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Abril de pasión

en Grandes Relatos

¿Laia?

¿Sí?. La voz le era tan familiar…

Soy yo. Y un silencio embarazoso. Se suponía que debía reconocer su voz. ¿Porqué dudaba?

¿Gonzalo, eres tú?¿Ha pasado algo? ¡Qué alegría oírle, pero…!

No, no; Nada. Sólo quería…

Gonzalo, tono cansado en la voz. Quedamos en que no volveríamos a llamarnos.

Lo sé, lo sé. Pero no podía más. ¡Espera, no cuelgues! Te he mandado varios mails..

No los he abierto, Gonzalo.

…y a Montse también.

Los borramos sin leerlos. Teníamos un trato. Esto nos hace daño a todos, ya lo sabes. Por eso hicimos el pacto de no contactar más. No queremos alargar más la situación. Es inevitable.

No, no es inevitable. Podemos evitar seguir sufriendo. Yo estoy muy mal, Laia. Sueño contigo y con Montse. Pienso en ti cada día, cada día. Es un suplicio. Necesito verte. Necesito veros a las dos.

Eso no es posible. Ya lo acordamos. En Jaén se acabó todo. Tenemos un gran recuerdo los cuatro. Seguramente lo que nos pasó es irrepetible, pero la vida sigue y …

¡No! Esto no es vida. Han pasado seis meses y yo no puedo ni pensar en que pasen seis años, sesenta años, que se acabe todo sin volver a estar a vuestro lado.

Ramiro lo tenía ya muy claro. ¿Has hablado con él? Poco a poco se va hilvanando una conversación. Justo lo que habían decidido evitar.

Ramiro no quiere saber nada del tema; es lo que dice. Pero ya no es el mismo. Sólo entrena y entrena, da sus clases. La vida ya es sólo eso para él. El trabajo y el deporte. Yo sé que no es feliz. ¿Vosotras sois felices, Laia? Con la mano en el corazón…

No estamos para tirar cohetes, pero vamos tirando, Gonzalo. Nos está costando superarlo, pero si volvemos a vernos, a hablarnos, será como volver a empezar. Más sufrimiento para los cuatro.

Escucha: He quedado hoy con Ramiro. Quiero escribiros un mail, pero quiero que lo leáis. Prométeme que convencerás a Montse y leeréis esa carta. Por favor.

No te puedo prometer nada. Hablaré con ella. Adiós. Y tuvo el tiempo justo de tocar el telefonillo rojo de la pantalla antes de empezar a llorar como una tonta. ¡Casi lo había conseguido! Había necesitado cuatro meses para sacarse de la cabeza a los madrileños. Llevaba dos reconstruyendo el recuerdo, contextualizándolo, convirtiendo la pasión en pieza de taxidermista. Una anécdota en la larga vida que le quedaba por vivir. “Estuvimos con unos chicos, de Madrid. Si. Montse y yo. Los cuatro, sí. No es tan raro. Cama redonda,¡ ja, ja!. No, no estábamos celosas, ¡qué tontería!. ¿Gays? Qué va, para nada. Dos machitos. Pero Montse y yo ya nos enrollábamos antes de conocerlos; Y seguimos. Lo dejamos a los tres meses. Son locuras de verano. Imagínate, uno es del PP y el otro un pijo de cuidado. Si. No.

Nunca volvimos a ser tan felices como en aquellos tres meses.

Nunca.

Sí.

Lástima…”

Explicaciones imaginarias de una anciana amargada por allá en 2055.

Y sin embargo nada se podía hacer. Sólo refugiarse en los brazos de su Montse. Ellas al menos tenían ese consuelo. Los chicos eran tan heterosexuales, tan hombrecitos ellos, que no podían amarse para conservar parte de la magia del verano más feliz de su existencia.

