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La virgen de Agosto. Estrenando el culo de Montse.

en Orgías

Eran las cinco de la tarde cuando dos muchachas cargadas de mochilas y paquetes atravesaron la salida de la estación del Norte de la capital del Turia. Para su sorpresa, lo primero que se encontraron de cara fue una inmensa plaza de toros. Ojalá nadie las recordara ni las identificara como las dos streakers del numerito de Pamplona de tres semanas atrás. Por si acaso, cambiaron de dirección y se alejaron más de quinientos pasos antes de sentarse en un bar a tomar una cerveza. Enviaron la posición por el móvil y esperaron. En una hora, el flamante Audi A4 rojo de Gonzalo se detuvo a la puerta del bar y los muchachos bajaron veloces a saludar a sus enamoradas.

¡Que guapas estáis!¡Qué morenas!¿Pero, dónde os habéis metido, golfas? Y beso va y beso viene. Abrazos y piquitos a diestro y siniestro, ante la sorpresa del camarero que no conseguía establecer quiénes formaban cada pareja.

¡Vaya tela!¿Has visto, tío? “Bar Pegaso”. Después de la fonda de Dionisio ahora toca la cafetería Pegaso. Pronto nos vamos a perder en el “Monte de Venus”. Ramiro estaba exultante y feliz. Ni rastro de sus reproches a las dos activistas anti taurinas por su acto de protesta en la plaza de Pamplona. Laia observó que la banderita española había desaparecido del reloj de Gonzalo y se llevó la mano al cuello para comprobar que su chapita por la independencia ya no estaba allí, sino bien guardada en el fondo de su monedero.

No podían marchar de Valencia sin darse un somero garbeo por el famoso barrio del Carmen, así que aparcaron por allí cerca y empezaron a andar sin prisas, abrazados los cuatro o formando cambiantes parejas. Las calles de la ciudad vieja estaban desiertas a aquellas horas aún sofocantes y tardaron en encontrar establecimientos de ambiente abiertos. Por fin decidieron sentarse en la terracita de una antigua farmacia reconvertida en cafetería durante la transición y pidieron agua de Valencia, el delicioso brebaje que refresca y levanta el ánimo del viajero.

Es buenísima; en Barcelona no la hacen igual. Observó Laia. ¡Toma, ni en Madrid! Dijo Ramiro. Y además aquí, con vosotras tiene un sabor diferente y  pasó a demostrarlo con la práctica dando un profundo beso a Laia, haciendo que se mezclaran en sus bocas la saliva y el cóctel. Montse acariciaba con su pie desnudo la pantorrilla de Ramiro, que notaba como los pelos y la polla se le erizaban de gusto.

Unas gotitas se deslizaron de la copa al pronunciado escote de Montse, que lucía modelo playero sin biquini debajo, como tenía por costumbre. Ramiro se apresuró a pasar la lengua sobre aquella piel morena y tersa para recoger el líquido y conseguir de paso que los desvergonzados pezones de la catalana se pusieran duros como dos avellanas tostadas, lo que no pasó desapercibido al camarero que venía a retirar la jarra vacía. Voleu un altra, no? Preguntó sin dejar de mirar sonriente el empitonamiento que abultaba el vestido de la escultural morenaza. Si, si us plau. Contestó Laia con tono cortante ante el descaro del mozo. Ah! Sois catalanes? Preguntó al escuchar aquel modismo foráneo en lugar del habitual “per favor” de las tierras valencianas. No. Somos madrileños; y ves a buscar la jarra o vas a pillar una conjuntivitis de tanto fijar la vista, tronco, dijo Ramiro en un tono ligeramente amenazador. El camarero le sostuvo la mirada pero reculó en unos segundos cuando vio lo que asomaba por las mangas de la camiseta del atlético de Madrid: dos brazos como troncos y unas manos como palas que mostraban signos de enervamiento. Montse pasó la mano por la rubia cabeza de su amante mesetario, frotando la palma contra el encrespado cepillo que formaban sus cortísimos cabellos. Oye, guapo. Paso de machitos protectores, ¿entiendes?. Si no me gusta que me miren las tetas ya soy mayorcita para decírselo yo al pesado de turno. ¿Capici? Aunque sonreía, Montse estaba hablando muy en serio y Ramiro lo notó. Perdona, tesoro. No quería ofender tu alma feminista radical. Y Montse lo atrajo hacia si para estampar un húmedo y dulce beso de reconciliación en aquella boca acanallada que la ponía como una moto.

