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Mi primera vez

en Erotismo y Amor

Mi primera vez (Prosa rimada)

      Preparando el encuentro

      Llamé a doña Juana con más miedo que vergüenza, ya que esta situación me superaba; eso de tener que depender de una señora para poder amar a mi Cristina en la intimidad, me parecía una profanación al amor puro y verdadero. Y otra vez me plantee lo precario de mi situación profesional: si hubiera estudiado o aprendido un buen oficio, fontanero, por ejemplo, a mis veinte y cuatro años ya estaría situado y proyectando la boda con mi amadísima novia. Esta reflexión me trasladó a un estado tan deprimente, que colgué el auricular antes de que respondieran.

        —Pero qué haces! Me dijo Cristina que se hallaba a mi lado, en la cafetería desde donde llamaba. ¿Por qué cuelgas?

        —Porque nadie responde.

        —Pero cómo van a responder si has colgado en unos segundos.

        —Cristina.

        —¡Pero ¡qué te pasa! Tienes la cara lívida.

        —¿Estas seguras de lo que queremos hacer? Esto para mí es como una reválida. Le dije a Cristina con la tez pálida.

        —¡Ah! ¿Pero tú no estás seguro a estas alturas? Mi decisión ante esta situación nadie la invalida; sigo igual de cálida.

        —De lo que estoy seguro es que te amo con toda mi alma, pero hacer el amor así, de esta manera tan furtiva... ¿No crees que es una locura, mi mariposa crisálida?

        —Déjate de poemas ahora Amador. Ya veo que la situación te da frío, y no te atreves a "cruzar el río".

        —¿Y a ti te da calor?

        —Anda cariño, vuelve a llamar que estoy deseando hacerte mío; y que me apagues este ardor que me da escalofríos.

        —Vaya paradoja, ¿ardor y frío a la vez? Cada día entiendo menos a la mujer. ¿Me estaré volviendo "panoja"?

        —Seguro, porque se te está poniendo la cara roja.

        —Cariño, es que la situación me da congoja.

        —¿Pero vas a llamar, o no vas a llamar?

        —No me atrevo.

        —Déjame que llamo yo. Que a mí llamar me importa un bledo.

        Con decisión tomó el auricular y el número marco de una forma singular.

        —Sí, dígame.

        —Doña Juana, por favor.

        —Soy yo. ¿Quién llama?

         —Me llamo Puri, y llamo de parte de Manolo.

        —De qué Manolo? ¿De Manolo Segura?

        —Un segundo por favor.

        —Amador, ¿Cómo se apellida Manolo?

        —Segura, Manuel Segura.

        —Sí, sí, de Manolo Segura.

        —Pues dígame lo que desea.

        —Bueno... verá... mi novio es amigo de Manolo, se llama Amador, y creo que ya ha hablado con usted...

        —Ya...ya... ya sé de qué va el asunto ¿Y cuando quieras puedes venir con tu trasunto?

        —Mañana por la tarde ¿Puede ser? A partir de las cinco.

        — ¿Os puso Manolo en antecedentes?

        —Si señora, no se preocupe que somos personas de confianza, actuaremos como mandan las ordenanzas.

        Entra tú primero, pero antes te aseguras de que del portal no entra ni gente sale.

        —Vale. Delo por hecho señora, somos personas prudentes. ¿Es el piso bajo?

        —Sí, el bajo letra D.

         —Bajo D. Mañana tarde a las cinco estaremos a la disposición de usted.

        —Muchas gracias señora. Hasta luego.

        —Hasta luego.

        — ¡Ves! ya está solucionado el problema. No sé por qué has tenido tanto miedo.

        —No es miedo cariño, son los nervios que me hacen tartamudear, pero estoy deseando contigo estar. Mira cómo me pongo sólo en ello pensar.

        — ¡Jolín Amador! Ni que fueras un pipiolo.

        —Lo que me has dejado anonadado es con tu desenvoltura. ¡Qué cara más dura! Has estado tan tranquila y segura, que cualquiera diría que dominas esta asignatura.

        — ¡Qué insinúas, criatura...!

        —No te mosquees mujer. Me refiero a tu tesitura, has brillado a gran altura. ¡Ojalá! yo pudiera adoptar ante todas las situaciones esa postura.

