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Negociando

en Hetero: General

Lucía supo que algo iba mal incluso un segundo antes de despertar. No había dejado conectada la alarma del móvil ni la del reloj  La luz inundaba la habitación a través de los visillos. Era intensa e iluminaba el suelo, lo que indicaba la altura del sol. Era casi mediodía. Saltó como una rana y miró incrédula el reloj del móvil. Las 11,55. Tenía la reunión a las 12,00 en punto a quince minutos del hotel y ni siquiera se había duchado. Olía intensamente a sexo femenino, el suyo concretamente, ya que la noche anterior se había relajado por la vía manual – imaginativa. Lo malo es que su fantasía fue tan elaborada y entretenida que le habían dado las seis y media y aún estaba dale que te pego con su sensible conejito.

No era momento de pensar sino de correr y es lo que hizo. Se lavó como pudo, que fue poco y mal, echó perfume por todas partes para compensar y se vistió con la ropa del día anterior que era la que tenía más a mano.

Desde el taxi llamó por el móvil a la circunspecta secretaria de Rodrigo, que le comunicó encantada que la reunión había empezado hacía diez minutos. Con el corazón en zona anaeróbica, recorrió los últimos cien metros hasta la sala de reuniones, escalando a saltos los últimos pisos y derrapando por las esquinas enmoquetadas de los anchos pasillos del edificio de la sede corporativa.

Entró en la sala sin llamar, escuchando la voz monocorde de Rodrigo que no calló al notar su presencia y sintió treinta y dos ojos que se fijaban en ella, catorce del lado izquierdo de la inmensa mesa de reuniones y dieciocho del otro. No miró a nadie ni se detuvo. Caminó muy recta hasta la silla vacía al lado del jefazo supremo y tomó asiento.

¡Vaya, menos mal! Fue el saludo bilioso que él le dirigió. Les presento a la señorita Lucía Domingo, responsable de la planta de Alicante y quien les ha de hacer llegar mucho mejor que yo mismo la postura de la empresa. ¿Lista, Lucía?

Sí, claro, por supuesto. Lucía abrió su ordenador y echó una ojeada al guión. Volvía a ser ella misma, a controlar eficazmente la situación como una alta ejecutiva. Repasó el primer punto. Había que echarle jeta y dar las cifras amañadas, ya no había vuelta atrás. Esperaba que no hubiera ningún economista solvente al otro lado de la mesa.

La situación de las plantas de Zaragoza y Granada se ha deteriorado gravemente en los dos últimos ejercicios, empezó en tono dulce y meloso, como si fuera a anunciar que se había acabado la tarta de chocolate del menú, pero podían probar el pudin que estaba delicioso.

Hizo una pausa efectista para subrayar el dramatismo del anuncio. Se puso las gafas de lejos y recorrió los rostros de los interlocutores. Dedicó una breve sonrisa a Reme, a quien ya conocía como es natural pues trabajaban juntas en la planta de Alñicante, y una mirada de alarma al reconocer al señor de la barba blanca que parecía volverse loco haciendo números en su portátil. ¡Madre mía! Es ese economista mediático que sale siempre en la tele despotricando de la banca. Lo han fichado para que les asesore. Pues ¡vamos dados si se mira los números con atención! Miró después al calvo bigotones que le caía como el culo desde que lo vio en una reunión previa, así como el gordito que parecía encandilado con su presencia, el chico moreno que la miraba con la boca abierta y ojos como platos… Su mirada seguía deslizándose por la grada rival, pero dio un brinco y retrocedió de golpe al reconocer al joven embobado que se sentaba justo frente a ella. Sin barba, con el pelo más corto, vestido, sin comerle a besos la boca ni taladrarle el chichi con su potente herramienta, sin morderle el pie ni hacerla reír hasta mearse encima. Javier. El chico de la media maratón de Vitoria: El de la pensión, sí. El de sus ensoñaciones húmedas. ¿Qué cojones estaba haciendo allí sentado delante de ella, en la zona de los currantes? ¡Claro! Javier,… miró de soslayo la primera página del dossier. Javier Aguirre, técnico de laboratorio. Delegado Sindical. Planta Zaragoza. Sí, todo cuadraba y, si había alguna duda, bastaba fijarse en la cara de bobo que al pobre se le había quedado al verla.

