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Un dos de Mayo en Madrid

en Sexo con maduras

Un dos de mayo en Madrid

Lucía tecleó por enésima vez las cifras en la tablet y por enésima vez negó con la cabeza resoplando con furia. De repente los zapatos de medio tacón le apretaban los pies hasta atormentarla y la falda del vestido de ejecutiva se le clavaba en los muslos de una forma insufrible, sin contar las puntillas de las bragas, que se le metían por la raja del culo obligándola a estirárselas a través de la falda todo el tiempo. ¿Cómo podía haber un error tan descomunal en los resultados de la contabilidad? Allí había gato encerrado y la sospecha de que la estaban enredando de mala manera se abrió paso en su mente superdotada. Se quitó las gafas de montura de plata, del mismo color que sus cabellos, para frotarse sus hermosos y miopes ojos grises y frunció los labios lanzando una sarta de improperios mezclando el español con el alemán y el inglés, que era su favorito a la hora de soltar tacos.

Sin más dilación, se enfundo su chaqueta sastre azul marino a juego con la falda y emprendió la marcha a la máxima velocidad que los zapatos le permitieron hacia el despacho de Rodrigo, el director general. En su propia planta de producción, cerca de Alicante, donde era directora ejecutiva, jefa de proyectos y la “puta ama”, en palabras de la delegada del comité de empresa, solía vestir vaqueros y camisas anchas, y calzaba zapatillas de deporte viejas, las que ya no le servían para correr, su gran afición. Pero en Madrid, en el gran rascacielos donde se ubicaba la sede corporativa de su empresa, le habían advertido desde el primer día que los ejecutivos como ella debían dar buena imagen y ejemplo a todos los empleados, así que tuvo que desempaquetar su “ropa formal” y adquirir algún modelito nuevo en una boutique próxima a la Castellana donde les hacían muy buen precio a las señoras directivas y a las políticas no antisistema.

No se encontró con nadie por el camino. Era viernes por la  tarde y la gente ya había iniciado la égida en dirección a la sierra o a alguna playa mediterránea. Tomó el ascensor para subir de la quince a la dieciocho, donde se ubicaba el despacho del jefe supremo. Paró la cabina, se abrieron las puertas y Lucía se encontró de cara con una mujer alta y corpulenta, de cabellos cortos y dorados y una mirada glacial, o sea, azul y fría. Vestía una extraña mezcla de chándal y pijama clínico blanco y rosado, con zapatillas blancas, y arrastraba una enorme y extraña maleta negra, alta y ancha pero muy estrecha. Lucía la saludo con una inclinación de cabeza de compromiso a la que la desconocida correspondió con una sonrisa de circunstancias que apenas duró lo que tardó la puerta en cerrarse. Iban al mismo piso y salieron juntas del ascensor, pero sonó el móvil de la ejecutiva y se detuvo para contestar, quedando rezagada. Era Fran.

Lucía, cielo, ¿cómo va? ¿Has recibido el mail?

Le daba rabia que le llamara “cielo”, pero no era momento de discutir con su amigo, que la estaba ayudando bastante en aquella situación difícil que vivía en la empresa.

Lo he leído, sí, y estoy alucinando, Fran. ¿Estás seguro de que las cifras están bien? ¡Es que no me lo puedo creer!

Pues créetelo, amorcito. Al cruzar los datos que me diste, sale lo que ves. ¿Esa no será la contabilidad oficial de tu planta, no? No era de su planta, la de Alicante, sino de la de Granada. Había tenido acceso a ella gracias a una amiga que le debía algunos favores y trabajaba en el departamento de contabilidad. No sabía si era la que se había presentado como oficial, pero eran los datos consolidados del ejercicio 2015… y eran falsos como un billete de doce euros. Al analizar los balances detallados, que era lo que había hecho Fran, había un descuadre de más de tres millones, lo que hacía que de un beneficio de casi dos millones, que era lo real, se hubiera declarado un negativo de más de un millón. Si tienes algo que ver con esa contabilidad, te aconsejo que busques un buen abogado, porque como alguien que sepa un poco del tema (“como yo, por ejemplo”, falto que añadiera) vea esos números, te vas a meter en un lío de padre y muy señor mío. Mira, ¡me ha salido un pareado!