La casa de Montse era un lugar superpoblado, pero aquella tarde no había visitas. Aunque Laia seguía viviendo con sus padres, tenía llaves de la casa que su amiga compartía con Beatriz y Pau, una pareja de estudiantes de Lleida que cursaban ingeniería en Barcelona y eran grandes amantes de la escalada, el deporte y la vida bohemia y promiscua que siempre practicaba Montserrat, así que se lo pasaban muy bien juntos.

Montse estaba haciendo sus ejercicios en el salón. Sólo llevaba puestas unas bragas de bikini y una especie de top que evitaba el bamboleo de sus pechos, que podía resultar realmente molesto para hacer flexiones o saltar, ya que el volumen de los mismos excedía con mucho la talla más corriente por estos pagos. Como siempre que la veía desnuda, Laia se encantó observando la piel morena y brillante de su amiga. Se arrodilló a su lado y empezó a hablarle mientras ella entrenaba. La puso al día de la llamada de Gonzalo. Montse resopló y añadió diez repeticiones a la serie. Cuando los brazos le quemaban paró y rodó sobre el frío suelo.

Laia se dejó caer sobre ella y la abrazó sin reparos a pesar del sudor que cubría su piel. Cuando les venía la nostalgia, Laia y Montse emprendían una cruzada sexual que duraba hasta que se sentían hartas. Y aun así no era suficiente para calmar su sed. Ya lo habían experimentado en Cadaqués el verano pasado. Una semana en una tienda de campaña, completando el repertorio íntegro de posturas lésbicas no les había bastado para olvidar a sus amigos de la meseta.

Pero aunque no fuera una cura, al menos aliviaba, así que Montse tiró de la camiseta de su rubia amiga y se deshizo de su top. Dalila, la gata de angora observaba desde lo alto de una cómoda. Las pieles de las dos mujeres contrastaban agradablemente a la vista, oscura la de Montse y blanca marfileña la de Laia. Cuando los pantalones y las bragas se amontonaron junto con el resto de la ropa, Dalila pudo contemplar sus sexos cubiertos de vello, corto, cobrizo y rizado el de la rubia y negro y muy abundante el de la morena. Después de años de depilarse completamente, Montse había decidido dejar crecer libremente su pequeña selva particular, aunque conservando las dos grandes anillas de oro que perforaban sus labios íntimos, dándole un aire de pirata del Caribe que enloquecía a los afortunados que llegaban a aquella intimidad con la chica.

Montse era de estatura media, tirando a bajita, apenas rascaba el uno sesenta. La escalada, el crossfit y la genética le habían proporcionado un cuerpazo de super heroína Marvel. Muy poca grasa sobre unos músculos poderosos y equilibrados y un par de tetas fuera de lo común por lo firmes y voluminosas, a pesar de que ella desestimara los sujetadores por regla general.

Llevaba hacía años el pelo cortísimo, pero una larga coleta, como una fina trenza, se enredaba en su cuerpo llegando a rozarle las nalgas.

Los ojos de Montse no eran grandes, pero su forma rasgada y su brillo de inteligencia los hacían muy atractivos. Su nariz y su labio lucían sendas anillas y sus orejas parecían acericos perforados por más de veinte cuentas, anillitas y agujas de colores.

Cuando no entrenaba o escalaba, Montse se adornaba con una colección de pulseras, anillos y amuletos. Era todo un personaje, muy popular entre los usuarios de la biblioteca del pueblo catalán donde ella y Laia trabajaban. Todo el mundo la apreciaba pues, a pesar de su aspecto, era un modelo de profesionalidad, simpatía y optimismo, igual que su compañera. Estas cualidades son, por lo infrecuentes,  más de apreciar todavía en el personal de estos centros, como seguramente pensáis algunos de los que frecuentáis las bibliotecas de este país.

Laia era la antítesis de su amiga y amante, más de uno setenta, rubia y de ojos verdes, con piel finísima y con un rostro de una belleza inmaculada. Su cuerpo no tenía tampoco nada que ver con el de Montse: Formas alargadas, pechos medianitos aunque monísimos, poco musculada y con sus puntitos femeninos de grasa aquí y allá.

