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Manolita y el sacerdote

en Confesiones

AVISO: Este relato son varios capítulos de mi novela: "Arrepentidos los quiere Dios! Antes: "Aventuras y desventuras de una protituta. Novela de 425 páginas que enviaré por pdf a quien la quiera leer completa.

Año 1990

Había cumplido los cincuenta. Harta de la vida que llevaba, y de los fracasos amorosos, cerré la Casa de Citas de Madrid.

El "ir de putas" hoy en España, ya no tenía aquel atractivo que gozó durante La Dictadura. "El echar un polvo" era un rito, una devoción y una necesidad para los solteros de la época.

La represión sexual que imperaba, les impedían aliviarse con el ligue de turno o con la amiga con derecho a roce ya que éstas, eran las mujeres decentes, fieles custodias de su castidad salvo aquellas que el "furor uterino" les rompía la fuerza de voluntad, y caían en el pecado mortal de la carne al no poder reprimir sus instintos.

La liberación de la mujer que acaeció con la Democracia, puso "su honra" a precio de saldo. Bastaba un fin de semana o en una tarde de sábado, que a cualquier chaval con "piquito de oro", o  con un atractivo físico, ellas le propusieran una relación.

Me acordaba de mi amante y después amigo Darío. ¡Lo que hubiera disfrutado él (o cómo ella) en esta sociedad libertina!

Se apoderó de mí la depresión ¡Qué sola me encontraba!

Pero saqué fuerzas de flaqueza. Con 50 años no debía tirar la toalla. Compré una mansión en el pueblo con los millones obtenidos por la venta del "la Casa",  y con los bonos del Estado heredados de Darío, me propuse potenciar la fundación que llevaba mi nombre:

FUNDACIÓN DOÑA MANOLITA.

 Fui acogida por las fuerzas vivas de Los Alcores a bombo y platillo, pero fui reprendida de una forma amigable por el señor Alcalde por no haber visitado el Pueblo con más frecuencia. Me excusé, diciendo que había pasado una larga temporada en el extranjero.

A mis años, después de mil aventuras y desventuras amorosas, pretendía olvidar mi pasado y empezar una vida basado en el misticismo.

Pero cuando una todavía "se sigue mojando" pensando en aquellos amores frustrados, sobre todo en el de Margarita, amor que todavía no le había podido olvidar. ¡Qué difícil es la continencia de la carne!

Lo primero que hice, fue confesarme. El cura don Celestino había fallecido. Su puesto lo ocupó un sacerdote moderno; de esos que no llevan sotana, pero se le distinguen por el alzacuellos. Sergio de la Flor Campillo se llama.

Es un bello ejemplar de hombre: de unos cuarenta años; muy alto, más de un metro noventa, de anatomía proporcionada, y sobre todo, la mirada de sus hermosos ojos que parecía me decían:

 ¡Ay Manolita!

Pena que sea cura.

Mi piel se irrita,

mi corazón se apura,

y el alma se excita

ante divina criatura.

 Una, curtida en mil batallas amorosas, podía leer el pensamiento de los hombres, por muy curas que fueran.

 Bueno, leer el pensamiento de los hombres con respecto a las mujeres, no hace falta ser psicóloga, porque todos piensan en lo mismo.

--Ave María Purísima.

--Ave María Purísima hija. Dime, ¿Tienes muchos pecados?

--Padre, pecados no sé, pero dudas si tengo bastantes.

--¿Qué tipo de dudas, hija?

--Dudas sobre el sexo. Por el sexo perdí mi dignidad hace treinta años en este Pueblo, pero por el sexo, he podido llegar a ser hija predilecta del mismo --¿No es una incongruencia?

--Hija mía, los caminos del Señor son incognoscibles. Seguro que Dios te ha asignado esta misión en la vida.

--¡Pero padre! Qué no soy monja, he sido meretriz hasta ayer!

El cura, me miró fijamente a los ojos a través de la rejilla de la ventana del confesionario. Ojos que a pesar de la penumbra del sitio, vi la luz del deseo.