A pesar de resultar exasperante, Fran era un buen chico, profesor en la Facultad de Económicas de Valencia. No era feo, sin ser atractivo, y llevaba dos años intentando llevar al terreno erótico su amistad con Lucía. Ella se había mostrado cariñosa pero inflexible, como Mary Poppins, y mantenía las distancias, aunque no rompía la amistad.

Te debo una, Fran, dijo.

¡Chica, qué bien! Una cena romántica en tu casita de la playa…

No, no. Ya sabes que no me gusta cocinar (“ni que me sobes el culo mientras frío sardinas”, pudo añadir). Este favor es muy grande y se merece una invitación a comer en el mejor restaurante de Altea. ¿Te parece bien?

¡Qué remedio! Aceptó él con voz resignada, pero que sepas que nunca me daré por vencido..

Lucía ya había pasado pantalla antes de colgar con un “adiós” y su mente computaba a la velocidad de la luz. ¿Quién había falseado los datos? Sin duda la dirección central; No era lógico que hubieran sido los contables de la planta, no. Era aquel hijo de puta de Rodrigo quien había hecho maquillar los balances, sin duda para justificar ante los representantes de los empleados la necesidad del cierre por motivos económicos. Pero ¿Cómo se le había ocurrido ocultarle a ella, la encargada de llevar la negociación en nombre de la compañía, los números reales? ¿Es que pensaban que defendería mejor la posición de la empresa si iba tan engañada como los propios trabajadores? Aquello era indignante y aquel cabrón iba a oírla.

Se plantó ante la secretaria de Rodrigo, una sesentona de nombre Carmen que la contemplaba tras sus gafas de culo de vaso con una sonrisa exquisitamente cínica. No se podían ver desde el mismo día que Lucía se había presentado con un conjunto vaquero y Rodrigo la había enviado a cambiarse al hotel escandalizado de ver a una directora de departamento de aquella guisa.

Dígale a Rodrigo que estoy aquí, Carmen; Es urgente.

No será posible, doña Lucía; Don Rodrigo está en su sesión de masaje de los viernes. Lo anunció con tal satisfacción que su sonrisa se iba volviendo auténtica a medida que hablaba.

¡Eso era! La madura mujer de rosa era una masajista con camilla a cuestas. ¡Y aquel sinvergüenza se hacía masajear tan feliz!; Cuando estaban a punto de iniciar una negociación que podía costarle a la empresa una demanda y un revés económico imprevisible si se descubría la falsificación de cuentas, sin contar, eso ya no era tan grave, con las doscientas familias que se iban a ir al paro con la operación.

Esperaré aquí, anunció resoplado como una yegua enfurecida, Lucía. Y encendió su Tablet para repasar las cifras una vez más. Pero cada minuto su mirada se desviaba hacia la puerta de roble color caoba, intentando inútilmente atravesarla con la mirada como una supergirl Kriptoniana y ver lo que estaba pasando en el despacho del director.

Los lectores sí que tenéis sin embargo esa facultad, siempre que el autor, en este caso yo, os la conceda, así que os invito a que atraveséis fantasmagóricamente la puerta, como hizo Don Juan con El Comendador, y veáis lo que allí estaba ocurriendo.

De entrada, nada que llame la atención. Ahí está Rodrigo, fornido cincuentón de plateadas sienes, tendido boca abajo en la camilla, y a su lado, Liv, la rubia y atlética escandinava de  edad indefinida, poderosos brazos y anchos aunque hermosos hombros. Esto último podemos verlo, porque la mujer se ha quitado el blusón de su uniforme para mayor comodidad. Distinguimos sus carnosos senos, estrujados por un body negro transparente, poco habitual en los centros de masaje, pero que le sienta como un guante, perfilando un bello y musculoso tronco y dos poderosas mamas de grandes areolas rosadas. El pantalón blanco con adornos malva, sigue cubriendo las largas piernas, pero sí que vemos sus pies blancos, desnudos y bien plantados en el parqué, haciendo así que las energías negativas de la piel, absorbidas por las manos, encuentren salida y se dispersen en el suelo de madera.

