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La noche de San Juan

en Fantasías Eróticas

Las gentes del Grao iban llegando en grupos a la playa de la Malvarrosa. Las sombras alargadas de los caminantes, proyectadas por el sol poniente, le daban al cuadro un aire irreal, de película en cinemascope de aventuras exóticas. Hacía calor y la mar estaba tranquila. Algunas barcas, colocadas con la quilla hacia arriba, daban un punto de colorido al monótono amarillo grisáceo de la arena al atardecer.

Había entre los que llegaban niños, mujeres, ancianos encorvados, hombres jóvenes y orondos padres de familia. Portaban bolsas, sillitas y mesas plegables, neveras de hielo y haces de leña. El verano de 1953 se anunciaba tan caluroso como aburrido, con la ruinosa desolación de la posguerra en Valencia. Las gentes, las buenas gentes, se esforzaban en dar un poco de luz y alegría a sus vidas y la noche de San Juan era una ocasión única para comer, beber y romper tímidamente la feroz represión sexual decretada por los salvadores de la patria y sus aliados con sotana.

Sento tenía sólo dieciséis años y por tanto no conocía otra realidad que el franquismo social, la patria convertida en cuartel, misas, rosarios y brazos en alto. Caminaba cargado con una silla vieja y ya descuartizada que habría de servir de leña para la hoguera de su grupo. Iban charlando un poco adelantadas su madre, su tía Cecilia y la vecina de la escalera, la señora Fina. Al lado de ésta marchaba Finita, su hija mayor, una nena de la edad de Sento, delgadilla y morena, pero con un culete movedizo y dos tetillas como magdalenas, que bailaban juguetonas bajo la blusa de hilo azul celeste, hipnotizando al pobre Sento, que la miraba de reojo disimulando la turbación que Finita le producía y que seguramente acabaría en más turbación cuando el chico se metiera en su camastro unas horas después.

Las mujeres preparaban la cena mientras los hombres encendían la hoguera, discutían sobre la dirección del viento y el mejor lugar para ubicarse y fumaban sentados en la arena comentando el final reciente de la liga. El Valencia C.F. había parecido estar en disposición de ganarla antes de Pascua, pero a partir de Abril el Futbol Club Barcelona se había impuesto, igual que lo hizo en 1952.

Sento no seguía la conversación. Su mirada, aparentemente perdida, seguía con atención los movimientos de los pies descalzos de Finita, que removían la arena con saña de adolescente insatisfecha. Más allá, la tía Cecilia se había quitado la rebeca y lucía sus soberbias domingas comprimidas por una blusa sin mangas que transparentaba el reforzado sostén negro.

El chico decidió dar un paseo para evitar que su creciente excitación se hiciera manifiesta bajo el pantaloncito corto de tomar el baño que había heredado de su padre cuando éste empezó a desarrollar aquella pletórica barriga, que ahora mostraba sin pudor, cubierta sólo por su camiseta imperio.

Dentro del bañadorcito se había despertado la fiera y Sento pensó que era mejor remojarse un poco para aliviar sus tensiones puberales. Pero su madre le llamó para cenar “Vinga, Sento. Sentat ací amb la Finita i portat com un cavaller”.

En el entorno familiar y vecinal, el valenciano seguía siendo la lengua dominante a pesar de los esfuerzos del señor maestro y del atronante capellán de la parroquia del Rosario, que intentaban sin éxito civilizar a aquellos bárbaros instruyéndoles en el uso de la lengua de Pemán, autor hoy casi olvidado, pero que tuvo sus años de gloria como intelectual del fascismo, curioso oxímoron de difícil maridaje.

Con la verga más tiesa que el bastón del tío Pepet, Sento se acomodó al estilo indio junto a su dama y sintió un escalofrío de placer cuando el pie descalzo de la chica se rozó con el suyo bajo la arena. Miró hacia su derecha y pudo adivinar la forma de un pecho libre de sujetador bajo la blusa, entreabierta en el escote. Le pasaron una rebanada de pan con una longaniza y pisto y se lanzó a devorarla como si fuera la boca pícara y rijosa de Finita o, mejor aún, uno de aquellos dulces flanes que se insinuaban más abajo, coronados por sendos y jugosos fresones.

