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Las Voces (4: El inquisidor)

en Grandes Series

¡Joder, qué acojone con el centurión! Había que ver a Segis en trance y largando de aquella manera, soltando latinajos continuamente. Y el vozarrón que tenía…un pasote.

Pero cuando me recuperé del susto y lo interrogué a fondo -un tercer grado en toda regla-, el capullo cantó como un lorito. Sí, mucha batallita, mucho invocar a los dioses, mucho divino césar por aquí y por allá, y resulta que el pollo era un pichabrava cojonudo. No había puta de campamento que no lo llamase por el nombre de pila, cautiva que no se beneficiara ni esclava del cortijo a la que no se hubiera cepillado.

Aproveché la ocasión para ampliar mis deficientes conocimientos de historia, preguntándole por la conquista romana de España.

-"¿Qué conquista?", me respondió con suficiencia.

Joder, me sublevé.

-"¡Hostia!, la de España, Hispania o como cojones la llamaseis. La de la primera provincia invadida y la última conquistada. La de Viriato, Numancia, Indíbil y Mandonio, los cántabros y astures. Esa, coño".

Y el hijoputa va y se descojona. Luego me aclaró que de conquista, una mierda. Vinieron a dar pol culo a los cartagineses y, sin darse cuenta, ya tenían media península bajo control. Indíbil y Mandonio no le sonaban de nada. Viriato, sí, un pelagatos que se echó al monte y costó un huevo pillarlo. Numancia, un poblacho de palurdos cabezones a los que hubo que hacer entrar en razón. Y los cántabros y astures, unos tipos con más huevos que cerebro.

Me dejó sumido en la más profunda depresión. Yo que me había creído a pies juntillas las soflamas patrióticas del maestro de escuela, reivindicando nuestro glorioso enfrentamiento de dos siglos con la primera potencia mundial de la antiguedad. Y ahora resulta que, según el centurión de los cojones, no fuimos más molestos que un grano en el culo.

 

Pero para psicópata matarife, meapilas, santurrón reprimido y mala hostia, el inquisidor. Éste sí que tiene delito.

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Yo, Fray Justo Torres de Valdediós y Cuevas, nacido en el año de Nuestro Señor de mil cuatrocientos y cincuenta y cinco en la muy noble villa de Valdestrillas, a orillas del río Adaja, en la Castilla Vieja, segundo hijo de don Francisco Torres de Valdediós, regidor que fue de ella, por otro nombre conocido como "El Mulero" y cristiano viejo.

Tomé los hábitos franciscanos y discipliné mis pasiones con el ayuno, la penitencia y el estudio, sin haber yacido con hembra alguna, a mayor gloria de Nuestro Señor, y nombrado miembro del Consejo de la Suprema y General Inquisición con apenas treinta años, siéndome reconocida de éste modo mi recta virtud, aplicación en los estudios teológicos y disposición de ánimo para hacer prevalecer la Santa Doctrina frente a todos los herejes, falsos conversos, moriscos y "marranos", hechiceros, falsos profetas, blasfemos, bígamos, brujas y cuantos enemigos reconocidos existen de la Fe Verdadera, la Santa Iglesia y del reino de Castilla, Aragón y de las Españas.

Encomendóseme como primera providencia el esclarecimiento del blasfemo asesinato del inquisidor don Pedro de Arbués, cometido en la ciudad de Zaragoza, profanando el sagrado suelo de la Seo, en el año de Nuestro Señor de mil cuatrocientos y ochenta y cinco, siendo Inquisidor General Fray Tomás de Torquemada, el prior dominico del convento de Segovia, de reconocida ascendencia judeoconversa y, por tal motivo, el menos adecuado para llevar con mano firme el timón de La Suprema, como vulgarmente se conoce al Consejo de la Suprema y General Inquisición.

Presenteme en dicha ciudad con presta diligencia y ceñudo celo, acompañado por un séquito de seis teólogos "calificadores" y veinticuatro "familiares" o agentes seculares, exentos de la jurisdicción ordinaria y con probada limpieza de sangre, sentando el tribunal provincial de Aragón en el palacio de la Aljaferia.