--La Magdalena también fue una mujer pública como tú, y sin embargo fue un ejemplo de humildad ante el Señor.

--Padre...

--Dime hija.

--¿Es pecado desear sexo sin estar casada?

--Para la Santa Madre Iglesia sí. La mujer sólo debe fornicar sólo con su esposo.

--¿Entonces las solteras?

--Que busquen un marido y que hagan vida marital como Dios manda.

--¿Y si no las quieren ningún hombre? ¿Qué se queden para vestir santos?

--Hija: nunca falta un pañuelo para secar una lágrima. La mujer que se queda soltera, es porque el Señor así lo ha dispuesto.

--¿Para casarse con ellas? Dije en plan de coña.

--¡Por favor Manolita! Seriedad

De haber seguido con mis dudas, seguro que le hubiera puesto en un compromiso. Pero tenía que entrar en el terreno de la metafísica, o que es lo mismo, en el de la teología, y ahí seguro que me perdería por sus misterios. Por lo tanto callé.

--¿Algún pecado más hija?

--Nada más, padre.

Ego te absolvo a peccatis tuis in nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti. 

--Ve con Dios.

Intenté olvidarme de toda mi vida anterior, y dedicarme a la vida contemplativa; pero aquel metro noventa de tío... perdón, de sacerdote, no se me iba de la cabeza; tanto, que sustituyó la imagen de Margarita en mis tocamientos íntimos.

Una tarde me vino a visitar a la mansión para proponerme que a través de la fundación que lleva mi nombre, realizara una serie de actividades dirigidas a solucionar los problemas de los más necesitados de la comarca.

Estaba muy bien informado de mi vida: de cuando vivía en el Pueblo; porque lo tuve que abandonar, y mi gran triunfo en el mundo de las "relaciones humanas".

No le esperaba, por lo que andaba en bragas y sin sujetador, cosa muy normal en aquellas calurosas tardes de verano.

La mansión era un palacete del siglo XIX de dos plantas de unos 250 metros cuadrados cada una, pero sólo tenía habilitada una zona de poco más de cien metros cuadrados en la planta baja.

El susto que me dio fue grande; salía del saloncito para dirigirme a la cocina, por lo que tenía que pasar por el zaguán. Y allí estaba el metro noventa de cura en la puerta de entrada. Y yo, en bragas y sin sujetador.

--Disculpe Manolita, pero llevo varios minutos llamando a la aldaba, y nadie me responde, por eso me he atrevido a atravesar el patio.

Tenía muy claro que un hombre no me iba a sacar los colores al verme de esta manera por muy sacerdote que fuera, y me planté tal cual, con toda la naturalidad del mundo a su lado, a la vez que le decía.

--Usted me dirá, padre Sergio.

--Hija, ¿pero cómo me recibe en paños menores?

--No se confunda padre, estoy en mi casa y ando por ella como quiero. Es usted el que ha invadido mi intimidad sin avisar.

Se llevó el puño derecho cerrado a la boca, como queriendo reprimir una tosecilla forzada.

--Lo siento Manolita, lo siento de veras, pero nunca pensé que podría verla así.

--Y después de confesarme ayer con usted, y saber de mis pecados... ¿no lo pudo intuir?

--Mejor que me vaya, Manolita, ya le pediré cita otro día.

--No se preocupe Sergio, ¿no le importa que le llame por su nombre a secas, verdad? Es que eso de llamarle padre... no me sale.

--No me importa, me puedes llamar así.

--Gracias. Bueno, ya que está aquí, me pongo ropa más adecuada,  y le recibo en unos minutos. Pase a la sala por favor, le atiendo enseguida.

--Me puse una bata abotonada y me quité las bragas. Los últimos botones no los abroché, de modo que cuando me sentara, o me cruzara de piernas se me viera toda la zona púbica, que por cierto estaba sin depilar.

