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El mayo florido (1)

en Hetero: General

La muchacha de cabellos de plata se tensó como la cuerda de un arco al sentir con tremenda fuerza el pene del barbudo atlético en su vagina. Estaba muy húmeda en realidad, pero después de semanas sin practicar el sexo, su intimidad no tenía la flexibilidad necesaria para acoger aquella verga tan gruesa.

Javier estaba descontrolado. No se tenía por un hombre apasionado pero aquella noche se sentía desatado por la belleza de aquella muchacha y por lo inesperado del encuentro.

Cuando ella se había quitado la ropa, la visión de aquel par de perfectas semiesferas, a medio camino entre la naranja y el melón, con la pálidas areolas sonrosadas, aquel cuello largo y esbelto, los hombros firmes y el ombligo redondo y profundo, le habían extasiado. ¡Madre mía! Era lo único que había podido articular antes de lanzarse a estrechar aquella maravilla de la naturaleza, a devorar sus labios y a empujarla sobre la dura cama de la habitación del hostal.

Ella no había opuesto resistencia, se había quitado las bragas con dificultad y había dejado que él entrara en su cuerpo sin evaluar primero el trozo de carne que ahora la estaba taladrando ferozmente.

El torso peludo de Javier  le producía un cosquilleo general y la larga y poblada barba frotaba su cuello, sus senos, toda su cara, que él recorría extasiado, suspirando de placer.

Perdona, Amparo. ¿Te hago cosquillas? Es que no me esperaba que… Si lo sé, me afeito y me paso la rasuradora, iba diciendo entrecortadamente, al borde del orgasmo.

Ella era una persona más que inteligente. Su coeficiente intelectual rayaba en la genialidad; Pero aún sin ser una superdotada, se hubiera dado cuenta de que si aquel hombretón llevaba sin hacer el amor desde la última vez que se afeitó, iba a ser difícil que se contuviera mucho. Llevo un DIU, comento oportunamente. Ya; ¡Qué bien! Celebró él entre dientes. Y la besó con tal fuerza que pareció fuera a arrancarle el alma por la boca.

Ella creía que el hombre estaba ya muy excitado cuando la penetró, pero después de recibir el permiso para eyacular, Javier se revolvió como fiera encima de una frágil presa haciéndola sentirse gacela devorada por un feroz león.

Ya sin control alguno, él se había lanzado a un bombeo rítmico de una cadencia infernal, derramando lo que parecían litros y litros de semen caliente dentro de la ofrecida vagina.

Estaba terriblemente excitada, además de desbordar satisfacción y orgullo femenino por los efectos de sus encantos eróticos en aquel atractivo y aparentemente estoico macho. Sin embargo, sabía que no tendría un orgasmo en aquella posición. Nunca lo tenía si no podía frotarse ella misma el clítoris. La psicóloga le había dicho que aquello era parte de su personalidad controladora y tenía que ver también con sus dificultades para formar una pareja estable. ¡Monsergas!. Ella era clitoriana congénita y disfrutaba con su pene en miniatura igual que cualquier varón.

Javier se derrumbó sobre ella como un inmenso peluche y ella lo abrazó y lo consoló como a un niño que ha perdido su pelota, sin que verga y vagina deshicieran su tierno abrazo.

Amparo, perdona, le susurró él al oído; Normalmente no me porto así en la cama, pero tú me pones verraco total.

Ya, admitió ella con media sonrisa de ironía. ¡Vaya expresión esa de verraco! ¿De qué parte de Aragón era Javier? Seguro que de alguna aldea perdida donde cerdos i cerdas copulaban por las calles alegremente. Se echó a reír sin querer con la ocurrencia y la verga blandita se escurrió fuera de la vulva con los espasmos del diafragma.

¿De qué te ríes? Él la miraba con aquellos ojos de niño travieso, vacíos de sorna y rebosantes de inocencia.

De nada. Levanta que he de ir al baño.

