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Mis microrrelatos V .... En el Camposanto...

en MicroRelatos

Ernesto se situó en su lugar preferido para desayunar. Entre dos panteones, pegado a la tapia y a la sombra de una frondosa higuera. Allí, sobre el suelo de mármol que rodeaba la construcción fúnebre, se estaba relativamente fresco y a salvo de miradas curiosas. No es que en el caso improbable, de que un día laborable por la mañana apareciera alguien, le fuera a importar encontrárselo desayunando. Allí en el pequeño pueblo todos se conocían. Pero él conservaba costumbres de la gran ciudad. Y prefería que siempre lo vieran trabajando. Y también estar en un sitio donde hacer una pausa y poder ver sin ser visto. Eso lo relajaba. Desde allí, podía ver la entrada y la calle principal del camposanto.

 

El viejo Eufrasio, el peón de mantenimiento y jardinería al que había sustituido, le había indicado que ese era el mejor lugar de todo el cementerio para sentarse a descansar. Y no se equivocaba. Sonrió al acordarse de Eufrasio. El alcalde había tenido buen tino al hacerles coincidir un par de meses, para que pudiera ponerlo al día antes de su jubilación. Menudo personaje. Le había enseñado todo lo necesario: del trabajo y del pueblo.

 

Ernesto se llevó el sandwich a la boca, pero justo antes de dar el primer bocado, se quedó paralizado. La mano no llego a completar el movimiento. La boca permaneció abierta, como queriendo morder el aire. No podía ser cierto. No podía creer lo que estaba viendo.

 

Eufrasio le había contado muchas historias. Y era condenadamente difícil distinguir las ciertas de las inventadas. A veces, cuando algo le parecía real y lo comentaba con el resto de vecinos, se reían poniendo de manifiesto que el viejo peón se había vuelto a quedar con él. Por el contrario, en otras ocasiones, ante una historia sorprendente o rara, que hubiese apostado todo a que era falsa, muy serios le decían: pues claro que pasó. Eso es cierto. Ya había renunciado a entender aquel sitio y a aquellas gentes. Le bastaba con saberse querido e integrado, tener sueldo fijo y una vivienda cedida por el ayuntamiento para él y su familia. La gente joven escaseaba por allí. Pero de todas las anécdotas que le contó Eufrasio, si había una que estaba convencido que no podía ser cierta de ninguna de las maneras, era aquella.

 

Una mujer joven y enlutada, a principios del verano, una vez al año. Siempre por la mañana y en día laborable. Cerciorándose que no hubiese ningún entierro. Asegurándose que el cementerio estuviese vacío, que el operario municipal estuviese en otras faenas por el pueblo. Sin duda no lo había visto, allí entre las sombras de la higuera.

 

Cerró los ojos y la recordó tal y como su viejo mentor la había descrito. Morena, pelo recogido en un moño, siempre de negro. Con medias transparentes con una raya negra atrás y un sombrero con velo. Todo combinado, de un gusto exquisito que no cuadraba en absoluto con aquel olvidado rincón de la serranía.

Volvió a abrirlos pasados un par de segundos. Tenía que ser un espejismo, una imagen creada por su mente, una sugestión al acordarse de su amigo. Sin duda ya habría desaparecido y...

 

¡Efectivamente! ¡Ahora el camino parecía desierto!

 

Pero algo no cuadraba. Seguían oyéndose pisadas sobre la grava. Ernesto se incorporó y salió con sigilo a la calle principal, justo a tiempo para ver a la figura negra girar hacia la derecha, entre unas tumbas descuidadas. Un escalofrio le recorrió la columna vertebral: Era real.

 

¿Sería una coincidencia? Bueno, si era la persona que Eufrasio le había descrito, ya sabía dónde se dirigía. A la esquina más alejada de cementerio. A una sepultura muy concreta. Ernesto dio un rodeo, accediendo al lugar pegado a la parilla exterior, procurando no hacer ningún ruido y ocultándose entre nichos y panteones familiares. Seguro que solo era una casualidad. Una chica de fuera del pueblo visitando la tumba de sus abuelos. Solo eso.

 

¡Mierda! se había detenido junto a la tumba que le había señalado Eufrasio.

 

Se pone allí…y hace cosas…

 

¿Cosas? ¿Qué cosas? Había preguntado él, burlón.

 

Cosas de mujeres. Le contestó su amigo muy serio.

 

Ninguna explicación y ninguna pregunta más. Ernesto ni siquiera consideró la posibilidad que fuera cierto. Una mirada de desaprobación y un meneo de la cabeza a ambos lados, como mostrando su negativa a que Eufrasio le volviera a tomar el pelo.

 

Y ahora volvía a hacer ese gesto, pero de asombro: no puedo creerlo…murmuró.

 

Ella se situó frente a la tumba. A sus pies, una gruesa lápida de mármol gris, con una figura esculpida a modo de bajorrelieve, mostraba a un hombre joven tumbado boca arriba. Sus fracciones eran suaves y su rostro relajado, como si durmiera. Estaba vestido con un traje, elegante en su sueño eterno. Ernesto se había fijado a veces en aquella sepultura. Se preguntaba quién sería. Si la imagen era un reflejo fiel del allí enterrado o solo una alegoría.

