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La Prima Clotilde y el “caloret faller” 3

en Sexo con maduras

El coche familiar de Miquel consiguió sortear el laberinto de vallas, churrerías, grandes y pequeñas fallas, pasacalles y paradas, para incorporarse a la autopista primero, la carretera comarcal después y finalmente, el camino someramente asfaltado que se perdía entre acequias y campos anegados de agua.  A lo lejos, la casa de campo de Pep. Era un edificio grande y moderno, de aspecto alegre. Cloti se había imaginado una barraca de postal y se llevó una desilusión.

Por el camino, Mati y Miquel la habían puesto en antecedentes de la situación de su amigo. Pep era un marido abandonado. Su esposa, Marisa, se había dado el piro dos años atrás con un empresario australiano y el pobre pasó un auténtico calvario, que en algún momento hizo temer lo peor.

Gracias de Miquel, que no lo dejó sólo un momento y consiguió llevarlo al psicólogo, que si no hace una barbaridad, Cloti. Explicó Matilde mientras recorrían los últimos cien metros describiendo curvas y más curvas con la casa de fondo. Se le vino todo encima. La pendón aquella se larga y las hijas se van de casa a los cuatro días.

Lo peor fue cuando Marisa las llamó desde Camberra y les envió dos pasajes para que se fueran a pasar el verano con ella, comentó Miquel ¡Y van las tías  y aceptan!.  El pobre Pep estuvo al borde del suicidio.

¿Pero cómo pudo pasar eso? Se preguntó Cloti. ¿Con un australiano? Parece un cuento chino..

Ja, ja, Si. Es raro, pero tiene su explicación. Ella trabajaba aquí en la feria de muestras, de relaciones públicas. Marisa es un monumento de mujer, ¿no, Miki? – Mati aún llamaba así a su marido a veces en la intimidad, como cuando eran novios.

Él abrió los ojos y frunció los labios agitando una mano para expresar en silencio lo buena que estaba la fugitiva.

Pero ¿es que el marido pasaba de ella? Porque después de tantos años yo no entiendo que las parejas se rompan. Se asombraba ingenua Clotilde.

Chica, chica, ¡qué poca experiencia tienes! A los veinte o treinta años es cuando entra la crisis fuerte, que ves que se acaba la fiesta y te das cuenta de lo poco que llevas bailado. Y te entran ganas de probar cosas nuevas…

Matilde ponía una expresión tan pícara que Cloti se sorprendió. Oye, hablas como si a vosotros también os pasara eso…

Miquel se echó a reír ruidosamente. Venga, no nos estires de la lengua que no te queremos escandalizar…

Pobrecica mía. Si no ha salido del pueblo ni se ha casado, ¿Cómo le quieres explicar estas cosas?

Cloti puso cara de tonta pero su sonrisa bobalicona ocultaba una gran curiosidad por la vida íntima de sus anfitriones y un regocijo interno al pensar que, gracias al hijo de su prima, ella también había empezado a disfrutar del sexo no hacía ni doce horas.

Una jauría variopinta de perros salió a recibirlos con un concerto grosso de ladridos a cinco voces. La valla de la puerta los separaba de los canes, pero Miquel bajó del coche y se dejó oler de los bichos mientras les hablaba con voz suave. Laika, Cherry, ¿Qué dius tu, xiqueta? ¡Oh, qué gros estàs, Tarzan! ¿Qué t’ha donat l’amo de menjar? Pareixes un porc més que un gos.

Uy, qué gracia. Les habla a los perros en valenciano. Observó Clotilde.

Sí. Pero si les hablas en chino  te entienden igual. Sólo identifican el tono de voz y el olor. A Miky le conocen muy bien, se ha pasado aquí más horas que en casa los últimos meses.

Miquel abrió la valla y volvió a subir al coche para entrar en la propiedad de su amigo. Los perros les siguieron moviendo los rabos pero sin ladrar, identificado el visitante.