Al hacerse a un lado, Javier contempló por primera vez por completo el cuerpo desnudo de su amante. La siguió con la mirada, ¡”Virgen Santa, qué culo”!, y la vio perderse en el minúsculo lavabo.

Sentada en la taza, sintió toda la aprensión que antes había enmascarado el deseo. El suelo de goma estaba hecho cisco y bastante sucio. El váter podía pasar, pero mejor orinaba rápido. Mientras contraía los músculos vaginales y sentía el goteo del semen en la taza, miró la ducha, que desprendía un intenso aroma a lejía y se hizo el ánimo, ya que no había allí bidé ni cosa parecida. Pisó el plato con aprensión y dirigió el chorro hacia su entrepierna dejando fluir el resto de la leche entre los muslos. Aquello le produjo un escalofrío de placer y empezó a acariciarse el clítoris inconscientemente. Al menos el agua estaba caliente y sus pezones reaccionaron con entusiasmo hinchándose como globitos. Aquellas areolas suyas la avergonzaban un poco. Parecían madalenas cuando se excitaban, como ahora.

No recordaba haber estado jamás en un antro como aquel, ni siquiera cuando recorría Europa con la mochila al hombro en su época de estudiante. Salió pisando sólo con los talones y volvió a la cama con Javier. El cuartito debía tener seis metros cuadrados como mucho. Había humedad en el techo, una cortina de los tiempos del rey Witiza y mugre arrinconada entre el zócalo y las paredes, recubierta de pintura y añadida lustro a lustro y capa a capa. Sin embargo, no se habría sentido tan bien en la suite del mejor hotel de París o Nueva York. El causante de tal bienestar se mesaba la barba en el camastro revuelto, mirándola con el arrobo de un pastorcillo que ve a la Virgen bajar de entre las nubes.

Se sentó a su lado y le dio un beso rápido en la boca. Venga, échate, ordenó empujando al barbudo sobre el lecho. De rodillas ante él, inspeccionó un poco más a fondo a su amante circunstancial. Era un tipo delgado y nervudo. Los músculos resaltaban bajo la piel sin presentar gran volumen. Lo que hacía más gracia eran aquellas piernas escrupulosamente depiladas, como corresponde al atleta urbano moderno, en contraste con unas ingles velludas y un tronco hirsuto, sin hablar de la barba castaña con mechas rubias y el rizado cabello que formaba un flequillo encaracolado y cubría las orejas derramándose sobre los anchos hombros.

En medio de todo, ¡al fin podía verla!, una polla oscura y gruesa, como una especie de morcilla, que ahora no parecía tan temible en estado de reposo.

Sin más prolegómenos, tomó entre los dedos aquel instrumento del placer y lo frotó suavemente sin percibir respuesta alguna. Miró a los ojos a Javier y esbozó una sonrisa de suficiencia. Su boca descendió de nuevo hacia la boca del hombre sin soltar la presa de la mano. Le dio lentos lametones gatunos y fue bajando hasta el cuello y el pecho. Allí optó por cerrar los labios para no tragarse algún pelo, pero siguió acariciando el torso hasta llegar a su blando objetivo, que empezaba a hincharse, sujeto en la palma de su mano izquierda.

Echó hacia atrás el prepucio y vio emerger aquella florecilla rosada que un momento antes la taladraba sin piedad. Era el momento de la revancha; sus labios reconocieron el terreno y su lengua exploró los sabores mezclados allí. Sí, se notaba el gusto ácido de los jugos vaginales sobre el del semen, salado y algo amargo. Adelante. La chica se introdujo en la boca la mitad y apretó suavemente entre la lengua y el paladar.

Javier estiró los brazos extasiado y su mano izquierda se cerró sobre la pantorrilla femenina.

La mente puede recrear en dos segundos un recuerdo y el lenguaje precisa de mil palabras para describirlo. Algo de eso va a pasar aquí. Apenas un segundo en la mente de Javier, y yo necesitaré cincuenta líneas para evocároslo.

