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Abril de pasión 3 Un viaje de placer

en Grandes Relatos

Eran cerca de las diez cuando Gonzalo abrió un ojo y sintió en el centro de su cráneo los efectos retardados del rebujito. Cuando se incorporó, su estómago se sumó a la fiesta y tuvo que volver a acostarse y respirar profundamente ocho veces antes de poder ir al lavabo. Abrazados en la cama, quedaron Laia y Ramiro, ya que no había rastro de Montse.

Tras orinar y beberse medio litro de agua, Gonzalo se envolvió en la sábana y salió a la búsqueda de la ausente y, pronto, el aroma de la marihuana le guió hasta la terraza, donde la morena de la larga coleta reflexionaba sumida en los vapores herbáceos de su porrito, abrigada con un edredón, ya que la mañana era fresquita. Se sentó junto a ella en el banco de madera y hierro forjado que presidía la terraza, cuajada de claveles y geranios.

Vente para acá, nene. Toma, echa una calada que se te sentará el vientre. ¡Jesús, qué resacón!

No, gracias tesoro. Si chamo un poco voy a echar hasta la primera papilla.

¡Jolín, cómo sois los de derechas!. No podéis mear fuera del tiesto ni una gota. ¿Te ha puesto tu madre el control a distancia?

Mi madre está en Alemania, siguiendo a  su amante el músico en una gira y durmiendo con él cada noche. A mi hermana le va a dar un patatús cuando lo sepa. Venga, dame una calada, a ver si dejas de decir que somos unos bichos raros. Hasta tres veces succionó Gonzalo del artesanal pitillo tuneado de pecado. Oye, es verdad. Me siento mejor ahora.

Pues acábatelo, pureta, que es uso terapéutico, ofreció la de Castelldefels mientras comenzaba a liarse otro petardo bien cargadito.

Lo de anoche estuvo genial. Además de pasarlo teta, pudimos pensar y razonar un poco, ¿no? Comento Gonzalo.

Sí. Hemos de seguir debatiendo, pero si lo mezclamos con la follanda, no nos aclararemos.

Chica, eso no te lo compro. Hagamos lo que hagamos, los cuatro vamos a seguir dándole al fornicio hasta que caigamos muertos, creo yo. Por tanto, si hemos de decidir, que el sexo esté puesto siempre en la balanza.

Bueno. Ya veremos. Cambiando de tema, ¿Tú tienes claro esto del cortijo de hoy? A mí aquel tío me da mala espina…

Si, tienes olfato. Manolo me advirtió bajo mano que era un vicioso de cuidado, pero no sé si eso significa que no debemos ir.

Lástima, porque hay pocas ocasiones de visitar por dentro un cortijo tan precioso y a Laia le encantaría.

Si conociéramos gente por aquí, podríamos tener más información del menda ese.

Quizás yo podría saber más del asunto, anunció reflexiva ella. Tengo una prima sevillana que hace la calle y conoce vida y milagros de todos los puteros de la región.

Pues va perfecto porque se ve que el tío es cliente asiduo.

Venga, que llamo a la Rocío y a ver que se cuenta; No nos vemos desde hace tres años. Y se fue a buscar el móvil dejando atrás el embozo y quedando como Dios la trajo al mundo.

Montse, tápate, mujer, que hay gente en la casa de enfrente, se quejó Gonzalo. Si vas a ir fumando porros y enseñando el culo, nos van a poner de patitas en la calle.

Pero ella ja ni le escuchaba mientras buscaba en sus contactos el nombre deseado. Al fin marcó la señal de llamada y esperó la respuesta.

¿Si?

¿Rocío?

¿Quién…? ¿Montse? ¿Eres tú, pendona? ¿Qué pasa? Desde que queréis ser independientes ya no os acordáis de nosotros, ¿verdad?

Era un broma típica de los españoles en general a sus familiares catalanes en los últimos años de conflicto territorial.

Mira si me acuerdo, que ¡estoy en Sevilla!

Pero ¿Qué dices, chochete? ¿En Sevilla? ¿Pero dónde…?

En un hotel muy cuco en pleno centro.

¡Venga! Y luego os quejáis de que estáis en la miseria;¡Bandidos! Pero ¿Cuándo llegaste? Si quieres te invito a comer, pero a las dos en punto que estoy muy liada con la feria.

¿Trabajas mucho?

No veas. Ahora mismo tengo un servicio en un hotel con unos americanos y a las cuatro en punto, unos rusos. Me los llevo a los toros y luego de fiesta hasta mañana con todo incluido. Hay que aprovechar las fechas, niña. Bueno, ¿qué? ¿Aceptas? Venga, que te he de contar una cosa…

Claro, cielo. Ahora mismo voy para allá; Por cierto, ¿dónde quedamos?

El restaurante elegido por Rocío era una lujosa marisquería, lo que asombró a su prima. Se había puesto  uno de sus vestidos holgados y una rebeca, y calzaba unas sandalias viejas. Con el atuendo y la quincallería parecía una gitana rumana, pero ella había pensado que irían a un bar de barriada a comer ensaladilla y calamares fritos,

El  local estaba aún medio vacío y Rocío la esperaba sentada en una mesa próxima a la gigantesca pecera, donde los crustáceos se pavoneaban como putas en un callejón provocando a los clientes, que podían elegir la langosta que preferían devorar.

Montse advirtió que su prima había ganado peso y estaba guapísima, además de vestir con lujo y elegancia, sin dejar de marcar toques sexys, como una larga raja en la falda y un escote abierto en la blusa, mostrando un valle profundo y dos colinas pletóricas y morenas, que hacían contraste con la rubia y larga cabellera. Las cejas habían sido reducidas a la nada, apenas unas líneas pintadas sobre los grades ojos negros. Se fijó también la invitada en que Rocío se había arreglado la dentadura, bastante maltrecha después de los primeros años de puterío barriobajero de la muchacha. En conjunto, estaba hecha un bracito de mar.

¡Pero qué guapísima! Rocío, estás magnífica. Se abrazaron y se besaron hasta cinco veces antes de sentarse.