Aparcaron bajo una palmera preciosa y salieron del coche los tres. Cloti se había puesto una camiseta sin mangas sobre el sostén menos firme de su colección. Era el mismo que llevaba en el tren, un sujetador de copas normales, que, obviamente, no podía sujetar sus dos enormes senos, que desbordaban la prenda en los cuatro puntos cardinales. Lo había escogido pensando en el calor y la humedad que la habían dejado bien remojada el día anterior. Completó el conjunto con una blusa amarilla que llevaba desabrochada, pero que disimulaba las redondeces de su cuerpo. El pantalón era el mismo del día anterior, blanco y ajustado. Las zapatillas no le hacían daño gracias a unos calcetines de algodón y una colección de tiritas que la protegían.

Tarzán, un enorme pastor alemán con trazas de mastín, se interesó de inmediato por Clotilde. A ella le dio un poco de miedo aquella bestia de color marrón y negro, que se le acercó exhibiendo una lengua de dos palmos y unos colmillos de considerable tamaño. El animalico parecía muy curioso, aunque sólo le intrigaba una parte de la visitante: sus ingles.

La mujer retrocedió cuando el hocico del coloso se clavó indecente entre sus muslos. Tarzán olía algo que le hacía entornar los ojos y erizar el pelo del lomo.

¡Eh, tú! No seas marranote, le increpó Matilde. Ves a olerle el conejico a tus amigas y deja en paz a Cloti,  

El perro obedeció, aunque antes lanzó unos rápidos lametones al foco de aquellos perturbadores aromas que sólo él detectaba, por suerte para la mujer.

Eso es el perfume de jazmín, se cachondeó Miquel, que sabía que la prima no se iba a aplicar aquella penetrante colonia en el chichi.

Y en aquel momento compareció el dueño de la casa. La primera impresión de Clotilde fue favorable, aunque algunas cosas de Pep no le convencieron mucho. Era un hombre de mediana estatura, muy bronceado por el sol y con unas extremidades fuertes, no de gimnasio sino de trabajos agrícolas y campestres. Eso lo denotaban sus antebrazos, más voluminosos que los bíceps. Pero ¿era necesario llevar aquella camiseta blanca imperio llena de manchas de grasa y desgarrones? Pep tenía una cara atractiva, con ojos grises, nariz un poco grande y boca sonriente de grandes labios; No obstante, la barba de una semana y el cabello entre cano y rubio revuelto le daban un aire demasiado asilvestrado para el gusto de Clotilde. Y aquellas alpargatas destrozadas y sucias, con los pies llenos de barro. No sintió un atractivo especial por aquel hombre debido a aquellos signos de dejadez y aparente poca higiene. Entonces Pep se acercó y habló por primera vez Mucho gusto Cloti. Me han hablado tanto de ti…Y estampó dos besos rasposos en las delicadas mejillas de ella. Aquello lo cambió todo. La voz grave y masculina, algo quebrada, con aquel acento gutural del valenciano de pueblo la envolvió como una melodía afrodisíaca. Y el olor casi la hace tambalearse. Era un aroma intenso de hombre. Olía un poquito demasiado a sudor, es cierto, pero en el fondo se detectaba el jabón y una colonia fresca, como de niño pequeño. La leña era también un ingrediente de la armonía de olores que flotaba en torno a Pep. Y las hierbas aromáticas lo impregnaban todo, redondeando una impresión olfativa devastadora para el cerebro reptiliano de Clotilde que tomó las riendas de su cuerpo y empezó a segregar hormonas a discreción.

No es que Clotilde tuviera culebras como antepasados. Los estudiosos del sistema nervioso nos enseñan que en el fondo de nuestro cerebro hay una parte primitiva, animal (Cierto es que en algunos casos, el resto del cerebro no está mucho más evolucionado) que guía nuestros impulsos de forma automática, y menuda la faena que le da al cerebro evolucionado para que éste controle al otro y evite que cometamos todo tipo de actos vandálicos; como el que estaba a punto de perpetrar la liberada tetona, arrebatada por aquella presencia varonil. Cloti despertó del ensueño y se contuvo.

