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La Prima Clotilde y el “caloret faller”

en Sexo con maduras

El tren avanzaba implacable, atravesando campos y huertas, dejando atrás pinos y naranjos en rápida sucesión. Clotilde había elegido un asiento de ventanilla para disfrutar del paisaje y lo estaba haciendo a fondo. Lástima del señor gordito y calvo que olía a caramelos de menta y se empeñaba en darle conversación.

Mire usted; Aquello es Sagunto. ¿Conoce la historia, no?

Muy por encima, reconoció ella. Hubo una guerra, creo.

Sí, sí.  Se envalentonó el pesado, rozando con el brazo velludo la fina piel de su vecina, Una guerra entre los cartagineses y nuestros antepasados, los iberos, que los tenían cuadrados los tíos, si me permite la expresión. Después de un sitio de meses, Anibal…

Pero ¿cómo podía haber gente tan pelma en los trenes? Ella estaba acostumbrada a aguantar al público desde su ventanilla del ayuntamiento, pero precisamente quería descansar de ese agobio aquella semana de asueto que le había caído del cielo por la gracia de Matilde, su prima y amiga, residente en València. La invitación de acudir a las fallas la había pillado desprevenida y había dado el sí, del que luego se arrepintió cien veces, un mes antes. Tenía días libres sin gastar y sólo tuvo que hacerse el ánimo. Diez años sin hacer un viaje largo, si se puede considerar largo el trayecto de 120 Km. mal contados que separan las dos ciudades.

Se disculpó con el obeso parlanchín y salió al pasillo procurando evitar clavar su prominente busto en la cara del señor, aunque éste pareció más que satisfecho al ver pasar ante sus narices aquellos soberbios melones que estaba condenado a no catar.

Cloti se estiró la blusa, intentando disimular los prodigiosos volúmenes que tanto la habían condicionado durante 30 de  sus 45 años de vida. Siempre vestía ropas holgadas y tupidas, y estaba empezando a lamentarlo en esta ocasión, a medida que la humedad y el calor levantinos se hacían notar.

Se metió en la minúscula cabina y se quitó la blusa mientras orinaba. Estaba mojadísima. El sudor y la piel caliente habían interactuado con su agua de jazmín y el pestazo era más que notable. Se secó un poco con las toallitas y aprovechó para reacomodarse los pechos, que empezaban a darse a la fuga de las copas del sostén que los retenían, deslizándose por debajo y hacia los lados, por el centro y hacia arriba. Resignada se desabrochó el sujetador y dejó en libertad a las dos fieras, que bailaron de alegría ante sus ojos. Se pasó la toallita por debajo de cada mama y luego siguió por la parte lateral y las axilas. Levantó los brazos  y se miró en el espejo. Con lo poquita cosa que era ella, ¿dónde iba con aquellas montañas de mantequilla?

Siempre le habían dado disgustos. Cuando niña, fue la primera en desarrollarse de las amigas y tuvo que soportar el acoso de los mozos de su pueblo. De jovencilla, los chicos hacían cola para bailar con ella en las verbenas. No era por su conversación divertida ni por sus profundos ojos. Ella lo sabía y se resignaba hasta que allá por 1996 se plantó y dejó de asistir a los bailes. ¡Que vayan a sobar a su madre! Le dijo a su hermana mayor cuando ésta le recriminó que fuera tan huraña.

Y así, poco a poco, Clotilde se fue ensimismando y dejó de frecuentar a los miembros del otro sexo. Sus hermanas festearon, se casaron y parieron, todo en un plisplas mientras ella se quedaba en casa, cuidando de sus papas, ya mayores. Úrsula y  Fidelia marcharon del pueblo buscando mejor destino y le cedieron su parte de la herencia, el viejo caserón familiar, en el bien entendido que ella se iba a comer el marrón de cuidar a los viejos. Pero no fue un cálculo acertado, ya que los excesos del señor Raimundo se lo llevaron al otro barrio antes de los setenta y la señora Obdulia decidió ir a reunirse con él prematuramente, para seguir planchándole los pantalones y cocinarle los callos, que tanto le gustaban, allá en el Cielo.

Mientras recordaba su vida, Clotilde se iba frotando las tetas con vigor, hasta que notó que sus pezones, tan descarados y duros como siempre, se atiesaban tal que pitones y un escalofrío recorría su vientre hasta perderse allá dentro, pantalones abajo, y un chorrito de jugo íntimo se desprendía mojando sus castas braguitas monjiles.