Muchas hogueras ardían ya alrededor de ellos y entre los grupos se intercambiaban bromas, pullas y chascarrillos, mientras la oscuridad iba transformando la escena, y las caras y los cuerpos adquirían tonos rojizos y fantasmales. Aprovechando la situación, Sento lanzó el pie desnudo hacia el lugar donde Finita tenía el suyo, buscando ahora el contacto con descaro, pero notó como lo retiraba ella mientras reía como una tonta de algo que había dicho Rafa, el hermano mayor de Sento. Rafa ya tenía veinte años y había venido de permiso. Estaba haciendo el servicio militar y jugaba con la idea de quedarse en el ejército, en Madrid. Aquello sí que era una capital, no como Valencia, tan pueblerina, tan aburrida,  “ Ademés m’estic llevant el vici de parlar en valencià!” anunciaba medio en broma medio en serio.

Muchos valencianos a día de hoy siguen considerando un vicio execrable utilizar su lengua ancestral en presencia de forasteros. De poco sirve recordarles que San Vicente Ferrer predicaba en esta lengua lejos de los reinos de la corona de Aragón siendo milagrosamente comprendido por todo el mundo. No hay manera de que nos aceptemos como somos.

La cena iba avanzando sin contratiempos y llegó el momento de mojarse los pies según manda la tradición, cosa que fueron haciendo por turnos. Aunque todos se conocían mucho, no era cosa de  dejar sola la manduca y la ropa en los tiempos que corrían, y menos cuando la oscuridad ya era completa y las hogueras habían menguado en intensidad. Finita salió corriendo detrás del apuesto Rafa bajo la mirada asqueada de Sento. Su tía se acercó y le dio un buen achuchón, que hizo que se comprimieran sus dos grandes melones contra el escuálido tronco del mocito que se estremeció de placer. El gesto, aunque supuestamente inocente, se repetía ya con cierta frecuencia, lo que mosqueaba al muchacho, aunque no le molestaba en absoluto.

Cuando se deshizo el maternal y cálido abrazo, Sento echó a andar en pos de la pareja, siguiendo en la oscuridad el rastro de la brasa del cigarrillo, que su hermano se había liado y Finita le había encendido coqueta con una ramita de la hoguera un minuto antes.

La luna se había ocultado tras una nube oportuna, así que el chico pudo acercarse bastante como para oír la conversación de su pariente y la vecina. Estaban muy juntitos, sentados a la orilla del mar y cuchicheando tonterías “que si tu m’agrades molt, que si vols una xamadeta del cigarret, que si no, que té baves teues, que si pensaba que t’agradaven les meues baves..”

“¡Un asco!” Pensó el chico. Él sentía un amor puro por la niña y no se le ocurriría magrearla ni mezclar sus salivas, como el bestia de Rafa estaba sugiriendo. Aunque claro, si se le ponían muy al alcance aquellas sabrosas tetillas… no sabía si se podría resistir, aunque fuera pecado mortal, como afirmaba Don Vicente desde el púlpito, mientras el chico  se hacía inútilmente propósito de no volver a tocarse.

La luna, juguetona, volvió a sacar el cuerno entre las nubes iluminando la escena. Sento observó petrificado cómo Rafa y Finita se morreaban con pasión a cinco metros de él. Retrocedió hasta una barca cercana y se dejó caer tras ella ocultándose a la vista de los pecadores. Mirando con cuidado, pudo distinguir la manaza de Rafa sobre el muslo blanco y bello de Finita, que pronto se rebeló contra la invasión de su intimidad más preciada “¡Para, Rafa! No me toques el cul, tros de porc”. Y con un gesto de enfadó, la niña se levantó del suelo y salió corriendo hacia las luces salvadoras de los restos de las hogueras, seguida por el caliente mozo,  que se excusaba en la belleza simpar de la chica, que le hacía perder la cabeza.

Sento  se entretuvo mirando al cielo recostado en la barqueta. ¡Qué hermosa estaba la luna! Parecía que las nubes le habían tejido una falda blanca cuajada de rizos. Recordó un poema que le recitaba su abuelo. Su abuelo, como toda la familia, era rojo. No por la hipertensión o por exceso de sol. Era rojo por sus ideas y por sus actos. Acababa de salir de la cárcel, de hecho,  y no sabían en su casa que pronto iba a volver a la sombra por reincidente en sus peligrosas actividades. Era el señor Miquel hombre leído, no sólo en política sino también en novela, teatro y poesía. Había trabajado como impresor y seguía imprimiendo en secreto  papeles, folletos, librillos, con los que pretendía ayudar a dar la vuelta a la tortilla. Pero ésta estaba aún muy blanda y los pobres opositores se quemaban una y otra vez al intentar girarla.