Javier sintió por segunda vez en menos de veinticuatro horas la consistencia de aquellos gemelos. Era lo primero que había tocado de la chica. Le vino a la cabeza la imagen del grupo de corredores trotando hacia la meta. Había sido aquella misma mañana. Él y su amigo Jesús iniciaban el último esfuerzo, cuando una joven que corría unos metros por delante había empezado a cojear y abandonado la calzada. Parecía una muchacha frágil, con una cabellera corta de color rubio platino y muy delgada. En aquella parte del recorrido no había puestos de socorro y los corredores venían ya tan cansados que ninguno se veía con fuerzas de echar una mano. Javier se detuvo y habló con ella mientras la observaba. Le impresionaron los ojos grandes y grises y más aún la boca, con una barbilla pronunciada y un gesto de determinación en los labios, que ahora se torcían contrariados. ¿Es un pinchazo en la pantorrilla? No, contestó la chica, sólo se me ha subido el gemelo, pero me duele mucho. Está bien, túmbate allí, indicó él, señalando una valla de piedra a un lado de la calle. No te preocupes, sigue corriendo, ya se me pasará, decía ella con la voz quebrada por la rabia; Hazme caso, insistió él. Y le había obedecido. ¡Sigue, Jesús, que te pillamos en un plis plas! Le gritó al compañero.Acostada en la camilla improvisada había visto cómo el muchachote de la barba le hacía bailar la pierna fácilmente sujetándola por el pie; luego le había aplicado un suave masaje en la pantorrilla y se la había estirado doblando el pie hacia abajo. Vamos a probar, ¡venga, arriba!

Empezaron andando. Le seguía doliendo pero al menos podía poner el pie en suelo. A los cinco minutos ya podía trotar y en cinco más se encontraron a Jesús, parado al lado del camino, jadeando como un perrillo. ¡Venga, tú! ¡Se acabó lo bueno! ¡A correr! Gritó su amigo.

Los últimos mil metros fueron agónicos. Javier iba tirando de los otros dos, adaptando su ritmo y dando ánimos. Al cruzar la meta, la muchacha del cabello plateado  le había abrazado sin importarle unir sus caderas en un gesto de insólita intimidad. El olor a sudor de los dos se fundió alcanzando sus narices y algún escondido rincón de sus cerebros primitivos, esos acúmulos de neuronas que los siglos han recubierto de urbanidad, lógica, reflexión y espiritualidad, pero que siguen estallando como cohetes verbeneros cuando perciben el intenso aroma del cuerpo de otro ser que nos llama a la cópula. Tras unos segundos de desconcierto y unas miradas de agradable sorpresa entre ellos, él preguntó ¿Cómo te llamas? Ella vaciló un momento. Quizás no le parecía correcto dar su nombre a pesar de que sus olores corporales ya se estaban cortejando. Al fin habló: Amparo, me llamo Amparo, ¿y tú? Él sonrió al decir: Javier.

Javier se fue a abrazar a su amigo. ¡Aquello sí que fue un abrazo estrecho! Amparo presenció una escena extrañamente emotiva. Jesús lloraba a moco tendido y Javier también vertía alguna lagrimilla. ¿Serán gays? Se preguntó por un momento… Pero una mujeruca rolliza y acalorada vino a desmentirlo apartando corredores a su paso hasta conseguir sumarse al abrazo de los amigos. Luego Javier se separó y se acercó de nuevo sonriente, dejando que la recién llegada pudiera magrear y besar a su antojo a su marido, que eso era.

Mientras Javier recordaba tendido en la cama de la pensión, la boca de ella liberaba el pene ya hinchadísimo, aunque la mano seguía presionando la base. Empezó a dar suaves toques en los testículos con la punta de la lengua y el recuerdo de Javier se desvaneció.