Laia era catalana, de las de los ocho apellidos, mientras que Montse había nacido en Hospitalet de padres andaluces, pero había vuelto a Jaén sus primeros años de vida, para venir a establecerse definitivamente en Castelldefels a los doce años. Hacía poco que ocupaba aquella casita individual bastante destartalada junto a la pareja de leridanos.

Mientras tú leías estas líneas, las dos amigas han ejecutado ya buena parte de su repertorio sáfico, para deleite de Dalila, la gata de angora, que arrugaba el hocico embelesada por las oleadas de aromas íntimos que le llegaban. Montse se puso en pie y se estiró. Se había corrido una vez solamente, lo cual era cada vez más frecuente ; Esto la dejaba insatisfecha en extremo.  Puso cara de mala y sonrió a su amiga, que aún descansaba del asalto bastante enérgico de la potente morena a sus partes bajas.

Has estat mol dolenta, Laia i la tieta Montse t’ha de fer creure.

Lo que en el idioma de Lorca y de Machado vendría a ser “Has sido muy mala, Laia y la tita Montse te ha de hacer obedecer.”

Era la frase password para acceder a la nueva y secreta afición de Montse, el bondage.

Siempre habían jugueteado con la dominación y los castigos suaves, pero desde la ruptura del cuarteto que formaron con los dos madrileños, la obsesión de Montse por aquellas prácticas había ido incrementándose para alarma de Laia, que temía que el juego inocente terminara en una obsesión patológica o en un percance grave para su pobre culito y su chochito angelical, que eran las víctimas preferidas de la contenida agresividad de la morena.

Montse apartó con cariño a Dalila, que se había subido al “cajón de los suplicios”, como llamaba Montse a su gran creación, para observar mejor los devaneos de las dos muchachas.

Apartando el tapete, quedó al descubierto una gran caja de forma octaédrica, es decir, algo así como una caja de zapatos del tamaño de una nevera pequeña. Era en realidad un cajón de entrenamiento de crossfit adaptado por Monte, que es una manitas, experta en bricolaje. Como veis, el bricolaje se puede maridar así con el bondage, como dos prácticas domésticas apasionantes y complementarias.

El cajón estaba dotado de ruedecitas para trasladarlo mejor y repleto de ventanillas, bisagras y complementos varios. Si estáis interesados en el tema, espero poderos ofrecer algunos dibujos representativos del invento en breve.

Pronto estuvo Laia tendida boca arriba sobre el cacharro, con los pies levantados a la altura de su cabeza y sujetos a un bastidor que se elevaba en un lateral del cajón. Las manos quedaron aprisionadas por unas anillas en cada lateral, y culo y coño bien expuestos a la arbitrariedad de Montse, que se había enfundado unas botas rojas de las de medio muslo y doce centímetros de tacón, un tanga perforado y un sujetador a juego que sujetaba los senos pero dejaba libres los gruesos pezones de la aprendiz de dominante. Todos los objetos surgieron del interior del cajón, que como veis tenía un montón de usos.

También salió del fondo del baúl un látigo de cuero de muchas colas que hizo estremecerse a Laia. Pidió a Montse que tuviera cuidado, ya que aquel instrumento había provocado algún disgusto en sesiones anteriores.

La morena se paseó desafiante frotándose la vulva con el mango y haciendo que su prisionera lo lamiera a continuación. Después empezó a castigar los pies indefensos de Laia, suavemente primero y cada vez más intensamente después, hasta conseguir que gimiera de dolor y las bellas plantas pasaran del blanco al rosado.

Se giró entonces para ofrecer su húmedo coño a la esclava, que se lanzó a lamerlo con desesperación, para evitar el castigo y porque le apetecía un montón, la verdad.