“Valencia, término”, anunció una voz megafónica, y ella se apresuró a vestirse y a salir al pasillo recompuesta, comprobando que sus tetas pasaban, en lo posible, desapercibidas.

Pero, ¿cómo me puedes hacer esto? Bramó Jesús derramando parte de la leche con cacao al agitar rabioso la cucharilla. Estoy de vacaciones y me has de joder la vida con ese rollo de ir a esperar a tu prima la del pueblo a la estación.

Matilde se quitó el delantal y se acercó a su hijo adolescente con el ademán de una vaquilla a punto de embestir. Mira, chico, tu padre está aún de viaje, que no me esperaba yo que fuera así, pero es. No hay taxis ni funcionan los buses y el metro nos pilla lejos. Así que tú, Jesusín, vas a venir con tu madre a buscar a la prima Clotilde y vas a traer a casa su equipaje. El tono de voz iba subiendo y Mati acortaba espacios en dirección a su hijo que, a pesar de mantener el tipo, iba encogiéndose visiblemente. ¡Porque aquí o jugamos todos o…, un golpe en la mesa hizo saltar el tazón y caer un nuevo chorro de líquido sobre el mantel, rompemos la baraja!. ¿Entendido?

Jesús se bebió de un trago la poquita leche que no se había derramado y salió cabizbajo sin contestar en dirección a su cuarto. Había perdido y lo sabía; Sólo le quedaba vestirse y obedecer a su mamá.

No era él de naturaleza rebelde, pero un suceso reciente le había agriado el carácter sobremanera. Miró por trigésimo cuarta vez por la ventana, torciendo el cuello en dirección a una finca distante tres de la suya, pero no vio movimiento en el balcón central del tercer piso. Allí dormía Yolanda y allí había pasado él los mejores y los peores minutos de  su corta vida amorosa hacía apenas tres semanas.

Se desnudó con desgana el muchacho y la visión de sus genitales le trajo dulces y amargos recuerdos. Abrió el cajón y vio los gayumbos negros. ¡Vaya ocurrencia! Vestirse de Batman para una fiesta de carnaval y ponerse las mallas lilas de su hermana y unos calzoncillos negros encima. Sólo la capa y la máscara, resultaban convincentes, ya que su anatomía recordaba más a Gabino Diego que a Ben Affleck o Christian Bale.

Yolanda sin embargo llevaba un auténtico vestido de Catwoman que se pegaba a su cuerpo como una segunda piel y exhibía un tipazo parecido al de Anne Hataway, con la sensualidad de Michele Pfeifer y la voluptuosidad de Halle Berry. Era una gata, gata, que tumbaba de espaldas. Jesús se sintió avergonzado nada más verla llegar al baile del instituto y aun antes de reconocerla. Era su antigua compañera en la ESO y todavía vecina de su misma calle.

Intentó evitarla hasta que las amigas de ella la arrastraron hasta el delgaducho del slip negro, él, sólo para descojonarse del contraste entre la perfecta reina del baile y el chapucero murciélago enclenque.

Contra todo pronóstico, Yolanda no se burló de él. Charlaron, bailaron, recordaron aquel primer día en que la jovencita de doce años entró en el aula con su piel bronceada y su acento canario que encandiló a Jesús y a todos los varoncitos de la clase, cautivados por la altura de aquella ninfa africana, que les pasaba a todos tres dedos y sobre todo por los dos graciosos bultitos que ya adornaban su pecho. Ahora, unos años después, Jesús la había alcanzado en estatura y rebasado un par de centímetros y los bultitos habían madurado y se habían convertido en dos frutas jugosas que se ofrecían hinchaditas al contacto con el poco musculado tórax del Batman de pega.

Para su sorpresa, Yolanda le había propuesto volver juntos a casa, ya que eran vecinos y al llegar al portal ella, ella…

¡Jesús! Pero ¿qué haces con la chufa al aire y mirando por la ventana? Su madre le había pillado en medio de su ensoñación. ¡Vístete, vaina, que no llegamos!¡Ay, qué muchacho!

Avergonzado Jesús se puso el slip y lo primero que encontró, para salir corriendo detrás de su madre.