Lucía tenía un enorme control de sí misma, pero tuvo que hacer un esfuerzo supremo para seguir leyendo su intervención con cierta naturalidad. Lo hizo fatal, sin mirar a los interlocutores, sin hacer más pausas dramáticas en los puntos clave, sin mover las manos empáticamente ni de ningún otro modo, ya que se las estuvo retorciendo bajo la mesa durante los quince minutos que duró su discursito.

Sus colegas la miraban con sorpresa y disgusto. “¿Ésta es la super-negociadora que han designado en Frankfurt? ¡Si parece una becaria el primer día de prácticas!”

La muchacha se sirvió agua de la jarra y fue recuperando el aplomo oyendo las intervenciones de los sindicalistas. No hubo peros a las cifras presentadas. ¡Sorpresa mayúscula!. Hubo vagas sugerencias de armarse de paciencia y veladas amenazas de huelga poco fundamentadas. Por fin Javier tomó la palabra.

Estoy un poco sorprendido por la poca flexibilidad de su postura. Usted ha dicho, señorita… Disculpe, no entendí su nombre o no lo recuerdo bien.

Lucía dijo ella poniéndose roja pero mirando a Javier. Me llamo Lucía.

¡Ah!, bien. Lucía, masculló con retintín deshaciendo el diptongo entre sus mandíbulas. No parecen contemplar alternativas a su propuesta de cierre. Parece que no las han valorado. Sin embargo a nosotros nos consta que esas plantas pueden ser productivas.

Sólo con una gran inversión y una reducción drástica de plantilla. Lucía volvía a ser dueña de la situación y empezó a echar triunfos sobre el tapete con pericia de tahúr, y ni nosotros estamos en situación de invertir ni ustedes de aceptar despidos masivos ¿Me equivoco?

Ahora fue Javier quien se atragantó. Él había abogado por una reconversión y por asumir la reducción de puestos laborales, pero casi se lo comen en la asamblea y luego en el comité de delegados. No. No lo admitiremos, reconoció con la mirada gacha y los labios algo cerrados.

Yo pasaría directamente a negociar las condiciones del despido de las plantillas que extinguiremos, Intervino Rodrigo satisfecho, porque no me parece muy creíble esa amenaza de huelga que ustedes esgrimen.

Pues sepa que no tardaremos ni una semana en convocarla y paralizar la actividad en toda España, amenazó teatralmente Julián. Su bigote pareció crecer y su calva reluciente ruborizarse mientras iba subiendo el tono.

La reunión iba a dar para poco más. Era, a fin de cuentas, un primer contacto y las posiciones habían quedado claras sin duda.

Tenemos toda la tarde para estudiar la situación. Mañana a las nueve nos veremos aquí de nuevo, y espero que por la noche hayamos llegado a un acuerdo favorable, sentenció Rodrigo mientras apagaba la tablet y se guardaba el móvil en el bolsillo interior de la americana. Sin más, los dos grupos iniciaron el repliegue hacia la salida. Lo hicieron primero los “curris”, que formaron un corrillo improvisado en el hall en torno al sesudo economista que no cuestionó ni una coma de los balances para sorpresa de Lucía. Rodrigo la retuvo un momento cuando salía. ¿Por qué ponías esa cara de boba? ¿Te ha asustado ver ahí sentado a Casimiro? ¡Así se llamaba el sabio barbudo, ahora se acordaba ella! No era por eso su cara de asombro, pero no estaba mal como coartada. Sí, me ha parecido raro y… muy peligroso, ¿no?