Cuando iban por la cuarta jarra y el duodécimo beso y el trigésimo segundo magreo, empezaron a sentir más calor que frío y comprendieron que era hora de reanudar el viaje o acabarían haciendo noche en alguna pensión del casco antiguo.

Eran las dos de la madrugada y Gonzalo conducía haciendo grandes esfuerzos para no dormirse. Ya se habían turnado dos veces Ramiro y él al volante. También habían errado en cuatro ocasiones el camino, por la puta manía de Gonzalo de demostrar que la Autopista de Peaje del Mediterráneo era perfectamente prescindible, y los catalanes y valencianos que reclamaban la exoneración del pago eran unos exagerados. ¡Si por la nacional se va de maravilla! ¡Y mira que pintoresco es el caminito éste! Ahora, ya harto, el concejal conservador había decidido renunciar a sus convicciones y lo que buscaba desesperadamente era una entrada a la AP 7, aunque Laia empezara con el sonsonete “Claro, en Madrid todo lo tenéis de gratis, pero aquí venga a pagar, venga a pagar. Y luego decís que no entendéis porqué queremos la independencia, y que no sé qué,…

Pero de momento todo eran vueltas y revueltas en una comarcal infumable que parecía el laberinto de “El resplandor”. Ramiro iba medio dormido al lado de Gonzalo y las chicas atrás en los brazos de Morfeo, pero bien agarraditas la una a la otra. El agua de Valencia había creado un estado de sopor que oscilaba entre el sueño profundo y una sensación de irrealidad, reforzada por las tinieblas, la vegetación y el mal estado del firme, que no lo era tanto.

El frenazo los pilló desprevenidos y el grito de Gonzalo les hizo saltar como muelles en los sillones del coche. La carretera pasaba allí por delante de una pequeña y destartalada casucha iluminada por una triste y solitaria bombilla. No del todo, realmente. Justo debajo de la bombilla la figura de una mujer se proyectaba sobre el deteriorado asfalto. El único detalle evidente era una enorme cabellera rizadísima, de las que sólo los africanos y sus descendientes por todo el mundo lucen habitualmente.

Se intuía también en la desconocida una estatura elevada, no justificada por tacones u otros implantes, ya que sus oscuros pies aparecían casi desnudos, contenidos por unas leves chanclas.

Su cuerpo venía cubierto por una tela de vivos colores, de la que emergía un brazo que extendía hacia delante, con el puño cerrado y el dedo pulgar apuntando hacia arriba. Aquello podía significar dos cosas: Que les felicitaba por no haberse despeñado ya por algún precipicio o que estaba haciendo autoestop. Gonzalo entendió que era mucho más probable lo segundo, a pesar de lo inhóspito y aislado de aquel paraje y fue por eso que se detuvo en seco y masculló “¡La madre que la parió! ¡Vaya susto!” A contraluz vieron acercarse el bulto arrastrando una mochila que, de puro vieja, parecía rescatada de la última campaña de Julio Cesar en las Galias; La joven habló con marcado acento francés.

Por favor, ¿pueden llevarme? Voy en dirección a Almería. Quería ir andando hasta Oliva (Olivá decía ella) pero me perdí y se hizo la noche. Tengo miedo de ir por aquí. No sé ni qué hora es. ¿Puedo subir? Y ya estaba sujetando la manilla de la puerta de atrás. No podían negarse, claro. La muchacha se sentó con las otras dos chicas y se presentó Me llamo Marie N’gobà. Un placer. Y estrechó solemnemente la mano de las dos catalanas, que correspondieron educadamente, presentándose ellas y haciendo lo propio con sus acompañantes.