Hasta aquí todo parece normal; Veamos ahora las cosas no tan típicas. En primer lugar, el hombre está en cueros vivos, sin toalla que cubra sus nalgas, ni sabanilla o talla que guarde un poco el decoro. Después, ¿Qué pinta ese taburete de ordeñar el ganado al lado de la camilla?; ¿Y la blanca jofaina en el suelo, al centro de la misma? Y, ya es la monda, ¿Qué pinta esa polla enhiesta asomando por un agujero de la tabla, ingeniosamente practicado de forma simétrica al que permite introducir la cara? ¿Y esos testículos peludos, colgando a ambos lados de su tieso compañero de aventuras?

Hace unos minutos que Liv masajea con las manos desnudas la espalda, las nalgas, los muslos, las corvas y los pies de Rodrigo, pero ahora se ha puesto unos guantes, no de látex ni de goma, sino de plástico, como los de las fruterías de los supers. Los ha embadurnado en aceite de un dispensador que tiene sobre la mesa, y se ha sentado en la banqueta plegable. Las manos buscan bajo la camilla y hallan los genitales suspendidos en el vacío. La izquierda manipula el badajo, frota el tallo duro y  el glande descubierto con aceite y remueve los testículos ya hinchados en su bolsa, concentrando el zumo de coco. De pronto la mano derecha suelta su presa y sube en busca de las nalgas del hombre. Las frota un instante y se detiene en el centro de la rajilla. Dos dedos separan hábilmente los aceitosos mofletes y un tercero se hunde seguro en el ojete indefenso.

La otra mano se acelera, aumenta la presión y el ritmo, mientras el dedo intruso localiza y presiona la glándula generatriz. Inicia una vibración poderosa. Es una mano fuerte y experta. El señor director gimotea ronco y se aferra a las patas de la camilla. Sus pies se contorsionan desesperadamente. La sensación es demasiado intensa, decir orgasmo es decir nada. Una descarga eléctrica, un puñetazo en el plexo solar, una patada en los huevos, ¡qué sé yo! Si queréis, lo podéis probar. Sólo hacen falta 200 eurillos de nada y que llaméis a Liv. Ella es una experta. Fue prostituta en su juventud y quiro masajista en su madurez. Ahora que se acerca a la cincuentena, ha aunado todos sus saberes y está triunfando en la Castellana, visitando las principales oficinas y ordeñando a sesudos ejecutivos. Pero si os la encontráis en un pequeño gabinete de masaje en una de tantas ciudades dormitorio del extrarradio madrileño no os extrañéis. Es la misma Liv. Con sólo un par de mañanas ejerciendo de granjera ordeñadora puede pagar el alquiler y dedicarse el resto de la semana a hacer aquello que más le gusta: ayudar con sus manos a aliviar el dolor. Bueno, un día de estos explicaremos su historia.

Tras unos instantes para recuperarse, Rodrigo se incorporó y fue a sentarse a su sillón giratorio limpiándose la chorra con un oportuno clínex ofrecido por la profesional. Ella eliminó por el mismo procedimiento de la palangana el menguado fruto de la ubre masculina, plegó la camilla, recogió sus bártulos y salió del despacho con aire altivo, ignorando la mirada reprobatoria de la joven sentada frente a la puerta. Rodrigo recompuso su figura y se vistió. Pensaba que la relajación obtenida le iba a ayudar a afrontar con éxito los días difíciles que vendrían, pero el torbellino iracundo que entró en su despacho como un ciclón, desvaneció sus esperanzas de paz en menos de un segundo.

