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Me duele la cara de ser tan guapo

en Confesiones

"¡Guapo, más que guapo, macizorro!" Estoy harto de oír siempre la misma canción.

Ustedes pensarán que si me quejo de ser guapo, me quejo de vicio, ya que no es normal echar pestes de algo por lo que la mayoría vendería su alma al diablo –no hay más que ver las listas de espera de las clínicas de cirugía estética-, y que merezco un par de hostias por vacilón y nenaza llorona. Si es así –claro que es así, no disimules-, no hace falta que te avergüences por pensar tal cosa, querido lector. Soy comprensivo con la miserable condición y las bajezas del alma humana; y, en el fondo, pienso igual que tú…por eso vengo aquí a exponer mi triste historia.

La cosa no tendría mayor importancia si estuviéramos hablando de un guaperas del montón, de un rubito de esos que se ligan a cualquier folclórica y luego viven del cuento dando entrevistas por la tele. No, de lo que estamos hablando es de un tipo que no pude caminar por la calle sin que le señalen con el dedo, provocando risas nerviosas y algún amago de desmayo entre el personal femenino; al que le da apuro entrar en cualquier local publico, ya que todas las conversaciones enmudecen y las cabezas se giran hacia él en cuanto hace acto de presencia. Por no hablar de lo incómodo que resulta hablar con alguien y tener la certidumbre de que no se está enterando de nada de lo que le estás diciendo…porque no creo que nadie escuche con atención con la boca abierta y un hilito de baba resbalándole por la comisura de los labios. ¿Van pillando por dónde van los tiros?

NIÑEZ: ENANO LLORÓN.

De pequeñitos, a todos nos han torturado esas brujas que nos asaltaban por la calle y nos pellizcaban los mofletes, acompañando la acción con frases que demostraban cierta inclinación hacia la antropofagia: "¡Qué ricura de niño! ¡Está para comérselo!" Lo grave del asunto es que yo me lo tomaba al pie de la letra y estaba convencido de que acabaría mis días de tierno infante en una fuente, con guarnición de patatas y un limón en el culo. Imaginen mi desconcierto cuando, escondido tras la falda de mi madre en busca de protección, comprobaba que, lejos de enfrentarse al monstruo comeniños, ella sonreía satisfecha y me acusaba de ser un tímido incorregible. Hasta ahí, dentro lo surrealista de la situación, todo normal. Lo que ya no era normal es que a mí, además de pellizcarme los mofletes, las putas viejas me metieran mano con disimulo.

Tampoco guardo un grato recuerdo de las asistentas del hogar. Vamos, que hay una –Felisona, el nombre ya induce al pánico- con la que aún tengo pesadillas. El caso es que no conseguía identificar el motivo de la repugnancia que me producía su recuerdo. Que fuera una tía hombruna –ríete tú de las levantadoras de peso búlgaras-, más fea que Picio, con un vozarrón que se oía a dos manzanas de distancia, y el perfume a col podrida que permanentemente la rodeaba, no los veía como desencadenantes de mi "felisofobia"…hasta que me sometí a una regresión hipnótica y descubrí el trauma infantil que se escondía detrás.

Me vi acostado en la cama, con tres o cuatro añitos, recibiendo los dulces besos de mamá…y oyendo refunfuñar a mi padre que ya estaba bien de mimos y que, a ese paso, llegarían tarde al cine. De momento, una típica escena familiar. Lo malo es que en el siguiente flash aparecía el menda llorando a moco tendido –vete tú a saber por qué berrean los mocosos sin motivo-, y la siniestra figura de Felisona acechado desde la puerta de la habitación.

- ¡No llores, mi chiquitín!- el berrido que dio habría acojonado a un camionero-. Verás como Felisa hace que te duermas en un periquete.

Sí, al final me dormí, pero de puro agotamiento; después de que me destapara, me bajara el pantalón del pijama y de tener que aguantar cerca de una hora el manoseo y los chupetones que le daba a mi "cosita" aquella bestia parda. Lo peor es que, además de pincharme con los pelos del bigote, yo no tenía muy claro –hay que recordar que, aunque estuviese viendo la escena con ojos de adulto, las sensaciones que tenía eran las de un enano llorón- que a Felisona no le entrara hambre y me zampara de dos bocados, como amenazaban siempre con hacer las abuelas, tías, vecinas y demás especimenes aficionados a pellizcar mofletes.

Empecé a tomar conciencia de mi situación –triste situación- cuando inicié mi etapa estudiantil. Menos mal que mi madre, con buen criterio, prefirió no exponerme a las garras de las cuidadoras de las guarderías y me matriculó en un colegio de curas, dando por sentado que estaría a salvo en manos del clero. La cosa funcionó bien hasta los nueve años…y hasta que mi padre le rompió el tabique nasal a uno de los hermanos salesianos. Los detalles del asunto, y del suceso que provocó la airada reacción del viejo, pertenecen al secreto del sumario familiar. De esas cosas no se hablaba en casa.

ADOLESCENCIA: DESDE QUE AMANECE YA APETECE.

Mi debut en el asunto de la jodienda, salvo que antes hubiera algún episodio del que no guardo ningún recuerdo –y que el hermano salesiano no llegase a pasar a mayores…algo que no me consta-, se materializó en el pueblo, con mi prima Merche. Perdón, debería decir que se materializó en un pajar de los alrededores; y que a mí, con trece añitos, ya me la ponía tiesa la visión de las tetazas de mi prima. Nadie me había explicado el por qué, pero el menda, que de tonto tenía lo justo, empezaba a sospechar que algo tenía que ver con las tetas grandes…y las de mi prima eran espectaculares.

Después de media docena de polvos, jugándonos el partirnos el cuello al trepar por el muro para colarnos en el dichoso pajar –por si fuera poco, sufro de alergia al heno-, fui perdiendo interés en las tetas de Merche y ganándolo en los atributos de otras lugareñas, igual de dotadas que mi prima, aunque más experimentadas y que disponían de confortable lugar de encuentro. El problema fue que enseguida se corrió la voz de que el sobrino que veraneaba en casa del Venancio, aunque vistiera pantalones cortos, era un pichabrava al que no se le resistía ninguna de las mozas casaderas del pueblo…ni sus madres. Y como allí no había manera de mantener algo en secreto mucho tiempo –ya saben cómo son los pueblos-, el menda estuvo en un tris de pillar una anemia galopante…o algo peor, cuando el asunto llegó a oídos de alguno de aquellos cafres con boina, bastante mosqueados con que sus hijas y santas esposas anduvieran disputándose -a bofetadas- mis favores. Menos mal que llegó septiembre antes de la cosa pasara a mayores, porque ya había alguno que juraba por sus muertos que pensaba abrirme en canal y hacer chorizos con mis tripas.

El instituto fue el siguiente paso de mi vía crucis. Guapito, con modales de niño pijo y vacilando de que ya había mojado el churo…¡Anda que no me cayeron hostias!

En contrapartida, hice algunos buenos amigos –tres o cuatro lo siguen siendo; el resto, ya veremos después por qué, los fui perdiendo-, y las profesoras, salvo un par de cardos borriqueros a los que mi juvenil estómago no se vio con fuerzas para digerir, no estaban del todo mal. En cuanto al claustro masculino, excepción hecha del bujarrón de gimnasia, me miraban con más desconfianza que deseo.

