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En el calor de la paja 2

en Autosatisfacción

Pues sí. Acepté con mucho gusto dar clases particulares al niño, convencido de que serían realmente “particulares”. No recuerdo si me pagaban cincuenta pesetas por clase o al mes, pero para mí era lo de menos, la verdad.

La tarde del martes me duché y me perfumé con mi siempre efectiva colonia Lucky . Creo que me pasé bastante y hasta por la calle se giraba a mirar el personal, aturdido por el tufo. Eran sólo las cinco y media cuando apreté el botón del portero automático de su piso. La puerta se abrió sin que nadie se interesara por conocer antes la identidad del visitante. Subí nervioso los dos pisos y me planté ante la mirilla de la puerta con una sonrisa de circunstancias. Se abrió sólo una rendija y pude ver que la cadena de seguridad estaba echada. Luego un cuerpo se recortó delante de la claridad del recibidor. A contraluz no pude distinguir los detalles, ya que la lamparita de la escalera estaba apagada, pero enseguida adiviné el tono oscuro de su piel desnuda, cubierta por un albornoz blanco que sólo llegaba a medio muslo, una pierna delgada y morena y un pie huesudo con la uñas pintadas de rosa. Por fin apareció su cara, con el pelo cubierto con un gorro de baño y las gafas de culo de vaso que daban un aire gatuno a sus enormes ojos negros.

Eres tú, claro. No me acordaba. Pasa, pasa y la puerta de acabó de abrir permitiéndome contemplar a placer a mi vecina con las piernas desnudas y el albornoz desanudado, dejando entrever el surco de los senos, ancho y alargado, ya que sus tetas caían libres, sin más dueño que la gravedad, que las hacía llegar hasta más abajo de las costillas.

Se dio la vuelta con gracia y caminó meneando las caderas, un poco exageradamente para ir descalza, pensé yo. La seguí con gusto disfrutando del espectáculo, pero al llegar al comedor me indicó que entrara allí y siguió sola hacia el baño. Ahí tienes el libro de Luís, José Antonio. Nostálgica del falangismo de los años cincuenta, le encantaba llamarme así. En casa yo era Toni de toda la vida.

Me senté decepcionado a leer la lección de mates señalada con un cromo de la liga nacional de fútbol. El agua de la ducha sonaba ya con fuerza indicando que la señora se estaba aseando. ¿Sería para  entregarse a mí que lo hacía? No podía concentrarme, pero leía una y otra vez la suma de fracciones para pasar el rato.

¡José Antonio! ¡Por favor apaga el fuego! Hostia, pensé, ¿Qué quiere decir con eso? Pero no era lo que yo había imaginado . ¡El puchero, corre que se saldrá el caldo! ¡Manda huevos! Salí pitando hacia la cocina y advertí enseguida que la puerta del lavabo estaba abierta. Cumplí mi deber, cerrando la llave del gas y volví sobre mis pasos con cautela. En la oscuridad del pasillo me quedé clavado delante de la puerta entornada. Allí estaba Mercedes bajo el agua de la ducha, que echaba humo. Mis ojos  iban de una cosa a otra sin dar crédito a lo que veían. Los dos soberbios melones libres de todo tapujo, húmedos, jabonosos y brillantes, elevándose y descendiendo manejados por la mano izquierda. Los pezones oscuros y enormes en medio de dos areolas como platitos de café. El vientre abultado pero hermoso y la mano derecha friccionando con saña los pelos de la entrepierna y lo que ocultaban éstos. El ansia de higiene no justificaba los meneos que se prodigaba mi vecina en sus genitales. Los ojos miopes huérfanos de anteojos, se entornaban sin ver, ni tan sólo mirar, La boca entreabierta dejaba escapar un sonido ronco, como una canción irreconocible .