Las cosas no son lo que parecen, sentenció Rodrigo mirando a Lucía con desprecio. Definitivamente no era su tipo. Demasiado flacucha y díscola. Su ideal femenino apuntaba más a las matronas rubensianas que a las elfas belicosas.  Estos personajes televisivos interpretan bien cualquier papel. Todo depende de la retribución, comento jocoso caminando hacia la salida. Lucía le seguía confusa.

Rodrigo ni siquiera miró en dirección al corro de currantes, pero la chica se detuvo a cierta distancia, reflexionó un momento y volvió a entrar para sentarse y escribir una nota rápida en una hoja de su agenda.

Reme y Javier caminaban hacia la salida cuando Lucía salió de la sala de reuniones algo precipitadamente. Ella volvía a parecer la caricatura de una leñadora y él caminaba como un zombi, con la cabeza gacha y la mirada perdida.

¡Remedios! Llamó Lucía.

La aludida se detuvo y la miró con expresión neutra. ¿Qué tal, chica?¿Te encuentras bien? Parecías alterada. Javier, a su lado, miraba al suelo blanco y callado como un muerto.

No es nada. Una migraña. Y estampó un beso en la mejilla de su adversaria. Hacía tres años que se peleaban y habían llegado a apreciarse, sin perder cada una su lugar. Lucía era una jefa competente y dialogante y Reme, una mujer muy práctica y libre de prejuicios. Así que después de sus acaloradas discusiones también habían compartido algún café en el bar de la empresa. Reme no se apartó pero tampoco correspondió al beso.

Siento mucho que nos veamos así, Remedios. Haré lo que pueda para…

Déjalo, Lucía. No puedes hacer nada, por lo que hemos visto ahí dentro. Creía que tú tendrías alguna alternativa que plantear. La delegada sindical estaba también deprimida por cómo iban rodando las cosas.

Bueno, la situación era muy mala. No había nada que hacer, se excusó, esforzándose por mantenerle la mirada a la otra mujer.

Se hizo un silencio embarazoso y Lucía miró de soslayo hacia el deprimido acompañante.

Lamento que nos hayamos conocido en estas circunstancias, medio sonrió la rubia extendiendo la mano al hombre. Dudó él un momento y pareció ir a decir algo, pero finalmente aceptó la mano tendida y la estrechó con poca convicción.

Algo rugoso se deslizó en su palma y se quedó enganchado entre los dedos. Cerró el puño sin mostrar sorpresa y miró intensamente a Lucía mientras ésta se alejaba hacia el ascensor.

¿Qué, te gusta la pájara? Preguntó Remedios dando un caderazo disimulado a su amante ocasional.

¿A mí? No, claro que no… Bueno un poco sí, claro. Es muy guapa, pero.. Javier estaba aturullado, la pregunta le había cogido con la guardia baja.

La murciana dejó oír una carcajada cazallera. Que es broma, tonto. ¿Cómo vas a fijarte en esa marisabidilla teniéndome a mí al lado? Esto último lo dijo bajito mientras se dirigían hacia el ascensor. Perdona Reme, voy al váter antes de salir. Y Javier se introdujo en una cabina, cerró el pestillo y se apresuró a mirar el papel que estrechaba en su puño derecho.

“Fuente de Cibeles a las 19,00”

Ese era el texto del mensaje deslizado en la palma de su mano. El corazón le latía muy deprisa. Había pasado de la sorpresa al estupor y de éste a la consternación, para sumirse luego en sombrías reflexiones. Pero ahora la nota le había encendido por dentro, como si alguien hubiera enchufado todas las lámparas. 

Esos números hay que mirárselos con más detalle, insistía Oriol mientras daba cuenta del chuletón que se servía aquel mediodía en el asador donde se desarrollaba el almuerzo de trabajo. Reme mordisqueaba el conejo al ajillo y daba largos tragos de su copa de Rioja. Julián procuraba ningunear al catalán, comentando las excelencias del bacalao a la vizcaína que degustaba y el sabio economista televisivo atacaba sin tregua la mariscada de la casa que le habían puesto delante. Dejando una cabeza de gamba en el plato comentó:

No le des vueltas, muchacho, que los de tu tierra sois unos desconfiados de “cuyons”. No hay nada que rascar por ahí. Te lo digo yo, que de balances algo sé, remató, capturando un nuevo crustáceo de su bien surtida fuente. Pero aquella bromita no aplacó a Oriol, sino que le hizo enrojecer hasta la incipiente calva.