        —Ya está la suerte echada.

        —Mañana por la tarde, te prometo, que todo que tengo te lo meto...

        —Menos retos Amador. 

          —Me refería a que todo lo que tengo es la consecuencia de mi amor, porque tú eres mi razón, y es lo entrará todo en tu corazón.

        —Por cierto: ¿Y el tema de los profilácticos?

         —A los condones te refieres... ¿no? Qué lenguaje más poco sintáctico.

        —A veces hay que usar un lenguaje menos práctico y más extático y menos didáctico. No te das cuenta aquel fulano que nos observa con mirada de tísico.

        —Es verdad, ¿Le conoces de algo?

        —De nada. Pero igual es un metafísico.

        —O un astrofísico. Ve a saber.

        —Yo creo que es un músico que observa tu carita de sinfonía.

        —O un místico. No ves al verte la cara que ponía.  Pero era un pobre paralítico, que, sentado junto al pórtico de la cafetería, se dedicaba a mirar a toda la gente que entraba

y salía; y a las guapas como Cristina con más porfía. Lo supimos al ver que al levantarse dos muletas cogían del rincón donde las tenía.

Llegamos a la casa de citas a la hora acordada.

        —Mi vida. Ha llegado la hora. ¿Ya sabes cómo lo debemos hacer?

        —Sí, como dijo la señora. Yo entro primero, y tú después.

        —Pero que no te vea nadie, asegúrate.

        A dos metros del portal, Cristina miró para delante y para atrás, y al ver el sitio despejado entró.

         Para acceder a la casa, había que traspasar el portal; de unos seis metros de recorrido y diez peldaños después había que subir para llegar al rellano.

        Desde la acera de enfrente observaba como mi niña entraba; y es cuando me di perfecta cuenta, quizás por la perspectiva de lo buena que estaba. Sin duda era mi diva.

        Se había puesto para la ocasión una falda de esas que llaman de tubo. ¡Joder! cómo se le marcaba el culo. Y aunque para Cristina era un "calvario", para mí era como la campana de un campanario. Y aunque no tengo fama de perdulario, (decirlo no es necesario) y si de penitencia me echa el cura rezar diez rosarios, voy a idolatrar con el máximo fervor a su hermoso tafanario.

        Cuando a Cristina dejé de ver, supuse que ya había llegado al "bajo de". Y entonces yo entré, y a la puerta llamé.

        —Hola Amador.

        —Buenas tardes doña Juana. Me manda Manolo sus respetos.

        —Buen chico Manolo, aunque un poco pillo. Su amiga ya está en la habitación del fondo del pasillo.

        Saqué la cartera del bolsillo.

        — ¿Le abono ahora doña Juana?

—Sí, mejor que abone ahora; así se despreocupa, no sea “que en pleno rodaje se acuerde que tiene que pagar el peaje, y se le baje".

        —Me dijo Manolo que cobra veinte duros. ¿Verdad señora?

        —Sí, pero ya sabe: tres horas.

        —No se preocupe, a las ocho la habitación desocupe.

        —Qué lo disfrute.

        —Gracias doña Juana. Y ahora le dejo, que me espera "un buen tute".

        Era una rosa temprana

        cual aura pura encendida

        que a mis anhelos reclama.

        Aún estaba vestida,

        pero sus ojos radiantes

        me daban la bienvenida.

        Yo, sentimental infante

        me aposenté junto a ella

        con mis manos inquietantes.

        ¡Cristina! igual que una estrella

        desnuda cual virgen druida

        ¡Dios! es la mujer más bella.

        Dijo con vista perdida:

        hazme para siempre tuya

        eternamente... una vida.

        Fue mía…mía, ¡aleluya!

        fue el amor en su esplendor

        de una "rosa y un capullo".

        Fue una gran tarde de amor.

        Fumando un cigarrillo a medias entre las sábanas, (seguro que de algodón) entre mis brazos rezagada, me sentía un campeón antes de librar la primera batalla. A pesar de que no esperaba la sorpresa de la toalla.

        —Cariño: ¿Para qué traes ella toalla? Le pregunté con sorpresa al sacarla de la de bolsa que llevaba.