Mientras tanto, en Valencia, Jesús daba vueltas frente a la puerta de casa de Yolanda. Aún dudaba, pero ahora era de si se trataba de una encerrona de la bella y maligna mocita que tenía a sus amigas escondidas por las inmediaciones para reírse todas bien a gusto del pobre de él.

Watsappeó ágilmente “Estoy abajo” y recibió un “pues sube”, seguido del zumbido del portero automático por respuesta. Entró a la carrera y subió los tres pisos en dos saltos.

La puerta del tercero primera estaba entreabierta y Jesús entró con paso firme y gesto adusto y determinado. ¡Le iba a cantar las cuarenta a aquella fresca!.¡Jolines!, ¡y tan fresca iba la niña! Salió a recibirle sin más atuendo que la peineta y una mini batita que apenas le cubría el pecho y las nalgas, que se movían con gracia a cada paso de la chica, y él se quedó sin habla una vez más. Tan hermosa como siempre pero con los ojos enrojecidos y una sonrisa de circunstancias, Yolanda estampó un beso en los labios del chico y lo llevó de la mano hasta el comedor.

Mira, tengo unos tuppers que me ha traído mi madre del restaurante. Son cosas muy buenas pero algo raras. En la mesa de cristal se habían dispuesto seis fiambreras con diversos contenidos gastronómicos: Una ensalada de gambas, unos tallarines con setas exóticas, aguacates troceados con anchoas marinadas y otras exquisiteces. Una cocacola zero de dos litros era la bebida elegida por Yolanda para acompañar el menú del restaurante de sus padres.

No me has contestado los mensajes. Se lamentó él en un esfuerzo de hacerse el ofendido.

Ya lo sé, tonto. No quería verte…aún, fue la respuesta de la chica

¿Y ahora sí, no? Me han contado lo de anoche

¿Quién era la rubia tetuda aquella? Cortó por lo sano Yolanda los reproches de Jesús.

Es Clotilde, una prima de mi madre.

¿Y qué hacías con ella?. Es una yaya

Jesús se sintió atrapado por la inquisitoria muchacha. Pero ¡Vaya morro! Si ella había estado tonteando con unos y con otros toda la semana.

Nada, contestó reservado, Le enseño las fallas. Es que es de Teruel y no había venido nunca a las fiestas.

Pues te vi muy acaramelado, ronroneó la gatita mordiendo una gamba con avidez.

Más acaramelada estabas tú con el mamón ese de la moto.

¡Ay! No me hables más de Ernesto. ¡Qué tiparraco! He ido con él para no tener que pensar. Es que lo del otro día me dejó muy descolocada. ¿Qué hiciste cuando me la metías? Aquellos apretones que dabas con la cosa hay dentro, ¡Buf! Fingió un escalofrío. Me pusieron mucho.

Y a mí, contestó el chico más animado. Me encantaron. Me encantaste tú, Yoli. Yo quise hacerte sentir lo mismo que yo sentía. Estaba, bueno, estoy, loco por ti. ¡Vaya por Dios! La estrategia del ofendido se había ido a la mierda nada más empezar.

Yolanda dio un brinco y corrió hacia Jesús sin reparar que el gesto le había abierto la bata y dejado a la vista sus encantos. No importó. Jesús besó apasionadamente a su amiga y acarició a la vez sus duras nalgas y sus pezones puntiagudos.

Vuelve a hacerlo. Lo del otro día, por favor. Métela bien dentro y haz que se mueva mientras me besas, vamos. No seas malo.

Jesús se quitaba ya la ropa de cualquier manera y Yolanda lo arrastró hacia el sofá. Hoy no podemos… usar el jacuzzi, que si… se me moja el…. pelo la hemos liado. Hablaba entrecortadamente, visiblemente excitada.

El peinado de las falleras es complejo y muy delicado, qué os voy a contar del de una fallera mayor. Un remojón podía echar a perder el gran momento de la “Crema” de la falla, con la cabeza de la reina de la fiesta convertida en estropajo.