Hombre, no quiero yo poner en duda tu capacidad, pero hace quince años que trabajo en contabilidad en mi planta, y te digo que aquí hay gato encerrado. Déjamelos ver mejor y os digo si nos están levantando la camisa.

¿Qué es eso de la camisa, niño? Inquirió Andrés con su sorna meridional.

Una frase hecha, lo decimos en Cataluña cuando te quieren tomar el pelo, aclaró Oriol.

No nos están levantando ninguna camisa, terció Julián. Si lo dice Casimiro, no lo vamos ahora a poner en duda, Oriol, majo.

El Rioja estaba afectando al catalán, más acostumbrado a la coca cola cero, y los humos se le iban subiendo hasta salirle el fuego por las muelas, según otro dicho de su tierra. Me da igual que éste sea el rey de la tertulias económicas. Se puede equivocar y yo quiero comprobar esos balances.

Se hizo un silencio embarazoso. Reme carraspeó y Javier miró a la cara uno a uno a los comensales. Iba a decir algo a favor del catalán cuando Julián sacó su móvil y empezó a teclear, como si contestara un SMS. Casualmente, a los pocos segundos vibró el móvil de Oriol que se llevó la mano al bolsillo y tocó la pantallita sin desistir de su cara de malas pulgas. Hemos de agotar las posibilidades, comentó Javier. Yo creo que si Oriol puede descubrir algo turbio en esos balances, los debería estudiar. ¿Cuánto tiempo necesitas para hacer esa valoración, Oriol? ¡Oriol! ¿Qué tienes?¡Reme, dale en la espalda que tosa, que se ahoga!

Oriol había enrojecido hasta las trancas y parecía faltarle el aire o estar a punto de vomitar, o tal vez ambas cosas. Tenía los ojos clavados en el móvil y los dedos, como garras crispadas, lo atenazaban desesperadamente. Sin embargo, cuando Reme se situó tras él, pareció salir del trance y ocultó a toda prisa el telefonillo en su cazadora, mientras su boca se abría y se cerraba como la de un barbo consternado. No, no .Ya estoy mejor. Ha sido la carne que…

Sí, era mucha carne para tí ¿verdad? Apostilló Julián que ya se había guardado el móvil en el bolsillo y seguía devorando pedazos de bacalao.

Oriol sintió un sudor helado correrle por la espalda y un frío polar encoger sus cojones, los mismos que acababa de contemplar en primer plano en la pantalla de su móvil, mientras una amazona eslava galopaba fieramente sobre su miembro enhiesto y él resoplaba como una locomotora, mostrando diáfanamente sus rasgos, claramente reconocibles a pesar de no llevar puestas las gafas. De pronto Oriol comprendió que estaba perdido, sometido a la voluntad de Julián, que le había tendido una de las tretas más antiguas de la historia. Filmado en el puticlub con cámaras ocultas. ¿Y por qué le mostraba ahora las imágenes? Pues no necesitaba ser muy listo. No querían que revisara los números. Había gato encerrado; más que gato, león desmelenado, a la vista de las proporciones de aquel contubernio.

De pronto su interés por los balances decayó, hasta el punto de que se levantó con una vaga excusa y salió en dirección al lavabo dejando a Javier con la palabra en la boca. Pensó en fingir que iba a vomitar, pero a medida que se acercaba a los váteres, advirtió que no era necesario simularlo y vació su estómago de verdad, estremecido por la idea de ser descubierto por su amante esposa en semejante acto de infidelidad, con el agravante del gasto (“ la pela és la pela”) que se imaginaría ella que había mediado para que Oriol pudiera follarse a semejante gacela.