¡Cómo agobia tanta gente! No sé por qué me dejé convencer, iba reconviniéndose Clotilde arrastrando su maleta entre la muchedumbre. Y Mati, ¿dónde está, leñe? Un japonés despistado chocó con ella y su seno izquierdo se encargó de parar el golpe. El oriental pidió disculpas, pero sin dejar de mirar la parte con la que había impactado, primero con curiosidad y luego con mal disimulada lascivia.

Hasta los chinos me quieren tocar las tetas. ¡Asco de hombres! Habían hecho de sus encantos un objeto que la eclipsaba. Ella no era ella. Parecía existir sólo para trasladar, cuidar y exhibir aquellos dos seres autónomos que la ninguneaban a ojos de los tíos. Sólo existían esos dos suculentos pechos. Ella no era más que un estorbo para gozar de ellos, siempre exigiendo cariño, amistad, amor, cuando los muy garrulos sólo querían mamar y mamar, sobar y sobar, como bebés sobredimensionados que alargaban cincuenta años su periodo de lactancia.

Jesús seguía a su madre de forma automática, sorteando visitantes y locales con la cabeza en otra parte, en otro tiempo reciente. Yolanda le había besado en la boca en el zaguán de su casa. Le había llevado de la mano hasta el precioso piso que habitaba junto a sus padres y le había guiado hasta un increíble cuarto de baño, más grande que el comedor de casa de Jesús.

En el centro, un precioso jacuzzi de mármol, con chorros direccionales y luces indirectas. ¡Cómo se lo montaban los papis! Sin recato, Yolanda había emergido de su piel de gata y se había librado de su minúsculo tanga y su top dejando a Jesús vestido de Batman-chapuza sin saber a dónde mirar. Porque había tanto que ver que los ojos no daban abasto. La chica era un espectáculo viviente. Sus piernas eran lo que más llamaba la atención: Largas, morenas, definidas, con un culete pequeño y duro por arriba y dos pies grandes y alargados. No se cuidaba mucho su vello púbico, pero no la afeaba, pues el pelo castaño parecía mimetizarse con su piel oscura, sin marcas de bragas ni bikinis. Sin duda la casa tenía su dispensador de rayos uva privado. La cintura, imposible, con un ombliguito algo grande y dos tetitas más arriba, cónicas y descaradas, un poco sobaqueras pero encantadoras. Era todo perfecto, aunque nada podía competir con la sonrisa, la mirada, los rizos derramados por los hombros. Jesús pensaba que deliraba, que se había tomado algún tóxico estupefaciente en la fiesta, pero realidad o fantasía, se arrancó su patético disfraz y se lanzó a la piscina, es decir, al jacuzzi, por si se despertaba de golpe. El sueño continuó en todo su esplendor, con la piel de la niña frotándose con la suya, las tetas resbalando entre sus dedos y la boca entregándose sin reservas al beso, al lametón y el chupeteo. Era el momento más feliz de la corta vida sexual del chico. La mocita rebuscó en una caja rosa y extrajo un condón del mismo color. Se empeñó en colocarlo ella, ¡sí que era mandona la muchacha! Y empezó a masturbarlo con pericia pero sin delicadeza.

Jesús estaba rebasado por los acontecimientos. Tan enclenque y poquita cosa en las garras de aquella pantera. Al menos, su polla no desentonaba en esta escena de porno casero. Era larga y bien formada, con testículos a juego, gorditos y muy duros. Un regalo para las pocas nenas que habían llegado a catar aquella magnífica herramienta.

Se montó Yolanda sobre Jesús, tumbado cuan largo era, y se apoderó del bello pito para tragárselo de golpe con aquella vagina voraz. Empezó a practicar el mete-saca convencional, sin dejar apenas moverse a su amante cautivo. Ella llevaba la voz cantante en todo, al parecer.

Sintió él que se iba, que explotaba dentro de la chica, a pesar de lo poco cariñosa y lo mecánica que resultaba follando. Yolanda era el objeto del deseo de todos desde tercero de ESO. Y ahora él, el tímido y  anodino Jesús, se la estaba beneficiando… Bueno, más bien se diría que era al revés.

En medio de su excitación, Jesús se fijaba en las caritas de gusto estereotipadas, aquel morderse el labio, suspirar, entornar los ojos… Había algo de patético en la actuación. Para ella era un simple polvo circunstancial mientras él estaba viviendo una experiencia cuasi mística, celestial, irrepetible seguramente.

