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Cuentos infantiles (2: Las Cebollas)

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Todo padre responsable -la relación causa/efecto, debería ser automática, pero eso sólo se da en condiciones ideales de ambiente controlado (laboratorio); por eso insisto en lo de responsable-, se preocupa por la alimentación de sus hijos. A las madres no les tengo nada que decir: éstas se preocupan siempre, por todo. Es algo genético.

Sin llegar a ser un fundamentalista de la dieta mediterránea, vigilaba que la ingesta de hamburguesas, bollería industrial, pizzas a domicilio y "chuches" no fuera indiscriminada y que las ensaladas, la fruta, el pescado y las legumbres estuvieran presentes en el menú.

Del buen diente de la enana nunca me pude quejar. Comía -come- a Lázaro por una pata; de todo, menos las cebollas.

Hoy sigue igual. Come como una lima, pero las cebollas, ni probarlas. Debí contarle más veces el cuento.

 

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LAS CEBOLLAS.

Ya que hoy te duele la barriguita, después de ponerte ciega de "chuches" en el "cumple" de una amiga.

Valentina soñaba despierta con grandes viajes, veleros surcando mares desconocidos y, después, con ciudades perdidas en el desierto, enterradas en las arenas siglos atrás; papiros escritos en desconocidas lenguas, que hablaban de pueblos aún más antiguos, poseedores de conocimientos inimaginables y fabulosas riquezas. Lenguas que sólo ella sería capaz de traducir y pueblos que sólo ella podría encontrar. Por algo era hija de un mercader.

-¡Jo, papá! ¿Por qué tienes que poner nombres tan "originales" a los personajes? ¿No podría llamarse María, Begoña o Cristina? No, tiene que llamarse Valentín (con a)- Podría, pero no sin exponerme a sufrir sus pullas, riéndose de las batallitas del abuelo Cebolleta, si le cuento que Valentina era mi heroína infantil. ¿Alguien recuerda a Locomotoro, el Capitán Tan, el tío Aquiles, Valentina y los hermanos Malasombra? Porque la enana, con ocho años, ya manejaba la lengua con la misma habilidad que un cirujano el escalpelo.

Pero, desgraciadamente, se llamaba Valentina y no Valentín. Sería su hermano, Rogelio, el encargado de dirigir las expediciones comerciales de la familia. Para ella, con apenas catorce años, ya habían concertado un matrimonio con el heredero de otra familia de mercaderes. Mientras llegaba el día de la boda, afortunadamente aún quedaban tres años, podía seguir escuchando las historias que contaban su padre y sus tíos sobre La Ruta de La Seda.

Su otra pasión era la alquimia, escuchando embelesada los discursos que soltaba en la plaza del mercado el sabio local. Todos estaban convencidos de que era un viejo chiflado, inofensivo, pero más loco que una cabra. Entre ellos, su madre, que se desesperaba porque ella perdiese el tiempo escuchando tonterías sobre la Piedra Filosofal, en lugar de estar bordando el ajuar, como haría cualquier chica decente.

-Despacio, que me pierdo. La Ruta de La Seda me suena, eso queda en China, ¿no? Pero, la Piedra Filosofal, ni idea. La alquimia…¿no me estarás contando un cuento…chino?

No, las partes del cuento que sean una "trola para bebés", como tú dices, te las haré saber. El resto, aunque te suene raro, son todo "verdad-verdadera-y si no, que se me pudra la lengua", como te oí decirle el otro día a una amiga, para convencerla de que los peluches de tu habitación son unos golfos y aprovechan cuando estás dormida para ir de fiesta.

-¡No es justo! Yo no os espío, a mamá y a ti, cuando cerráis la puerta de la habitación para hacer "cositas". Yo también tengo derecho a mi intimidad- Difícil, no violar el derecho a la intimidad de las comunicaciones, cuando los alaridos que daba, ante la incredulidad de la interlocutora, se oían desde el rellano de la escalera. Pero me dejó con la mosca detrás de la oreja con lo de las "cositas".

La Ruta de La Seda no era una sola ruta, más bien cientos de ellas. Sí, partía de China, pero también de la India y, más allá, de las Indias Orientales. Muchas rutas, por las que circulaban largas caravanas de camellos, trayendo a Occidente seda, especias, marfil, perfumes y otros exóticos productos del misterioso Oriente. Pero también circulaban personas e ideas.