Y tú también, si no fuera por la pinta que llevas. ¿Cómo vienes vestida de mercadillo aquí? Mujer, que una tiene una reputación. Pareces una fulana de veinte euros… Rocío siempre había bromeado con su oficio y se lo tomaba a chirigota, aunque se las había tragado como puños, le constaba a Montse.

Bueno, ya veo que has prosperado. Sigues en…

Mujer, ¿Cómo iba a prosperar si no? ¿Fregando escaleras? Las dos se carcajearon, aunque Montse sentía mucha pena por su prima, con la que había compartido veraneos felices en su pueblecito de Jaén. Los padres de Rocío se separaron y la madre, hermana pequeña del padre de Montse, se vio arrastrada al alcohol y a la vida fácil. Por un tiempo la niña mantuvo una estabilidad, con sus abuelos y tíos, pero al cumplir los quince, siguió los pasos de su madre y se desconectó de toda la familia, a excepción de su “prima de Barcelona”, que la siguió tratando con el mismo cariño que profesaba a su pequeña compañera de vacaciones  en el pueblo de la sierra, en la modesta casa de sus abuelos.

Oye y ¿qué me tienes que contar?

Primero bebe un traguito de vino; Y saboréalo, renegá, que vale cincuenta euros la botella. He pedido por ti, que ya me conozco la carta. ¡Joaquín! Ya puede servir la langosta.

Rocío, qué contenta estoy de verte tan bien. Venga, cuenta eso tan importante.

No, no. Primero dime tú que haces en un hotel de diseño. ¿Te ha tocado la lotería?

No, mujer. Montse dudó sobre la mejor versión de la situación que convenía explicar a su prima. Tengo un novio de Madrid, decidió decir finalmente. Pero no es un pastoso ni nada. Es deportista y me ha traído por sorpresa. Estamos con otra pareja.

Pues muy bien. Me alegro de que sientes la cabeza, que ya tenemos una edad, ¿eh, petarda?

¡Ea, ya está bien de misterio!, cuenta lo tuyo.

Pues ahí va. Tengo una hija, Montse. ¿Te lo puedes creer? Le brillaban los ojos de emoción.

Pero ¿Cómo ha sido eso?

Mujer, ya te puedes imaginar cómo. Hace dos años me dio el punto de que me hago mayor y tal y cual. Y me lancé a la piscina.

¿Y el padre?

¡Ah! Eso no importa mucho. Es un holandés guapísimo que me ligué en Benidorm. No era un cliente, eh; Ni siquiera lo sabe el pobre. Se cree que soy enfermera, no te lo pierdas. Y no para de enviar mensajes, que a ver si nos vemos, que está colgado conmigo, ¡Ja, ja! Los hombres… Están todos p’allá . Pero Montse podía leer cierta nostalgia en su prima al hablar del padre desconocido de su hija.

Y tú, ¿no quieres volverlo a ver?

¡Pero qué dices! Ahora que me va todo viento en popa. Tengo mi propio negocio de compañía femenina. Me manejo con las redes como un pescador de Cádiz, fíjate.

O sea que de momento no lo dejas. ¿Y la niña?

Me la cuida mi madre. Ha dejado el oficio. Ahora trabajo yo para las dos, bueno… las tres. Y me va muy bien, ya te digo.

La langosta había pasado ya a mejor vida en los estómagos de las primas, que dieron cuenta también de una ensalada de frutos marinos y de la botella de Ribera Gran Reserva.

Ya en el café, Montse planteó el tema que la había traído hasta allí.

Rocío, ¿tú conoces a un Marqués, un tal Federico Nosequé..?

¡Hostia! ¡pues claro! ¡ Fede el piedófio, el marqués de la jodienda! A ese lo conocemos todas las putas, de aquí a Sebastopol.

¿has dicho que es un pedófilo? Se espantó Montse, pensando que la poca cultura de su prima le había hecho errar la pronunciación del odioso término.

No, mujer, no. A tanto no llega. Piedófilo le llaman, porque se pirra por los pies de las niñas, pero mayorcitas. ¿De qué lo conoces?

Me lo presentaron ayer y nos invitó a su cortijo…

A ese le van las rubias anoréxicas, así que no eres su tipo, tranquila, se cachondeó Rocio pellizcando una teta a Montse. ¡Oye! ¡Pero si no llevas sostén! ¿Y esto es todo tuyo, natural? Pues hija porque no quieres, porque con ese género  iba a hacer yo que te ganaras bien la vida aquí conmigo…

No, gracias, amor. Estoy mejor en mi biblioteca, acostándome con quien me apetece. Cuéntame más del “piedófilo”.

Es un pobre desgraciado. Le sobran los cuartos y de joven era el solterito de oro, pero lo pescó la marquesa, que también déjala ir,  y desde entonces empezó a aficionarse a las cosas raras. Últimamente creo que frecuenta casas de sado y humillación, pero eso es un rumor que corre. ¿Se ha fijado en ti en serio?

No. En mi amiga, creo. Es rubia y delgaducha. Además, ahora que lo dices, se pasó la tarde mirando debajo de la mesa y a Laia le dolían los pies por los zapatos de tacón, así que se los quitó. ¡Hasta salió a bailar descalza!

Pues ahí lo tienes. Si tu amiga se pone, le saca a ese capullo hasta los higadillos.

Bueno. Ya vigilaremos, pero no parece peligroso.

Para nada, Montse. Bueno, a ver si te decides y me llamas, que pongo yo esos melones en el circuito y nos forramos…

Ya despidiéndose, Montse abrazó a su prima y les dio dos sonoros besos. No lo creo, guapa, no lo creo, pero si me decido, serás la primera en saberlo, bromeó.

Y riendo se separaron. Montse se detuvo un momento y miró a Rocío con todo su cariño. Y tú, tontita, si quieres hacerme caso, coge a tu niña, mete cuatro trapos en la maleta y vete para Holanda. Busca a ese mocetón, se lo explicas todo,… bueno, todo lo que sea necesario. Y dale una oportunidad. La vida es una mierda, Rocío; Tú lo sabes mejor que yo. Si no fuera por el amor, no valdría la pena vivirla. Piénsalo, ¿Me lo prometes?