De pronto paró y lanzó un grito de auxilio señalando su entrepierna.

Dalila se había encaramado al cajón y mordisqueaba los indefensos labios vaginales, pasando además las uñas por el vello púbico. Su osadía fue castigada con un buen zurriagazo del látigo de las siete colas. Bufó y saltó, encaramándose a una estantería desde donde podía seguir la acción sin ser alcanzada por su furiosa dueña.

Montse, sin decaer en su excitación,  abrió una caja contenida también en el baúl y extrajo un doble dildo  formado por unas veinte anillas y con dos esferas en cada extremo. Se introdujo uno en su propia vagina, sujetándolo a sus muslos y cintura con unas cinchas de cuero y apuntó el otro extremo al dorado coñito de su amiga. Arrodillada ante aquel altar del vicio, Montse bombeó con firmes golpes de caderas hasta que Laia pidió tregua sin ningún éxito. Antes al contrario, con una expresión sádica que Laia no recordaba haber visto jamás en el rostro de su amiga, Montse oprimió el interruptor disimulado en el centro del artefacto y una oleada de fuertes vibraciones atravesó los sexos de las dos mujeres. Laia gritó ahora con una mezcla de miedo y dolor, pero su torturadora pareció enardecerse y redobló su vaivén de caderas, provocando un estímulo tan brutal que la rubia se corrió a viva fuerza, como hacía tiempo no lo conseguía.

Pensó que se había acabado la sesión y que sería liberada, pero Montse era presa de un frenesí mórbido y extrajo el pene de goma para apuntar con él al ano de Laia.

Ésta era parte muy delicada de su anatomía erótica. Había sido penetrada pocas veces y con gran prudencia sin acabar de disfrutar mucho. Ahora parecía estar a punto de ser profanada salvajemente por la persona que más quería en el mundo. La goma entró con fuerza, haciendo inútil la resistencia del esfínter. Por suerte para Laia, Montse había detenido la vibración y se conformó con meterle la mitad del dildo, aunque no paro de remover el culo hasta que se corrió con unos gemidos que parecían diabólicos.

Nadie se fijó en la expresión de placer de la gata, que se relamía las blancas patitas como si acabara de devorar un ratoncillo indefenso.

Laia estaba en estado de shock, no ya por el dolor sino por la indignación y la tristeza que le producía aquel proceder monstruoso de su amante.

Montse parecía confusa. Soltó a Laia y se interesó por su estado, para ser enviada a la mierda de mala manera por la poco sumisa joven.

Estaba claro que algo extraño estaba pasando allí. Se vistieron y hablaron de lo ocurrido en un tono muy serio. Laia veía la prueba de que Montse estaba desarrollando algún tipo de neurosis. No quería reconocer su angustia por los madrileños perdidos y se estaba volviendo una neurótica o alguna cosa peor.

Montse no lo veía igual. Aunque comprendía que su conducta era muy anormal, atribuía el cambio a algún influjo maligno y miraba de reojo a la blanca y peluda gatita, que parecía haber establecido con ella unos lazos de estrecha dependencia pero quizás le provocaba pensamientos y pulsiones nefastos.

Laia no sentía ninguna simpatía por el bicho, pero encontraba infantil y artificial aquella explicación.

De una u otra forma, se abrió la puerta a leer el mail de los madrileños cuando este fuera escrito y remitido. Montse no se pudo negar después de su deplorable acción.

Aquel viernes de primeros de Abril, Gonzalo con su portátil bajo el brazo llamó al portero automático del piso de Ramiro, a cien metros de la plaza de Santa Ana, en pleno barrio de Las Letras. Gonzalo echaba de menos la capital. Había dejado Madrid cinco años atrás para trasladarse a un pueblo de la provincia de  Toledo donde le esperaba su primera misión ejecutiva del partido. Cumplió con eficacia y subió puestos hasta convertirse en concejal de cultura y fiestas populares del pueblo en cuestión, como un escalón previo al salto definitivo al aparato provincial y después, ¿quién sabe? ¿El parlamento autonómico? ¿Un puesto en el Ministerio? Inmerso en sus tareas políticas, Gonzalo había olvidado un poco su querida Madrid, aunque la añoranza le llevaba a visitar el foro cada dos o tres semanas.