“La luna vino a la fragua

Con su polisón de nardos

El niño la mira, mira

El niño la está mirando..”

Lo había escrito un hombre genial, irrepetible, decía el señor Miquel, “tot i ser maricó era el més gran poeta del seu temps, Sento”

“No será tant” pensaba el chico, puesto que en sus libros no se daba tanta importancia a aquel Federico Nosequé, comparado con Campoamor o Gabriel y Galán, o Zorrila, los grandes de verdad.

Pues allí estaba el polisón de nardos, pensó él. Había visto un polisón en un dibujo de una revista y sabía también qué eran los nardos por las floristerías de la plaza del Caudillo y por una foto de una señora con cara avinagrada que cantaba una canción relacionada con esas flores. Su abuelo abominaba de aquella señora: “La puta dels feixistes” decía con repugnancia cuando oía su nombre. A Sento le parecía una mujer muy interesante, aunque no le excitaba tanto como aquellas chicas de las películas americanas que poblaban sus viciosas y solitarias veladas, bien calentito bajo las sábanas de su cama..

Recordó cómo el niño de la poesía de Federico acababa muy mal, ya que al parecer la Señora Luna le hacía algunas de aquellas cosas deleznables que tanto ofendían a Nuestro Padre del Cielo y seguramente le absorbía la vida por el pito, como había oído él decir que hacían algunas mujeres de mala vida con los muchachos viciosos, que acababan secos como un bacalao a consecuencia de aquellas chupadas.

Bien podía la luna bajar a la barca y hacerle a él lo mismo que al gitanillo del poema, aunque acabara llevándoselo por el cielo de la mano, Dios sabe dónde.. Lejos del Cabanyal, lejos de Finita la traidora y de la pechugona de la tía Cecilia que tanto le abochornaba con sus magreos.

 Cuando se iba a incorporar oyó voces que se acercaban desde el otro lado de la barca y se quedó quieto y atento. Eran voces de adultos, una mujer con un tono ronco, cazallero diría su padre, y un hombre con timbre de bajo y pronunciación foránea; quizás albufereño, Sueca o Catarroja o más lejos todavía.

No quería ser visto y Sento miró a su alrededor buscando una solución. Se fijó en que la barca no estaba del todo apoyada en el suelo sino que, en realidad, había quedado inclinada, dejando un hueco a la proa, por la banda de babor. Por allí se escurrió como una anguila, justo antes de que las dos figuras se presentaran por el extremo contrario, yendo a tumbarse exactamente en el mismo sitio desde el que él observaba un momento antes los jugueteos de Rafa y Finita.

“Portes la goma?” La voz femenina le era familiar pero no la ubicaba del todo. “ Clar que sí, prenda! Cóm se m’anava a oblidar!” Él parecía un barítono de zarzuela.  Sento estaba seguro de que no había oído aquella voz nunca anteriormente. Un chirrido y un balanceo informaron de que la pareja recién llegada se estaba recostando en la barca. Se oyeron gruñidos y chupeteos mezclados con ruidos de roce de ropas y algún gemido ahogado. “Què bona estàs, Araceli!” y ella, “Xé, ves en cuidado!. No mossegues aixina que em deixaràs marques al pit, animal!” ¡Ahora sí! Ya sabía quién era la moza. Araceli, la pescadera. Con razón su madre no quería ir a comprar a su parada. “És una fresca i una porca”, sentenciaba la señora Amparo, revestida de la dignidad de la madre de familia honesta que procuraba apartar a los hombres de la casa, especialmente al suyo, del paso de aquella deslenguada vividora, cuyo marido se había pegado el piro a la semana de casados, dicen que porque le gustaban los hombres más aún que a su mujer, que ya es decir mucho.