Rocío fijó su mirada pícara en su prima y sus ojos volvieron a ser por un instante los de la niña que jugaba feliz en un pueblo de la sierra veinte años atrás. El caso es que ya lo he pensado un par de veces, tiene gracia que me lo digas ahora. Y sus párpados se humedecieron levemente.

Pues prométeme que la próxima vez que se te ocurra, lo harás. Y sin más, se dio la vuelta y salió a buen paso del restaurante, que ya estaba lleno de clientes. Algunos de ellos se fijaron en aquella pordiosera morena, cargada de pendientes y anillas, con un busto prominente y los ojos enrojecidos, que caminaba hacia la salida.

El Audi rojo se detuvo en un amplio patio, donde unos quince vehículos más ocupaban diversas plazas bajo las pérgolas o directamente entre los olivos centenarios. La verdad es que el coche de Gonzalo quedaba algo ridículo entre tanto Porsche, Jaguar y hasta dos Ferraris. Pero los cuatro ocupantes entraron al cortijo partiendo la pana, con sus mejores atuendos y atrayendo las miradas de todos los invitados.

El marqués en persona salió a recibirlos, estrechando manos y besando a las chicas, aunque Laia era su principal foco de atención.

Mis amigas catalanas, ¡qué alegría! Y se le quebraba la voz al ver las sandalias abiertas  y las uñas rojas de los pies de la rubia, que había accedido a hacerse una pedicura por indicación de Montse. Igual que su amiga, ella también lucia unas escuetas sandalias y dos anillos en los dedos de los pies, con la uñas de un azul oscuro turbador.

Habían escogido para la ocasión vestidos escotados y faldas cortitas y ninguna de las dos llevaba sujetador. El marqués estaba en la gloria y las chicas, convencidas de que era inofensivo, venían decididas a marearlo un poco por pura diversión y espíritu republicano.

La marquesa apareció enseguida con un gin tónic en la mano y tres ya en el coleto, a pesar de que eran sólo las ocho de la tarde. Reconoció a Ramiro y le dio dos besos muy cerquita de la comisura de la boca de golfo que el rubio madrileño puso al ver a la señora. También besó a Gonzalo y lo miró ahora de arriba abajo, como si se percatara de la buena planta del concejal.

¡Cuánto bueno por esta casa! ¡Nuestros apuestos políticos de la capital! Les halagó con su voz cazallera. Venía vestida para matar, con un modelito de seda que se pegaba a su hinchado y ortopédico busto y unos tacones que realzaban sus piernas de madura aeróbica y sus nalgas endurecidas por la electroestimulación.

El político es él, doña Mercedes; Yo soy entrenador, aclaró Ramiro

¡Ay! Apéame el tratamiento, majo, que no soy una anciana, advirtió coqueta haciendo círculos con el dedo índice sobre el pecho del aludido, venga, venid conmigo que os voy a presentar a algunos invitados. Y se colgó de los brazos de ambos para entrar triunfante en el salón y mostrar sus trofeos a la corte de envidiosas que consumían jamón y langostinos, distribuidas por todo el comedor.

Había unas treinta personas allí reunidas y diez sirvientes, en su mayoría filipinos, se afanaban en ofrecer platos y copas a los invitados.

Nuestros amigos eran, con diferencia, lo más lucido de la reunión, tanto en la categoría masculina como en la femenina, y pronto se empezaron a formar corrillos en torno a ellos, pidiendo nuevas de la capital del reino y de la sediciosa Barcelona a unos y otras.

Joder, tío. El promedio de edad es de sesenta años aquí, se lamentó Ramiro, ¿Dónde están los jóvenes?¿No tienen amistades de nuestra edad? Gonzalo se encogió de hombros. Montse y Laia habían desparecido un instante y volvieron a mostrarse de pronto desde el fondo de una estancia lateral, haciendo señas a sus amigos para que se acercaran.

Allí estaba la explicación. En un salón más pequeño, doce o trece chicos y chicas evolucionaban al son de la música de una guitarra flamenca y, en el centro del grupo, Andrés el Palote bailaba sonriente con la marquesita, que ahora sí que mostraba aptitudes, con un vestido ligero de espalda escotada y el pelo suelto agitándose al compás de la música y hipnotizando al gitano que parecía presto a saltar sobre la rubia aristócrata,  entre las risas de sus amigas y el palmeo desmañado de los cuatro lechuguinos presentes.

Aquí están los cachorrillos, comentó Montse, y se lo pasan de puta madre. Fíjate, y se lanzó al ruedo dando palmas y haciendo que dos rancios señoritos empezaran a jalearla  y a pasarle las manos por la cintura. Ya se sumaban los otros tres al sarao, cuando una voz imperiosa se levantó por encima del tumulto.

¡¡Merceditas!! ¿Qué estás haciendo aquí? Ves ahora mismo a la puerta que ha llegado Leopoldo y quiere saludarte. La marquesa imponía su ley en el cortijo, como buena hacendada, y vosotros, Andrés y compañía, a cenar a la cocina que a las diez quiero que estéis preparados para actuar. Venga, decidle a la cocinera que os sirva la cena, que ya está advertida. Y cambiando el registro con habilidad de comedianta veterana, dirigió una amplia sonrisa a Ramiro y tiró de su brazo para conducirlo al jardín. Venid los dos, dijo afablemente, vuestras amigas van a la mesa de Merceditas, pero vosotros os vais a sentar conmigo. ¡Mercedes! ¿No me has oído? Venga, deja a los flamencos que han de ir a reponer fuerzas.

La muchacha salió a paso ligero, disimulando un puchero de niña contrariada que hizo sonreír sádicamente a su madre. Estas jovencitas, creen tener derecho a hacer lo que les da la gana, pero en esta casa, gracias a Dios, no es ni será así, al menos mientras yo viva.