Mientras ensalivaba aquel escroto peludo le vino a la cabeza una palabra fea: Leucemia. Eso le había dicho Javier cuando caminaban en dirección al centro de Vitoria. El matrimonio iba unos metros adelantado y lo soltó en un susurro cerca del oído de ella: Jesús ha tenido leucemia. De las malas, además. Pero de eso hace dos años, mira. Cuando estaba peor con la quimio y con oxígeno y unas infecciones, que yo que sé, le dije “Jesús, al año que viene no, pero al otro estamos tú y yo haciendo la media de Vitoria. Y al siguiente, la maratón”.

Aquella confidencia había incomodado a la chica. Primero pensó que era por la indiscreción del comentario, “si apenas nos conocemos…”Pero mientras caminaban en silencio los cuatro, comprendió que el motivo del incomodo era otro. “Altruismo” aquella era una de las cosas que había desterrado de su vocabulario práctico diez años atrás. Había sido una decisión dolorosa, difícil, pero necesaria para hacer el paso de la dirección técnica a la dirección ejecutiva.

La pija, de nuevo tiesa como un cayado de pastor, sacó a Amparo de su ensoñación. Consideró que ya estaba el ariete preparado para el asalto, se incorporó y montó a horcajadas sobre el hombre introduciendo el miembro hasta el nivel deseado. Ahora controlaba ella el ritmo y  la profundidad.

Javier estaba en la Gloria, con las sensaciones que recorrían su polla y las preciosas vistas que se le ofrecían. Aquellos pezones hinchados y las areolas congestionadas, bailando ante sus ojos, parecían realmente pequeñas madalenas. Tiró de ella hacia abajo y acercó vorazmente la boca a aquel desayuno exquisito. Los lametones y los pequeños mordiscos pusieron a cien a la chica. Cuando se incorporó de nuevo, la mano derecha bajó hasta su clítoris y empezó a frotarlo provocando auténticas descargas eléctricas que le recorrían todo el cuerpo. Al no hundirse hasta el fondo la verga, había espacio suficiente para meter los dedos y frotarse a su gusto.

La mano vibraba como si estuviera acumulando energía en un juego de la PlayStation. En el último momento dejo caer su bonito culo hasta que la polla se hundió profundamente dentro de ella, dejando los dedos atrapados entre su pubis y el de Javier. Con un mínimo movimiento, el orgasmo estalló en la base de su vientre mientras una nueva descarga de semen regaba su matriz y la espiral que la protegía. Amparo cayó desmadejada sobre el torso peludo, jadeando y aferrando la sábana con los dedos.

¡Jobar, chica! Eso sí que ha sido un terremoto de verdad; Venga, déjame ir al váter a mí ahora.

La muchacha se dejó rodar a un lado y se tapó con la sábana cuando él se incorporó y caminó hacia el lavabo. Ella tampoco lo había visto desnudo por  detrás todavía y el culo atlético del chico y su espalda libre de vello le parecieron de lo más sexy.

Pensó “ya está, un polvo de primera, pero me parece que es hora de borrarse”. La segunda corrida no había sido comparable a la primera y un pañuelito bastó para dejar el coñito de Amparo razonablemente limpio. Empezó a recoger su ropa interior, el chándal y las deportivas mientras escuchaba el potente chorro de orina caer a la taza con estruendo. Ya llevaba puestas las bragas y el sujetador cuando Javier reapareció, mojado de pies a cabeza y con una toalla alrededor de la cintura. “Dan ganas de volverse a quitar las bragas viéndolo así, pero no.”

¿Ya te vas? Es muy pronto. Javier parecía decepcionado.

Bueno, estamos muy cansados y prefiero dormir en mi hotel, quiero decir en la pensión…

Javier acercó la única y destartalada silla y se sentó frente a ella con cara de “pongamos las cartas sobre la mesa” Mira, Amparo. No me vengas con el rollo de la pensión. Tú no estás en ninguna pensión. Diría que no has estado en una pensión parecida a ésta en tu vida. Mientras hablaba alargó una zapatilla mostrando ostentosamente la marca. Sólo esta zapatilla vale más que todo mi equipo.