Lo terrible del instituto, al margen de las bofetadas que mis condiscípulos se repartían entre sí en los recreos –que yo acaparaba en una gran proporción-, eran las niñatas de catorce a diecisiete años. A mí, que me las había visto ya con mujeres hechas y derechas –alguna no tanto, porque Francisca, la panadera del pueblo, empezaba a encovarse ya por la edad-, me parecía una afrenta tener que andar escapando de mocosas con acné. Pero así estaban las cosas: o corría ligero o me acorralaban a poco que me despistara.

El caso es que Rosita me hacía tilín. Y aún hoy me pregunto por qué, porque la nena andaba escasa de todo: pechitos minúsculos, culo inexistente y, si es que no era realmente muda, lo disimulaba muy bien cuando yo estaba delante. Así que pensé que no corría ningún peligro si aceptaba su invitación a terminar el trabajo de sociales en su casa. ¡Error fatal! Al poco rato –ya me extrañó que sus padres no estuvieran en casa un sábado por la tarde- se presentaron las tres golfas que en mayores aprietos me ponían en el instituto…pero allí no había ningún jefe de estudios al que pedir ayuda, y la opción de salir por patas escaleras abajo ya la tenían prevista…con un par de vueltas a la cerradura y la llave a buen recaudo.

Cuando consintieron en dejarme marchar, yo estaba ya más muerto que vivo: la polla colgando desmayada y despellejada, los huevos como dos uvas pasas, arañado, mordido, chorreando babas desde la coronilla a los pies y con el susto de haber perpetrado mi primera desfloración. La pobre Rosita, que dudo mucho que estuviera al corriente de los detalles de la jugada que tramaban sus compañeras, perdió el virgo durante la batalla campal…y a mí casi me da algo cuando me vi la polla cubierta de sangre. "¡La puta, la he reventado!", llegué a pensar. Así que una y no más, santo Tomás. A partir de entonces, como mucho, de dos en dos.

Dicen del ser humano que es el único animal capaz de tropezar dos veces en la misma piedra. ¡Falso, y dieciocho también! Las que llevo yo –hasta la fecha, si las cuentas no me fallan- enamorándome.

El motivo de mis desdichas era la Historia del Arte. ¡Me cago en la leche, sigo sin distinguir el expresionismo abstracto del cubismo! La que vino a poner remedio a mis carencias artísticas –lo intentó, al menos- fue Isabel, una morenaza recién licenciada, de impresionantes melones…perdón, quería decir cultura y dotes para la enseñanza; porque no se cortaba un pelo a la hora de enseñar sus atributos con vestidos bien ceñidos y escotados. Total, que me enamoré a primera vista.

Lo que debería seguir a continuación es una lista interminable de los intentos de seducción –torpes, porque a dieciséis años, si no te falla la confianza en ti mismo, te faltan recursos lingüísticos- protagonizados por el menda hasta conseguir llevar al huerto a semejante portento. Eso vale para un tipo del montón –me comentan los amiguetes que las calabazas que te dan en la adolescencia curten el carácter-, pero no para un puto crack como yo. A mí sólo me hizo falta levantar la mano el segundo día clase y preguntar si el tal Monet era pariente de ése otro…¿Cómo coño se llamaba? ¡Ah, sí, Manet! La respuesta lógica a tan pertinente pregunta, ya la adivinan, ¿verdad? "Quédate un rato, después de clase, y repasamos esas lagunas"…y después, derechitos a su apartamento. Lo malo fue que unos cuantos condiscípulos envidiosos nos siguieron…y me lo agradecieron al día siguiente con una paliza de las que dejan marcas.

Hasta que me harté de ser el "puching-ball" en el que se desahogaban los malos humores de mis colegas y me matriculé en artes marciales. ¡Se iban a enterar esos cabrones de cómo se las gasta el Chuck Fernández cuando le tocan las narices! A los dos meses ya me veía capacitado para devolver hostia por hostia; y a los seis, de pasear tranquilo por el recreo, soltando un "mawashi-gueri" en los morros de todo aquel desgraciado que se atreviese a mirarme mal. Y si no me miraba mal, daba igual…patada que crió. Además, con las clases de kárate y los entrenamientos de levantamiento de pesas, me puse de un cachas que daba grima, doblando la masa muscular de mis, hasta entonces, raquíticos bíceps, tríceps, cuádriceps y demás "ceps". Vamos, que si llego a doblar también el tamaño de mi polla, en menuda atracción de feria me convierto.

El daño colateral vino de la mano –y bien largas que las tenían, los cabrones- del acoso al que me sometían en las duchas la panda de maricas del gimnasio.

  • Oye, guapito, ¿te apetece una mamada?- Eso, si el socio del gimnasio era de los educados, porque el "modus operandi" de los menos finos era meterte mano al paquete y sacudírtela, mientras el tío se arrodillaba delante de ti.
  • ¡Cáscatela contra un poste, mamón!- solía contestar yo. Como verán, los finos modales y el vocabulario exquisito de mi época de colegio de pago habían quedado ya olvidados.

Pero como no es prudente ser maleducado con un quinto dan –eso es un exageración, pero seguro que de cinturón marrón no bajaba ninguno-, cambié la ración diaria de hostias en el instituto por la semanal en el vestuario del gimnasio. Hasta que un día me acojoné realmente y no volví. ¡Joder, como que me vi abrazado por un peludo "grizzly" de ciento y pico kilos, con su polla tiesa entre mis nalgas, y espachurrado contra los azulejos de la ducha! Por los pelos, tú, me libré por los pelos…y por el "no sé qué-gueri" –rodillazo en los huevos- que conseguí atizarle, cuando el asunto se había puesto ya pero que muy feo. Vamos, que ahora, a cualquiera que me cuenta que está enganchado al "spining" o a cualquier otra de las mariconadas que están de moda en los gimnasios, le miro con desconfianza y le aconsejo que tenga cuidado con el sillín de la bicicleta…no se lo vayan a colocar mal y le entre atravesado.

Otra cosa muy fea, ahora que lo pienso, es citar a tu primer amor y pasar después a contar tus aventuras en locales de ambiente gay. Corrijo de inmediato el lapsus.

Isabel caía bien a todo el mundo. A los profesores, porque siempre tenía una sonrisa en la boca, le daba coba hasta a la momia de matemáticas –se rumoreaba que rondaba los noventa años y que, en mayo del 68, un bote humo le había causado daños cerebrales irreversibles, impidiéndole cualquier tipo de comunicación inteligible, salvo hacer garabatos en la pizarra…y de eso hacía quince años-, nunca se escaqueaba a la hora de sustituir las bajas de sus compañeros –se produjeron una serie de caídas muy tontas por las escaleras, afortunadamente sin fatales consecuencias…que era lo que se pretendía-; ¡y qué coño!, porque les alegraba la vista al colectivo de carcamales que se reunía en la sala de profesores. Al alumnado femenino, aunque muchas rabiaran de envidia, porque les demostró que se podía ir a clase con trapitos que ellas nunca se habían atrevido a sacar del armario en día lectivo, además de ser una adelantada a su tiempo y poner de moda las camisetas ombligueras, los tatuajes étnicos y los piercings. Y al alumnado masculino, evidentemente, por sus dotes como docente y gran personalidad. "¡Joder, tío, la cabrona está que lo vierte! El día menos pensado le digo algo y la vuelvo loquita cuando le enseñe mi herramienta". Y tú, ¿de qué coño te ríes, gilipollas? –eso iba por mí, claro-. A que te doy una hostia y así nos reímos todos". Y conste que yo procuraba disimular todo lo que podía.

