré y di el nombre de Engracia. No había llegado y la encargada del comedor me acompañó hasta una mesa para dos. Estaba en el centro mismo del salón principal.

Me senté y pedí un Martini rojo. La clientela vestía elegantemente y hablaba en un tono de voz moderado, al menos para lo que suelen hacerlo los aragoneses.

Se hacía tarde y yo tenía hambre. Pedí unas patatitas para picar y me sorprendieron con una fuente enorme de patatas pochas con ajoaceite que podía haber sido suficiente para cuatro camioneros famélicos. Me entretuve picoteando y dando sorbitos al vermut.

Y entonces apareció ella. Engracia entró al local con paso firme y vino directa hacia mí, seguida por un montón de miradas interesadas y libidinosas. Le eché unos cuarenta más menos cinco, pero era difícil precisarlo. Era una señora espectacular. Vestía con ropas llamativas, pero mucho menos que ella. Todo en esta mujer es grande; Los ojos, la boca, la melena rojiza, los pendientes de aro. Y también el busto, las caderas, los tacones,..

Noté que llevaba una capa de maquillaje que disimulaba sus pecas y dos líneas de rímel enmarcando sus ojos marrones claros. Tenía la boca pintada de un  rojo vivo.

Se sentó mirándome curiosa y descarada. Sonrió mostrando unos dientes tan grandes como el resto. Y al fin habló. Fuerte. Su voz era una cascada violenta, no un plácido torrente. ¿Tú eres Anejo, verdad? Me tendió la mano y se la estreché. Podía ser la mano de una masajista o una osteópata. Un apretón firme y amable a la vez. Al inclinarse, pude vislumbrar el canal profundo y oscuro de sus dos blancos y voluminosos senos. Sólo un momento.

¿Ya has pedido? Se interesó mientras desplegaba la servilleta. No, no. Era un aperitivo, pero ya sabes que aquí, las raciones…  ¡Ja, ja! Su risa era estruendosa; Medio comedor la miró con desaprobación y el otro medio con lascivia.

Comimos bien. Alubias con chorizo, codillo al horno,… Ella encargó los platos sin pedirme opinión. El vino lo dejó a criterio de la maitre. La buena mujer realizo un buen maridaje sirviendo un Rioja potente pero correcto. Por eso pareció aún más consternada cuando Engracia pidió una gaseosa para acompañar la botella de 50 eurillos.

El postre fue igual de consistente y sencillo. Natillas con bizcocho y una copa de Pacharán.

Con tanta tarea acumulada para nuestras mandíbulas, apenas pudimos hablar sobre el tema de la reunión, a saber, mis cuentos eróticos. No leo mucho, pero esa web me encanta, afirmó. Y tus relatos me llamaron la atención. Sobre todo los primeros, los de sado. Me hizo gracia que la chica se llamara como yo. ¿Por qué no has seguido con esa historia?

La verdad, no supe qué contestar. No sabía cómo seguir. Es que el tema este me resulta difícil. Yo no he hecho nunca eso que explico, le aclaré un poco nervioso, por si se había formado un concepto falso de mis inclinaciones sexuales.

Bueno, es igual. Yo no busco un especialista en sado. Si nos entendemos, tendrás que escribir de muchas cosas distintas. ¿Te parece bien el precio?

Sí, sí. Por eso no hay problema. Yo no vivo de esto…

¿Ah, no? ¿Y de qué vives, si puede saberse? Le dio un tiento al Pacharán y me miró con esos enormes ojos marrones que Dios la ha dado.

Doy clases, contesté evasivamente. En un colegio de monjas.

¡Ja, ja, ja! Hasta sus senos bailaron con su alegre carcajada que atrajo de nuevo la atención del público masculino. Eso está bien, hombre. ¡Un profesor calentorro! ¡Si se enteran las hermanitas…!

No soy un salido, Engracia, aseguré muy serio. A mi edad ya no tengo energía para eso. Me gusta escribir sobre sexo. Me mantiene. Hace años vivía la sexualidad casi compulsivamente. Era muy activo, te lo aseguro. Pero ahora necesito mis cuentos para mantener mi libido en marcha.