Tuve la certeza de que se estaba masturbando, como el otro día y lo hacía para mí. Disipando toda duda, levanto una pierna y se sostuvo con un pie sobre el borde de la bañera, para ofrecerme un panorama completo de su vagina jabonosa y húmeda, con un brillo ambarino del todo ajeno al gel de baño. Siguió frotando con la misma aplicación y gimiendo de gusto con el mismo descaro. Yo, sin querer, ya me había llevado la mano a la bragueta y comprimía el contenido de la misma con desesperación. Deseaba quitarme la ropa, irrumpir en la ducha y penetrar aquella ciénaga salvaje de vello oscuro, en busca de la charca fangosa donde mi serpiente deseaba sumergirse; Escalar las dos peñas negras de sus tetas con mis dientes hasta arrancar de su garganta gritos de placer. Quería follarla, en suma, pero estaba allí inmóvil, colapsado, abrumado por la magnitud de mi propia excitación.

El timbre sonó de nuevo, con impaciencia.¡ Abre por favor! que será Luisito!." Pues que oportuno el niño" me dije yo, pero era la hora, o sea que estaba en su derecho de volver a su casa a merendar y hacer los deberes y no encontrarse a su madre desnuda jugueteando con un muchacho veinte años más joven que ella. La puerta del baño se cerró de golpe y yo abrí la de la calle procurando disimular mi excitación.

Luis era un niño muy callado, guapo como su madre pero bastante más tímido que ella, desde luego. No se extrañó de verme. Me pidió permiso para merendar antes de empezar la clase y se lo concedí gustoso ya que así pude acabar de recomponer mi zona genital, que parecía un volcán a punto de entrar en erupción.

Nos pusimos a la tarea enseguida y pronto la suma y el producto de quebrados me ayudaron a relajar mis pasiones desatadas y recuperar la paz interior. Pero no duró mucho la tranquilidad. Mercedes apareció en el umbral vestida ahora con un batín turquesa, más corto aún que el albornoz de antes. Iba descalza, como siempre y ahora llevaba el pelo descubierto y alborotado .Un cigarrillo encastrado en una larga boquilla de plata llenaba de eróticas volutas de humo su entorno y el pasillo de la casa.

Procuré no mirarla pero ella se acercó a la mesa, besó cariñosa a su hijito y se sentó en el sofá, justo delante de mí, pero detrás de Luis, que estaba abstraído en su pugna con el denominador común.

Y entonces empezó el show particular de Mercedes. Primero cruzó las piernas, luego las recogió unidas y dobladas sobre el sofá, luego las separó (Ay) mientras el batín se iba abriendo, abriendo cada vez más y mostraba más de la mitad de cada pecho sin ningún pudor. Para rematar la faena, la muy zorra se metía la mano libre de boquilla por dentro del escote y se iba apretando ora una teta ora la otra, como si quisiera verificar su espléndido volumen y hacer de paso que a mí se me parara el corazón.

Con permiso; he de ir al lavabo, anuncié. No hizo ella ningún comentario y me dirigí pasillo arriba hacia el baño . Se me ocurrió hacerme una paja allí mismo, de prisa y corriendo para aliviarme de una vez, pero me conformé finalmente con orinar, haciendo virguerías para que el chorro no saliera volando un metro por encima de la taza, de la empalmada que tenía entre manos. Al girarme para salir de allí me quede de piedra. Colgaditas  de la percha había unas bragas moradas pequeñas, arrugadas y olorosas, como me apresuré a comprobar. Olían tan fuerte que casi se me tapaba la nariz al acercármelas para olerlas mejor. Sin pensarlo, me metí el trofeo en el bolsillo y volví al comedor.

Aunque continuamos con la lección no podía evitar desviar la vista hacia el sofá, cada minuto primero, al final cada diez segundos.

Por suerte, el timbre sonó otra vez, Me pareció entrever un gesto de fastidio en la mujer, quizás por la interrupción de su espectáculo. En cualquier caso, se levantó y fue a abrir de mala gana. En unos segundos estaba de vuelta con una sonrisa de oreja a oreja, seguida de un mozuelo todo dientes y granos a quien reconocí como el pequeño Rafa, vecino del rellano y experto matador de gatos a quien mi madre profesaba un odio visceral. Pero la presencia del siniestro muchachito era providencial para nosotros.

