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Chocho- apellidos catalanes. La virgen de Agosto

en Lésbicos

Pamplona, julio de 2015, cuarto día de San Fermín.

Dicen los viejos que “el hombre propone y Dios dispone” Había sido la mujer, Laia en este caso, y no el hombre, quien había propuesto continuar la cuchipanda a cuatro, bien fresquitos en el Pirineo, pero las cosas no iban a salir como ellos esperaban.

A la mañana siguiente de la fastuosa orgía del chill-out pamplonica, el móvil de Gonzalo empezó  a pitar con angustia. Su madre, Doña Trinidad, mujer cristiana donde las haya y “de misa diaria”, había pisado lamentablemente una caca de perro agnóstico a la salida de Los Jerónimos, dando con sus devotos huesos en la dura escalera y quedando su cadera derecha seriamente perjudicada. Iba sin duda la buena mujer extasiada por las soflamas del cura integrista que clamaba desde el púlpito por un salvador de la patria y la raza, lejos de sospechar cómo su hijo estaba arrastrando por el lodo el buen nombre de la familia, entregándose al fornicio con aquellas rameras anarco-separatistas. Gonzalo saltó de la cama consternado. En menos de diez minutos, él y Ramiro avisaron de la desgracia a dos adormiladas Laia y Montse, liquidaron la cuenta con el soñoliento Fernando y prometieron llamar más tarde por teléfono para despedirse de Dionisio y Patro, que aún no se habían podido levantar de la cama después de la olimpiada erótica de la noche anterior.

Sucesivos whatsapps dieron cuenta del viaje de regreso a Madrid, el conmovedor reencuentro entre la señora y su vástago y los preparativos para la operación, ineludible según dictaminaron los galenos.

Laia i Montse se quedaron así con un palmo de narices y decidieron regresar a sus lares del Penedés y el Baix Llobregat. Hubo una emotiva despedida de los bolivianos, la navarra y el pintor, con la promesa de repetir la estancia en la fonda a la menor ocasión.

De vuelta a casa, las chicas fueron acogidas como heroínas por muchos de sus amigos y familiares, aunque otros no se mostraron muy satisfechos del numerito de la plaza de toros. Este fue el caso de la abuela de Laia, que había podido ver a su nietecita en cueros, ante millones de ojos, convertida en trending tòpic, según le explicó el hermano de la muchacha, aunque esto no sirvió de consuelo a la anciana.

Las llamadas y mensajes entre los cuatro amantes se intensificaron los primeros días, para luego ir decayendo con la ausencia. Necesitaban reencontrase, pero doña Trinidad tenía por delante una larga convalecencia y Gonzalo se había volcado a cuidarla en ausencia de su hermana Leticia, que estaba recorriendo el Pacífico en un lujoso crucero y tardaría aún tres semanas en volver.

Fue entonces cuando Laia sugirió a Montse una escapada a la Costa Brava, un fin de semana las dos juntas,  para quitarse de la cabeza a los chulapos que les habían robado el corazón. Aceptó la rubia y las dos jóvenes se citaron en Barcelona para tomar el autobús, ya que no disponían de automóvil ni otros medios de transporte adecuados para trasladarse a la bella Cadaqués, donde habían decidido instalarse tres días para olvidar a sus galanes.

El campin elegido era un antiguo hallazgo de las dos amigas, un lugar tranquilo, con una hermosa piscina y frecuentado por familias y no por hordas de jóvenes con inclinaciones etílicas.

Hacia las dos de la tarde hicieron Montse y Laia su entrada triunfal por la avenida principal, flanqueada por docenas de tiendas familiares, roulottes i furgonetas, con sus grandes mochilas y su pequeña tienda iglú. Laia lucía una camiseta de tirantes blanca muy holgada, bajo la que se podía contemplar un sujetador negro, y unos pantalones piratas muy ajustados. Montse viajaba siempre con vestidos muy anchos y vaporosos, como era aquel modelo a florecillas con un generoso escote, bajo el que pendulaban libres y felices sus voluminosas tetas.

