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Cuentos infantiles. (1: La Sirenita)

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Hace poco, mi hija, en fase de abandonar la más rabiosa adolescencia; aunque con frases del tipo: –No me vengas con sermones, papi, que estás ya muy caduco- o esa otra, la que sabe que tanto me jode, –Mira, habló el listo. El que se pierde navegando en internet-, me recuerda que aún le queda cuerda para rato, me sorprendió.

Estábamos comiendo, celebrando unos resultados escolares increíbles. Increíbles por la relación notas/esfuerzo invertido, en un restaurante a elegir por la homenajeada; es decir, una pizzería, dónde lo único italiano era el nombre. Me sacó el tema de los cuentos que le contaba hace años, hasta que se negó a seguir sufriendo semejante atentado a su integridad moral. Después de seis años, dudaba que aún se acordara. Eso fue después de sermonearme durante la ceremonia de encendido del puro, momento sublime, sin el que mi digestión se resiente.

Ya, ya sé que ahora está muy mal visto, sobretodo cuando la ceremonia tiene lugar en la parte de no fumadores del local; pero es que la otra suele estar a reventar, por no hablar de que coincide con la peor zona del restaurante. De todas formas, si hay cerca enanos en cochecitos de niño, me abstengo. Como éste no era el caso, tuve que aguantar el sermón, incluyendo las protestas del camarero, estoicamente.

La sorpresa fue su confesión de que entonces le gustaban y ahora los echaba de menos. Expresé mis dudas de que recordara alguno y me contestó con un resumen de más de media docena, títulos incluidos; demostrando una memoria de elefante que, desde luego, no ha recibido de los genes paternos –siempre sostuve que el butanero era un zoquete-.

Estuvimos recordando aquellas noches de los viernes, cuando papá conseguía llegar a casa antes de que la enana se acostara y le contaba un cuento.

-Uno del libro, no, uno inventado. Porfa, papi-

Por un momento, y sin que sirva de precedente, me pareció que retrocedíamos en el tiempo y volvía a funcionar la química: la que derrochábamos dando saltos en el colchón de su habitación, hasta que acabábamos con la paciencia del vecindario, que expresaba su desaprobación a escobazos en el falso techo -los de abajo- y a puñetazos en los tabiques -el resto-. Los muelles nunca sobrevivieron más de dos años a semejante tratamiento.

Me aprovecharé de la buena memoria de la enana (lo de enana en sentido figurado) para transcribir algunos cuentos. Recuerdo el argumento de la mayoría, a grandes rasgos, pero ella me refresca la memoria con pasajes que yo no estoy muy seguro se correspondan con el original. Tendré que fiarme, qué remedio.

Finalmente, antes de comenzar con el primero de la serie, sólo algunas consideraciones:

-SON CUENTOS INFANTILES. Pensados para una personita entre los cinco y los doce años. Que nadie espere otra cosa. Creo que ya sabemos todos de lo que hablo, ¿no? ¿O tengo que poner en el resumen la coletilla de relato NO ERÓTICO? Quizá alguno, al final de la serie, tenga un argumento escandaloso (para ciertas edades), pero es que la destinataria iba creciendo y había que abordar "el tema".

-NO SON MONÓLOGOS. Por varios motivos: una deficiente trama argumental, solucionada a salto de mata con dosis masivas de fantasía; el carácter de la destinataria, que ni dormida se calla; la imaginación, para que se desarrolle, hay que entrenarla. De eso, con el tiempo, me daría lecciones la destinataria.

-CARECEN DE MORALEJA, pero tienen una clara intencionalidad. Al lector adulto, inteligente e informado, le parecerá obvia; pero ya saben el pobre concepto que tengo del lector medio de la página, todo ello dicho sin ánimo de ofender a nadie.

En cualquier caso, que lo disfruten; ya sea para uso propio o para anestesiar a ese bicho que da la tabarra antes de dormirse. Aunque, esto último, piénsenlo bien: corren el riesgo de crear un monstruo. No admitiré responsabilidad alguna si el bicho les sale excesivamente crítico, autosuficiente, mordaz, deslenguado, anarquista o quiere estudiar Filosofía y Letras.