¡Vamos, vamos! Ya será menos. ¿Quieres otra copa?

No, gracias. Estoy a punto de sufrir una apoplejía, contesté. ¿Vamos al tema?

Sí, hombre, sí. Trae dos cafés, majo, ordenó al joven camarero que no le quitaba ojo desde que entró por la puerta. Mira, yo no sé escribir. Es decir, sí que sé escribir un mail o un whatsapp, o hacer la lista de la compra, pero no sabría contar mis historias.

Bueno, si puedes imaginarlas, eso ya se parece mucho a escribir. Le hice ver condescendiente.

¿Imaginar? ¿Qué dices? Yo no me lo imagino. Quiero que tú escribas lo que me ha pasado a mí. Todo es cierto. Real como la vida misma, que dicen.

Me quedé perplejo ante aquella afirmación. No me esperaba algo así. Aquella hermosura de señora tenía una biografía sexual que contar y yo era el afortunado escriba destinado a realizar tarea tan apasionante. Y encima, cobrando.

Pero creo que antes tenemos que probar si funciona. Mira, haremos esto. Hoy te contaré una cosa que me pasó a los diez y siete años. Es un cuento muy bueno. Tu toma notas, pregunta. Luego lo escribes. ¿Tienes ordenador?

Pues no lo he traído. No pensaba que…

Es igual. Compraremos una libreta. Escribes diez hojas y me las lees. Si me gusta, contratado. Si no, te pago los 500 y adiós. ¿Hace? Hablaba con la seguridad de una empresaria experimentada.

Claro, Engracia. Me parece bien, pero no sé si lo podré hacer en una tarde…

Bueno, el tiempo no importa. Yo tengo el finde libre. ¿Tú has de volverte a Valladolid hoy?

No, había pensado dormir aquí, en un hotel o una pensión. Aquello empezaba a ponerme nervioso. Esta mujer estaba demasiado buena como para dejarme razonar en su presencia. Me sentía ridículo, un señor mayor en las garras de una gata caliente y altiva, que podía disponer de mí a su antojo.

Ya veremos. ¿Te parece que nos vayamos a un sitio más tranquilo y empiezo a contarte?

Salimos del restaurante, que ya se había quedado vacío y caminamos un rato por las cercanías del río. En un quiosco Engracia compró una libreta de cuadros y un bolígrafo punta fina. No había mucha gente paseando a aquella hora de la siesta y Engracia pudo empezar a contar su historia con cierta privacidad.

A los diecisiete yo vivía aquí en Zaragoza, pero soy de La Rioja. A lo que iba, me eche un novio. Era un cabrón de cojones, eso ya lo sabía cuando me fui a vivir con él, pero a esa edad yo no razonaba mucho. Si me daba gusto en la cama, me llevaba de marcha y tenía costo y farlopa, yo era feliz.

Engracia no era muy elocuente, ni tenía un vocabulario demasiado florido, pero su memoria era prodigiosa. Recordaba los detalles más mínimos de cada situación que me contaba. Caminábamos muy despacio y yo escuchaba, sin interrumpirla, su relato.

Le hice notar que debía empezar a apuntar cosas en la libreta, o se me olvidarían. Señaló una terraza en un jardín tranquilo. Pidió un café irlandés. Yo un agua con gas.

Le dije que contextualizara un poco, lo cual la desconcertó bastante, así que le expliqué con otras palabras lo que quería. Me entendió enseguida. Había nacido en un pueblo cerca de Logroño y vivía en Zaragoza desde los seis años. No te cuento hoy nada de mis historias familiares, que eso da para cinco capítulos, me dijo. A los quince años me fui de casa y nadie me echó de menos, eso seguro. Fui dando tumbos. Me lie con unos okupas y viví con ellos hasta que los echaron. Luego conocí a Carlos. Le gusté y me llevó a su casa. Pasamos un año de puta madre. Hasta fuimos a Londres de viaje y a Marrakesh a buscar material. Bueno, el caso es que el tío se metió en problemas. Intentó liársela a un capo de la movida aquella y le salió como el culo el “bisnes”.