Sube, ordenó Ramiro. Llegas tarde, tío.

No había ascensor, pero Gonzalo tenía las piernas largas. Aquellas viviendas de alquiler asequible tenían sus inconvenientes.

Ramiro abrió, vestido con un chándal y unos calcetines de deporte.

Pasa, hombre, pasa, que ya me tenías preocupado. La cena está servida hace rato… Esto lo soltó con cierto misterio en la entonación.

Gonzalo abrazó a su colega y pasó adelante sujetando el ordenador bajo el brazo. Menos mal que lo llevaba bien sujeto, porque la sorpresa le hizo dar un respingo que pudo ser fatal para el aparato. En la mesa se había servido un gran plato de patatas y verduras, una ensalada variada y una fuente de carne a la parrilla que le pareció de cordero por el color.  Descolocaba aquel montón de comida. Pero más aún sorprendía la presencia de dos rubias damas que sonreían seductoramente al recién llegado.

Pero, tío ¿Esto qué es? ¿No íbamos a escribir a las chicas el mail?

No te rayes, colega. Ha sido un compromiso de última hora. Además, podemos escribir igual lo que queramos. Son danesas y llevan un mes en España, así que no se enteran de un pijo.

Pero ¿tendremos que hablar con ellas, no?

Pse, cuatro cosas bastarán. ¿Cómo tienes tu inglés?

Un poquito  oxidado, reconoció; pero me parece que esta noche lo engraso a tope, añadió ante el espectáculo que se desarrollaba ahora ante sus ojos. Las dos escandinavas habían decidido levantarse para darle dos besos al invitado. Una de las chicas era más alta que Ramiro, ancha de espaldas y fibrosa, con una cintura de avispa, y unos movimientos de leona enjaulada. ¡Impresionante! Pero la otra,… ¡La otra era más alta que el propio Gonzalo! Eso la situaba por encima del listón de los 185 centímetros. Y no era eso lo más impactante. La camiseta blanca sin mangas dejaba al descubierto unos brazos como troncos, que serían la envidia de más de un leñador. Los hombros excedían con mucho los del atlético Ramiro y el resto de la anatomía iba en la misma línea, con una cintura ancha cual barrilete, que empequeñecían las caderas, inabarcables, y dos poderosas mamas, que no destacaban en el conjunto, pero tenían un volumen más que notable en términos absolutos, como pudo notar Gonzalo cuando la tremebunda mujerona lo estrechó con cariño, dejando que las gruesas ubres fueran su mejor tarjeta de visita. Vista de cerca, resultaba bastante atractiva, con su pelo color plata y unos bonitos ojos azules. La nariz hacía pensar un poquito en la cerdita Peggy, pero era graciosa. Brigitte era el nombre de aquella montañosa vestal, que olía a frutas salvajes y un poquito a queso cheddar. Helle, su amiga tenía un rostro pétreo, con anchas mandíbulas y cejas un poco excesivas, aunque al ser rubias paja como su corta melena, no resultaban desagradables a la vista. La nariz de Helle se proclamaba dueña de su personalidad. Era grande y hermosa, un poco aguileña y con surcos naso genianos profundos. Hacía pensar en una estatua de un guerrero sioux, severo y poderoso, pero benigno y noble. Provocaba aquella sensación, violenta para el macho innegociable, de sentir el atractivo de una mujer que tiene bien poco de femenino, empezando por la ausencia de senos y acabando por las manos como palas que ciñeron cariñosas la espalda de Gonzalo, que aspiró un olor de colonia inconfundiblemente masculina que lo descolocó ya por completo. Sin querer, la vista se le fue a la entrepierna de Helga, pero no divisó allí bulto alguno que delatara trampa ni cartón en el género de la invitada.