Inesperadamente, cuando el orgasmo estaba a punto de estallar, Jesús retuvo el vaivén de Yolanda sujetando sus caderas; se incorporó y la atrajo hacia él, buscó su boca y la besó tiernamente, sin apenas usar la lengua; movió los labios con suavidad mientras acariciaba el cuello de la muchacha. Vio la sorpresa en su mirada, su cuerpo se relajó. Cuando el beso se hizo más intenso y las lenguas se buscaron, la hermosa polla empezó a contraerse y a dilatar las paredes vaginales sin ningún movimiento de los amantes. Estaban quietos, besándose en medio de las burbujas del jacuzzi mientras sus genitales se entendían a la perfección, dialogaban al tacto, sellaban un pacto cósmico, se estremecían.

Durante casi un minuto, Jesús eyaculó lentamente dentro de Yolanda. Le explicó lo que sentía por ella con el mejor vehículo que la naturaleza dio al hombre para comunicarse con la mujer.

Ella se contraía de placer; una colección de espasmos la invadió, partiendo del coño y derramándose por todo su ser. Nunca había sentido nada igual. Se le saltaban las lágrimas y le caían los mocos y la baba sobre los hombros de su joven amante. Al fin todo terminó. Yolanda dejó deslizase fuera de la vagina el pene que le había mostrado un universo paralelo, inexplorado por ella.

Lentamente salió del jacuzzi y se envolvió en una toalla.

Yolanda, ¿estás bien? Jesús se deshizo del condón pero no pudo levantarse como quería, debilitado.

Sí, sí. Es que estoy un poco mareada. Es muy tarde. Mejor vete ya, que he de dormir. Mañana tengo un compromiso importante.

Y ahí se había acabado el paraíso privado de Jesús. Se vistió de Batman de nuevo, ahora con los gayumbos por dentro, y dejó la casa cabizbajo. Al día siguiente Yolanda no cogió el teléfono cuando él llamó, ni contestó a uno sólo de sus whatsapps. Tampoco el otro, ni el otro. ¿Qué había pasado?¿Por qué la muchacha había reaccionado así? Jesús le daba vueltas y vueltas sin entender..

¡Pero hijo! ¿Se puede saber qué te pasa hoy? El tren ha llegado hace diez minutos. ¿Puedes correr y dejar de pensar en las musarañas? La madre de Jesús estaba empezando a enfadarse de verdad.

Al fin las primas se divisaron. ¡Aquí, aquí!, gritaban alegres. Se encontraron en medio del andén abarrotado. Un abrazo largo y sincero, besos y ojos húmedos. Dos amigas de verdad, además de primas.

¿Pero y el Jesusín? ¿Cómo no ha venido? Sólo entonces reparo Clotilde en el mozuelo sonriente que hacía unos minutos contemplaba el encuentro a un metro de distancia. Pero si es Jesús. ¡Madre mía!,¡Qué hombretón!

Jesús besó en las dos mejillas a Cloti. Apenas se acordaba de ella, ya que no había acudido a  las visitas al pueblo de sus padres desde hacía varios años. En verano, él y su hermana se iban de colonias y sus padres aprovechaban para viajar solos un poco.

Salieron los tres de la estación y Cloti contemplo la primera falla, plantada a pocos metros. El gentío era apabullante. La pobre estaba tropezando en diez minutos con más gente que la que había visto en los últimos diez meses, que no había salido del pueblo. Los primeros petardos estallaron tras ella haciendo que saltara sobresaltada. Jesús caminaba tras las primas observando a la forastera divertido. Parecía una bolita aquella mujer, chiquita como la esposa de David el gnomo y redonda como un repollo. Pero su rostro era atractivo, no en el sentido sexual, claro está, pero sí en plan humano. Era risueña y miraba de frente, con una nobleza cristalina, sin medias tintas ni dobleces. Aragonesa como la mami, se dijo. Pero ésta es soltera, ves a saber por qué. Igual le van las tías.. pero no lo creo. Bien pensado, tampoco era fea precisamente. Tenía los ojos azules y grandes y la boca bastante perfilada. La nariz era muy pequeñita, pero no le afeaba el rostro. El resto era una incógnita, ya que el blusón aquel lo tapaba todo.