Engracia era al parecer, una jovencita muy bella ya por aquel entonces. Con el tipazo que tenía podía cautivar a cualquier hombre. Sin embargo, su cuidado personal era escaso. Llevaba el pelo corto y vestía camisetas con las mangas cortadas, leggins, botas militares,.. Le encantaban los piercings y los tatuajes. Había tenido sus buenos momentos con Carlos, pero las cosas se torcieron para aquel camello de poca monta y la chica pagó con creces todo lo que el desalmado aquél le había dado hasta entonces. Un día Carlos la llevó a hacer una excursión. Iban en su coche en dirección a Teruel y en un lugar de la carretera se detuvo y la hizo bajar. Estuvieron un rato charlando. Las cosas se van a arreglar ahora, cari. Necesitamos un poquito de efectivo y tú lo vas a conseguir. ¿Yo? Le dijo ella. Pues no sé cómo. Un coche paró allí cerca y una pareja bajó. Parecía un matrimonio normal de mediana edad. Carlos los conocía, al parecer.

Me miraban con interés y le dijeron a Carlos que trato hecho. Venga pelirroja, que te vienes con nosotros a pasar unas vacaciones, dijo el hombre. Era muy alto y parecía un policía o un militar. Muy serio y hablaba muy fuerte. ¿Qué pasa, Carlos? Le dije yo Nada, cielo. Sube al coche que vas a ir con ellos a un sitio. ¿Un sitio?. Sí, bonita, me dijo la tía aquella que parecía una maruja normal, pero luego verás qué clase de zorra era…

No era inusual que Engracia se prostituyera ocasionalmente aquellos primeros años. Tenían una relación muy abierta y ella se lo había hecho con algunos sujetos poco recomendables para pagar favores o conseguir género. Pero aquello parecía muy distinto. Se negó. No quería ir con aquella gente. Carlos intentó razonar con ella, pero no conseguía convencerla.

Al final la metieron en el coche a la fuerza y la mujer sacó de la guantera una jeringuilla cargada. El hombre la sujetó del pelo y su compañera le clavo la aguja en un muslo. Luego la dejaron en el asiento de atrás y Engracia se durmió en menos de un minuto.

Me desperté dentro del coche todavía, pero no sabía dónde estábamos, claro. Me habían atado las manos y me taparon la cara con una capucha. Me dolía mucho la cabeza y sólo quería dormir. Llegamos a algún sitio que no pude ver. Oí ruido de un tren muy cerca. De pronto, me quitaron la capucha y me arrastraron del pelo fuera del coche. Era un garaje muy limpio, todo blanco y sin ventanas. El hombre me arrastró hasta otro cuarto. Era también blanco y había cosas raras que no supe qué eran. La mujer venía detrás.

Vamos a empezar a prepararla o se hará demasiado tarde, dijo ella, que, al parecer era la que mandaba. ¡A ver, fuera ropa, niña!

Engracia no obedeció. El hombre se encargó de desnudarla con muy malos modos. Más que desnudarla, destrozó su ropa y le arrancó las botas.

 ¡Vaya peste, guarra! Se quejó cuando me olió los pies. Ya te he dicho que yo me lavaba tirando a poco. Y vaya uñas. Pareces una urraca.

Ponla en la mesa, Pito, ordenó tajante la mujer. Entre los dos la tumbaron sobre una especie de altar de piedra y le pusieron unas muñequeras y unas tobilleras de cuero que llevaban un pasador. De debajo de aquella mesa sacaron cuatro cadenas que estaban fijadas en los vértices y la inmovilizaron en un santiamén. Pito cortó con unas tijeras las tiras del sujetador y del tanga que llevaba Engracia dejándola como Dios la trajo al mundo.