Mira Luis, Rafa ha venido a verte. Anunció ella animosa. ¿Traes el tirachinas? Se interesó Luis. Niños, nada de gamberradas en casa o me enfadaré de verdad. Observé que ahora el batín se había cerrado castamente. ¿Podemos ir a jugar al cuarto, mama? No sé, cariño. Pide permiso a José Antonio  que es el profe.

Yo, encantado, sí que vayan un rato. No hay prisa.

Pues venga, a jugar. Pero nada de romper cristales ni hacer daño a los animalitos.

No, señora, prometió Rafa con la boca torcida de desalmado que se gastaba.

Salieron de estampida, feliz Luisito por haberse librado de momento del suplicio de la aritmética. Nos quedamos pues solos Mercedes y yo y ella, con mucha calma, encendió otro pitillo y se sirvió un buen vaso de mistela de una botellita que había en el armario de la televisión. Volvió con un vicio en cada mano a arrellanarse en el sofá, dejando que el batín se abriera por delante y por debajo, de manera que ingles y mamas volvieron a asomar descaradas por todas partes.

Qué bien manejas a los niños, José Antonio. Serás un buen profesor sin duda. Y diciendo esto me invito con un gesto a sentarme en el sofá de marras, donde ocupé el extremo opuesto al suyo, aunque ella no tardó en invadir con sus nerviosos pies el centro. Los dejó deslizarse hasta que me tocaron el muslo haciéndome dar un respingo. Los dedos, largos y ágiles, asieron mi pernera juguetones. Oye, me parece que antes me estabas mirando en la ducha. ¿Es así?. Asentí tímidamente y, sin saber cómo continuar, le agarré un pie y lo besé con avidez, aunque no me atreví a pasarle la lengua por encima, como deseaba. ¡Aparta, cochinote! Dijo retirando el fetiche del alcance de mis manos. Si has de besarme, mejor aquí. Y abriendo la boca y cerrando los ojos se acercó a mí obsequiándome con el morreo más intenso que en mis cortos años había experimentado. Me sorprendió sentir tan dentro su lengua, que sabía a vino dulce, aunque pronto apareció el regusto de tabaco, menos agradable , claro. Sin poderlo evitar, mis manos buscaron sus pechos, primero a través del batín pero pronto directamente. Me parecieron más grandes al tacto, ya que no podía abarcar uno de ellos con mi mano. Los pezones quedaban muy bajos, pero eran enormes y se ponían tiesos con facilidad. Con un gesto que me pareció poco cariñoso, Mercedes bajó mi cabeza hacia sus senos, enterrándola en medio de aquellas bolas inmensas y condujo mi boca hacia un pezón como si fuera yo un bebé a quien iba a amamantar.

Pero aquello no me excitaba como había creído. Su actitud era como de fastidio por mi atracción por su cuerpo. Empecé a ser consciente de la neurosis de aquella mujer tan atractiva como desequilibrada. Utilizaba sus encantos para excitarme y atraparme, pero no sentía goce alguno por mis caricias, a excepción de los besos, que la extasiaban.

Así que volví a besarla con pasión mientras iba abriendo el batín que ella sujetaba ahora con más fuerza para evitar que la desnudara, aunque su lengua seguía explorándome como una anguila en una gruta submarina.

Cambié de objetivo renunciando a sus senos y ataqué directamente la entrepierna, bastante inaccesible por la cerrazón de muslos que puso en juego de inmediato.  Sin dejar su boca despegarse de la mía, llevé una mano por la espalda abajo, y con un gesto agilísimo, invadí la raja del culo deslizándome hacia  delante buscando la otra raja, que era la que me motivaba más.

Llegué a rozar sus labios mayores por detrás, aunque era vello casi todo lo que percibían mis dedos. Entonces ella movió las caderas hurtando la caricia de mi mano y cerró los dientes sobre mi labio inferior hasta casi hacerlo sangrar.

Lancé hacia atrás la cabeza con estupor. Sus ojos muy abiertos se clavaron en los míos. Eso no amiguito. No soy una de esas putillas fáciles de tu colegio. Esto, miró hacia abajo, es sólo para mi marido. Tú puedes tener besos y caricias, pero nada de sexo.