Las rutas confluían en algunos puntos, especialmente cuando había que cruzar grandes desiertos: el de Gobi, dónde nacen las tormentas de arena; y otro, aún más terrorífico, tanto, que era conocido como "Lugar al que entras, pero no sales". Al borde de esos desiertos existían ciudades en las que se detenían las caravanas, descasaban los hombres y las bestias, hacían acopio de provisiones y valor para atravesarlos. Allí se reunían hombres de todas las razas, lenguas y religiones.

-Y esas ciudades, ¿aún existen? ¿Siguen reuniéndose los comerciantes en ellas? Debían de ser como el Rastro en domingo. ¿Te acuerdas el día que fuimos? ¡La cantidad de tenderetes que había! Todos los vendedores gritando como locos. Pero con camellos, en lugar de furgonetas, debía de ser aún más "diver".

-Y entonces Valentina conoció a su prometido. Porque, hasta entonces, sabía que tenía uno, pero no lo conocía. Vivía en otra ciudad. Y resultó un bobo presumido, egoísta, que sólo pensaba en el fútbol y…bueno, que Valentina se escapa de casa- No era el hilo argumental que yo tenía pensado, con un pariente secuestrado por una banda de salteadores de caminos, pero la conclusión era la misma: Valentina se larga de casa. Otras veces no tendría tanta suerte, teniendo que dejar el cuento a medias y obligándome a comerme el coco hasta encontrar el encaje con el argumento original.

En el fútbol no creo que pensara mucho, ya que estamos hablando de la Edad Media. Pero podría ser en justas de caballeros de reluciente armadura. El caso es que Valentina se disfraza de chico, rompe la hucha en la que guarda las monedas de oro que le regalan todos los cumpleaños sus ricos parientes y se enrola como grumete en un barco que la llevará hasta Constantinopla. De allí piensa viajar a Damasco y Bagdad, en tierras de infieles y, luego, buscará la tierra de los Cristales del Cielo; esos de los que tantas veces ha oído hablar al viejo alquimista.

-¿Qué es un alquimista? ¿Un mago? ¿Para qué quería un cristal del cielo? Eso sí que me suena a trola…no disimules que, cuando pones esa cara, ya sé que me estás tomando el pelo. ¿O te crees que me chupo el dedo?

Antiguamente, cualquier científico era sospechoso de practicar la alquimia, el arte que tenía por objeto descubrir la Piedra Filosofal. Con ella, cualquier cosa podía transformarse en oro. ¿Un mago? Eso era lo que pensaba la mayoría de la gente; así que, si no se andaba con mucho ojo, podía acabar en la hoguera.

-Sí, ya lo sabía. ¡Qué manía tenían entonces con chamuscar a la gente!

Los Cristales del Cielo sólo eran diamantes. Eran tan escasos que, como todo lo misterioso y raro, tenían que proceder del cielo. El alquimista llevaba muchos años buscando uno. Ya no le interesaba la Piedra Filosofal, pero estaba convencido de que, con un diamante, podría demostrar su teoría de que la luz se descomponía en colores, igual que el arco iris.

-¡Ese experimento lo hicimos en el "cole"!

-¿No me vas a preguntar por qué Valentina tuvo que disfrazarse para iniciar el viaje?

-¡Ja, ja y ja, listillo! En aquella época las mujeres no debían viajar solas. Además, si no quería que la descubriesen enseguida, está bien pensado lo de disfrazarse de chico.

Habíamos dejado a Valentina en Constantinopla, la mayor ciudad que había visto en su vida. Tanta gente la aturdía. Pero lo que más la impresionó fue la cúpula de la catedral de Santa Sofía: no se podía creer que semejante mole de piedra se sostuviese en el aire, sin columnas. ¡Los hombres que habían construido semejante maravilla debían de tener una poderosa magia!

