He contado varias veces que el "sexto" durante la Dictadura y fuera del matrimonio, además de ser un pecado mortal que quebrantaba uno de los Diez Mandamientos de la Ley de Dios y te condenaba al fuego eterno del Infierno, era casi inalcanzable para los adolescentes de aquella época. Pero la Dictadura ni los curas podían impedir "los picores" de la entrepierna que los chicos y chicas que nos sobrevenían a todas horas.
Recuerdo mis dieciséis años con más claridad que lo que hice ayer; era un efebo que como la mayoría estábamos obsesionados por el sexo. Pero quedaba tan lejos de nuestro alcance por motivos espirituales y económicos, que sólo teníamos una solución a esas edades: "pajas y más pajas".
A esa edad, no teníamos acceso a bailes ni cines ni teatros reservados para mayores; aparte de que, con dos o tres pesetas, que era la paga que tus padres te daban los domingos, no te llegaba nada más que para una bolsa de cacahuetes y dar un paseo por el Parque del Retiro de Madrid. Pero los espectáculos para mayores estaban tan vigilados por los censores, que en las revistas de teatro alertaban la moral y la decencia de una forma estricta, y los cortes en las películas americanas eran tan drásticos, que en la película Mogambo, Grace Kelly, la censura hizo que fuera la hermana de su marido, no su esposa.
Esto que voy a contar, aconteció en el año 1956, en el mes de mayo. Lo recuerdo bien porque en ese mes los colegios e institutos que estudiaba le dedicada a la Virgen María, con aquella canción que nunca olvidaré:
Venid y vamos todos...
Con flores a María. Con flores a María...
Que madre nuestra es.
Estudia segundo de bachiller elemental en uno de los Institutos oficiales del Estado. ¡por supuesto! no como hoy. Entonces los niños con los niños, y las niñas con las niñas. Ni tan siquiera en clase podías tener ni el más leve roce con una compañera.
Un buen día Manolito, un compañero de clase, muy espabilado él, me dijo:
-Félix, me han dado la dirección de una tía, que le puedes echar un "kiki" en su casa por diez pesetas.
Para que tengan una idea, diez pesetas del año 1956, equivaldrían a un euro o un dólar de hoy, cantidad, aunque no muy grande para un estudiante de padres pobres, suponía lo que te daban a la semana para el transporte y tus gastillos. El metro costaba 25 céntimos de pesetas, por doce viajes, ya se te iban tres pesetas a la semana. O sea: que te quedaban siete para los gastillos. Por lo que le dije:
A mí no me llega, me quedan siete pesetas que las guardo para el domingo.
—No te preocupes, yo te presto lo que falta
Los padres de Manolito tenían un bar, y el muy cabrón metía la mano "en la caja de las galletas", por lo que nunca le faltaba un billete de cincuenta o cien pesetas.
Quedamos una tarde, y para la casa de la Venancia nos fuimos a echar ese "kiki". Pero lo que allí vi, fue algo que al cabo de los cincuenta años lo tengo tan grabado en mi mente que no se me borra. No, no es ningún trauma, ya que esa imagen para nada perturba mis neuronas, pero si supuso una decepción para mis pobres nociones de lo que suponía eran los coños de señora mayor; me imaginaba que eran como el de Carmencita, pero con más pelo.
La Venancia estaba ocupada en ese momento, por lo que Manolito y yo esperábamos turno "para entrar". Al rato sentimos una voz vieja y cascada de mujer que provenía de una habitación que decía:
—Pasa chaval.
Manolito y yo nos miramos con cara de estupefacción, aquella voz cavernosa nos había acojonado.
—Pasa tú Félix. Me dijo Manolito con cara de miedo.
-Vale, pero déjame las diez pesetas para pagar.
Pasé a una habitación contigua, y allí estaba la Venancia tumbada en un catre más que cama, boca arriba y en pelotas.
Una venda más negra que blanca le cubría toda la pierna izquierda. Nunca supe que hacía aquella venda allí, pero es muy fácil suponer, que ocultaba algo muy asqueroso de ver. Tendría, entre sesenta y setenta años.
—¿Traes las diez pesetas, chaval? Me dijo con esa voz de cazalla.
—Sí señora, tenga usted.
—Déjalas encima de esa mesilla. ¡Venga! Monta y espabila, que hay más gente esperando.
Juro que no sabía que hacer; quizás por vergüenza u otro instinto me bajé los pantalones. La estancia estaba iluminada por una luz mísera, por lo que la pierna vendada de la Venancia le daba un aspecto de momia. Con los pantalones y los calzoncillos por los tobillos, me sitúe enfrente a un metro escaso de su coño.
¡Dios! Qué coño.
En aquella penumbra y entre un monte de pelos negros, sobresalía de su entrepierna un colgajo de carne negra cómo de unos quince centímetros de largo. La impresión fue terrible, me subí los calzoncillos y el pantalón, y salí de allí como alma que lleva el Diablo.
Manolito que esperaba, (ya no me acordaba de su existencia) al verme salir de la casa a "toda leche" me siguió escaleras abajo. Al llegar al portal paré mi carrera loca.
—¡Pero se puede saber que te pasa! Me dijo con cara de cabreo.
Un tanto repuesto de la impresión, le dije:
1¡Qué es un tío Manolito! ¡Qué tiene polla, no coño!
Manolito, bastante más espabilado que yo en esos temas, empezó a reírse de una forma desaforada.
—¡Se puede saber de qué te ríes, gilipollas! Ahora era yo el cabreado.
—¡Qué no! lila, ¡Qué no! Qué eso no es una polla, se llama: "la pipa", y todas las mujeres la tienen.
—¿Pero tan larga? Pregunté confuso.
—¡Bueno! "la pipa" de la Venancia es un caso especial. Por regla general a muchas mujeres no les sobresale de "la raja", pero que tengan uno o dos centímetros fuera, es muy normal.
Aquella visión apagó un poco mis ardores sexuales, "se me bajaba" cada vez que me acordaba de "aquel colgajo". Pero gracias a que poco tiempo después vi en todo su esplendor el chichi de otra Carmencita, una linda niña de dieciocho años, quedé reivindicado con el coño. Gracias a Dios no eran todos como el de la Venancia.
Mucho más tarde supe, que "esa cosa" que a algunas mujeres les cuelga del chichi, se llama: clítoris.
Es que la educación sexual de aquellos años era muy "estrecha"; la Naturaleza es la que se encargaba de enseñarnos todo lo relativo al sexo.