Había admiración en los ojos del sector masculino de campistas, los papás más partidarios de la escultural Montse y los jovencitos encandilados por la belleza élfica de Laia. Sin embargo, nadie pareció reconocer a las dos nudistas antitaurinas que habían batido récord de accesos al Youtube.

Ubicadas en su parcela, las dos jovencitas se pusieron los bikinis y se dirigieron a la piscina del campin, aumentando los voltios de la excitación de los varones a lo largo de su recorrido.

Un baño, un ratito al sol, un par o tres de galanes adolescentes rechazados amablemente,…la actividad normal de una tarde de verano para dos bellas muchachas.

Si el público masculino hubiera podido observar unas horas después a las amigas en la intimidad de su iglú, seguramente hubieran tenido que intervenir los mossos  d’esquadra para frenar el tumulto.

Por fin solas, Montse y Laia se dedicaron a recrear sus pasiones sáficas; desnudas y recién duchaditas las amigas se empleaban a fondo para olvidar a sus dos madrileños. Montse tomó como era habitual la iniciativa con la táctica del “asalto frontal” consistente en tumbar boca arriba a la pareja, abrirle las piernas y aplicarle un ardiente mete-saca digital combinado con escarceos de los dedos libres hacia el botoncito del éxtasis por arriba y el pozo de los oscuros deseos por abajo, hasta hacer patalear de gusto a la asaltada.

El método permite también frotar los pechos concupiscentemente y morrearse a placer sin detener los estímulos vaginales. El inconveniente es la falta de reciprocidad simultánea, lo que las chicas remediaban turnándose en las posturas cada diez minutos.

Un espía escrupuloso hubiera podido imaginar lo que pasaba en la tienda por el tintineo de la quincallería de Montse, que vibraba rítmicamente en sus orejas, su cuello, muñecas, tobillos y hasta en su mismísimo coño, como recordaran los lectores de la primera parte de este relato, “Las corridas de San Fermin”.

Pero una hora, es decir cinco rotaciones, después, cuando el marcador orgásmico registraba un seis a cuatro a favor de la morena de la coleta, las dos empezaron a distraerse y a perder intensidad. Alguna cosa les faltaba. Bueno, una lista de cosas: El olor a macho en celo de Ramiro, la voz dulce y acariciadora de Gonzalo, el firme abrazo del triatleta con su bombeo potente y regular, los descontroles apasionados del larguirucho concejal, siempre amenazado por la ejaculatio precox, sus sonrisas, sus miradas de admiración casi devota, sus caras de niño malo después de hacer una travesura. Y les faltaba sentirlos dormidos al lado de ellas, cosa que aún no habían podido experimentar, despertarse enredadas en piernas y brazos masculinos y mirar las caritas de niño bueno que seguro que ponían los dos amigos mientras dormían.

Todas las carencias les asaltaban en aquella hora de la noche y, cansadas de darse una a otra un placer demasiado monótono, decidieron vestirse y salir a dar un largo paseo hasta el pueblo y sentarse a la orilla del mar, en la bahía.

Por el camino Laia empezó a rememorar en voz alta y con tono admirativo los hechos de unos días atrás. Parecía un cuento de hadas, moderno claro está, la forma como habían intimado con los dos vecinos de habitación. Aunque siempre bajo la influencia del sátiro y bohemio pintor, hizo notar Montse. Ésta, muy dada a buscar el hilo esotérico que mueve las cosas cotidianas, se había pasado una tarde investigando y reuniendo una información inquietante.

¿Quién era aquel Dionisio, si es que realmente se llamaba así? Parecía obvia su identificación con el personaje mitológico Dionisio, convertido en Baco por los romanos, gran bebedor y follador incansable, amigo de organizar bacanales, como su nombre indica, Hijo de Zeus y Semele; Por cierto, ¿No era ese el tema de uno de los cuadros de su erótica exposición? El vino griego, las olivas afrodisíacas…

Ya sentadas sobre una roca, Laia lanzó la hipótesis del hechizo, el sortilegio amoroso. Quizás aquel sujeto había embrujado o drogado a los cuatro huéspedes para divertirse jugando con sus sentimientos y sus libidos desmadradas. Si era así, el encantamiento se desharía como la carroza de la cenicienta y lo que tendrían entre manos en un hipotético nuevo encuentro con los chicos, sería una monumental calabaza.

