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¡No me hagas reir, Fernando!

en Sexo con maduros

Hoy, coincidiendo con el sexto aniversario de boda, he llegado a una conclusión irrefutable: Sara, eres una ZORRA. Tal como suena, en mayúsculas, negrita, cursiva y bien subrayado. Tampoco es que me pille por sorpresa y, además, se veía venir.

No se trata de una conclusión subjetiva, fruto de un bajón de autoestima o producto de "uno de esos días, antes de"…las lectoras saben de lo que hablo. Para demostrarlo, dado que presumo de racional, analítica y muy poco sentimental, están los doscientos treinta y cuatro números de teléfono que guardo en la "carpeta estrella" de mi móvil.

Tres estrellas: Mejor que un dedito, pero no para tirar cohetes. Repetir sólo en caso de extrema necesidad.

Cuatro estrellas: Se desenvuelve con soltura en las distancias cortas. Además, me hace reír (en caso contrario pasa a tres estrellitas). Repetir.

Cinco estrellas: Un artista. Polvos inolvidables y/o el rey de la comedia. Repetir hasta hartarme.

Los de dos estrellas (impotentes, eyaculadores precoces, maníaco-depresivos, carácter avinagrado y/o con la gracia de un grano en el culo, los borro inmediatamente). De una estrella no recuerdo ninguno…pero es que no me va el rollito de desenterrar cadáveres.

Otro motivo para tal conclusión -según algunos, fundamental motivo-, es que empecé a coleccionar teléfonos el día de mi boda; empezando por el padrino, siguiendo con el cura (casi cinco estrellas) y terminando con la sobrina de un primo segundo de mi marido, junto con él, claro; los tres juntos, quiero decir. Un gran día, como dirán casi todas las novias.

Seguro que los malpensados y las estrechas –o las malpensadas y los estrechos, tanto me da-estarán llamándome de puta para arriba y compadeciéndose de mi cornudo marido. Siento llevarles la contraria, pero soy amateur, sigo tan enamorada de mi marido cómo el primer día y jamás le he puesto los cuernos. El secreto está en que ambos tenemos clara la diferencia entre amor y sexo. Nos amamos y follamos, pero también follamos a todo lo que se mueva y respire; al menos en mi caso, porque él si que ha probado una orgía en la morgue. La regla de oro es contárnoslo todo después, con pelos y señales. Eso nos pone como motos.

La culpable de tanta promiscuidad –Fernando, mi marido, no lo hace mal; pero después del segundo asalto, si no se toma una pastilla, ya está para el arrastre…desventajas de ser hombre y rondar los sesenta años- es una anomalía anatómica que padezco. No es broma, mi caso está documentado en varios informes médicos de acreditada solvencia. Lo que ocurre es que tengo una conexión directa entre el lacrimal y las glándulas sexuales. Lo que, en términos que todo el mundo pueda entender, significa que cuando algo me hace gracia, me excito. Si me río, la vagina me palpita, con abundante emisión de flujo, y si lloro de risa…tengo un orgasmo. Curiosamente, la cosa no funciona cuando lloro de pena, lo que plantea un enigma para los especialistas.

Algún cachondo estará pensando que soy una tía fácil, a la que se le cuentan un par de chistes y ya. Pues no. Lo malo es que va el humor inglés…de los irlandeses. Tampoco quiero desanimar a los musculitos con poco cerebro. Como a casi todas, un culo bien prieto y respingón me vuelve loca; pero si el "culoprieto", además es simpático, me lo tiro…quiera o no quiera.

A mi favor juega un buen físico –mis sudores me cuesta conservarlo-, una risa fácil y cantarina –con los efectos secundarios ya descritos-, un innato don para la seducción –no me hace falta disfrazarme de puta para provocar alborotos- y muy poca vergüenza –si no se deciden rápido, decido yo por ellos…o ellas-. A una dama nunca se le pregunta la edad, pero, para los cotillas impenitentes, diré que estoy muy a gusto con la "cuarentañera" que veo en el espejo por las mañanas.

Y dicho lo dicho, me dejaré de más presentaciones para entrar directamente en materia. Empezaré con algún episodio con maduritos. Siempre me han atraído, aunque, claro está, mi concepto de madurito ha ido cambiando con el paso de los años. Ahora me río, después de unas cuantas experiencias con octogenarios, de los cuarentones que me tiraba cuando iba al instituto.