Cuánta desviación!. Los mediterráneos no tenemos remedio, seamos valencianos, catalanes, sardos, sicilianos o cretenses. A pesar del millón de muertos, a pesar de las palizas, los castigos, los sermones y las purgas, los cruzados de la Fe de Cristo se la iban a comer doblada. Faltaban 75 años para el Gandia Shore, pero ya estaba todo perdido para los reformadores de la moral pública.

La barca empezó a gemir y a chirriar rítmicamente acompañando el diálogo explícito de los amantes “No! Xupar-la no, quejo  soc una senyora, no una puta” “Ai, bèstia, que me trenques les bragues! Cuidado!” “Ix, que me fique la goma” “Para, para! La tens massa grosa! Ai! Això pareix la pixa d’un cavall!!” .y finalmente los gemidos roncos de la victoria de la carne, de la CARNE con mayúsculas, no la que escaseaba en casa de los pobres, sino la que Araceli y su amante derramaban en abundancia sobre la arena de la playa

Sento notó que, a pesar de su azoramiento, su propia polla adolescente se estaba uniendo a la fiesta sin necesidad de invitación. ¡Cómo le había cambiado en los últimos tiempos! Lejos de caerse o marchitarse por su adicción a la paja, como predecía Don Vicente, aquel bien del Cielo se iba haciendo más duro y grueso  y, sobre todo, más largo cada vez. Ahora mismo desbordaba bajo la pernera izquierda y la punta del capullo asomaba curiosa como un cachorrilo juguetón deseoso de conocer mundo. Se la frotó con la mano al compás de los chirridos de la barca, imaginando aquel coito salvaje, abrumador. Recordaba a Araceli como una chica bajita y regordeta, poco agraciada pero siempre risueña, lanzando guiños y besos al aire a todo aquél que se le ponía por delante. Era una guerrera del amor, infatigable en sus conquistas, pero caprichosa e inconstante. Siempre lucía pechuga y muslo, con la excusa de la dureza de su trabajo, y todo lo que mostraba era pleno y consistente. Los chicos se apostaban en la parte de atrás de la parada para verla trajinar las cajas, con sus tetas libérrimas bailando y sus piernas de mármol flexionadas insinuando las oscuras profundidades que ocultaban.

El visitante estaba ahora sondando aquellos abismos con su pértiga y Araceli no podía evitar relinchar como una yegua en celo recostada sobre la barca, mientras el afortunado ribereño vaciaba el zumo de sus testículos en tan apetitosa vasija.

Sento estaba llegando al climax al mismo tiempo que la pareja. Imaginó de pronto a su tía desnuda, haciendo bailar sus tetas ante él y reclamándole que hundiera su hermoso nardo en el agujero del placer. Luego era Finita quien le frotaba con los pies descalzos su tranca y le decía “En això ja tens suficient. Vinga. Mulla’m els peus de llet, porc!”

El orgasmo le pilló desprevenido y no pudo evitar un gemido de gusto que sonó maligno y demoníaco en el silencio nocturno.

“Què es això?” tronó el barítono.”N’hi ha algú?” “Corre, corre” Decía ella “Anem-se’m d’aquí. Dona’m les bragues” Y pronto se oyeron pasos apresurados que huían.

Sento, después del susto aliviado y risueño,  se limpió la corrida de la mano en la borda, relajado y feliz. Su pene seguía asomando, ya más calmado, por la pernera del pequeño bañador. Se dejó llevar por la reacción natural y cerró los ojos. No le apetecía salir corriendo. Esperaría un ratito allí, con los ojos cerrados como el niño del poema..

