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LA VIRGEN DE AGOSTO: Almejas al remojo.

en Lésbicos

El sol entró como un chorro de caldo hirviendo por la claraboya del torreón, quemando con saña los cuatro culos que se le ofrecían desnudos sobre el enorme lecho.

El inconveniente de la claraboya era que si querías dormirte mirando las estrellas, te despertabas con los rayos abrasadores del Astro Rey sobre la piel. Laia se incorporó y buscó el móvil, perdido antes de la refriega a cuatro de unas horas antes. Allí estaba. Sin novedades ni por whatsapp ni por Gmail. 27º. Eran las diez y cuarenta minutos.

Tiró de un cordón para hacer que un store blanco cubriera la claraboya y dejó medio dormidos a sus amigos removiéndose en la inmensa cama.

Bajó al retrete y vació sus conductos con gran alivio de su parte, ya que le costaba hacerlo en váteres ajenos por lo general. Como es natural, pensó inmediatamente en una buena ducha y descendió los diez escalones que la separaban del aseo. Marie parecía dormir bien envuelta en la sábana blanca.

La ducha era una preciosidad de vintage, alargada y rectangular. Ocupaba todo el ancho de la pared del fondo, con baldosas de cerámica antigua y otras modernas y neutras, de colores suaves. Una cortina de plástico que imitaba el lino evitaba las salpicaduras. La alcachofa era enorme, fijada al centro de la pared.; podía orientarse a voluntad con un brazo articulado, aunque todo el conjunto parecía una vieja ducha de plomo.

Laia tomó jabón de una repisa excavada en la pared y empezó a frotar su piel con parsimonia. Al higienizarse el ano le vino un escalofrío por toda la espalda. Era una de sus asignaturas pendientes. Su amada Montse disfrutaba con la sodomía de una manera que a ella le parecía inverosímil. Las dos o tres veces que su amiga había intentado darle placer con un vibrador o una polla de goma por su agujerito trasero, la cosa había acabado fatal, con llantos y reproches y el culete escocido como el de un bebé con diarrea.

Tal vez era cuestión de practicar. Relajada por el agua tibia y estimulada por el aroma marino del gel, Laia se aventuró a hundir un dedo, el pequeño, en su agujero. La otra mano buscó el clítoris para ayudarla a excitarse. Paró para tomar más jabón y abrir un poco más el grifo. Se imaginaba ahora el pene blanco y alargado de Gonzalo, su capullo pequeñito y rosado. Sí, si alguien había de encularla, sería con seguridad su amante concejal del Partido Popular. Ya le había visto hacérselo a Montse y le parecía delicado y prudente, a diferencia de Ramiro, que le podía romper el esfínter con aquella tranca cromañoniana que se gastaba.

Se apoyó en la pared y aventuró ahora el pulgar bien tieso gruta arriba. Un quejido se le escapó cuando sintió la palma de la mano sobre el chochito. Aquel frotamiento de un dedo en el culete y los otros en la vagina le pareció un hallazgo interesante, así que insistió y nuevos gemidos surgieron de su garganta.

De pronto se quedó paralizada. Había alguien al otro lado de la cortina. Se oía correr el agua del pequeño lavabo y, a través de la tela, se distinguía un bulto que se movía hacia ella. De pronto, le vino a la memoria Anthony Perkins, el siniestro hostelero de Hitchcock, y se dejó dominar por la Psicosis durante los dos segundos que tardó en mostrarse la figura amenazante: Marie, desnuda con aires de aparición misteriosa, estaba plantada sonriente delante de ella. Sin pedir permiso, puso un pie en el plato de cerámica rugosa, y en un instante estaba bajo el agua junto a Laia.

¿Te importa? Es que el calor es insoportable.

Laia negó con la cabeza y miró con disimulo las formas perfectas de Marie. Era m&aacute