Remedios lanzó un par de miradas lánguidas en dirección a Javier. Sus pestañas telegrafiaban en morse. “Esta noche vamos a terminar lo que empezamos ayer, prenda”, pero Javier estaba con la cabeza en otro sitio y no tardó en excusarse y abandonar la sobremesa. Tengo un recado, un encargo… se justificó con poco entusiasmo.

La murciana le hizo un gesto discreto, un giro del dedo índice en el sentido del reloj “Luego te espero. No te retrases”

 

 A las siete en punto, la plaza estaba poco concurrida. Apenas circulaban coches y la Diosa Cibeles miraba indolente a los pocos madrileños que se habían quedado sin puente, mientras sus leones retozaban felices bajo los chorritos de la fuente. Javier se había situado frente a la estatua, en la pequeña acera que la rodea. No había nadie más en aquel círculo y supuso que si le veía un guardia le echaría de allí, pero era un lugar ideal para vigilar todos los flancos y ser visto fácilmente por su diosa particular en cuanto llegara.

Los coches pasaban cerca del borde de la acera y algunos conductores miraban con curiosidad al tipo delgado y moreno del jersey negro que parecía montar guardia para que nadie se llevara la fuente.

Un mini azul, conducido por una musulmana que lucía el tradicional hiyab y unas gafas oscuras, pasó muy cerca de Javier y le pareció a él que reducía la velocidad. Procuró no mirar para evitar que la mujer se molestara, pero cuál no sería su sorpresa cuando un minuto después, el mismo mini azul volvió a aproximarse a él y la conductora le hizo inequívocas señas de que se acercara. No habiendo lugar a la confusión por estar la inmediación de la fuente desierta, Javier se acercó a la desconocida y ésta se quitó las gafas y guiñó un ojo al joven. Por fin advirtió el maño que no era aquella una discípula de Mahoma, sino su comadre la ejecutiva Lucía debidamente camuflada, y se encaramó al asiento del pasajero sin más dilación.

Pero ¿qué haces vestida así?¿Qué son carnavales, o qué? Exclamó Javier con ese tono característico de su tierra que va acentuando las sílabas conforme avanza la frase, consiguiendo que cada fonema suene más fuerte que el anterior, hasta que la prosodia del párrafo queda graciosamente desdibujada.

No puede verme nadie contigo, Javier. Ella estaba seria pero le hablaba con dulzura. No sabes lo que me estoy jugando por venir.

El mozo se enfurruñó. Para nadie quería ser molestia, pero estaba ansioso de estar a solas con aquella mujer que le había robado el sentido. ¿Estaba ella tan deseosa como él de reencontrarse en la intimidad, aunque fuera conduciendo por Madrid en chilaba?

Poco más hablaron los siguientes minutos, ella concentrada en conducir y él en rumiar su despecho por el abandono del que fue objeto un año atrás, en la dichosa pensión vitoriana donde tan bien retozaron y tan frustrado quedó Javier al despertar sin la compañía de aquella ninfa.

El sol se precipitaba al ocaso por el oeste, sin música de Bellini pero con gran despliegue de naranjas, turquesas y malvas en el horizonte de la árida meseta castellana.

Tardó media hora en detenerse el mini y lo hizo en un lugar recóndito, dentro de lo que cabe, ya que la nacional II pasaba a cien metros del camino de tierra por el que Lucía había desviado el coche, colocándolo al borde del sendero y al abrigo de algunas encinas que allí crecían.

Ya la noche se cernía sobre aquellos campos que el mayo había reverdecido y, con ella, unos nubarrones muy oscuros vinieron a poner un tono lúgubre en el reencuentro de los amantes, como premonición del mal final de aquella relación.

Quiero que sepas que esto me resulta tan desagradable como a ti. Empezó Lucía su discurso deshaciendo el embozo del velo islámico y dejando que sus cabellos casi albinos refulgieran a la vista de Javier.