Pero ¿son muy jóvenes estas chicas, no? el concejal estaba anonadado.

Pues sí. 18 y 19, chaval. Allí se alimentan mejor y ya ves el resultado, bromeó Ramiro dando un pellizco en la mejilla a Helle, que reaccionó con una mueca tan inconfundiblemente femenina, que convenció a Gonzalo de             que, tuviera lo que tuviera entre las piernas, aquella era una mujer.

Iniciaron una animada charla en inglés. Gonzalo había estado un año en Irlanda y dominaba perfectamente el idioma. Quería así ir rompiendo la tradición analfabética de los mandatarios españoles, legos de cualquier conocimiento de la lengua de Shakespeare, Moliere, Goethe, Leopardi o Coelho, por citar sólo a los más próximos. Ramiro tenía menos práctica pero mucho más morro, así que podía tirar los tejos hasta en suajili si se terciaba.

La conversación permitió a Gonzalo saber que Brigitte y Helle eran dos jugadoras alto nivel de balonmano que estaban de gira por España, visitando clubes que pudieran ficharlas. Habían acabado los estudios secundarios y querían tomarse un par de años para meditar antes de iniciar los superiores. Puestas a meditar, consideraban que el sol, la sangría, la vida nocturna y los ardientes machos latinos, esto último lo añadían entre risas, les ayudarían a madurar una decisión sobre su futuro.

Gonzalo se puso las botas con la verdura y las patatas horneadas. La carne tenía un gusto muy fuerte. Le explicaron que se trataba de “paskelam”, cordero de Pascua, muy apropiado para las fechas. Era una carne hecha a la parrilla que resultaba deliciosa pero un poquito pesada.

Llevan tres horas aquí cocinando. Les encanta, pero ya se han bebido dos jarras de sangría, comentó Ramiro. Habrá que ir con cuidado, ¡Ja, ja!

En efecto, las dos valkirias, más acostumbradas a las duras sesiones de entrenamiento que a las cuchipandas, tenían la mirada algo enturbiada, anunciando sus malas intenciones para después del postre.

Comieron unos pastelillos de nata, remataron la jarra de sangría y pasaron a los licores, que Ramiro colocó en una mesita baja después de amortiguar las luces y poner en marcha la mini-cadena, donde sonaba música disco bailable a un volumen medio.

Al rato, se movían los cuatro tal que zombis alrededor de la mesita, alternando el ron con el vodka y propinándose pequeños empujones y tocamientos cada vez más atrevidos, sobre todo por parte de ellas.

A la sexta pista, la música cambió a bailable lenta y las mozas tomaron pareja, correspondiéndole a Gonzalo la ciclópea Brigitte, que se pegó a él amorosa, murmurando palabras romántico –etílicas al oído del concejal. A la segunda canción, Gonzalo pudo ver a Ramiro y a Helle, desnudos como lechoncillos revolcándose en el sofá, así que tomó también él la iniciativa y empezó a levantar cadenciosamente la camiseta de su pareja. Ella prefirió recortar los tiempos y se quedó como Dios la trajo al mundo en menos de quince segundos, denotando una agilidad que no cuadraba con sus cien kilos de peso, pero si decía mucho de sus prestaciones como pivot en la selección juvenil de balonmano de su país.

Gonzalo no sabía si abrazarla o empezar a hacerle fotos con el móvil. ¡Aquello era demasiado! La blancura de la piel engrandecía el volumen y la incongruente movilidad de la moza hacía pensar en un ser no humano, en algún especie de extra-terrestre sobredimensionado que venía a conquistar el planeta. Las tetas, fuera de control, semejaban inmensas nubes flotando sobre un vientre blanco y redondo, como el de un muñeco de nieve. Los muslos eran gordísimos, pero poca grasa parecían contener, igual que los brazos.