La luz cenital del coche iluminó el rostro de Marie N’gobà el tiempo justo que tardó en abrir y cerrar la puerta, lanzando con energía al maletero la vetusta bolsa. En unos segundos reinó de nuevo la oscuridad, pero la impresión que causó la fugaz visión de las facciones de la muchacha fue duradera. ¡Era bellísima! Podía parecer casi una niña por el tamaño desmesurado de sus ojos, negros, algo rasgados y abanicados por unas pestañas increíblemente largas y rizadas. La nariz era indudablemente africana, así como la boca, pero ambas cosas endulzadas por unas influencias europeas que habían dado el punto justo de exótica belleza a aquella ninfa surgida de la noche.

Pronto un olor intenso invadió la cabina del Audi, acabando de despertar a los dos señores que se pusieron muy tiesos en sus asientos. Al primer golpe de olfato, parecía evidente que Marie no se había duchado demasiado los últimos días. Un olisqueador más sutil habría identificado además un perfume de mujer intenso, con aromas de jazmines y violetas y algo más exótico y contundente debajo. El perfumista Grenuille inmortalizado por Süskind, habría advertido también los efluvios inconfundibles de una joven hembra en celo, que había vertido una buena dosis de flujos en sus braguitas y no se las había cambiado en dos o tres días.

Sin llegar a captar tantos matices, Gonzalo y Ramiro sintieron que el palo se les ponía más tieso que la espalda y Laia y Montse empezaron a removerse inquietas, como buenas bisexuales, sintiendo que una bandada de estímulos se precipitaba sobre ellas repartiendo picotazos por toda su piel.

Ahora viene una curva muy cerrada, ten cuidado advirtió la francesa que parecía conocer el camino. Aquello les recordó a todos a la antigua leyenda urbana de la autoestopista fantasma que avisa de la curva mortal, aunque Marie era una dama negra y no blanca. Montse aferró la mano de Laia y Ramiro asió con fuerza el freno de mano cuando la muchacha habló de nuevo. Esa es la curva en la que.., Me maté hace un año; y luego desaparece sin dejar rastro” Se dijeron los cuatro, que conocían bien el mito. .. me dejó tirada el salaud de la Renault (genó) que quería hacer cosas conmigo por haberme traído hasta aquí. Le pegué así y arreó un sonoro puñetazo en el borde del asiento del conductor, espantando a Gonzalo, Y salí corriendo hasta llegar a la luz que hay arriba, pero en la casa no había nadie.

Por fin avistaron la autopista salvadora y se detuvieron a llenar el depósito y a comprar unas coca colas. De vuelta al coche, Montse pidió a Ramiro que se sentara a su lado, para dejar que Laia pudiera hablar un poquito con Gonzalo, que seguía al volante. Ramiro ocupó el centro del asiento posterior, con Marie a su izquierda y la catalana bien arrimadita a él, a su derecha. Montse se puso el añorado brazo del triatleta sobre los hombros y acercó la cara a la del mozo, que pronto empezó a besarla con pasión contenida, dada la presencia tan próxima de la francesa. Después de unos piquitos y achuchones, el sopor volvió a apoderarse de los viajeros. Laia lo combatió poniendo música y cogiendo de la mano al conductor, que sentía que volaba por la oscura autopista, escuchando a Rosario y estrechando los dedos de su angelical amante catalana . Ramiro se durmió casi en el acto con la cabeza apoyada en la de Montse.

De pronto se despertó al sentir que una mano removía su entrepierna por encima del pantalón. Para, tesoro, que no estamos solos, musitó cariñosamente al oído de Montse, pero un ronquido sordo fue toda la respuesta. Abrió los ojos y se quedó de piedra al descubrir que su amante catalana tenía los brazos cruzados sobre el pecho.