Como no era plan de andar cogiditos de la mano por el instituto, ni de darnos el lote en ningún local público –entonces, como ahora, liarse con un menor de edad era delito…y no te digo nada del paquete que le habría caído a Isabel si se llega a demostrar que estaba liada con uno de sus alumnos-, resolvimos que la mejor forma de citarnos era que me diera una copia de la llave…y el primero que llegara que fuera calentando la cama. Calculo, que en los dos cursos que duró el idilio, debí de pasar encamado del orden de mil doscientas horas; así que tuve tiempo de asimilar varias lecciones que después me fueron de gran provecho. Entre otras cosas, aprendí a cocinar; porque follando seríamos un par de conejos, pero conejos bien alimentados.

Vale, como intuyo que a nadie le interesa la receta de las berenjenas rellenas al horno -una pena, porque me quedan de vicio-, dejaré de lado la cocina, la novela latinoamericana contemporánea, el cine de autor y las teorías ecologistas, para centrarme en los aspectos técnicos que garantizan un polvo exitoso.

Basándome en las experiencias que había tenido hasta la fecha: líos con las mozas del pueblo y, en el caso de las compañeras del instituto, alguna violación consumada -por su parte-, o en grado de tentativa –en las duchas del gimnasio-, mi idea de un polvo de película se reducía a un par de magreos de tetas, hasta conseguir que mi polla adquiera el grado de rigidez adecuado, seguido de un mete-saca de cinco minutos y, si estaba de suerte, una mamadita previa. Menos mal que Isabel entendía el sexo de otra manera, poseía la suficiente vocación pedagógica como para corregir mis malos hábitos…y tenía paciencia, mucha paciencia.

Con la única excepción del revolcón del primer día –hay que entender que se trataba de una urgencia-, Isabel se tomó muy en serio la tarea de educarme, utilizando el método del premio-castigo, de probada eficacia en el adiestramiento de toda clase de bichos. Y para justificar el arrebato inicial, tuvo el detalle de darme una explicación:

- ¡Por Dios! ¿En qué estaría yo pensando? Es la primera vez que se me ocurre secuestrar a uno de mis alumnos. No te digo nada arrastrarlo hasta mi casa y follármelo…sin saber siquiera cómo se llama. Pero, chico, es como si me hubiera tropezado por la calle con el Harrison Ford y me hubiera guiñado un ojo. Lo entiendes, ¿verdad?

¡Sí, coño, claro que lo entendía! La misma historia de siempre. Y ahora que caigo, me parece que ni me he presentado. Mejor, cuantos menos datos personales dé, mejor. No vaya a ser el demonio que la química funcione también a través de la pantalla del ordenador y algun@ pierda la cabeza. Si estoy contando todo esto, desnudando mi alma ante el lector, es para lograr el efecto contrario. Y, sí, de aquella, Harry arrasaba en las pantallas. ¡Joder, lo que ha llovido desde entonces!

El cursillo comenzó con unas nociones básicas sobre cómo entrarle a una tía sin parecer gilipollas ni un carnicero en busca del mejor cacho de solomillo, seguido de unas nociones básicas de sobre lo que hay que decir –poco- y lo que no hay que decir nunca: la clase de cosas que les cuentas a los colegas y se descojonan de risa…pues eso, nunca jamás se lo digas a una tía. Según Isabel, son seres mucho más evolucionados que nosotros, que no aprecian el humor pedestre con el que nos partimos el culo de risa los tíos. ¡Ellas prefieren hablar!

¡La hostia, así que había que hablarles! Bueno, sólo de entrada. Después, de lo que se trataba era de darles cuerda y soltar cuatro frases hechas, incitándolas a llevar el peso de la conversación. Resumiendo: ¡Cuéntame tu vida, preciosa! El verdadero arte consiste en mantener la compostura y poner cara de estar ABSOLUTAMENTE FASCINADO con la sarta de gilipolleces que tienes oír.

En cuanto a la apariencia, me resultó revelador saber que las camisetas y los playeros, aunque no estén prohibidos, es conveniente cambiarlos un par de veces a la semana. En caso contrario, adquieren un tufillo bastante desagradable, que pude dar al traste con la cuidadosa planificación de la operación. Abundando en el tema, también me enteré de que el frasco del desodorante no era un elemento decorativo del cuarto de baño. Y sobre modales, como aún recordaba alguna de las reglas de urbanidad que los salesianos me habían inculcado, a Isabel le bastó con corregirme un par de manías: después de beber una coca-cola, nada de eructos…y procurar limitar el consumo de bocatas con ajo; o en su defecto, un posterior y enérgico cepillado bucal.

Además de dominar la teoría, tocaba hacer prácticas de campo. A tal efecto, Isabel me designaba el objetivo, que tanto podía ser un yogurín esperando a sus amigas en el parque, como una cuarentona sentada en la terraza de una cafetería o -esto era para sacar nota- una maciza probándose trapitos en las rabajas…porque, cuando una churri está de rebajas desconecta de la realidad. Disponía de cinco minutos para arrancarle una sonrisa, de un cuarto de hora para echarle mano –sin que me partiera la cara-, y de cuarenta minutos para convencerla e irnos a cualquier sitio más tranquilo.

Como acabo de comentar, salvo que la nena estuviera practicando deporte de alto riesgo en las rebajas, el mayor problema que yo tenía era convencerla de que la cosa iba en serio. La mayoría pensaba que se trataba de un bromazo con cámara oculta; y que, si un "bollicao" como el menda le tiraba los tejos, era porque se había producido una extraña conjunción planetaria…o había una cámara oculta grabando. Una vez asumido el milagro, a la que tenía que pararle las manitas era a ella, intentando distraerla durante media hora, antes de dejar caer lo de "¿En tu casa o en la mía?" Y llegados a este punto, puesto que Isabel siempre andaba cerca observando, lo peliagudo era quitármela de encima sin provocarle un trauma psicológico. Lo más socorrido era pararme delante de una farmacia, dejando caer, como quien no quiera la cosa: "Enseguida vuelvo. Me acabo de acordar que no me quedan condones…y no estoy muy seguro de que ya esté curado de las últimas purgaciones". Otra salida, algo menos sutil, era dar un respingo y exclamar con voz agónica –como si me estuvieran retorciendo los huevos-: "¡Joder, mi mujer!" En ambos casos, uno de los dos ponía pies en polvorosa: ella en el primero, yo en el segundo.

También aprendí a besar. Me ofendió oírle decir que tenía que pulir mi estilo –las mozas del pueblo estaban encantadas con los morreos que les daba-, pero enseguida tuve que reconocer mis carencias: lo que yo entendía por un beso era privar de aire a la nena que me tocase en suerte, de forma que no le quedase más remedio que abrir la boca…momento que yo aprovechaba para meterle la lengua hasta la campanilla. Unas vez vencidas mis reticencias iniciales -¡Coño, en las pelis es lo que se ve, y la prota no protesta!-, Isabel, a base de paciencia y demostraciones prácticas, consiguió lo que se proponía. Me costó -¿Se pueden creer que me ataba las manos a la espalda antes de comenzar la clase?-, pero aprendí a besar dulcemente, a poner los pelos de punta mordiendo el cuello…sin dejar chupetones, y a poner los otros pelos –salvo depilación radical- a remojo haciendo diabluras con la lengua en la oreja. Con estos mimbres, ni que decir tiene que el cesto de comerme un par de tetas y/o un conejito sabrosón, me salió solo.