 

La misteriosa mujer separó las piernas, quedándose en una postura muy poco considerada para el lugar. No le había visto aun la cara, pero el vestido negro ceñido dejaba adivinar un cuerpo hermoso, proporcionado y con redondeces muy sugerentes. Poco paño para visitar un camposanto. Se le quedaba tan corto que las ligas se advertían apenas ocultas en su borde. Pronto no hubo que adivinar nada. Ella giro la cabeza en todas direcciones para cerciorarse de que no la veía nadie y para sorpresa de Ernesto, se lo subió hasta la cintura dejando ver un culo perfecto, enmarcado por unas bragas transparentes ribeteadas de cinta negra. Una de las manos se fue a su vientre. Quizá a la entrepierna. No podía verlo desde esa posición, ella estaba de espaldas.

 

Luego, un suave balanceo de caderas, como si presentara o enseñara algo a la figura esculpida. Ernesto no tuvo que imaginar mucho que podía ser. Con una elegancia pasmosa se subió en la lápida, mientras contoneaban sus nalgas a cada paso que daba. Cuando llego a la altura de la entrepierna de la escultura, se dejó caer de rodillas, sentándose sobre el lugar donde debería estar la verga. Un momento embarazoso mientras se acomodaba a horcajadas, pero a pesar de todo, la chica tenía una gracia natural hasta cuando perdía la compostura.

 

Ahora, el vestido quedaba muy arriba y no ocultaba nada. El culo, (adornado por el liguero y las medias), se ofrecía como un manjar a la vista y se apreciaba claramente el contacto de su sexo con el mármol, recalentado ya a esas horas.

La joven viuda (esa categoría le había otorgado ya Ernesto), se inclinó hacia delante, echando los brazos sobre la cabeza. El tintineo del collar de plata al tocar el canto tallado, anunciaba que los pechos pronto rozarían la piedra tibia. Las manos rodearon la cara del inmóvil amante. Sus labios tocaron la boca de mármol. Un beso quedó depositado en ella, junto con restos de carmín.

 

La mujer se incorporó, apoyando las manos en el pecho de la estatua. Sus caderas iniciaron un lento movimiento que le permitió frotar su sexo contra la pétrea dureza. Durante un rato estuvo así jugando, aparentemente sin prisas, tomándose su tiempo. Luego, sus manos siguieron caminos diferentes. La derecha desapareció entre sus piernas. Un movimiento suave al principio. Frenético más adelante. Ernesto podía ver como encogía las nalgas al ritmo de las punzadas de gusto que sentía. La mano izquierda fue hacia su escote. En el momento de mayor placer, tiró de él hacia abajo y dos tetas redondas saltaron fuera. Ella agarró y pellizcó los pezones con fuerza, casi con rabia. El orgasmo fue instantáneo. Sus muslos se contraían contra los de la estatua, la boca hacia el cielo emitiendo un sordo rugido, como de pantera en celo, toda de negro, presa de sus instintos.

 

Luego cayó sobre el inmóvil amado. Un nuevo abrazo no correspondido. Un largo rato murmurándole palabras que Ernesto no podía oír, que no sabía si llegarían al más allá, pero que intuía que se dirigían más a ella misma que a su difunto.

El tiempo no corría, parecía haberse detenido allí, en aquel pueblo perdido de la montaña, donde un día, un desconocido para todos (excepto para la misteriosa mujer), fue a parar a una tumba que desentonaba con su entorno. Nadie supo quien era ni porque habían decidido enterrarlo allí. ¿Quizás por la soledad que le permitía a su viuda hacer esas visitas? ¿Era un hijo desconocido del pueblo?

Ella se levantó despacio. De pie frente a la lápida, se acomodó la ropa. Los pechos aun turgentes volvieron al sostén de encaje negro. El vestido bajó hasta poco menos que el inicio de sus muslos, dejando a la vista unas medias arañadas y con alguna carrera. El tocado y el velo fueron recolocados. Ella recobró la compostura y se dirigió a la salida. Apenas dio unos pasos, se giró y lanzo un último beso de adiós. O más bien de “hasta el año que viene, amor”.

 

Porque Ernesto no dudaba que volvería.

 

La siguió con la vista, el caminar elegante y sensual, el paso decidido. Apenas pudo moverse, diríase que se había convertido en uno de los ángeles de piedra que velaban el camposanto. Cuando oyó arrancar un coche, se acercó a observar de cerca la tumba. Algo brillaba en la entrepierna de la estatua, que formaba un pequeño bulto en el que nunca se había fijado. ¿Estaría hecho a propósito?

Una humedad aparentemente pegajosa estaba allí depositada. Posiblemente flujo fresco, aunque solo una pequeña mancha. Junto a la cabeza descansaba una rosa blanca. Arrugó la frente. No había visto a la mujer llevarla. Aunque ese detalle podía haberle pasado fácilmente desapercibido con todo lo demás, demasiado para él.

 

Se dio cuenta que tenía una erección… ¿Desde cuándo estaba así? Se sintió avergonzado de estar frente a esa tumba en aquellas condiciones y volvió la espalda, caminando hacia la casa que hacía las veces de oficina y almacén. Nada más entrar, se dirigió a la pared donde colgaba un gran calendario, propaganda de una funeraria. Tomo un rotulador del escritorio y marcó en rojo el día que era.

 
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