Salió en mí la puta más puta. Me había acostado con generales, ministros y todo tipo de hombres, pero con un cura nunca, y quise comprobar de forma maligna ser una especie de diablesa para tentar al pecado al hombre que dicen se el representante de Dios en la Tierra.

Me senté en el sillón, justamente enfrente, nos separaban dos metros escasos. Le miré a los ojos con  impudicia a la vez que sacaba la punta de la lengua; señal inequívoca de que le estaba provocando de una forma disoluta. Pensé:

 Me importa un comino que sea cura, porque como hombre, está que "cruje". Si me lo follo, nadie se va a enterar, y de lo contrario tampoco nadie lo sabrá, por lo tanto, mi prestigio en el pueblo quedará incólume pase lo que pase. Creo que a eso le llaman secreto de confesión. Por lo que urdí un plan maquiavélico.

 --Padre Sergio. Dije disimulando una seriedad que no sentía.

--¿Cómo es que me llamas ahora Padre?

--Porque estoy hablando al sacerdote, no al hombre.

--Pues dime hija, tú dirás.

--Necesito confesión urgente, ¡ya mismo!

--Pero hija... ¿Aquí quieres que te confiese?  Si te has confesado ayer en la Iglesia.

--Es muy urgente padre. ¿Es que un cura no puede confesar en cualquier parte?

--En caso de peligrar la vida, sí. Un sacerdote puede confesar en el sitio donde se produce los acontecimientos.

--No peligra mi vida, padre, pero si sé que estoy en pecado mortal, y necesito confesión ahora mismo.

--Bien hija, como siempre llevo la estola en previsión de estos casos, prepárate para recibir la redención de tus pecados a través de la confesión.

Me situé de rodillas casi rozando sus piernas, y me sobrevino esa fragancia natural que procede de la bragueta de los hombres cuando están excitados; aroma que me cautivó; olía a "macho limpio".

--¡Ave María Purísima!

--Sin pecado concebida. Dime hija, cual son tus pecados de hoy, porque los de ayer te fueron absueltos por el Señor.

--Es un pecado que no sé si tendrá perdón, Padre.

--Hija mía: no hay pecado imperdonable si el acto de contrición es de corazón.

--¿Y si el pecado persiste y persiste en mi alma, que debo hacer?

--Dime hija cual es ese pecado, y determinaremos su gravedad.

--Mi pecado es... es... es...

--Dime, ¿o es que ya no lo quieres confesar?

Puse una cara pena y casi llorando le dije:

--¡Padre! es que estoy locamente enamorada de un cura, él no lo sabe, pero daría mi mundo por sus besos y sus caricias. Le dije a la vez que situaba mis manos en sus rodillas.

Se hizo un silencio que cortaba la respiración, tomé las manos de Sergio, y las tenía sudosas y frías. Le dije:

--Padre, este es mi pecado, y los pecados no se deben ocultar. Deseo hacer el amor él, sé que es un pecado mortal, y por eso me confieso.

Se me quedó mirando con una cara de estupefacción que no le cabía en el rostro. ¡Cuántas mujeres habrían pensado lo mismo que yo! pero seguro que era la primera que se lo decía. Al rato me dijo.

--Manolita: sin duda eres el Demonio en forma de mujer.  Bienaventurado el varón que soporta la tentación porque, probado, recibirá la corona de la vida que el Señor prometió a los que le aman.

Ya estaba totalmente lanzada, y ya nada me importaba, por lo que sin que pudiera recelarlo, llevé mi mano a su bragueta, y observé con regocijo, como "aquello" estaba más duro que "el cerrojo de un penal". Le dije.

--¡Caray Sergio! Pues parece que me amas a mí más que al Señor. O... ¿Cuándo hablas con Él, también se te pone así "de gorda"?

Y sin esperar a que me respondiera, empecé a descorrer la cremallera de la bragueta de su pantalón con sumo cuidado, (para no pillarle un pelo). Sergio estiró las piernas precisamente para evitar ese contratiempo, por lo que la descorrí por completo sin dificultades.