La maquinación fue prestamente descubierta, los culpables arrestados, interrogados sin sangre y "relajados" al brazo secular, con la necesaria intercesión divina.

Rápida fue la resolución del caso, con el resultado de un auto de fe en el plazo de cuarenta días, siendo ocho los culpables confesos que purgaron su sacrilegio con el fuego, cinco de ellos arrepentidos, por lo que fueron estrangulados antes de arder en la pira, dieciocho cómplices enviados a galeras y sesenta y cuatro familiares condenados a lucir el "sambenito" de la túnica amarilla con cruz, para vergüenza de sus familias y escarmiento público.

Contraviniendo las ordenanzas impuestas el año anterior en las Instrucciones de Inquisidores, por las que la primera providencia es el Edicto de Gracia, estableciendo un tiempo de gracia para que los culpables confiesen libremente su culpa y los denunciantes secretos sus denuncias; lo sustituí por el Edicto de Fe, recordando a todos los fieles la estricta obligación, de la que no exime ni la amistad ni el parentesco, de informar al tribunal de cualquier conducta sospechosa.

Las confesiones fueron obtenidas legalmente, sin derramar una sola gota de sangre, con la único auxilio de los "cordeles" que se aprietan y hunden en las partes carnosas del reo y de "la toca", en la que se introduce por la boca un paño hasta la garganta, vertiendo agua sobre él y provocando en el reo una sensación de asfixia, generalmente inocua. Mucho más intimidantes que estos procedimientos legales, resultaron el celo y perseverancia de los calificadores, dirigidos en todo momento por mis paternales consejos y directivas, logrando la espontánea confesión de la mayoría de los detenidos.

No obstante haber sido probada la rectitud y eficacia de mi método, el Inquisidor General Fray Tomás de Torquemada siguió insistiendo en aplicar las Instrucciones de Inquisidores, durante los quince nefastos años que duró su mandato, hasta su muerte en el año de Nuestro Señor de mil cuatrocientos y noventa y ocho. Quince años dilapidados en perseguir con mano blanda a tantos y tan contumaces enemigos de la Verdadera Fe. Dios lo tenga en Su Gloria y nos libre de liderazgos tan poco inspirados.

Tengo para mí, con independencia de su ya mencionada ascendencia judeoconversa, que tan poco celo sólo fue debido a una falta de carácter, típicamente dominica, para soportar los lamentos de los condenados mientras se achicharran. Falta de la que, a Dios gracias y a mi formación franciscana, yo me siento inmune, pues no existe en éste mundo un aroma tan delicioso como la carne chamuscada del hereje.

Escarmentada la ciudad de Zaragoza y, por ende, de todo el reino de Aragón, dónde jamás se ha vuelto a vulnerar la inviolabilidad de los inquisidores, me fue encargada la providencia de velar por el estricto cumplimiento y observancia del Índice de libros prohibidos.

Tan nefasta y nociva considero cualquier tipo de herejía, como que el gremio de impresores goce de libertad para difundir nuevas obras, todas ellas sospechosas y, en general, no conformes con única Verdad: la rebelada en la Santas Escrituras.

Los italianos, reconocida raza de cobardes y embusteros, protegidos por una caterva de pontífices corruptos y desviados -y callo ya, pues el Espíritu Santo ilumina su elección y podrá serme tenido en cuenta el Día del Juicio- alientan ideas poco conformes con los usos y buenas costumbres de gentes tan devotas como las castellanas y algo menos las aragonesas. Conseguí meter en cintura a tan díscolo gremio con un par de procesos, por difundir la inaceptable idea de que el fornicio, fuera del débito conyugal, no es pecado mortal. Craso error que pagaron con penas de "sambenito", prisión y confiscación de sus propiedades, a favor de la Santa Madre Iglesia.