        —Qué poca imaginación tienes Amador. Es para recoger los restos de nuestro amor. ¿O es que pretendes que queden impregnados entre estas sábanas? ¡Qué horror!

        —Es verdad.  "Si al cortarte la flor"; lo que se derrame, que no quede en este nido. Porque ante doña Juana como unos guarros nos hubiera definido.

         —Pues por eso he traído esta toalla de lino. ¿Y cómo empezamos? me preguntó con carita de preocupación. Pues hacerte muy feliz quisiera... ¿Y si mi deseo no atina?

        —Mi felicidad eres tú Cristina: tus ojos, tus labios... tus caderas... Le tomé su mano con mi mano y llevándola a donde se "izaba mi bandera" le dije: empieza de esta manera, verás que cosa más divina.

        No tuve el valor de pedirle "que me la comiera". Me pareció que la primera vez hacer eso no debiera. Pero mi sorpresa fue cuando me dijo cómo si ya de siempre se conociesen:

        —¿Te importa que la bese?

        Y pese a quien le pese, Cristina no besaba aquel rosáceo glande que cada vez se hacía más grande; lo devoraba como si estuviera muerta de hambre.

        —Para cariño... para.  Como sigas "comiendo sin tara", tendré dificultades para que luego en su sitio entrara...Para... para.

        —¿Te ha gustado?

        —¿Me ha encantado? ¿Nunca nadie así jamás me la había besado?

        Con suma delicadeza con el dedo pulgar de mi mano derecha limpié de la comisura de sus labios un hilito que prendía; seguro que de los exudados que quedaron allí estancados, seducidos por la dulzura de la miel que de ellos se extraía. Y posé mis labios sobre los suyos para poder yo también degustar aquellos belfos que de puro amor se habían impregnados con las efusiones emanadas de aquel lugar.

        El beso fue interminable por la postura adoptada: ambos tumbados de costado; frente con frente, pero con las narices hacia un lado para que aquel beso por nada se viera perturbado.

Ahora te lo hago yo a ti, ¡vida mía!

        —¿El qué me vas a hacer? Dijo al captar lo que ella se temía.

        —Una cosa que te va a estremecer. Tú cierra los ojos y calla.

        —Espera que ponga la toalla.

        —Ahora no cielo. No voy a "cortar tu flor".

        —¿Entonces, ¿qué vas a hacer?

        —Una cosa que he hará desfallecer.

        —¿De pena, de dolor?

        —No mi amor, de placer. Pero colocarte de esta forma es menester para que sin problemas a tu jardín pueda acceder.

        Se abrió de piernas todo lo que daba de si sus caderas. Diciendo:

        —¿Así, de esta manera?

         —¡Dioses del amor! ¡Eros, Cupido, Venus o Minerva! Aquel cuadro que ante mis ojos se presentaban, a mi alma enerva. Su contemplación me extasía. Y es sólo ¡mía... mía... mía!

          Con inusitada ansía, como un reloj parado al que no se le da cuerda, me suicidé en aquel pozo negro donde mi boca y mi lengua se pierdan. Y en mi alma quedaron impregnados los aromas y sabores que hoy todavía recuerdan.

        —Para ahora tú Amador. Me dijo mientras con sus manos retiraba mi cabeza con cierto estupor. -Que de tanto placer me da dolor. Fumemos otro pitillo mientras se me pasa el sopor.

        Una hora había pasado en el preliminar... Yo parecía un río... ella parecía el mar. Océano donde mi corriente muy pronto iba a desembocar.

        —Mi vida... ¿Estás preparada para afrontar lo más subliminal? Le decía con los ojos del enamorado que le toma, mientras me colocaba la goma.

        —Sí, mi amor. Ya puedes cortar la rosa de mi rosal; y a todo el mundo diré donde vaya, que Amador fue el primer jardinero que traspasó de mi parterre la valla. Y a continuación debajo de sus posaderas se colocó la toalla.

        Y allí en esa tarde del once de junio de mil novecientos sesenta y cinco, dejé constancia con ahínco, que no fue uno, ni dos, que fueron tres los "jacintos" que planté

en el sagrado recinto de mi amada Cristina, con el amor más puro surgido de la fuente del amor más cristalina.

FIN

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