Seguía sentado pero las abrió, señal evidente que aceptaba mi invitación a una "mamada". Me situé entre ellas, metí la mano por la bocana de la abertura, y lo que palpé debajo de los calzoncillos, parecía de concurso.  Alzó el culete para facilitarme la labor y saqué con mi mano derecha una de los miembros viriles más hermosos que había visto en mi vida.

¡Qué maravilloso es follar con la persona que te incita! Mira que había follado con tíos de categoría en mi etapa de puta de lujo en casa de doña Patrocinio. Pero hacer el amor, sólo lo había hecho con Raúl, con Adela y con Margarita.

Con Sergio no iba a hacer el amor, porque en el amor ya no creía. Pero esperaba conseguir las mayores cotas de placer que concede la lujuria.

Se la tenía bien aferrada en mi mano derecha;  la hermosura de su falo radicaba en su grosor. Nunca en mi vida había visto "cosa tan gorda", basta decir, que la mano no la abarcaba del todo.

Aquel capullo encarnado como clavel encendido empezaba a derramarse como botella de champagne descorchada; y me lo metí en la boca sin más dilación.

Sorbía de ese pedúnculo con tanta ansia, que levantaba a Sergio de la silla. Le miré a los ojos, pero los tenía cerrado y murmuraba unas palabras creo que en latín.

Dimitte Deus, Deus condonare

Noté como la catarata de semen le sobrevenía, y no lo dudé, pensaba tragarme hasta la última gota, por lo que succioné con tal fuerza del glande, que el chorro de esperma caliente inundó mi boca.

Fueron tres chorreones de espanto: el primero me llegó hasta la garganta, el segundo hasta el paladar, y el tercero se desbordó por las comisuras de mis labios; en mi boca ya no cabía tanta esperma. Me lo tragué todo, y con la punta de la lengua recogía aquellas gotas que aún surtían por su meato.

Sergio abrió los ojos y me miró con una expresión extraña. Conocía la reacción de los hombres después de hacerles una felación, pero la de un cura, no; por lo que temía que fuera de reproche. Pero no, calló.

--Manolita, me dijo medio sonriendo. Has condenado al cura al fuego eterno; pero al hombre le has dado tanta felicidad, que no sé cómo te lo voy a pagar.

--No me tienes que pagar nada, sólo te pido que hagamos el amor de vez en cuando; necesito sentirte dentro de mí, y más después de ver "como la tienes".

--Por cierto, yo creía que los curas no descapullaban.  

--¿Y por qué no? Fui operado de fimosis antes de entrar en el seminario.

--¡Ah! comprendo.

Este breve diálogo se desarrolló sin soltar de mi mano su miembro; me daba pena destrabar aquella prenda tan hermosa; que por arte de magia empezaba a recuperar su máximo esplendor.

El pene de Sergio volvía a crecer y crecer en mi mano como por arte de magia. ¡Joder con el cura! en menos de cinco minutos se había vuelto a empalmar.

--Sergio, no sé si te habrá abandonado tu Señor, pero te aseguro que "tu Señora", que no es precisamente la Virgen, va a ser tu esclava. Le dije poniendo cara de perrita sumisa

--¡Manolita, Manolita! ¡Qué me has hecho...! Dijo llevándose las manos a la cabeza y besando la casulla.

--¡Una felación Sergio, una felación! Y ahora ven, que te voy a hacer algo mejor. Le dije mientras de la mano le llevaba a mi habitación.

Me seguía como un corderito, y me relamía de emoción, al pensar que iba a sentir ese "pedazo de cosa" dentro de mis entrañas inmediatamente.

Estaba totalmente entregado a mis antojos, y se dejaba manejar como un colegial. Me daba pena, porque aunque soy atea, distingo perfectamente el valor de los sentimientos. En esta situación, me daba cuenta, que, estaba siendo malévola para su espíritu; pero también percibía, que era una especie de bálsamo para su cuerpo.

Le desnudé como se desnuda a un niño, y le tumbé en la cama boca arriba. ¡Qué pedazo de hombre se había perdido el mundo de la carne! Pensar que yo era la única, la primera que estaba gozando de él, me excitaba al máximo.