La ciudad hervía en una olla de pólvora, música y color. Aunque seguramente la fiesta de la primavera valenciana ya no era lo que había sido durante la primera mitad del siglo pasado, no se puede negar que el ambiente, actualizado a los hábitos de los dos mil,  no debía diferir mucho del original. La celebración del renacer de la vida flotaba en el aire de la ciudad; y la sexualidad se manifestaba en todas sus formas, en los monumentos y en sus visitantes. Cloti miraba con ojos exorbitados y sonrisa embobada todo lo que se movía a su alrededor. El camino a la casa de su prima fue para ella la primera experiencia de baño de multitudes en muchos años.

Llegaron al domicilio y se fueron directos a la mesa, ya que eran las dos y Mati había preparado unos macarrones gratinados que estaban para chuparse los dedos.

Lucía, la hija mayor, salió a recibir a la forastera con sus aires lánguidos de gótica indignada y perro-fláutica. Enseguida se llevó a su madre a la cocina con aire conspirador.

Mamá, me han llamado Enza i Mariella; Resulta que al final sí que vienen…

¿Qué? ¿Ahora me lo dices? Pero si ya he preparado la cama en tu habitación para Cloti..

Pues no puede ser. Yo quiero que mis amigas duerman conmigo.

Lucía era alternativa para todo, también en materia de inclinaciones sexuales, así que sus amistades femeninas eran a menudo huéspedes de Matilde, que estaba convencida en el fondo de que aquella era una manía pasajera y su hija acabaría casada con un buen chico y le daría hermosos y convencionales nietos. Claro que con 24 años, parecía causa perdida aquella.

¿Y dónde la pongo a dormir a ella? Matilde se estaba enrabietando peligrosamente.

En el cuarto de Jesús. Él que duerma en el sofá, como hace la mitad de las noches que se queda mirando Juego de Tronos hasta las cuatro.

Matilde aceptó a regañadientes y se fue a comunicar el cambio de habitaciones. A Jesús no le molestó, al revés, le dio cierto morbillo pensar que iba a dormir en su cama aquella mujer. Tenía un no sé qué que la hacía agradable, hasta un poquito sexy.

Cloti tomó posesión del cuarto de inmediato. Quería cambiarse de ropa y abrir su maleta. En la habitación de Jesús se fue desvistiendo, mientras un penetrante olor a macho joven inundaba sus fosas nasales. Se quitó el sujetador y las bragas para cambiárselos y se giró bruscamente al detectar un movimiento a su izquierda. ¡Jolín, qué susto! Era un espejo de pared en el que no había reparado. Se miró en él y no pudo menos que recrearse unos segundos con la imagen. “Chiquita pero tetona”, la había piropeado un  albañil en Albarracín hacía unos años. Pues sí.  Bien puestas las tenía, pensó acariciándoselas con las dos manos. Pero… por Dios, ¿Qué estaba haciendo? Aquellos tocamientos se los reservaba para disfrutar en su alcoba del caserón los fines de semana, no para que la pillaran in fraganti en casa de su prima, en el cuarto del niño. Había sido aquel olor a hombre, no a sudor o a pies, sino a hombre limpio pero cargado de vida. La había trastornado, pero no volvería a ocurrir. Se perfumó con su agua de jazmín, se enfundó un poderoso sujetador de copas blindadas y tirantes dobles y se puso una camiseta de verano blanca de manga corta y un ligero escote, que nada dejaba entrever. Claro que con los dos melones que se le marcaban erguidos por el sostén, no iba a pasar desapercibida aunque ocultara el canalillo. La camiseta no cubría sus ingles y dejaba al descubierto una hirsuta mata de vello oscuro que delataba lo falso de su teñida cabellera rubia. Tenía que recortar aquella pequeña selva rizada, pero siempre aplazaba el arreglo; Total, para que nadie la disfrutara… A ella ya le estaba bien así. Cuando se tocaba las veladas del sábado, sus dedos separaban los labios mayores y buscaban sensaciones fantásticas por delante de estos y muy al fondo, entre ellos. Los pelos le cosquilleaban las manos al masturbarse aumentando su gozo. Pero eso no pasaba aquí, en Valencia, sino en su pueblo y sólo los fines de semana, cuando nadie la podía interrumpir. En el secreto de su alcoba.  Avergonzada, se puso unas bragas blancas y grandes que no contenían todo el  vello y dejaban escapar algunos rizos entre los muslos. Se dio la vuelta y tenso el culo. Grande y duro. ¡Qué lástima! Lo que se han perdido los hombres por babosos y mamones. Ahora ya era demasiado tarde. Clotilde había tejido en su mente una red que la protegía del acoso de los machos, pero la retenía presa de sí misma, condenada a los placeres solitarios y al sexo de plasma, estimulado por imágenes subiditas de tono de su colección de películas en DVD, nada pornográfico, pero sí indecente: “Pretty woman”, “Nueve semanas y media”, “El cartero siempre llama dos veces”,.. Gere, Rourke o Nichoson eran unos amantes perfectos, dóciles y caballerosos la acariciaban tiernamente, la besaban apasionados y al fin, la penetraban hasta hacerla patalear. Para la parte final de su ensoñación, Clotilde había adquirido, extremando las garantías de anonimato, un grueso pene de goma a pilas, su secreto más oscuro, que ocultaba en su cajoncito de la mesilla de noche, bajo el devocionario de la Virgen de las Nieves y una colección de fotos de Barcelona, que había visitado una vez cuando los Juegos Olímpicos.