Lo cierto era que él y sus amigos tampoco frecuentaban antros como aquel, pero con la afluencia de corredores, Vitoria se había quedado sin plazas de hotel y habían tenido que elegir entre un cinco estrellas como el que alojaba a Amparo y aquella miserable pensión.

Ella se quedó mirándolo con expresión neutra, aunque en sus ojos brillaba cierta indignación ”Aquel pelagatos se cree con derecho a averiguar mi vida. Por su picha bonita”.

¡Hostias!, ¿qué es eso? Exclamó él.  Podía distinguir en la planta del pie de la chica varias ampollas llenas de un líquido ambarino.

Pues ampollas, ¿No lo ves? Las zapatillas eran nuevas y…

¡Vaya desastre, chica! Pero ¿no sabes que eso no se debe de hacer nunca? Lo malo, comentó apoderándose de uno de los pies, es que ésta se ha reventado. En efecto. La primera capa de piel había desparecido dejando al descubierto la segunda, oscura y muy inflamada. Y has andado por este suelo, que no veas cómo está. Deja, deja, que te lo he de curar.

¡Oh, shirt! Masculló Amparo mirando el estropicio.

Eso es mierda en inglés. No sé mucho, pero es así. Venga, estira la patita. De la bolsa de viaje había tomado un botiquín bastante surtido y empezó a curar los pies de la chica con gran esmero. ¡Que pies tienes, chata! Para comérselos, y le dio un mordisco cariñoso en el dedo gordo.

Mientras Javier vendaba la planta del pie de su amante, un ruido rítmico sordo y creciente llegó a sus oídos. Algo golpeaba la pared, que parecía de cartón. Un gemido femenino vino a sumarse a la sinfonía de golpes: Toc-toc- Ahhh!- toc-toc – Ahhhhh!, o algo así, sonaba en el silencio de la noche. Se miraron intrigados, pero Javier no tardó en echarse a reír y saltar sobre la cama. Se sumó al concierto dando firmes palmadas contra el tabique. ¡Eh!¡Gamberros!¡Venga a dormir, que no dejáis descansar a los huéspedes!

Amparo miró con los ojos muy abiertos al barbudo histrión que había escogido como amante ocasional.

¡Que te den por el culo, cabronazo! Respondió una voz femenina que le era familiar.

¿Son Jesús y Mari Ángeles? Preguntó aun intranquila.

Pues claro, mujer. Pero ¿qué si no lo fueran? Y se reía el truhan como un pillete redomado.

A dos metros de ellos, Jesús yacía hecho polvo sobre un camastro tan destartalado y ruidoso como el de Javier con su querida esposa encima. Estaba destrozado después de la carrera y, a pesar de estar restablecido de la leucemia, su sangre no había recuperado al cien por cien su pasado vigor. Pero Mari Ángeles era de Calatayud y no atendía a razones en materia de deberes conyugales, así que se había puesto un picardías que sus maternales senos desbordaban en abundancia, y un tanga transparente, que dejaba vislumbrar su bollo caliente y depilado. Con este atuendo, se había instalado sobre su marido, dejando descansar el culo inmenso en la cara del hombre, que se aplicó a separar la tira de la braguita para tomar con ansia su resopón de emparedado de salsa de almeja. Ella por su parte, correspondía con un solo de clarinete, trajinando el instrumento con ocho dedos y dando una lamida rítmica y muy afinada a la boquilla y el barrilete.