A la misma hora, Javier bajaba del tren de alta velocidad con su mochila al hombro. Había mucha gente en los andenes de Atocha, viajeros del puente, ansiosos por alejarse de la metrópoli durante aquellos cuatro días. “Qué envidia me dan” se decía el recién llegado. Él tenía por delante tres jornadas de tensas reuniones. La situación crítica de la compañía había aconsejado renunciar a las fiestas y aceptar celebrar aquel cónclave durante el puente, para poder dar una solución final a la crisis antes de acabar el mes.

Fuera ya de los andenes, Javier reconoció la figura maciza y el rostro sonriente de Julián, el delegado sindical de la central madrileña. Él sería el anfitrión de los compañeros llegados del resto de España. Javier sentía una cierta reverencia por Julián. Por su edad había vivido la transición española, había sido detenido y “interrogado” a la antigua usanza por su activismo sindical en las huelgas. Como un héroe, una leyenda viviente, Julián era delegado de su empresa desde hacía veinte años y formaba parte de la directiva madrileña de su sindicato. Aquella iba a ser su última aventura sindical probablemente, ya que la jubilación estaba próxima.

El anfitrión lucía un poblado mostacho gris y se había afeitado el cráneo, lo que le daba apariencia de agente del KGB más que de sindicalista. Estrechó la mano de Javier con una sonrisa afable y se comunicaron con el firme apretón la voluntad y energía que cada uno atesoraba. Julián miró con alguna sorpresa al aragonés. No estaba acostumbrado a que sus encajadas de manos de oso tuvieran una respuesta tan firme. Se hizo un poco a un lado para presentar a su acompañante. Reme era una murciana de unos cuarenta y muchos, de pelo rubio y estatura media. Con algunos kilos de más, su camisa vaquera le daba un aspecto ambiguo. Su rostro era el de una persona alegre y vital, aunque sus ojeras hablaban de excesivo amor a la vida nocturna y los placeres de la noche. Sus dientes ennegrecidos testimoniaban su tabaquismo militante. Era una mujer que, pudiendo resultar bella, prefería pasarlo bien, comer, beber y fumar descuidando su aspecto físico, lo que no impedía que fuera una folladora entusiasta, como podían testimoniar docenas de amigos, conocidos y compañeros.

Estrechó la mano de Javier y le dedicó una sonrisa que expresaba interés y cierto morbo. “Me mira como muchos tíos miran a una chica el día que se la presentan y ya piensan en follársela”, se dijo él divertido. Un taxi les llevó hasta el hotel donde pernoctarían aquellos días. Era correcto pero para nada lujoso, como correspondía a unos sindicalistas íntegros como ellos, según comentó Julián. Éste dejó a los visitantes en el hall y partió de nuevo en busca de los dos compañeros que faltaban.

Yo me voy a fumar un cigarro, que ya no aguanto más, anunció Reme,

Te acompaño si quieres, pero yo no fumo.

Vale. Salieron a pasear un rato en la tarde madrileña. Cruzaron dos calles y se encontraron en la Gran Vía. Reme dio más de veinte chamadas y encendió otro antes de decir palabra. Vaya mal asunto que tenemos aquí, ¿no te parece?

No lo doy todo por perdido. En mi planta confían mucho en que podamos presionarles y que al menos se aplace el cierre. Javier caminaba del lado que podía evitar el humo por la dirección del viento.

No lo veo probable, dijo ella. Los compañeros de Alicante y Tarragona son solidarios, pero no son tontos. Hemos perdido muchos puestos de trabajo y ahora la gente tiene miedo de que acaben cerrando todo el negocio en España. Apoyan, pero moralmente.

¿No irían a la huelga? Se extrañó Javier

Si, Un día, dos,… Luego ya no sé. Soy pesimista, muchacho. Oye ¿Tu no llevabas barba?

Y ¿cómo lo sabes? Preguntó con una sonrisa él.

Por una foto de tu Facebook. Procuro averiguar algo de la gente con la que he de trabajar. Estás mejor así, opinó mirándole con bastante descaro.

Pues gracias, compañera. ¿Volvemos al hotel?