Aquella peculiar idea de la moral y la fidelidad matrimonial me dejaron de piedra. Pero iba tan caliente que cualquier cosita me parecía ya suficiente, así que volví a la boca con gusto de mistela y tabaco para comerme su lengua ya que no podía comerme otra cosa. Eché mi cuerpo sobre el suyo aplastando aquellos suculentos cojines de carne y puse mi pobre y atormentada polla en contacto con sus muslos, que seguían bien cerrados.

En aquella época estaba bastante fuerte y además pesaba veinte kilos más que Mercedes. Sentí que aquello podía parecer una agresión sexual, aunque no me pasaba por la cabeza forzarla a abrir las piernas ni nada por el estilo. Pero no me paré. Estaba a punto de correrme, cuando una vocecita in crescendo procedente del pasillo me paralizo.

Y para mi sorpresa, un fuerte empujón de Mercedes me hizo caer al suelo. ¡Menuda fuerza se gastaba la tía! Y yo que pensaba que estaba abusando… Con la misma rapidez, se cruzo el batín y se atusó el pelo. Yo me senté a su lado con las manos sobre la bragueta del vaquero, disimulando  el pedazo de pepino que se me había formado allí.

¿Podemos poner la tele, mami? Hacen Barrio Sésamo.

 Si, cielo. José Antonio ya se iba. ¿Eh, José Antonio? Y qué remedio. Con las manos ocultando el cuerpo del delito me largué de allí con el calentón más grande que había experimentado jamás pero cobijando en mi bolsillo un tesoro digno de un rey.

Aquella noche me fui a dormir pronto. Leí un ratito un cómic nuevo del teniente Blueberry, mientras me preparaba mentalmente para mi pequeña función particular. Apagué la luz y me quité el pantalón del pijama. Dejé las bragas de Mercedes bajo la almohada y unté mis manos de Nievina, la crema divina. Cerré los ojos mientras me asía la polla con deleite con las dos manos. Aquella noche había invitado a mi paja a mis dos profesoras favoritas, doña Maruja, de lengua, y doña  Paquita, de francés. Era una casualidad  que impartieran materias tan apropiadas a mis deseos. Lo cierto es que estaban buenas de cojones las dos.

Maruja era una rubia teñida cuarentona más basta que el papel de lija, con dos rotundas tetas y unas pantorrillas de atleta olímpica, que fumaba Ducados sin parar dentro del aula. Me tenía simpatía y le gustaba que le chuleara algún pitillo después de las clases. Tenía fama de putón verbenero y me consta que se había tirado a la mitad de los colegas del sexo opuesto del claustro. A mí sólo me achuchaba a veces con cariño sin pasar a mayores.

Doña Paquita era una mística. Delgadita y lánguida con aires de virgen de Murillo y voz angelical. Me la ponía durísima cada vez que empezaba a pronunciar con su acento impecable y su voz de soprano “J’aime, tu aimes, Il aime,…” Era mi amor platónico, aunque aquella noche aparecía en mi película vestida de amazona junto a doña Maruja, que daba mucho más el tipo de mujer feroz.

En mi fantasía llegaban las dos conduciendo, desnuda, temerosa, cargada de cadenas a,… ya adivináis a quién, imagino. ¡Mi vecina y amiga Mercedes, claro que sí! Mientras me extendía la cremita por los huevos y la tranca, hice administrar una tanda de latigazos a la díscola esclava , con especial atención a sus tetas y la parte interna de sus muslos, que ahora tenía que abrir por fuerza, ya que las cadenas de los tobillos se los tensaban sin clemencia.

Ya al límite de mi aguante ordené a la esclava chuparme la polla sumisamente y con devoción, cosa que realizó de inmediato para evitar el castigo. Con los primeros espasmos me llevé las bragas a la nariz y hundí mi pene bien dentro de la vagina imaginaria que simulaban mis manos pringadas de crema.

Me dormí tan rápidamente que creo que casi me desmayé. Por la mañana me despertó la voz de mi madre, aunque al abrir los ojos sólo percibí oscuridad y cosquillas en la nariz, además de un olor muy intenso. Justo antes de que mi madre encendiera la luz, recuperé mis sentidos lo suficiente como para esconder precipitadamente las bragas, que adornaban mi cara, debajo de las sábanas.