En un momento estaban ambos desnudos y buscando la mejor postura para la penetración, que resultó ser colocarse él de rodillas frente al sofá y ella abierta de piernas, tumbada sobre los cojines. La cajita de los condones estaba previsoramente dispuesta en una mesita allí al lado.

Jesús se lanzó a fondo e inició sus maniobras musculares para hacer que su pene se contrajera dentro de la preciosa cuevecita. Aquello hizo poner los ojos en blanco a la fallera mayor, que asió con las pantorrillas el tronco del profanador para que no cejara en su profanación. El orgasmo místico empezó a desencadenarse y los amantes se besaron con gran pasión y notable ternura a un tiempo. Pero pronto fue evidente que él no iba a eyacular tan fácilmente como el otro día.

¿Qué tienes? Se interesó Yolanda ¿No puedes correrte?

Y a Jesús le empezaron a venir sudores recordando cómo se había prodigado con la prima Clotilde hacia unas horas. Le iba a ser difícil terminar a pesar de su juventud y esa preocupación empezó a hacerle perder fuelle y dureza en su miembro viril.

 

 

En la parte de atrás de la casa de campo, bajo un acogedor cobertizo, había cuatro personas más, dos muchachas de gran belleza y dos mozos bastante anodinos que las acompañaban.

Susana y Azucena eran las hijas de Pep y mirándolas Cloti se hizo una idea de lo atractiva que debía ser su madre. Las dos parecían gitanas, aunque una era rubia trigueña, como el padre y la otra de pelo negro como el carbón. Las dos eran morenas y delgadas, con buenas curvas y grandes ojos muy expresivos. Las bocas eran grandes y de labios rosados, dientes perfectos y naricillas rectas.

Cloti las encontró muy cariñosas y sociables. Sus novios eran dos jóvenes bastante insustanciales, informático con coleta y gafas de culo de vaso Vicente, la pareja de la rubia Susana, y gordito y algo calvo Adrián, profesor de filosofía y compañero de Azucena, la morenita y más agitanada de las dos bellezas.

Pep estaba concentrado en su paella, removiendo la carne y preparando la verdura.

“No cago en un mes con tanto arroz”, se dijo Clotilde, que la noche anterior se había echado al coleto tres platos de paella del concurso gastronómico del barrio de sus primos. Pero no era cosa de desairar al rústico y atractivo Pep.

En una mesa de piedra se habían servido dos platos de bacalao desgarrado, es decir, pedazos de bacalao salado, apenas lavado y mezclado con tiras de pimiento rojo asado, aderezado con olivas negras. Se podía comer directamente o colocado sobre una tostada de las que había en abundancia en un gran plato.  Todos bebían cerveza, tomando las latas de un barreño repleto de hielo. A Cloti le encantó el aperitivo y se sintió en la obligación de acercarle al cocinero una cerveza y una tostadita.

Toma, Pep; refréscate un poco que aquí hace un calor que te abrasas.

En efecto; Las llamas se elevaban hasta la gran sartén depositada sobre la parrilla de hierro y la carne crepitaba apetitosa. Pep sudaba la gota gorda pero no parecía importarle. Bebió un buen trago del líquido helado y suspiró con satisfacción. Luego mordió con avidez el montadito y lanzó una mirada agradecida a su benefactora. Cloti se había quitado la blusa para combatir el calor y parecía haber olvidado que su camiseta apenas disimulaba sus enormes tetas, que además se habían endurecido por las puntas, retando descaradas al paellero. Pep dio una mirada al material que le mostraban y lanzó un suspiro profundo mientras daba media vuelta y se concentraba en sus fogones.