Sí, que me estoy meando, asintió Reme sin ningún apuro.

A las nueve de la noche, cinco personas se sentaban a cenar entorno a una mesa redonda en el restaurante del hotel, los tres ya conocidos sindicalistas y dos recién llegados: Andrés, de la delegación de Granada y Oriol, de la planta de Tarragona.

El intercambio de impresiones no dio muchas esperanzas a Javier. Julián era optimista. Proponían ir a la huelga  en todas las plantas y presionar a la dirección hasta conseguir un aplazamiento del cierre. Oriol no veía clara esa opción. Su planta, como la de Alicante, no estaba en riesgo de liquidación. Funcionaban muy bien las dos, a diferencia de la de Granada, que por lo visto había dado pérdidas dos años seguidos, igual que la de Zaragoza, que representaba Javier.

Andrés era un andaluz fatalista pero simpático. Hablaba con su acento particular y ello le daba a su discurso un sello especial, que atraía la atención.

Tenéis mucha guasa si pensáis que la huelga parará a los patronos. Están decididos a cerrar y por mucho que nos plantemos, acabaremos todos en la cola del Inem.

No se sabe, Andrés, replicó Julián. La fuerza del obrero está en la huelga. Si hay unión aún podemos vencer.

Se habían despachado unas botellitas de Rioja y Julián se empeñó en seguir la velada en algunos sitios de moda de la noche madrileña. Javier bebió poco a diferencia de Reme, que se había ventilado ella solita una botella y dos chupitos, pero los dos parecían ir igual de sobrios. El catalán y el granadino iban ya perjudicados al salir del hotel y Julián poco más o menos, aunque no había bebido demasiado.

Recorrieron dos pubs bastante acogedores y se acabaron de entonar explicando batallitas. Julián hizo un aparte en un momento en que Reme fue al lavabo. A ver si damos esquinazo a ésta y os llevaré a un club que vais a chalar de verdad. ¡No veas las niñas que hay! ¡Venga, que hay que relajarse un poco! Mañana a las doce tenemos la primera reunión, así que esta noche, a disfrutar.

¿Cómo es que empezamos a las doce? Es una hora bastante rara de reunirse, comentó Javier que ya había decidido declinar la invitación a la lujuria del madrileño.

Bueno, el primer día se limitarán a hacer sus planteamientos y escuchar los nuestros. Luego nos reuniremos por separado y discutiremos las posturas. Pero esta noche no hay reuniones ni propuestas, ni nada. Hay unas gachís que quitan el hipo esperándonos cerca de aquí.

Yo paso, Julián. Me voy al hotel que me conviene descansar. Anunció Javier poniendo mala cara. La imagen ideal de viejo e incorruptible luchador que tenía de Julián se estaba haciendo migas a una velocidad vertiginosa.

Pues a ver si por lo menos te llevas a la señorita Remedios, que nosotros tenemos un asuntillo entre manos, pidió Julián con una sonrisa torcida de viejo pirata.

¿Estáis hablando de mí? Dijo una voz tras ellos.

Si, maja. Javier está mareado y nos preguntábamos si te importaría acompañarlo al hotel.

¡Menuda jeta tenéis! ¿Es verdad eso, Javier?

Estoy cansado, eso es todo. ¿Quieres que marchemos? Dijo Javier poniéndose ya en pie.

Tomaron un taxi porque estaban totalmente despistados. Luego resultó que el hotel distaba apenas mil metros del pub donde estaban, pero el taxista procuró dar un rodeo para que no se frustraran por su ignorancia. Son 18 euros, anunció el moreno y barbudo pakistaní, sonriendo de oreja a oreja. Toma Sandokan y a ver si te aprendes el callejero, que vas más perdido que un pato en una notaría. No, quédate con el cambio y cómprate una guía. Reme tenía un gracejo murciano al hablar, aunque era bastante burra en el trato.

Salieron del taxi y ya llevaba ella el cigarrillo en la boca. No me puedo aguantar más. Demos una vuelta, Javi, que hace buena noche, ¿no?.