Toni, a ver si ventilas un poquito que no sé a qué narices huele tu cuarto, hijo. ¡Ay mi mami, qué paciencia!

Más tarde, en la ducha, advertí que mi querida polla seguía alterada y se levantaba como una boa en busca de su presa, sin poder quitarse de la memoria a mi vecina. Tuve piedad de ella y decidí ayudarla a recuperar la paz, aplicando un buen masaje con el gel de olor a pino, lo que me condujo a un bucólico encuentro con la Mercedes imaginaria en una apartada cascada, donde acunó mi carajo entre sus senos, amasando y friccionando hasta que llené de semen su cuello y su barbilla.

Pasé el día en trance, asistiendo a clase, ayudando en el bar un rato y esperando volver esa noche corriendo al dormitorio, donde me esperaban de nuevo las bragas perfumadas de sus flujos.

Inspirado por las aventuras del héroe que tan bien ilustraba el malogrado Jean Giraud, decidí entregar a mi diosa a una tribu de salvajes cheyennes, para disfrutar observando en mi podrida mente las imaginativas torturas que los indios aplicaban a su prisionera, que finalmente era liberada por una patrulla de cuchillos largos capitaneada por mí. La pobre salía del fuego para caer en las brasas, ya que los chaquetas azules nos cobrábamos en carne el precio de su rescate, mientras un grupo de suculentas squaws pasaban a ser las víctimas del sadismo natural de aquellos machos depravados, atadas al palo del tormento y marcadas como terneras, quemadas por el sol y devoradas por las hormigas, antes de ser naturalmente violadas en compañía de mi pobre vecina.

Así me pasé las 48 horas que faltaban para volver a visitar a Mercedes, pero igualmente mi falo parecía el bastón de Dare Devil cuando subía las escaleras de su casa el jueves siguiente. Me abrió Luís que había vuelto a casa más pronto aquel día (¡Vaya por Dios!) y me indicó que su madre quería que la avisara de mi llegada. Estaba en su dormitorio tomando el sol. Él quería merendar y mirar un rato la tele, en concreto las aventuras del simpático Maqinger Z y su amada Afrodita, la de las tetas como obuses. No comprendí eso de tomar el sol dentro de casa, pero resultó ser cierto. Mercedes estaba tendida sobre una tumbona de playa, en bragas y con sus grandes mamas bien expuestas al sol de la tarde, que entraba oblicuamente por la ventana de la habitación. La llamé y se irguió tapándose teatralmente los pechos. Pasa, pasa. Ahora me pongo algo, y cogió de encima de la cama uno de sus “modelos de ir por casa”, rosado, transparente, cortito. Casi mejor que verla desnuda. Se puso de espaldas y se lo metió por la cabeza, acoplando los senos con las manos para adaptarlos a la forma del camisón. Me miró con cara de sorna. Me parece que te llevaste una cosa mía. ¿Me la piensas devolver?. Saqué las braguitas envueltas en papel de estraza de mi bolsillo y se las di con una sonrisa. ¿Te lo has pasado bien con ellas, marrano? Pero me lo decía sonriente. Ven aquí. Y allí fui yo, al encuentro de su boca viciosa, de su lengua de dulce mentolado y de sus dientes amenazantes si mis manos se dirigían a donde no debían.  

Espera, me dijo. Tengo una sorpresa para ti pero has de dejar que arregle un asuntito primero. El asuntito resulto ser el pequeño Luisito. Su mamá le comentó que teníamos que hablar ella y yo un ratito antes de la clase y que mejor que se fuera a ver a casa de su amigo la serie televisiva. Luís salió por piernas encantado de la noticia y Mercedes volvió al dormitorio. Quiero que pasemos un buen rato tú y yo, pero me apetece estar tranquila y creo que tienes las manos demasiado largas, amiguito; Así que… Abrió el cajón de su mesilla y extrajo un largo cordón blanco.