Por cortesía conyugal, empezaré por mi queridísimo. Recuerdo que volvía de ver La Vida de Brian, de los Monty Pitón -en un cine de arte y ensayo-, después de haberme corrido media docena de veces –sin tocarme siquiera, sólo restregándome en la butaca- y en un estado de enajenación uterina del que eran testigos la lamentable situación de mis braguitas, la falda que se pegaba a mis muslos y la butaca del cine –de la que me costó dios y ayuda levantarme-. Juraba por lo bajo que, antes de llegar a casa, me tiraba al primero que pillara…aunque fuese de pie y en un callejón. En casa tenía un "dos estrellas", del que me tendría que deshacer de inmediato, aunque me daba apuro hacerlo colgada del brazo de otro. Soy así, qué le vamos a hacer.

Fernando estaba sentado en una terraza desierta, algo muy comprensible a las diez de la noche, en noviembre y con una temperatura que rozaba el punto de congelación. Estaba para comérselo: tan bien trajeado, con unas canitas chulísimas –ahora tiene el pelo totalmente blanco- y charlando por el móvil…casi me da un pasmo cuando abrió la boca para soltar una carcajada y enseñó una dentadura de perfecto depredador. Sonreí y me senté en la mesa de al lado.

Treinta segundos después, con una mirada directa a sus ojos, una ligera inclinación de cabeza –apartando dos segundos la mirada, para volver a fijarla de inmediato, un palmo por encima de su cabeza- y una inspiración profunda, que mis tetas agradecieron elevándose, ya estaba despidiéndose de su interlocutor con un cortante "Mañana te llamo". Hizo ademán de sentarse a mi lado, pero se encontró conmigo ya de pie, tendiéndole una mano y un "¡Estoy helada, caliéntame!", a modo de presentación.

No me hubiera importado lo más mínimo que me follara allí mismo, antes de presentarse. De hecho, faltó muy poco para que diera rienda suelta a una de mis fantasías favoritas: bajarle la bragueta a un desconocido y darme un atracón de polla, por vía oral, en la vía pública. Él, muy fino y educado, en vez de aprovechar la ocasión para buscar un nidito de amor y abrirme las piernas, me iba dando conversación, sobre algún tema interesante –que no recuerdo- y haciendo gala de un fino sentido del humor…además de explorar el terreno con dedos hábiles.

-Joder, hubiera jurado que las sillas de la terraza no estaban tan húmedas- En uno de esos tanteos, de forma inexplicable, su mano se había colado hasta las inmediaciones de mi coñito.

El contraste entre sus modales de gentleman y la bastedad del comentario, me provocaron una carcajada…con la consiguiente flojera de piernas y espasmos vaginales. Tuve que colgarme de su cuello para mantenerme en pie.

No estoy muy segura de que ésa fuese su intención, pero el caso es que -con el brusco cambio de posición-, acabamos frente a frente, mirándonos a los ojos, nuestras bocas abiertas –la suya de sorpresa, la mía por otro motivo- y dos de sus dedos chapoteando dentro de mi hambriento sexo.

Me lancé a por su boca, dispuesta a rendir su lengua en singular combate de esgrima. Reconozco que soy una fanática de estos duelos y Fernando resultó un digno contrincante. Mientras nuestras lenguas fintaban, estoqueaban o se trababan sin tregua, sus manos me estaban poniendo al borde del ataque de nervios: una por delante, con tres dedos incrustados hasta la segunda falange, buscado –y encontrando- el punto G y el pulgar masajeándome el clítoris y la otra por detrás, con el índice tanteando la dilatación de mi puerta trasera. En mi caso, la mayúscula del punto está plenamente justificada: es tan grande que hay que ser muy inútil para no encontrarlo.

Yo me sentía morir, anticipando la explosión de un salvaje orgasmo…y se detuvo en seco. Volvió a la carga y yo al disparadero, para volver a parase, justo en el preciso momento. El desgraciado estaba jugando conmigo…y yo tengo muy mal perder. Para cuando lo intentó por tercera vez, yo estaba preparada. Gritó cuando le mordí el labio con rabia. Debo de tener cierta tendencia vampírica, pues el sabor de su sangre, junto con el masaje clitoriano, el tirón de sus dedos en mi chochito y el otro, el que se coló de rondón por mi culo, me hicieron dar gracias al cielo por haber nacido mujer…y multiorgásmica.

Iba siendo hora de devolverle el favor. En otras circunstancias, habría echado una ojeada alrededor, para asegurarme de que no hubiera incómodos testigos cerca, pero no ese día. Estaba tan alterada que no conseguía desabrocharle el cinturón y bajarle la bragueta, todo a la vez. Aunque Fernando no es adivino, me leyó el pensamiento y trató de moverse hacia una zona en penumbra. Menuda tontería, si por una calle peatonal, a esas horas, no patrulla la policía.