Cuando acababa, desconectaba el vibrador y la tele, apagaba la luz y se dormía feliz, abrazada a su enorme almohadón, que la apreciaba de verdad, con un amor incondicional, sin trazas de vicio ni lujuria.

Al salir, llegó a tiempo de ver a las dos italianas que la habían expulsado de la habitación de Lucía. Eran dos jóvenes de aspecto exótico, blancas como el papel y lánguidas como crisálidas, que lucían camisetas negras que dejaban entrever sujetadores amarillentos y pelillos axilares poco recortados. No eran unas ninfas precisamente, pero su amiga valenciana las besaba y contemplaba como si se tratara de dos elfas venidas de Lórien.

Pronto desparecieron las tres camino del dormitorio y Matilde se llevó a su hijo y a su prima, dejando la casa libre al trío de adoradoras de Safo.

La calle era un caldero de pólvora, buñuelos de calabaza y alegres pasodobles. La forastera echó mano del móvil y empezó a retratar todo lo que se le ofrecía a la vista, como si fuera a desaparecer de un momento a otro y hubiera que inmortalizarlo. Jesús se había quedado muy impresionado por la voluptuosa figura de la prima. ¡Así que aquello era lo que el blusón no dejaba ver!. ¡Pues vaya diosa primitiva que estaba hecha la tal Clotilde! Él la recordaba vagamente, de cuando hizo la primera comunión. Entonces, inocente chiquillo, no se había percatado de aquellas curvas, pero ahora le estaban dejando impresionado.

Pasaron por la puerta del casal de la falla, es decir, del local donde se reúnen los festeros del barrio, y echó el muchacho una rápida mirada al interior por si se dejaba ver la bruja de Yolanda. Seguro que no andaba lejos, ya que una fallera mayor no se pierde la tarde de la ofrenda de flores a la Virgen de los Desamparados, uno de los momentos de mayor gloria para la bella afortunada, elegida cada año para representar a todas las muchachas del barrio en el solemne y devoto acto. En efecto, allí estaba, rodeada por su corte de honor y un enjambre de moscones en el que destacaba el más zumbón de la colla, Ernesto, el rubio motero hiper-mazado que las hacía correrse de gusto dando gas, cuando alguna moza se avenía a ir de paquete en su flamante Honda.

¡Por Dios! Estaba espléndida con su traje sin mangas, su mantón y su peineta dorada. El satén rosa contrastaba con la piel oscura y el mantón azul completaba el efecto principesco. No era humana. Parecía una princesa oriental, una Turandot maligna y seductora que ni siquiera reparó en la presencia de Jesús cuando salió a la calle con el ramo de claveles entre los brazos. La vio pasar a menos de dos metros sin que ella se dignara dirigirle ni una mirada. Su corazón se aceleró hasta parecerle que iba a explotar y luego se quedó parado por unos segundos antes de recuperar su ritmo normal.

Matilde no había advertido la turbación de su hijo.

Jesús, ¿no es aquella la chica canaria que iba contigo a clase en primero de ESO?

No parece de este mundo, se admiró Clotilde, vaya bellezón. Chico, ¿Qué te pasa? ¿Es que has perdido el habla?