¡Cómo me iba a imaginar yo que estábamos en la misma empresa y que tú eras una jefa de las gordas! Repuso él acomodándose en el asiento lo mejor que pudo. No me molesta eso, te lo aseguro. Hizo un gesto de aproximación virtual, girando el cuerpo y acercando la cara sin invadir el espacio de seguridad de la chica. Lo que me jode, y mucho, es lo que me hiciste en Vitoria. Yo creí que había algo entre nosotros. Yo sentía algo, Lucía y no me cabe en la cabeza que tú…

No tengo porqué darte explicaciones de mis sentimientos, perdona que te lo diga, pero ya que estamos te las daré. Lucía echó atrás el asiento, se cruzó de brazos y enroscó las piernas y los pies como raíces que se enredan entre sí. Si el lenguaje no verbal decía la verdad, aquello significaba que la ruta hacia sus muslos y al interior de su corazón estaba cerrada a cal y canto para Javier.

Hace años que decidí evitar las relaciones de pareja. He tenido amigos y relaciones como la tuya, de unas horas, pero jamás algo estable. No están hechas para mí, eso es todo. Soltada la filípica, Lucía relajó sus extremidades, descruzó los brazos y aflojó la presión de sus muslos.

Bueno, yo no quería tampoco llevarte al altar o así, pero me gustó estar contigo. Me gustó más que… me gustó más que nunca lo que tuve contigo, más que cualquier otra… y me supo muy mal porque… ¡Joder, vaya orador que soy! Javier bajó la cabeza y entornó los ojos para organizar un poco su discurso.

Lucía bajó la ventanilla y respiro el perfume de la noche mientras Javier reflexionaba.

La oscuridad se iba adueñando del páramo. Un hombrecillo envuelto en un impermeable azul y su perro, un mastín argentino de aspecto feroz, pasaron al trote a pocos metros del vehículo. Cuatro gotas del tamaño de monedas cayeron sobre el brazo desnudo que Lucía había apoyado en la abierta ventanilla. La cerró apresuradamente y estiró el cuello para mirar el cielo. Un relámpago tremendo, que iluminó por unos segundos el paisaje alcarreño, y un trueno casi simultáneo, anunciaron la proximidad inmediata del chaparrón.

Con el repiqueteo de las gotas sobre la plancha, Javier retomo el hilo mirando directamente a los ojos de Lucía. Ya sabes que mi vida amorosa no ha sido un éxito. Tampoco soy un tío con experiencia en temas de amor. Quiero decir que no puedo comparar mucho, pero tuve , tengo la sensación de que lo que sentí aquel día y aquella noche, contigo, no lo había sentido nunca y no creo que lo vuelva a sentir.

Yo sí que tengo experiencia en hacer el amor, admitió ella. Siempre es nuevo, diferente y sorprendente; Con cada persona nueva se abre un mundo nuevo de posibilidades, sensaciones…Pero para mí eso es todo. Yo hago el amor, pero he renunciado a sentirlo. Sólo entonces fijó ella sus ojos grises y tristes en Javier que la escuchaba embobado. Tú eres diferente, como cualquier hombre lo ha sido para mí, pero no se puede decir que te amara. Apartó la mirada con la última frase, que un nuevo trueno subrayó melodramáticamente.

No pensé que fuera a volver a verte, y ya te digo que no me hubiera molestado para nada en otras circunstancias. Pero estamos en un lío tremendo con el cierre de la planta y yo no puedo arriesgarme a tener públicamente ningún contacto contigo. Me estoy jugando el esfuerzo de muchos años aquí. Por eso tantas precauciones. Lucía hablaba en un tono monocorde, poco emotivo pero, por dentro, los sentimientos campaban por su cuenta.

Podías haberme escrito una nota para decirme esto, si es que era tan peligroso verme, repuso él, cabizbajo.

Bueno, también me apetecía hablar contigo a solas, reconoció Lucía moviendo una mano en dirección al brazo de Javier, pero sin llegar a rozarlo.