Vamos a ver, dijo la señora de la casa. ¿Eres pelirroja de verdad, eh? Pero, ¡Vaya sobacos peludos! Eres una marrana, niña. Él no decía nada, impresionado por los enhiestos senos de la prisionera, que lucían más aún en aquella forzada postura. Vamos a recortarte esos pelitos del coño y a depilarte las axilas, claro. ¿Has visto cuántas pecas, Mum? Babeó Pito embelesado. Sí. Es muy pecosa y bastante guarra. ¿No te da vergüenza llevar así los pies? Trae agua y jabón y el carrito de la pedicura, Pito.

Yo estaba medio adormilada. Daba tirones como si no estuviera atada y les insultaba, creo. Hasta un rato después no me enteré de verdad de lo que estaba pasando. Sentí el agua en los pies y una especie de estropajo que me pasaban. La mujer me cortó las uñas y me pasó por las plantas una muela de pulir. Me hacía cosquillas y me dolía. Se me escapó el pipí de la risa

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Mientras escribo no puedo parar de fijarme en mi interlocutora: Engracia es apenas un poquito más baja que yo con los taconazos que lleva, lo que significa que debe medir un metro y sesenta centímetros, más o menos.

Sus ojos son marrones, pero a veces me parece distinguir un  reflejo verdoso, según cómo les da la luz. Cuando se recoge su melena rojiza, pueden verse sus orejas, más grandes de lo que deberían, es cierto, pero armoniosas y equilibradas con la longitud de sus cabellos. Las pecas se extienden por sus mejillas y su nariz y le dan ese aire de ingenuidad que tanto contrasta con su boca voraz, grande y lujuriosa, con un tono de rojo de labios que tira a anaranjado y se marida con su cabello y sus ojos a la perfección.

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Cuando me arregló los pies, aquella mujer, Mum, empezó a recortarme el vello de las ingles y luego me pasó una cuchilla. El otro, Pito, no paraba de sobarme las tetas con la excusa de rasurarme los sobacos.¡ Qué buena está, Mum.! ¿No podríamos jugar con ella un rato? ¡Vamos, que falta aún media hora para que lleguen…!

Al parecer era la tal Mum la que llevaba la voz cantante y dirigía todas las operaciones de la pareja de tunantes. No le permitió a su ayudante divertirse con la muchacha como le pedía. Cuando acaben ellos, ya disfrutaremos nosotros, si es que le quedan fuerzas a esta zorrita. ¿Verdad que sí, cariño? Y la muy canalla le pasó golosa los dedos por la raja expuesta e indefensa.

Yo ya me había despertado, pero no me lo podía creer, parecía que aún soñaba. Aquel hijo de la gran puta me había alquilado a unos depravados para que hicieran conmigo lo que quisieran. Al principio grité y lloré un poco, luego empecé a insultarlos, pero enseguida lo dejé de hacer. El tío me retorció un pezón de tal modo que pegue un chillido terrible y me mordí los labios para no decirle lo que era.

Al marqués le gusta que vayan con las tripas bien vacías comentó Mum pensativa. Pero no da tiempo ahora de limpiarla a fondo por dentro, respondió su compinche. Bueno, un par de litros si que le vamos a meter; Venga, súbele los pies para arriba. Le desataron los tobillos y Pito le estiró con fuerza las piernas hasta que sus pies quedaron a la altura de las manos. Entonces unió las muñequeras con las tobilleras mediante un mosquetón y dejó a la chica con las nalgas mirando al techo y la vulva recién recortada bien expuesta. Pero no era por ahí por donde iban a pasar los dos litros de líquido mencionados. Mum trajo un carrito con un palo de dos metros de largo. Colgó de él una bolsa negra muy voluminosa y empezó a untar el ano de Engracia con una sustancia aceitosa. ¡Vamos, niña! Estate quieta o te voy a lastimar más de lo necesario, advirtió la mujer dándole un sonora palmada en el trasero. Una larga cánula con grifo incorporado fue adentrándose en el recto de la chica.