Giró el cuello lo justo  y pudo contemplar otra mano, grande y oscura, sujetando con firmeza sus genitales sobre el pantalón. Volvió la mirada a la izquierda para sentir cómo se le hundía la nariz en una espesa mata de pelo rizado y oscuro posada sobre su hombro y le inundaba el calor rítmico de la respiración de Marie, aparentemente dormida, pero dueña y señora de su miembro viril, que empezaba a rendirle pleitesía poniéndose en pie y descubriendo su húmeda cabeza, que ella masajeaba siguiendo el vaivén del coche. No había evidencia de fingimiento, pero a Ramiro le pareció mucha casualidad que la francesa le metiera mano en sueños. Aunque cosas más raras se han visto.

Sus brazos estaban atrapados, uno entre Marie y él y el otro en torno a los hombros de Montse. Sin poder retirar los dedos de la intrusa de sus atributos viriles, Ramiro intentó girar el cuerpo para hurtarle el paquete, pero el cuerpo de Montse le bloqueaba. Así que se resignó a seguir sintiendo el calorcito y la fricción y, para acompañar un poquito las nuevas sensaciones, abrió su mano izquierda bajo la nalga de la negrita, que no se resistió al contacto. Sólo una fina tela separaba las pieles, dura y callosa la de él, suave y aterciopelada la de Marie.

Viendo que la situación parecía segura, Ramiro empezó a mover su mano alrededor del culo, que sentía extraordinariamente duro bajo sus dedos, siguiendo la goma de las bragas por detrás, hasta que el índice y el corazón palparon algo tan grueso, que el pobre muchacho se quedó helado pensando que eran unos testículos. Pero con un reconocimiento más meticuloso, descubrió que se trataba de un labio mayor femenino enorme. En todo el trayecto no encontró ni un pelo, lo que le hizo comprender que Marie era partidaria de la moda del chocho-liso. Rebuscó más a fondo y sintió a través de la tela del vestido cómo una humedad viscosa resbalaba por sus dedos.

La chica separó en sueños un poco los muslos, (qué casualidad!) y los dedos pudieron ahora recorrer la húmeda autovía, desde el rugoso orificio posterior hasta el prodigioso garbancito que coronaba por delante aquella fantástica vulva afro-gala.

La polla de Ramiro estaba ya al límite. Una escuadra de feromonas se abatía sobre las narices del atleta y la mitad de sus neuronas, las del cerebro primitivo, bailaban gozosas pidiendo un orgasmo apoteósico. Por suerte, la otra mitad, las más evolucionadas, aconsejaban un poco de prudencia y no dejaban que el pene tomara el mando de la situación. Pero las paleolíticas lanzaron una última descarga nerviosa con lo que Ramiro sintió que perdía el control y lanzó sus dos deditos a fondo, en busca del punto G o de cualquier cosa parecida que se ocultara en aquella apabullante vulva. Entonces, de repente, todo se desvaneció. Marie cerró los muslos y giró el cuerpo hacia la izquierda, dando la espalda al chico, que tuvo el tiempo justo de sacar sus dedos del pringoso cepo. La negra mano se retiró, dejando a su temblorosa presa a punto de caramelo, pero sin poder consumar la corrida cataclísmica que se presagiaba.

Justo a tiempo. En ese momento Laia giró la cabeza y anunció que el viaje llegaba a su fin

Habían completado satisfactoriamente el recorrido hasta Denia. Ramiro se apresuró a seguir a Montse i a Laia fuera del coche, a ver si estirando las piernas se le contraía el carajo, que estaba  a punto de reventar las costuras del pantalón. Dejaron a Gonzalo al cuidado de la bella durmiente, que no parecía advertir que el coche se había detenido.