-Ni lo sueñes, guapo. De aquí no te mueves. Maldita cremallera.- Oí un suspiro de resignación y, cuando la cremallera por fin cedió, otro de puro alivio. No era para menos, menudo pollón se gastaba el pollo. ¡Pobrecito mío!, lo que tenía que haber sufrido, con aquella herramienta aprisionada entre los pantalones. Le hice un guiño a su ombligo –una de mis manías; siempre lo hago, cuando me queda a la altura de los ojos-…y cumplí mi fantasía.

Fernando, muy obediente, ni se movió. Tampoco hubiera ido muy lejos, con los pantalones y los calzoncillos a la altura de los tobillos y mis rodillas encima –para no desgarrar las medias-. El otro punto por el que lo tenía pillado, se lo imaginan, ¿no?

El pobre estaba hecho un manojo de nervios, volviendo la cabeza hacia todas las esquinas; aunque yo procuraba tranquilizarlo, con unos deliberadamente lentos lametones al glande y un masaje rítmico del tronco; además de tantearle por detrás, con la intención de obsequiarle un masaje prostático.

La mayoría de los hombres te arman un escándalo cuando lo intentas, pero no Fernando. Ya era perro viejo en estos menesteres y se acomodó las nalgas para facilitar la operación, recordándome de paso que me humedeciera antes el dedo. Con las prisas se me había olvidado.

Sólo hay una cosa que me puede cortar el vacilón en estos momentos: que me agarren del pelo para marcar el ritmo. No lo soporto. Así que, en cuanto sentí su mano en mi nuca, le solté un guantazo que entendió a la primera. Para compensar, y para demostrarle que funciono mejor a mi aire, le hice una exhibición de inmersión a pulmón libre. Me vuelve loca sentir la punta de la polla rozar mi campanilla; pero sólo rozarla. Un poco más allá y te sobreviene una arcada. Otra ventaja de controlar el tiempo del partido, es que me permite ir saboreando cada centímetro que engullo, dosificando la inmersión para volver a repetir la operación en el ascenso a la superficie. Cuestión de regular la respiración y calibrar la longitud de la polla con ojo experto.

Cuando la agitada respiración de Fernando -y un par de gotitas de líquido preseminal en mi lengua-, me confirmaron que se acercaba el momento, ataqué la almendra de su próstata con todas las ganas.

¡Qué animal! Jamás me habían soltado semejante descarga de leche. Aguante las dos primeras descargas, pero con la tercera me lleno el depósito…y la cuarta, la quinta -y las que siguieron- me pusieron perdida la cara. Me río yo de los que afirman que lo mejor de una fantasía es imaginársela.

Me hubiera decepcionado mucho si la escena hubiera quedado en el anonimato. Los silbidos –además de alguna que otra expresión admirativa y soez- que nos lazaron desde unos cuantos balcones y ventanas, me reconfortaron.

Seis meses después, una vez que me convencí de que Fernando era el hombre que había estado esperando toda mi vida (guapo, con dinero, atento, seductor, inteligente y, sobretodo, con sentido del humor y nada, nada, nada celoso), le dije que sí…después de que me regalara el móvil con mayor capacidad de memoria del mercado.

 

 

Apostillas del autor.

Sí, del autor. Aunque sé que esto no me librará de recibir mensajes del tipo: a) Menuda zorra estás hecha. b) Dónde y cuándo nos vemos.

Para los incondicionales lectores que todo me lo perdonan, un par de aclaraciones:

-Este es el primer capítulo de una serie. El resto, intercalados con otros textos "más fieles a mi estilo" –ése que me juran que tengo…y yo no me encuentro-, irán apareciendo en las categorías de mayor consumo.

-Sí, recuerdo haber dicho que me aburre escribir textos de sexo explícito. De hecho, me aburrí soberanamente escribiendo éste.

-¿Entonces? Agradézcanselo al cabronazo que me picó el amor propio, con un emilio en el que "se atrevía" a poner en duda mi capacidad para desempeñar tal labor. Inútil no se lo aguanto a nadie.

-Por otra parte, convenido como estoy de que las historias con una delirante línea argumental, escaso contenido, diálogos casposos, prolijas descripciones de pollas descomunales y coños hambrientos -sin olvidarse de las corridas apoteósicas- baten records de audiencia, ya va siendo hora de que me lea alguno más de los cuatro amigos de siempre.

-Afortunadamente, sigo teniendo un teclado que se bloquea cuando pretendo incluir expresiones onomatopéyicas.

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