“que espero no sea mucho tiempo” se dijo para sí Laia que estaba bien cabreada con la señorona que tiranizaba a su hija y se llevaba a sus amantes para lucirlos y dar envidia a aquella corte de loros.

Se sentaron todos en las cinco mesas instaladas en el jardín. El marqués puso a su hija a la derecha, pero reservó asiento a su izquierda para la rubia catalana y Montse se instaló justo delante del noble, dispuesta a reírse un rato durante la cena.

La marquesa, en la otra punta, sentó a los madrileños a su vera y empezó a jugar con ellos como gata con ratoncillos, toqueteando, pellizcando y hasta lanzando algún apretón de muslamen por debajo del mantel. Era, como pretendía, la envidia de sus gallináceas amigas, pero además, sin casi advertirlo, había empezado a calentarse con su propio juego, y al final del primer plato tenía las bragas más remojadas que el gaznate, y eso que ya se había despachado media botella de ginebra combinada con tónica y cuatro copas colmaditas de fino.

Yo para comer, sólo agua, comentaba risueña, ese es el secreto para conservar la línea. En efecto, mientras comía la señora sólo degustaba agua mineral, pero no veas cómo se había puesto ya.

Pues yo tendría que ir al lavabo, marquesa, dijo al oído de doña Mercedes Ramiro, como si compartiera con ella el más romántico secreto.

En correspondencia, ella se inclinó hacia su vecino para murmurarle la respuesta: Ya iría yo contigo a ayudarte, pero no es el momento adecuado,…todavía. Pregunta a los criados dónde está el baño; Y no tardes.

El muchachote, boquiabierto,  salió en dirección a la casa; de poco sirvieron las explicaciones de los servidores, que apenas habían abandonado el tagalo como lengua habitual, y Ramiro tuvo que ir investigando por los pasillos de la planta baja sin hallar lugar para aliviar su vejiga.

Abriendo una puerta se encontró con un acceso lateral a las cocinas. Nadie le vio, pero al ir a salir unas voces destempladas llamaron su atención.

¡Andrés, estás loco! ¡Como le toques un pelo a su hija, el marqués te corta los huevos y los tira al río!

Dejadme en paz. Yo sé lo que me hago. No se va a enterar nadie. La niña me espera en las caballerizas y cuando marchemos en el coche, yo me bajo y me voy con ella. Vosotros sólo tenéis que seguir hasta la salida y desaparecer.

Ramiro se estaba meando encima, pero la conversación le pareció de lo más interesante. Los que hablaban, ya sabemos de quien se trataba, estaban sentados detrás de un mostrador alto, motivo por el que no habían reparado en su presencia.

Los músicos y el bailaor estaban cenando como se les había ordenado y, apartados de los fogones,  discutían en voz alta, confiados en la ignorancia de nuestro idioma de los cocineros orientales y en el hecho de que el ruido de los extractores  y las cazuelas enmascaraba su conversación.

Nos vas a buscar la ruina a todos con esa picha brava que Dios te  ha dado, mamón. Se quejaba el guitarrista de más edad.

No va a pasaros nada. Yo sé cuidar de mí mismo.

Te crees tú que la marquesa no se ha olido la tostada, advertía el cantaor con voz quebrada. Me juego una cena que no le quita ojo a la niña en toda la noche.

Ramiro salió sigilosamente y encontró alivio para su necesidad dos puertas más abajo. De vuelta al lado de la marquesa se abstuvo de explicar nada de lo oído. Había tomado partido en el juego a favor del gitano encendido y la angelical muchachita. Por algún motivo supo que era su deber permitir que se consumara la perversión de Merceditas.

La cena continúo en el mismo tono pijo. Ramiro y Gonzalo siguieron colmando de atenciones a la señora, que, una vez acabada la cena consideró que la abstinencia era ya cosa del pasado y empezó a pegarle al champaña con una insistencia escalofriante.

Su hija, Merceditas hacía los honores al petimetre Leopoldo, un atildado mocito de la jet set que parecía hacerle la corte a la muchacha, aunque no paraba de echar miradas furtivas a uno de los camareros filipinos especialmente atractivo.

Montse, algo achispada, deslizo un pie desnudo por la pantorrilla de su vecino el marqués, que se atragantó pero no retiro la pierna, sino que bien al contrario, correspondió a las caricias pedestres con un guiño y un disimulado beso al aire a la catalana. Animada ella por el éxito de su incursión, siguió subiendo el pie hasta la entrepierna del aristócrata, que pareció perder la respiración. Marqués, ¿Se le ha atragantado el bombón? Inquirió Laia alarmada de verdad por el color azulado que empezaba a adquirir la tez de Don Federico. ¡Tosa, tosa! Y ya había empezado a darle golpes en la espalda cuando Montse retiró la planta del pie de la caliente cojonera del pobre hombre, se calzó y se puso a hablar con Laia, disimulando su fechoría.

A eso de las doce se levantó la sesión y pasaron todos al salón donde habían dispuesto una treintena de sillas alrededor de un espacio circular, donde los artistas llevaban dos horas preparados para dar el espectáculo. Fandangos, seguidillas y soleares se sucedieron para deleite de los presentes, Andrés se movió con sensualidad viril arrancando suspiros y miradas de todas las hembras menos de Merceditas que, demostrando grandes dotes para la interpretación, pareció desentenderse de su enamorado y reírle las gracias al capullo del invitado moscón.

Al fin muchos se lanzaron a bailar sevillanas y volvió a correr el vino y el champaña, licores más contundentes y combinados explosivos.

En medio del sarao, Ramiro comunicó a Gonzalo y a las chicas las intenciones del gitano y la marquesita y su decisión de echar un cable a la pareja. Todos estuvieron conformes y pusieron en práctica inmediatamente la operación “seducción”. El objetivo claro era distraer a padre y madre de la vigilancia de la niña, permitiendo así que los dos jóvenes saciaran sus deseos libremente.

Los artistas pidieron licencia para marchar y abandonaron la reunión entre muestras de entusiasmo de los invitados.