El día que Isabel se dio por satisfecha con mis progresos, me lo hizo saber presentándose en casa con una amiga de toda confianza. Me presentó como el hijo de una vecina, supongo que para evitar que la otra sospechase la verdad, y me recomendó esmerarme si aspiraba a sacar nota. La cabrona ya me había dicho que las siguientes clases serían el curso avanzado de jodienda, pero que como suspendiera éste, puerta.

La churri alucinaba en colores. Acertó a decir algo halagador sobre el menda, para no volver a abrir la boquita sino para soltar algún chillido de gusto. -¡Como si me dejo la lengua en el empeño, pero a ésta no se le olvida en la vida la sesión de hoy!- recuerdo haberme propuesto. Ya veía que iba bien encaminado cuando se me pegó como una lapa y empezó a despelotarse.

- ¡Tranqui, tú! Despacito. Isabel me ha encargado que te dé el tratamiento completo…y no la quiero ni oír si acabamos demasiado pronto. Así que relájate, déjame hacer…y no me sobes más la polla, que se encabrita y entonces no respondo.

Cuando la profe entró en la habitación, cosa de una hora después, ni la oí. Yo tenía la cara enterrada en el chochito de su amiga, sus piernas enroscadas alrededor del cuello y las manos en mi cabeza, marcándome el ritmo de la comida de coño y berreando que se iba a correr otra vez. Supongo que Isabel se sintió satisfecha con los progresos de su pupilo, porque despidió a su amiga –a la pobre le temblaban tanto las piernas que no acertaba a caminar sin apoyarse en las paredes…no digamos ya nada de ponerse las bragas- y nos pasamos el resto de la tarde jodiendo como leones.

Al día siguiente comenzaron las clases que de verdad me interesaban. Lo que eché de menos fue el trabajo de campo. Con lo gamberras que habían sido las prácticas del curso anterior -había que vernos después, revolcándonos de risa en la cama-, las de éste eran exclusivamente en la intimidad. Íntimas, pero no estrictamente privadas; o así lo veían los vecinos, que nos denunciaban regularmente por contaminación acústica. Y es que en pleno verano, sin aire acondicionado, y después de seis horas de sesión continua, a ver quién es el guapo que aguanta con las ventanas cerradas. Al principio, a mí me daba corte ponerme a dar alaridos, pero Isabel insistía en que tenía que liberarme y verbalizar mis emociones; y las diabluras que me hacía con la lengua no se podían expresar sino a grito pelado.

No las tenía todas conmigo cuando empezamos a practicar el 69 y el cunnilingus. O, como lo llamaba Isabel, comercio justo, por aquello de la reciprocidad. La única vez que lo había hecho, aparte de que duró poco –no aguanto ni un minuto sin respirar-, no me pareció buena idea volver a repetirlo. Pero, claro, ni las monstruosas dimensiones del muslamen de doña Alfonsina –la madre de una moza del pueblo- tenían nada que ver con la esbelta figura y marmórea firmeza del pandero de Isabel, ni los rizos y el olor a algo podrido del chochazo de la buena señora –los primeros se me incrustaron en la nariz y picaban; y menos mal, porque así mitigaban algo el segundo-, con el conejito depilado y el delicado perfume que exhalaba mi profesora particular. Al final tuvo que decirme que ya estaba bien, porque le cogí afición al asunto y no encontraba el momento de parar. Es lo que siempre decía mi mamá, cuando la llamaban del colegio: "Mire usted, el chico se esfuerza; y aunque al principio le cueste captar la idea, en cuanto le pilla el tranquillo, no hay manera de conseguir que lo deje".

Lo del sexo anal resultó un poco más complicado. Y mira que la avisé: "Oye, ¿tú estás segura de que esto cabe por ahí?" Es que esto, sin querer presumir de calzar un misil, presenta una, digámosle particularidad –por no llamarlo deformidad- que hace que la cabezota se hinche y engorde una barbaridad cuando me animo. Pero Isabel, erre que erre…y un puñao tras otro de vaselina. Si es que cuando se ponía cabezona…Isabel, quiero decir.

Había que vernos en faena. Bueno, de vez en cuando, cuando me pongo nostálgico, pongo alguno de los DVD´s -inicialmente eran grabaciones en vídeo analógico, formato VHS- que guardo en la caja fuerte. Hay uno –hay más, claro, pero esos no son para andar cotilleándolos aquí- en el que se nos ve –más bien se adivina, por aquello del encuadre lejano y la mala calidad de la imagen- en plena sesión de evaluación. La primera media hora corresponde a la fase de despelote, achuches y besos. Los tres cuartos de hora siguientes se van en caricias, mamaditas: primero tú a mí, luego yo a ti, y, venga, ahora los dos a la vez, primero tú encima, luego me toca a mí, y al final, ni p´a ti ni p´a mí…de lado. El folleteo se lleva más de dos horas –luego hablaremos del rollito tántrico-, y como fin de fiesta, haber cómo nos arreglamos para que entre la "cabezona".

- ¡Que sí, tontín, estoy de lo más relajada! Si lo sabré yo…después de haberme corrido tres veces. Venga, hoy no hay excusas que valgan- trataba de animarme Isabel, después de haber puesto yo mil peros.

- Te dolerá, seguro. ¿O no te acuerdas ya del desaguisado de hace quince días? Joder, si te pasaste toda la semana poniendo una cara que era un poema, cada vez que te sentabas en clase-. Y encima, tuve que aguantar en silencio el pitorreo de Santiago –a la salida me desquité, y ahora, al mamonazo le faltan dos dientes- y su panda: "El sábado vieron a ésta con un negro. Ya te digo, ¿no ves que ni se puede sentar? Seguro que le ha roto el culo. Que no, tío, sé de muy buena tinta que eran dos. Pues está claro: uno se la calzó por delante y el negro por detrás".

- ¡Nenaza! ¡Maricón! ¡Mingafría! Como no me la metas ahora mismo, mañana se lo cuento a tus amigos…y alguno habrá que no se haga tanto de rogar ¡AAAY! ¡Despacio, animal!- claro, cuando a uno le provocan, pasan esas cosas.

- ¡Joder, esto duele! ¿Ya entró la punta?- farfullaba más que hablaba, porque, con la cara enterrada en la almohada, Isabel vocalizaba con dificultad.

- Ya está casi toda dentro- mentía yo, trazando con la yema de un dedo circulitos alrededor del clítoris.

Al final, tras un rato que me pareció eterno –ahora, cronometrando la grabación, resulta que fueron diez minutos-, el puñetero esfínter dilató lo suficiente como para que aquella tortura tuviera algún sentido, permitiendo a Isabel comenzar a bufar en lugar de quejarse. Según ella, aunque le doliera al principio, después la cosa cambiaba y la sensación era de lo más placentera. ¿Y quién era yo para discutir con una experta los pros y los contras del orgasmo anal frente al vaginal?