Estaban frente al hotel donde su amigo Ximo había vivido las últimas semanas. Su objetivo: recoger la llave del torreón. Mientras Laia y Montse se identificaban al recepcionista de noche y recogían  las llaves de la torre, Ramiro pidió permiso para utilizar los lavabos. Allí remojó sus genitales con abundante agua fría, orinó i se echó más agua en la cara, hasta conseguir recomponerse.

De vuelta al coche se encontraron a Marie despierta, comiendo galletas y charlando con Gonzalo, que no parecía disgustado de ver el asiento posterior de su Audi llenarse de miguitas, contra lo que era habitual, ya que tenía normas estrictas sobre comer, fumar o follar dentro de su flamante vehículo.

Ramiro recuperó la plaza de copiloto con un suspiro de alivio y las tres chicas se colocaron de nuevo juntas en el asiento  trasero, donde se repartieron las galletas como buenas amigas.

Emprendieron de nuevo el camino, ahora hasta Xàbia, y se plantearon qué hacer con la autoestopista. Eran casi las tres de la madrugada y no parecía que la muchacha estuviera en condiciones de financiarse un hotel, así que Laia i Montse le ofrecieron pasar la noche con ellos.

Marie aplaudió entusiasmada y desplegó su boca en una sonrisa que podía fundir el hielo, mostrando sus dos hileras de blancas perlas casi al completo.

Consiguieron encontrar los molinos con dificultad, siempre subiendo y subiendo y mirando de no confundirse de camino. Algunos de los torreones, muy derruidos, quedaron descartados a primera vista y el suyo, el de Ximo, apareció finalmente, majestuoso, con los cuatro cipreses al norte, como en la foto que había enviado.

Era un edificio de unos diez metros de alto por seis de diámetro, construido y reconstruido en piedra, con grandes bloques macizos y muy pocas aberturas, aunque muy bien situadas, como veremos. Abrieron sin dificultad la moderna cerradura y lanzaron exclamaciones de asombro y alegría al ver los bellos interiores de la torre. La planta baja disponía de un comedor rústico y una cocina con potentes extractores y un ventanal que daba a la montaña. Subiendo por una escalera adosada a la pared, se accedía a un baño con ducha y otra dependencia que hacía de váter, con la clásica “comuna” o “comú”, un banco de madera con un agujero y una utilísima tapa. En este caso, la comuna era individual por razones de espacio y de evolución de las costumbres, por lo que ya no era posible dialogar con la esposa o el abuelo mientras se defecaba cómodamente sentado.

En el segundo nivel había un despacho muy funcional, con un ordenador y algunos libros, revistas, posters. Era el universo personal de Joaquim Riera, poblado de figuras mitológicas, grabados históricos, ilustraciones de cómic europeo, americano y japonés, novelas, ensayos, poemas y docenas de revistas y comics.

Aquí trabaja Ximo, informó Montse, así que mejor que no entremos si no es imprescindible, y cerró la puerta con cierta severidad en el semblante.

Y más arriba, les esperaba la guinda del pastel, un precioso dormitorio circular con una cama de dos por dos, una claraboya que dejaba entrar la luz de las estrellas y un ventanal alargado de tres metros que daba directamente al mar.

Quedaba la duda de cómo organizarse para dormir, pero Laia encontró enseguida la solución. Mira Marie, aquí en el comedor hay un sofá muy cómodo. Te lo arreglo en un momento y puedes quedártelo. Nosotros ya nos repartiremos el sitio en la sala de arriba. Sin dar muchas explicaciones ni opción a discutir.

Mientras organizaban el equipaje pudieron contemplar a gusto a la francesita. ¡Era una tiarrona! Quizás un poco más alta que Laia incluso; casi como Ramiro. Sus brazos eran fuertes, como los de una atleta y el cuello largo y elegante, como el de un cisne negro. El rostro era aún más bello a la luz de las lámparas y el pelo azabache mostraba reflejos castaños naturales, como queriendo resaltar la maravillosa obra de mestizaje que se había realizado en Marie. Su piel estaba entre la vainilla y el chocolate, aunque, de momento, sólo los brazos y la cara eran visibles.

