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Cuentos canallas: Érase una vez un angelito

en Otros Textos

Para un tipo introspectivo como yo –por favor, no confundir con introvertido…y menos aún con tímido-, la máxima socrática de "Conócete a ti mismo", más que una recomendación filosófica, es una obsesión.

"¿A cuento de qué viene esta gilipollez?", se estará preguntando el lector que haya abierto, por equivocación, la página de TR por la sección de Otros Textos. Paciencia, que enseguida entramos en harina. Antes de eso, quiero disculparme con el resto de los lectores, los que han abierto el texto –también por equivocación- con la bragueta bajada. Y al que ya tenía la polla en la mano…mil perdones por cortarte el vacilón y, venga, busca otra cosa que te ponga el pajarito contento.

Hace unos días recibí un correo electrónico de un admirador de TR –de verdad, decía admirador, con la ilusión que me habría hecho que dijera admiradora-, pidiéndome que me definiera con una sola palabra. Pensé un ratito, supuse que no se refería a mi aspecto físico, por lo que tuve que borrar lo de IMPRESIONANTE –así, en mayúsculas- y me centré en el acertijo referido al carácter. Deseché cuentista –por limitado a la faceta de plumilla aficionado-, también rompehuevos –muy cierto, pero demasiado simplista- y terminé decidiéndome por ALIÁCEO.

Lo normal es que se hubiera extrañado y preguntara qué coño quería decir con eso. Pues no, lo que hizo el pollo fue mandarme otro correo –pasan estas cosas cuando pones la dirección del correo en el perfil-, pidiéndome que hiciera lo mismo, en tres palabras, pero esta vez definiéndome de niño. Aquí sí que no lo dudé un instante: CABRÓN CON PINTAS.

Mi vieja me repitió hasta la saciedad que su angelito estaba endemoniado. Afirmación tan contundente, en boca de una madre, se fundamentaba en varios hechos confirmados, todos relacionados con el clero y/u órdenes religiosas. A saber:

  • El mordisco y la patada en la espinilla que le aticé a la monja que pretendía que me disculpara con un condiscípulo que sangraba profusamente por la boca. No sé por qué, siempre tuve las orejas muy sensibles, y me irritaba la fijación que la sor mostraba por la mías. Además, el condiscípulo había tenido la osadía de reírse del menda cuando me quedé en blanco delante de la pizarra. Y los accidentes ocurren, sobretodo cuando la cartera pesa lo suyo con los libros de texto y tiene apliques metálicos muy peligrosos.

  • Otra monja –de un colegio distinto, claro- estuvo dándole la tabarra a la vieja, hasta que la aburrió y volvió a cambiarme de colegio. Los motivos, de lo más nimios, se relacionaban con las actividades que desarrollaba durante los recreos. Creo recordar que los primeros cursos de primaria eran mixtos –unas monjitas muy avanzadas para la época-; y yo, inocente y curioso en exceso.

  • La puerta de la catedral, inmensa, maciza y forrada de una chapa de cobre que tañía cual campana en Domingo de Ramos, era el mejor sitio para ensayar el tiro "a trallón" –léase patadón a la pelota con la puntera del zapato-. Claro, para eso tenía que estar cerrada. Y en horario vespertino, tal cosa ocurría durante el rezo del rosario. De entre la innumerable cantidad de beatas que asistieron a los entrenamientos, fue mala suerte que la vecina estuviese entre ellas. Y aún peor, que la vecina oyese a mi vieja quejarse de los energúmenos que interrumpían de forma tan escandalosa los oficios religiosos.

  • Una vez que mi mamá me convenció con argumentos de peso –el palo de una escoba- de que no iba a permitir ser motivo de chismorreo de las vecinas por mi culpa, tuve que dejar de entrenar delante de la puerta de la catedral, pero seguía muy cabreado con el clero. Y a falta de otra cosa, suponiendo que unas lechugas no se irían de la lengua, convencí a los elementos más radicales del grupo para cambiar de teatro de operaciones. Justo detrás de la catedral, a salvo de miradas indiscretas, se alzaban los muros del asilo. Y tras ellos, una inmaculada huerta repleta de ordenadas filas de lechugas y repollos. Encaramados al muro, cronómetro en mano, el bote con la apuesta de un duro por barba se lo llevaba el corredor que, en menos de treinta segundos, más lechugas y repollos chafase durante los cien metros lisos de carrera huerta a través. El hermano celador que nos perseguía, resoplando por el esfuerzo que le suponía mover sus ciento y pico kilos de peso, era un aliciente más para correr rápido.

  • No hay peor cosa que un enano resentido. Y este enano, mientras aún le dolían las costillas que había vapuleado con saña el palo de la escoba, estaba pero que muy resentido con la vecina cotilla del tercero. Mira tú por dónde, las sábanas que la puta vieja colgaba en el patio de luces, llegaban justo hasta delante de mis narices. Y con una tijera en las manos, el recorte que les metí quedó de lo más chulo.

  • ¿Saben ustedes que los avisperos los componen miles esos animalitos que forman una bola para dar calor a las celdillas donde se desarrollan las larvas? A mis ocho añitos, al igual que el colega de fechorías que me acompañaba, desconocía tal cosa. Lo que no ignorábamos era que las avispan pican. "Oye, ¿y si las soltamos en el colegio cuando pasen lista?" No quiero atribuirme ni la autoría intelectual del hecho ni el plan para meter el avispero en la bolsa de plástico, pero dicho y hecho. Mal que les pese a los padres claretianos que regentaban la institución educativa, y a sus refinados métodos inquisitoriales, el resultado fue tan desastroso que no consiguieron sacarnos una sola palabra. Nadie vio nada, nadie oyó nada, nadie dijo nada. ¡Omertá! Años después, cuando volví a coincidir con el cómplice, seguíamos tan acojonados que, aún recordando el asunto, seguíamos siendo incapaces de asumir su autoría.

Para mi tranquilidad y paz espiritual, reputados psicólogos sostienen que el cerebro infantil crece hasta bien entrada la pubertad, asimilando durante el proceso experiencias, elementos de aprendizaje y capacidad de adaptación al entorno. En resumen, que los enanos son cabrones por naturaleza, aunque les salva el no tener muy claro el alcance de sus actos. Además, estas cosas se olvidan con el correr de los años. Pelillos a la mar.

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