Resumiendo, que para seguir manteniendo las amistades después de una sesión de sexo anal, hay que hacer el mayor énfasis posible en que la relajación sea total…y la vaselina, abundante.

Pero como todo lo bueno tiene fecha de caducidad, me llegó la hora de convertirme en universitario y cambiar de residencia. Iluso de mí, pensé que nada cambiaría y que, aprovechando las vacaciones de semana santa y navidades, además de algún puente largo, recuperaríamos el tiempo perdido. Lamentablemente, Isabel tenía otra idea de lo que significaba nuestra relación; y como era una chica práctica, nada romántica y sin pelos en la lengua para explicarme su punto de vista, me dejó compuesto y sin novia.

Según ella, ahora que iba a ver mundo -¡Joder, como si Madrid fuera Nueva York!- lo que me convenía era tratar con chicas de mi edad, que lo nuestro había sido bonito mientras duró –Adiós, muy buenas, que te vaya bien…y no me escribas- y que ella estaba pensando en sentar la cabeza, casarse y tener niños; evidentemente, no conmigo. Y al menda, en plan melodramático, no se le ocurre decir otra cosa que la quería. ¡Aún me escuecen las orejas de las carcajadas que tuve que oír! Pero lo que más me jodió, fue la explicación:

-Mira, chaval, los guapos están para tirárselos, no para enamorarse de ellos.

 

JUVENTUD: NUCA SUPE DECIR NO.

Si las compañeras de instituto me habían hecho ver lo peligrosas que son las tías cuando actúan en manada, con las que traté en la universidad llegué a la conclusión de que son unos bichos de cuidado. Una por una, una delicia. De dos en dos, sin abusar, pase. Más de tres son un peligro público. ¡Joder, he visto documentales donde una manada de hienas se comen a una gacela con mejores modales!

Por poner algún ejemplo, nada más aterrizar en el colegio mayor, en la fiesta de apertura del curso, me violó una turba de locas sin que me diera cuenta. ¿Cómo? Pues con un pendulito y la gilipollez ésa de "Concéntrate. Mira fijamente el péndulo. Te pesan los párpados…" Y al día siguiente, por mi habitación parecía haber pasado el huracán Katrina y el menda no se podía mover de la cama. El reconocimiento médico posterior certificó múltiples contusiones, aunque, afortunadamente, ninguna fractura…y un desgarro anal provocado por la uña de alguna desgraciada que pretendió reanimar mi polla moribunda con un masaje prostático. A la cabrona que me hipnotizó, volví a verla unos meses más tarde…cruzando la calle fuera del paso de peatones. ¡Lástima de bicicleta!

Aún a riesgo de provocar la ira del lector acostumbrado a leer estos relatos con la polla tiesa y los pantalones por las rodillas –ya decía al principio que ésta es una triste historia, y al colectivo de mancos no le interesan estas cosas-, omitiré los detalles por los que el número de mi habitación del colegio mayor llegó a ser conocido por el 903. El primer trimestre, mientras la información pasaba discretamente de boca en boca, las tímidas me abordaban por la calle, en clase o en la cafetería de la facultad; mientras que los allanamientos de morada quedaban reservados para las más lanzadillas. Después, cuando se corrió la voz de que nunca le negaba un revolcón a la que me lo pidiera con educación –un fallo de carácter que trato de corregir-, el asunto se fue desmadrando. Vamos, que el último trimestre, cuando el buzón de ruegos, quejas y sugerencias estaba hasta los topes de denuncias presentadas por mis envidiosos compañeros, y el conserje ya estaba hasta los huevos de tener que aclarar que allí no había ninguna habitación 903 –por la sencilla razón de que el colegio mayor sólo tenía seis plantas-, se produjo la concatenación de una infortunada serie de hechos, que dieron como resultado un lamentable incidente de orden público a las puertas de la ilustre institución académica.

Era sábado. La noche anterior se había convocado un botellón para batir el record de participación que ostentaba, hasta entonces, la universidad de Sevilla –cincuenta y pico mil asistentes-; la docena y media de cubatas me sentaron mal; le había prometido a Sara que, ése día sí que sí, le tocaba a ella; creo que también les dije que sí a otras cuatro…y a las demás, sin concretar mucho, que ya habría tiempo durante el resto del fin de semana. Total, que llegué a la habitación llevado en volandas por aquellas cuatro guarrillas, para encontrarme con que Sara había llegado primero y ya ocupaba la cama. ¡Había que oír los gritos que dio la condenada!, asustada con aquella invasión. Pobre chica, no se lo recrimino: esperaba una romántica velada y se encontró con una orgía en toda regla.

Para acabar de empeorar las cosas, el menda se encontraba en un estado que bordeaba la intoxicación etílica, circunstancia que va en detrimento del óptimo rendimiento sexual. Así que, sumando cinco y diez -las cinco elementas que luchaban a brazo partido por hacerse un hueco en la cama, y las diez horas que necesité para hacer una faena de aliño que no defraudase al respetable-, nos dieron las dos de la tarde. El caso es que se estaba produciendo una aglomeración a las puertas del colegio mayor.

Según se supo después, el conserje suplente, asustado por el cariz que estaba tomando la situación, echó la llave y llamó a la policía. Si el mamón del conserje titular, antes de pedir la baja, le hubiera informado de lo que había que hacer cuando se presentase alguna preguntando por la 903, no habría pasado nada. Pero al tío le traicionaron los nervios cuando se vio delante de cincuenta o sesenta niñatas –la que no estaba pedo, llevaba un ciego de tres pares de cojones…o las dos cosas- empeñadas en asaltar el colegio mayor. Y cuando empezaron a desfilar por la puerta las que me habían acompañado, se armó la de dios. ¡Joder, con lo poquito que les habría costado tener la boca cerrada!...o decir que eran residentes. Miré por la ventana y vi a Sara señalarme con el dedo, para, acto seguido, volverse hacia el resto y empezar a dar saltitos y gesticular, mientras les contaba lo que ya se imaginan ustedes. ¡Como para fiarse de las mosquitas muertas!

Los antidisturbios llegaron justo cuando aquellas locas echaban la puerta abajo.

Adelantándome a los acontecimientos, hice la maleta y me despedí del colegio mayor. La verdad es que, después de la carga policial, el ambiente estaba muy enrarecido; con el decanato investigando los hechos y buscando un cabeza de turco al que dar un escarmiento; las instalaciones habían quedado hechas un asco, con destrozos varios en el mobiliario y las tres primeras plantas saqueadas. Por no hablar de los que me señalaban como responsable directo…esos, los de siempre, los cabrones de las habitaciones de al lado.

Y para colmo de males, el viejo tuvo la feliz idea de aprovechar el incidente para cuadrar el déficit del presupuesto familiar. "Con lo que me ahorro de mensualidad, ahora que vas a compartir piso, tu madre y yo nos iremos todos los años al Caribe. Por cierto, la asignación para gastos sigue siendo la misma, así que busca algo baratito". Me dejó bien jodido el muy avaro. ¿Ven lo que pasa cuando no sabes cómo decir no?

El problema añadido era que no encontraba un piso de estudiantes en el que me aguantasen más de un mes seguido. Las cabronas parecían disponer de un radar y, por mucho que me escondiera o lejos que me fuera, tardaban menos de una semana en localizarme…y volvíamos a las andadas. ¡Les aseguro que este mundo está lleno de gente con muy mala entraña!