Se movía con la elasticidad de una pantera, aunque cuando pasaba cerca de alguien,  el aroma recordaba más a un tigre. Todos respiraron literalmente mejor cuando anunció que iba a ducharse. Esperaron en el dormitorio a que el baño quedara libre, oyendo los canturreos de la mulata mientras se enjabonaba, lo que por algún motivo desconocido para los demás, parecía enervar a Ramiro, que no se quitaba las manos de la entrepierna.

Bajaron a utilizar el váter y la ducha de uno en uno y reunidos después arriba, envueltos en sus toallas, Ramiro mostró su impaciencia deshaciéndose de la suya y arrancando de un tirón la que cubría a Montse.

El chico se recreaba normalmente en los preliminares, pero esta vez parecía poseído por un deseo irrefrenable. Montse aún no se había empezado a mojar (¡cosa rara!) cuando notó el ariete de su amante percutiendo las puertas de su fortaleza vaginal. Oye, ¿Qué te pasa? La tienes como un burro. ¿Te encuentras bien? ¡Hostia! Ya veo que sí… La dura tranca se acababa de abrir camino a través de las poco humedecidas paredes de la morena, que sintió un escalofrío por el dolor, pero no tardó en comenzar a segregar jugos a contra reloj para facilitar el bombeo de su amante.

Gonzalo, más romántico, iba rozando con las suyas las mejillas de la rubia y la besó con gran suavidad, excitándola con las caricias de los dedos sobre su piel.

Ya tomo precauciones, informo ella en un susurro, así que quiero que te corras dentro. Y pronto. Laia no quería más prolegómenos después de tres semanas de excitación no satisfecha debidamente. Ya había tenido muchas dulzuras y ahora quería que le dieran caña, que la agitaran como una coctelera y la llenaran de lechita tibia hasta que su gruta desbordara de espuma blanca. Obediente, se despojó él de toalla y blandió su blanco alfanje curvo en busca de la vaina perfecta que ya se preparaba para recibirlo, húmeda y caliente. Gonzalo era muy ansioso y solía correrse demasiado pronto, pero el saber que podía hacerlo tranquilamente pareció relajarlo y cabalgó feliz retrasando el momento final. ¡Que satisfacción sintió cuando Laia empezó a reclamar su leche para hacer coincidir la eyaculación de su amante con su propio y monumental orgasmo!

Espera, espera un poco, no seas cabronazo, Ramiro, aaah! No te corras aún, ahh, qué gusto!! Espera, espera que me voy ahh!. La violencia del asalto había enloquecido a Montse, que estaba experimentando un orgasmo brutal, provocado por la urgencia de Ramiro

Sin dejar que su tranca se ablandara, Ramiro se lanzó sobre Laia como si no acabara de correrse dentro de Montse, y ésta se hizo cargo de Gonzalo chupando su pringoso pene antes de que empezara a perder consistencia, consiguiendo así tenerlo listo para el uso en un momentito. Se colocaron ahora las dos amigas en cuatro, como yeguas dispuestas al sacrificio, enfrentadas sus caras y morreándose en el centro  de la cama, y los jinetes de rodillas, detrás cada uno de su montura y blandiendo amenazadores la fusta.  El rubio triatleta madrileño atacó la retaguardia de la angelical Laia, que gimió de la impresión al notar entrar aquel trozo de carne, mucho más grueso y duro que el que acababa de catar.

Montse quería probar con Gonzalo aquello que no le proponía a Ramiro. Métela por el culo, cielo; Venga, que me hace ilusión. Gonzalo sintió un estremecimiento en la polla al oír la solicitud. Apuntó al objetivo, pero retrocedió enseguida. No puedo Montse, está muy seco.

Pues vaya problema. Es que tenéis muy poca imaginación. Y, sacando con los dedos una buena dosis de jugos y de esperma del fondo de su vagina, procedió a embadurnarse el ano.