Medio dormido, notó que el sonido de las olas se hacía más fuerte.¿ Se iba a levantar temporal? Una luz extraña se filtró por debajo de la barca:¿Un relámpago? Oyó el golpeteo de las gotas. ¡Lluvia! ¡Pero si hacía muy buena tarde! Vaya mala suerte. Y la luz.. ¿Había sido un rayo? No. La luz no oscilaba. Debía ser la luna. De pronto dio un respingo de terror. Unas manos blancas, fantasmales, se colaron por el mismo hueco que él había utilizado para meterse bajo la barca. Manos de mujer, pensó, pero con uñas pintadas de azul oscuro, casi negro. Brazos blancos, pulseras de plata, una cabellera negra, de azabache, es decir, como la de algunos toros de lidia, porque el azabache no sabía lo que era. Y el rostro. Blanco, severo, con ojos enmarcados por un maquillaje oscuro. Labios finos, carmín azul. Largo cuello… y caramba! Menudo par de tetas! Sin nada que las cubriera, las dos esferas blancas, adornadas con un mínimo pezón casi negro quitaban el miedo y el hipo, pensó Sento más animado. La cintura era finísima, intangible, en contraste con la doble Luna del pecho, como una vez le había leído su abuelo de uno de aquellos libros ocultos en el fondo del baúl.  ¡Por Dios! ¡Si venía desnuda aquella aparición!. No podía imaginarse cómo era un sexo de mujer ya que nunca había visto uno, si exceptuamos el inocuo bollito de su primita de dos años que no le había parecido nada del otro mundo. Pero aquello que tenía ahora delante, debía de ser el tesoro oculto que le había descrito su hermano con pelos y señales. Ciertamente, allí estaban los pelos. Largos, rizados, oscuros, perdiéndose en línea ascendente hacia el ombligo y difuminando los pliegues de las ingles. Y en el centro, un  panecillo hinchado, con dos grandes labios blancos que medio mostraban otros más oscuros y un obsceno orificio rosado que brillaba como si una humedad incoercible manara del fondo de aquel pozo. Era un coño, en todo su esplendor, no había duda. Sento podía mirarlo a placer y con placer, ya que la intrusa se había colocado en cuclillas recogiéndose el pelo en un moño improvisado y mostrando todos sus encantos al muchacho que no cabía en sí de gozo.

La barca parecía haber crecido o ellos haber menguado, ya que podían moverse libremente bajo ella sin darse golpes en la cabeza. La luz parecía manar de la piel de aquella ninfa, iluminando el espacio y a Sento, que observó que su capullo continuaba presenciando la escena a través del hueco del pantalón, tan asombrado como él.

De pronto la mujer habló y fue como si hubieran sonado mil campanillas en los oídos del chico.

“¿Cómo te llamas?” Vaya, ya se veía que aquella belleza no podía ser de aquí “Vicente. Pero aquí me dicen Sento” balbuceo. “Muy bien, Sento. Dime. ¿Te parezco hermosa?” “Si. Mucho. Bueno, muchísimo.” “¿Quieres hacer el amor conmigo?” Un último asomo de temor le atenazó el pecho “¿Vas a llevarme por el cielo?” preguntó. Ella se echó a reír y mil copas de cristal vibraron en la cabeza de Sento. “No. Pero voy a hacerte tocar el cielo, eso sí. Anda, desnúdate” Era imperiosa aquella voz. Era igual a  la mujer de la foto, la que vendía nardos y se acostaba con los enemigos de su abuelo, según el viejo aseguraba. Pero aquel cuerpo voluptuoso, lunar, no era el que se adivinaba en las ilustraciones del folleto de las Leandras, ahora recordaba aquel nombre tan curioso para una obra de teatro.

Obedeció apresuradamente, dejando al aire el miembro tumescente y desabotonando la camisa. La aparición le estaba acariciando los pies, haciéndole cosquillas por cierto, juguetona y provocadora. “A ver, qué tenemos aquí… Vaya. Está muy bien esto. Pero parece un poco pringoso. Como recién usado. ¿Te has estado tocando?” “No, no,.. quiero decir sólo un poco. Es que Araceli estaba con uno aquí y claro,..” “No te dé vergüenza. Es normal a tu edad. Y no escuches a los curas ni a los que te dicen que es pecado o que enfermarás..” Mientras hablaba, la mujer lunar se había ido acercando a cuatro patas, como una pantera hembra dispuesta a abalanzarse sobre el rabo ya medio tieso de Sento. De pronto pasó. Sacando una lengua extrañamente azulada, se inclinó sobre el pene y lo lamió de abajo arriba y al revés, estremeciéndolo hasta la raíz. “Mmm. Qué bien sabe esto, Sento. Es semen de macho joven. El que yo necesito precisamente” “¿Quién eres? ¿..Qué eres? ¿No eres una mujer real, verdad?” “No. No lo soy. Las mujeres normales no pueden hacer esto” Y sin más preámbulo, engulló dos cuartas de pene semierecto y sujetó la base con los dientes, algo puntiagudos, mientras lengua y paladar succionaban, como si la ninfa estuviera comiendo caracoles de aquellos tan picantes que hacía en salsa la tía Cecilia.