Pasé gran parte de los siguientes años, hasta el providencial óbito del mencionado Inquisidor General, presidiendo el tribunal provincial de Andalucía, con sede principal en la ciudad de Sevilla, puerta de entrada de los tesoros ultramarinos que pervierten la moral de sus gentes hasta extremos inconcebibles. Aunque, dejando para mejores tiempos la idea de la requisa de esos dineros, me centré en ser martillo de "marranos" y moriscos, sobre el yunque del Santo Oficio.

Tan relajada encontré la moral por estas tierras, que hasta algún caso se dio de abusos a los reos, por parte de los "familiares". Investigué con celo las prácticas que se desarrollaban en las celdas y, para mi horror y consternación, comprobé que se realizaban actos obscenos con las detenidas y "contra natura" con los más jóvenes detenidos. Fui implacable con los culpables, dictando la mutilación de miembros y presenciando la ejecución de las sentencias: cuatro miembros viriles, dieciséis manos y dos lenguas fueron a parar al cesto del verdugo. Las almas de los desdichados detenidos, culpables o no, eso carece de importancia, eran ya irrecuperables, por lo que fueron piadosamente estrangulados y enterrados en terreno sin consagrar. Dios tenga piedad de sus almas.

Hasta yo mismo fui tentado por Satanás, encarnado en las prietas carnes de una morisca, obviamente poseída, ya que resultó imposible obtener su confesión de falsa conversión; mientras exhibía impúdica sus atributos femeninos, turbándome, excitando mi imaginación hasta extremos inimaginables de lúbrica perversión. Fui incapaz de seguir presenciando el interrogatorio, encerrándome en mis aposentos, dónde el cilicio mordió inmisericorde mis carnes y el látigo logró calmar, a duras penas, mi enfebrecida imaginación.

No se pudo obtener la confesión buscada, pero las pruebas de hechicería empleadas contra mi persona, eran irrefutables. Ardió en las purificadoras llamas, turbándome de tal manera en su agonía, que la simiente procreadora brotó de mí, incontenible, obligándome a mortificarme después, enrollando un áspero lienzo de esparto en mis partes pudendas, que resultaron santificadas con unas llagas permanentes.

La podredumbre de mi órgano viril me martirizó los últimos seis años de lo que me restaba de vida, entregando mi alma al Señor el día dos de enero del año de Nuestro Señor de mil quinientos y cuatro, a la avanzada edad de cincuenta y cinco años, habiendo recibido los auxilios espirituales del prior del hospital de apestados de Valladolid, reconfortado con la dicha de haber puesto en manos de Nuestro Señor las almas de más de tres mil enemigos de la Verdadera Fe.

 

Apostillas del autor.

Las broncas entre franciscanos y dominicos, dejando al margen a los benedictinos –en la época, una orden residual-, eran cualquier cosa menos teológicas. El reparto del poder, mucho poder, que había en juego, hacía que no de anduvieran con chiquitas a la hora de descalificar, injuriar o quitar de en medio al rival. Luego llegaron los jesuitas y se lo comieron todo.

Asumiendo la barbarie de los métodos inquisitoriales, la parálisis cultural en que sumió a España hasta bien entrado el siglo XVIII, reinstaurada de nuevo por Fernando VII, y liquidada en pleno siglo XIX, no fue de las peores. En Alemania (la caza de brujas se llevó por delante a curanderas, parteras, prostitutas y hasta alguna noble dama con aspiraciones intelectuales), Francia (las herejías albigense y cátara se erradicaron con un número incalculable de víctimas) e Inglaterra (por aquella época no habían inventado lo de la flema británica), dejaron en mantillas los "modestos" números de la Inquisición en España.

Y hablando de métodos inquisitoriales, me abstendré de mencionar un turbio asunto, relacionado con la no publicación de cierto relato, vinculado con la presunta pederastia de Papá Noel; para no desatar las iras de los censores y provocar la misteriosa desaparición de las apostillas, tal como ocurrió con el capítulo 1 del Aniversario.

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