Como se temía Ramiro, la marquesa no bajo la guardia y llamó a su hija para tenerla bajo control hasta que se fuera a dormir.

¿Dónde está Leopoldo? Pregunto la señora

Pues no lo sé. Hace rato que desapareció, contestó la niña.

Ramiro hizo notar a Gonzalo que tampoco estaba por allí el camarero filipino y ambos contuvieron la risa imaginando en qué se ocupaba el fallido pretendiente.

En todo caso, un problema menos, comentó Gonzalo al oído de su colega. Hemos de mantener a la tía esta lejos de las caballerizas, recuerda, que los tortolitos han quedado allí

¿Qué son esos secretitos? Seguro que nada bueno, les riño bromeando doña Mercedes.

Nada, nada, señora. Le decía que estoy agobiándome un poco. Podríamos dar un paseo.

Le brillaron los ojos a ella de la excitación, pero no se dejó sorprender tan fácilmente.

Sí, me apetece enseñaros un poco la hacienda, pero esperad un momento que he de dar un encargo. Y se fue en busca del marido, que estaba en la gloria con las dos catalanas que le habían llevado a un rincón para explicarle las ventajas del zapato bajo respecto del de tacón en el pie de la mujer, ilustrando los ejemplos con la exhibición de los suyos en todas las posturas y ángulos, con y sin zapatos. La esposa no pareció disgustarse, pero se puso muy seria para recordarle a un excitadísimo don Federico que debía vigilar a la hija, ya que ella iba a pasear un rato.

Ve, ve sin cuidado, que yo me cuido de ella, aseguró, feliz de perder de vista a la parienta por un tiempo, que esperaba fuera para él muy agradable, en compañía de las dos pérfidas mediterráneas.

Los jardines, ya libres de mesas y sillas, barridos e iluminados con focos de luz indirecta, eran un espacio maravilloso bajo la luna y las estrellas del campo andaluz en primavera. Doña Mercedes se tomaba ya todas las confianzas con sus apuestos invitados, colgándose del brazo de Ramiro y acariciando la mano de Gonzalo.

Pensáis que soy una antigua por la forma de controlar a mi hija, pero ya os digo que os equivocáis. Soy una mujer liberal y moderna y os lo voy a demostrar ahora mismo. Pero a la niña la tengo a buen recaudo hasta que se anuncie el compromiso con Leopoldo, el chico que habéis visto a su lado en la cena. No es noble, noble, como nosotros, pero su familia tiene una cadena de más de cien supermercados por toda Andalucía y Portugal. Vamos, son unos tenderos, pero están forrados y quieren ennoblecer el apellido. Por eso voy a preservar a la niña, porque son gente muy chapada a la antigua, un poco  mojigatos… Además, este olor del campo por la noche la haría a una cometer cualquier locura, empezaba a justificar posteriores acciones la marquesa, aunque ellos estaban convencidos de que lo que iba a pasar pasaría, aunque la señora padeciera una rinitis aguda o fuera anósmica de nacimiento.

Os voy a enseñar la glorieta. Es un sitio romántico y discreto, dijo arrastrando a sus amigos hacia una estructura en forma de pagoda muy poco iluminada que distaba cincuenta metros de la mansión. Mientras caminaban entre olivos y cipreses, llegó a sus oídos un murmullo, Tal que un jadeo rítmico y luego unos golpes acompasados, como si alguien hiciera palmas en la plataforma de la pequeña construcción.

Se acercaron los tres, sigilosos e intrigados, y aprovecharon un rayo de luna que se derramó entre las nubes, para averiguar el origen de los ruidos. Allí vieron a Leopoldo, sin americana y con los pantalones y los calzoncillos en los pies, mientras un sujeto muy moreno, de cabellera azabache y que aún vestía la librea de los camareros que habían servido la cena, se apuraba a perforar el culete del joven candidato a cónyuge de Merceditas. Las sacudidas correspondían a los firmes golpes de las caderas del filipino contra las nalgas del señorito, y los jadeos, a las manifestaciones de intenso placer de los dos sodomitas.

Se retiró el trío de mirones sin hacer ruido y Ramiro comentó muy bajito: Esto parece tirar por tierra sus proyectos, Mercedes.

¡Las narices, pasmaos, que sois unos pasmaos! Mucho mejor para mi hija. Más libertad y menos compromiso con el marido. Cada uno podrá hacer su vida por su cuenta, pero los objetivos de cada familia se cumplirán; Ellos tendrán un apellido ilustre y nosotros una inyección económica, que buena falta nos hace.

Fracasado el primer intento de ubicarse, doña Mercedes condujo los pasos de los hombres en dirección a un gran barracón a unos cien metros de la glorieta.

Cuando el olor de las cuadras les llegó a las narices, apenas tuvieron tiempo de reaccionar.

¿Qué es esto, Mercedes? ¿Las cuadras? Preguntó parando en seco Gonzalo

Sí, ¿qué pasa? ¿No os gustan los caballos? Se extrañó la marquesa.

Es que yo tengo alergia, se excusó Ramiro fingiendo un estornudo.

Ahora no os rajéis, palomitos, que lo prometido es deuda.

No recordaban haber hecho promesa alguna, pero tuvieron que callar y seguir a la señora que ya estaba abriendo la puerta principal.

¡¡Que grande!! Gritó Ramiro. ¡¡Parece un palacio, doña Mercedes!!

Pero ¿qué voces son esas? Vas a despertar a los caballos. Venga, a callar y entrar los dos hasta el fondo que enciendo una luz.

No hace falta, Mercedes, así es más romántico, suplicó desesperado Gonzalo. Pero ya se había iluminado una zona del fondo del establo con dos débiles bombillas.

¿Qué ha sido eso? ¿No habéis oído? Pareció escucharse un ruido quedo de pasos a la derecha del barracón.

Es un caballo que se ha despertado, dijo Ramiro con voz insegura.

Seguramente. Vamos, venid los dos cariñitos míos, que es hora de que os ganéis la cena.