El semen ajeno no era un lubricante muy del gusto de Gonzalo, pero, tratándose del de un amigo íntimo, se resignó a utilizarlo, a falta de mantequilla. Nunca había practicado la sodomía activa ni pasiva, claro está, pero ya estaba lanzado a una espiral de perdición. Se confortó pensando que era casi imposible pecar más gravemente de lo que ya había hecho en las últimas semanas y se concentró en las nuevas y maravillosas sensaciones. ¡Qué diferencia de dureza entre aquel agujero y el que él transitaba habitualmente! La dolorosa presión era insoportable, aunque por alguna razón, él la soportaba, mientras sentía corrientes eléctricas recorrerle su propio culo y la parte interna de los muslos. Ahora muévete. ¡Vamos!. Montse llevó sus dedos hacia el clítoris  y empezó a masturbarse furiosamente, convirtiendo en placer la dolorosa profanación rectal.

Ay, Laia! No me.. la pots… menjar?, si us.. plau, que em moro.. de gust…! Pidió la sodomizada entrecortadamente, al ritmo de las acometidas del concejal conservador. ¡Qué caliente me pongo cuando habláis catalán! Anunció Gonzalo zurrando las nalgas de Montse y sintiéndose azote del separatismo. Tú no te pases, pepero, que te arranco los huevos, y Montse los sujetó con firmeza pasando entre sus piernas la misma mano que antes acariciaba su sexo. ¡Perdona, perdona! Ya paro. Gonzalo dejó de fustigar los redondos y duros glúteos. No, no. ¡Sigue pegándome, pero sin decir chorradas!

Para satisfacer a Montse, Laia descabalgó a Gonzalo y se tendió boca arriba. Con dificultad, buscó el sexo tan conocido y apreciado de su amiga. Cplpcó dos amohadas bajo sus rubos cabellos, para llegar con comodidad al adorado chocho de su colega. Libres las manos, tiró de las dos anillas vaginales y hundió la lengua en la raja, viendo pendular ante sus ojos los queridos testículos de su concejal favorito, que iba y venía, taladrando con solvencia y ofreciéndole simultáneamente a la afortunada una más que satisfactoria sesión de spanking.

Ramiro buscaba su lugar en el mundo y lo encontró gracias a su gran flexibilidad, que le facilitó poder penetrar de nuevo a Laia haciendo la postura de la cobra, lo que le permitía besar a Montse y follar a su amiga a la vez, una sensación maravillosa, que le hizo descargar copiosamente en el rubio chochito, llevándose por contra un par de mordiscos en los labios de la descontrolada morenaza.

Se derrumbó la composición cuando Gonzalo empezó a bramar y a inundar de semen el recto de su amiga (fue entonces cuando Ramiro recibió las caricias de los dientes de Montse). Cayeron formando una amorosa melé y tardaron unos minutos en recuperar el resuello, tendidos felizmente en la inmensa cama.

La Marie debe estar alucinando con el follón, comento Montse. ¿Le decimos si se apunta?. Montse siempre tenía que estar al frente de la escuadra del desmadre. En este caso no encontró eco a su propuesta: Laia era más recatada y a los mozos no se les levantaba ya ni la cabeza, menos aún podía levantárseles el pito.

Dejaron pues de follar y empezaron a charlar, que también se puede hacer tal cosa en un gran lecho bajo el cielo estrellado.

Mi madre está mejor. De hecho, mucho mejor, comentó Gonzalo. No sé si es la medicación del dolor o algo así, pero se pasa el día cantando en la clínica.

Si, corroboró Ramiro,  y a mí empezó a abrazarme y a darme besos el otro día, que yo ya le iba a decir “señora, que no tiene usted edad”. Ah! Y explica lo de Constancio.

¿Constancio? Se asombró Laia. Hostia, es que tenéis unos nombres en Madrid, que yo flipo.