Desnúdate y túmbate aquí. Levanta las manos. Así, muy bien. No apretaré los nudos mucho, pero te voy a atar al cabezal. Si, si. No te resistas o te echo de mi casa, gamberro. ¡Vaya bulto que traes! Yo le voy a dar su merecido a ese pito tan rebelde.. Y largó un golpecito haciendo resorte con el dedo corazón que me impactó en pleno glande, dejándolo medio escocido. Ahora podre besarte tranquila, por fin. Suspiró y empezó a pasarme la boca por el cuello, las orejas, después mis pezoncitos que estaban muy tiesos, la barriguita .. Sin embargo pasó por alto mi patente erección y continuó con mis muslos, mis rodillas. Me sacó los calcetines para hacerme unas breves cosquillas en las plantas de los pies. Luego se me vino encima, cabalgando mi polla a través de sus bragas y mi eslip, pero sólo fue un momento. De inmediato puso morritos de negación y se subió a la barriga, dejando en el aire mi pobre carajito que aullaba ya de ganas de ser frotado hasta liberar sus jugos. A cambio se sacó el camisón y volvió a ofrecerme sus tetas pendulantes. Me acercó una a la boca pero la retiró cuando mis labios y mi lengua fueron a su encuentro. Siguió un rato con ese juego hasta hacerme desesperar y empezar a tirar de los nudos de las cuerdas que me mantenían los brazos bien abiertos y las manos privadas de acariciar aquellos tesoros.

Voy a tocarme delante de ti. No voy a dejar que tú me acaricies ahí abajo, ya lo sabes, pero si te portas bien te dejaré que tú también te toques. … O a lo mejor te toco yo, si me atrevo, que no sé, no sé. Y diciendo esto se metió sin más preámbulos la mano por la pernera de las bragas y empezó a fortar con la misma energía que yo había presenciado el día anterior.

Mercedes se masturbaba con un vigor insólito. Lo hacía acariciándose de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, cosa un poco atípica, según sé ahora, pero que invito a probar a todas las amables lectoras. Gemía cada vez más fuerte y me miraba como si le estuviera revelando algún hecho monstruoso que la hacía sollozar y retorcerse, en este caso de gusto, evidentemente.

Yo la miraba con los ojos muy abiertos y mi polla también gemía y se agitaba, aunque no hice gestos de liberarme ni me mostré enfadado o amenazante.

Ella estaba ya muy, muy excitada y empezaba a perder un poco el control y, para mi sorpresa, se lanzó sobre mi paquete palpitante y empezó a mordisquearlo y removerlo, como un perrito que sujeta un hueso sin dejar de frotarse y frotarse el coño a un ritmo que daba vértigo. ¡A la mierda! Murmuró, y de un tirón me bajó el eslip a medio muslo y empezó a besar y lamer directamente mi pene mojado y caliente. Luego hundió la boca muy abierta en mi escroto, chupando con fuerza hasta hacerme gemir de gusto. Por fin, cambiando de posición, aplicó un pecho a mi boca y empezó a frotarme la polla con la mano libre sin dejar de darse placer con la otra. Cuando llegó su orgasmo final, calculo que llevaba ya cuatro o cinco, me besó con una pasión y una ternura desconocidas hasta ese momento. Era el morreo más sincero que podía ofrecer en su extenso repertorio, puedo decir. Y me llevó al éxtasis, como ya podéis imaginar. La leche calentita empezó a brotar entre sus dedos, cayendo sobre mi vientre y mis muslos, ya que además de frotar, Mercedes agitaba la polla en todas direcciones, haciendo que me volviera loco literalmente.

Acabamos así los dos y ella se acurrucó a mi lado sin desatarme y se encendió el inevitable cigarrito. ¿Estás satisfecho?¿Has visto cómo me has puesto, cerdo? No creas que he hecho esto con nadie más. Ni siquiera con mi marido, te lo puedo jurar. ¡Cómo te corres! Es un surtidor, una fuente. Empezó a ponerse cínica. Imagina cómo sería follarme de verdad.

¿Lo haremos alguna vez, Mercedes?

Por supuesto que no, guarro. Ya oigo a Luís que baja. Te suelto y te vistes. Hoy quiero que repaséis el Imperio Romano.