Sí, es ella, confirmó lacónico Jesús.

Pues podías haberla saludado, que eres más soso… reconvino la madre, que no perdía ocasión de asegurar convertirse en abuela con el tiempo.

Casi no nos conocemos, dijo él, sin alcanzar a saber si  mentía.

Enfilaron la Avenida del Oeste y luego se internaron por callejones angostos, normalmente escenario de lúbricas transacciones y ahora invadidos por familias y turistas sedientos de jolgorio. Allí se enfrentó Clotilde son su primera falla de la sección especial, un monumento de quince metros que casi la hace caer de culo.

Ohhh! Pero eso es una maravilla ¿Queréis decir que la van a quemar? ¡No puede ser!

Dos enormes “ninots” representaban a Lionel Messi y Cristiano Ronaldo disputando un inmenso balón dorado sobre una tupida alfombra de billetes de 500 euros perfectamente reproducidos, que parecían levantarse y volar a los pies de los dos astros del futbol. El lema de la falla era “Els negocis i l’esport”,  o sea, Los negocios y el deporte. Empezaron a darle la vuelta para admirar todos los cuadros. Clotilde se hartó de echar foto tras foto con su móvil.

En un momento dado, la presión de los visitantes hacía casi imposible el paso. La mujer se vio empujada de forma que sus enhiestas mamas se aplastaron contra la valla protectora, ya hemos dicho que era bajita, y lanzó un gemido de protesta. Jesús, caballeroso se interpuso para evitar que lastimaran a la prima de su madre, que se había quedado rezagada, aunque poco pudo hacer, dada su escasa corpulencia. Sólo consiguió verse aplastado él a su vez contra la espalda de Clotilde. Su cara quedó justo sobre el pelo rubio oxigenado y su pecho  y su abdomen, contra la espalda de la mujer. Huelga decir dónde quedó su polla, perfectamente acomodada encima de la oronda grupa.

Entonces ocurrió. La nariz de Jesús detectó un aroma denso y floral, apenas vislumbrado en sus recuerdos conscientes, pero fuertemente implantado en el subconsciente del chico. Revivió más que recordó un mullido abrazo, un tacto de piel suave y aquel olor penetrante inundando su pituitaria y clavándose profundamente en la base de su cerebro, allí donde el pensamiento racional no alcanza a manifestarse y sólo los instintos primarios se conjugan con las sensaciones más elementales. Aquel aroma se identificaba, sin él recordarlo, con una de sus primeras erecciones, cuando apenas era un crío, vestido de blanco en uno de los días más felices de su niñez, el de su primera comunión. Aquel perfume se asociaba con el calor de la piel femenina, un cálido beso en su mejilla y la caricia de dos grandes pechos envolviéndole. Sí que recordaba haberse puesto muy colorado y oír las risas de algunos familiares por su turbación. Alguien había exclamado “¡Chica, que lo vas a ahogar!” y el placentero abrazo se había desvanecido.

Pero ahora lo volvía a sentir. Ese aroma penetraba en las capas oscuras de su mente y aquel cuerpo blandito y amoroso se aplastaba contra el suyo. Claro que ahora Jesús tenía entre las piernas algo que hace 8 años era un gusanillo y luego había evolucionado a serpiente pitón, que se estaba irritando y se erguía majestuosa contra el pompis de Clotilde que por fuerza tenía que estar notando aquella agresión contra su integridad moral. Poco podía hacerse, ya que la multitud, alcahueta inconsciente, los estaba prensando inmisericorde uno contra otra, así que el chico se dejó llevar y disfrutó de la excitación del momento haciéndose el longuis.

Cloti notó el bulto que la oprimía pero nada dijo ni hizo. Estaba paralizada. Sentía el calor juvenil contra su espalda y la no menos juvenil tranca frotando su culete, pero no podía reaccionar. Un calorcillo intenso se extendía por todo su ser, mojando sus braguitas y haciendo crecer los pezones hasta casi marcarse a través del casto sostén.