Sí, Reme, sí. ¿Qué te parece cómo están las cosas? ¿Tenemos una posibilidad? Él estaba realmente acongojado y no lo disimulaba.

A ver, nene. ¿Quieres dejar de poner esa cara de cordero degollado? Pasará lo que tenga que pasar. ¡Mira ésos cómo se han ido de parranda…! Reme chamaba y chamaba echando humo al hablar.

Javier no contestó. Su cabeza era un hervidero de datos, buscando la solución que parecía imposible.

Ya veo que hoy no duermes. Mira, vamos a hacer una cosa. Son las dos menos veinte. Ahora nos subimos a la habitación y discutimos el tema hasta las dos y media. Pero a las dos y media se acaba la discusión y a dormir. ¿Te parece? Reme ya caminaba de nuevo hacia el hotel.

Vale, de acuerdo. ¿Vamos al bar? Propuso él.

Ya está cerrado a estas horas. No, podemos ir a la habitación, que hay nevera y nos tomamos la última.

¿Vamos a la mía o a la tuya? Preguntó Javier.

Mejor primero cada uno a la suya y nos ponemos cómodos. Después vamos a la mía, pero dame quince minutos para ducharme, que aún voy sudada del viaje.

¡Leñe! Y yo.

Se separaron y Javier entró al cuarto y se quitó la ropa, incluida la interior. La ducha era muy agradable pues tenía algunos efectos ciclónicos que probó un ratito. Terminó con agua fría a chorro. Se puso un pantalón de correr y una camiseta y se calzó unas chanclas de ducha.

Cuando salió al pasillo advirtió que no se había fijado mucho en el número de la habitación de Reme. Como se conocían sólo de hacía unas horas, aún no tenía su móvil para llamarla y preguntar.

Era 676. ¿O quizás 667? No se había fijado por dónde torcía y no podía deducirlo por eso. Tomó pasillo arriba mirando las puertas. ¡Vaya corte si se equivocaba! Ya se imaginaba a un enfurecido japonés tirándole un jarrón a la cabeza por despertarlo a esas horas.

Se paró ante la 667. Sí era ésta seguro… O no. No era hombre de dudas existenciales, así que pegó tres golpes moderados pero firmes sobre la hoja. A los veinte segundos la puerta se abrió y Javier retrocedió un paso. ¡Ay, disculpe, señora! Me he equivocado… Una mujer medio desnuda, cubierta por un fino picardías rojo que resaltaba unas tetas morenas y henchidas, con el pelo rubio mojado y peinado hacia atrás y unas chinelas a juego le miraba divertida. Pero ¿Qué te has de equivocar, melón? ¿Qué no me conoces ya?

¡Reme! ¿Eres tú? ¡¡Ahí va la Hostia!! Pero ¿qué haces así? Remedios le cogió del brazo y tiró hacia dentro con firmeza. Habíamos quedado en ponernos cómodos, ¿no? Se justificó la mujer.

Realmente era otra persona la que ocupaba ahora aquella habitación. El pelo pajizo revuelto, la cara marchita de ojos tristes, el cuerpo amorfo cubierto con una ancha camisa de leñador, las botas camperas… Ahora un cuidado maquillaje enmarcaba los rasgos de la madurita señora, el fijador mantenía su cabello brillante y recogido y el vestido se encargaba de disimular con su vuelo la barriguita cervecera y de resaltar con unos firmes elásticos las ya no tan firmes aunque sí voluminosas mamas.