A Clotilde le dio la impresión de que se recolocaba el miembro en el pantalón vaquero recortado con la mano libre y sonrió satisfecha. ¡Madre mía! Pero ¿en qué clase de guarra se estaba convirtiendo? Hacía 24 horas hubiera salido corriendo si un hombretón así se le acerca y ahora, en menos que canta un gallo, ya se había beneficiado a un muchacho, haciéndole para mayor escarnio una cubana colosal y estaba dándole vueltas a follar con el señor aquel tan amable que sólo la había invitado a comer.

Se abrió otra cerveza para enfriar sus ánimos, pero advirtió también que el poquito de alcohol mezclado con la malta le estaba bajando las defensas a la carrera y empezaba a hacerle perder el control de sus actos y su buen juicio moral.

Comieron sobre aquella mesa los ocho, todos de la misma paella y con cucharas de madera, como manda la tradición. Los perros merodeaban alrededor, pero Pep prohibió compartir la carne con ellos, ya que los huesos de pollo y conejo son muy peligrosos para estos animales.

Al final, fue a buscar una bolsa de despojos de cerdo y la repartió entre su jauría particular, que les dejó por fin comer tranquilos la paella.

Estaban de lo más felices, hablando de todo un poco. “Política” fue el tema final, cuando ya sólo quedaban unos granitos de arroz agarrado a la sartén.

Los cuatro jóvenes eran “Podemitas” confesos, de la secta de Pablo el Coletas y muy críticos con los históricos de la política valenciana. Miquel era más de Compromís, así que se entendía bien con los muchachos, pero Matilde defendía a capa y espada el Felipismo más recalcitrante y trasnochado para disgusto de su marido y recochineo de los demás. Cloti no tenía opiniones al respecto. Sólo votaba en las municipales y siempre a la lista de sus conocidos sin mirar las siglas.

Pep era un hombre bastante conservador en lo económico y liberal en las costumbres, de centro-derecha podríamos decir, pero gran defensor de su tierra chica, Valencia y honrado hasta la médula. O sea, que hacía veinte años que no aparecía por un colegio electoral por falta de candidatos de su gusto.

Apartaron la paella y sirvieron cafés poniendo  algunas botellas de licor sobre la mesa. Los dos mozos se agenciaron vasos y hielos y le metieron un buen tiento al Cardhu de su suegro. Ellas pusieron un poquito de anís del Mono a sus cafés y Pep se limitó a echar hielo y limón en la infusión para convertirla en café del tiempo. Cloti quería leche y se ofreció para ir a buscarla. Le indicaron el camino a la cocina y entró en la casa por primera vez. Le maravilló la chimenea gigante del salón comedor; Algunos cuadros de paisajes y otros de corte moderno decoraban las paredes. También le asombró la cantidad de libros colocados en estanterías de roble y que ocupaban tres paños de pared. Para ser un labrador, leía mucho aquel hombre. Se dirigió a la cocina. En el pasillo había fotos de la familia, sobre todo de las chicas en todas sus edades desde la de bebés orondos hasta la época actual. En una de ellas pudo distinguir en un grupo a la que debía ser la casquivana Marisa. Era idéntica a sus hijas, pero con mejor cuerpo, por lo que se podía distinguir. Una real hembra en toda la extensión del término.

Clotilde se miró un poco a sí misma con disgusto. Apenas 156 centímetros de mujer con una barriguita incipiente de señora mayor. La de la foto parecía ir por el metro setenta, con una cintura y unas caderas de revista de modas. Lucía una melena negra y ondulada hasta los hombros. La pobre Cloti llevaba el mismo corte de pelo desde hacía quince años: A máquina en definición hasta medio cráneo y un gracioso flequillo levantado a lo Tintín, todo teñido de rubio – amarillo canario. Marisa tenía brazos y piernas larguísimos, con dedos finos y uñas perfectas con manicura francesa, mientras Cloti era más bien paticorta y sus manos y pies eran pequeños, con uñas muy recortadas y mal pintadas de rosa “funcionaria solterona”. Sin embargo, se fijó en el pecho de la esposa fugitiva y sonrió. Aquella sílfide apenas gastaba una 86 con muy buena voluntad del medidor, lejos de su 104 – 108 dependiendo del fabricante. En eso no había comparación. Dejó de fantasear. Aquel tío no mostraría el más mínimo interés por ella y dos días después, desde su mostrador de la oficina municipal, ambos serían un vago recuerdo del otro, que se iría desvaneciendo con las semanas hasta desaparecer. ¿Acaso no había sucedido así a lo largo de su vida en todos los casos?