Entonces yo no tenía experiencia con el sexo anal. No le dejaba a Carlos ni meterme un dedo por ahí y, alguna vez que alguien lo había intentado, le había arreado una patada o un mordisco y había salido por patas. Pero allí no podía defenderme. Estaba atada de pies y manos y hecha una croqueta, doblada hacia atrás. Además, Pito me sujetaba por las caderas y me amenazaba con volver a pellizcarme las tetas. Al final me resigné y aguanté la lavativa como pude.

El agua tibia con sal y algún otro producto fue entrando inmisericorde en los intestinos de Engracia. La sensación era muy desagradable. Al final, el líquido desbordaba un poco y a la chica se le escapó algún aire que burbujeó en torno al ano, haciendo que el sádico Pito se regodeara bromeando con la triste situación de la presa. Pareces un volcán a punto de hacer erupción, se mofó. Llévala a la taza y déjala atada un rato, ordenó la jefa. Así fue. Su secuaz desató a Engracia y la arrastró hasta el pequeño lavabo adyacente. Ella fue dejando un rastro de agua marronosa sin poder evitarlo, lo que le valió cuatro fuertes azotes en las nalgas. ¡Aprende a controlarte, puerca!¿No sabes apretar el culo?

En el pequeño lavabo, Engracia fue encadenada por el cuello a una argolla de la pared y quedó obligadamente sentada en la taza para expulsar todo el líquido administrado y el contenido de sus tripitas, que no era mucho, ya que había evacuado antes del viaje sus residuos y llevaba ocho horas sin comer. Cuando hubo pasado un buen rato, Pito se acercó a liberarla. Le mando limpiarse con el papel y la empujó dentro de una pequeña ducha. Una manguera le ayudo a aclararla después de que la pobre chica se enjabonara mientras hacía pucheros y miraba espantada a su captor. Él disfrutó de la limpieza dirigiendo el chorro de agua fría a las partes más sensibles y regodeándose con la erección forzada de los pezones y los aspavientos de Engracia, que no le tenía por aquel entonces mucho amor al agua, incluso si estaba caliente.

De vuelta a la gran sala principal se quedó muy sorprendida al ver que se había servido una mesa con un bello mantel azul celeste, copas y cubiertos de calidad y una vajilla estilo rococó. Había también una sopera humeante y una fuente de carne en salsa, además de una botella de vino envuelta en una servilleta. Ahora me invitan a cenar, ¡que gente más rara! Se dijo ingenuamente la muchacha. Pito la condujo del brazo hacia la mesa, pero no para sentarse. Mum llegó empujando un gran carro metálico que tenía incorporada sobre él una jaula de barrotes de acero con amplias separaciones entre ellos y una colección de cadenas colgando de la parte superior. Adentro del habitáculo fue a parar la muchacha por mucho que se intentó zafar, pataleó y hasta arañó en la cara a Pito, que le atizó dos guantazos para llamarla al orden. Ya cerrada la gavia con la pajarita dentro, los dos secuestradores se marcharon tranquilamente dejando a Engracia a buen recaudo.

Unos minutos después se oyeron unas voces y cinco figuras irrumpieron en el salón blanco. Tres de ellas llevaban puesta una máscara de media cara que ocultaba sus facciones pero dejaba libre la boca y los ojos. Eran dos hombres y una mujer. Ellos vestían unos monos negros con una camisa blanca debajo. La mujer lucía un traje ajustado de color gris y calzaba botas de montar.

Pito y Mum caminaban detrás de los invitados con gesto solícito. Los condujeron hasta la jaula para que admiraran a la presa que aquella noche les habían preparado. En una primera aproximación, los tres recién llegados se limitaron a valorar a la joven desnuda visualmente. Por sus expresiones parecieron satisfechos, o eso es lo que a Engracia le pareció..

De allí a la mesa. La cena se sirvió y circuló el vino. Los dos anfitriones se afanaron en atender a sus invitados como dos eficientes camareros. Engracia no pudo evitar mirar con ansia los alimentos.