Aquella desatada alienígena se apoderó del indefenso Gonzalo y lo desnudó en un periquete, empezando a recorrerlo de arriba abajo con manos y boca, como queriendo señalar las porciones que pensaba devorar a continuación.

Entre la sorpresa y el deseo, Gonzalo empezó a sentir una potente erección entre las piernas y pasó a la acción explorando lascivo aquel cuerpo blanco e inmenso que se le ofrecía. Besó en la boca a la chica con pasión latina pero ella dirigió con sus poderosas manos la cabeza de Gonzalo más abajo, con voluptuosidad nórdica. La piel olía muy bien, un aroma frutal, y sabía a leche, o eso le pareció notar a Gonzalo al recorrer con la lengua los grandes senos y  succionar las pálidas areolas, del tamaño de galletas con un mínimo pezón rosado en el centro. Mordió las pequeñas cumbres y Brigitte gimió de gusto animándole a apretar más los dientes. Él obedeció excitado. Hacer el amor con una deportista de aquellas dimensiones exigía un esfuerzo doble. Además, en el deporte de la muchacha los contactos eran muy intensos y ella, por su posición en medio de la defensa contraria, estaba acostumbrada a choques y tocamientos de gran violencia. Él empezó a entrar en el juego y animarse. La sujetó sin temor de lastimarla y mordió y amasó las firmes carnes con intensidad, arrancando jadeos de excitación. Nunca había podido follar con todas sus fuerzas como lo estaba haciendo ahora. Un instinto le prevenía siempre de la relativa debilidad física de su amante de turno, pero con Brigitte la cosa era muy diferente. Era ella la que debía tener cuidado de no estrujar demasiado fuerte a su pareja.

En el otro sofá las fuerzas estaban más igualadas. Ramiro era un triatleta entrenado y podía competir con la fibrosa Helle con solvencia. Por momentos parecía que eran dos hombres los que se besaban y acariciaban, dos torsos fibrosos, cuatro brazos musculados. El falo que los tenía conectados hacía ya unos minutos, podía pertenecer a uno o a otra, Era un grueso barrote que unía los cuerpos y hacía fluir el placer entre ellos.

Los pezones de Helle se erguían enormes y excitados en contraste con los casi inexistentes pechos; La grasa mamaria había sucumbido al empuje de unos voluminosos pectorales, que Ramiro acarició y mordió con curiosidad  y alguna reticencia. Era difícil aceptar que era aquel un cuerpo de mujer, aunque la voracidad de la jugosa y contráctil vagina de Helle pregonara lo contrario. Jamás coño alguno había succionado con aquel vigor la polla del muchacho, aunque no pudo evitar él que aquellos estrujones le trajeran el recuerdo de su añorada amante Montse. Más chiquita y menos forzuda pero con un par de tetas que Ramiro recordaba con nostalgia cada día y una vulva hiperactiva, con dos excitantes anillas de oro en los labios y un motorcito eléctrico en las paredes.

Pero ¿qué le vamos a hacer? Montse y Laia ya no estaban y había que seguir adelante sin ellas. Aquel fortuito encuentro con las escandinavas tenía que ayudarle a él y sobre todo a Gonzalo a seguir adelante y olvidar.

Y en verdad, Gonzalo estaba en aquel momento tan ocupado que todos sus sentidos se concentraban en un solo fin, darle un orgasmo a Brigitte. Titánica tarea, hercúlea misión, pensaba él sudando tinta mientras se afanaba en taladrar aquella vulva como una hogaza de pan de medio kilo en la que su pito se hundía una y otra vez sin conseguir estimular suficientemente las paredes.