Turbada, intento disimular observando los ninots del cuadro que tenían delante. Un inmenso jugador de básquet afroamericano saltaba en un escorzo imposible y machacaba una canasta con el balón. En el gesto aéreo del negro, un bulto aparatoso sobresalía bajo el calzón. Una rubia con bata clínica y otra negrita con pijama de sanitaria observaban desde un banquillo con gestos de excitación. En la grada, una señora de aspecto distinguido pero con un profundo escote y descomunales pechos, parecía desmayarse observando la escena y, en primer término, una voluptuosa cheerleader agitaba los pom-poms con entusiasmo mientras levantaba una pierna, dejando a la vista sus rosadas braguitas que marcaban la silueta de una voluminosa vulva.

No ayudaba pues la escena a atenuar la excitación de la pobre Clotilde. Un cartelito en lengua valenciana explicaba la escena:

“Per la forma en que la fica

El negre les enamora

A la fisio i la doctora

A la madureta rica

I a la jove animadora”

Lo entiendo todo menos la primera línea, dijo Cloti al oído de su involuntario sobador. ¿Qué es “la fica”?

El tragó saliva y contestó con la voz algo ronca. La mete, por la forma en que la mete.

¿Se refiere a la pelota por el aro, no?

Bueno, eso ya es lo que cada uno interpreta, explicó el inclinando la cabeza hasta rozar con la boca la oreja de Cloti y sentir que el perfume traspasaba su entendimiento hasta casi hacerle perderlo y abalanzarse sobre aquellas mamas prodigiosas para comérselas a besos allí mismo.

Consiguieron completar la vuelta al monumento sin mayores percances y se dirigieron hacia las calles más céntricas para presenciar el desfile de las falleras hacia la plaza de la Virgen.

Encima de un banquito las dos primas pudieron vislumbrar los lucidos cortejos. Al descuido, Clotilde se recostó en Jesús, sin advertir quizás que eran sus tetas lo que le daba apoyo en los hombros del joven, impidiéndole caer.

Las comisiones desfilaban a ritmo de paso doble. De pronto Mati se agitó dando voces. Mirad, mirad! Es nuestra comisión. ¡Por Dios!, no me digáis que no es la más guapa de toda la ofrenda… Yolanda marchaba airosa, repartiendo besos a diestro y siniestro y arrancando aplausos, que derivaron en un delirio en masa cuando se aproximó la chica a un ancianito sentado en silla de ruedas, que la vitoreaba en primera fila, para darle un cariñoso besito en la frente y dejar una flor entre las manillas temblorosas del viejo, que casi se lanza milagrosamente a caminar tras los pasos de la bella.

Jesús la vio alejarse con los puños crispados. ¡La muy zorra! Cómo sabía engatusar a la gente, para después desecharlos como kleenex con mocos. Pero, por otra parte, ¡qué andares! La veía moverse y se imaginaba, en realidad no necesitaba imaginar, sólo recordar, aquel precioso culito rematando las piernas largas y firmes, la espalda perfecta y el cuello de cisne, con el tocado del pelo como único atuendo. ¡Joder! Vaya pensamientos más lúbricos y originales que se le ocurrían. Ah, no. No era idea suya. En la fuente de la plaza de la Virgen había un montón de estatuillas de falleras con aquellas pintas que él imaginaba ahora. Tantas como acequias afluyen al Turia, el macho ibérico tendido en medio de la fuente en pelota picada, dejándose querer por sus abnegadas sirvientas falleras, ninfas mediterráneas ligeritas de ropa.

Todo el cortejo quedó desnudo en la imaginación de Jesús mientras las tetas de Cloti se comprimían contra su espalda aumentando su excitación. La visión de docenas de culos femeninos de todas las medidas y texturas, alejándose calle de la Paz arriba, siguió atormentando a Jesús durante unos cuantos minutos más, hasta que su madre dio una voz y lo sacó de su ensoñación: Venga que hay que ver más fallas. Esto es ya igual todo el rato.

Apenas se habían alejado cien metros en dirección a la Glorieta, sonó el móvil de Matilde. Ella contestó, escuchó y su expresión se mudó en unos segundos. Era su hija. Estaban las tres en urgencias del Clínico. A Mariella le había sentado muy mal el agua de Valencia y las otras dos iban también bastante perjudicadas al parecer.

Cloti, Jesús, os he de dejar solitos, así que portarse bien. No, no. Voy yo sola, que estoy allí en veinte minutos. Jesús, tu sigue enseñándole fallas a Cloti y después la invitas a cenar, y deslizó un billete de cincuenta en la mano de su hijo, que, vaya usted a saber por qué, se puso de pronto más contento que unas pascuas.