¿Qué quieres tomar? Preguntó ella insinuándole con el gesto, que eran sus labios lo primero que iba a consumir aquella noche. Ciñéndolo por la cintura ofreció: hay Gin tónic, cuba libre,.. o esto. La boca granate se cernió sobre la de Javier, que dudó un momento, recordando el tabaquismo irredento de Reme. Pero, ¡oh, sorpresa! Un aroma de menta y un intenso sabor a eucaliptus inundó la boca del muchacho. ¡Benditos caramelos! Los chupitos consumidos no eran tan fáciles de disimular, pero la mezcla del alcohol con las hojas aromáticas producía un efecto ”pipermín” que resultaba de lo más excitante. Así que Javier dejó que aquella lengua viciosa se enroscara en la suya y respondió al abrazo estrecho con un cariñoso apretón en las gordas nalgas. Sus dedos detectaron de inmediato la ausencia de bragas u otro impedimento. Con poco esfuerzo, pudo palpar los abundantes pelillos que poblaban la raja del pecado en toda su extensión. Un poco sorprendido por la exuberancia de aquel vello, Javier palpó alrededor del ano, percatándose de la presencia de largos y rizados pelos alrededor del rugoso orificio.

¿Vas al grano, no? Preguntó ella risueña

Perdona, era sólo curiosidad. ¿Tienes mucho pelo abajo, no?

Donde hay pelo hay alegría, tesoro. ¿Y tú? A ver qué tienes por aquí… Reme se sentó en la cama y estiró de los pantalones deportivos haciendo saltar como un resorte la polla ya dura del chico.

¡Joder! ¡Vaya aparato! No me lo pensaba, y sin más dilación, recorrió con los labios toda la extensión del pene hasta llegar a los testículos, que removió con la lengua graciosamente. Venga, échate que me canso de estirar el cuello. Él, obediente, se tumbó en la ancha cama, dejando que la señora le quitara del todo los pantalones. Así fue más fácil para ella engullir de un tirón más de media verga y darle un buen repaso con la lengua al capullo. No queriendo ser menos, Javier metió mano bajo el camisoncillo y se adueñó del mato grosso que crecía entre los muslos de Reme. Costaba encontrar la grieta húmeda entre tanto pelo rebelde, pero el calorcito guio los dedos hacia su objetivo. Entraron tres dedos con facilidad y Javier pudo notar la diferencia de tensión vaginal entre aquel coño veterano y los juveniles que él había transitado. Nunca había tenido sexo con una mujer mayor que él, y Reme lo era doce años.

Después de dos embarazos con parto natural y cientos de coitos con las más variadas tallas de pene, sin contar las invasiones de algunos robustos dildos en épocas de soledad, la cavidad del coño de Reme había crecido hasta formar una vasta gruta en la que los dedos de Javier  se movían con sorprendente libertad.

“Aquí caben tres como la mía”, se dijo él. Otra cosa excitaba su curiosidad. ¿Qué habría de cierto en las leyendas sobre el sabor y el olor del caldo de gallina vieja? Comprobó primero que Reme estaba entretenida comiéndose su polla como si no hubiera un mañana y se llevó los dedos a la nariz. Bueno, pues no estaba mal. Muy diferente de lo que tenía olido, pero no estaba mal. Era intenso, floral con un toque a cabrales. Lo lamió. ¡Bocata di cardinale! O de ateo irredento, se dijo él,  girando noventa grados para situarse exactamente debajo del manantial. Recorrió con la lengua los grandes labios y los mordisqueó hasta hacer gemir a Reme que perdió un poquito el ritmo de la mamada. Luego metió la lengua hasta donde pudo, sin conseguir tocar fondo, y se hartó de jugos hasta que le quemó la garganta.

El juego se iba poniendo interesante: ¿Conseguiría ella hacerle detener el profundo cunnilingus? ¿O sería él quien la haría  desistir de la felación, turbada por las sensaciones que inundaban de jugos su vagina? A los pocos minutos estaban los dos como motos, pero fue ella la primera en correrse, perdiendo el control de su mamada y lanzando una sarta de improperios 

¡Ahhh, cabrón!¡Me voy, no puedo más!¡No pares, hijo de putaaaa…!

¡Niña, esa lengua! Se quejó él parando de lamer.

¡La lengua te corto como pares, canallaaaa! Ah, me corro, me coooorroooo…! Y efectivamente, Remedios se corría ya sin ídem, duchando a Javier con un torrente de fluidos.