 

El gitano Andrés había dejado la casa en el coche con sus amigos y, tal y como tenía planeado, lo abandonó minutos después para volver caminando hasta las caballerizas. Sin problemas había entrado y se había ocultado tras unas balas de paja a esperar a su enamorada. Cuando oyó abrirse la puerta, hacía unos segundos, a punto había estado de salir a la carrera al encuentro de Merceditas. Por suerte, los gritos de Ramiro le habían puesto en guardia, y había corrido a ocultarse de nuevo. Desde su escondite, tras la grupa de una adormilada yegua blanca que atendía por Carambola, Andrés pudo ir oyendo y viendo una escena que le dejó atónito.

Mientras se quitaba el vestido y los zapatos, la marquesa fue aleccionando a sus invitados sobre las prestaciones que de ellos esperaba en aquel trance.

Soy una mujer de orden, eso no lo olvidéis nunca. Pero tengo mis responsabilidades, demasiadas, la verdad. Dirijo esta casa y lo poco que queda de las empresas de Federico. También dirijo a mi hija, ya os lo he contado. Demasiado mando para una mujer que se siente en realidad como una humilde doncella ante los hombres de verdad, como una yegua que espera ser domada y utilizada por sus amos. Mientras hablaba, la señora se había ido acercando a Ramiro, vestida ya sólo con su ropa interior, un sujetador rosa de puntillas que exprimía sus prótesis hasta hacerlas desbordar las costuras y una sucinta braguita que dejaba ver su hermoso y contoneante culo. Aunque la cintura de doña Mercedes ya no era lo que fue, se conservaba firme y las piernas no habían perdido un ápice de tono. Cayó de rodillas ante su aspirante a domador, que no supo muy bien cómo debía actuar.

¡Vamos! ¿Es que lo he de hacer todo yo?  Se indignó la dama, Estoy aquí para que me sometáis, para que abuséis de mí a vuestro antojo, pero no voy a ir diciéndoos a cada paso lo que quiero que me hagáis, así que venga, un poquito de iniciativa…

Los dos amigos se miraron indecisos. Como muchos hombres, habían fantaseado con la dominación y con la sumisión, esos extraños ingredientes del acto amoroso que parecen contradecir su esencia y acercarnos a la bestialidad y el salvajismo, y quizás por eso resultan tan profundamente excitantes y universales. Ramiro sentía una electricidad especial cuando follaba brutalmente a Laia, que gemía como si estuviera siendo maltratada, pero era de puro gusto. Gonzalo, mucho más reprimido en sus actos, se limitaba a jugar con su mente. El tercer orgasmo era el más potente, casi le llevaba hasta la lipotimia, y para conseguirlo necesitaba a menudo visualizar escenas de violencia extrema, donde él actuaba como un sádico verdugo de sus dos compañeras. No se había imaginado jamás como protagonista activo y real de una de aquellas escenas, y menos con una señora desconocida y perteneciente a la aristocracia.

Pero ¿qué clase de tarugos sois vosotros? ¿Es que no os apetece follarme como a una yegua? A que me visto y me voy… La marquesa se estaba irritando peligrosamente. Gonzalo pensó que era necesario hacer el sacrificio para ayudar a Merceditas y Andrés y se dispuso a participar activamente de lo que fuera, aunque no se vio capaz de tomar él la iniciativa. Por suerte, Ramiro ya había tenido alguna experiencia en este campo y supo cómo empezar.

¡Ponte a cuatro patas, zorra! Se la vas a chupar a mi amigo hasta que se corra en tu boca y si no lo haces bien te voy a dejar ese culo de cerda que tienes como una berenjena.

La mujer reaccionó enseguida abriendo unos ojos como platos por la violencia verbal del hasta ese momento educado Ramiro. Se colocó en la postura indicada y se acercó gateando al concejal, que ya se estaba sacando la polla del pantalón y mirando de ponerla tiesa a marchas forzadas, ya que la situación le había pillado del todo descolocado.

La señora se plantó ante él y sacó la lengua tal que lagarta para darle dos toquecitos en la punta del capullo, que provocaron una reacción inmediata. Empezó a estirarse el miembro y pronto pudo ella introducir la mitad en su boca y empezar a frotar la punta entre la lengua y el paladar haciendo resoplar a Gonzalo, que la sujetó por el pelo para regular a su gusto el ritmo de la mamada.  La marquesa miraba fijamente a su invitado mientras sorbía su pene con glotonería.

¡Esta guarra está mojada como una esponja! Anunció el otro después de meter dos dedos por el borde de las pequeñas braguitas y frotar la vulva caliente de la mujer. Un sonoro cachete en el culo hizo dar un respingo a la señora y una voz de alarma al concejal. ¡Cuidado, que casi me muerde!

Sácala un rato, que le voy a dar una lección para que aprenda a no usar los dientes con sus amos. Mercedes estaba bien metida en su papel y puso cara de fiera indómita cuando los dos amigos la sujetaron tendida boca abajo y Gonzalo, siguiendo las órdenes de su colega, se sentó sobre la espalda de la mujer. Ramiro hizo lo propio sobre las rodillas y la marquesa quedó indefensa. Primero vamos  a aligerarte de ropa, anunció Ramiro rompiendo las bragas con dos rápidos gestos. Eso es, ratificó Gonzalo soltando el sujetador. Habían quedado montados sobre su “yegua”, los dos mirando al frente y manteniendo los brazos y las piernas de ella bien sujetos entre las suyas.

¡Aaaah! ¡No, eso no! ¡tened compasión! Bramaba teatralmente la aristócrata insumisa y cabreada. Ramiro empezó a palmearle el culo a un ritmo suave. Sabía que sus manos eran fuertes y podía hacer mucho daño a pesar de no golpear con todo su vigor, así que se administró en el castigo, soltando guantazos en cada nalga a razón de uno cada tres segundos. Poco a poco fue aumentando la fuerza y la velocidad, haciendo que el espléndido culo pasara del blanco al rosa, de éste al rojo y, finalmente, que algunas zonas se tiñeran de morado antes de parar.