Sento intento retroceder espantado, pero la presa de los incisivos sobre su pito lo impidió. La boca se entreabrió entonces, dejando resbalar el miembro ya erecto hacia fuera, pero sólo para volver a engullirlo aún con más ansia, dejando la nariz apretada contra el vientre y la barbilla estrujando los recién deshinchados huevos.

Estaba petrificado de miedo, pero no era ya dueño de su polla, que actuaba como si tuviese vida propia o hubiera caído bajo el hechizo de la mujer lunar. Ahora estaba dentro de ella y ella la estaba exprimiendo, iba a extraer hasta la última gota de néctar.

La lluvia golpeaba con más fuerza y el agua se filtraba formando un charquito bajo el culo desnudo de Sento. Sonó un trueno horroroso y la luz del relámpago iluminó desde abajo la escena, filtrándose por debajo de la borda de la barca. Este sonido no dejó escuchar el bramido del chico cuando sintió que un chorro inmenso surgía de algún punto cercano a su recto y atravesaba impulsado por fuertes espasmos su caño carnoso empotrado en aquella boca que parecía la de un cocodrilo, larga y erizada de finos dientes.

Durante más de un minuto, la mujer siguió succionando, aunque las contracciones de Sento ya se habían extinguido y su instrumento había perdido tono y grosor, aunque no longitud, ya que seguía notando la punta del capullo frotándose contra la campanilla y la garganta femeninas.

Se sentía próximo a la muerte después de las dos tremendas corridas. Cerró los ojos y aflojó sus músculos. Notó que la mujer soltaba su presa, que cayó flácida entre los muslos de su dueño. Él no sentía nada en su pene. Parecía estar hecho de corcho o pertenecer a otra persona. El cuerpo blanco de la hembra, envolvió al chico. Sintió los pechos, esferas mullidas, presionar su brazo y el aliento caliente susurrando  en la oreja “Vamos, no me dirás que estás cansado.. A tu edad no puede ser. Venga, espabila que tienes que devolverme el favor”.

No sabía exactamente a qué se refería pero pronto se hizo una idea. Ella se había movido ágilmente para cabalgar y mover las caderas sobre el pecho del chico, que sintió el roce y el delicioso picor y la humedad del vello púbico femenino frotando sus tetillas y su vientre.

“Sabes comer coños?” Preguntó ella súbitamente soez. Aquello le puso en tensión de inmediato. Según su hermano, comerle el coño a una mujer era una bajeza similar a dejarse encular por un invertido. Nunca un hombre de verdad realizaría un acto tan repugnante. Era normal que las putas te la chuparan, pero nunca tu novia o tu esposa. Y un hombre, un tío de pelo en pecho, no llevaba jamás la lengua más allá del ombligo, por muy buena que estuviera la chorva y por mucho que la amaras.

Pero esa noche parecía que todo iba al revés de lo que era correcto, así que no puso muchas objeciones cuando sintió en los labios la caricia de aquellos pelitos tan suaves y la humedad de la vulva voluminosa, aunque él no sabía aún el nombre de aquella cosa tan suculenta que se había pegado a su boca como una clóchina de vivero.

En Valencia llamamos clóxines a lo que en Catalunya llaman musclus y en otras partes, mejillones. Y esta imagen, este logos de la clóxina, se encendió en la imaginación de Sento, pues el sabor, la textura, la presencia de aquellos pelitos húmedos en la boca, todo, le trajo al recuerdo ese molusco tan popular. Y succionó como si estuviera vaciando mil conchas, llenando su boca con aquel sabor salado y picante. Su madre preparaba los mejillones con limón, aceite y pimentón rojo. Todos esos componentes estaban presentes en aquel manjar que se le imponía ahora probar,  que quieras, que no. Y él quería, vaya si quería! Tenía que hablar con su hermano para sacarle de su error. Aquello era delicioso, exquisito.

“Pues lo haces muy bien” Juzgó entre jadeos la mujer lunar moviendo las caderas adelante y atrás, incluyendo su agujerito anal en el menú de la casa de aquella noche de tormenta. Sento ya no hacía ascos a nada y separo las nalgas esféricas  como sandías lácteas para hundir la lengua en el orificio estrecho, que aportaba toques exóticos a los gustos más familiares de la vulva y el agujerito vaginal.