A partir de aquí comenzaban sus aventuras en el misterioso Oriente. Tenía dos alternativas: o cruzaba el Bósforo y seguía por tierra -atravesando los peligrosos dominios de los cavernícolas- o viajaba por mar hasta Palestina. Había oído tantas historias sobre los Santos Lugares que no se lo pensó mucho. Además, ya no se mareaba en el barco; ahora era un curtido lobo -loba- de mar.

No iba a tener muchas cosas que contar, a su regreso, sobre los Santos Lugares. El caso es que allí no había más que ruinas, montones de porquería y nubes de moscas. Debe de ser porque el olor a santidad atrae a las moscas. O la mierda, vete tú a saber.

-¡Papá!

Perdón, retiro lo de mierda. Excrementos de burro, quería decir. A partir de Damasco, el viaje se hizo más interesante. La caravana a la que se había unido, presentándose como embajador del Archiduque de las Islas Perdidas, más allá de las Columnas de Hércules -por eso nadie había oído hablar de ellas, hasta ahora- ante la corte de sha de Persia. Confiaba en que la corte del sha estuviera lo bastante lejos.

Los días parecían eternos en aquellas inmensidades de arena; pero, al final de cada jornada, por arte de magia, surgía un oasis. Lo mejor eran las representaciones que se organizaban, traducidas a todas las lenguas, ya que en la caravana parecían estar representados todos los pueblos de la Tierra: árabes altivos y piadosos, deteniendo la caravana cada dos por tres para sacar sus mantas y orar en dirección a La Meca; etíopes, negros como el carbón; armenios taciturnos y sus primos de las estepas del norte, salvajes y con las piernas dobladas de tanto montar a caballo; indios misteriosos, judíos, chinos de raras costumbres , francos, griegos, genoveses y venecianos. Hasta había un par de catalanes, de Barcino, a los que evitaba para no ser descubierta, aunque echaba de menos no poder charlar con ellos y mitigar la añoranza que sentía por su tierra.

-Oye, ¿falta mucho para que acabe el cuento? Me muero de sueeeño- Esto último, en medio de un bostezo espectacular.

-Que duermas bien, pellejito. Hasta mañana.

-¿Ya se ha dormido la niña? Pues tú no tardes, que ahora me toca a mí contarte el cuento de las sábanas blancas.

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-Hoy no me sueltes el rollo, que ayer me entró sueño con tanto desierto. Pasemos a la parte interesante, donde encuentra los diamantes, para que pueda volver a casa rica y famosa. Sus padres, los pobres, tenían que estar preocupadísimos-. ¡Cuántos buenos sentimientos! Lástima que ahora se le hayan olvidado y no tenga ningún empacho en volver de juerga a las seis de la mañana.

Bueno, si no te interesan las costumbres de estos pueblos, tendré que saltarme la parte del pedo y los eructos.

-De eso nada. Cuenta, cuenta- ¿Qué enano, en sus cabales, se resiste al apasionante tema del teta-culo-pedo-pis? No conozco ninguno.

Ya sabrás que, en todo Oriente Medio, para demostrar al anfitrión que la comida ha sido de tu agrado, tienes que soltar un eructo, o mejor, varios – No, por la cara de picardía que puso, no lo sabía.

-Eso, lo mismo que tú haces, cuando crees que mamá y yo no nos damos cuenta, cochino-.

También lo pensaba Valentina, auque en su casa no eran muy remilgados para esas cosas. Lo malo es que, un día, llevada por el entusiasmo, también se tiró un retumbante, sonoro y redondo pedo. Un pedo de antología. A sus anfitriones les pareció una descortesía por su parte.

-Ja, ja, ja, ¡Qué bueno! Un pedo que resonó como un trueno, salió disparado por la puerta de la tienda y se llevó el viento hasta las lejanas montañas. Y que luego devolvió el eco multiplicado por mil. Un pedo que se oyó al otro lado del mundo. Un pedo que…- Lo dicho, saca el tema y luego a ver quién es el guapo que los hace callar.

Al llegar a Bagdad se unieron a la caravana un par de persas que contaban unos cuentos maravillosos. Repletos de personajes a los que les sucedían unas aventuras increíbles, alfombras voladoras, genios malhumorados y princesas en apuros. Con el tiempo, añadiendo otros antiguos cuentos originarios de la India y los cuentos árabes, protagonizados por Harun al-Rasid, darían lugar a los cuentos de Las Mil y Una Noches.