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LA SIRENITA.

(Las aventuras de Nené, sirenita ecologista)

Para mi pellejito, obsesionada con las Arieles de cola escamosa, ahora que va al colegio, presume de persona mayor y ya casi lee de corrido.

 

El mundo submarino de Nené agonizaba. Las sirenitas iban muriendo poco a poco de pena.

-Eso me suena, tramposo. Se parece mucho al cuento de Peter Pan. También las hadas, como Campanilla, se mueren cada vez que un niño dice que ya no cree en ellas- En mis tiempos, los cuentos nos hacían dormir. Debo de ser un desastre como cuentista, porque yo conseguía el efecto contrario.

Decía, antes de que una vocecita impertinente me interrumpiera -y será la última, o el cuento se acaba ya-, que Nené era última sirenita que había nacido en la comunidad del coral, hacía ya más de doscientos años.

-¿Doscientos años? ¡Qué vieja! Pues Ariel es casi como yo. Bueno, un poco mayor, porque le gusta el príncipe. ¿Hay príncipe en éste cuento? ¿Cómo se llaman sus padres? El papá de Ariel era el rey del mar…un gruñón de barba blanca. No me gustan los papás con barba. ¿Tú no te la dejarás nunca, verdad? Vale, no interrumpo más. No hace falta que te pongas tan serio- Hace poco leí que el lenguaje era una faceta desarrollada por el género femenino en los albores de la humanidad, según un sesudo informe antropológico. Evidentemente, antropólogos sin hijas, o habría sobrado el informe.

A sus doscientos años, Nené era una sirenita muy joven, casi una niña; porque las sirenas son inmortales, a no ser que se depriman. Entonces lloran, lloran todo el día, con unas lágrimas tan saladas que las hacen disolverse en el mar. Por eso el mar es salado.

Sólo cuando el gran meteorito cayó, el mundo de las sirenas sufrió una convulsión parecida a la actual; pero de eso hacía ya millones y millones de años.

-¿Un mete…qué?- Y, a continuación, hizo como que se cosía los labios. La mirada, entre pícara y compungida, era todo un poema.

Una roca enorme que cayó del espacio, arrasándolo todo, en la tierra y en mar. Los dinosaurios desaparecieron y, con ellos, casi todos los demás animales.

-Porque tú ya conoces a los dinosaurios, ¿verdad?- En principio, una pregunta retórica, a la se contesta con una inclinación de cabeza. Pero, para mi enana, una pregunta, por muy retórica que sea, es una buena ocasión para que papá se entere de lo bien documentada que está su niña.

-¡Pues claro! Mira, había "cuellilargos", que se comían los árboles, de lo grandes que eran. Pero a mí me gustan más los pequeños, que siempre andaban corriendo para que los grandotes no los aplastasen. Y se metían en un montón de aventuras, con volcanes escupiendo fuego y cosas así. También estaban los "dienteagudos", muy malos, que se querían comer a los otros. Pero muy tontos, porque siempre se les escapaban. ¿Puedo preguntar algo sobre esas sirenas tan raras?- A estas alturas, yo empezaba a estar alarmado: si la niña se me ahoga –por hablar sin espirar-, ¿cómo se lo explico después a su madre?

-Si son inmortales, habrá muchas. Con tantas sirenas nadando arriba y abajo en el mar, ¿cómo es que nunca se las ve? Otra cosa, ¿dónde viven?, porque eso del coral me suena un poco raro. Ariel, para que lo sepas, vivía en un castillo con montones de peces y cangrejos que hacían todo lo que les pedía. Por algo su papá era el rey. ¿Y la bruja? Que sea fea y muy mala. El príncipe tiene que ser guapo, valiente y muy simpático.- ¡El Walt Disney de los cojones!