Notó una breve descarga de líquido muy salado en su boca coincidiendo con unos gemidos roncos y la crispación de las uñas de la mujer entre sus cabellos llenos de arena. Supo que acababa de darle a una hembra un orgasmo por primera vez en su vida y eso le llenó de orgullo masculino. Su compañero de aventuras empezó a reanimarse un poco. Ya no parecía hecho de corcho, sino de alguna gelatina blanda. Aunque no recuperaba el tono sí que volvía a ser sensible al tacto.

“Eres un cielo, Sento”, la blanca dama descendió su voluminoso pompis hasta apoyar su sexo sobre el del chico, que no reacciono para bien ni para mal al contacto del jugoso coño. Buscó ella la boca pringosa con sus labios azules y besó larga y dulcemente a su pupilo. Las lenguas se fundieron empapadas de ingredientes recogidos a lo largo de aquella sesión. Los sabores salados, amargos, ácidos y dulces se mezclaron en la lengua de Sento, que entró en éxtasis vibrando, pugnando por absorber más y más de aquella boca del pecado que se le ofrecía.

Poco a poco, los frotamientos de aquel coño celestial estaban haciendo levantarse orgullosa la fatigada picha que parecía decirle a su dueño “Vinga, xic!. Fem un esforç que això no ens passa cada dia, xé!”. Como veis los penes hablan la lengua de sus propietarios, si no, no podrían dirigir nuestros actos como ocurre habitualmente.

Y finalmente, se produjo el milagro. Por tercera vez el poste se levantó poderoso buscando, ahora sí, su destino natural. Lo notó ella y descabalgó, tumbándose de espaldas sobre la arena mojada y fría y abriendo las piernas lo que daba de sí la manga de la barca. Pudo verla en todo su blanco esplendor. Los pechos cayeron a los lados sin perder volumen ni turgencia. Observó que sus puntitas azuladas eran ahora negras y tenían la forma de una mora silvestre, dura y granulosa. No distinguió rastro de ombligo, cosa coherente ya que aquel ser no podía haber sido gestado ni parido por mujer humana. El rostro le pareció ahora menos severo, más dulce. Los negros cabellos se derramaban confundiéndose con la arena mojada y el sexo abierto parecía palpitar llamándole a su interior. Las piernas se elevaron para acogerle mejor y, cuando se dejó caer sobre ella, se cerraron posesivas, con las plantas de los pies llenas de arena frotando las pantorrillas de Sento.

Tuvo que repetir tres veces la suerte, ya que el estoque parecía resbalar al entrar a matar, pero cuando encontró finalmente la cruz del pubis, se hundió con un gemido de alivio. Así que aquello era follar. Después de los dos envites anteriores, paja primero, mamada profunda, después, parecía poca cosa estar allí dentro. Incluso sintió algo de dolor, puesto que su prepucio no adiestrado se resistía a dejar emerger el cabezón morado en todo su volumen. Pero poco duró la molestia cuando la señora Luna empezó a mover sus caderas llevando el pene cautivo de derecha a izquierda de arriba abajo, de babor a estribor, de proa a popa, dentro de la barca, la polla adolescente se movía como en medio de una tempestad, arrastrada al abismo por el molusco gigante que la devoraba, la succionaba, le arrancaba hasta el último rastro de vigor. Sento se empezó a mover con poca fuerza, ya que no podía oponerse a aquel balanceo marino que le elevaba y le hacía caer sobre las tetas espumosas como olas mediterráneas. Estaba follando con la luna reflejada sobre un mar revuelto. Fue la última idea que tuvo antes de que todo se hiciera oscuro y sintiera que la vida se le iba pene abajo, arrastrando litros de fluidos que parecían brotar de su columna vertebral, su espalda, su mismo cerebro enfebrecido. Gritó desgarradamente mientras asía con las manos los pechos inabarcables y empujaba con sus últimas fuerzas dentro del agujero de la perdición que se convulsionaba bajo sus bombeos desmañados, pletórico, henchido de los jugos de Sento y satisfecho finalmente, saciado en su voracidad cósmica.