La cautiva berreaba de gusto o de odio, era difícil precisarlo, pero se calló cuando sintió los dedos de su verdugo explorarle el ojete. Sintió un chorro de saliva humedecerlo y luego uno, dos, tres dedos penetrarlo. Entraron sin mucha dificultad y Ramiro decidió dar suelta a la becerra, a ver si se comportaba.

Ahora mi amigo te va a encular como te mereces, zorra, comunicó Ramiro a Mercedes. Mientras, me la vas a chupar a mí, pero si me rozas con los dientes, cambiaremos de lugar él y yo. ¿Te gustaría sentir esto dentro de tu culo? Preguntó restregando por la cara de la mujer su enorme cipote. ¿No, verdad?

Andrés era incrédulo espectador de las vejaciones a la marquesa. Además de excitado, estaba encantado de la vida del tratamiento que aquellos dos payos le estaban administrando a su renuente suegra; Con gusto hubiera bajado a sumarse al maltrato y a zumbarle un buen pollazo a la malnacida. Pero eso lo tenía reservado para su hija. ¡Por Dios! ¡Menudo panorama si se presentaba de golpe Merceditas! Dejó de mirar y de pelársela  como venía haciendo los últimos diez minutos y se concentró en vigilar los accesos. ¿Podría la marquesita comparecer como prometió?

Mientras, en la fiesta la niña se desesperaba. Su madre se había ausentado, pero su padre, a pesar de estar tonteando toda la noche con las dos busconas aquellas, no le quitaba ojo de encima. ¿Cómo zafarse e ir al encuentro de su pretendiente, Palote? La morena le estaba diciendo algo a su padre con una sonrisa provocativa. Se levantaron, de pronto los tres desaparecieron escaleras arriba y la rubia se giró para sonreírle y hacerle un guiño con un gesto expresivo con la mano “Venga, vete” parecía indicarle. No esperó confirmación y salió por piernas de la sala en dirección al establo.

 Pero… ¿Cuánto cobráis? Preguntaba don Federico algo indeciso.

Nada, marqués, nada; Trabajamos para el partido, a cuenta de la caja B, mintió Montse con una sonrisa de meretriz resabiada. Somos un regalo para ti, de parte de la ejecutiva…

¡Ya era hora de que se estiraran un poco esos tacañones! Pero yo prefiero que subamos más tarde, cuando vuelva mi mujer; He de echar un vistazo a la niña. Se detuvo el marqués a media escalera

Imposible, terció Laia echando los restos; Tenemos otro trabajo a las dos en la feria con unos invitados de la banca suiza.

¡Ah! ¡Eso es prioritario! Hay que tenerlos contentos, que si no, mira la que nos pueden liar. Vamos, vamos.

No había sido difícil convencer al marqués de pasar un rato agradable con las dos amigas y sus cuatro pies en un salón reservado del piso de arriba.

Las dos muchachas iban algo bebidas, pero lo justo para desinhibirse un poco. Esperaban disfrutar a saco de su aventurilla con el aristócrata.

Cerrada la puerta, Montse se giró hacia el hombre y le habló con dureza. Las cosas claras, caballero. Ni sueñes que nos vas a follar a ninguna de las dos, ni que te la vamos a chupar, ni nada de nada de todo eso…

¿Entonces…?

Sabemos lo que te gusta, cabronazo, anunció Montse, así que confía en nosotras; Venga, ¡en pelotas!.

El marqués obedeció muy excitado y se colocó en el centro de la habitación, una pequeña salita de estar, cubriéndose sus genitales con las manos.

Ahora, al suelo. ¡Vamos! Boca arriba. Y déjanos ver lo que tienes ahí abajo, continuó Laia en plan dominante.

Tumbado sobre la alfombra, abrió los brazos el noble y mostró un buen cipote y dos gruesos huevos, pero el primero no mostraba signos de erección y los segundos colgaban flácidos entre los muslos.

Está mustio el señorito, comentó Laia dando toquecitos en la polla al marqués con la puntita de los dedos del pie.

Te voy a explicar con detalle lo que vamos a hacer, dijo Montse sentándose sobre el pecho del hombre. Primero nos vas a lamer los pies a las dos hasta que no te sientas la lengua. Hala, ya puedes empezar mientras me escuchas, y dicho y hecho, se descalzaron las dos y tomaron acomodo en un sofá de dos plazas. Extendieron las piernas acercando al marqués los objetos de su perturbado deseo. Sin vacilar, como un perrillo sediento, el marqués empezó a lamer las plantas de los cuatro pies, yendo de una a otra sin detenerse. Se metía los deditos en la boca y acariciaba los empeines y los tobillos con una pasión que emocionaba, aunque no conmovió a Montse, que siguió con su explicación imperturbable. Después, si nos lo has hecho bien, tendrás tu recompensa. Aquí mi amiga hará que te corras entre sus pies. Un escalofrío de placer recorrió la espalda del vicioso aristócrata. Pero para que no sea tan agradable, me vas a comer el coño y el culito mientras tanto.

Don Federico estaba en la gloria con el plan que le anunciaban. Se afanó a ensalivar aquellos preciosos pies mientras su adormecido pene comenzaba a despertar y los huevos se crispaban y alcanzaban el volumen y la dureza adecuados para expulsar su cremoso contenido.

Merceditas corrió en pos de su amado cantaor procurando caminar por las zonas oscuras y al abrigo de matorrales y arboledas. Ya cerca de las caballerizas, oyó el silbido quedo de Andrés, que vigilaba su llegada encaramado a las balas de paja. Comprendió que había peligro y se dirigió a la atalaya de su amado, que la ayudó a su subir procurando ocultarle en lo posible el episodio que tenía lugar dentro de las caballerizas. Pero los gemidos de su madre alertaron a Mercedes, que apartó a su amor para dar una mirada al interior.

La señora, integralmente encuerada, se contorsionaba abierta de piernas y brazos, con tobillos y muñecas sujetos por gruesas tiras de cuero que los fijaban a dos columnillas de madera. Ramiro le daba un buen repaso por delante, flexionadas las piernas y hundida la polla en la voraz vagina de la aristócrata. Las neumáticas tetas parecían a punto de estallar bajo la presión de los dedos del mozo. Gonzalo se sumaba al festín fustigando con su correa el culo, muslos y espalda de la cautiva.