Después de la enfermedad de su marido, Mari Ángeles se había vuelto insaciable en la cama. Parecía haberse dado cuenta de lo efímero de la felicidad y la misma vida, y convencido de la necesidad de gozarla al máximo. Así, sin descuidar a sus hijos, empezó a ocuparse más de Jesús, no sólo con las comidas, que eso ya lo hacía, sino también con las corridas. Así, se empezó a depilar del todo el chocho, que parecía ahora el doble de grande, cuando no era pequeño antes ni mucho menos. También se tatuó con lindas florecillas el pubis y con líneas geométricas la parte baja de la espalda.

Además empezó a tomar la iniciativa en la cama después de formarse “on line” con los pedagógicos vídeos de Internet. Aquel sesenta y nueve era ahora una de sus especialidades, junto con la que llamaban ellos el “perrito caliente”, práctica consistente en introducir todo el largo de la salchicha entre las dos rebanadas que formaba la vulva lampiña y amasarla a conciencia vertiendo unos buenos chorros de salsa natural para lubricarla.

El ruido del somier seguía resonando en la habitación contigua, donde Javier abrazaba ahora a Amparo besando su cuello y acariciando sus pezones a través del sujetador deportivo. Qué raro se le hacía a Amparo todo aquello. Al mediodía, después de la carrera había ido a cambiarse a su hotel de cinco estrellas y se había puesto lo más sencillita posible. Toda la tarde de tasca en tasca y al final a cenar en un asador. No había bebido tanto vino peleón ni había comido tanto embutido en un año; Tampoco se había reído tanto, también es verdad, ni había follado, como acababa de hacerlo con Javier, desde hacía tiempo.

Apenas había desvelado detalles de su vida durante esa tarde de copas y fiesta. Sólo se le escapo una frase cuando Mari Ángeles comentó que ellos habían visitado Italia después de la curación de Jesús. Estuvimos en Milán y nos pareció preciosa, no es tan famosa como Roma o Florencia, pero es muy bonita, muy moderna, dijo la bilbilitana (No piensen los lectores que bilbilitanismo es alguna forma de perversión lujuriosa, no. Que sepan que es como se conoce a los naturales de Calatayud, vaya usted a saber porque)

Yo estuve a los quince años en Milán y también me gustó, comentó Amparo. Fui a un concurso de robots, pero no ganamos al final. Se echó al coleto una rodaja de morcilla y sonrió con resignación.

¿De robots? Indagó Jesús. ¿Tú haces robots?

No, no, qué va. Era de jovencita, que en el instituto hicimos uno y ganamos el primer premio en el concurso nacional y por eso fuimos a Italia, al campeonato de Europa, digamos. Pero ahí quedamos terceras.

Se miraron admirados los otros tres de la ciencia de aquella ninfa que parecía levitar, aunque devoraba choricillos como si fueran cacahuetes.

Presa del abrazo de Javier, sintiendo su bello pene morcillita entre las nalgas cubiertas por sus bragas de algodón y el agradable picor del vello en la espalda, Amparo reflexionaba. Qué lejos quedaba su adolescencia de niña prodigio, sus robots, olvidados pronto y sustituidos por las probetas y los microscopios, su licenciatura con sólo veinte años, la beca de doctorado en Berkeley, el profesor Thomas, la compañía farmacéutica, su  actividad investigadora, después la dirección de proyectos, el paso a ejecutiva, Frankfurt, Ulrika, la planta de Alicante… ¡Vaya mierda! Estaba allí para olvidarse de todo eso precisamente.

¿No tienes hambre? A mí me da un hambre hacer el amor… Creo que tengo unas chocolatinas por aquí. Javier la soltó y se levantó, desnudo como iba, para registrar su mochila. Mira, quedan dos. Se sentó junto a ella y le alargó la tableta. La miró comer con atención y lanzó su pregunta como el que no quiere la cosa, entre mordisco y mordisco ¿Hay alguien?

Perdón ¿Qué quieres decir?