Cuando el tío Nelo y sus hijos dieron la vuelta a la barca eran las seis de la mañana. Encontraron al pobre Sento desnudo y tendido boca abajo, con la boca llena de arena. Le dieron la vuelta y le limpiaron la cara “Encara respira” dijo el viejo pescador “Collons, quina tranca se gasta el fadrí” aseveró Batiste, el mayor de los muchachos. Llevaron a su casa al pobre chico y lo entregaron a su madre y a su tía. La primera lloraba desconsolada a voz en grito “Ai, el meu xic!” y la segunda alucinaba en tecnicolor por lo bajo “Hostia! D’on a eixit aquest tros de piu?! Si pareix un bou!”.

Al tercer día, Sento abrió los ojos. Llevaba muchas horas debatiéndose contra la fiebre y la debilidad. Gracias a Don Eduardo, el médico, que le había administrado algunos sueros para evitar su deshidratación y a los cuidados de su madre y su tía, había esperanza de recuperación. Unas frases oídas durante sus delirios taladraban su cabeza. No sabía de dónde habían salido ni quién las había pronunciado, pero se habían grabado a fuego en su memoria .. .”Ven aquí y te mostraré la condenación de la gran ramera, la cual está sentada sobre muchas aguas, con la que han fornicado los reyes de la tierra, y los que moran en la tierra se han embriagado con el vino de su fornicación” ¡Menudas palabrotas! No sabía dónde las había oído, pero si escuchaba aquello Don Vicente, le daba un patatús. Y era lo que había pasado!. Era lo que había hecho él, Vicente Sanchis Grau, Hijo de Amparo Grau y Rafael Sanchis. Había fornicado con la gran ramera… y ya estaba deseando repetir! Se palpó el miembro pachucho. Allí estaba. Blando e insensible, pero,.. ¡menudo volumen! Había crecido dos o tres dedos en una noche.

Comió un poco de pan mojado en caldo de pollo y un flan y se sintió mejor, mucho mejor. Su tía no se separaba de la cama del enfermo. A veces, cuando le creía dormido, Cecilia levantaba el embozo y miraba incrédula el redivivo cipote. No lo tocaba por pudor pero tragaba saliva con dificultad murmurando “Ai, Senyor! Però cóm és possible..?”

Finita empezó a venir al quinto día. Se sentaba junto al enfermo y leía, con poca soltura, unos relatos del popular D’amicis, que no acababan muy bien habitualmente, ya que rompían el Corazón más que alegrarlo. Luego le cogía la mano y le tomaba el pulso o la temperatura. Cuando se iba le besaba en la frente con gran devoción.

La noche del decimosegundo día, la luna llena entró por la ventana abierta de la salita en la que Sento se había sentado a tomarse su vaso de leche. La miró con familiaridad. Escrutó el rostro abigarrado, impenetrable. Sintió que los rayos de plata le bañaban la piel y, cuando comprobó que nadie miraba, extrajo su miembro ya recuperado por el agujero de la bragueta del pijama, exponiéndolo a la terapia mágica de la radiación lunar.

Y así, llegó el día decimosexto y  Sento se levantó curado y feliz. Era domingo y su madre estaba en misa. Su padre había bajado a jugar su partidita al bar. Tía Cecilia estaba desayunando cuando sintió que unos brazos familiares la rodeaban por detrás sin eludir presionarle con cariño sus espléndidos  melones y la boca de su ahijado se paseaba de su oreja al cuello dándole los buenos días. Entre las nalgas sintió también algo duro y bamboleante. Cuando se dio la vuelta, Sento ya corría hacía la puerta de la casa.

Cecilia, risueña,  se dijo que se  habían acabado las castas siestas en la cama de la tía, estrechamente abrazados, madrina y ahijado, en un lazo fraternal y puro. Bueno, en todo caso, podían seguir echando las siestas, aunque éstas ya no serían tan inocentes..

El chico llamó a la puerta de Finita, que salió a abrir con su vestidito de tirantes. “Sento! Estas curat!” Y no pudo decir nada más, ya que su boca fue invadida por una lengua poderosa y atrevida mientras su cuerpo era estrujado por las manos del convaleciente, que se demoraron sobre las bellas nalgas de la vecina. “A les nou, baixa a la platja”, musitó al oído de la muchacha haciéndole venir un escalofrío de placer.