Se miraron cinco segundos sin hablar y un trueno de nivel 10/10 les erizó los pelos, mientras una orquesta de agua sobre plancha les ensordeció, encerrados en aquella cápsula atemporal. La oscuridad, la lluvia i los fantasmagóricos relámpagos tejían un telón de irrealidad que aislaba i acercaba a Javier y a Lucía. Parecía que el mundo negara su propia existencia y dejara el universo reducido a los dos metros cúbicos de la cabina del mini.

Como si la energía eléctrica se hubiera extendido al interior de ésta, Javier dio un respingo y se acercó a Lucía, cruzó el espacio entre los dos asientos, invadió su zona de seguridad, invadió su boca, invadió su blusa y asió aquella pantorrilla que les había unido un año antes. Lucía no retrocedió, pero tampoco se resistió. Su lengua correspondió a la húmeda intrusión de la de Javier, su espalda se estremeció cuando la mano conocida acarició la curva de los riñones y se aventuró por debajo del cierre del sujetador. Su pantorrilla se contrajo, recordando aquellos dedos hábiles que habían aliviado su rampa al final de aquella media maratón, permitiéndole  completar su reto y conocer además al chico que más la había hecho vibrar en toda su vida.

De pronto, toda la tensión acumulada durante semanas se aflojó dentro de Lucía. Sus manos reaccionaron buscando con ansia la piel de Javier debajo del polo negro, aplastando sus mullidos pechos contra él y  enroscándose en la lengua que ahora colonizaba su boca con apremio.

El sostén sin tirantes cayó a la vez que la blusa se abría como un libro mostrando las más bellas ilustraciones: dos tetas medianas y redondas, con unos curiosos pezones semiesféricos, capricho de la naturaleza que hacía a Lucía exótica además de bella. ¡Cómo no devorar aquellas madalenas que hubieran entretenido a Proust más de doscientas páginas! Así, sin perder el tiempo actual ni intentar ir a buscar el perdido, Javier empezó a morder y chupar haciendo que Lucía soltara unos grititos de excitación que el chapoteo de la lluvia apagó.

Harto de repostería fina, el chico empezó a recorrer el vientre con la lengua, evidenciando su intención de pasar al salado después de devorar los dulces. La falda ancha facilitó el acceso y el tanga minúsculo se apartó educado para permitir que los dedos y la boca de Javier hallaran su objetivo. La flexibilidad de Lucía le permitió poner la pierna izquierda sobre el volante, mientras la derecha ocupaba el respaldo del asiento del pasajero. Javier, ya de rodillas sobre el mismo asiento, hundía ansiosamente la lengua entre los muslos de su amada. A pesar de su excitación, fue capaz de enlentecer el ritmo y hacer que los lametones fueran lentos y extensos, abarcando el montículo que separa las dos simas del placer, el valle húmedo y el seco, según los define sabiamente el filósofo y acupuntor Prin Gao de la dinastía Chu Min.

Lucía gemía hasta casi berrear, abandonada a sus bajas pasiones y bien protegida por el violento temporal. Nada podía verse ni escucharse y nada veían ni oían los amantes encerrados en su pequeño cubículo. Lucía , agradecida se lanzó a devorar el torso desnudo de Javier, mientras sus dedos liberaban cinturón, cremallera y botoncillo, estiraban del bóxer y hacían saltar de alegría la caprichosa y autónoma polla del muchachote.

Sin mucho preámbulo, la ejecutiva engullo agresiva aquel pedazo de carne dura y caliente y empezó a exprimirla con todo lo que tenía a su alcance, boca, lengua, dientes…

A medida que subía la temperatura en la cabina y Lucía se calentaba y transpiraba, el perfume que utilizaba empezó a hacerse notar con intensidad. Era muy agradable al olfato de Javier, aunque en ese momento no podía ser muy objetivo en su juicio. Tenía una base floral, violeta persa – jazmín y algún componente extraño que daba un toque de menta muy particular. En realidad era un perfume personalizado, que Lucía había encargado en una exclusiva perfumería de Frankfurt y que se había convertido en una seña de identidad personal e intransferible, por el módico precio de 750 € el frasquito.