-Simbad del Marino, Alí Babá y los Cuarenta Ladrones y, mi favorito: Aladino y la Lámpara Maravillosa- Sospecho que, todos ellos, en versión Disney. Porque, la perorata que siguió después, sobre ¿un genio azul?, me dejó descolocado.

Allí se detuvo la caravana por espacio de dos semanas. Tiempo más que suficiente para que Valentina se quedara impresionada con las madrasas de Mustansiriyya y Miryaniyya, donde una riada de científicos y hombres de letras se reunían a discutir sobre todo lo humano y lo divino. En comparación, las universidades europeas no pasaban de ser una academia para torpes con pretensiones.

-O sea, que el viejo alquimista se habría encontrado allí como pez en el agua, sin miedo a que lo achicharrasen por llevarles la contraria a los mandamases, ¿eh?- Bueno, tiempo al tiempo. A todo se llega, una vez que los mullhas, los arzobispos o telepredicadores se arriman al poder; ya sea en Irán, aquí mismo -sin ir muy lejos y sin tener que retroceder hasta la edad Media- o en el paraíso de la hamburguesa. Pero eso sería argumento para otro bonito cuento, un par de años más tarde.

Un día, previo pago de un par de monedas a un guía, se unió a la visita al maristán (hospital) de una de las madrasas. ¡Allí se trataba a los enfermos! Los médicos recibían en consulta a los pacientes, los examinaban, dictaminaban la dolencia que los aquejaba, les recetaban remedios y ¡operaban los casos más graves! Y la gente iba al médico por voluntad propia, sin que algún pariente bienintencionado los llevase arrastrando por las calles. En casos de epidemia, tampoco se trancaban las puertas y ventanas de las casas donde hubiese un enfermo. A Valentina, todo aquello, le dio que pensar.

-¿En serio? ¿Aquí se hacían esas cosas que dices no se hacían allí?- Por no hablarle de los emplastos con telarañas para cortar hemorragias, las cauterizaciones con hierros al rojo, los Tedeum en iglesias abarrotadas -con besamanos del santo de turno, sobre las babas del vecino, más muerto que vivo- y alguna que otra costumbre típica local. Tampoco quería que el angelito tuviese pesadillas.

Al llegar a Samacanda la caravana se desvió hacia el norte. Valentina se había enterado de que los cristales del cielo sólo se encontraban en un lugar: al sur de la India. Dejó la caravana y, desoyendo las recomendaciones que le hicieron para que no viajase sola, emprendió el viaje que la llevaría a lugares que nadie en su tierra natal había pisado jamás.

-¿Cuánto tiempo había pasado desde que se marchó de casa? Y –frunciendo el ceño y con esa mirada que te está diciendo: ¡Ahora te pillé!- ¿Cómo la iban a entender?

Más de un año, casi dos. Suficiente tiempo para chapurrear el árabe, el persa y un par de dialectos indios. Además, había aprendido el lenguaje secreto de signos de los mercaderes. Tan secreto, que los no iniciados ni se daban cuenta de que era un lenguaje, pensando que eran movimientos casuales de las manos para dar mayor énfasis al regateo entre comerciantes.

-Vale, no cuela, pero aceptamos barco como animal acuático. ¿Podrías, si no es mucho pedir, pasar de las maravillas de la India y terminar el cuento?- Argumento convincente, sobretodo cuando viene acompañado por una moción de censura de la oposición, asomando por la puerta de la habitación: -Pero bueno, ¿aún seguís de cháchara? Claro, como el señorito no tiene que llevarla al colegio mañana…

Venga, abreviando, que ya sabemos cómo se las gasta la patrona cuando se enfada.

Recorriendo los caminos de la India, Valentina tuvo un mal tropiezo: una partida de forajidos la detuvo, le quitaron la bolsa de monedas de oro y sólo le dejaron un camello viejo y reumático -los otros dos también se los llevaron- y un miserable saco de cebollas.

Una semana más tarde, cuando Valentina ya empezaba a estar hasta las narices del variado menú: cebollas guisadas, cebollas asadas con guarnición de cebolla y ensalada de cebolla, acertó a pasar por el camino el séquito real de Golconda, mientras Valentina se preparaba unas cebollas fritas.