Ya advertía al principio que estos cuentos, de convencionales, poco. La técnica se fue depurando con el tiempo, con aportaciones cada vez más frecuentes por su parte; hasta que, finalmente, ya no estaba muy claro quién contaba el cuento a quién. Al principio, y éste es uno de los primeros cuentos, las cosas iban más a su aire. Cuando la verborrea de la niña sobrepasaba cierto punto crítico, la solución era amordazarla con las dos manos. No es una técnica que recomienden los manuales pedagógicos, pero funciona.

No, en éste cuento no hay ni príncipes ni brujas, tampoco papás emperadores del océano. Por no haber, no hay ni boda al final.

Las sirenas de las que te hablo era muy pequeñas, transparentes, viven -vivían- entre los corales de más vivos colores, se alimentaban del canto de las ballenas, cabalgaban a lomos de caballitos de mar y procuraban mantenerse lo más lejos posible de los seres humanos. Por eso nadie las vio nunca. Hasta que Nené, la última sirena de la comunidad del coral, intentó lo imposible.

Mientras el mar estuvo limpio y las ballenas inundaban cada rincón con sus cantos, las sirenas prosperaban y apenas lloraban. Alguna, de vez en cuando, moría de tristeza cuando una gran tormenta revolvía el fondo del mar, levantando nubes de arena que impedían el paso de los rayos del sol. Pero eso ocurría pocas veces.

Al principio, los seres humanos eran más una molestia que un peligro. Se les veía pocas veces y por poco tiempo: no sabían respirar debajo del agua, los muy tontos. Rompían los corales, robaban las esponjas de mar y pescaban unas pocas sardinas. Eran molestos y ruidosos, pero poco más que una curiosidad.

De repente, en un abrir y cerrar de ojos de sirena, el océano se llenó de ruidos con el eco de multitud de hélices, las pocas sardinas se convirtieron en bancos enteros que desaparecían en las fauces de redes que se tragaban todo a su paso y -¡horror!- las ballenas dejaron de cantar. ¿Cómo era posible que hubieran desaparecido? ¿De qué se alimentarían ahora las sirenas?

Quedaban unas pocas ballenas, demasiado tristes para cantar, por mucho que les suplicasen las sirenas. Pero lo peor de todo, con mucho, era la cantidad de porquería que los seres humanos arrojaban al mar. Porque, aunque las pocas ballenas que había ya no podían alimentar a todas las sirenas, todavía quedaban otras especies cantarinas: los delfines -estos, unos payasos, no se deprimen fácilmente-; los arenques -siempre tan marciales, desfilando al son de los peces flauta-; hasta los tiburones -que ponen los pelos de punta cuando rechinan los dientes- eran suficientes para que las sirenas no se murieran de hambre.

Pero lo que las sirenas no soportaban era ver el mar lleno de desperdicios; desechos que los seres humanos tiraban cada vez en mayor cantidad. Al principio, cuando una zona del océano se contaminaba, las sirenas montaban a lomos de sus caballitos de mar y se iban a otra. Pero, como para ellas el tiempo pasa mucho más despacio que para nosotros, pronto no tuvieron ya a dónde ir. El fondo de mar, fuesen dónde fuesen, parecía un vertedero: lleno de chatarra oxidada, bolsas de plástico -que algunos peces y aves confundían con medusas, asfixiándose al tragarlas-; desechos químicos que envenenaban el agua…hasta la mierda de humano, pestilente, que unas enormes bocas vomitaban sin parar, cerca de las costas.

A nadie le gusta vivir en un sitio sucio y maloliente, ¿verdad? Pues ya sabes lo que les ocurría a las sirenas cuando estaban tristes y los vertidos de petróleo no contribuían a mejorar la cosas . Llegó un día en que Nené se encontró sola. Quizá porque era la más joven - apenas doscientos años-, se adaptó mejor a los cambios y logró sobrevivir. Pero estaba sola, aburrida y triste.

Un día, nadando entre un grupo de juguetones delfines, algunos se despistaron. Había tanto ruido, producido por los enormes barcos de hierro, cerca de los que nadaban, que se desorientaron y acabaron embarrancando en una playa. Nené tuvo suerte: un charco de agua salada la salvó. Los pobres delfines no tuvieron tanta.