Si tienes novio o marido, o algo, no sé… Mientras masticaba la chocolatina, Javier movía las manos para ser más elocuente. Tampoco me lo has de decir si no te apetece…

Me es igual decírtelo o no. No tengo a nadie. Bien, no tengo nada serio.Nada tan serio como el polvo que me has echado”, debió de añadir. Y aunque no le importaba en realidad, pensó que debía mostrar algún interés por la vida de Javier. ¿Y tú, qué? ¿Tienes alguna moza esperando allá en la aldea? Lo dijo sin malicia pero con cierto retintín. Él parecía asumir su condición rústica con buen humor.

¡Ja, ja! Claro. Tengo a mi chica. Nos pasamos juntos todos los fines de semana, pero éste me ha dado libre. ¡Ah! y no soy tan “aldeano” como tú piensas, añadió mostrando su móvil en prueba de modernidad.

Amparo se sorprendió a sí misma al notar su malestar al saber que había una “chica” en la vida de Javier. Sin pensar, empezó a buscar sus zapatillas y su pantalón. De pronto quería, necesitaba, salir de allí. Aquel baturro zafio, tan buen amante como bocazas… ¿Qué coño se había creído? ¿Iba a restregarle por la cara la intranscendencia de su relación?

Con cara risueña, Javier conectó su móvil y buscó en su galería. Mírala. ¿Es o no un bombón?

Amparo apartó la vista enfadada mientras recogía la camiseta, pero pudo más la curiosidad que el orgullo y giró los ojos hacia la pantalla. Su expresión cambió de la indignación al desconcierto y de éste a algo parecido al alivio.

Tienes una hija, afirmó más que preguntó. Parecía claro que así era. Una niña de unos cuatro o cinco años, con la misma mirada divertida y la despreocupación en la boca, el mismo pelo negro y un perrillo en brazos le sonreía desde el móvil. Entonces, estás casado, dedujo en voz alta, con el gesto de nuevo torcido.

Lo estuve, lo estuve. Poco me duró. Hace dos años lo dejamos, o más bien, lo dejó ella. ¿No te han dejado nunca? Se pasa mal, muy mal.

Nunca la había dejado nadie a ella, claro está, ya que nunca nadie la había cogido. Ella jamás lo permitió. Siempre sola, siempre persiguiendo un sueño que no tenía nada de erótico ni dejaba lugar para matrimonios o maternidades. De pronto sintió la acechanza de aquel semen vertido tan cerca de su matriz, sintió la amenaza de un bebé morenito, de pelo negro y ojos vivarachos arruinando su carrera profesional y un estremecimiento la recorrió al percibir una llamita de ilusión en el vientre, un velado anhelo de que tal cosa fuera cierta. Aspiró con fuerza y apagó aquella luz que ardía en su barriga.

Él seguía a lo suyo, con esas evocaciones que tienden a presentarse después del orgasmo y que tanto enternecen a mujeres menos bregadas que nuestra protagonista. Casi hago una barbaridad. Mi mujer es auxiliar clínica y se lio con un médico, un cirujano del hospital. Cuando me dijo que se había acabado y que se iba con el matasanos, casi me tiro por el balcón. Es que no me lo podía imaginar. Yo creía que todo iba bien, sólo pensaba que tenía menos ganas de cama por la niña y demás. Pero no. Ya estaba con el otro y se ve que se pasaban las guardias dale que te pego y luego, en casa, siempre tenía jaqueca. Javier se reía al explicar esto, pero la amargura resbalaba por sus ojos. Volvió la vista al telefonillo y empezó a pasar fotos. Gracias de mi Merche, que al final me salvó. Y gracias a Jesús y a Mari Ángeles que me llevaron a su casa dos meses, hasta que empecé a salir de la depre. Ahora me tomo las cosas de otra manera, acabó su evocación Javier sentándose junto a Amparo que recogía su ropa Oye, ¿en serio que te vas ya?