Así fue como, después de desechar múltiples ofrecimientos de compartir piso con algunas conocidas, llegué a la triste conclusión de que no me quedaba más remedio que ponerme a trabajar y alquilar un estudio para mí solo. Una vez superado el trauma de presentarme en la oficina del INEM y pasar a engrosar la estadística de demandantes de primer empleo; y digo trauma, por los silbidos que se oyeron en la cola, cuando la entrevistadora se ofreció a rellenar el cuestionario a solas. Y menos mal que nadie, salvo estos ojitos que se han de comer los gusanos, llegó a ver a la señora remangarse la falda y sentarse en la mesa del despacho encima de los papeles. Pero, oye, a la semana siguiente ya me estaban llamando para grabar mi primer anuncio publicitario.

Ya me estaba haciendo ilusiones de que, lo que empezaba como un anuncio televisivo de calzoncillos, terminaría conmigo en el escenario del teatro Kodak, dirigiéndome a los asistentes lleno de agradecimiento y con lágrimas en los ojos, sosteniendo al bueno de Oscar entre mis manos. Pero no, la prometedora carrera como estrella cinematográfica se acabó tras el rodaje del primer anuncio. ¿Y por qué? Pues por qué va a ser, hombre. ¡Por guapo, cojones!

En el mundillo cinematográfico español, e incluyo en él la publicidad televisiva, son cuatro amigos y se conocen todos; es decir, que como la cagues en el primer trabajo, olvídate del tema. Yo iba con la lección aprendida y repitiendo para mis adentros: "Antes que meterla donde no debo, me la corto". Pero ni con esas me libré de la maldición del guapo.

La cosa empezó a pintar mal ya desde el casting. Cuando llegué, me encontré con veinte tipos en gallumbos –el anuncio iba de eso- repasando el papel y mordiéndose las uñas. No hice más que sentarme y empezar a despelotarme –para no desentonar-, cuando empezaron los murmullos, las miradas que siempre me echan los tíos que no tienen intención de tirarme los tejos y, poquito a poco, se fueron yendo todos. ¿Se pueden creer que yo ni había abierto la boca? A falta de más aspirantes, me hice con el papel.

Siempre pensé que un anuncio de mierda, que no llega a un minuto, se rueda cagando leches. Pues resulta que no: que si esta toma no me gusta, que si en aquella falla la iluminación, que si no hay tensión narrativa…¡Ya me dirán qué tensión de los cojones hace falta para grabar a un fulano haciendo el gilipollas en gallumbos! Ahora, que si en los anuncios de compresas se comen el coco tratando de averiguar a qué huelen las nubes, igual estoy equivocado. Bueno, resumiendo, lo que el director quería decir con esas sandeces, es que hacía falta que mi paquete luciera más abultado en pantalla. ¡Y ahí se armó el taco! Una de las ayudantes de dirección, que llevaba toda la mañana sentada y haciendo posturitas raras -separaba los talones, juntaba las rodillas y se las frotaba enérgicamente; o cruzaba las piernas…con la mano en medio-, confundió el rodaje con una peli porno y, si no me la quitan de encima rápidamente, la bruja culmina con éxito la mamada. Sin ningún incidente más digno de mención, se terminó el rodaje, cobré una pasta…y no pude negarle nada a la pobre chica, que esperaba a las puertas del estudio de grabación para presentarme sus excusas.

El problema fue que el anuncio, aunque resultó un éxito, duró menos de dos semanas en pantalla. Según los estudios de mercado que manejaba el anunciante, el público era incapaz de recordar la marca del producto. Ahora, que mi cara, y el dichoso bulto, los recuerdan perfectamente…veintipico años después. A todo lo más, me llamaron para sesiones fotográficas –de cintura para abajo-, para colgar mis vergüenzas en vallas publicitarias. Pero me sirvió, hasta que acabé la carrera, para pagar los alquiles abusivos de los cuchitriles en los que me alojaba.

Si a usted, perspicaz lector, no le salen las cuentas porque conoce las miserias que se pagan en las campañas publicitarias de medio pelo, no se preocupe, tiene usted motivos para ser desconfiado. Y si, como sospecho, trabaja en el sector publicitario, no habrá que recordarle las otras alternativas que se le ofrecen al actor en paro para pagar las facturas, ¿verdad? Pues eso, dejémoslo ahí.

Con la relativa tranquilidad que da vivir solo, únicamente alterada por la mujer del casero, empeñada en perdonarme el alquiler a cambio de algún favorcillo sin importancia –"Total, ¿qué te cuesta, hombre?"-; Doña Engracia, la viuda del quinto, y su hermana, la soltera, que me querían como si fueran de la familia; quiero decir, que me querían igualito que mis tías…sólo que más a menudo; Adela, la administrativa de la facultad, que se las apañó para aprobarme un par de asignaturas que se me habían atragantado…y es de bien nacido ser agradecido; un hijoputa calvo, padre de familia numerosa y, accidentalmente, catedrático de estructuras, empeñado en salir del armario a mi costa, y rencoroso, como demostró después reiteradamente –el favor de perderle vista, se lo tuve que agradecer a Adela con un fin de semana de dedicación exclusiva-; Mari, la del bar, que estaba en contra de la comida basura y aprovechaba las ausencias de su marido –sufridor del Atleti- para llenarme la nevera cada quince días; un par de modelos bisexuales –en el sentido de que, cuando hablamos de coños y pollas, mejor disponer de uno de cada-, con las que había hecho muy buenas migas en mi etapa de chico de anuncio, y como nunca se sabe las vueltas que da la vida, consideré prudente seguir relacionado con el mundillo. Decía, al principio de este trabalenguas, que comparada con otras épocas de mi vida, este periodo resultó relativamente tranquilo y me dio tiempo a echarme novia.

Bueno, más de una: treinta y dos. Pero en cuatro años, ¿eh? Y de la mitad estaba perdidamente enamorado. Pero no había manera, cuando no la cagaba por algún lío con su mejor amiga –y las mejores amigas son las peores zorras, queridas lectoras-, era la chica la que, en un momento de lucidez, reflexionaba y terminaba considerando una pérdida de tiempo nuestra relación. Ya conocía de sobra la letra de la canción: "Verás, es muy duro para mí tener que decirte esto, pero lo nuestro nunca llegará a nada serio. Si no fueras tan jodidamente guapo…".

También empecé a perder amigos, y no es que me sobraran. Coincidió con una temporada en la que, sin saber por qué, recaí en la manía de no poder negarme a nada que me pidiera una churri. También es verdad que debería haber comprobado algunas fuentes de información; en particular, en el caso de la novia de Pedro, cuando me dijo que su madre –residente en Tenerife- estaba en las últimas y que debería ser yo quien le diese la noticia, porque a ella, esos asuntos, lagarto, lagarto. Lo malo fue que la supuesta moribunda gozaba de una salud de hierro, aunque se alegró con la inesperada visita de su hijito; Pedro regresó hecho una furia, y llegó justo a tiempo de presenciar el desvirgue anal de su amada. No le reprocho que no me haya vuelto a dirigir la palabra.