Pero algo les decía que no era el caso, que los dos días de San Fermín eran sólo el prólogo de una ardiente aunque atípica historia de amor... a cuatro.

No del todo, hizo notar Montse, ya que entre ellos no había la misma relación amorosa que ellas sí que mantenían. ¿sería entonces el círculo perfecto conseguir una deriva homosexual entre los dos amigos? Laia lo rechazó de plano. No podría tener el mismo atractivo para ella estar con dos gays que hacérselo con dos heteros. Le encantaba sentirse el centro del deseo de ambos, con la única competencia de su amiga, que le atraía tanto como los dos chavales, con aquel sexo tranquilo y amoroso que se procuraban la una a la otra. Montse no opinaba igual; más morbosilla, le hubiera puesto como una moto ver a Gonzalo chupándosela a su colega y a éste perforarle su inmaculado culito a Gonzalo, mientras ellas ocupaban todos los puestos libres chupando, lamiendo y frotándose contra todo lo que pudiera ser estimulado. “Què ets burra!” le pellizcó Laia el culo, aunque tuvo que reconocer que la idea no estaba del todo mal. Si se  huye de las etiquetas y se hace lo que el cuerpo te pide en cada momento, las cosas suelen salir mejor.

Volvieron al campin abrazadas, como dos enamoradas, que lo eran, aunque incompletas en aquel momento, bajo las estrellas de Cadaqués.

Aunque no encontraron consuelo a lo largo de aquellos tres días, se ha de reconocer que, al menos, olvidaron sus penas. Pasaron largos momentos en su tiendecita, tan chica que no permitía ni ponerse en pie. Claro que ellas no buscaban más posición que la horizontal en todas sus variantes: Sesenta y nueve convencional y lateral, ataque frontal alternativo...

Montse propuso una postura a la que Laia no acababa de acostumbrarse: Las “tijeras amigas”. Frotar las vaginas con las piernas abiertas y entrecruzadas, le parecía una práctica demasiado poco cariñosa. Era como follar con un chico pero sin pene, y ella vinculaba firmemente el sexo lésbico con lo afectivo más que con lo genital. A Montse le podían más las sensaciones que los sentimientos cuando hacía el amor. Su alma de deportista la lanzaba en pos del orgasmo múltiple y aquella forma de estimularse la volvía loca de gusto, aunque su rubia enamorada no la prodigase. En la siesta del último día antes de abandonar el camping, Laia accedió a colocarse en la postura. Las anillas vaginales de Montse estaban frías y duras al tacto y no la estimulaban en absoluto. Le pidió que se las quitara a lo que la morena accedió. Arrodillada, Montse hizo que Laia se colocara debajo de ella con las piernas bien abiertas. El roce del dorado vello  púbico contra su depilado coño ponía frenética a la morena. Laia se  sentía algo abandonada al no sentir cerca de su boca la de su amante, y aquello enfriaba su excitación. Pero Montse tenía un truco secreto que ponía en práctica en alguna ocasión: Los pies de su amiga. En las posiciones más habituales no tenía acceso a los pies de Laia, pero en aquella tenía el derecho totalmente a su merced, así que lo aprisionó con ambas manos y empezó a acariciarlo con gran cariño y pasión, recorriendo la planta con la lengua y frotando los deditos con sus manos. En un principio Laia se opuso con risas contenidas “Em fas pessigolles, para!”, pero las cosquillas dieron pronto paso a un placer carnal extraordinario, que hizo humedecerse y vibrar la vulva de la joven, llevando al éxtasis a su amiga.

Así habían pasado los tres días entre baños refrescantes, largos paseos, nostálgicos diálogos y voluntariosos achuchones, sin que se calmaran sus apetitos por completo.

Después de la lúbrica experiencia de las tijeras, las dos amigas hicieron las mochilas, desmontaron su tienda y caminaron hacia el autobús. Al día siguiente, ¡Oh, dolor! volvían al trabajo en la pequeña biblioteca de cierto pueblecito de la provincia de Barcelona, que no citaremos para no propiciar aludes de curiosos en busca de aventuras eróticas.

 (Continuará)