Derrumbada, con las piernas abiertas encima del pecho de Javier y las tetas recostadas en la polla, que percibía los latidos alocados del corazón, Reme resoplaba agotada.

¡Venga, chica! Que estoy a puntito yo también Se quejó él.

Ay, espera, hombre, que me reponga, jadeaba ella sin levantarse.

Tras un minuto de reposo, se dio la vuelta quedando boca arriba al lado del chico. No parecía muy interesada en seguir chupando del botecito. Javi, guapo, anda sé bueno y fóllame un poquito. ¡No pongas mala cara, leñe! Verás que me voy a poner de una manera que te vas a morir de gusto.

“Lo dudo”, pensó él, que ya había explorado el agujerito y sabía de la holgura que presentaba.

Venga, arriba culo que yo te ayudo, dijo Reme tirando de las manos del chico para levantarlo. Ahora te pones detrás de mí, así de pie. Apuntando a la diana. ¡No, cabronazo!¡ A esa no que no hay vaselina aquí! Mañana compro en la farmacia, pero hoy vas a entrarme por la vía  oficial. Con la agilidad de la práctica, Remedios puso el culo en pompa, dando toquecitos traviesos a la verga con las nalgas; Luego juntó firmemente los muslos dejando a la vista el brillante bollito enmarcado por una pequeña selva de rizos castaños, que invadían la regata culera por arriba y las ingles por abajo.

¡Venga pa dentro!, Que estoy como un horno… reclamó la expresiva madura, acabando de encender al mozo, que no había echado un polvo tan divertido en su vida.

Apuntó con cuidado y…¡oh, sorpresa! Al lanzar la estocada, el florete pareció atascarse a medio camino. ¡Qué estrechito estaba el agujero! Con gran esfuerzo, el maestro de esgrima introdujo el arma un par de centímetros más, pero tuvo que recular y tomar nuevo impulso, sintiendo que aquella presión le hacía perder el control. Se esforzó con cuatro arremetidas más y consiguió frotar el clítoris con los huevos a la quinta. Con todo dentro, la explosión no se hizo esperar. Javier removió el fondo del pozo con la punta del carajo, confiando en que Reme fuera ya menopáusica, pues estaba regándole el cuello de la matriz peligrosamente.

La presa de los muslos retuvo el pito, que perdía un poco de volumen pero se mantenía en pie de guerra bien sujeto por los entrenados músculos de la dama.

¡Sigue, sigue, que me voy a correr otra vez!¡No pares, coño, Javier!¡¡No!! No la saques. Mueve el culo, venga. Así ¡Más rápido!¡Maaas…! ¡Ah, que bueno es esto, que buenoooo!

Javier se movía a toda velocidad, aunque ya las fuerzas flaqueaban. No se iba a volver a correr, desde luego, pero estaba teniendo una especie de orgasmo diferido, ya que la presión de los muslos de Reme no le dejaba completar la eyaculación, y la sensación de liberación que sentía al soltar sus chorritos de leche, se iba alargando de una forma deliciosa.

Al fin se cansó ella de encadenar corridas y liberó la amoratada picha, dejando que emergiera para descanso de Javier, que ya no daba más de sí.

Dándose la vuelta en la cama, asió la cachiporra algo venida a menos y la besó con pasión. Te has portado como un campeón,  dijo. Javier no supo si hablaba con él o con su chorra, pero no le importó. Era una gloria de mujer aquella. Nunca follar había sido tan entretenido.

Se tumbaron en la cama, él desnudo, ella cubierta por el camisón pero con el chocho bien expuesto y la leche resbalando raja abajo hasta manchar la sábana bajera.

Ha sido formidable, ¿no? Comentó ella con modestia.

No había echado un polvo más divertido en mi vida, confirmó él besándole el cuello y la oreja mientras le pellizcaba los pezones que se transparentaban a través del camisón.

Pues venga; Si ya estás más tranquilo, a dormir que tenemos un día muy agitado mañana.

Se despidieron con un beso apasionado y Javier volvió a su habitación con el pito bien escurrido y el ánimo más calmado.