Otro pequeño desliz, esta vez en los servicios de un restaurante, tuvo peores consecuencias, porque éramos cuatro amiguetes con sus respectivas. Creo que la cosa empezó con la tontería del juego de pies por debajo de la mesa, continuó con una metida de mano por debajo del mantel –a los postres, después de un hábil movimiento táctico por su parte, cuando me la encontré sentada al lado-, y culminó en el servicio de señoras. ¡Joder con los descuidos! Ella se olvidó de volver a ponerse las bragas…y yo, de hacer desaparecer el condón usado. Total, que mi chica entró justo después y se encontró con las pruebas del delito, volvió con ellas en la mano, le levantó la falda a la otra, y a mí -¿por qué todo dios me miraba a mí?- no me quedó otra que actuar como un caballero…saliendo por pies antes de que me partieran la cara.

Aparte de Alberto, me vi casi sin amiguetes antes de cumplir los treinta. Los casados me evitaban como a la peste; los que no, aunque sabía de sobra que mentían como bellacos, negaban tener cualquier tipo de relación…no hablamos ya de presentármela; y los inasequibles al compromiso –cada vez menos y abjurando de sus convicciones a la menor oportunidad-, sólo pretendían aprovecharse de las mosconas que me rondaban. Y al pobre Alberto, el fiel compañero de fatigas, el amigo del alma que siempre me lo perdonaba todo; a ése le hice la mayor putada de todas.

Tirarme a Cristina, dos años después de la boda –las otras veces no cuentan, fueron antes del compromiso formal- fue un error; que estuviesen en tratamiento de fertilidad, por un problemilla con la movilidad de los espermatozoides de mi amigo, un hecho circunstancial; que se quedase embarazada, una fatalidad; y lo que vino después, el acto final de una tragedia griega. Coño, Alberto babeaba con el enano y era el tipo más feliz del mundo. Cristina, igual; y yo, que los visitaba con más frecuencia de la que aconseja la prudencia, encantado al verles tan felices. Pero las Parcas tejen y destejen los hilos a su antojo, nunca sabes cómo acabará una discusión sin importancia, y cuando a Cristina se le calentaban los cascos, peligro. Creo que lo de "¿Tendré que pedirle a tu amigo que me vuelva a preñar? Porque lo que es tú, majo, lo dudo. Para mí que se te adelantó la pitopausia", sobraba.

Mi amigo, que podría tener los espermatozoides todo lo vagos que se quiera, pero que nunca tuvo el menor problema de oídos, captó la indirecta al vuelo, se hizo las pruebas de paternidad al día siguiente…y, cuando le dieron los resultados, se llevó por delante un camión en la carretera de Colmenar Viejo. Colega hasta el final, el bueno de Alberto. Yo en su lugar habría hecho lo mismo, pero habría invitado al paseo a Cristina y al amigo cabroncete. Lo último que supe de Cristina, es que había ligado a un técnico sueco de antenas parabólicas; así que supongo que el nene -ahora debe tener quince años-, cuando se cabree, soltará los "¡Cagunmismuelas!" en guiri…si es que ha llegado a heredar algo de su padre biológico.

MADUREZ: CUANDO OYES ESO DE "OIGA, SEÑOR" Y SE DIRIGEN A TI.

Volviendo atrás unos cuantos años –el capítulo anterior termina con la crisis de los treinta-, aproveché el flamante título, que me acreditaba para estafar a promotores incautos con proyectos de inflado presupuesto, para instalarme en Ibiza. Supuse que el cambio de aires me sentaría bien y que, en el ambiente internacional de la isla, pasaría más desapercibido. ¡Y un jamón! Incluso antes de aterrizar, empecé a sospechar que había pecado de optimista. La mamadita con la que había obsequiado la azafata de Air Europa en la última fila del avión, por mucho que insistiera en que era cortesía de la compañía, ya era un aviso a navegantes. Después, en el trayecto al hotel, cuando le pregunté al taxista si tendría algún inconveniente en poner el taxímetro al ralentí, mientras me daba un baño en una playa nudista que, casualmente, quedaba de camino, no puso ninguna pega. Es más, insistió en acompañarme –porque, según él, aquello estaba lleno de julandras y no quería que tuviese un mal tropiezo el primer día-, en apuntarse al baño…y en secarme después entre sus amorosos brazos. Tanta amabilidad empalaga un poco, ¿no creen?

En lo referente a las discos de moda –allí todas están de moda y cuesta un huevo entrar-, ningún problema. Me plantaba en la puerta, esperaba a que el gorila me echase un vistazo y me flanquease la entrada al templo de depravación y lujuria. Lo normal era que, además, me abordase una relaciones públicas, ofreciéndome un pase VIP y la visita guiada a las instalaciones. La visita solía terminar en una cama redonda de dimensiones variables –de grande a olímpica-, en compañía de los más selectos socios del local. Cuando me di cuenta de que la proporción era de cinco a dos –cinco socios por cada dos socias-, y que por cada conejo que se dejaba querer, tenía que andar esquivando a una docena de pollas ansiosas de catar mi culito, fui perdiendo el interés. Y si hablamos de trabajo, salvo un par de promotores que picaron, prefiero callarme el resto. ¡Menuda pandilla de cabrones avariciosos! Di por finalizada mi estancia, y mis sueños de ejercer por cuenta propia, tres meses después de llegar.

Trabajar por cuenta ajena no me gusta nada. Bueno, en realidad, lo que me pone enfermo es trabajar. Y eso es un problema, sobretodo cuando no dispones de un patrimonio familiar que te garantice una sustanciosa herencia. Como no era el caso, e iba a tardar en echarle el guante al escaso patrimonio del viejo –sigue corriendo medias maratones a los setenta y cinco años-, no me quedaba más remedio que seguir aguantando el tipo en una oficina de proyectos de tercera división. Y, como no, al guapo de la oficina nadie lo tomaba en serio. Yo lo llamo el síndrome de la rubia: guapa y rubia…sí, pero tontita.

Después de darle muchas vueltas a tan filosóficas reflexiones, llegué a la conclusión de que la solución a mis problemas pasaba por convencer a Patricia de que hacíamos una buena pareja, y que, total, la firma en el Registro Civil no dejaba de ser un mero trámite. Si añado que Patricia era la hija de mi jefe –hija única- y que su papá estaba forrado, puede que suene a que estaba tramando un braguetazo, pero mis intenciones mucho más nobles y altruistas. Además, el menda ya no era un chaval, y el régimen de acoso al que me veía sometido por amigas, conocidas, vecinas, compañeras de trabajo, familiares y transeúntes, no hacía más que aumentar…y seguía teniendo recaídas en las que me era imposible negarle nada a ninguna churri. ¿Y si el anillo de casado fuese el antídoto para todos los males?

A modo de prueba, le propuse a Patricia que se mudase a mi apartamento. Me miró como si me hubiese vuelto majara. Le había repetido mil veces que, para seguir manteniendo las amistades, ni mencionase el tema. A quien no le hizo ni puta gracia el arreglo, fue a su padre, que trató de persuadirme con la propuesta de doblarme el sueldo, con la condición de olvidarme de su hijita querida. ¡Cagunmismuelas, casi me convence!