 En el salón comedor de casa de Yolanda Jesús contemplaba desesperado su menguante erección que había hecho desencajarse la gomita rosa que se enfundó minutos antes..

Pero ¿qué te pasa. Jesu? Estabas super caliente y ahora…

El chico improvisó sobre la marcha mientras notaba el sudor correr por la espalda. Es que lo he pasado muy mal por la forma que me has ignorado estos días. Bueno, eso era la verdad, aunque no la causa de la disfunción eréctil.

¡Ay, pobre! Yo no quería hacerte daño; es que estaba confusa. Mientras se excusaba Yolanda iba dando besitos amorosos en el pecho y el vientre a su amado. Al llegar más abajo, dejó de excusarse verbalmente para hacerlo ahora de forma oral, es decir, metiéndose el casi flácido pene en la boca y dándole suaves toques con la lengua en la punta del capullo. Pronto notó crecer la verga entre sus dientes y pudo propinarle cuatro cariñosos mordiscos que la hicieron saltar como un resorte, momento que aprovecho para enfundarla de nuevo en el rosado profiláctico.

Ponte ahí en la mesa. Pidió el galán que sentía renacer el deseo.

¿En la mesa?¿Cómo? ¿Así boca abajo?

Ella iba obedeciendo haciéndose la tonta, aunque ya veía lo que quería hacer el chico.

Se quedó tumbada sobre el frío cristal, aplastando las tetas contra él y exponiendo su pequeño y duro culo a la venganza del ofendido. La verga, ya recuperada y debidamente vestida para la ocasión, penetró fácilmente en el resbaloso conducto y Yolanda lanzó un gemido de placer. Jesús no tenía ganas ahora de obsequiar a su gatita con amorosas contracciones y empezó a bombear en plan jabalí salvaje, con una velocidad y un ímpetu que hicieron protestar a Yolanda. ¡Para, para! ¡No lo hagas tan fuerte!

Pero el gruñó como un perro rabioso e incrementó el ritmo al tiempo que le propinaba sendos cachetes en las sudadas nalgas. ¡Lo hago como quiero, bruja, pendón!¡Me cago en todo! ¡Me has hecho sufrir como un borrego, pero ahora te toca a ti! y siguió taladrando al mismo ritmo y con ímpetu creciente, sin compadecerse de los gemidos desesperados de Yolanda.

Sin embargo, los pequeños gritos habían ido cambiando de tonalidad y, para cuando Jesús llenó con su semen la goma, la chica se había corrido dos veces más, no de la forma mística y romántica de antes, sino de una manera feroz y salvaje que no se decía con los aires pacíficos y el físico enclenque del mozo.

Cayó sobre ella destrozado, su pecho y su vientre sobre la espalda de la muchacha, que sudaba toda como una yegua al final del Grand Prix.

Me vuelves loca, Jesu, reconoció entre jadeos. Me haces llorar y gritar, me siento como una diosa, como una niña pequeña, como una perra en celo,… No sé qué voy a hacer si me dejas. Y rompió a llorar desconsoladamente.

Jesús la acariciaba en silencio. No era un gran psicólogo, pero alcanzaba a comprender que había en la vida de aquel bombón de muchacha puntos oscuros y quizás dramáticos. Un temor permanente al desamor, que seguramente ya experimentaba en su vida familiar de padres glamurosos y muchas noches de fiambrera y tele en el sofá hasta las doce, más solita que la una. Y una colección de follamigos, un  sexo demasiado convencional y deliberadamente hueco.

Jesús hizo levantarse a Yolanda  y fueron juntos a la ducha, abrazados y felices.