Si. Es que mañana tengo que coger un avión temprano, se puso en pie. Ha sido muy bonito, de verdad y se inclinó a besarle por última vez. El aceptó los labios que le buscaban, pero atrajo hacia sí a la mujer para prolongar el contacto de las bocas. Las lenguas parecían tener autonomía o quizás independencia ya que, contradiciendo la intención de despedirse, se enroscaban entre sí con un ansia febril. Las manos de Javier treparon por la espalda de Amparo y asieron la carne con desesperación. De un tirón, el sujetador voló sobre la cabeza y los brazos, y de dos acometidas más, las bragas se desprendieron de su dueña como las cáscaras de la fruta.

Ella no podía reaccionar. De pronto el deseo parecía más intenso, casi angustioso. Sintió contra el vientre el pene, por tercera vez enhiesto, del hombre y dejó que por tercera vez resbalara entre sus muslos y llenara de nuevo su grieta. Pero ahora era todo muy diferente. Sin ninguna urgencia, la cópula se convirtió en un placentero baile, en una coreografía del deseo. Resbalaban felizmente uno en el otro, se besaban y se miraban profundamente a los ojos.

En algún momento las parejas pasan de follar a hacer el amor. No suele ser en el primer coito, lleno de apremio y desconocimiento mutuo. Cuando se rompen las primeras barreras, los dos empiezan a mirarse con menos lujuria y con más cariño. Es entonces cuando se puede llegar a tocar el alma, una zona muy erótica, tan sensible como el glande o el clítoris. Si la hacemos vibrar, los orgasmos son algo más que orgasmos.

Javier se colocó encima de Amparo, sosteniendo su peso con codos y rodillas; Buscó la postura justa. La besó largamente en todo el rostro, el cuello, las orejas, olió su cabello, bajó a sus tetas y las mordisqueó como un lobito bueno. Su polla algo doblada, apenas llegaba a penetrar la mitad del coño de Amparo, pero la base friccionaba el clítoris dando a la mujer un placer muy especial. Empezó a moverse él con un ritmo creciente, girando las caderas de derecha a izquierda y de arriba a abajo, más rápido, más aún. Amparo se estaba enervando. Estaba excitadísima pero no podía tocarse como tenía por costumbre. Se tuvo que resignar a recibir aquellas caricias excitantes pero que no le iban a permitir correrse. Entonces Javier cambió de posición el cuerpo, se inclinó y mordió con avidez un pezón, casi con rabia, y sus caderas parecieron cobrar vida propia, como un taladro neumático que se movía en círculos alrededor de la vagina. Los minutos pasaban sin que el tormento se atenuara. Amparo clavó las uñas en los hombros sin poderse contener; Tensó los muslos, frotó con las plantas de los pies las pantorrillas nervudas del hombre. Y se corrió. Se corrió como nunca lo había hecho, por obra y gracia de otro ser humano. Como no controlaba el estímulo, tampoco pudo detenerlo y siguió cabalgando en su orgasmo sin parar, una y otra vez, hasta casi perder la conciencia. Ni siquiera oyó su propio gemido de hembra encelada cuando sintió en las entrañas el chorro caliente que Javier derramó en su interior.

Se quedaron así unidos estrechamente, hondamente impresionados por el placer que se habían proporcionado, sintiendo algo parecido a lo que Pierre y Marie Curie debieron experimentar cuando identificaron el polonio en su modesto laboratorio de París. El cansancio era ya absoluto y no hubo lugar a comentar lo ocurrido. Los ojos se les cerraron y quedaron entrelazados, plácidamente dormidos.

Javier abrió los ojos y tardó un segundo en recordar dónde estaba, diez en buscar a Amparo y treinta en confirmar que había desaparecido. Un minuto después advirtió entre las sabanas la presencia de un papel que se había arrancado de una agenda. Leyó con avidez y su estómago se encogió como una pasa: “Ha sido un día maravilloso. Nunca te  olvidaré. Adiós” y al pie de la hojita “la verdad es que no me llamo Amparo”.