 Como una nube iba envolviendo a los amantes y arrebatando el sentido del chico, que sintió cómo le succionaban la vida sin que él pudiera oponer más resistencia. Sus huevos se estremecieron y el conducto del esperma batió descontrolado. Javier hizo gesto de retirarse, pero ella no lo permitió, asiendo con firmeza los huevos con la mano y aspirando el chorro emergente,  como si quisiera comerse todo el contenido de un huevo de gallina crudo. No eran uno sino dos los huevos que estaba vaciando, y tampoco eran precisamente huevos de ave, pero la consistencia y el sabor del líquido al refluir sobre su lengua, dejaron bien satisfecha a la habilidosa felatriz.

Javier se sintió vacío pero dichoso. Besó la boca que lo había dejado seco y los sabores de los dos sexos se mezclaron con el de las dos salivas, provocando nuevos torbellinos de excitación.

Lucía se arrancó la poca ropa que aún llevaba puesta y las zapatillas. Desnuda completamente, despojó del polo a Javier y se abalanzó encima de él,  haciendo que echara el culo hacia delante para permitir que ella colocara las rodillas sobre el asiento y el chocho sobre la recién descargada verga.

La lluvia arreciaba, amenazando con llevarse por delante coche y amantes, pero a ellos nada les arredraba. Javier recorrió de nuevo los labios y la lengua, los senos y las areolas, el cuello, las orejas.. Todo era erógeno, todo le excitaba. En apenas cinco minutos su pene estaba tan tieso como al principio y entraba como un obús en la recámara de Lucía, que ya jadeaba de gusto intuyendo lo que iba a pasar. ¿Por qué aquel tipo la hacía correrse con la polla y los otros no? ¿Era por el ángulo de inclinación del tallo peneano? ¿Quizás por algún nódulo o vena que coincidía con su clítoris con una geometría perfecta? ¿O simplemente era que aquel tío era especial, tan especial que ella permitía que le diera el placer que ningún otro había podido ofrecerle? Se abrazó a él y le dejó hacer. Quieta y expectante, intentando desentrañar el secreto de su propio orgasmo, Lucía se concentró en los movimientos de las caderas de Javier y en la sensación que inundaba sus labios, su vagina y su clítoris.

A los cinco minutos empezó a convulsionar como el año anterior. Era demasiado bueno, demasiado fuerte, demasiado,... en general. Su primera corrida coital de la serie llegó casi por sorpresa. Lloró silenciosamente aunque con un sordo jadeo. Cuando pensó que bajaba el ritmo, pensando que Javier se había corrido también, notó como si la polla creciera dentro del agujerito, llenándola más y más. Él se movía más fuerte y más rápido cada vez. El segundo orgasmo casi la deja sin sentido y sin fuerzas. Balbuceó alguna orden confusa pidiendo que parara pero él, con la lluvia, no la oyó y siguió acelerando. Javier ya no apoyaba el culo en el asiento. La levantaba en vilo y las nalgas de ella chocaban con fuerza contra el salpicadero. No hubo un tercer orgasmo porque a ella ya no le quedaban fuerzas. Él, sin embargo, siguió bombeando con fuerza y se corrió como un remolino dentro de una gruta. El semen salpicó asiento, alfombrillas y hasta el cambio de marchas. Pareció por un momento que la tormenta hubiera extendido su furia dentro del mini y, casualmente, comenzó a decrecer al mismo tiempo que los amantes caían exhaustos uno sobre otro.

Eran las ocho y media cuando el coche azul se detuvo a cien metros del hotel de los sindicalistas y una figura tambaleante se apeó. El mini arrancó de inmediato y se perdió Castellana arriba. De nuevo era una casta musulmana la conductora, que no miró atrás, aunque tuvo que quitarse las gafas para enjugar una lágrima.