No sé si influenciado por mi firme propósito de enmienda, o por la dieta de media docena de polvos diarios a la que me tenía sometido Patricia, fui recuperando mi autoestima poco a poco. Ya me veía capaz de salir a la calle y aguantar proposiciones de todo tipo sin inmutarme, sin correr el riesgo de acabar follando en un parking, dentro del coche de una desconocida. En la oficina, en cuanto se corrió el rumor de que me había liado con la hija del jefe, los compañeros dejaron de tomarme el pelo; y la secretaria se cuidó muy mucho de volver a dejarme autógrafos de su culo encima de la mesa. La cabrona, conociendo mi debilidad, se sentaba encima de la fotocopiadora, me dejaba el recado y salía disparada hacia el archivo. Cinco minutos más tarde, como un corderito, allí estaba yo, dispuesto al sacrificio. ¡Al fin libre!

A medida que iba superando pruebas, me convencía de que había acertado con la solución a mi problema. Patricia, más prudente, no las tenía todas consigo. Para ella, celosa por naturaleza, había situaciones que la superaban:

- ¿Y tú qué miras, guarra?- era su frase favorita, cuando salíamos a pasear.

- ¿Le has tocado el culo a mi chico? ¡No disimules, que te he visto, maricón!- En Chueca, cada dos por tres.

- Como te vea rondando cerca de casa con el paquete de chorizos, esperando a que yo salga para llamar al timbre, te los meto todos en el coño, ¡cacho puta!- Cada vez que íbamos a tomar unas cañas al bar de Mari.

Ahora, que para bronca de las gordas, la que armó el día que nos tropezamos con Clara y Enriqueta, mis colegas ex-modelos –el tiempo no pasa en balde, aunque ambas siguieran luciendo palmito-, y se les ocurrió invitarme a recordar los viejos tiempos, haciendo extensiva la invitación a Patricia. A una le dejó un par de uñas postizas clavadas en la cara; y a la otra, le arrancó el moño de un mordisco. ¡Sí señor, todo un carácter!

La prueba definitiva, la confirmación de que había superado mi adicción, fue la velada con sus amigas.

- Por tu madre te lo pido, Patricia, eso no-, imploré.

Pero nada, no hubo manera de convencerla de que aquello era excesivo.

Procuré que no me afectaran sus risitas nerviosas, cuando Patricia soltó, con muy mala leche, lo de que si alguna se animaba, aquella era la única ocasión que les daba para tirarme los tejos sin enfadarse. Afortunadamente, ninguna picó…o ahora sería tuerta. Tragué saliva cuando empezó a ponderar mi rendimiento en la cama, retándolas a comprobarlo. Y finalmente, la hijaputa va y les habla de mi terapia, sin omitir ningún detalle. Un color se me iba y otro se me venía. Oía sus "¡Oh!" y sus "¡Ah!", convencido de que alguna, por mucho que conocieran las malas pulgas de su amiga, terminaría por descontrolarse, jodiéndome de paso el plan de jubilación. Pero superé la prueba con nota, en plan campeón.

Lamentablemente, un mes antes de la boda, conocí a mi futura suegra; aunque, para ser exactos, debería decir que la reconocí. ¡Y ella a mí!

¿Recuerdan los "trabajitos extras" sobre los que me negué a entrar en detalles cuando hablaba de mi época como modelo publicitario? Pues la puta vieja –entonces tenía casi veinte años menos, así que entraba en la categoría de madurita- era una de mis mejores clientas. Tropezarme de bruces con mi pasado, cuando estaba convencido de que había quedado definitivamente atrás, me descompuso. Y la bruja se las arreglo para sacar tajada de mi desconcierto.

Patricia y su padre regresaron de un viaje de negocios un día antes de lo previsto. A su papá no le hizo ninguna gracia saber que su santa esposa se quitaba la dentadura postiza para hacer mejor las mamadas; y mi prometida, la de los violentos arranques de celos, me sorprendió que se tomase la situación con resignación. "No puedo, con este hijoputa no puedo", fue lo único que dijo, antes de caer en una depresión profunda. Se me pasó por la cabeza lo de "Querida, esto no es lo que parece. Te lo puedo explicar", pero el cuarto de baño lleno de velitas, mi ex-suegra haciendo equilibrios en la bañera, acariciándose las tetas -a la altura del ombligo- y doblando el espinazo para aprovechar hasta el último centímetro de mi polla, eran muy difíciles de explicar.

Desde entonces, y de esto hace ya un "puñao" de años, voy dando tumbos por ahí. Me gano la vida…mal; para ser sinceros, de puta pena. Cuando consigo un trabajito mal pagado, me dura lo justo hasta que armo algún follón con la mujer del jefe –ahora se han convertido para mí en un fetiche- o alguna compañera. Y llevo peor que nunca "mi problema".

Pensé, ingenuo de mí, que el atractivo iría menguando con los años, pero ahora resulta que los maduritos arrasan…y el gilipollas del Richard Gere -¡qué mal me cae ese tío!- ha puesto de moda las canas. Lo que sí han menguado son mis prestaciones sexuales -¡qué lejos quedan ya aquellos polvos tántricos de seis horas!-, aunque la demanda sigue en aumento. Conclusión: yo solito agoto las provisiones de Viagra de las farmacias del barrio. Ya me ha advertido el cardiólogo que, como siga así, me quedan dos telediarios.

Por ultimo, sólo una cosa más, querido y paciente lector: La próxima vez que pienses en la suerte que tienen tipos como Jorgito Clooney o Tuercebotas Beckham, piensa que, antes de ser guapos, ricos y famosos, eran unos pobres desgraciados…muy guapos, eso sí.

 

 

Apostillas del autor:

En primer lugar, ha de quedar bien claro que lo anterior es la confesión de un personaje y no -repito, no- la del autor. Aunque, me acabo de dar cuenta de que no tiene nombre…No, si cuando digo lo de vago es por algo.

El escrito es demasiado extenso, falta contenido de sexo explícito y los diálogos son esquemáticos. Todo eso ya lo sé, por lo que animo a los comentaristas puntillosos a poner de relieve otras carencias del texto…que las tiene, muchas.

¿Por qué soy tan cabrón que te hago leer un tocho de una hora de duración sin describir un triste polvo como es debido? La respuesta está al principio de la pregunta…ahí, justo en la quinta palabra. Ahora, que si has llegado hasta aquí, leyendo despacio y sin saltarte ningún párrafo, doy las ocho horas que me ha costado escribir esto por bien empleadas. Quedará demostrado que en TR, además de pajilleros, existen -y no son una leyenda urbana, como se empeñan en decir algunos- lectores.

Respecto al argumento tan manido de que no sé contar ni un triste polvo, tengo que confesar que es así…cuando cuento alguno, te cagas de risa. Además, la guinda del pastel debería ser pequeña, sabrosa y venir a cuento. Estoy hasta los huevos de leer en TR relatos donde no hay pastel -todo es guinda-; y, además, una guinda vomitiva. Vale, también es verdad que las cebolletas no casan bien con las tartas, pero es que me chiflan las cebolletas, tú.

En cuanto a la extensión, porque soy consciente de que el castigo es excesivo, no debía bajar de las diez mil palabras. Échale la culpa al cabrón que me picó el amor propio, insistiendo en que no me veía capaz de parir un relato de esa extensión.

¡Cagunmismuelas! Según el jodido contador de palabras, me quedan treinta y cinco para llegar a las diez mil. A ver ahora, si con este parrafito final… ¡Toma! ¡Diez mil, ni una más ni una menos!

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