La danesa ya debía haber pasado por aquel trance alguna vez. Hacía falta otro pívot, pero de la NBA, para rellenar aquella gruta. Tal vez Shaquille Onea’l o Kareem Abdul Jabbar lo hubieran conseguido, pero él estaba a punto de rendirse. Entonces Brigitte murmuró algo en su idioma, algo que sonó a “latinos muy ardientes pero pollas muy pequeñas para coño mío”  Con una sonrisa pícara, la chica se dio la vuelta y se puso en cuatro sobre el sofá, apoyando los codos en el asiento para elevar sus dos inmensas nalgas, como gigantescas bolas de helado de nata, y apretó los muslos entre sí. Gonzalo tomó un respiro mientras las mordisqueaba, pero ella le exigió ir al grano “fuck me, fuck me, hell...” Obedeció presuroso Gonzalo que estaba a la altura adecuada para penetrar de nuevo a la nórdica. La vulva, comprimida por las piernas, sobresalía obscenamente, adornada por cientos de alargados pelos claros. Él atravesó la frondosa pradera y sondó el cenagoso estanque, notando ahora un intenso placer al comprimir las paredes su largo pene. La sensación fue compartida por Brigitte que sentía su sexo presionado por dentro y por fuera y empezó a moverse y a gemir presagiando un auténtico terremoto que hacía ya estremecerse el viejo sofá. Gonzalo se esforzaba por mantener un ritmo autónomo, pero pronto se tuvo que plegar a seguir el frenético compás de las indomables nalgas y, al final, a limitarse a mantener la postura vertical y la verticalidad de su polla, inmóvil y sometida al capricho de las acometidas de la pívot.

Ramiro y Helle estaban llegando al final de su combate particular, primer asalto, entrechocando sus pelvis como si se las quisieran fracturar y abrazándose como dos luchadores olímpicos, rodando sobre la alfombra. Gonzalo atravesó primero a la meta, vibrando como si tuviera la polla enterrada en una enorme batidora. Se aferró a las dos bolas gigantes y duras que absorbían su virilidad como un aspirador y dejó la mente en blanco, aunque en el momento álgido no pudo evitar visualizar aquellas otras nalgas tan diferentes, tiernas y amorosas de su amante catalana.

A los pocos segundos se encontraron los dos amigos derrengados sobre un sofá, mientras las ninfas del norte se perdían pasillo abajo para refrescar y asear sus intimidades satisfechas.

Gonzalo tomó el portátil y lo dejó sobre el sofá entre él y Ramiro. Tío, ya hemos hecho lo que querías. Ahora me toca a mí. Vamos a escribir a las “noies”.

¡Joder!¡¿Eres pesado, eh?. Venga, enchufa.

Te leo lo que tengo escrito: Se recostó con el ordenador sobre el regazo. Adoradas Laia y Montse…”

Empezamos bien, rezongó Ramiro.

“Adoradas Laia y Montse. No podíamos esperar más para deciros que nuestra vida se ha vuelto un infierno de monotonía y tristeza desde que decidimos dejar de vernos. No podemos permitir que algo tan maravilloso acabe de forma tan lamentable. Nos consta que vosotras también nos añoráis. Por eso os queremos proponer…” ¿Qué te parece? ¿Está convincente?

Hombre, no está mal, pero creo que exageras un poco…

Ramiro, no seas gilipollas. Estás hecho una mierda desde el verano. Ya no tienes ilusión por nada. No paras de entrenar y follarte todo lo que se mueve a tu alrededor…

Hablando de follar…

Las dos vikingas habían reaparecido sonrientes y deseosas de reanudar el partido tras el descanso, que había sido demasiado breve como para permitir la recuperación del otro equipo. Pero ellas animosas, se lanzaron a reanimar a sus rivales, practicándoles con excelente técnica la respiración artificial y haciendo que se hincharan de nuevo las pelotas por el procedimiento de estimular oralmente los pitorritos.

Ellas que hagan lo que quieran, Ramiro; Nosotros a lo nuestro “Os queremos proponer…”