Le abracé totalmente desnuda: junté mi pecho al suyo; pequé mis labios a su oreja, y le susurré:

--Sergio ¡por favor! Le dije al observar en su rostro huellas de arrepentimiento.  No sufras, sé que has sucumbido a las tentaciones del Demonio en forma de mujer, pero eres mortal, humano, y tu Dios no te puede exigir la absoluta castidad. Eso sería ir contra las leyes de la Naturaleza.

Tenía los ojos cerrados, no se atrevía a mirarme, y como antes, durante la felación, emitía palabras en latín. Pero lo que no tenía sentido, es que su pene seguía tan erecto que parecía reventar. Si la mente controla todas nuestras acciones. ¿Qué pasaba por su caletre, para mantener tan erguido su "mástil"?

No lo dudé, aquella "bandera tenía que ser arriada", por lo que me monté entre sus piernas, y me la metí hasta que sentí sus testículos repicar en mis ingles.

Me sentía tan llena de hombre, que me trasladaba a estadios desconocidos. ¡Mira que había sido penetrada por hermosos falos! Pero ver a Sergio a mis caprichos, y pensar que era la primera amazona que cabalgaba entre "sus ijares", me llevaba al borde del abismo de los deseos.

De súbito me tomó por mis caderas con ambas manos, y me atrajo hacia él, y dijo en voz alta:

Fiat voluntas tua

No sé que es lo que quería decir, pero debió ser algo mágico, porque me sacó de su entrepierna como si fuera una muñeca de goma, y me situó a cuatro patas en la cama; ahora era yo la que estaba a su merced.

Por un espejo que hay situado a la cabecera, vi lo que pretendía hacer y me horroricé: ¡¡¡darme por el culo!!!

--¡No Sergio, no! ¡Por ahí no, qué me vas a destrozar!

--¿No querías fornicar? ¡Pues toma fornicación, Zorra! Vas a recibir el Cuerpo de Dios en vez de por el alma, por las negruras de tu cuerpo.

No sé como lo pude soportar. Los primeros segundos (que me parecieron siglos) fueron horribles. Sentí un terrible escozor por los intestinos, aquello no quemaba ¡Ardía! Cada envite en mi ojete, parecía que me lo iba a volver al bies.

--¡Para por Dios Sergio, para! No ves que me vas a matar.

--¡No quieras polla! ¡Pues toma polla! Meretrix meretricis, meretrix meretricis.

El Señor me acaba de ordenar por inspiración divina, que maldiga tu cuerpo; que destroce tus entrañas, y que te redima de tus pecados. Te juro, que ya jamás tu mente libidinosa va a sentir la llamada de la lujuria.

Decía a cada desgarro que hacia su enorme falo en los pliegues de mi ano. Meretrix, meretricis. meretrix, meretricis. Y otra desgarradura de ano. Y así hasta veinte,  ¡O más!

Quedé como una piltrafa humana; mi ano era la boca de un volcán en erupción, pero en vez de soltar lava, echaba chorreones del semen que Sergio había irrigado en mis entresijos.

Se vistió lentamente, se puso el alzacuellos y al estola, y me dijo con el gesto que pone el brazo derecho cuando se da absolución:  

Ego tu perdono en el vocabulum del padre, del filius itaque del espíritu sanctus.

Se fue, y allí me dejó en posición fetal retorciéndome de dolor. Jamás en la vida había sido tan humillada; yo, que me había defecado y orinado en ministros y generales, hoy era yo la víctima de mi insensatez.

Con la Iglesia hemos topado amigo Sancho. Ya lo dijo don Alonso Quijano, alias don Quijote; pero yo con la Iglesia no había topado, algo peor me pasó. La Iglesia me había dado por el culo en el sentido más literal de la palabra.

¿Qué iba a hacer en el pueblo después de esto? Me tomé un tiempo para pensar que es lo que iba a ser de mi futuro.

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