El soberano ni se molestó en dirigirle una mirada -otro pordiosero al bode del camino- pero se quedó de piedra cuando el aroma a cebollas fritas llegó a su real nariz. ¡Un aroma delicioso y desconocido para él!

El séquito se detuvo a una orden suya y, tras averiguar el motivo, un enjambre de cortesanos plantaron la tienda real al lado de una sorprendida Valentina: ¡Tenía invitados a comer!

El rey y sus consejeros fueron los únicos autorizados para compartir aquel delicioso manjar, mientras el resto del cortejo los miraba llenos de envidia. Quedaron tan impresionados que, para que el intercambio fuera justo, le cambiaron el saco de cebollas por uno…¡de piedras del cielo!

Algunos años más tarde, cuando Valentina era ya una próspera comerciante y famosa por sus aventuras en tierras de infieles, su hermano Rogelio también quiso viajar a la India con un cargamento de perejil. Se había enterado, sonsacando a Valentina, que por allí era desconocido.

El soberano de Golconda, agradecido por el nuevo manjar, lo recompensó con un cargamento de su bien más preciado: ¡cebollas!

Apostillas del autor.

Hablando de cebollas, ¿es posible declararle la guerra al Mc Donals y salir, si no victorioso, indemne?

Guía práctica para la primera –y, con suerte, última- visita, acompañando al enano al templo de la secta (destructiva, pero es sólo una opinión personal):

-Que no se note que vas obligado. Las misiones tras las líneas enemigas templan el carácter del guerrero. Nada de despotricar de antemano, el factor sorpresa es decisivo. El enano ha de recordar la experiencia asociada a un bochorno insufrible.

-A la hora de hacer el pedido, recabar información:

¿Con queso? Vale, pero ¿entre qué variedades se puede elegir?

Oiga, ¿qué son esas bolitas de la ensalada? ¿Tomates? No, nada de transgénicos. Me los cambia por los normales, cortados en rodajas. A estas alturas, el atasco en la cola estará provocando los primeros murmullos entre los adeptos de la secta.

¿No tienen otras patatas más grandes?

¿Para beber? La carta de vinos, por favor. El gran maestre, el gurú o el encargado, seguro que no tarda en aparecer. El chico que canta los pedidos empieza a mirar de un lado para otro, suplicando con la mirada que alguien lo libre de éste chiflado. De ser así, la estrategia funciona.

Para la niña, el menú infantil -de tamaño inversamente proporcional al del juguete que, indefectiblemente, lo acompaña-. Hay que echar mano al juguete, antes de pagar, comprobando el marcado CE y la ausencia de elementos desmontables -ilegales, pero es lo que tienen los juguetitos tipo "huevo Kinder"-. Habrán intentado cobrarte por adelantado, pero hay que hacer valer los derechos que asisten al consumidor y negarse en redondo. De persistir el enemigo en su actitud hostil, hay que pedir el libro de reclamaciones. El encargado se materializará a tu lado instantáneamente, con ánimo conciliador. No hace falta ensañarse con el enemigo en retirada, más que nada porque el enano hace tiempo que estará tirándote de la manga. Con aceptar la invitación -recurso que figura en el manual del encargado, cuando la situación se pone fea con un cliente-, basta. Seguir insistiendo con lo de la carta de vinos, es opcional.

-En la mesa, si es que consigues una y/o las bandejas caben en ella:

Eliminar los elementos del menú de procedencia, supuestamente, animal. La hamburguesa reducirá su altura y podrás mordisquearla sin peligro de provocar el derrumbe de la estructura. He dicho mordisquitos, no dentelladas de tiburón. El que casi te arranca la manga de la chaqueta, podría llegar a pensar que has sucumbido a la tentación del maligno.

Por último, cuando el enano haga amago de recoger su bandeja y depositarla en uno de los contenedores estratégicamente dispuestos por el local, recodarle que su acción quedará registrada en la grabación y que, vista su buena disposición, sería de agradecer que la repitiera en casa, de aquí en adelante.

Queridos niños y niñas, mañana os contaré otro bonito cuento…sobre la globalización.

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