Pero…¿Cómo es posible?¡Mi madre…! Haz algo Andrés. Esos desalmados la están violando se indignó la jovencita.

Calla, mi alma. Las apariencias engañan, replicó él con cachaza gaditana, mientras empezaba a desabrochar el vestido de la niña, ya que su polla no atendía ya a razones, inflamada por la escena sadomaso que le habían brindado gratuitamente su futura suegra y los improvisados masters.

¡Andrés, no seas basto! Ya me desnudo yo, se quejó ella apartando al gitano encendido.

Dicho y hecho: Los indudables encantos de Mercedes quedaron a la vista de Andrés, iluminados por la luna de abril sevillana. Dos pechos erguidos e insolentes, coronados por rosadas areolas y duros pezones, un vientre redondito, que hacía destacar el valle del ombligo, redondo y perfecto, y una mata castaña muy bien recortadita que ocultaba el tesoro codiciado por el bailaor, que no sabía por dónde empezar a devorar. Optó por caer de rodillas ante ella y hundir la boca en el vientre de la jovencita, que se derritió de gusto por la pasión del chico. ¿Arriba o abajo? Quién tuviera dos bocas, cuatro manos y tres penes para recorrerlo todo a la vez, amasar cada prominencia, explorar cada grieta y perforar cada orificio…

Doña Mercedes estaba gozando del suplicio de las mártires en manos de aquellos forajidos salvajes de su imaginario juvenil. Se sentía como una inocente doncella raptada por los moros, como aquella cordobesa taurina, como una cristiana entregada a la furia de los centuriones o una cigarrera sometida por los ocupantes franceses a violento estupro. Ellos procuraban estar a la altura, vistas las inclinaciones de su anfitriona. Ramiro no cumplió con su palabra y cambió su lugar con Gonzalo para Intentar hundir su gordísimo cipote en el maduro ano de la marquesa. Mientras tanto, su amigo se afanó en bombear con el suyo la vagina inflamada de la señora, que se ofrecía sin disimulos, echando adelante las caderas. Al fin los dos amigos sintieron sus pollas frotarse una con la otra, separadas por el fino tabique de tejidos que tapizan la vagina y el recto, y vinieron así a correrse como locos, extasiando a su cautiva, que parecía a punto de arrancarse las manos y los pies, estirando con fuerza las correas que retenían tobillos y muñecas.

El aullido de la dama se superpuso, por suerte, a los gemidos de su hija y los aullidos loberos del bailaor. Los dos jóvenes, uno sobre otra, estaban consumando el acto con una pasión desatada, tendida ella sobre una bala de paja y él, encima de ella, hundiendo su largo cipote en el virginal agujerito.

Mercedes se había hinchado a pajas con sus compañeras de internado, utilizando zanahorias, pimientos, bananas peladas y los dedos propios y de las camaradas, pero el celo de las monjitas había conseguido evitar que se produjera un despropósito semejante al que ahora ocurría en la hacienda de sus padres. El semen desbordó los pliegues vaginales, pero el gitano ni siquiera extrajo el miembro. Siguió bombeando afanoso hasta conseguir que la dureza volviera a él y una nueva descarga certificará el inevitable embarazo liberador, que sacaría para siempre a Mercedes de su encierro helvético, para permitirle vivir feliz una nueva vida al lado de su apuesto compañero.

Don Federico se ahogaba de gusto y de falta de oxígeno, con el coño de Montse taponando su boca y el culo aplastando su aristocrática nariz. Esta asfixia erótica se complementaba a la perfección con la paja que Laia le iba haciendo al marqués con sus bien humedecidos pies. Las plantas y los dedos se paseaban arriba y abajo, sin descuidar los hinchados testículos y amasando con fuerza la parte central de aquella veterana polla que iba a tener su mejor corrida en años. Se crispó él al fin, al borde de la inconsciencia, y empezó a evacuar raudales de semen, liberando su obstruida próstata y remediando así una incipiente hipertrofia de la glándula. Montse se apartó a tiempo para dejarle respirar y evitar así la lipotimia.

Se limpiaron ellas con la camisa del hombre y se vistieron para volver a la sala de la planta baja, dejando a Federico recuperarse de aquella inefable experiencia erótica.

¿Dónde está mi hija? Clamaba la marquesa en medio del salón ¿Y el tonto de Federico?

Las dos catalanas se hicieron las suecas mezclándose con los invitados, entre los que encontraron a sus satisfechos novios.

Vaya cara que traéis. Parecéis dos gatos que se han comido una ratita, comentó Laia estrechando a los dos muchachos contra ella.

Eso, según lo mires. Yo sí que estoy hecho puré, se quejó Ramiro acomodando su maltrecho paquete, rojo como pimiento del piquillo después del vigoroso enema practicado en las caballerizas diez minutos antes.

¿Ha ido bien? Preguntó Montse, ¿Se han encontrado los tortolitos?

Sí. Se han encontrado y han aprovechado el tiempo. Pero nos ha costado un huevo y medio retener a la mamá, se lamentó Gonzalo acariciándoselos con cuidado.

Pues no nos valen excusas, que nos hemos puesto como una moto sometiendo al marqués, advirtió Montse. Ir tirando para la puerta y al hotel, que os hemos de dar un buen repaso todavía.

Los berridos de rabia de Doña Mercedes llegaron a los oídos de los cuatro amantes cuando se dirigían hacia el coche aparcado en el jardín.

Ya ha encontrado la señora a su marido, observó Laia.

¡ Y en qué estado..! Se choteó Montse partiéndose de risa, Arranca, Ramiro, que voy más caliente que una plancha

De pronto un caballo alazán cruzó el camino. La joven marquesa galopaba hacia la libertad llevando a la grupa a Andrés que, poco hecho a la equitación, se sujetaba al talle gracioso de su amada para no descabalgarse.