Desesperada, Nené chilló con todas sus fuerzas pidiendo auxilio. En ese momento, Juan Cabezón y su hijo Diego, pasaban por allí con su carromato, en cuya lona se leía: Gran Circo de Pulgas.

-Papᅿun circo de pulgas?- Joder, sirenas transparentes sí, brujas requetemalvadas también; por no hablar de maravillosos príncipes, más abundantes que las setas en temporada. Pero circos de pulgas no. Herederos del bueno de Walt, o quién coño controle ahora el imperio de la fantasía, ¿para cuando una peli sobre un circo de pulgas?

Alarmado por los gritos, Diego hizo que su padre detuviera a las mulas. Juan Malasombra no oía nada. A punto estuvo de soltarle un capón por hacerle peder el tiempo: quedaban muchas leguas de camino hasta el próximo pueblo y la función tenía que darse a su hora. Pero Diego, haciendo honor a su ilustre apellido, se salió con la suya, investigó hasta averiguar de dónde procedían las voces, localizó el charco…y no vio nada. Por si acaso, llenó una bolsa con el charco y vertió el contenido en una pecera. La misteriosa voz le suplicaba que la devolviese al mar, pero no iba a quedarse sin su nuevo juguete, ¿verdad?

-¿Y el circo de pulgas?-

Enorme, para ser de pulgas, claro. En una pista actuaban las pulgas malabaristas, con balancines que se movían al ritmo de la música; en otra, las pulgas-elefante-amaestradas empujaban camiones de helados en miniatura; las pulgas payaso contaban chistes, aunque Juan y Diego tenían que traducírselos al público y, al final de la función, con redoble de tambores y fanfarria, aparecían las pulgas trapecistas, dando triples saltos mortales sin red. A esas alturas de la función, hasta el espectador más incrédulo juraba que la pulga con mallas rojas era la gran estrella del trapecio.

Nené veía las funciones desde su pecera. Empezaba a divertirle la caradura y la contagiosa fantasía de aquel par de seres humanos. Hasta la música, una vez que se acostumbró a su sabor, no estaba mal del todo. Lo más extraño de los seres humanos, una más de sus rarezas, era que no la veían –además, cortos de vista- y los mayores, ni la oían.

Un día, en plena función, empezó a cantar. Los niños se quedaron mudos de asombro. Los adultos también, viendo que -por una vez- los enanos dejaban de alborotar. La canción hablaba del mar. Hablaba de un mar de aguas transparentes como el cristal, de fondos marinos tachonados de estrellas, peces de colores imposibles de pintar y peces-martillo que buscaban clavos entre los naufragios de los barcos de madera, de forma tan evocadora que los niños se imaginaban nadando en él. Nadie prestó atención a las imaginarias pulgas, pero la función resultó un éxito.

Nené creyó poder conseguirlo. Sus canciones, sus historias, los cuentos que contaba, resultaban maravillosos para quienes podían oírlos. Algún avispado hombre de negocios consiguió los derechos en exclusiva de sus historias y las publicó. Las letras de sus canciones hicieron furor y se convertían en éxitos instantáneos.

Una semana después, desde su relativo punto de vista temporal, Diego se había casado, tenía una pareja de enanos gritones, había cambiado el carromato por un Ferrari, su casa gastaba ingentes cantidades de energía y agua, había encerrado a su padre en un asilo y sólo pensaba en una cosa: más, más de todo, cuanto más grande, caro y contaminante, mejor. De repente, los niños habían crecido y se habían convertido en Diegos.

Nené lloró con lágrimas de sal.

 

Apostillas del autor.

Lo malo de despertar la conciencia ecologista a tan temprana edad es que, un buen día, te encuentras a la enana gritándote por haber metido la botella de vino -vacía- en la bolsa de envases metálicos, las latas de conserva en la del papel y las pilas en la de residuos orgánicos. Cría cuervos…

Queridos niños y niñas, mañana os contaré otro bonito cuento…sobre cebollas. Tampoco habrá boda al final, pero prometo que no morirá nadie.

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