Tu calla, princesa prometida, y Ramiro le metió un dedo en la boca juguetón.

Pues el tal Constancio es un músico de orquesta, no recuerdo cuál, pero de las importantes. Toca el clarinete. Resulta que estaba haciendo rehabilitación con mi madre, y como se ven cada día, pues nada, que ha surgido el cariño entre ellos. Y del cariño han pasado a algo más, según me denunció la hermana. No la mía, la monja que está encargada de la planta. Gonzalo explicaba el caso con una sonrisa divertida, pero ciertas vacilaciones del discurso denotaban que le costaba asumir la liberación sexual de su madre.

¿Cuántos años tiene? Se interesó Laia que adoraba a los viejecitos.

Bueno, sólo setenta, informó Gonzalo, pero como es tan formal, tan…

..tan carca, remató Ramiro, ¿para qué irnos con eufemismos?

¿Y se lo hace con el clarinetista?¿Qué hacen exactamente? Montse morbosa.

No, nada, el hijo quitando hierro al asunto. Dice Sor Fidelia que los han pillado en la cama ya dos veces. Me han amenazado con echarla de la clínica, que es de religiosas, y ya se sabe.

Pero, ¡eso es una gran noticia! Se alegró Laia. Si se tienen cariño, como dices…

Era normal que llegara el roce. Siempre es al revés. Dicen que el roce hace el cariño, pero yo creo que es a la inversa, se cachondeaba Ramiro.

¡No lo dirás por nosotros! Antes de darle un beso a la Laia ya le estabas pasando la lengua por el culo, ¡marrano! Montse rodó sobre el colchón para morderle el cuello a su amado triatleta recordando los hechosde Pamplonade unas semanas atrás..

¡Hala! Sed buenos que yo voy a hacer pipí. Oye, el cielo azulea allá en oriente. Vamos, que se hace de día, troncos. ¿Qué hora es? Gonzalo se movió hacia un extremo de la cama y se puso de pie.

Las seis y media. Informó Laia bostezando. Hemos de dormir un poco, o si no mañana

Mañana es ya hoy, sentenció Ramiro con los ojos cerrados.

Gonzalo salió del cuarto desnudo y en la semi penumbra, alumbrado sólo por una diminuta lamparita de cabecera.

Bajó la escalera con cuidado y entró en el curioso y ancestral retrete. Un vistazo hacia el comedor le había permitido vislumbrar, a la luz de un pequeño aplique de la pared, un bulto envuelto en una sábana blanca sobre el sofá. Marie dormía como un angelito con las alas plegadas.

Meo largamente y con gran alivio y se pasó un poco de agua por sus castigados genitales.

Ya de vuelta echó un último vistazo al piso de abajo y casi se cae de la escalera. En el breve transcurso de la meada y la ablución, el bulto blanco se había desplegado y una auténtica aparición se manifestaba ahora sobre el sofá. Un cuerpo oscuro y fibroso, con piernas de atleta olímpica, cintura de avispa, brazos de bailarina contemporánea y pechos de órdago a la mayor, se estiraba allí, bien extendidas y separadas todas sus extremidades, lo que permitía vislumbrar una vulva descarada, prominente y lampiña, lo que hacía aún más espectacular su tamaño.

Gonzalo se sujetó al pasamano de la pared, ya que no había barandilla, para no precipitarse al vacío y caer sobre la bellísima durmiente con fatales consecuencias. Sintió leves corrientes hormigueando por sus testículos, que se convirtieron en feroces descargas eléctricas cuando Marie empezó a frotarse con la mano su pelada vagina y exhaló un gemido ronco y sensual. Su otra mano pellizcaba un pezón, tan negro y tan duro como un grano de café.

Sobreponiéndose a la emoción, Gonzalo dio media vuelta con gran dolor de su corazón y firmes protestas de su pito, y subió la escalera hacia el dormitorio comunal.

 (Continuará y el desmadre crecerá)