Yo por entonces era poco comedora, pero llevaba ya muchas horas sin hincar el diente a nada y las tripas me resonaban. Igual era de la lavativa… La mujer con el traje ceñido se levantó y cogió una rebanada de pan untada en la salsa de la carne. ¡Toma bonita!, me dijo metiendo medio brazo por los barrotes, ¡come, perrita, vamos! La hubiera pateado, pero lo que hice fue acercar la mano para coger el cacho pan mojado.

No, no perra mala, reconvino la mujer a la chica enjaulada retirando el brazo. Come de mi mano. Usaba un tono de voz propio de quien habla con un niño pequeño o una mascota.

Era española, pero no de por aquí. Igual del norte o León o por ahí. Hablaba con un acento muy duro. Yo baje la mano y acerqué la boca. Me tragué el chusquillo en un plis plas y retrocedí. Ella no apartó la mano. Tenía los dedos manchados de la salsa .¡Vamos, gatita, ven a lamer la mano de tu ama…! La miré con cara de odio y no me moví un pelo. Muy mal, zorrita salvaje. Hay que empezar a enseñarte a obedecer.

Con su mano libre, la dama gris rebuscó bajó la jaula. Se oyó el clic de un interruptor y la mujer hizo girar un regulador mirando con una expresión sádica en su boca a Engracia. Verás que pronto vienes a chuparme los dedos, bicho desagradecido.

No sabía qué pasaba, pero pegué un brinco de cojones. ¡Me estaban electrocutando! Desnuda como iba me entró la corriente por el culo, por los pies… Me cogí a los barrotes para no tocar el suelo y la hija de puta apretó otro botón y me pegó un calambrazo en las manos que me tiró de nuevo al suelo. Empecé a bailar y a retorcerme hasta que grité que parara, se lo supliqué, lloré… Se pasó medio minuto viendo cómo me pasaba la corriente y yo me volvía loca dando alaridos. Al fin paró. Giró el botón y paró. Volvió a meter la mano sucia de grasa en la jaula.

El bolígrafo no paraba de correr sobre el papel. Ya había escrito las diez páginas, pero no serían tantas cuando lo pasara al Word. Lo malo es que me estaba empezando a crecer la excitación, formando un bulto aparatoso bajo la sólida bragueta de mis vaqueros. Cambié la posición de mi erguido pene con todo el disimulo que pude. Si Engracia se daba cuenta de mi inoportuna erección, aquello iba a acabar mal. La miré con interés para distraer su atención de los movimientos de mi mano izquierda bajo la mesa. ¿Quieres tomar algo más? Preguntó ella. Negué con la cabeza. Pues entonces, nos vamos, dijo poniéndose en pie súbitamente. Espera un momentito que acabe la frase balbuceé concentrándome en reducir mi erección y no ser descubierto en mi viciosa actitud.

Tras dos largos minutos de disimulo, Engracia hizo gestos de impaciencia y tuve que arriesgarme, con la verga aún bastante morcillona a levantarme y caminar a su lado hacia la balaustrada del Ebro. EL sol se ponía tras los edificios y el río brillaba magnificente.

Vas a venir a dormir a mi casa, anunció Engracia. Tenemos que acabar el relato entre hoy y mañana.

¿Dónde vives?

En una urbanización. ¡Es bastante exclusiva, eh! No te creas que es un polígono ni nada de eso.

No me pasaba por la cabeza algo así, Engracia.

El coche de mi amiga estaba aparcado no muy lejos de allí. Era un Cross Over modernísimo de color azul. Subimos y ella puso en marcha el reproductor de música. Le gustaba Melendi, ¡Qué vamos a hacer! Empecé a hacer preguntas para hacerla silenciar la voz del bardo asturiano. Me contestó de inmediato y redujo el volumen a niveles tolerables. Su memoria, prodigiosa, volvió a asombrarme. Sospeché que alguna cosa se inventaba, pero el relato era de una coherencia total.

CONTINUARÁ

. ¿Qué creeis que hay de cierto en mi relato? Ya sabéis mi correo